CAPITULO III

PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Se destaca la importancia de la virtud de la religión. A esa significante calidad responde la gravedad de los pecados que se cometen contra esta virtud.

I. EL RECHAZO DE DIOS. Se incluyen en este apartado los pecados más graves contra

la virtud de la religión, cuales son: la negación de su existencia (ateísmo); la indiferencia ante Él (agnosticismo), el insulto contra Dios (blasfemia) y el uso indebido de las cosas referidas a Él (sacrilegio).

1. El ateísmo. Se expone brevemente el origen y algunas características del ateísmo actual. Asimismo, se aducen los testimonios bíblicos que condenan la actitud atea del hombre. Se resalta que, según la Biblia. el ateo debe dar cuenta estrecha a Dios de su actitud.

2. El agnosticismo. La corriente moderna del agnosticismo se separa del ateísmo clásico, pero, por su extensión, es hoy especialmente grave. El agnóstico debería emplear a fondo su razón para enfrentarse con el problema de Dios. Puede facilitar el camino si se propone, inicialmente, el "problema de Jesús" en vez del "problema de Dios". Al fin y al cabo, el cristianismo aconteció en el tiempo y por ello puede verificarse. El agnosticismo tiene estrecha relación con el indiferentismo religioso.

3. La blasfemia contra Dios y los Santos. La blasfemia es el insulto contra Dios. Se aportan los datos bíblicos en torno a este grave pecado. Sobresalen los castigos bíblicos contra los blasfemos. Su gravedad se destaca también en la teología tomista, que sitúa el tema de la blasfemia como pecado contra la fe. Se explican las blasfemias internas, de palabra y de gestos. Finalmente, trata el llamado "pecado contra el Espíritu Santo".

4. El sacrilegio. Se relaciona con el concepto de "sacro". El pecado de sacrilegio consiste en violar el carácter sacro de los espacios sagrados, de la cosas dedicadas al culto y de las personas que se han consagrado a Dios por medio de los votos o de los sacerdotes que se dedican al culto divino.

II. EL USO INDEBIDO DE Dios Y DE LA RELIGION. Se estudian los pecados contra la religión "por exceso", o sea, el culto a Dios ofrecido de modo indebido, lo cual acontece por superstición y por idolatría.

l. La superstición. La superstición es una degradación del verdadero culto. Intenta dar culto a Dios por medios no adecuados y casi siempre de poca calidad humana. La desaparición de la superstición está condicionada a la cultura y a la verdadera religiosidad.

2. La idolatría. Es el pecado más castigado en la Biblia. Significa la reacción contra la cultura pagana. En sentido figurado se denominan "ídolos" a otras realidades a las que se absolutizan y casi se las diviniza.

III. OTROS PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN. Se seleccionan algunos pecados más comunes contra la virtud de la religión. Se estudian los cinco siguientes; la adivinación, las sectas, la masonería, el perjurio y el incumplimiento del precepto dominical.

l. La adivinación. No se considera adivinación el recurso a medios psicológicos, aún desconocidos. Puede ser un cualificado don que poseen algunas personas en virtud de cierta fuerza mental. Por el contrario, constituyen pecado el recurso a fuerzas ocultas, como son, los espíritus y, principalmente, la invocación expresa o tácita del demonio.

2. Las sectas. Brevemente se alude a las sectas que hoy preocupan tanto a la Iglesia como a los Estados. Si los cristianos se asocian a una secta y se separan de la Iglesia, puede equivaler a una apostasía de la verdadera fe.

3. La Masonería. El Nuevo Código de Derecho Canónico no recoge la condena de los católicos que dan su nombre a la masonería. Pero la Congregación de la Doctrina de la Fe ha renovado la condena, deforma que un católico que se haga masón no puede recibir los Sacramentos. La historia de la Masonería es muy oscura (cfr. c. 1374).

4. El perjurio. El juramento falso ante la autoridad correspondiente o emitido ante un tribunal constituye un pecado especialmente grave, puesto que de modo solemne se pone a Dios por testigo de algo falso. Además, a esta falta moral, van anexas algunas penas canónicas. El CDC impone al perjuro una pena indeterminada ferendae sententiae.

5. Incumplimiento de la celebración de la Eucaristía dominical. Se razona la falta moral cualificada que incluye la no asistencia de los fieles a la Misa de los Domingos. Además del pecado grave, se insiste en otros efectos que su incumplimiento ocasiona a la vida cristiana. Por eso se impone una educación en torno al contenido de este precepto.

INTRODUCCIÓN

El pecado es siempre el reverso de la virtud, como el mal es la negación del bien. Pero, en este caso, el contraste es mayor, dado que a la altura de la virtud de la religión, que refleja la omnipotencia y amor de Dios, le corresponde la sima abismal de la maldad del hombre que ofende directamente a Dios.

En efecto, la gravedad de los pecados contra la virtud de la religión es mayor por cuanto, si la religión es "la virtud que da a Dios el culto debido", los pecados que van contra esta virtud le ofenden especialmente, puesto que quienes los cometen no le reconocen y aun le desprecian. Cabe decir más, algunos pecados, como la blasfemia, se dirigen in recto a Dios, pues le constituyen en blanco directo de la ofensa del hombre.

Es evidente que, si la religión tiene como objeto a Dios en cuanto es origen y fin de la existencia humana, la no aceptación de esta vocación del hombre a vivir cara a Dios provoca los pecados más graves que el hombre puede cometer.

Además, estos pecados tienen a modo de un "efecto secundario", puesto que el hombre que ofende a Dios directamente debe sentir una especie de repulsa hacia el mismo Dios y a las cosas religiosas en cuanto tales. No es lo mismo el pecado que deriva de una pasión humana, cometido con una buena carga de debilidad y que comporta, al menos de inmediato, una apariencia de bien, que un pecado que nace del desprecio a Dios o de una ofensa directa contra El. El hombre no recibe compensación inmediata alguna en el pecado contra la virtud de la religión: sólo la enemistad con el Ser Supremo puede provocar la blasfemia. Parece que es el odio lo único que podría levantar el puño airado del hombre contra su Dios.

Los libros clásicos han dedicado muchas páginas a catalogar y valorar estos pecados. Los que siguen el esquema de los Diez Mandamientos los articulan en torno a los tres primeros Preceptos del Decálogo. Por el contrario, los Manuales que exponían la ética teológico sobre el esquema de las virtudes, lo hacían en el desarrollo de la virtud de la religión, pero añadían también los pecados contra las tres virtudes teologales.

Aquí, procuraremos hacer una síntesis de todos. Y, con el fin de ayudar al sacerdote en la administración del sacramento de la Penitencia, sin caer en la casuística, explicaremos los distintos pecados que pueden someterse contra Dios. A este respecto, se tienen especialmente en cuenta los datos bíblicos, tan abundantes, que advierten acerca de la gravedad de esta clase de pecados.

Un principio de la ética de las virtudes morales asevera que "la virtud está en el medio". Este axioma se cumple en nuestro tema: la virtud de la religión se sitúa en relación a dos extremos: la irreligiosidad, que niega a Dios el culto debido (ateísmo, gnosticismo, indiferentismo religioso, la blasfemia, el sacrilegio) y los excesos de una religiosidad que falsifica y trivializa el ser mismo de Dios (la superstición y la idolatría). Estos extremos que se oponen a la virtud de la religión son el contenido de este Capítulo.

I. EL RECHAZO DE DIOS

En este apartado integramos cuatro pecados que responden a otras tantas actitudes pecaminosas contra Dios: el ateísmo, el agnosticismo, la blasfemia y el sacrilegio. El ateo niega a Dios, el agnóstico prescinde de Él, el blasfemo le ofende conscientemente y el sacrílego le desprecia.

En pleno desarrollo del Concilio Vaticano II, Pablo VI, en su primera Encíclica Ecclesiam suam, menciona "diversos círculos" que presionan sobre la conciencia del hombre y le inducen a la negación más o menos abierta de Dios. El Papa aúna en el mismo párrafo todas estas tendencias:

"Sabemos que en este primer círculo sin confines son muchos, por desgracia muchísimos, los que no profesan religión alguna; muchos incluso, en formas diversísimas, se profesan ateos. Y sabemos que hay algunos que hacen profesión abierta de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana" (ES, 92).

1. El ateísmo

El problema del ateísmo es confuso y muy diversificado. En ocasiones brota de concepciones filosóficas previamente asumidas en las que no cabe el tema de Dios, tales han sido las corrientes marxistas. Otros tienen origen en sistemas filosóficos y en teorías del conocimiento insuficientes, por lo que, sin razón decisiva, o niegan a Dios (ateos) o profesan que es imposible el acceso a El (agnósticos). La nueva situación intelectual, denominada "posmodernismo", ni siquiera encuentra sentido a la pregunta. De aquí que algunos autores de nuestro tiempo afirmen que la cuestión sobre Dios es una pregunta inútil.

Otros sistemas provienen de corrientes de filosofía de la ciencia que o bien niegan que exista más realidad que la que se experimenta sensorialmente, o que aspiran a explicar la compleja naturaleza del cosmos sin recurso a una fuerza superior: el mundo, dicen, tiene explicación en sí mismo, por lo que Dios es una hipótesis vana. Tampoco faltan los que dicen profesar el ateísmo ante la aporía, siempre difícil de satisfacer, que plantea el problema del mal en el mundo. No es posible que exista Dios, que, por supuesto, debe ser bueno —argumentan—, y sin embargo exista el mal en tan grandes proporciones, que en la mayoría de los casos se presenta como injusto e inútil.

En la etiología del ateísmo tampoco cabe olvidar otro factor: el escándalo sufrido por el desamor de los cristianos y la falta de coherencia entre doctrina y vida de algunos creyentes. Esta causa es mencionada por el Vaticano II:

"En la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión" (GS, 19).

Pero no faltan ocasiones en las que el ateísmo es una consecuencia de un estilo de vida que hace imposible la acogida de la existencia de Dios. Si, según los datos bíblicos, Dios se manifiesta al hombre que le busca con humildad y al que no se deja llevar por la relajación de las pasiones, es evidente que un individuo, una sociedad o una cultura soberbia y sensualizada están seriamente obstaculizadas para creer en Dios.

Es cierto que la gracia divina puede derribar el gesto retador del soberbio, tal pudo haber sido el caso de Saulo de Tarso (Hech 9,1—30), y que Dios está siempre dispuesto a perdonar a quien se le acerca, después de una existencia vivida disolutamente, cual fue el caso de la pecadora pública (Jn 4,7—42; 8,1—9), o del hombre licencioso y crápula, tan bien descrito en la parábola del Hijo Pródigo (Lc 15,11—32). Pero la teología estudia que las "condiciones subjetivas de la fe" pasan, necesariamente, por la humildad y por unas disposiciones morales en las cuales el hombre puede fácilmente descubrir a Dios. Los demás casos representan la excepción, y obedecen a situaciones extraordinarias a las que concurre el poder infinito y misericordioso de Dios. Pero, en circunstancias normales, tales personas, de ordinario, son impermeables a la fe.

En otro lugar escribí que, cuando concurren esas circunstancias, más que crisis de fe, lo que acontece es crisis de las condiciones que hacen posible la fe, de forma que, si una sociedad o una cultura soberbia y sensualizada no pueden creer, por lo mismo, estaría incapacitado para descubrir a Dios un individuo autosuficiente, soberbio, que se crea ser "la medida de todas las cosas" y que lleve una existencia disoluta y licenciosa, marcada por el consumismo sensual y por una sexualidad desbordada.

En tan diferentes situaciones en las que puede originarse el ateísmo, no es fácil señalar la culpabilidad en cada caso. Pero tampoco debe eximirse siempre de pecado a quienes niegan a Dios o profesan que no puede ser conocido por la razón humana o propugnan dudas fundadas sobre su existencia. La Constitución Gaudium et spes enseña:

"Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa" (GS, 19).

