PRIMERA PARTE

LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN


CAPITULO I

RESPUESTA RELIGIOSA A LA VOCACIÓN CRISTIANA

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Se trata de fundamentar la necesidad de Dios para interpretar la existencia humana. Se hace casi de modo exclusivo a partir de la filosofía de Zubiri, que argumenta la existencia de Dios y de la religión desde la antropología: el hombre es un ser ontológicamente religado a Dios, por consiguiente, concluye, "existe lo que religa".


I. LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN

Dios es el origen, el fundamento y el fin de la existencia humana. A partir de esta primera consideración, la moral clásica se iniciaba con el estudio de la virtud de la religión. Este planteamiento no es ya común en los Manuales más recientes de Teología Moral, pero, dado su valor intrínseco y metodológico, es preciso recuperarlo.

l. El tema de Dios en la Ética Teológica. Se subraya el intento actual de volver al tema de Dios como sujeto primero de la ciencia teológico. El estudio de la cristología, la eclesiología, la historia salutis, etc. sólo son objeto de la teología en cuanto dicen relación última al misterio de Dios.

2. La virtud de la religión en la Ética Personal. Se destacan las razones que avalan el inicio de la Moral de la Persona con el estudio de la virtud de la religión. Estas son las razones más destacadas: bíblicas, pues así se retorna a la Biblia como fuente principal de la teología moral; carácter teológico, es decir, facilita el tratamiento teológico de esta disciplina; fundamento Trinitario, se busca la raíz trinitaria de la ética cristiana; religión y santidad, o sea, la virtud de la religión pone de relieve la vocación del cristianismo a la santidad, con lo que se supera una "moral de mínimos".

3. Dios en la vida y en la cultura actual. Se expone brevemente la situación cultural respecto de la aceptación de Dios. Esta "ausencia de Dios" es lo que, en buena medida, explica que algunos de los hombres de nuestro tiempo no acepten el magisterio moral de la Iglesia. Se exponen cuatro principios que justifican el hecho de que la Jerarquía formule juicios morales sobre la vida social.

4. "Objeto" y "fin" de la virtud de la religión. Se trata de definir la virtud de la religión. Se expone la doctrina tomista acerca de las relaciones de la religión con las virtudes teologales. Tomás de Aquino la define como "la virtud que trata de dar culto a Dios". Por lo que se diferencia de las virtudes teologales que tienen por "objeto" al mismo Dios, mientras que la religión lo estudia sólo como destinatario del culto.

II. DEBERES DEL HOMBRE CON DIOS

l. La gloria de Dios. Se expone la doctrina bíblica sobre este concepto fundamental. "Gloria de Dios" significa en la Biblia la Persona de Dios. De ahí la importancia de esta categoría que adquiere una rica significación. Se recogen los textos más explícitos del A. y del N. T. En el N. T. se resalta la interrelación "Gloria de Dios" y "Gloria de Cristo".

2. El culto a Dios. Es la consecuencia de la grandeza significada por la "Gloria de Dios", la cual demanda un reconocimiento por parte del hombre. Se expone la noción de culto en el A. y N. T. Se explica el sentido del culto a la Santísima Virgen, a los Santos y a las almas del Purgatorio.

3. Culto privado y culto público. Se fundamenta esta distinción y se justifica el derecho a manifestar deforma pública las propias convicciones religiosas. Este derecho está reconocido en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y en la Constitución Española.

4. El culto verdadero y las supersticiones. Brevemente, dado que con más detalle se expone el tema en el Capítulo II, se formula la doctrina que diferencia el culto cristiano de la superstición.

5. La religiosidad popular. Se recoge la doctrina del Magisterio sobre este tema de actualidad. Se trata de retomar esas manifestaciones religiosas del pueblo con el fin de destacar sus valores y corregir sus defectos.

6. El culto a Dios y la fraternidad humana. El culto a Dios demanda el ejercicio de la caridad: es imposible separar el amor a Dios de la caridad fraterna. Se recogen algunos datos bíblicos acerca de esta enseñanza.

7. Lo "sacro" y lo "profano". Es un tema de excepcional actualidad. Por ello se fijan los conceptos deforma que se evite por igual una exagerada "secularización", así como que se pretenda que el mundo se sacralice.

8. La "devoción" y la "piedad". Se finaliza este primer Capítulo con el estudio de estas dos disposiciones religiosas que engrandecen la virtud de la religión. Al mismo tiempo fijan el sentido riguroso de esta virtud, dado que ayudan a eliminar los elementos espurios que acompañan a la práctica religiosa.

INTRODUCCIÓN

Al menos para el cristiano, es evidente que la relación del hombre con Dios constituye la opción más decisiva y fundamental por parte de la persona humana. Según la Biblia, la respuesta del hombre sigue a la llamada que Dios le hace de un modo gratuito. Pero, en realidad, no se trata de una simple decisión de la libertad del hombre, o sea, de una original intercomunicación personal, sino de algo más profundo, pues entre Dios y el hombre existe una relación ontológica, previa a la libertad humana, dado que, en virtud de su origen divino, Dios comunica con el hombre desde su misma naturaleza: Dios es el fundamento mismo de la existencia del hombre y éste se define como un ser abierto a Dios (Gén 1-2).

Este dato bíblico lo confirma el más genuino pensamiento filosófico. En efecto, la filosofía de todas las épocas ha sabido destacar la relación hombre–Dios como un elemento constitutivo del ser humano: desde San Anselmo hasta Franz Brentano, los filósofos se han esforzado por encontrar en el hombre un camino de acceso a las pruebas de Dios. De hecho la Vías de Santo Tomás se fundamentan en que el hombre puede demostrar la existencia de Dios en virtud de ese nexo de causalidad que existe entre Dios y el mundo. Y la Cuarta Vía concluye la existencia de Dios a partir de "los grados de perfección" que se dan entre los distintos seres, por lo que debe "existir algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios" [Nota : 1. S. Th., I, q. 2, a. 3. Es evidente que la prueba que Tomás de Aquino deduce del mundo físico cabe aplicarla con mayor razón al hombre. El Aquinate subraya la trascendencia de Dios respecto a todo lo creado, pero afirma que Dios está íntimamente presente a todas las cosas. En el a. 3 de la q. 8, en la respuesta a la cuestión "Utrum Deus sit ubique per essentiam, praesentiam et potentiam", Tomás de Aquino aúna la trascendencia con la inmanencia de Dios en relación con toda la obra creada. Como escribe en comentario el P. Muñiz: "La acción divina y, consiguientemente, la substancia de Dios no están presentes a las cosas sólo de un modo externo... sino de modo profundo e íntimo, como invadiéndole y llenándolo todo. Dios está profundamente inmanente en las cosas y al mismo tiempo las transciende todas". F. MUNLZ, Tratado de Dios Uno en esencia, en AA. VV., Suma Teológica. BAC. Madrid 1947, I, 289—290. La "inmanencia" divina en el hombre ha estimulado siempre a los filósofos para buscar modos de acceso del hombre a Dios.].

La antropología cristiana tampoco es ajena a esta consideración. La teología ha destacado siempre la "inclinación natural" a Dios, y, en consecuencia, se habla de la "religión natural" como una respuesta de la naturaleza del hombre a los imperativos y requerimientos del Dios Creador.

A este respecto, en el ámbito cultural español de los últimos años, destaca la aportación de Xavier Zubiri que, desde su primera obra, Naturaleza. Historia. Dios, trata de acreditar que el ser del hombre está ontológicamente religado a Dios y que, en consecuencia, Dios es uno de los constitutivos formales de la existencia humana:

"La existencia humana no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación —religatum esse, religio, religión, en sentido primario— es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis, consiste en religación o religión. Los escolásticos hablaban ya de cierta religio naturalis; pero dejaron la cosa en gran vaguedad al no hacer mayor hincapié sobre el sentido de esta naturalidad. Natural no significa aquí inclinación natural, sino una dimensión formal del ser mismo del hombre. Algo constitutivo suyo y no simplemente consecutivo. Por esto, mejor que de religión natural, hablaríamos de religión personal. La índole de nuestra personalidad envuelve formalmente la religación" [Nota 2: 2. X. ZUBIRI, Naturaleza. Historia. Dios. Ed. Nacional. Madrid 1963, 373-374.].

De este planteamiento concluye Zubiri la prueba de la existencia de Dios:

"El estar religado nos descubre que "hay" lo que religa, lo que constituye la raíz fundamental de la existencia. Sin compromiso ulterior, es, por tanto, lo que todos designamos por el vocablo Dios" [Nota 3: 3. Ibídem, 375.].

Tal doctrina es la tesis fundamental de su obra El hombre y Dios. Esta monografía del filósofo español, para nuestro intento, se resume en esta tesis fundamental: el ser del hombre incluye el estar anclado —"religado"— en Dios; es decir, el hombre es un ser-en-Dios:

"En primer lugar, se da una presencia ciertamente formal de Dios en mi persona constituyéndome a mí en donación suya. Y de mí mismo como constituido formalmente en Dios por la donación de Dios. Dios es Dios ciertamente sin necesidad de estar constituyendo ninguna personalidad de ninguna realidad fundada en El. Pero yo no sena Yo si formalmente no estuviera fundado en la formal realidad de Dios, presente en mí y constituyéndome como tal Yo. Esto es una verdad inconcuso. Una cosa es que Dios no necesite de los hombres para ser personal. Otra cosa es que la recíproca sea cierta. El Yo, en tanto que Yo, no es formalmente lo que es sino es en y por Dios. Yo no soy más que por la presencia formal y constitutiva de Dios en mí como realidad personal" [Nota 4: 4. X. ZUBIRI, El hombre y Dios. Alianza Ed. Madrid 1984, 352—353].

Zubiri ni siquiera considera que pueda acusársela de panteísmo, puesto que él se sitúa a otro nivel filosófico: no en la participación esencial, sino en la línea de relación formal: "Por consiguiente, concluye, entre Dios y el hombre hay una distinción real, pero que no solamente no es separación sino que es una implicación formal" [Nota 5: 5. X. ZUBIRI, Ibid, 354.] . La tesis zubiriana sitúa el tema de acceso a Dios a un nivel distinto del clásico de las pruebas de Dios [Nota 6: 6. Posiblemente, los últimos filósofos "demostradores" de la existencia de Dios han sido Franz Brentano y Claudio Tresmontant. Cfr. F. BRENTANO, Sobre la existencia de Dios. Ed. Rialp. Madrid 1979, 474 pp. (la edición alemana es de 1929). C. TRESMONTANT, Como se plantea hoy el problema de Dios. Ed. Península. Barcelona 1969,429 pp. (ed. francesa 1966).].

El paso de la metafísica al cristianismo lo lleva a cabo Zubiri de un modo lógico y simple. Él resume así la tesis fundamental de su pensamiento filosófico:

"De esta suerte, el problema teologal del hombre se despliega en tres partes: religación, religión, deiformación, que constituyen tres problemas: Dios, religión, cristianismo" [Nota 7: 7. Ibid, 382. De la "deificación" se ocupa Zubiri ya en su primera obra, Naturaleza. Historia. Dios, o. c., 295—298.].