Y el Catecismo de la Iglesia Católica enseña:

"En cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la virtud de la religión (cf. Rm 1, 18). La imputabilidad de esta falta puede quedar ampliamente disminuida en virtud de las intenciones y de las circunstancias" 9

Es evidente que la valoración moral del pecado de ateísmo depende de múltiples factores, los cuales no siempre son fáciles de medir. Pero no cabe eximir de culpa a quienes niegan o ponen en duda la existencia de Dios. Es este un caso típico de la Teología Moral en el que las "circunstancias" juegan un papel decisivo al momento de mensurar la gravedad del pecado. Pero tanto la ignorancia, como la soberbia, así como el estilo de vida y otras "circunstancias" que concurran en la profesión del ateísmo, deben ser tenidas en cuenta, dado que pueden ser factores que hayan contribuido a que el tema de Dios se oscurezca en la conciencia del hombre.

Los datos bíblicos avalan esta doctrina, pues Dios emplaza siempre al ateo a que dé cuenta de su situación. Es cierto que en la Biblia no se les denomina "ateos", sino "idólatras". La nomenclatura es por sí misma significativa. En efecto, el ateísmo no es un fenómeno originario, sino derivado, pues, según los datos bíblicos y conforme también con las diversas ciencias (la paleontología, la historia de la cultura, la historia de las religiones, etc.), desde su origen, el hombre fue creyente en un solo Dios, y más tarde, factores diversos amenazaron el monoteísmo y originaron lentamente el ateísmo. El "idólatra" no era, pues "ateo", sino adorador de dioses falsos.

Según el A. T., Dios exige a los judíos que le acepten y que no tengan otro Dios fuera de Él (Ex 20,3—5). Este mandato del Señor es urgido por los Profetas en las diversas etapas de la historia de Israel. Es sabido como, con relativa frecuencia, el pueblo judío tenía la tentación de acudir a los dioses de los pueblos vecinos. En tal circunstancia, Dios suscitaba un profeta para que denunciase esa degradación religiosa y para urgir que el pueblo volviese al verdadero Dios. Esta situación cultural e histórica es narrada con detalle por el profeta Jeremías.

En primer lugar, el profeta describe la situación primigenio de Israel adicto a Dios:

"Así dice Yahveh: De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo, aquel seguirme por el desierto, por la tierra no sembrada. Consagrado a Yahveh estaba Israel, primicias de su cosecha" (Jer 2,2—3).

Pero, muy pronto, Israel empieza a olvidarse de Dios. Por eso continúa el profeta:

"Oid la palabra de Yahveh, casa de Jacob y todas las familias de la casa de Israel: "¿Qué encontraban vuestros padres en mi de torcido, que se alejaron de mi vera, y yendo en pos de la Vanidad (ídolos) se hicieron vanos?" (Jer 2,4—5).

Seguidamente, Jeremías les echa en cara la insuficiencia de su comportamiento:

"En cambio no dijeron: "¿Dónde está Yahveh, que nos sacó de la tierra de Egipto, que nos llevó por el desierto, por la estepa y la paramera, por tierra seca y sombría. Luego os traje a la tierra del vergel, para comer su fruto y su bien. Llegasteis y ensuciasteis mi tierra y pusisteis mi heredad asquerosa. Los sacerdotes me decían: "¿Dónde está Yahveh?", ni los peritos de la ley me conocían y los pastores se rebelaron contra mí y los profetas profetizaban por Baal" (Jer 2,6—8).

Pero Dios se querella contra ellos, les hace conocer su incongruencia y la falta de fidelidad:

"Por eso, continuaré litigando con vosotros y hasta con los hijos de vuestros hijos litigaré... pensadlo bien y ved si aconteció cosa tal: si las gentes cambiaron de dioses —¡aunque aquellos no son dioses!—. Pues mi pueblo ha trocado su Gloria (Yahveh) por el Inútil. Pasmaos, cielos, de ello. Doble mal ha hecho mi pueblo: a mi me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden retener el agua" (Jer 2,9—13).

Finalmente, Yahveh rememora las castigos que les impone, les invita a la penitencia y a que vuelvan al verdadero Dios. Para ello les recrimina:

"¿Dónde están tus dioses, los que tú mismo hiciste"? ¡Que se levanten ellos, a ver si te salvan en tiempo de desgracia!" (Jer 1,28).

Esta patética descripción de la historia de Israel es el retrato de la humanidad y corresponde a la biografía de cada uno de los hombres que dejan a Dios. Si tal es la crónica de Israel, es también la biografía de cada ateo. No es difícil encontrar en la historia de los incrédulos una etapa de fervor religioso. Después, las circunstancias de la existencia han derivado a una vida que, primero prescinde Dios, luego le niega y en ocasiones le odia. Esta es la historia de no pocos ateos militantes que luchan contra Dios.

Pero estos cambios de creencias no están exentos de culpa. Ya en el A. T. el Libro de la Sabiduría señala que todos los que divinizaron las fuerzas de la naturaleza, al ver su hermosura, no supieron remontarse al autor de ellas. Por ello "tampoco son excusables, pues si llegaron a adquirir tanta ciencia que les capacita para indagar el mundo, ¿cómo no llegaron a descubrir a su Señor?" (Sap 13,8—9).

También la doctrina del N. T. es ilustrativo a este respecto. Así San Pablo culpa a quienes cometieron los más vergonzosos excesos morales, por cuanto "no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios", de este modo, acabaron "llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios" (Rom 1,29—30). Es así como el olvido del verdadero Dios lleva a una vida corrupta, la cual asimismo separa de Dios.

Igualmente, San Pablo fustiga las falsas conductas que han llevado a la indiferencia religiosa y a prescindir de Dios hasta idolatrar otros aspectos de la vida. Son aquéllos "cuyo Dios es el vientre... que sólo aprecian las cosas terrenas" (Fil 3,19). Pero esas vidas, malas y depravadas, que oscurecen el sentido de Dios, no quedarán sin castigo: "Que nadie os engañe con vanas razones, pues por eso viene la ira de Dios sobre los rebeldes" (Ef 5,5).

En resumen, con las excepciones que establezca la bondad infinita de Dios—Padre, la increencia se une casi siempre a la conducta moral desarreglada. Se inicia con ligereza —"dijo el insensato en su corazón: no hay Dios" (Sal 14, I)—; se continúa por idolatrar a otros intereses —"tienen a Dios por el vientre" (Fil 3,19)—; y, finalmente, se acaba en la soberbia "¿cómo vais a creer en mí si recibís la gloria unos de otros y estáis llenos de vosotros mismos" (Jn 5,44). El hecho es que el incrédulo, bien sea ateo o agnóstico, tendrá que enfrentarse con la justicia de Dios, que "dará a cada uno según sus obras" (Mt 16,27).

Sin embargo, el creyente no puede emplazar al incrédulo al juicio eterno de Dios, debe mostrar con su vida que el Dios revelado por Jesucristo es un Dios viviente (Mt 22,32), que espera al hombre en cada encrucijada de la historia, porque desea salvarle (Lc 19,10). Y esta situación ha de valorarse cada día más ante el grave problema que la increencia plantea a nuestra cultura. Pues, como afirmó Pablo VI, "el ateísmo es el fenómeno más grave de nuestro tiempo" (ES, 45).

Pablo VI no hizo más que recoger el sentir de la Iglesia en la época del Concilio Vaticano II. En la Constitución Gaudium et spes se enseña:

"Muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones, esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil" (GS, 7).

Es evidente que desde 1965 se ha dado un notable cambio cultural. Pero, si bien tal cambio es sustantivo en cuanto al materialismo sistemático del marxismo, no lo es respecto al materialismo práctico de la vida de Occidente. El Papa Juan Pablo II lo repite de modo continuo en estos últimos tiempos, después de la caída del marxismo como sistema político de los numerosos pueblos de Europa. En la Encíclica Evangelium vitae, el Papa califica la condición de nuestro tiempo como un "eclipse del sentido de Dios" (EV, 21).

2. El agnosticismo

Lo dicho del ateo, en buena medida, cabe aplicarlo al agnóstico. En primer lugar, porque el agnóstico es un ateo al uso de la época: hoy se prefiere declararse "agnóstico" antes que confesarse "ateo". Las razones son diversas; pero, además del imperativo de la moda, quizá se deba, entre otras, a estas razones:

Primera, el ateo representó en los ámbitos de cultura cristiana una militancia activa contra la religión, mientras que el agnóstico, en una sociedad pluralista, ofrece la imagen de cierta tolerancia frente a la religión. En consecuencia, declararse "ateo" en la cultura moderna sería situarse fuera de la democracia cultural que tiene en la actualidad tal alta cota de convocatoria.

Segunda, el ateo se sentía en la necesidad de probar que Dios no existía, mientras que el agnóstico adopta una postura más cómoda, por cuanto se limita a afirmar que no encuentra pruebas que le demuestren que Dios existe. Pero tampoco tiene necesidad de empeñarse en buscar razones que nieguen su existencia.

Tercera, el agnosticismo responde a una aparente comodidad intelectual. Por una parte, evita las exigencias de la religión y por añadidura no demanda esfuerzo alguno para justificar su postura. En último extremo, es más cómodo decir, "no lo se", que esforzarse por encontrar la verdad.

Cuarta, en ocasiones, el agnosticismo prende en personas científicas, pero que se limitan al estudio exclusivo de las ciencias experimentales, sin pretender buscar una razón última que explique toda la realidad. A ello se refiere el Concilio Vaticano II al afirmar:

"El progreso moderno de las ciencias y de la técnica, que, debido a su método, no pueden penetrar en las íntimas causas de las cosas, puede fomentar cierto fenomenismo y agnosticismo cuando al método de investigación usado por estas disciplinas se tiene sin razón como suprema regla para hallar toda la verdad. Es más, hay peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje ya cosas más altas" (GS, 57).

Quinta. Un elemento común que subyace en el agnosticismo es la filosofía del lenguaje, que, a partir de las doctrinas de Wittgenstein, trata de afirmar que los análisis lingüísticos no nos permiten hablar de Dios. Estos autores, como se muestra en el Capítulo III del Volumen I, más que solucionar el problema, lo diluyen y destruyen. Con tales análisis de la significación del lenguaje los problemas no tienen solución, sino que se disuelven.

Respecto a la moral, el agnosticismo no sólo niega la moral religiosa, sino que invalida cualquier tipo de vida moral en la convivencia humana:

"Una forma extrema de agnosticismo no sólo afirma arrogantemente que nada puede decir sobre Dios, sino que niega en la práctica toda significación más profunda de la vida. Tal posición conduce, inevitablemente, al nihilismo o lo supone ya. Esta posición hace imposible cualquier tipo de vida en común, porque impide toda comunicación sobre la significación de la vida".

Si exceptuamos la malicia combativo que era frecuente en el ateo clásico, la postura del agnóstico es tan condenable como el ateísmo, por cuanto el agnóstico, al "despreocuparse" del tema de Dios, mutila la fuerza de la razón que debe emplearse a fondo para responder a los grandes interrogantes que acompañan a la existencia del hombre. Además el agnóstico debería buscar finalidades últimas para orientar su acción. Por otra parte, el agnóstico se muestra incoherente, pues no trata de buscar las razones que justifican la vida de tantos creyentes, los cuales fundan su existencia en serios principios que han originado un fuerte influjo a la Historia de la humanidad.

El agnosticismo representa además un peligro para la moral, dado que, como sus compañeros de viaje los ateos, exalta la libertad humana y propugna que la existencia de Dios equivale a una heteronomía del hombre; éste no sería plenamente libre, si tiene que aceptar los dictámenes de un Ser Superior.