En torno al mismo tema, vuelve Zubiri en su obra, Sobre el hombre —reverso del título de su libro El hombre y Dios—. La "religación" muestra que el hombre es un ser "abierto a la realidad", pero religado ontológicamente a Dios. En consecuencia, el ser del hombre no alcanza su mismidad si no en la medida en que reconoce y actúa conforme a esa religación con Dios, que le precede, le acompaña y que es más profunda que la "religación con la realidad", la cual vincula obligatoriamente su existencia. Por ello, "el hombre está finalmente obligado a sí mismo, pero en su obligación no hace si no realizar una ligadura mucho más honda y radical, aquella que toca lo más radical y profunda de su personalidad, que es precisamente la religación de ultimidad". Zubiri precisa que tal ultimidad "no es sin más Dios", pero lo incluye, pues Dios ocupa el lugar preeminente entre las finalidades últimas a las que está abocada la existencia humana [Nota 8: 8. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Alianza Ed. Sociedad de Est Publ. Madrid 1986, 433.].

En efecto, Dios se presenta no sólo como "fundamento" del hombre, sino además como su único "fin". También Zubiri ilumina esta teleología del ser humano que aparece tan explícita en la Biblia: "el decurso vital" o "el proyecto de existencia", tal como Zubiri determina la vida del hombre, cobra pleno sentido cuando se propone como fin a Dios: el hombre necesita realizar su propio proyecto de vida, "proyectar sin llevar a término", sería como "lanzar al hombre al vacío". Esta hipótesis de la consideración del hombre, rico en sí, pero sin finalidad, tampoco cabe referirla a Dios:

"Ni siquiera Dios podría construir una realidad con la sola composición de sus ideas exhaustivas; necesita un fiat creador" [Nota 9: 9. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, o. c., 591. Sobre el concepto de "religación", cfr. pp. 365—386. Y más extensamente, en El hombre y Dios, o. c., 75—112.].

En consecuencia, la relación Dios-hombre es un constitutivo del ser humano. Esta consideración filosófica —que aquí hemos puesto de relieve de la mano del pensamiento zubiriano— confirma intelectualmente los datos bíblicos que vinculan íntimamente con Dios la existencia concreta de todo hombre. De aquí que cualquier Ética Personal debe tener como consideración primera la relación del hombre con Dios [Nota 10: 10. "La religión supone unas relaciones ontológicas a las que el hombre desea dar expresión externa en actos que tienden a mantenerlas y desarrollarlas; sólo a la vista de estas relaciones surge la cuestión de su obligatoriedad moral. La respuesta personal que da la criatura a Dios mediante su actividad moral, puede considerarse prescindiendo de su significación ética, como un acto religioso. Como semejante acto es ordenado por Dios y sólo puede realizarse con la debida deliberación y libertad, el acto moral se enlaza necesariamente con su consideración ontológica. Según estas consideraciones, religión y moralidad son dos aspectos diferentes de un solo y mismo acto; ambos aspectos son discernibles subjetivamente, pero objetivamente inseparables". J. MAUSBACH—G. ERMECKE, Teología Moral Católica. Eunsa. Pamplona 1971, H, 241—242.]. Y, a partir del desarrollo de la virtud de la religión que estudia esta relación, se iluminan los demás contenidos de la así llamada "Moral de la persona". De lo contrario, el estudio de la moral personal queda truncado en la medida en que no se considera el núcleo primero de sus obligaciones éticas: su comportamiento frente a Dios. Se trata de una cuestión fontal y de principio: no cabe desarrollar una temática ética específicamente cristiana, si previamente no se fundamentan las exigencias morales que incumben al hombre a partir de su condición de ser religado ontológicamente con Dios.

Pero ello supone el reconocimiento de la trascendencia de Dios. Por el contrario, el descuido de las relaciones del hombre con Dios en los Manuales de Teología Moral de los últimos tiempos puede ser deudor de la pérdida del sentido de la trascendencia divina en amplios ámbitos de la cultura actual [Nota 11: 11. Es evidente que la trascendencia era un atributo exclusivo de Dios en la neoescolástica. Por su parte, el personalismo de Lavelle y Le Senne alargaron la trascendencia como cualidad también del ser humano. Pues bien, una verdad nerviosamente reconquistada por la cultura sobre la dignidad de la persona puso a prueba otra verdad pacíficamente poseída, que era patrimonio de la teología católica: la trascendencia como atributo más eminente de Dios. Cfr. Ph. DELHAYE, La ciencia del bien y del mal. Ed. Int. Univ. Eiunsa. Madrid 1990, 51, nota 2.].

De este hecho primario, se concluye con una tesis en sí misma obvia: Dios es, ciertamente, "fons et culmen" de la reflexión ética, pero es también principio y fin de la vida moral del hombre.

Cabe hace una última deducción: la fundamentación de la vida moral y aun el criterio de moralidad se asientan sobre dos fundamentos: la trascendencia de Dios y la dignidad del hombre [Nota 12: 12. Ph. DELHAYE, La ciencia del bien y del mal. o. c., 86. K. DEMMER, Gottes Anspruch denken. Die Gottesfrage in der Moraltheologie. Univ. Fribourg—Herder. Freiburg 1993, 179 pp.].

I. LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN

La virtud de la religión estudia, precisamente, las relaciones del hombre con Dios, en cuanto que Dios es origen y fin de la existencia humana. La doctrina de los Padres y la teología escolástica han destacado la virtud de la religión como el punto central del mensaje moral cristiano. Así Tomás de Aquino, después de recordar su posible triple etimología [Nota 13: 13. El Aquinate empieza este tratado con la mención de la triple raíz semántica: "San Isidoro recoge la etimología de Cicerón y dice: "El religioso es llamado así porque cuida diligentemente y como que revisa lo que concierne al culto divino". Por tanto, la palabra religión parece derivarse de "releer" en el sentido de que lo concerniente al culto divino ha de meditarse frecuentemente en el corazón, conforme al mandato de la Escritura: "En todos tus caminos piensa en El". Pudiera también derivarse de "reelegir a Dios, a quien indolentemente perdimos". De esta opinión es San Agustín. Y aun pudiera tener su origen en la palabra "religar", pues San Agustín dice: "La religión nos liga a un Dios único y omnipotente". S. Th., II-II, q. 8 1, a. 1. También Zubiri repite esta triple etimología, si bien, a partir de los estudios de Meillet, Emeut y Bienveniste, en su opinión, "resulta mucho más probable derivar religio de religare". X. ZUBIRI, Naturaleza. Historia. Dios, o. c., 373.], escribe que "la religión implica propiamente un orden a Dios". Y lo justifica así:

"A Él, en efecto, es a quien principalmente debemos ligamos como a principio indefectible; a El, como a fin último, debe tender sin interrupción nuestra elección y, después de haberle rechazado pecando, le debemos recuperar creyendo y atestiguando nuestra fe" [Nota 14: 14. S. Th., II-II, q. 81, a. 1.].

Es decir, Dios es el origen, el fundamento y el fin de la existencia humana, por lo cual la vida moral es una "elección" continuada de Dios, al cual el hombre "está ligado" y al que debe volver cuando le abandona por el pecado.

1. El tema de Dios en la Ética Teológica

La Teología Dogmática cada día demanda con mayor urgencia el retorno a la prioridad de Dios como objeto preferente de estudio de la teología. El "logos" sobre Dios ha de preceder a otras reflexiones, que, si bien constituyen parcelas importantes del saber teológico, sin embargo no pueden desplazar el tema medular que constituye el objeto primero de la teología, puesto que ésta es la ciencia que se refiere a Dios: theo—logos. Más aún, Santo Tomás proclama que, además de "objeto", Dios es "el sujeto de la teología" [Nota 15: 15. "Unde sequitur quod Deus vere sit subiectum huius scientiae". S. Th., I, q. 1, a. 7.].

Por este motivo, amplios sectores de la teología actual invocan la necesidad de que la ciencia teológico más que un saber sobre Cristo —Cristología— o un reflexionar sobre la Historia de la salvación —Historia salutis—, o acerca de la Iglesia —Eclesiología—, o sobre las realidades terrestres —teología del mundo—, etc., retorne a ser una teo-logía o "tratado sobre Dios" [Nota 16: 16. Como afirma Santo Tomás, estos temas —incluso el "Cristo total"— constituyen objeto de la teología por cuanto se ordenan a Dios: "De omnibus enim istis tractatur in ista scientia, sed secundum ordinem ad Deum". S. Th., 1, q. 1, a. 7. En la expresión "de omnibus enim istis", el Aquinate incluye "res et signa", "opera reparationis" y el "totum Christum idest caput et membra". Ibídem. Todas estas materias teológicas, o sea, "omnia alia quae determinantur in sacra doctrina, comprehenduntur sub Deo: non ut partes vel species vel accidentia, sed ut ordinata aliqualiter ad ipsum". Ibídem, ad 2.]. Y esto lo reclaman por igual los filósofos y los teólogos. Por ejemplo, X. Zubiri finaliza su obra sobre el tema de Dios con estas palabras:

"Conviene. evitar un penoso equívoco que ha llegado a convertirse en una especie de tesis solemne, a saber: que la teología es esencialmente antropológica, o cuando menos, antropocéntrica. Esto me parece absolutamente insostenible. La teología es esencial y constitutivamente teocéntrica. Es cierto que he afirmado que la teología se halla fundante en la dimensión teologal del hombre. Pero es que lo teologal no es la teología. Si reservamos, como es justo hacerlo, los vocablos teológico y teología para lo que son Dios, el hombre y el mundo en las religiones todas y en especial en el cristianismo, entonces había que decir que el saber acerca de lo teologal no es teología simpliciter" [Nota 17: 17. X. ZUBIRI, El hombre y Dios, o. c., 382.]

En el campo de la Dogmática este intento se repite aún con más reiteración. Por ejemplo, el Cardenal Ratzinger, en su época de profesor de Teología, escribió:

"La teología se refiere a Dios. La ocupación principal de la teología es Dios, su tema último y auténtico no es la historia de la salvación, la Iglesia o la comunidad. El cristocentrismo consiste justamente en superarse a sí mismo y hacer posible, a través de la historia de Dios con los hombres, el encuentro con el ser mismo de Dios. Esto significa que se falsea el sentido de la cristología precisamente cuando se la mantiene encerrada en el círculo histórico—antropológico y no llega a ser auténtica teo—logía, en la que se expresa en palabras la realidad metafísica de Dios. Esta es la tesis de partida: la teología se ocupa de Dios" [Nota 18: 18. J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos. Materia para una teología fundamental. Herder. Barcelona 1985, 384—385. Ratzinger escribe que "el tema último y auténtico de la teología no es la historia de la salvación, la Iglesia, o la comunidad, sino precisamente Dios". Ibídem, 381.].

Pues bien, esa vuelta a justificar el actuar ético sobre un fundamento esencialmente teologal es también un imperativo que debe ser atendido en la Ética Teológica. Es curioso constatar cómo el estudio de la virtud de la religión, con el que se iniciaban los tratados clásicos de Teología Moral Especial, que seguían el esquema De virtutibus o los deberes que imponían los tres primeros Mandamientos del Decálogo en los demás autores, ha desaparecido de los Manuales de Moral editados recientemente [Nota 19: 19. Hay que excluir a algunos autores; cfr. L. LORENZETTI, Trattato di Etica Teologica. EBG. Bologna 1981,11, 15—125. U. SANCHEZ GARCIA, La opción del cristiano. Ed. Atenas. Madrid 1984,11,25—102. J.—M. AUBERT, Compendio de la Moral Católica. Edicep. Valencia 1989, 223—254. M. A. DIEZ GONZÁLEZ, Moral cristiana de la persona. Ed. Aldecoa. Burgos 1991, 47—119. Algunos aspectos, pero sin sistematizarlos, se encuentran en B. HÄRING, Libertad y fidelidad en Cristo, vol. II: El hombre en pos de la verdad y del amor. Herder. Barcelona 1985, 128—134; 151—159 y el estudio de las virtudes teologales, pp. 353—509.]. Lo mismo acontece en los Diccionarios [Nota 20: 20. Aparece, sólo parcialmente, en DETM, cfr. G. BARBAGLIO, Día del Señor, 220-226 y en NDTM, 358-366. No lo trata M. VIDAL, en Diccionario de Etica Teológica. Verbo Divino. Estella 1991.]. Se impone, pues, el retorno al estudio de los "deberes con Dios", como un capítulo importante de la ética teológico, puesto que el culto católico no es algo que incide en el tratamiento teológico—moral sólo en el orden "trascendental", sino también en el "categorial", o sea, el culto cristiano, que es "obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo" y "acción sagrada por excelencia" (SC, 7), es algo específicamente cristiano [Nota 21: 21. D. TETTAMANZI, Culto, en AA. VV., DETM. Ed. Paulinas. Madrid 1986,159; con bibliografía en pp. 170—171.].

2. La virtud de la religión en la Etica Personal

Entre otras, éstas son las razones que postulan que la Moral de la Persona se inicie mostrando las exigencias éticas que se encierran en la virtud de la religión:

a) Razones bíblicas

La fundamentación escriturística de la teología moral, tal como demanda el Concilio Vaticano II (OT, 16), viene exigida preferentemente por el deseo de devolver a la moral cristiana su fundamento teocéntrico, es decir, que sea en verdad una teo-logía y no una ética natural (en sentido de la filosofía griega), a la que se acercaban algunos Manuales, de carácter excesivamente nocional y casuístico. La consideración "religiosa" y "revelada" de la moral cristiana abre el camino a una fundamentación cristológica, tan proclamada por la teología actual y exigida por los Documentos Magisteriales, frente a una moral fundada de modo preferente sobre la ley natural.

Ahora bien, el tratado de la virtud de la religión ayuda a destacar el carácter bíblico y cristocéntrico de la moral, porque el culto se entiende como la "respuesta" al Dios vivo que "llama" [Nota 22: 22. Es preciso distinguir la virtud de la religión como "virtud natural" y como "virtud sobrenatural". Esta está informada por la fe y la caridad.]. En efecto, si la existencia cristiana es una "vocatio", el hombre así llamado no puede menos de responder, o sea, "in—voca" (in—vocare) a Dios. Además, el culto en sentido bíblico se diferencia del concepto imperante en las religiones naturales, entendido como un acto para tener propicios a los dioses. Por el contrario, el culto cristiano se inserta en la Historia salutis, dado que se alcanza en la medida en que se asume el hecho de que "la liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo" (SC, 7). En efecto, la misión de Cristo es glorificar al Padre, y el hombre se asocia mediante el culto de su vida, es decir, por la moralidad de su conducta:

"En la liturgia, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro" (SC, 7).

Es evidente que este planteamiento dista por igual de la rigidez con que los comentaristas de Santo Tomás planteaban el tema del culto en torno a la virtud de la religión, separada de las virtudes teologales, así como de la corriente alfonsiana vinculada al precepto de dar culto a Dios [Nota 23: 23. Aquí nos referimos a la "religión" como virtud sobrenatural, es decir, informada por la fe y la caridad. Cfr. S. Th., II-II, q. 81, a. 5: "Utrum religio sit virtus theologica". La respuesta de Santo Tomas es negativa, porque la "religión" tiene a Dios sólo como fin ("rendir a Dios el culto debido"), mientras que Dios es objeto de las virtudes teologales. Pero Santo Tomás pone entre la religión y las tres virtudes teologales cierta relación, cfr. ad 1. Se acusa al tomismo posterior de haber separado excesivamente la vida teologal y el ejercicio del culto cristiano. M. SANCHEZ, El primado de la religión en la jerarquía de las virtudes morales. Studium. Madrid 1963, 87—126. Sobre el tema, cfr. O. LOTTIN, La définition classique de la vertu de religion, "ETHL" 24 (1948) 333—353. ID., La vertu de religion chez S. Thomas daquin et ses prédécesseurs, en Psychologie et morale aux XII et XIII siécle. J. Duculot. Louvain—Gembloux 1949, 313—326. M. SANCHEZ, ¿Dónde situar el tratado sobre la virtud de la religión? "Angel" 36 (1959) 287—321. A. l. MENESSIER, La virtud de la religión, en AA. VV., Iniciación teológica. Herder. Barcelona 1962, II, 647—684. D. MONGILLO, La religione e le virtú suprannaturale. Saggio sul pensiero di san Tommaso, "Sap" 15 (1962) 348—397. ID., La virtú di religione secondo san Tommaso. Angel. Roma 1963, 71 pp. J. WADELL, The Primacy of Love. An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas. Paulist. Press. Mahwah 1992,162 pp.].

b) Carácter teológico de la disciplina Teología Moral

Asimismo la fundamentación "teologal" de la ética cristiana responde al origen divino del hombre por la creación y a la redención alcanzada por Cristo, así como a su fin último orientado a Dios. A este respecto, el planteamiento tomista logró obtener la síntesis entre la dogmática y la moral: Dios y la creación—redención, con que se inicia la 1 Pars de la Summa Theologica, dan paso a la moral con el tema del fin último del hombre en la I-II y el estudio de las virtudes en la II-II. Por último, Jesucristo se presenta como el camino que lleva a la obtención de ese fin último, como retorno a Dios ("exitus—reditio"), tal como se estructura la III Pars de la Summa.

De este modo, se alcanza la categoría teológico del tratado de Moral, tal como lo reclama el Concilio. Al mismo tiempo, se acortan distancias entre esta disciplina y los demás tratados teológicos, dado que todos parten de un punto común y se orientan al mismo fin: el conocimiento de Dios y su obra salvífica. Como ha resaltado el Concilio Vaticano II, el culto aúna el tratado de Dios, objeto del culto, la Cristología, pues Cristo es el Mediador y Sacerdote, la Eclesiología, cuya misión es continuar la obra redentora y cultual de Cristo, la Sacramentología, pues "los sacramentos están ordenados a dar culto a Dios" (SC, 59). Al mismo tiempo, armoniza el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, pues ambos son sujetos del culto cristiano (LG, 10).

c) Fundamento Trinitario

El carácter teocéntrico de la moral cristiana demanda que se atienda de modo preferente al misterio del Dios Trino y Uno. Tal fundamento trinitaria de la moral no se salva apelando sólo a "la vida de Cristo en nosotros", tal como demanda la moral del "seguimiento de Cristo", ni es suficiente subrayar la acción vivificadora del Espíritu Santo como alentador de la existencia cristiana para "identificarse con Cristo", sino que requiere que se tenga presente el Misterio de la Trinidad. Pues, como escribe Santo Tomás en esta quaestio al explicar la virtud de la religión: "Las Tres Personas divinas son un solo principio de la creación y gobierno de las cosas, y de ahí que se les sirva con una sola religión" [Nota 24: 24. S. Th., II—II, q. 8 1, a. 3 ad 1.]. C. Spicq destaca el aspecto Trinitario de la moral del Nuevo Testamento [Nota 25: 25. C. SPICQ, Teología Moral del Nuevo Testamento. Eunsa. Pamplona 1973, II, 830—852.].

El fundamento trinitaria es el que da a la ética teológico el carácter de saber teologal, dado que la virtud de la religión contempla el ser mismo de Dios como principio de todas las cosas, al cual el creyente dirige su vida mediante el culto [Nota 26: 26. El ser mismo de Dios Uno y Trino es objeto de las virtudes teologales más que de la religión.].

En resumen, el fin de la creación y de la redención, in recto, no es el hombre, sino que el fin primario es la "glorificación de Dios". Este nítido punto de partida fija el sentido teologal de la moral cristiana, lo cual se destaca en el estudio de la virtud de la Religión.

d) La virtud de la religión y la santidad

"Utrum religio sit idem sanctitati" es el título del artículo 8 —el último— de la q. 8 1, que Tomás de Aquino dedica a la virtud de la religión. La respuesta afirmativa del Aquinate sitúa la religión en la línea de la perfección cristiana.

En efecto, el retorno al estudio de la virtud de la religión, como capítulo primero de la Moral Especial, rompe con el esquema de una ética de "mínimos" y subraya la moral de la perfección y de la santidad. En esta dirección se orienta la doctrina moral tomista. Santo Tomás, después de probar que la "religión" es una virtud (a. 2) y que "sobresale entre las demás virtudes morales" (a. 6), se pregunta "si se identifican la religión y la santidad" y responde con una argumentación muy lúcida que implica ambos conceptos, pues la moral cristiana, dado su origen teologal, exige la purificación de la entera persona humana, lo cual conduce a la santidad. Estos son sus argumentos:

En primer lugar, el Aquinate afirma que para la vida moral se requiere que el hombre mantenga limpia la razón:

"La pureza es necesaria para que la mente ascienda a Dios. La mente humana, en efecto, se envilece al mezclarse con las cosas inferiores, al igual que cualquier cosa pierde su valor en mezcla con algo impuro, como la plata con el plomo. Ahora bien, la mente debe prescindir de las cosas inferiores si desea unirse con la suprema realidad. He aquí por qué la mente sin pureza no puede acercarse a Dios. "Procurad tener paz con todos y la santidad de vida sin la cual nadie puede ver a Dios", se nos dice en la Epístola a los Hebreos".

Asimismo, la vida moral demanda la decisión firme de la voluntad para adherir la vida entera a Dios:

"La firmeza también se exige para la unión de la mente con Dios. A El, en efecto, se une como a último fin y primer principio, términos a los que corresponde la máxima inmovilidad, por lo que dice el Apóstol: "Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida me arrancarán del amor de Dios".

En consecuencia, si para una conducta éticamente recta se exige la pureza de la mente y el esfuerzo de la voluntad para actuar conforme a las exigencias de Dios, Tomás de Aquino deduce que la religión, en buena medida, se identifica con la santidad:

"Así, pues, se llama santidad a la aplicación que el hombre hace de su mente y de sus actos a Dios. Su diferencia, por tanto, con la religión no es esencial, sino simple distinción de razón. La religión ofrece el servicio debido a Dios en lo que especialmente atañe al culto divino, como el sacrificio, oblación o cosas similares. La santidad, además de esto, refiere a Dios las obras de las restantes virtudes, o bien hace que el hombre se disponga por ciertas obras buenas al culto divino" (a. 8).

Cabe, pues, formular una doctrina: la exposición de la moral católica ha ser teocéntrica. Y aun la fundamentación cristológica —que es irrenunciable para la ética teológica— ha de cumplir el mismo destino de Cristo: llevar el mundo al Padre (Jn 17,6—26). La moral cristiana es, prioritariamente, teologal.