El tema nos llevaría de nuevo a mostrar el verdadero concepto de la libertad humana. El cristianismo afirma que el hombre es verdaderamente libre en la medida en que acepta la dependencia de Dios, dado que responde a su propio ser, que refleja en sí la imagen divina. De aquí que la "teonomía" no esclaviza al hombre, sino que le orienta hacia el sentido más genuino de la libertad. Como afirma la Instrucción Libertatis consciencia, los que defienden una libertad totalmente autónoma "son expresión del ateísmo o tienden, por propia lógica, hacia él. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado van en el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana" (LC, 27).

En cuanto a la corriente posmodernista, sus tesis van aun más lejos, dado que, según estos autores, no tiene sentido la pregunta sobre Dios, ni siquiera cabe plantear la misma cuestión acerca del hombre; éste no tiene sujeto. El hombre no es persona y, si lo fuese, no tendría sujeto. Además, niegan que exista una razón canónica que explique los fenómenos universales y, más grave aún, sostienen que no existe un lenguaje autónomo y de carácter universal. Estamos ante la actitud negativa más radical contra el "pensamiento fuerte", o sea, el intento por dar razón del ser de las cosas.

Ante este desconcertante panorama intelectual, es lógico que la ética sufra los embates más fuertes que haya tenido la cultura de cualquier época. En el Capítulo III del Volumen I citamos a Wilson que postula el cambio del estudio de la ética del campo filosófico a la biología, dado que la conducta del hombre, según este autor, depende de los genes. También recogimos la curiosa teoría de Mosterin que se despacha con esta diatriba:

"Nosotros, los humanos, no somos más que una especie animal entre otras. Desde luego, un humano se parece más a un orangután que cualquiera de los dos a una mosca. Es cierto que nosotros somos los parientes listos, ricos y poderosos.... pero ello no impide que pertenezcamos a la misma familia".

El agnóstico surge, frecuentemente, de un ambiente natural de indiferentismo religioso y, a su vez, cultiva de intento ese mismo desapego a los valores de la religión. Es, pues, causa y efecto de esa despreocupación religiosa. Este fenómeno es especialmente grave, dado que el agnosticismo se mezcla con el ateísmo y ambos nacen y se desarrollan en un ambiente de indiferentismo religioso. Esta situación cultural conlleva el secularismo, por lo que resulta una sociedad sin Dios.

Esta actitud de indiferencia ante los valores religiosos no carece de responsabilidad, pues no cabe que el hombre se despreocupe del tema que subyace a la pregunta acerca del sentido de la vida y del fin de la propia existencia. Y esta postura de indiferencia es aún más digna de repulsa, por cuanto el cristianismo se funda en hechos históricos, que pueden y deben ser estudiados y confrontados.

Al fin y al cabo, ninguna época histórica, ni menos persona humana alguna —máxime si posee formación académica— puede dejar de considerar el hecho único en la historia, que representa el fenómeno Jesús de Nazaret. Con evidente claridad gravita sobre la humanidad el reto de Jesucristo que afirma que la salvación está en creer en Él (Mc 16,16; Mt 12,30), pues El y el Padre son una misma cosa (Jn 10,30; 17,22), y que quien le ve a Él ve al Padre (Jn 14,6—10)... hasta el punto que la prueba última que provoca su condena es el ser un blasfemo, como consta por la acusación de sus adversarios: "porque siendo hombre te haces Dios" (Jn 5,18; 10,31—39; Mt 26,63—66).

Ahora bien, ninguno de los grandes fundadores de las religiones universales (Buda, Confucio, Mahoma) tuvo jamás pretensiones de declararse Dios. El fenómeno Jesús de Nazaret es único en la historia. De aquí que cualquier intelectual debe tomarlo en consideración y analizarlo. Aquí no vale argumentar acerca de si la razón puede o no encontrar argumentos a favor o en contra de la existencia de Dios. En el caso del cristianismo se trata de analizar las fuentes históricas y descubrir las garantías que ofrecen la Persona de Jesús y sus enseñanzas. El agnosticismo deísta podría tener cierta justificación a causa de la necesidad del recurso a argumentación de índole metafísica, pero carece de ella en el ámbito cultural cristiano: aquí se ventila el tema de la historicidad de la persona y de las enseñanzas de Jesús. Si bien la creencia en su divinidad tiene otro planteamiento: la fe en la divinidad de Jesucristo es fruto de la gracia de Dios (Mt 16,17).

Quizá el agnosticismo actual, en ambiente cristiano, tome origen de una pereza intelectual y de una ligereza en la conducta moral. Posiblemente tenga su antecedente en los intelectuales judíos de tiempo de Jesús y de los Apóstoles. Ojalá no tenga también la dura recriminación y condena que muestra San Pablo contra aquellos agnósticos e indiferentes de su tiempo: "Si nuestro evangelio queda encubierto, es para los que van a la perdición, para los incrédulos, cuyas inteligencias cegó Dios de este siglo para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios. Pues no nos predicamos a nosotros, sino a Cristo Jesús, Señor" (2 Cor 4,3—5).

En conclusión, el agnosticismo supone una falta moral porque se muestra indiferente ante el problema de Dios y desatiende la obligación que tiene el hombre de buscar la verdad, tal como enseña el Concilio Vaticano II:

"La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social. Es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, mediante los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado para ayudarse mutuamente en la investigación de la verdad, y una vez conocida ésta, hay que adherirse a ella firmemente con asentimiento personal" (DH, 3).

En la práctica, el sacerdote debe urgir la obligación que tiene el hombre —cada hombre— de plantearse el tema de Dios, de modo que no puede excusarse de culpa moral quien descuide este primario deber. Y el acceso a Dios en el cristianismo se inicia por la historicidad de la Persona y el mensaje de Jesús de Nazaret.

3. La blasfemia contra Dios y los Santos

Después de la negación de Dios, el pecado más grave es el insulto directo a Dios, lo que se denomina "blasfemia".

a) Definición

La blasfemia es la injuria directa, de pensamiento, palabra u obra, contra Dios. El sustantivo que la define, "injuria", no es suficiente para expresar todo lo que se expresa con la blasfemia. A ese término habría que añadir otro cúmulo de sinónimos, tales como "ofensa", "agravio", "insulto", "afrenta", "improperio", etc.

Esta plural significación se encuentra ya en la etimología griega del vocablo. En efecto, "blasfemia" deriva de los términos griegos "blápto", que significa lesionar o dañar y "féme" o fama. Etimológicamente, "blasfemar" significa herir o quitar la fama; es decir, "di—famar" o "mal—decir" a otro. El blasfemo, pues, pretende "di—famar" o "maldecir" a Dios. En este sentido se interpreta el texto de San Pablo, referido a los cristianos: "somos blasfemados", es decir, "difamados" (1 Cor 4,13).

Pero a este significado semántica, hay que añadir que en el ámbito religioso griego, el término "féme" significaba "augurio". De aquí que "blasfemar" era pronunciar malos augurios durante los sacrificios a los dioses, o sea, injuriarles. De aquí el sentido teológico que entraña la blasfemia, que, en el plano divulgador, los Catecismos la definen como "decir palabras injuriosas contra Dios o sus santos".

La etimología griega y los sustantivos castellanos que la definen dan a la blasfemia una gravedad muy cualificada: se trata, nada más y nada menos, de que el hombre, criatura de Dios, se atreve a ofender a quien debe todo, incluida su propia existencia. En este sentido, "blasfemar" significa una ruindad máxima e injustificada por parte del hombre, a la que se adjunta una malicia incalificable.

Sin embargo, el hecho es que el hombre ha blasfemado siempre de Dios. Hasta el hombre judío, que fue testigo cualificado de las preferencias de Yahveh por su pueblo, cayó en la tentación de la blasfemia. Pero los castigos bíblicos muestran la gravedad de este pecado.

En efecto, el Levítico relata con detalle cómo el hijo de un egipcio y de una israelita "blasfemó y maldijo el Nombre". Los judíos lo llevaron a Moisés y, dada la gravedad de la falta, sometieron el asunto al dictamen de Dios:

"Y entonces Yahveh habló a Moisés y dijo: Saca al blasfemo fuera del campamento; todos los que oyeron pongan las manos sobre su cabeza, y que lo lapide toda la comunidad. Y hablarás así a los israelitas: Cualquier hombre que maldiga a su Dios, cargará con su pecado. Quien blasfeme el Nombre de Yahveh, será muerto; toda la comunidad lo lapidará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá" (Lev 24,10—16).

Conforme a este relato, la gravedad de la blasfemia se deja sentir no sólo en el castigo máximo de la pena de muerte, sino en la parte que toma en él todo el pueblo. Y es que la blasfemia entraña un escándalo para los demás y hiere siempre la sensibilidad de los creyentes. De aquí que un pueblo religioso, como el judío, todo él debía castigar al blasfemo. Aquí radica la costumbre arraigada de que el derecho civil de las diversas culturas haya penalizado el pecado público de blasfemia.

Un hecho similar se narra en el Libro de los Reyes: Nabot muere apedreado "porque ha maldecido a Dios" (1 Rey 21,13—16). Otros blasfemos se mencionan en momentos diversos de la historia de Israel (cfr. 2 Rey 19,4—6; Tob 1,18, etc.). Pero, según los datos bíblicos, son los pueblos paganos quienes más blasfeman (cfr. 2 Mac 8,4; 9,28; 10,34; Ez 35,12—15; 36,20; Sal 85, 51—55, etc.).

A partir de estos hechos, el Éxodo recoge el mandato que prohibe gravemente la blasfemia: "No blasfemarás contra Dios, ni maldecirás al principal del pueblo" (Ex 22,27). Un mandato de índole ético inferior, pero relacionado con la blasfemia, es el mandato de usar con respeto el nombre de Yahveh (Ex 20,7).

El término "blasfemia" en el N. T. tiene un sentido más amplio. Por ejemplo, los judíos pretenden apedrear a Jesús "por la blasfemia, porque tú, siendo hombre te haces Dios" (Jn 10,33). También de "fiasfemia" califican la confesión de Jesús en el juicio ante el Sanedrín (Mc 14,64). Contra Jesucristo en la Cruz, "muchos de los que pasaban blasfemaban" (Mc 15,29). Pablo dice de sí que "fue blasfemo" antes de su conversión (1 Tim 1, 13). Por su parte, los judíos "blasfeman" contra Pablo que predica que Jesús es el Mesías (Hech 18,6; 13,45). Los "blasfemos" aparecen en la lista de pecados condenados por San Pablo (2 Tim 3,2; Col 3,8). Se nombran diversos "blasfemos" contra Dios por motivos muy dispares (2 Pedr 2,2. 10. 12; 1 Tim 6,1). Y Pablo lamenta que "el nombre de Dios sea blasfemado entre los gentiles" (Rom 2,24), etc.

Según Santo Tomás, la blasfemia es un pecado contra la fe. De aquí que el Aquinate la estudie en el tratado De fide, después del pecado de apostasía. Esta consideración tomista pretende gravar el pecado de blasfemia, pues la considera como un pecado opuesto a la confesión de fe, dado que niega a Dios algo que le compete por su mismo ser: "El que niega algo que es propio de Dios o afirma de El lo que no le pertenece, anula (derogat) la divina bondad. Y tal es la blasfemia que se opone a la confesión de la fe .

b) División y clases de blasfemia

Es clásica la división tomista de "blasphemia cordis" o de pensamiento y la "blasphemia oris" o de palabra 21 . A esta conocida división, los Manuales añaden la blasfemia por medio de gestos o signos injuriosos contra Dios.

— Blasfemia interna. Como todo pecado interno, también el hombre puede injuriar a Dios en su propio corazón. Esa protesta maldiciente o ese desprecio injurioso contra lo bondad y dignidad de Dios es un pecado especialmente grave, por lo que supone de injuria e insulto a su dignidad.

Pero no es extraño que algunos fieles padezcan en ocasiones una especie de tentación interna de maldecir o blasfemar contra Dios y que por ello sufran especialmente. Este fenómeno citado por los autores de la ascética y conocido por los confesores no puede considerarse como blasfemia. Responde a situaciones psicológicas, de origen obsesivo. El confesor no encuentra dificultad especial para distinguir esta "tentación" obsesiva del pecado interno de blasfemia. El simple disgusto del penitente es la garantía de la ausencia de toda culpabilidad. Es una buena ocasión que se les ofrece para hacer actos de fe, y más que reaccionar con disgusto, deben hacerlo con desenfado: el "reírse de sí mismo", tal como aconsejan los psicólogos, tiene aquí adecuada aplicación.

— Blasfemia de palabra. Es la que más comúnmente se entiende por blasfemia. El lenguaje blasfemo tiene en cada idioma su propia expresión: es la frase imprecatoria que injuria directa e intencionadamente a Dios.

Pero la "blasphemia oris" o "per locutionem", según la terminología de Santo Tomás, no hace falta que se exprese con una fórmula injuriosa contra el honor de Dios: cualquier locución que persiga ofender directamente a Dios cabe tomarla como blasfema. Expresiones, tales como "viendo esto, no se puede creer en la bondad de Dios" o "Dios es injusto" o "no me fío de Dios" o "Dios nos engaña", etc. pueden considerarse como blasfemas.

La fórmula injuriosa se denomina blasfemia directa. El uso de esas otras expresiones, son en sí blasfemias, dado que injurian a Dios, pero, supuesto que quien las pronuncia no tiene intención de menoscabar el honor de Dios, sino que las pronuncia como quejas, se denominan "blasfemias indirectas".

Cabe mencionar otra tipo de blasfemias verbales que son aún más graves, aunque no se formulen como blasfemias. Son las manifestaciones de aquellos que se mofan continuamente de Dios y ridiculizan todas las motivaciones religiosas. A este género de blasfemias pertenecen esas actitudes de personas que se congratulan en la burla de lo divino, y que no es fácil distinguir si se trata de hombres que niegan a Dios, los ateos, o más bien mantienen un continuo reto contra Él. Los autores clásicos hablaban de blasfemias diabólicas. A este género pertenecen, posiblemente, esas personas que se ensañan contra todo lo referente a la religión, más en concreto, contra la fe católica.

— Blasfemias de gestos. Además de la palabra, el hombre blasfemo puede usar gestos desafiantes contra Dios. El puño retador que se levanta airado contra el cielo es el símbolo de la acción blasfema. Cabe una sarta de acciones que tratan de ofender a Dios, despreciando su dignidad y menoscabando su honor".

c) La blasfemia contra los Santos

Cabe también blasfemar contra Dios cuando se hace directamente a los Santos y en especial a la Santísima Virgen. Tomás de Aquino argumenta del siguiente modo:

"Como Dios es alabado en sus santos, en cuanto son alabadas las obras que hace en ellos, así la blasfemia contra los santos redunda, por lo mismo, sobre Dios".

El Catecismo de la Iglesia Católica especifica aún más el caso de blasfemia en los siguientes términos

"La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión" 14.

d) Gravedad del pecado de blasfemia

Como se afirma más arriba, la blasfemia es un pecado especialmente grave, que los autores califican de pecado 'ex toto genere suo grave". Es decir, una blasfemia formal es siempre pecado mortal, dado que ofende directamente a Dios, por lo que no eximen de pecado la circunstancias, ira, tristeza, etc., a no ser en el caso de que resten voluntariedad.

En cuanto a su gravedad específica, Santo Tomás se propone si "el pecado de blasfemia es maximum peccatum", y responde que es el pecado más grave en su género, es decir, en cuanto se opone a la confesión de la fe:

"El pecado se agrava si sobreviene la detestación de la voluntad; y más aún si se prorrumpe en palabras, al modo como la alabanza de la fe se acrecienta su valor por el amor y la confesión. Por consiguiente, la blasfemia es el pecado máximo en su género".

Tal gravedad la expresa el Aquinate al comparar la blasfemia y el homicidio:

"Si bien en cuanto a los efectos es más grave el homicidio... (la muerte de un individuo) sin embargo, como en la gravedad de la culpa se atiende más a la intención de la voluntad perversa que al efecto de la obra... el blasfemo, que intenta denigrar el honor divino, peca más gravemente, absolutamente hablando, que el homicida".

Pero el Aquinate reserva esa gravedad para la blasfemia formalmente cometida. Por eso no cataloga como blasfemia el simple proferir palabras en sí blasfemas, pero que dependen del estado de ira en que se encuentra quien las pronuncia. Es esta una doctrina clásica que Tomás de Aquino expresa con la siguiente distinción:

"La blasfemia puede acontecer de improviso y sin deliberación, de dos maneras: O bien no advirtiendo que se profiere blasfemia. Lo que puede suceder cuando uno de repente, llevado de la pasión, prorrumpe en palabras imaginadas cuya significación no considera. Entonces es pecado venial y no alcanza la propia gravedad de la blasfemia. O de otra manera, cuando se advierte que lo que se dice en blasfemia considerando el significado de las palabras; así entonces no se excusa el blasfemo de pecado mortal, como tampoco el que en un arrebato de ira mata al que está junto así".

Es decir, peca quien, al blasfemar, se da cuenta de lo que dice, aunque sea efecto del estado de ira o de enfado. Por el contrario, no puede considerarse como blasfemo quien airado prorrumpe una sarta de expresiones blasfemas si no es consciente de que blasfema. A este respecto, el confesor no juzgará como pecado de blasfemia esa mala costumbre de gente ruda o que de forma vulgar en momentos de cólera profieren esas expresiones. Si bien se le debe advertir del riesgo de caer en el pecado grave de blasfemia. El blasfemo consuetudinario debe ser seriamente amonestado y urgido a que luche contra esa mala costumbre.

Con el fin de formar la conciencia de los fieles sobre la gravedad de la blasfemia, el confesor debería hacerle caer en la cuenta del sinsentido de esa actitud; de la deformación social e incultura que denota; del grado de desagradecimiento a Dios que queda patente, lo cual se evidencia en el caso de que se dirigiese con el mismo lenguaje a sus padres. Finalmente, convendría ponerles una penitencia que, sin ser excesivamente gravosa, ayudase a corregirse. Tal podría ser, dar una limosna cada vez que blasfema o el recurso a la oración, por ejemplo, la obligación de asistir a una Misa en aquella semana, etc.

La gravedad de la blasfemia se pone de relieve en la condena del Código de Derecho Canónico:

"Quien, en un espectáculo o reunión públicos, en un escrito divulgado, o de cualquier otro modo por los medios de comunicación social, profiere una blasfemia, atenta gravemente contra las buenas costumbres, injuria la religión o la Iglesia o suscita odio o desprecio contra ellas debe ser castigado con una pena justa" (a. 1369).

También en el Catecismo de la Iglesia Católica se emite este juicio negativo:

"La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo

Cabe aún decir más, el Catecismo enumera la blasfemia entre las acciones intrínsecamente graves; es decir, se enumera entre aquellos actos que, "por sí y en sí mismo, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto".

e) El pecado contra el Espíritu Santo

La terminología procede de las palabras de Jesús, que recogen los Sinópticos:

"Cualquier pecado o blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero" (Mt 12,31—32; Mc 3,28—30; Lc 12,10)".

Estas palabras aparecen después de las calumnias de los fariseos que atribuyen al demonio la curación del sordomudo (Mt 12,22—30).

Este pecado se sitúa en la línea de lo que más arriba mencionamos entre quienes, de modo habitual, con malicia no disimulada, se mofan de todo lo religioso y niegan la raíz misma sobrenatural de la fe. De este modo desprecian la acción de Dios, del Espíritu a favor del hombre. La Encíclica Dominum et vivificantem recoge esta exégesis: "La blasfemia no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz" (DFi, 46). El exégeta Ceslas Spicq escribe:

"Se trata de una rebeldía contra la luz, de una oposición contra lo que se sabe que es verdadero, y parece imposible que este endurecimiento por malicia pueda evolucionar hacia la penitencia, indispensable para obtener el perdón. Tal es el máximo grado el caso del apóstata. Este ha sido iluminado y ha saboreado el don celestial y, por tanto, ha recibido en su corazón el testimonio del Espíritu Santo acerca del Salvador. Si a pesar de ello reniega, ya sólo puede ser por malicia; su repulsa a la gracia es más grave que la resistencia de un pagano a la luz. No teniendo, pues, excusa ni conversión posible, se excluye de la economía salvadora a la que la vocación divina le había destinado".

También cabría calificar de pecado contra el Espíritu, el odio a Dios —misterio de la libertad humana—, que puede adquirir diversidad de manifestaciones y se expresa en la aversión contra Dios y la religión. De esa actitud se origina la crítica indiscrimanada y agraz hacia el catolicismo, y, cuando se tiene poder político, acaba en la persecución abierta o velada contra la Iglesia.

No se trata, pues, de que quien peque contra el Espíritu Santo no pueda obtener el perdón, sino que quien comete tal pecado se endurece y rehusará siempre demandar el perdón". Juan Pablo II propone esta enseñanza:

"Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta "no—remisión" está unida, como causa suya, a la "no—penitencia", es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, la cuales, sin embargo, quedan "siempre" abiertas a la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo" (DVi, 46).

f) El uso vano del nombre de Dios

En todas las lenguas existen expresiones que son poco reverentes, porque se emplea el nombre de Dios o de los Santos sin el debido respeto. Tales expresiones son consideradas, al menos, como irreverentes; además, suelen ser motivo de escándalo para los oyentes.

Pero se constata que tales expresiones de ordinario se pronuncian en momentos de especial enfado y con ira, lo que añade otro mal al que contiene tal injuria. A este respecto, también se deben rechazar las interjecciones, exclamaciones e imprecaciones que suponen una irreverencia al nombre de Dios.

Más grave aún es cuando dichas expresiones se usan como maldiciones airadas contra el prójimo. En estos casos, la condena del Señor: "El que se enoje con su hermano será reo de juicio" (Mt 5,22) es aún más grave por cuanto se maldice con una frase que invoca inoportunamente a Dios.

Aun fuera de toda imprecación, el cristiano debe acostumbrar al uso "religioso" del nombre de Dios. La virtud de la religión conlleva usar con respeto y cariño todo lo relativo a la Divinidad, así como lo relacionado con la vida religiosa, el culto, etc.

El Catecismo de la Iglesia Católica precisa:

"Las palabras mal sonantes que emplean el nombre de Dios sin intención de blasfemar son una falta de respeto hacia el Señor. El segundo mandamiento prohibe también el uso mágico del Nombre divino".

4. El sacrilegio

La virtud de la religión se refiere especialmente a rendir a Dios el culto debido, y en el ámbito cultual se origina lo "sacro". De aquí que deba ser respetado y se condene su profanación.

a) Definición

"Sacrilegio" deriva de "sacra legere", o sea, substraer o robar lo sacro. Esta etimología evoca el "robo de cosas sagradas", y por extensión se aplica a la irreverencia o mal trato de las cosas sagradas.

Tomás de Aquino define el sacrilegio como "violación de una cosa sagrada" y lo relaciona inmediatamente con la profanación del culto:

"Sagrado es todo lo que se relaciona con el culto divino. Y así como tiene razón de bien todo lo que se ordena a un fin bueno, de igual manera, cuando una cosa es destinada al culto de Dios, se hace de algún modo divino. De ahí que se le deba cierto respeto, que recae, en última instancia, sobre Dios. Por consiguiente, todo lo que implica irreverencia para las cosas santas es al mismo tiempo injurioso para Dios, y de ahí recibe la deformidad propia que le constituye en sacrilegio".