3. Dios en la vida y en la cultura actual

Este supuesto teológico ofrece dificultades no comunes en la pastoral al momento de iniciar la exposición de la Teología Moral con el tratado acerca de la virtud de la religión. La razón es que, como se acostumbra a decir, "Dios está ausente" de no pocos sectores de la cultura actual.

La cuestión acerca de Dios en la cultura moderna supera los límites de este Manual. El Vaticano II afirmó que "el ateísmo se ha de contar entre las gravísimas realidades de nuestro tiempo y se ha de someter a una consideración muy seria" (GS, 19). Seguidamente, el Concilio formuló las diversas causas que motivan al ateísmo de la época así como la actitud de la Iglesia frente a ese fenómeno (GS, 19—20).

Pero el planteamiento del Concilio era válido para aquella época. Hoy, sin embargo, necesita nuevas precisiones, que no son de este lugar. Aquí se consigna que el tema de Dios es no sólo importante en sí mismo, sino que se presenta como un problema decisivo para la presentación del programa moral cristiano.

En la banda de quienes recusan el tema de Dios, cabe citar tres corrientes negativas: el ateísmo más o menos clásico, el agnosticismo moderno y esa actitud que profesa el movimiento posmodernista, que considera como falta de sentido la pregunta sobre el tema de Dios. Esa atmósfera intelectual posmoderna, tan influyente en la calle, reasume las dos corrientes anteriores y hace innecesaria para ellos la profesión del primer artículo del Credo. A lo sumo, cuando no se le niega, se sostiene que basta con una creencia genérica en Dios, pero un Dios que no tiene influencia alguna en la vida del hombre.

Esas tres actitudes de un amplio sector de la cultura actual —ateísmo, agnosticismo e "indiferentismo"— son un reto para la moral de nuestro tiempo, pues la negación de Dios o al menos la creencia genérica en un Dios que no es el Dios exigente y Padre de la Biblia, aminora en gran manera el hecho moral.

El sacerdote ha de tener a la vista esta situación de ciertos sectores de nuestra cultura, puesto que trata de fundamentar las exigencias éticas a partir del mensaje moral del N. T. y se propone ofrecer los valores éticos del cristianismo a una sociedad pluralista, que, frecuentemente, rehuye incluso los comportamientos éticos que deberían ser comunes a todos los hombres.

Esta situación de "increencia" es la que provoca la crítica que, en ambientes amplios y muy diversos, se hace a los Documentos del Magisterio. El hecho se repite en España: no es raro que, cuando los obispos hacen juicios éticos acerca de ciertas actitudes sociales, bien sean en el ámbito de la moralidad pública o de la vida familiar, económica o política, se acuse a la Iglesia de que pretende elevar sus propias convicciones éticas a categoría de norma moral para toda la sociedad. En tales situaciones, se afirma que la Iglesia pretende volver nostálgicamente a un régimen de cristiandad, violentando las conciencias de los ciudadanos no creyentes.

Es evidente que estas condenas no tienen a su favor más que viejos prejuicios anticlericales. Pero, para evitar tales prejuicios, conviene formular los siguientes principios:

a) En toda sociedad democrática los diversos grupos sociales pueden y en ocasiones deben manifestar un juicio colectivo de las condiciones sociales en las que se desenvuelve la vida pública. En este sentido, no cabe negar a la Jerarquía de la Iglesia el deber de expresar sus juicios acerca de la vida política de su nación, puesto que es patrimonio común de cualquier otro grupo en la vida democrática de los pueblos. Por otra parte, la Iglesia Católica ha dado pruebas suficientes de que ni puede, ni quiere, ni debe imponer un código moral propio a quienes no profesan la fe que ella predica.

b) Como grupo religioso, la Iglesia debe ofertar a la sociedad sus enseñanzas éticas, por cuanto quiere contribuir a mejorar la vida de sus conciudadanos. Sin embargo, el cristianismo no se presenta como una oferta más, sino que, en virtud de la Revelación, está convencido de que el programa moral cristiano avala el bienestar social de los pueblos. Además, la Iglesia es consciente de que España es un pueblo en mayoría católica: todos los bautizados son sus fieles —sus súbditos—, por lo que se siente obligada a señalar la pauta de conducta que deben seguir conforme a los compromisos adquiridos en el bautismo.

c) Para los que no aceptan la Iglesia ni su programa moral, ¿en qué cabe fundamentar los deberes éticos que deben regir la vida social? ¿Cómo justifica la Iglesia Católica la necesidad de un comportamiento ético en una sociedad laica? En estas circunstancias y para estos ciudadanos es cierto que la Iglesia no puede imponer su programa ético, puesto que una parte de los ciudadanos rehusa las convicciones de la fe cristiana. Pero, aun es estos casos, la Iglesia, como todas las instituciones sociales, debe hacer una llamada a la moralidad pública y puede condenar ciertas situaciones inmorales a partir de las exigencias de lo que, de forma genérica, se denomina "principios de derecho natural". Pero, como se enseña en la Encíclica Centessimus annus, la Iglesia utiliza como método propio el respeto a la libertad (CA, 45—46).

d) Aun ante quienes pretendan negar la existencia de la ley natural y los principios éticos que de ella derivan, cabe argumentar a partir de los "Derechos Fundamentales del Hombre". En primer lugar, porque tales derechos han adquirido fuerza jurídica a través de los convenios que han firmado los diversos Estados, lo cual vincula la defensa y protección de los mismos. Además, se ha de argumentar que los derechos del hombre no son meras concesiones del Estado ni un simple reconocimiento por parte de la sociedad, sino que son derechos de la persona, derivados de su ser y de su dignidad, por lo que son anteriores a su reconocimiento jurídico. Pues bien, en virtud de la dignidad de la persona, la Iglesia puede demandar que se respeten tales derechos y puede denunciar aquellas situaciones sociales en las que son conculcados o no son defendidos jurídicamente.

De este modo, la Jerarquía de la Iglesia, al pronunciarse en la defensa pública de los derechos humanos, bien lo lleve a cabo sola o junto con otras instituciones laicas o religiosas, cumple el papel de ser a modo de conciencia crítica de la sociedad de su tiempo.

4. "Objeto" y "fin" de la virtud de la religión

La religión "es la virtud que da a Dios el culto debido" [Nota 27: 27. "Religio est quae Deo debitum cultum affert". S. Th., II-II, q. 8 1, a. 5.]. Como se ha consignado más arriba, para Santo Tomás la "religio" no es una virtud teologal. La razón está en que las virtudes teologales tienen por objeto directo a Dios, mientras que la "religión" tiene a Dios como fin. O dicho en lenguaje de escuela, el "objeto material" de la religión no es Dios, como lo es en las virtudes teologales, sino la glorificación de Dios por parte del hombre. Esta glorificación consiste formalmente en el culto que el hombre tributa a Dios.

Esta doctrina resume un punto fundamental de la enseñanza tomista sobre la naturaleza de las virtudes. El tema se lo propone Santo Tomás de modo expreso en esta quaestio: "Si la religión es virtud teologal". Y esta es la respuesta:

"Dos aspectos cabe distinguir en la religión: uno es el culto que ella ofrece a Dios, y esto le pertenece como materia y objeto. Otro es aquello a lo que se da culto, Dios en nuestro caso".

Pero en esto se da distinción entre las virtudes teologales y la religión, pues las teologales "llegan directamente a Dios", mientras que la religión sólo le da culto:

"Dios, destinatario del culto que le rendimos, no se alcanza por este acto al modo como se le alcanza en el acto de fe, pues creyendo en Dios llegamos a Él. Y así, rendir a Dios el culto debido es tan sólo hacer en honra suya ciertos actos que le dan honor".

Esa distinta relación con Dios es lo que diferencia la religión de las virtudes teologales. Pero, en lenguaje escolar, se diferencia por el objeto y el fin: "La virtud de la religión se habla de Dios no como materia y objeto, sino como fin". Esta es la conclusio del artículo:

"Por lo tanto, la religión no es virtud que tiene por objeto el último fin, sino moral, que versa sobre los medios" [Nota 28: 28. S. Th., II-II, q. 8 1, a. 5. Pero, según el Aquinate, el motivo propio de esta virtud es unificar los diversos actos que integran el culto debido a Dios como principio de todas las cosas, ibid., a. 1.].

En consecuencia, las virtudes teologales sitúan al hombre muy cerca de Dios, pues por ellas el hombre puede unirse estrechamente a Él. La religión, por el contrario, destaca la distancia y trascendencia de Dios, al cual el hombre puede acercarse tan sólo por el culto que le tributa. No obstante, como enseña el mismo Aquinate, la virtud de la religión puede imperar a las virtudes teologales para que den culto a Dios. Y, a este respecto, cita el siguiente texto de San Agustín: "A Dios se le da culto con la fe, esperanza y caridad" [Nota 29: 29. ibid., ad 1. Las discusiones actuales en torno a la relación de la virtud de la religión con las demás virtudes, cfr. D. TETTAMANZI, Religión, en AA. VV., DETM, 934—835.]. O, como escribe en otro lugar, "la religión es una protestación de fe, esperanza y caridad" [Nota 30: 30. "Religio est quaedam protestatio fidei, spei et caritatis". S. Th., II—II, q. 101, a. 3 ad 1.].

Finalmente, la virtud de la religión, si bien es inferior a las virtudes teologales, supera a todas las demás virtudes morales, puesto que, aunque éstas tienen razón de fin, sin embargo, entre las virtudes morales, es la religión la que más se acerca al fin, pues realiza todo lo que directa e inmediatamente "atañe al honor de Dios" [Nota 31: 31. Ibid., II—II, q. 81, a. 6. Cfr. M. SANCHEZ, o. c].

Este lugar destacado que corresponde a la virtud de la religión deriva de la importancia de la religión misma en la existencia de la persona. De aquí que, posiblemente, una forma de corregir la devaluación que sufre la religión en amplios sectores de nuestro tiempo, se puede corregir con la potenciación del culto. Como enseña el Vaticano II, la liturgia, aunque se dirija principalmente al culto a Dios, "contiene también una gran instrucción para el pueblo" (SC, 33). Y el Decreto Ad gentes enseña que el culto católico encierra una gran fuerza misionera [Nota 32: 32. Cfr. nn. 11 — 15.].

II. DEBERES DEL HOMBRE CON Dios

Según hemos consignado, Santo Tomás define a la religión como "la virtud que da a Dios el culto debido". Tal culto a Dios lo ofrece el hombre bien con actos internos o externos; ambos pertenecen a esta virtud:

"La inteligencia humana es llevada por las cosas sensibles hacia Dios, pues, como dice el Apóstol, "las cosas invisibles de Dios son conocidas mediante las criaturas". Por ello, en el culto divino son necesarios ciertos actos corporales que, a modo de signos, excitan el alma a actos espirituales que unen al hombre a Dios. Por lo tanto, la religión consta de actos interiores, que son los principales y propios de la religión, y de actos exteriores, que son secundarios y ordenados a los interiores" [Nota 33: 33. S. Th., II-II, q. 8 1, a. 7.].

La "moral teologal" destaca la inmensa grandeza que distingue a Dios frente al conjunto de los seres creados. De ahí que subraye la gloria que a Él se debe.