En consecuencia, el sacrilegio es considerado como un pecado especial, distinto de los hasta ahora estudiados, contra la virtud de la religión, pues atenta contra la reverencia debida a Dios: es un pecado de irreligiosidad. Esta es la argumentación del Aquinate acerca de la especificidad del pecado de sacrilegio:

"Donde hay una razón especial de deformidad, allí se encuentra necesariamente un pecado especial. Ahora bien, en el sacrilegio hallamos un defecto moral determinado, que consiste en violar las cosas sagradas, por irreverencia de las mismas. Por lo tanto constituye un pecado especial".

La gravedad del pecado de sacrilegio deriva de la falta que entraña la irreverencia a Dios por la profanación de lo que se refiere a su culto. Tiene, pues, una gravedad especial, si bien menor que la blasfemia, porque el sacrilegio no se refiere a la Persona de Dios, sino a algo directamente referido a Él. De aquí que se catalogue como "ex genere suo grave". Por consiguiente, admite parvedad de materia.

El sacrilegio más grave es la falta de reverencia debida a la presencia eucarística de Jesús:

"EL sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues en este sacramento el Cuerpo de Cristo se nos hace presente substancialmente".

b) Clases de sacrilegio

Dado que en el culto a Dios intervienen personas, cosas, y lugares, consiguientemente, existen personas, cosas y espacios sagrados. De aquí que cabe hablar de sacrilegio cuando se profanan uno de esos tres ámbitos. El Aquinate tipifica esta triple clase de sacrilegios:

"El sacrilegio consiste en tratar irreverentemente las cosas santas. Esta santidad se atribuye a las personas consagradas, es decir, dedicadas al culto divino y también a los lugares y cosas sagradas".

De aquí que se den tres modos distintos de sacrilegio".

— Sacrilegio personal. Deriva de la sacralidad que es propia de algunos miembros de la Iglesia. Según el Código de Derecho Canónico, participan de la "vida consagrada" los religiosos (c. 573) y los miembros de los Institutos Seculares (c. 710). Asimismo, en virtud del Sacramento del Orden, algunos de entre los fieles "quedan constituidos ministros sagrados" (c. 1008). Por consiguiente, se comete sacrilegio cuando peca una persona consagrada o se hace una irreverencia contra ella.

Así, por ejemplo, es sacrilegio el pecado contra los votos emitidos en el estado religioso. En concreto, cuando se quebranta el voto de castidad mediante un pecado con o por una persona que haya hecho votos religiosos, se comete un pecado de sacrilegio. Si se trata de voto privado de castidad no es sacrilegio, pues quien hace tal voto no se constituye en persona sagrada.

También se comete sacrilegio —y se incurre en una pena— cuando "se usa de violencia contra un clérigo o religioso, en desprecio de la fe, de la Iglesia, de la potestad eclesiástica o del ministro" (c. 1370). Para que se dé un sacrilegio formal se requiere que se cometa una acción violenta, física y externa contra la persona, y por ella se hiera el cuerpo, la libertad o el honor. No basta que sea simplemente contra su reputación o contra sus bienes.

— Sacrilegio real. Se comete cuando se tratan de modo irreverente las cosas dedicadas al culto. Tomás de Aquino aduce el siguiente catálogo de sacrilegios reales, cuya gravedad depende de la importancia de las cosas consagradas que sean profanadas:

"El sacrilegio contra las cosas sagradas se divide en distintos grados conforme a la diversidad de cosas sagradas. Entre ellas ocupan lugar supremo los sacramentos, que santifican al hombre directamente. Y el principal de estos es la Eucaristía, que contiene a Cristo mismo. Por eso el sacrilegio que se comete contra este sacramento es indudablemente el más grave de todos. Viene en segundo lugar, en pos de los sacramentos, los vasos sagrados destinados a la recepción de los mismos sacramentos, las imágenes sagradas y las reliquias de los santos, en las que se honra o se desprecia en cierto modo la persona de los bienaventurados. Siguen inmediatamente aquellos objetos que sirven de ornato a la Iglesia".

Pero entre los "sacrilegios reales" es preciso incluir los cometidos contra la inadecuada administración y recepción de los Sacramentos. Las "cosas sagradas" por excelencia son los Sacramentos, que son acciones de Cristo y de su Iglesia, mediante los cuales actúa Cristo. Y, entre los Sacramentos, la "res sacra" en sentido riguroso es la Eucaristía. De aquí el grave sacrilegio que se comete cuando se administra o se recibe de modo indigno. En lenguaje paulino, quien lo recibe indignamente, "come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11,27—29).

Es de notar que el magisterio de los últimos Papas insiste en la necesidad de recibir la Eucaristía con ausencia de pecado grave. Por ejemplo, Juan Pablo II enseña:

"Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: "El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11,26). "Discernir el Cuerpo del Señor" significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en caso de pecado grave, exige previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa "alegría cumplida" que Jesucristo prometió a todos los que están en comunión con El".

— Sacrilegio local. Se comete ese sacrilegio cuando se profanan los lugares sagrados. Por ejemplo, mediante un asesinato o un herido con abundante derramamiento de sangre en una iglesia u oratorio, si no es en legítima defensa. Asimismo da lugar a un sacrilegio real el uso indebido del templo —iglesia o capilla— para bailes, orgías, obscenidades, cultos heréticos, mercados, etc. También se comete sacrilegio cuando se profana un cementerio católico.

El Código de Derecho Canónico establece que se cuide la Eucaristía de modo que se evite "al máximo el peligro de profanación" (c. 938,3). Igualmente, impone penas a quien cometa un pecado de profanación: "Quien profana una cosa sagrada, mueble o inmueble, debe ser castigado con una pena justa" (c. 1376). Se trata, pues, de una pena indeterminada y facultativa.

El Código establece penas más graves, con la excomunión reservada a la Sede Apostólica, para ciertos sacrilegios. Por ejemplo, quien profane formas consagradas, "las arroje por tierra, o las lleve o retiene con una finalidad sacrílega" incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Santa Sede (c. 1367).

Asimismo, quien "atenta físicamente contra el Romano Pontífice" incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica (c. 1370).

Evidentemente, no todos los pecados de sacrilegio tienen la misma gravedad. El Aquinate afirma que "se peca más gravemente cometiendo sacrilegio contra una persona sagrada que contra un lugar sagrado". Igualmente, la gravedad depende del modo y de la intención del que lo realiza.

II. EL USO INDEBIDO DE DIOS Y DE LA RELIGION

El otro extremo de la virtud de la religión —in medio consistit virtus— estriba en un defecto per excessum. Tal acontece cuando a Dios se le tributa un culto indebido, bien porque se desconoce su propia naturaleza —se adultera su ser— considerándolo como un ídolo, o porque se trivializa el trato con Él ofertándole un culto carente de la trascendencia debida. Así se originan la idolatría y la superstición.

La variedad de formas que admiten la superstición y el culto idolátrico son manifestaciones espurias y falsas de la virtud de la religión: más aún, son siempre contrarias al verdadero culto cristiano.

l. La superstición

No es fácil fijar el sentido etimológico del término "superstición". El "estar sobre", que parece designar el término latino "super—stitio", entraña significaciones diversas. Por ejemplo, cabría referirlo a las potencias maléficas que están por encima del hombre, o también a las fuerzas del bien que le protegen, o, simplemente, puede significar "sobrevivir". Esta incierta etimología queda recogida por San Isidoro:

"Superstición decimos a la creencia superflua o "sobreinstituida". Otros dicen que toma su nombre de los ancianos, quienes, en razón de sus muchos años, deliran y yerran con alguna superstición. Lucrecio afirma que el nombre de "superstición" proviene de las cosas que están por encima (superstantes), es decir, de las cosas celestiales y divinas que están sobre nosotros; pero su afirmación es falsa".

No cabe pues, hacer conclusiones éticas a partir del significado semántico. Así parece afirmarlo Tomás de Aquino:

"Es muy distinta la etimología del nombre y su significación. Por eso no es necesario que la palabra "superstición" signifique la raíz de donde deriva tal nombre".

Para el Aquinate, la superstición es "un vicio que se opone por exceso a la virtud de la religión, no por ofrecer a Dios un culto más digno que la verdadera religión, sino porque da tal culto a quien no debe o de un modo ilícito".

En otro lugar, Tomás de Aquino afirma que la diversidad de supersticiones "deriva primariamente del objeto. Así, pues, podemos dar culto divino a quien efectivamente debemos ofrecérselo, es decir, al verdadero Dios, pero de una manera inadecuada. También se puede tributar culto a quien no se debe, o sea, a cualquier criatura".

En consecuencia, la superstición es un pecado contra la virtud de la religión, que tiene un doble origen:

— Dar culto a quien no se debe; o sea, crear falsos dioses. Aquí, propiamente lo denominamos "idolatría".

— Dar culto a Dios, pero de un modo indebido. Es la superstición en sentido estricto.

El Catecismo de la Iglesia Católica fija su significación en estos términos:

"La superstición es la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se atribuye una importancia, de algún modo, mágica a ciertas prácticas, por otra parte, legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen, es caer en la superstición".

En ocasiones, la superstición, aun creyendo en el verdadero Dios, concede poderes especiales a las fuerzas de la naturaleza: casi se las diviniza. Por eso se acude a ciertos ritos en remedio de las necesidades que se padecen. Se cree que ofrecen la ayuda y protección que se necesitan. Para obtener su favor, así como para evitar sus castigos, se llevan a cabo ciertos prácticas, casi siempre ridículas. A este nivel se sitúan algunas costumbres supersticiosas que varían de lugar a lugar, pues se cree que tales actos traen buena o mala suerte.

El catálogo de estas supersticiones es interminable; pero el hecho mismo de ser distintas, pues varían según lugares, costumbres y ámbitos culturales, etc., muestra que no se les debe dar validez alguna: son simples supersticiones populares que, o bien repiten restos de costumbres paganas antiguas o son creaciones de espíritus poco objetivos, mezcla de experiencias psicológicas y elementos religiosos. En todo caso, son deformaciones de la verdadera religiosidad.

Otras veces, la superstición consiste en conceder poderes especiales a ciertos ritos, ceremonias y prácticas religiosas, que se llevan a cabo en honor de Dios o de los Santos. También resulta difícil precisar la variedad de prácticas supersticiosas. Por vía de ejemplo, cabe citar las "cadenas de oraciones", que hay que continuar bajo la amenaza de castigos en caso de que se interrumpa, o la oración al Espíritu Santo, que es preciso publicar para librarse de ciertos males; la confianza mágica que fija un automatismo a cierto rito, oración o veneración a reliquias que gozan de poca garantía de autenticidad, el guiarse automáticamente por el presagio de los astros (los horóscopos), etc. etc. En ocasiones, la superstición consiste en que se da más validez al uso mecánico de ciertos ritos, fórmulas y objetos religiosos que a la oración confiada a Dios o a los Santos.

En principio, estas prácticas prenden en personas de deficiente formación religiosa o en espíritus sometidos a cierto desequilibrio psíquico. Sólo este tipo de personas pueden convencerse de que tales ritos u oraciones, que han de expresarse necesariamente en tal circunstancia de tiempo o de lugar, pueden ocasionar desgracias o son capaces de traer una racha de felicidad.

Pero es preciso estar precavidos, pues en ocasiones la superstición tiene arraigo en personas de cierto nivel cultural, si bien, casi siempre en quienes carecen de experiencia religiosa personal". A ello contribuye también la cultura ambiental. Es evidente que algunas regiones, por tradición o sensibilidad, son más propensas que otras a dejarse llevar por prácticas supersticiosas.

Frente a la virtud de la religión que da a Dios un culto basado en su excelencia y bondad, y, con frecuencia, "desinteresado", la superstición se fundamenta más bien en el temor a Dios y en el interés por obtener lo que se necesita. Igualmente, la superstición, en lugar de honrar a Dios, lo deshonra con sus ceremonias ridículas y faltas de calidad humana en las relaciones Dios—hombre.

Los fenómenos supersticiosos son más comunes en las religiones politeístas, en las que los dioses buenos se entremezclan con las divinidades que pueden causar algún mal al hombre. Por eso se ha hecho notar que en las religiones monoteístas, las prácticas supersticiosas se inician cuando decae el verdadero culto. Este parece ser el caso concreto de un sector de catolicismo de nuestro tiempo: en la medida en que disminuye la fe, aumentan las supersticiones.

La formación en la fe y en la vida moral, que es objeto muy primario de la misión pastoral del sacerdote, es el mejor antídoto contra las supersticiones. Por su parte, éstas han de distinguirse cuidadosamente de algunas manifestaciones de verdadera piedad, tanto personal como colectiva. La piedad popular, de suyo no tiene por qué asimilarse a la práctica de ciertos ritos supersticiosos. Pero algunos espíritus excesivamente críticos pueden juzgar como supersticiones algunas manifestaciones de la religión del pueblo o de personas especialmente piadosas.

El criterio para distinguir estas supersticiones del culto auténtico, privado o público, consiste en comprobar si esas prácticas derivan del sentido que se tiene de Dios como Padre. Igualmente, el culto verdadero se garantiza cuando va acompañado del cumplimiento de las exigencias morales que entraña la vida cristiana. El que se propone llevar a cabo un género de vida conforme al Evangelio, necesita expresar su fe en el marco de un culto digno de Dios, pero también desea expresarle con prácticas de piedad muy personales. Por el contrario, quien es ajeno a estas exigencias, es imposible que no claudique a algún género de superstición. Finalmente, la verdadera piedad necesita ser contrastada con la praxis común de la Iglesia y con las enseñanzas del Magisterio.

El Angélico propuso esta misma criteriología para los cristianos de su tiempo:

"Siempre que el hombre trabaja por la gloria de Dios y porque le esté sometido todo su espíritu y hasta el mismo cuerpo, dominadas todas sus concupiscencias de la carne; siempre que obre según la ley de Dios y de la Iglesia, teniendo en cuenta las costumbres de los que le rodean, nada hace que se pueda decir superfluo respecto del culto divino. Pero, si las cosas que hace no se ordenan de suyo a la gloria de Dios, ni elevan nuestra mente a El, ni sirven para moderar los apetitos de la carne, o si contrarían las instituciones de Dios y de la Iglesia, o se oponen a las costumbres universalmente reconocidas... todos esos actos se han de considerar como superfluos y supersticiosos, ya que, quedando solamente en lo exterior, no penetran hasta el culto interior de Dios".

Siempre que las prácticas de piedad personal o del pueblo se ajustan a estos criterios no cabe hablar de superstición. Más bien cabe concluir que nos encontramos ante actos de culto que expresa la piedad del pueblo.

El P. Zalba establece un doble capítulo de supersticiones en el culto cristiano:

— "La de los cristianos de escasa cultura cristiana y a la vez beatos, que induce a atribuir un valor casi infalible a ciertas formas accidentales o a algunas circunstancias... si esto se pide a una estatua concreta, en aquella capilla determinada y con esta precisa fórmula repetida un cierto número de veces, etc.".

Asimismo descubre indicios de superstición en algunos cambios injustificados por parte del ministro del culto:

— "La otra forma de superstición, llamada así impropiamente consiste en adulterar la pureza de los ritos sagrados. Tiene como autores principales a los ministros del culto que osan modificar los textos, las rúbricas, las normas prescritas por la autoridad competente en lo concerniente a las fórmulas, los gestos y el comportamiento que hay que observar en el ejercicio del culto".

La superstición es de suyo pecado grave. Solamente excusa la ignorancia. Pero, si las prácticas supersticiosas son abundantes, de forma que condicionan el verdadero culto, hay obligación grave de abandonarlas". Los medios para combatir las supersticiones son una verdadera piedad, así como el convencimiento de que se trata de cosas ineficaces y aun ridículas.

En la práctica, el sacerdote y el confesor deben descalificar cualquier clase de superstición. Con medida, han de hacer caer en la cuenta del sinsentido de todas ellas, dado que varían según los diversos lugares y tiempos. En todo caso, la mejor lucha contra la superstición es la verdadera piedad: el trato sincero y filial con Dios. A ello ha de animar siempre el sacerdote.

2. La idolatría

Si bien este término suele usarse como sinónimo de "superstición", sin embargo la misma etimología las diferencia. En efecto, "idolatría" evoca el culto a falsos dioses y no el simple uso inadecuado del culto debido a Dios, que caracteriza a la "superstición". Tomás de Aquino afirma que la idolatría es una especie de superstición, si bien muy cualificada".

"Ido—latría", etimológicamente, deriva de "eidolon" (falso dios) y de "latreia" (adorar). Significa, pues, el culto que se da a los "ídolos". El término "ídolo" hace relación a las imágenes veneradas en el paganismo, a las que se les daba culto como a los dioses. El libro de los Hechos relata que "mientras Pablo los esperaba en Atenas (a Silas y Timoteo), se consumía viendo la ciudad llena de ídolos" (Hech 17,16).

"Los paganos tenían la costumbre, que se hizo universal entre ellos, de dar culto a toda clase de criaturas por medio de imágenes. De ahí que el nombre de "idolatría" fue introducido para significar todo culto dado a la criatura, aunque se ofrezca sin imágenes".

San Agustín, por su parte, escribe: "Es supersticioso lo que han instituido los hombres para fabricar ídolos y adorarlos, o bien todo lo que sea honrar a la criatura o a una parte del mundo como a Dios". En consecuencia, la idolatría diviniza a las criaturas (hombres. animales o fuerzas de la naturaleza) y les da culto.

El tema de la idolatría ocupa un lugar destacado en la Biblia. La razón fue la situación geográfica y cultural de Israel, rodeado de pueblos más poderosos que le superaban en cultura humana, por lo que, de tiempo en tiempo, el hombre judío sentía la tentación de acudir a los dioses de los pueblos vecinos.

El origen mismo de Israel procede del paganismo. A Abraham lo elige Yahveh cuando su padre, Téraj "servía a otros dioses" (Jos 24,2). A partir de la vocación de Abraham, Dios separa radicalmente a su descendencia de los ídolos paganos para formar un pueblo nuevo. Israel debe adorar al verdadero Dios y se le prohibe que fabrique ídolos:

"Yo soy Yahveh tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto" (Dt 5,6—9).

El idólatra será castigado con la muerte: "El que ofrece sacrificios a otros dioses será entregado al anatema" (Ex 22,19).

A partir de este dato, la historia de Israel es una resistencia contra los ídolos. No hay dioses ni imágenes cercanas a Yahveh: sólo el hombre es "imagen de Dios" (Gén 1,26—27). Pero Israel, desoyendo las amenazas divinas, construye sus ídolos. Tal es el becerro de oro que fabrican en el desierto (Ex 3 2,1—6) o el culto a los ídolos que narra —los Macabeos (1 Mac 1,43). Los profetas advertirán a Israel que su decadencia coincide siempre con la idolatría (Ez 20,1—33; Jer 32,28—35). Y los Salmos advierten contra los ídolos y cantan las grandezas de Yahveh, su único Dios (Sal 10; 31,7, etc.).

El N. T. mencionará la conversión como "dejar a los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero" (1 Tes 1,9). San Pablo subraya la separación que existe "entre Dios y los ídolos" (2 Cor 6,16). La "idolatría aparece en el catálogo de los pecados que deben evitar (Gál 5,20; Apoc 21,8). Y Pablo renovará la maldición a quienes se vuelven a los ídolos, después de haber conocido el Evangelio (1 Cor 10,14; 2 Cor 6,14—17).

Pero en el N. T. el término "ídolos" adquiere una significación más amplia que el de los dioses paganos. También son "idola" los valores representados por el paganismo. Así San Pablo denomina idolatría "al fornicario, impuro y avaro que es como adorador de ídolos" (Ef 5,5). De aquí la advertencia con que concluye la carta de San Juan: "Hijitos, guardaos de los ídolos" (1 Jn 5,21). Como escribe Wiener:

"La idolatría no es una actitud superada de una vez para siempre, sino que renace bajo diferentes formas: tan luego se cesa de servir al Señor, se convierte uno en esclavo de las realidades creadas: dinero (Mt 6,24), vino (Tit 2,3), voluntad de dominar al prójimo (Col 3,5; Ef 5,5), poder político (Ap 13,8), placer, envidia y odio (Rom 6,19; Tit 3,3), pecado (Rom 6,6), e incluso la observación material de la ley (Gál 4,8). Todo esto conduce a la muerte (Fil 3,19), mientras que el fruto del espíritu es vida (Rom 6,21 s.) Tras estos vicios, que son idolatría, se esconde un desconocimiento del Dios único, único también que merece confianza"

Esta significación de "ídolo" ha pasado al lenguaje popular, que denomina con ese vocablo a los falsos ideales. Es así como la época actual, tan poco propicia para adorar al verdadero Dios como para levantar templos a falsos dioses, sin embargo idolatra otros valores e incluso algunos contravalores. En realidad, los diviniza en la medida en que los absolutiza, y, en cierto sentido, los convierte en dioses, por supuesto, "dioses falsos", es decir, "ídolos". Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

"La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina".

El pecado de idolatría es especialmente grave. Si se trata de una idolatría formal —cuando de hecho, se cree en falsos dioses— equivaldría a una defección de la fe, con toda la gravedad que esto entraña. Si abandonara al único Dios verdadero para adherirse a los "ídolos", caería en la condena de San Pablo (1 Tes 1,9).

Si se trata sólo de una "idolatría" exclusivamente material, forzada por un tirano para arrancar un acto de culto o blasfemar, se debe resistir hasta el martirio. Las Actas de los Mártires abundan en testimonios muy explícitos a este respecto. Sólo la pérdida o disminución de la libertad podría quitar gravedad a este pecado.

III. OTROS PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN

La virtud de la religión prohibe otras prácticas que se oponen al verdadero culto que se le debe a Dios. Asimismo, los tres primeros Mandamientos del Decálogo incluyen otros preceptos, de modo que quien no los observa comete pecado. Estos son los más comunes:

1. La adivinación

El anhelo de conocer el futuro es un deseo innato en el hombre que le acompaña a través de la historia. Pero la "adivinación" va unida a prácticas especiales que, de ordinario. la sitúan muy cerca de la superstición y aun de la idolatría.

El A. T. relata la costumbre de adivinar, propia de las religiones primitivas, y ordena la prohibición de practicarla en Israel por quienes han descubierto al verdadero Dios. El Levítico contiene una normativa detallada. Así sentencia a los que se dedican al oficio de adivinar:

"El hombre o la mujer en que haya espíritu de nigromante o adivino, morirá sin remedio: los lapidarán. Caerá su sangre sobre ellos" (Lev 20,27).

También se prohibe consultarlos, pues les es suficiente la presencia de su Dios: "No os dirijáis a los nigromantes, ni consultéis a los adivinos haciéndoos impuros por su causa. Yo, Yahveh, vuestro Dios" (Lev 19,3 l). La prohibición se extiende también a las artes del encantamiento y a la astrología, tan habituales en la cultura de la época: "No practiquéis encantamiento ni astrología" (Lev 19,26). Conculcar estos preceptos es severamente castigado: "Si alguien consulta a los nigromantes y a los adivinos, prostituyéndose en pos de ellos, yo volveré mi rostro contra él y lo exterminaré de en medio de su pueblo" (Lev 20,6).

El Deuteronomio se detiene en explicar las prácticas que deben eludir cuando entren en la tierra prometida. Esta detallada descripción da noticia de las costumbres paganas de aquella época:

"Cuando hayas entrado en la tierra que Yahveh te da, no aprenderás a cometer abominaciones como las de esas naciones. No ha de haber en ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique adivinación, astrología, hechicería o magia, ningún encantador ni consultor de espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahveh tu Dios y por causa de estas abominaciones desaloja Yahveh a esas naciones delante de ti. Has de ser íntegro con Yahveh tu Dios. Porque esas naciones que vas a desalojar escuchan a astrólogos y adivinos, pero a ti Yahveh tu Dios no te permite semejante cosa. Yahveh tu Dios suscitará, de en medio de ti, un profeta como yo, a quien escucharéis. pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande..." (Dt 18,9—19).