1. La gloria de Dios

La "moral teologal" destaca en primer lugar el deber del hombre de "dar gloria a Dios": con ello reconoce de modo explícito la "gloria" que distingue al ser mismo de Dios.

En la lengua hebrea, el término "gloria" —kabod— entraña la idea de "peso", en el sentido de "importancia" o "dignidad", por lo que quien goza de tal atributo debe ser reconocido y respetado. Por el contrario, en el pensamiento griego —del cual pasa a la reflexión occidental— la "Doxa" tiene un sentido de "fama", que puede ser o no ser reconocida.

Ese "peso" que acompaña a ciertas vidas tiene origen diverso. En ocasiones la "kabod", o sea, la "importancia" y "dignidad" son patrimonio de la persona por razones diversas. Estas son las más comunes:

a) Por su riqueza

Algunos son merecedores de "gloria" en virtud de sus posesiones. Así, por ejemplo, de Abraham se dice que era "muy glorioso" (kabod), pues poseía "ganado, plata y oro" (Gén 13, 1).

b) Por el poder y prestigio

Junto a la riqueza, también tiene "peso" (kabod) el que posee autoridad y renombre: es el caso de José en Egipto, el cual explica su situación social con este encargo que sus hermanos deben comunicar a su padre: "Notificad a mi padre toda mi autoridad (kabod) en Egipto" (Gén 45,13). Por el contrario, Job se lamenta así: "Dios... me ha despojado de mi gloria (kabod) y ha arrendado la corona de mi frente" (Job 19,9).

c) Atributo real

La "gloria" es patrimonio muy especial de los reyes. Así David "murió en buena vejez, lleno de días, de riqueza y gloria" (1 Cro 29,28) y el rey Salomón recibió de Yahveh "riquezas y gloria (kabod), como no tuvo nadie entre los reyes" (1 Rey 3,13; cfr. Mt 6, 29 "én páse tou dóxe").

Todos esos dones que engrandecen la "gloria" en los hombres tienen un cierto sentido ético, pues "riquezas", "poder" y "realeza" son gracias que tienen origen en Dios: son concesiones de Yahveh que el hombre debe agradecer y a las que tiene obligación de ser fiel. Por eso, en definitiva, la verdadera "gloria" se identifica con la fidelidad y la santidad. "La gloria se halla indisolublemente unida a la santidad: sólo puede ser entendida a partir de ésta" [Nota 34: 34. E. PAX, Gloria, en AA. VV., Conceptos fundamentales de la Teología. Ed. Cristiandad. Madrid 1966, 11, 167.].

d) La "gloria", atributo de Dios

Este amplio y rico significado del término "kabod" se aplica en pleno sentido a Dios: Yahveh posee la "gloria" en plenitud y a El debe darse y rendirse "todo honor y toda gloria". Además, el "kabod Yahveh", en la acepción de "santidad", adquiere la significación más genuina. Asimismo, la "santidad divina" es de tal magnitud que abarca dos ámbitos: el interior y la manifestación ad extra. Dios posee una riqueza profunda, incomunicable, pero, al mismo tiempo, esa santidad se manifiesta en la revelación.

"En virtud de su estructura intrínseca, el idioma hebreo permite expresar ambos aspectos con el término santidad. Sin embargo, en razón de la gran importancia del dinamismo divino para con el hombre, el hebreo ha hecho de la expresión "gloria de Dios" un término técnico especial que significa la manifestación exterior de la santidad de Yahveh" [Nota 35: 35. E. PAX, Ibid. ID., Ex Parmenide ad Septuaginta, "VerbDom" 38 (1960) 92—102.].

Es evidente que la "gloria de Dios", en sentido bíblico, no es algo añadido a la Persona de Yahveh, ni siquiera un atributo divino en sentido filosófico, sino que se identifica con el ser mismo de Dios. "Kabot Yahveh" es, en cierto sentido, un "nombre que designa su naturaleza": Dios es su misma gloria en cuanto se manifiesta y se revela a los hombres.

En efecto, el sintagma veterotestamentario Kabod Yahveh se traduce en la versión de los Setenta como "Doxa tou Zeoû" y significa al mismo Dios.

"La expresión 'gloria de Dios' designa a Dios mismo, en cuanto se revela en su majestad, su poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser. La gloria de Yahveh es, pues, epifánica" [Nota 36: 36. D. MOLLAT, Gloria, en AA. VV., Vocabulario de Teología Bíblica. Herder. Barcelona 1965, 314].

Esta identificación de "gloria" y "persona" en ningún otro texto se hace sentir tan plásticamente como en la minuciosa narración del siguiente diálogo de Moisés con Dios:

"Dijo Moisés": Déjame ver, por favor tu gloria. El le contestó": Yo haré pasar ante tu vista mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh. Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo. Luego dijo Yahveh: ' "Mira, hay un lugar junto a mí, tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero ver mi rostro no se puede" (Ex 33,18—23).

La identificación de la "gloria" con el mismo ser personal de Dios explica la exigencia de exclusividad con que se presenta: Dios es celoso de su gloria (Ex 20,5), y por eso "su gloria no la cede a ningún otro" (Is 42,8) ni "la compartirá con nadie" (Is 48,1 l).

e) La manifestación de la gloria de Dios

Es patente el carácter de hierofanía en que se ofrecen los textos bíblicos que nos manifiestan la "gloria de Yahveh". Kabod es la manifestación deslumbrante de Dios. Así, por ejemplo, se aparece al pueblo en forma de nube: "Aún estaba hablando Aarón a toda la comunidad de los israelitas, cuando ellos miraron hacia el desierto, y he aquí que la gloria de Yahveh se apareció en forma de nube" (Ex 16, 10). En otra ocasión, "la gloria de Yhaveh se apareció a los israelitas en la Tienda del Encuentro" (Num 14,10). Al final, el "kabod Yahveh" lo llena todo, según enseñan los Libros sapienciales: "La gloria de Dios llena toda su obra" (Eccl 42,16). A continuación, el Eclesiastés dedica diez capítulos a ensalzar las manifestaciones de la gloria de Dios en la naturaleza (Eccl 42,15—43,1—33) y en la historia de Israel (Eccl 44—51).

En ocasiones la "gloria de Dios" se expresa en hierofanías para revelar sus proyectos. Así se aparece a Moisés bajo la nube en el monte: "Y subió Moisés al monte. La nube cubrió el monte. La gloria de Yahveh descansó sobre el monte y la nube lo cubrió por seis días" (Ex 24,15—16). En el séptimo día, Yahveh habló a Moisés y ratificó su alianza. Los israelitas reconocen que "Yahveh, nuestro Dios nos ha mostrado su gloria y su grandeza y hemos oído su voz en medio del fuego. Hemos visto en ese día que Dios puede hablar al hombre y seguir éste con vida" (Dt 5, 24).

También, bajo el signo de la nube, Yahveh se manifiesta en el templo: "Al salir los sacerdotes del Santo, la nube llenó la Casa de Yahveh. Y los sacerdotes no pudieron continuar en el servicio a causa de la nube, porque la gloria de Yahveh llenaba la Casa de Yahveh" (1 Rey 8, 10—11).

Cuando la gloria de Dios se manifiesta, bien a los hombres o en algún lugar, se presenta con un brillo esplendente. Así relumbra el rostro de Moisés (Ex 34,29—35) y la ciudad de Jerusalén ilumina y resplandece cuando "la gloria de Yahveh ha amanecido sobre ti" (Is 60, 13). En general, la creación entera es manifestación de la gloria de Dios: "En la magnificencia divina que se manifiesta en la creación se revela la esencia y la obra de Dios, lo cual llena los cielos y la tierra" [Nota 37: 37. H. KITTEL, Doxa, en IWNT, II, 247.].

f) La gloria de Dios se manifiesta en los hombres

Después de su Persona, la gloria de Yahveh se comunica a los hombres, de modo especial a los que pertenecen al pueblo, o sea, "a todos los que me llamen por mi nombre, a los que para mi gloria creé, plasmé e hice" (Is 43,7). Pero "su gloria" se manifiesta de modo eminente en su pueblo: "en él se contendrá su gloria" (Zac 2,9).

En esta explosión de la "gloria de Dios" se dan, pues, a modo de círculos concéntricos: parte de su ser y se extiende a toda la creación, si bien su "Kabod" se condensa en grados distintos. Como escribe Spicq, "la gloria evoca el valor inestimable y supremo y la densidad que corresponde a la gloriosa riqueza del misterio revelado" [Nota 38: 38. C. SPICQ, Teología Moral del Nuevo Testamento, o. c., 1, 123.], lo cual se dio de modo acabado en la encarnación del Hijo de Dios. De aquí que el N. T. mencione la "gloria de Cristo".

g) La "gloria de Dios" y la "gloria de Cristo"

La "gloria de Dios" se manifiesta de modo eminente en la Persona de Jesús, que es "la irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia" (Hebr 1,3). La doctrina en torno a la "gloria de Dios" en el N. T. es muy rica. El término se encuentra 165 veces en los distintos escritos. Sólo en San Pablo se menciona en 84 textos.

Según San Juan, la encarnación es la manifestación más densa y potente de la gloria de Dios: "Y el Verbo se hizo carne y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Este texto aúna la teología del A. T. con la del Nuevo: al modo como la "gloria de Dios" se manifestó en la nube, en el fuego o en el tabernáculo de la alianza y aun a los hombres, ahora, en la plenitud de los tiempos, el "kabod Yahveh" se manifiesta de un modo corporal en su Hijo Encamado, que "ha puesto su tienda entre nosotros" (Jn 1,14), en claro parangón con la presencia de Dios encima del santuario (Ex 40,34; 1 Re 8,10—21) [Nota 39: 39. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según San Juan. Herder. Barcelona 1980, 1, 285—288.]. Y, al modo como el templo "estaba consagrado por su gloria" (Ex 39,43), Jesús es el Xristós, el verdadero consagrado por el Padre (Hech 3, 18; 4,27). Ya en profecía, Isaías "vio su gloria y habló de El" (Jn 11,4). Más tarde, en el Tabor, algunos discípulos "vieron su gloria" (Lc 9,32), aquella "gloria" que tuvo ante el Padre "antes que el mundo existiese" (Jn 17,5).

A partir de este primer dato, la vida entera de Jesús será manifestar, defender y exaltar la "gloria de Dios". Esta es la consigna del canto de los ángeles en el día de su nacimiento: "Gloria a Dios en las alturas. " (Lc 2,14). Y su misión no "es demandar su propia gloria" (Jn 8,50), sino "buscar la gloria del que le ha enviado" (Jn 7,18).

Es San Juan evangelista el que asume la enseñanza de Jesucristo en torno a la "gloria" de Jesús [Nota 40: 40. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio de San Juan, o. c., 1, 376—380; 11, 495—499.]. Así, por ejemplo, la vida pública se abre con el milagro de Caná, donde Jesús "manifestó su gloria" (Jn 2,11). A Marta le promete que, si cree "verá la gloria de Dios" (Jn 11,40). Al final, Jesús pide al Padre: "glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese" (Jn 17,5). Esta gloria ha de ser vista por los discípulos (Jn 17,24) [Nota 41: 41. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio de San Juan, o. c., III, 242—244.]. Al final, Cristo será glorificado, por eso "toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre" (Fil 2, 11). En el Cielo se sentará "en el trono de gloria" (Mt 25,31). Y, al final de los tiempos, "el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad" (Mt 24,30; cfr. Mc 8,38). Evidentemente, "el poder y la gloria" de Cristo se manifiestan de modo patente en la escatología: la Parusía expresa la magnitud y el poder de su gloria (Tit 2,13). Por eso, junto con Dios Padre, recibirá "la gloria por los siglos de los siglos. Amen" (1 Cor 16,27).