Además de la detallada reseña del estado de superstición del mundo pagano, este testimonio señala la gravedad de esas prácticas, que denomina "abominación". Al mismo tiempo señala que sólo Dios es dueño del futuro y que Él hablará al pueblo por los profetas. La institución del profetismo estaba destinada a que el pueblo diese a Dios el culto debido y a que abandonase las prácticas de adivinación, astrología, etc., pues ellos les enseñarían lo que debían hacer. Finalmente, este amplio testimonio evoca el futuro Mesías que enseñará todo lo que el hombre tiene derecho a saber, tal como profetiza Malaquías (Mal 3,1—5).

La "adivinación" como falta moral es el intento de conocer el futuro con el uso de medios desproporcionados, indebidos o maléficos. La malicia se sitúa en dos planos:

Primero: En el deseo indebido de conocer el futuro fuera de la determinación divina, a quien pertenece el porvenir del hombre y de la historia. Este hecho de por sí no siempre es condenable. Prever el futuro pertenece al carácter libre y previsor del ser humano. En esta condición se fundamentan no pocos estudios sobre el futuro e incluso la ciencia denominada "futurología". Nada hay que objetar al espíritu precavido, conjeturador y previsor del hombre tanto en relación a su propia vida como en lo que atañe a la convivencia social. Pero el sentido cristiano de la providencia demanda que el juicio del creyente sobre el futuro, junto a los datos fácilmente previstos, cuente también con los elementos imprevisibles e inesperados que ofrece la esperanza cristiana, que se apoya en la confianza en el poder absoluto de Dios.

Segundo: La inmoralidad proviene fundamentalmente de los medios que se emplean para conocer ese futuro. Los medios pueden ser:

— desproporcionados. Tales son, por ejemplo, la quiromancia u observación de las rayas de la mano; los horóscopos: creer que los astros deciden el presente o el futuro del hombre; echar las cartas; la interpretación de los sueños más allá de lo que permiten los estudios psicológicos; incluso la consulta a quienes tienen fama de adivinar el futuro de las personas o de los acontecimientos sociales, etc.

— indebidos. En este capítulo deben condenarse las prácticas espiritistas de cualquier índole, incluso aquellas en las que no hay invocación expresa de los espíritus, pero en las que se cree en su intervención tanto para comunicarse con los muertos, como para conocer algún aspecto de la propia vida. Aparte del fraude que pueda existir, es claro que quienes actúan se exponen a tensiones extraordinarias que pueden causar daños graves en la vida psíquica de los participantes en tales sesiones.

El Santo Oficio, con fecha 24 de abril de 1917, respondió negativamente a esta cuestión:

"Si es lícito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos" (Dz. 2182, cfr. Dz. 2189).

— maléficos. Entra aquí el mundo oscuro y misterioso de la intervención diabólica, aunque no medie una invocación expresa al demonio, tal como puede ser el pitonismo, en donde se cree que el demonio habla por medio de un adivino o brujo. Más grave aún cuando se invoca expresamente al demonio, fenómeno que parece que practican algunos grupos.

Ya en su tiempo, Tomás de Aquino dedica una amplia quaestio a la "superstitio divinatoria", que inicia con el tema si "la adivinación es pecado". El Aquinate hace algunas distinciones que legitiman la licitud de prever el futuro, pero condena como pecaminosa "la adivinación que se da cuando alguien usurpa de modo indebido la predicción de sucesos futuros".

Santo Tomás hace un estudio detallado de los diversos modos en que puede intervenir el demonio, bien con invocación expresa o no. La condena del Aquinate es rotunda: nunca es lícito al hombre invocar el demonio, porque además del acto de rebeldía contra Dios, se produce un mal espiritual irreparable y "no hay bien temporal que pueda compararse a la pérdida de la salud espiritual, la cual ponemos en peligro cuando queremos conocer los fenómenos ocultos por medio de los demonios".

Los temas relacionados con lo oculto y el conocimiento del futuro son cuestiones de especial dificultad. Es evidente que aquí concurren fuerzas ocultas de la psicología humana. Es cierto que existen fenómenos normales que estudia la ciencia psicológica. También se dan otros fenómenos no comunes que trata de explicar la parapsicología. Pero, no hay duda de que existen fenómenos verdaderamente admirables que proceden de la fuerza de la mente humana, todavía desconocida. Pero estos extraños fenómenos, aun siendo naturales, no tienen una explicación científica conveniente a causa del desconocimiento de la riqueza profunda del ser espiritual. En consecuencia, se ha de evitar el juicio precipitado de atribuir a fuerzas maléficas fenómenos que pertenecen a la psicología del hombre, y que pueden darse en personas dotadas de especial sensibilidad y riqueza psíquica.

Al lado de este fundamento humano, todavía no conocido suficientemente, cabe también admitir la intervención de fuerzas sobrenaturales que provienen de Dios: visiones, revelaciones y fenómenos místicos extraordinarios no son infrecuentes y constituyen la historia de la espiritualidad, especialmente de la mística católica. Nadie puede negar estos fenómenos, a pesar de las cautelas que deben tomarse en todo momento y de lo cual es modelo el Magisterio de la Iglesia.

Tampoco cabe olvidar la intervención del demonio, de lo cual también la historia es prolija en señalar datos. De hecho, la Iglesia tiene el Ritual de los exorcismos y ha regulado el modo concreto de llevarlo a cabo (c. 1172). La existencia del demonio y su intervención en la historia y en la vida de los hombres es una verdad repetida por el Magisterio".

A estas tres causas reales, es preciso añadir el fraude, la picaresca, el engaño y el truco: todos estos son motivos frecuentes que fomentan la curiosidad y el interés por conocer el futuro".

La valoración moral del pecado de adivinación es, de por sí, grave. Pero es preciso reconocer la dificultad de evaluarlo. He aquí algunas precisiones:

Sería no sólo grave, sino gravísimo si se lleva a cabo con invocación diabólica. Aun en este caso la mayor o menor gravedad vendría dada por el tipo y modo de invocación.

Parece que tampoco podría excusarse de pecado mortal quien acude a medios dudosos u ocultos, de colaboración con fuerzas no naturales, espíritus, almas, etc. . Pero, como decíamos más arriba, dado que hay fenómenos oscuros, pero de posible explicación psicológica aun no conocida, una fuerza especial de la mente, etc., es preciso ser precavidos para condenar como pecaminoso el auxilio que prestan algunas personas que parecen interpretar ciertos asuntos presentes o futuros de la persona.

En concreto, no parece que pueda condenarse como pecaminoso ni el ejercicio ni la consulta a personas que aconsejan sobre ciertos datos que están ocurriendo o pueden ocurrir. Se exceptúa, naturalmente, el fraude. Pero en este supuesto, se trata no de ocultismo, sino de un delito contra la veracidad y la justicia". Y por ello es condenable, incluso con obligación de restituir los daños causados.

En todo caso, de ordinario, estas prácticas corren con frecuencia el riesgo de acabar en acciones supersticiosas. Además ponen en peligro la fe, que se inicia con la pérdida o disminución de la verdadera religiosidad así como del uso normal de los medios religiosos y ascéticos. Habría que recordar las advertencias del Deuteronomio:

"Si surge en medio de ti un profeta o vidente en sueños, que te propone una señal o prodigio que te ha anunciado, y te dice: "Vamos en pos de otros dioses (que tu no conoces) a servirles, no escucharás las palabras de ese profeta o de ese vidente en sueños" (Dt 13,2—4).

2. Las sectas

Es un hecho no insólito que algunos católicos de nuestro tiempo se asocien a sectas. El fenómeno "sectas" es hoy un dato sociológico importante que llega incluso a preocupar a los gobernantes de los pueblos.

El estudio de la proliferación de sectas, sus orígenes y fines, así como la diversidad de las mismas, no corresponde a este lugar. Aquí prescindimos de las sectas con finalidades oscuras políticas o culturales. Nos ocupamos exclusivamente de las sectas religiosas: aquellas que inculcan a sus seguidores unas prácticas de piedad, unas convicciones religiosas y unos principios morales, ajenos, aunque sean cercanos, al ideal cristiano de la vida.

Juan Pablo II se ha ocupado con alguna frecuencia del tema. A los obispos del Brasil, el Papa les advierte del riesgo de las sectas que "son aberrantes". A la juventud alemana, les previene contra la tentación de la juventud, que, ante la situación de descontento, se refugian en estados no regeneradores: "A veces la huida hacia el interior empuja a algunos a formar parte de sectas seudorreligiosas, que hacen mal uso de vuestro idealismo y de vuestra capacidad de entusiasmo y os roban la libertad de pensamiento y de conciencia".

También los Dicasterios Romanos han dado instrucciones sobre el caso. En la reunión de los Cardenales de 1991, el Cardenal Suquía desarrolló una ponencia sobre el tema, cuyas consecuencias son muy negativas, tanto para la Iglesia Católica, que sufre la pérdida de algunos de sus hijos, como de los miembros, que, tarde o temprano, sufren los efectos malsanos que ofrece el sectarismo".

Otras veces, esos grupos son intraeclesiales y pretenden vivir conforme al Evangelio; quieren ser un retorno al cristianismo primitivo, con un abandono de la Iglesia oficial. Es normal que tales grupos acaben en una forma esotérica de vivir el cristianismo, con lo que se distancian de la fe que profesa la Iglesia. Otros grupos intraeclesiales se proponen inicialmente ser una verdadera comunidad de vida según el ideal cristiano, que, en su opinión, no encuentran en la Iglesia, tal como está actualmente organizada. Aparte de la exageración, conviene animarles a que se integren en comunidades cristianas que destaquen por el espíritu de servicio y de comunión, tal como relata el N. T. en referencia explícita a los primeros cristianos (Hech 2,41—44).

Se dice que la afloración de sectas, en buena medida, tiene su origen en la falta de una religiosidad cristiana adaptada a la sensibilidad religiosa de la época, lo cual tratarían de llenar esos movimientos sectarios. El remedio, por consiguiente, estará en ofertar una piedad genuinamente cristiana, adaptada el hombre de nuestro tiempo, especialmente a las clases humildes y a la juventud, que parece que son los dos sectores más proclives a integrarse en las sectas.

Es claro que quien abandona el cristianismo para adherirse a una secta no carece de culpa moral. En algunos casos se trata de una verdadera apostasía de la fe. Sin embargo, será preciso contemplar en cada circunstancia el grado de culpabilidad de cada persona, la cual se juzgará a partir de la secta en cuestión, según sea más o menos ajena a los valores cristianos y también se ha de atender a las condiciones individuales de cada persona. Es evidente que en muchos casos no se da una adhesión total, sino supletorio, y en toda ocasión existe una falta de formación cristiana. Esta ignorancia disminuiría o excusaría de toda culpabilidad. Urge, sin embargo, la obligación de abandonar la secta e integrarse en la comunidad cristiana. En el caso de que la adhesión a una secta equivalga a una verdadera apostasía, se le aplican las penas del Código de Derecho Canónico: "El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latae sententiae..." (c. 1364).

3. La Masonería

La Iglesia ha denunciado frecuentemente los errores y peligros para la fe de la Masonería. De hecho, el Código de Derecho Canónico de 1917 establecía pena latae sententiae (c. 2335) al alistamiento de los católicos a cualquier logia masónica.

Este artículo desaparece del Nuevo Código de 1983, no obstante perdura la condena". En respuesta a una pregunta acerca de si la supresión de tal artículo incluía la cesación de la condena, una respuesta de la Congregación de la Doctrina de la Fe quita esta sospecha. Este Documento afirma:

"No ha cambiado el juicio negativo de la Iglesia respecto de las asociaciones masónicas, porque sus principios siempre han sido considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia; en consecuencia, la afiliación a las mismas sigue prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión".