Los demás escritos del N. T. cantan y ensalzan la gloria de Cristo: Jesús es el Señor de la gloria" (2 Cor 2,8), pues es "la irradiación de la gloria del Padre y la impronta de su sustancia" (Heb 1,3). Su mensaje es "el Evangelio de la gloria de Cristo. que es la imagen de Dios" (2 Cor 4,4).

Consecuencias morales

La realidad de la "gloria de Dios" comporta, al menos, dos exigencias éticas, ambas de rico contenido moral:

a) Su aceptación y alabanza por parte del hombre. Este reconocimiento se lleva a cabo por medio del culto: todo el culto es una alabanza continua a Dios, que se expresa en múltiples fórmulas. La Iglesia asume en diversas circunstancias el reconocimiento laudatorio de la "gloria de Dios" con estas palabras de Isaías, que recogen la alabanza de los "serafines" ante "el Señor sentado en un trono excelso y elevado": "Santo, Santo, Santo, Yahveh Sebaot: llena está la tierra de tu gloria" (Is 6,1—3). Incluso, si el hombre lleva una conducta éticamente correcta, es con el fin de que los demás "vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16).

También los fieles, aun fuera del culto, expresaron a lo largo de la historia de la Iglesia jaculatorias de alabanza a la gloria de Dios. Fórmulas como "bendito sea Dios", "alabado sea Dios" o "gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", etc. están cargadas de sentido de adoración. Lo mismo cabe decir de los signos de culto, entre los que sobresale la genuflexión. Es evidente que el hombre moderno ha perdido en buena medida el sentido de la adoración. Esta actitud ha de considerarse como un pérdida del sentido de la grandeza de Dios, que debe recuperarse.

b) El hombre no puede apropiarse fraudulentamente la gloria que le es debida a Dios. La "gloria humana" es uno de los pecados que, de modo más directo, ofenden a la dignidad divina. No es, pues, extraño que la soberbia, que se define por el engreimiento del Yo, sea uno de los mayores obstáculos para la iniciación, el mantenimiento y el crecimiento en la fe (Jn 5,44; 12,43) y, por consiguiente, para aceptar la teonomía en su conducta.

Más grave aún es el caso en que el hombre, por honores humanos, reniegue aceptar a Dios. Esta es la tentación a que somete el Demonio a Jesús en el desierto, al que promete "todos los reinos del mundo y la gloria de ellos". A esta tentación responde Jesús con las palabras del Dt 6,13: "Al Señor tu Dios adorarás y a El solo darás culto" (Mt 4, 10).

En la vida concreta, el creyente debe hacer suya la actitud que Cristo asumió: "Yo no busco mi gloria... sino la gloria del que me ha enviado" (Jn 7,16—18). Reconocer, pues, la grandeza de la "gloria de Dios", aceptarla y "glorificar" a Dios en su poder y santidad, es una de las primeras y más graves obligaciones morales del hombre. Estos imperativos se concretan en ofrecer el culto debido a Dios.

2. El culto a Dios

La grandeza de la "gloria de Dios" debe ser reconocida y venerada por el hombre. Las diversas manifestaciones de la "Kabod Yahveh" en el A. T. fueron siempre seguidas de signos de respeto y de veneración religiosa, pues tal "gloria", como se ha dicho, representa su persona, su gran poder y santidad. El culto cristiano reconoce ambas realidades [Nota 42: 42. Sobre la necesidad y naturaleza del culto en cualquier religión, cfr. B. WELTE, Filosofía de la Religión. Herder. Barcelona 1982, 191—251.].

a) El culto a Yahveh en el Antiguo Testamento

De hecho, en el A. T., Dios, al revelar su "gloria", demandaba que fuese reconocida y adorada. En los cánticos del Siervo de Yahveh, después de que Dios solicitase la exclusividad de su gloria, entonan el himno de victoria que realza la grandeza de tal gloria: "Yo, Yahveh, ése es mi nombre, mi gloria a otro no cedo, ni mi prez a los ídolos...". Y se inicia el himno con esta alabanza: "Cantad a Yahveh un cántico nuevo desde los confines de la tierra. Que le canten el mar y cuanto contiene, las islas y los habitantes. Den gloria a Yahveh, su loor en las islas publiquen..." (Is 42,8—12).

Los Salmos abundan en estrofas de alabanza a la gloria de Yahveh: "¡Álzate, oh Dios, sobre los cielos, sobre toda la tierra tu gloria" (Ps. 57,6. 12). Y el Salmo 145 convoca a la historia de Israel para que ensalce el poder de Dios con el fin de que todos los hombres canten sus maravillas: "Te darán gracias, Yahveh, todas tus obras y tus amigos te bendecirán; dirán la gloria de su reino, de tus proezas hablarán" (Ps 145,10—12).

La expresión "dar gloria" equivale a "reconocerla", o sea, dar culto a la gloria, como significativo de la Persona de Yahveh. Es el mandato de Jeremías: "Dad gloria a vuestro Dios Yahveh" (Jer 13, 16). Y Malaquías pone en boca de Yahveh este precepto: "Y ahora, os doy a vosotros, sacerdotes, esta orden: "Si no escucháis ni tomáis a pecho dar gloria a mi Nombre, dice Yahveh Sebaot, yo lanzaré sobre vosotros la maldición" (Mal 2,2). De aquí el culto en el santuario, donde se manifiesta su gloria (Ex 40, 34—35). Por ello "rendían culto a Yahveh en el día en que la Nube se paraba sobre la morada" (Núm 9, 15—23). Y, en el lugar en que se aparece la Nube, es el elegido por Salomón para levantar el templo y dar allí culto a la gloria de Dios (1 Re 8, 10—51).

Además de estos actos de culto, el A. T., desde el inicio, menciona numerosas acciones cultuales espontáneas y ritos institucionalizados. Así, por ejemplo, Caín y Abel ofrecen sacrificios a Dios (Gén 4,3—5) y, después del diluvio, Noé "levantó un altar. y ofreció holocaustos en el altar" (Gén 8,20). Más tarde, los Patriarcas ofrecen de continuo sacrificios a Yahveh, que expresan con la fórmula "levantar un altar" y "ofrecer sacrificios" (Gén 12,7—8; 13,18, etc. ). Dios mismo pide a Abraham el sacrificio de su hijo (Gén 22,2). Constituido el pueblo, los ritos se institucionalizan (Ex 25—31; 35—40; Lev 17; 17—20; Dt 16—18, etc. ) y se inicia el calendario de fiestas y celebraciones: la Pascua (Núm 9,14), la Fiesta de los tabernáculos (Dt 16,1—17), etc. Desde el comienzo, Dios recrimina las desviaciones en el culto (Dt 17,1—7) y las condenas de los Profetas se dirigen frecuentemente a las irregularidades en el culto a Yahveh (Is 1,11—14; 58,1—15; Jer 7,21; Am 5,21—24; Os 6,6; Mal 1,614, etc. ). El Deuteronomio señala con precisión cómo Israel se convierte en una sociedad esencialmente religiosa [Nota 43: 43. U. RÜTERSWÜRDEN, Von der politischen Gemeinschaft zur Gemeinde. Studien zu Dt 16,18—12,22. KathTheolFak. Bonn 1987, 167 pp.].

Además los Profetas anuncian para el futuro un culto más perfecto y universal, en el que participarán todas las naciones (Is 58, 8—12; Ez 37, 26—28, etc.). Malaquías expone una visión de cambios rituales en clara profecía del culto nuevo que inaugurará el Mesías (Mal 3,1—5) [Nota 44: 44. Ch. DOHMEN, Das Bildverbot. Seine Entstehung und seine Entwicklung im Alten Testament. KathTheolFak. Bonn 1987, 322 pp.].

b) El culto en el Nuevo Testamento

Es en el N. T. donde el culto adquiere el verdadero sentido. También la "gloria" de la que goza Cristo demanda que se le dé culto:

"Digno es el Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria (dóxa) y la bendición. Y todas las criaturas que existen. y todo lo que hay en ellos oí que decían: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor la gloria (dóxa) y el imperio por los siglos de lo siglos. Y los ancianos cayeron en hinojos y adoraron" (Apoc 5,12—14).

Es preciso hacer notar cómo diversos textos que en el A. T. refieren el culto a Dios, en el N. T. se aplican a Cristo. Así, por ejemplo, la denominación a Jesús como "Señor de la gloria", que era patrimonio de Yahveh (1 Cor 2,8). Asimismo, cuando se le aplica el término "Zeós": "... en la manifestación del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús" (Tit 2,13). También el consejo de San Pedro a los ministros para que ejerzan el encargo de tal modo que "en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, cuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (1 Ped 4,11) o el texto arriba transcrito del Apocalipsis (Apoc 5,12—14), etc.

En este apartado es preciso al menos hacer mención de las múltiples doxologías que el N. T. refiere a Dios por medio de la Persona de Jesucristo. Por ejemplo, la que finaliza la carta a los Romanos: "Al Dios solo sabio, sea por Jesucristo la gloria por los siglos de los siglos" (Rom 16,27; cfr. Hebr 13, 15). A este respecto, sobresalen algunas doxologías que se encuentran en el Apocalipsis: "Y cantaban el cántico del Cordero, diciendo: Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones. ¿Quién no te temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán delante de ti" (Apoc 15, 3—4).

En el N. T. abundan también los textos en los que se enseña que Cristo mismo inaugura un nuevo culto. La tesis de la Carta a los Hebreos es clara a este respecto: Cristo es templo, sacerdote y víctima. Su sacerdocio es superior al levítico (Heb 5,11; 7, 1—28); su muerte es el gran sacrificio que se ofrece al Padre "una vez y para siempre" (Heb 10, 11—31 et passim) y Él es "un santuario mejor y más perfecto" (Hebr 9, 11. 24; cfr. Jn 2, 19—2 l). De aquí que su sangre selle "la nueva alianza" (Lc 22, 20; Mt 26, 28; Mc 14,24).

"En consecuencia, enseña el Concilio Vaticano II, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (SC, 7).

c) El culto a Dios y a los Santos

La excelencia del honor de Dios fundamenta el culto, que es lo que, en rigor, hace que la "religión" sea una virtud distinta de las demás, tal como argumenta Tomás de Aquino:

"Como la virtud tiene por objeto el bien, donde haya una razón especial de bien habrá una virtud especial. El bien a que lleva la religión es exhibir a Dios el honor que se le debe. Pero la excelencia de una persona es lo que funda el honor. Y como en Dios hay una excelencia singular, por ser infinitamente trascendente en todos los órdenes, a El se le debe el honor especialísimo. Por tanto la religión es una virtud especial" [Nota 45: 45. S. Th., II-II q. 8 1, a. 4.].