La razón de que tal asociación no se mencione en el Nuevo Codex "es debido a un criterio de redacción seguido también en el caso de otras asociaciones que tampoco han sido mencionadas".

La historia de la Masonería es oscura. Parece que ha jugado un papel destacado en ataques a los Estados y a la Iglesia. No obstante, como escribe Aubert:

"El más grave peligro de la masonería no es tanto el espíritu anticlerical o antirreligioso que puede reinar en ciertas obediencias, como la verdadera abdicación de la responsabilidad pedida a los miembros, que frecuentemente ignoran lo que se decide en las altas esferas, estando además desarmados por la obligación del secreto. Cuando se conoce el papel político desempeñado en el pasado por las logias masónicas, se puede suponer que este papel oculto puede continuar obrando. Aunque muchas de estas logias den pruebas de un real humanismo, se tiene la impresión de que por sus convicciones, sus ritos y sus símbolos constituyen un poco algo así como una capilla ideológica, una contra—Iglesia".

4. El perjurio

Como consta en el Capítulo II, el juramento hecho con verdad, con justicia y con necesidad es un acto de la virtud de la religión. lo cual supone un verdadero culto en honor de Dios.

Pero, quien jura "sin necesidad", por ligereza, no puede excusarse de cometer falta leve, dado que trivializa el trato con Dios, al cual se debe reverencia. Por su parte, cuando se jura con mentira, aunque el asunto sobre el que cae el juramento sea intrascendente, se comete un pecado grave, pues se pone a Dios, que es veraz, como testigo de una falsedad, lo cual supone siempre una grave irreverencia.

El perjurio encierra aun una pena más grave, dado que media el juramento hecho ante un tribunal o al menos, ante una autoridad penal o eclesiástica. El perjurio puede ser asertorio, si se jura en falso, y promisorio cuando no se cumple lo que se ha prometido con juramento.

"Es perjuro quien, bajo juramento, hace una promesa que no tiene intención de cumplir, o que, después de haber prometido bajo juramento, no la mantiene. El perjurio constituye una grave falta de respeto hacia el Señor que es dueño de toda palabra. Comprometerse mediante juramento a hacer una obra mala es contrario a la santidad del Nombre divino".

El perjurio es siempre un pecado especialmente grave. El Catecismo de la Iglesia Católica lo enumera entre los actos intrínsecamente malos, dado que son "siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto", o sea, que "por sí y en sí mismo es grave, independientemente de las circunstancias y de las intenciones".

Pero, además de la culpa moral, con frecuencia se le penaliza. Así el Código de Derecho Civil castiga al perjuro con diversas penas. Según el Código de Derecho Canónico, se le impone una pena preceptiva ferendae sententiae, es decir, que debe cumplir desde el momento en que el juez o la autoridad determina dicha sanción penal:

"Si alguien comete perjurio al afirmar o prometer algo ante una autoridad eclesiástica, debe ser castigado con una pena justa" (c. 1368).

Una especial gravedad encierra el perjurio de los servidores del Estado, ministros y otros cargos de la administración civil, de la justicia, etc. dado que no se trata solamente del incumplimiento de un juramento asertorio o promisorio personal, sino que tiene graves repercusiones sociales.

5. Incumplimiento de la celebración de la Eucaristía dominical

No puede excusarse de pecado grave quien, sin causa justamente proporcionada, no cumple con el precepto dominical de asistir a la Santa Misa. El Catecismo de la Iglesia Católica lo confirma con el siguiente juicio moral:

"La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar de la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor (cfr. CIC can 1245). Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave".

Dada la confusión que se ha introducido sobre esta grave obligación de dar culto a Dios en el Domingo, se ha de educar la conciencia de los fieles en los siguientes aspectos:

a) Cuando existe una causa justa que no permita asistir a la celebración eucarística, ésta no obliga, y, por tanto, los fieles deben tener una clara conciencia de que están dispensados. Por eso, carecen de culpa, por lo que no han de acusarse de ello en el confesonario, pues no han cometido pecado alguno. Tal puede suceder en caso de enfermedad, de atención a enfermos, un trabajo extraordinario y urgente que no puede retrasarse, el ejercicio ineludible de la propia profesión u oficio, en la coyuntura en que un viaje con excesivo tráfico impida llegar a la hora prevista, la distancia proporcionada del lugar del culto, etc.

b) Se ha de valorar suficientemente la gravedad de estas circunstancias excusantes, dado que el precepto es grave. La celebración de la Eucaristía del Domingo es el acto cumbre del culto por excelencia. Por eso el creyente ha de estimarlo en todo su valor. En contraste, es sabido que los fieles se disculpan con gran facilidad, por lo que, así como es preciso formar la conciencia recta de modo que no se acusen inútilmente en caso de que no estén obligados, asimismo sepan reconocer su culpa si han faltado a la Misa Dominical sin causa justa. Esta obligación es más urgente, por cuanto se puede cumplir con el precepto en la tarde del sábado.

c) La urgencia de la obligación del precepto dominical, además de su gravedad moral, conlleva, si se incumple con frecuencia, un "efecto secundario". El creyente que omite la Misa en día de domingo fácilmente decae de la fe y se desmorona el arco de la concepción cristiana de la existencia. Es fácilmente comprobable cómo el creyente que empieza a faltar a Misa los domingos, lentamente, abandona otras obligaciones que antes cumplía con fidelidad. El cumplimiento del precepto dominical debe ser para el creyente un compromiso con su fe que, cuando lo omite, afecta a otras dimensiones de su vida cristiana.

d) Pastoralmente, conviene recordar a los fieles que se han comprometido a dar culto a Dios y que un cristiano, más si es adulto, debe cumplir la palabra dada. A los padres, por ejemplo, conviene recordarles esta obligación poniendo en paralelo el deber que tienen sus hijos con ellos: del mismo modo, deben ellos practicarlo con Dios. Por su parte, a los hijos cabe hacerles tomar ejemplo de la obligación de ser cariñosos con sus padres, pues con mayor responsabilidad deben actuar así con su Padre Dios.

CONCLUSIÓN

La gravedad del pecado contra la virtud de la religión se corresponde con la importancia del sujeto y objeto de esta virtud, cual es el honor debido a Dios. Quien no observa esta virtud conculca uno de los deberes fundamentales del hombre: el de dar culto a Dios, del cual todos los hombres reciben la propia existencia y al cual están eternamente destinados.

Es evidente que, en la medida en que disminuye el sentido religioso, el hombre o la sociedad descuidará el culto a Dios. De aquí que la primera medida para evitar los pecados contra la virtud de la religión será favorecer y fomentar la religiosidad del hombre singular, de la sociedad en que éste vive y, de modo especial, de la cultura de cada época.

En todo caso, a los católicos se les ha de estimular a que practiquen esta virtud, a que conozcan la gravedad de este pecado y a que sean testigos de las exigencias de Dios ante una sociedad que está amenazada por el ateísmo, el agnosticismo y el indiferentismo religioso. En estas etapas de crisis de la religión, el creyente está obligado a responder con el testimonio en el cumplimiento ejemplar de las exigencias de esta importante virtud.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

PECADOS CONTRA LA FE: Son aquellos que se oponen directamente a Dios, por cuanto quien los comete no reconoce a Dios como Ser Supremo, Creador de todas las cosas y Padre del hombre.

Principio: La virtud de la religión y las tres virtudes teologales son para el cristiano motivo constante de dar culto a Dios, venerarle, amarle, esperar y creer en Él. Pero. al mismo tiempo, son ocasión de muchos pecados cuando no se viven.

PECADOS CONTRA LA FE: Cabe clasificarlos del siguiente modo:

l. Contra Dios

a) Por defecto

– ateísmo

– agnosticismo

– apostasía

– herejía

– dudas voluntarias

– indiferentismo

– alistarse a la masonería

b) Por exceso

– superstición

– idolatría

– blasfemia

– sacrilegio

2. Contra la virtud de la religión

– adivinación

– magia

– perjurio

– omisión de actos debido

ATEÍSMO: Es la negación de la existencia de Dios.

CLASES DE ATEÍSMO: No es fácil clasificar los diversos modos de llegar al ateísmo y menos aún precisar su origen. El Concilio Vaticano II enumera las principales corrientes ateas que se daban en la cultura occidental en los años sesenta (GS, 19—21).

Principio: El ateísmo es frecuentemente culpable, por lo que la Biblia acusa al ateo de pecado. Pero, debido a las oscuras causas, pueden darse razones que aminoran su culpabilidad.

AGNOSTICISMO: Doctrina filosófica que sostiene que el entendimiento humano no tiene razones suficientes para demostrar la existencia de Dios. Por ello suspenden el juicio.

Principio: El agnosticismo tiene estrecha relación con el indiferentismo religioso: brota de él y a él conduce.

APOSTATA: Es quien niega la fe en Jesucristo recibida en el Bautismo.

Principio: La apostasía es un pecado especialmente, grave, por cuanto quien ha tenido fe, puede llegar, por faltas personales, a negar y a renunciar a ella.

HEREJÍA: Error en materia de fe, sostenido con pertinacia.

Principio: Para que alguien sea hereje, no basta que profese un error contra la fe, se requiere que, advertido del error, lo siga profesando. Por eso supone la contumacia.

Principio: Para evitar el riesgo de profesar ideas heréticas es preciso seguir la enseñanza del Magisterio de la Iglesia.

BLASFEMIA: Es la injuria directa, de pensamiento, palabra u obra, contra Dios.

Principio: La blasfemia es un pecado tan grave, que en el A.T. se castigaba con la pena de muerte por lapidación.

SACRILEGIO: Es la profanación o lesión de persona, cosa o lugar sagrado.

Principio: Sagrados por excelencia son los sacramentos. Por ello, se comete sacrilegio si se usan de modo indebido. Sacrilegio especialmente grave es recibir la Comunión en pecado mortal.

ADIVINACIÓN: Acción de predecir lo futuro o descubrir las cosas ocultas, por medio de agüeros o sortilegios.

Principio: La adivinación se prohibe por cuanto intenta descubrir el futuro granjeándose la protección de poderes ocultos. El CatIglCat enumera una serie de acciones que no deben ser practicadas.

MAGIA: Es el arte o ciencia oculta con que se pretende producir, mediante ciertos actos o palabras, o con la intervención de espíritus, genios o demonios, fenómenos extraordinarios, contrarios a las leyes naturales.

Principio: El pecado de magia deriva del intento expreso de conseguir determinados efectos externos, que son ocultos y en general perjudiciales, con la ayuda del demonio.

SECTAS: Conjunto de seguidores de una religión muy parcelada y con errores graves.

Principio: Ante la extensión de las sectas, es preciso acelerar la formación religiosa de los fieles, con el fin de que profesen y aprecien la grandeza de la fe católica en toda su integridad.

MASONERÍA: Asociación secreta de personas que profesan principios de fraternidad, usan emblemas y signos especiales, y se agrupan en entidades llamadas logias.

Principio: La Iglesia prohibe que los católicos den su nombre a la masonería a causa de los graves problemas que ocasiona a su fe.

PERJURIO: Es jurar en falso.

Principio: "Es perjuro quien, bajo juramento, hace una promesa que no tiene intención de cumplir, o que, después de haber prometido bajo juramento, no la mantiene" (CatIglCat, 2152).

Principio: El "perjurio", o sea jurar con mentira, es pecado especialmente grave cuando se hace ante la autoridad legítima.

OMISIÓN DE ACTOS DEBIDOS: También se cometen pecados cuando no se cumplen los mandatos que impone la ley de la Iglesia, tales como el incumplimiento del precepto dominical o si se conculcan los llamados "Mandamientos de la Iglesia".