Ello mismo explica que el "dar culto a Dios" se catalogue como obligación en justicia. Por eso el Angélico afirma que la "religión es parte de la justicia" [Nota 46: 46. S. Th., II-II: q. 8 1, a. 4 sed contra.], si bien nunca daremos a Dios todo el culto que le corresponde:

"La religión no es virtud teologal ni intelectual, sino moral, ya que es parte de la justicia. El medio en ella no es la igualdad entre pasiones, sino la gratitud de los actos con que rendimos culto a Dios. No es, por tanto, un medio absoluto, ya que a Dios nunca le corresponderemos como debemos, sino de un modo relativo a nuestra capacidad y a la complacencia de Dios" [Nota 47: 47. S. Th., II-II ,q. 81, a. 5 ad 3.].

En concreto, el culto se debe en exclusiva a Dios, al cual corresponde la máxima gloria, y también a Cristo que participa de la gloria del Padre. Como Persona Trinitaria, al Verbo se le da el mismo culto que al Padre. A la Humanidad de Jesucristo se le tributa asimismo culto, por cuanto está unida hipostáticamente a la divinidad. Este culto, en lenguaje de escuela, se denomina culto de latría (latreía, adoratio, cultus latriae: culto de adoración). La respuesta a la "gloria" de Dios es la "adoración" por parte del hombre.

— Veneración a los santos. Los santos, como criaturas humanas, no son objeto de adoración. Pero como seres glorificados les corresponde una veneración especial. Ciertamente no se les da culto de latría, pero tampoco simple culto relativo, como se da a las imágenes o a la cruz. El culto de dulía es una cualificada veneración en señal de reconocimiento a sus méritos que ya han recibido el premio. Se les venera por respeto a su dignidad, como recuerdo a esa especial "gracia" a que han sido hechos acreedores y como agradecimiento a la santidad que han alcanzado, siguiendo el mandamiento de Cristo de "sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Dios queda como exaltado con esa veneración a sus santos, tal como canta el Salmo: "Admirable es Dios en sus santos" (Ps 67, 36). Esta veneración se denomina culto de dulía.

La Iglesia ha recomendado vivamente el culto a los santos, que se inicia ya en los primeros tiempos con ocasión del ejemplo admirable de los mártires. Además el culto a los santos es expresión de esa unión admirable que define a la Iglesia como comunión de todos los fieles en Cristo. Como enseña el Vaticano II:

"No sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna. Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios" (LG, 50).

Además el culto a los santos constituye un estímulo de imitación para los creyentes, de aquí la veneración de sus imágenes, el respeto a las reliquias y la celebración de sus fiestas [Nota 48: 48. AA. VV., Redescubrir el culto a los santos. Cuad. Phase. Past Litur. Barcelona 1992, 76 pp. P. L. CARLE, Le culte des Saintes Images dans la liturgie de la Nouvelle Aliance, "Divinitas" 38 (1994) 274—297—. 39 (1995) 3—24.]. Pero éstas, en ningún caso, deben prevalecer sobre la celebración de los grandes misterios de la fe. Así lo determina la Constitución Sacrosanctum Concilium:

"De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles. Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre los misterios de la salvación, déjese la celebración de muchas de ellas a las Iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerdan a santos de importancia realmente universal" (SC, 111).

De acuerdo con una tradición que se remonta a los primeros tiempos, la Iglesia enseña que los glorificados pueden interceder por los hombres, por lo que nos recomendamos a su ayuda:

"Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor (cf. 2 Cor 5, 8); por El, con El y en El no cesan de interceder por nosotros ante el Padre; presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres Cristo Jesús (1 Tim 2, 5), los méritos que en la tierra alcanzaron; sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que falta a las tribulaciones de Cristo (Cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad. La Iglesia... profesó siempre una peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión" (LG, 49 —50).

— El culto a la Virgen. La Santísima Virgen María es digna de una veneración especial, por cuanto, en razón de su misión, ha sido madre de Dios, concebida sin pecado y ha sido ascendida en cuerpo y alma al cielo. Esta cualificada veneración a María, inferior de la ofrecida a Dios y superior a la veneración debida a los santos, se denomina culto de hiperdulía. El término "hiper" sitúa a esta veneración en un grado superior, pero sin variar la naturaleza de tal culto.

La veneración a la Virgen María está unida a su poder de intercesión en favor de los hombres. El Vaticano II destaca la función "mediadora" de la Virgen y concluye:

"Por su amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso la Bienaventurada Virgen María en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador" (LG, 63).

Esta doctrina se convierte en norma en el C. J. C:

"Con el fin de promover la santificación del pueblo de Dios, la Iglesia recomienda a la peculiar y filial veneración de los fieles la Bienaventurada siempre Virgen María, Madre de Dios, a quien Cristo constituyó Madre de todos los hombres, asimismo promueve el culto verdadero y auténtico de los demás Santos, con cuyo ejemplo se edifican los fieles y con cuya intercesión son protegidos" (c. 1186).

Estas enseñanzas y determinaciones jurídicas se recogen en el Catecismo de la Iglesia Católica. Con ello la Iglesia persigue avivar la devoción de todos los católicos a la Santísima Virgen. Ese culto es el cumplimiento de la determinación del Altísimo que enuncia María: "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas" (Le 1, 48—49). En efecto, el culto a la Virgen responde a su peculiar dignidad de Madre de Dios y a su consentimiento, mediante el cual se asocia a la historia de la salvación. Por ello, el culto a la Virgen es "un elemento intrínseco del culto cristiano". No obstante, a pesar de que se trata de "un culto peculiar", se distingue esencialmente del culto de adoración que se da al Verbo Encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo" [Nota 49: CatIglCat, 971] .

— Los fieles difuntos. También la Iglesia recomienda la oración por los muertos con el fin de ayudarles con nuestras oraciones. El C. J. C. recomienda "aplicar la Misa por los difuntos" (c. 901). Igualmente admite que "todo fiel puede lucrar para los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como totales" (c. 994).

La razón teológica es el concepto de Iglesia entendida como comunión. Esa especial unión de los creyentes en Cristo avala a los cristianos la convicción universal de que entre los vivos y difuntos existe un especial vínculo de unión. Como enseña el Concilio Vaticano II:

"La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos, porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2 Mach 12, 46)" (LG, 50).

Esta enseñanza del A. T. fue asumida desde el comienzo por los cristianos. La Iglesia se mantiene firme en esta creencia, pero pide que se elimine del culto a los muertos aquellas representaciones y prácticas que desdicen de la creencia cristiana en el Purgatorio. Incluso el verbo usado por el Vaticano II, "purificar" quiere indicar que se trata de una "purificación" con el fin de que las almas adquieren su propio ser, más que "purgar" con padecimientos físicos sus pecados [Nota 50: 50. C. POZO, Teología del más allá. BAC. Madrid 1981, 531—533. J. L. RUIZ de la PEÑA, La otra dimensión. Sal Terrae. Santander 1975, 338, 340. Si bien la doctrina no es muy explícita en los primeros documentos, sin embargo la práctica se conoce desde la primera época, cfr. A. FERNÁNDEZ, Escatología del siglo II. Ed. Aldecoa. Burgos 1979,458—462.].

La existencia del Purgatorio es la síntesis de tres verdades: la grandeza del espíritu del hombre, participación en el ser de Dios; la gravedad del pecado que deteriora la vida del ser espiritual y la sublimidad de la contemplación de Dios que demanda una vida del espíritu plena, ajena a toda culpa personal.

El pedir por los difuntos es una consecuencia muy concreta de la solidaridad cristiana que brota de la caridad. Es la ayuda que, por el amor redentor de Cristo, podemos ofrecer a quienes están necesitados de un amor que los purifique de sus insuficiencias en el paso de su caminar terreno.

3. Culto privado y culto público

El culto a Dios puede ser privado, cuando lo practica un individuo o un grupo, pero sin manifestaciones sociales y externas, que, en este caso —principalmente, si está dirigido por la Jerarquía—, se denomina culto público. A su vez, el culto privado puede ser interior, si se lleva a cabo en el ámbito de la conciencia y exterior cuando se practica con actos y signos externos.

Es doctrina constante de la tradición religiosa que el hombre puede dar culto a Dios en la intimidad de la propia vida o con prácticas públicas. Al culto privado pertenecen, a su vez, algunas manifestaciones externas, que responden a la estructura corporal del hombre. Tomas de Aquino lo expresa en estos términos:

"En el culto divino son necesarios ciertos actos corporales que, a modo de signos, excitan el alma a actos espirituales que unen el hombre a Dios. Por lo tanto, la religión consta de actos internos que son los principales y propios de la religión, y de actos externos, que son secundarios y ordenados a los interiores" [Nota 51: 51. S. Th., II-II, q. 8 1, a. 7.].

Esta observación del Aquinate está de acuerdo con la más elemental psicología. En consecuencia, el sacerdote ha de ayudar a los fieles a que aprendan a dar culto a Dios con la oración silenciosa que mueve el pensamiento y los afectos. Pero, al mismo tiempo, ha de educar al pueblo de forma que esa piedad interior se manifieste en signos que materialicen y completen la oración interior. De aquí la importancia de los signos externos tradicionales en el culto cristiano: la señal de la cruz, la inclinación de cabeza, la genuflexión, etc.

El derecho a expresiones de culto público es una convicción que se fundamenta en razones antropológicas, puesto que responden al carácter social de la persona. Por este motivo, la teología y el derecho han defendido el culto privado y público.

El Decreto sobre libertad religiosa del Vaticano II, Dignitatis humanae enseña que los Estados deben garantizar la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos y de los diversos grupos religiosos, de forma que "tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales... no se les impida que actúen conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos" (DH, 2).

La libertad religiosa no sólo ampara la libertad del individuo, sino también el derecho de los grupos sociales: "La misma naturaleza social del hombre exige que el hombre manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese la religión de forma comunitaria" (DH, 3). El Decreto pide que este derecho debe "ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad" (DH, 2).

Y, en efecto, tal derecho está recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU:

"Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia" (a. 18).

La Constitución Española formula así este derecho:

"Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley" (a. 16).

El reconocimiento del derecho al culto religioso social y público es lo que permite que incluso las "autoridades civiles puedan recibir los honores debidos, con tal de que no haya "acepción alguna de personas o de clases sociales" (SC, 32). De este modo se garantiza que la sociedad como tal y el pueblo con sus autoridades puedan dar culto público a Dios.

Ante las situación de no pocos pueblos a los que en la actualidad todavía se les niega la libertad de religión, Juan Pablo II ha afirmado reiteradamente que todos los demás derechos personales suponen el derecho de libertad de culto [Nota 52: 52. Por ejemplo, en el discurso a las confesiones cristianas en España 3—XI—1982. Juan Pablo II la reclamó como verdad que ha de ser enseñada en la escuela, cfr. Discurso en Granada 5—XI— 1982, 5. Cfr. Carta a los jefes de Estado (1 —IX— 1980); Mensaje para las Jornadas Mundiales de la Paz (I—XII—1980). Y más recientemente en Encíclica Centesimus annus, 8].

4. El culto verdadero y las supersticiones

Junto al culto auténtico, la historia del cristianismo cuenta también con las supersticiones e incluso con el riesgo de la idolatría. Ya San Juan concluye su primera Carta con esta advertencia: "Hijitos, guardaos de los ídolos" (1 Jn 5, 21). Esta advertencia mantiene su valor, dado que las supersticiones son un riesgo continuo para el verdadero culto.

Como consignamos más arriba, Santo Tomás define la religión como "la virtud que da a Dios el culto debido" [Nota 53: 53. S. Th., II-II, q. 81, a. 5.]. Ahora bien, en ocasiones se pretende adorarle con un culto indebido, por cuanto o bien se desvirtúa el verdadero concepto de Dios o se hace uso de ciertos "medios", que son por naturaleza inapropiados para honrar a Dios.

La superstición desvincula los elementos que integran el verdadero culto, pero, sobre todo, desvirtúa su fin propio y específico. Según Santo Tomás, "el fin propio del culto divino es dar gloria a Dios y someterle enteramente cuerpo y alma" [Nota 54: 54. "Finis autem divini cultus est ut homo Deo det gloriam, et ei se subiiciat mente et corpore". S. Th., II—II, q. 93, a. 2.].

En consecuencia, siempre que no se cumpla ese doble fin, los actos dirigidos a Dios dejan de ser cultuales y se acercan a la superstición.

No siempre es fácil determinar esa distinción entre culto verdadero y el simulacro supersticioso. Tomás de Aquino señala un triple criterio. Se trata de superstición:

—"Si las cosas que se hacen no se ordenan de suyo a la gloria de Dios";

—"Si no elevan nuestra mente a Él, ni sirven para moderar los apetitos de la carne";

—"Si van contra las instituciones de Dios y de la Iglesia o se oponen a las costumbres universalmente reconocidas".

En tales casos, concluye el Aquinate:

"Estos actos se han de considerar como superfluos y supersticiosos, ya que, quedando solamente en lo externo, no penetran hasta el culto interior de Dios. De ahí que San Agustín alegue aquel texto de San Lucas: "EL Reino de Dios está dentro de vosotros", contra los 'supersticiosos', es decir, contra los que dan más importancia en el culto a las cosas exteriores que a las interiores" [Nota 55: 55. Ibídem.].

La superstición en el culto ha de ser vencida con la ilustración y la fe. Es lógico que quienes viven la fe elijan como actos de culto aquellas obras que honran a Dios y ayudan al que las ofrece a someterse a la grandeza y al amor divinos. Para quienes actúan así, no cuentan más motivaciones para dar culto a Dios que buscar su gloria y someterse voluntariamente a su servicio. Por el contrario, la superstición busca otros elementos de eficacia ajenos a los que proceden de Dios. La fe no puede atribuir influjo bueno a ninguna causa ajena a Dios y sus Santos en la intervención de la vida humana.

A evitar la superstición contribuye también la formación religiosa y humana. Es ridículo pensar que lo que es motivo de superstición en un lugar no se le considere en otro. En todo caso, las supersticiones no toleran una crítica seria racional. Por eso se originan ordinariamente en el fluctuante mundo de los sentimientos. El remedio es, pues, encaminar el mundo religioso del ámbito de la vida afectivo—sentimental a zonas más razonales de la existencia humana.

Con frecuencia, el culto se adultera con elementos supersticiosos en relación con las imágenes, tanto en su "trato" como en las gracias que de ellas se esperan y los poderes que se les atribuye. La veneración de las imágenes puede ser un elemento útil para el culto cristiano cuando se cumplen las condiciones que ya en su tiempo enumeraba Tomás de Aquino:

"A las imágenes no se les exhibe el culto de religión por ser cosas materiales, sino como representaciones que nos llevan a Dios encamado. Pues el conocimiento de una imagen en cuanto tal no acaba en ella, sino en lo que representa. Por esto, al ofrecer un culto religioso a las diversas imágenes de Cristo, no se diversifica el acto de latría ni la virtud de la religión" [Nota 56: 56. S. Th., II-II, q. 8 1, a. 3 ad 3.].

Lo mismo cabe referir de las imágenes a María y a los Santos. Con el fin de evitar algunos excesos, el C. J. C. prescribe:

"Debe conservarse firmemente el uso de exponer a la veneración de los fieles imágenes sagradas en las Iglesias, pero ha de hacerse en número moderado y guardando el orden debido, para que no provoquen extrañeza en el pueblo cristiano ni den lugar a una devoción desviada" (c. 1188).

5. La religiosidad popular

Las manifestaciones de culto son muy variadas. Es evidente que el más elevado es el culto litúrgico que el Concilio Vaticano II señala como "obra de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia", por lo que es la "acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (SC, 7).

Como en la liturgia "se ejerce la obra de nuestra redención" (SC, 2) y en ella se actualiza la presencia de Cristo, la acción cultual litúrgico se lleva a cabo en aquellos momentos en los que, de un modo más denso, Cristo se hace presente en la acción litúrgico de la Iglesia. A este respecto, la Constitución Sacrosanctum Concilium enseña:

(Cristo) "está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la presencia del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)" (SC, 7).

Cabe, pues, hacer una graduación de "modos de presencia" de Cristo, que, a su vez, marcan la importancia concerniente respecto del culto católico. El primer lugar lo ocupa la celebración eucarística, que en diversos textos, el Vaticano II denomina "fuente y cumbre de la evangelización" (cfr. LG, 11; PO, 5 —6; AdG, 9), pues "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia". Le sigue la celebración de los Sacramentos, "ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios" (SC, 59). Le siguen las "celebraciones de la palabra", dado que "Cristo está presente en su palabra". Finalmente, tiene una especial densidad cultual las reuniones de los creyentes en oración, pues cumplen las palabras de Jesús que nos transmite San Mateo (Mt 18,20).

Ahora bien, a pesar de la importancia de la liturgia, "que es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (SC, 10), el culto católico no se agota en la acción litúrgica: "La participación en la acción litúrgico no abarca toda la vida espiritual" (SC, 12). El Concilio encomia la oración en privado, y otros "ejercicios piadosos del pueblo cristiano, con tal que sean conformes a las leyes y a las normas de la Iglesia". Asimismo, alaba "las prácticas de las Iglesias particulares... a tenor de las costumbres o de los libros legítimamente aprobados" (SC, 13). En relación con el canto, el Concilio encomia los cantos populares, propios de cada cultura (SC, 119).

Reformada la Liturgia tras el Vaticano II, y valorada su importancia por parte del pueblo, los Documentos Pontificios posteriores tratan de recuperar la llamada "religiosidad popular", que, separada de la liturgia, puede desvirtuarse, y, unida a ella, la enriquece.

La Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi quiso rescatar esa piedad popular:

"Tanto en las regiones donde la Iglesia está establecida desde hace siglos, como en aquellas donde se está implantando, se descubren en el pueblo expresiones particulares de búsqueda de Dios y de la fe. Consideradas durante largo tiempo como menos puras, y a veces despreciadas, estas expresiones constituyen hoy el objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado" (EN, 48).

Pablo VI señala sus límites e incluso sus riesgos, puesto que la religiosidad popular "está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones". Además pueden quedarse en simples "manifestaciones culturales", sin alcanzar la "verdadera adhesión a la fe". Más aún, tal religiosidad "puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunidad eclesial".

Pero, frente a estos riesgos, el Papa anima a que se recuperen y vitalicen los auténticos valores que encierra, puesto que la piedad popular "refleja una sed de Dios que solamente los pobres y los sencillos pueden conocer". Además, responde a "un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante". Al mismo tiempo, se constata que esa religiosidad popular logra educar internamente a los creyentes, puesto que sus devociones "engendran actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción...... Es evidente que tales valores son plenamente cristianos y colaboran de modo notable en la conducta moral de quienes los viven.

Por todos estos motivos, Pablo VI anima a los pastores a "ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuestos a ayudarla a superar sus riesgos de desviación". Y el Papa concluye: "Bien orientada, esta religión popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo" (EN, 48).

A partir de este Documento, se intensifican los estudios teológicos y pastorales [Nota 57: 57. L. MALDONADO, Religiosidad. Nostalgia de lo mágico. Ed. Cristiandad 1975, 365 pp. ID., Introducción a la religiosidad popular. Sal Terrae. Santander 1985, 226 pp. R. ALVAREZ GASTON, La religión del pueblo. La defensa de sus valores. Ed. Católica. Madrid 1976, 242 pp. R. PANNET, El catolicismo popular. Marova. Madrid 1976, 270 pp. AA. VV., Religiosidad popular. Ed. Sígueme. Salamanca 1976,379 pp. AA. VV., La religion populaire. Approches historiques. Beauchesne. París 1976, 237 pp. AA. VV., La religiositá popolare tra manifestazione difede ed espressione culturale. Dehoniane. Bologna 1988, 238 pp. R. ALVAREZ, La religiosidad popular mariana, contemplada en la Encíclica "Redemptor hominis", "EstMar" 54 (1989) 155—173. Desde el punto de vista cultural, cfr. AA. VV., Fiestas y Liturgia (Actas Congreso). Casa Velázquez. Madrid 1988, 312 pp. AA. VV., La religiosidad popular. Ed. Anthropos. Barcelona 1989, 3 vols. AA. VV., Religiosidadpopular y Liturgia. Cuad. Phase. Past. Litur. Barcelona 1992,78 pp. J. ANDRES—GALLEGO, Práctica religiosa y mentalidad popular en la España contemporánea, "HispSacr" 46 (1994) 331—340.], al mismo tiempo que los Papas y los Obispos procuran recuperarlas, fomentarlas y renovarlas [Nota 58: 58. Cfr. Juan Pablo II en Exhort Apost, Catechesi tradendae, 54. La Instrucción Libertatis consciencia, 22. Discursos de Juan Pablo II a las Conferencias Episcopales de Ecuador (21 X—1984) y Paraguay (15—XI—1984), a los obispos de Colombia (4—VII—1986), etc. La Conferencia de Puebla le prestó atención en relación con el catolicismo iberoamericano, cfr. Documentos de Puebla, n. 448. Sobre el tema, el Papa se expresó en diversos discursos en su visita a Espafía, cfr. SECR. NAC. LIT., Liturgia Papal en España. EDICE. Madrid 1983, 58—64; 67—69. En Espafia, los obispos de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla publicaron en 1975 y 1985 sendos Documentos sobre la religiosidad popular. La Comisión Episcopal de Liturgia publicó el 1 —XI—1987 un importante documento titulado Evangelización y renovación de la piedad popular, en "Eccles" 2352 (1988) 34—46.].

La Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española señala los siguientes valores: actitud marcadamente receptiva, experiencia viva del sufrimiento, capacidad de solidaridad, asimilación de las experiencias vividas, prevalencia de lo vivido y experimentado sobre lo conceptual, amor a las tradiciones, actitud agradecida, vivo deseo de cumplir las obligaciones. Seguidamente, señala las "limitaciones"; enumera las siguientes: carencia de una adecuada formación religiosa, bajo nivel comprensivo del aspecto intelectual y racional de la fe, vivencia de la fe mezclada con deformaciones, primacía de las prácticas rituales y tradicionales sobre la adhesión al Evangelio y el compromiso apostólico, prevalencia de un sentido religioso privado o colectivo, pero no comunitario, deficiencia de contenidos, acentuación de lo social o socio—cultural sobre lo eclesial [Nota 59: 59. Evangelización y renovación de la piedad popular, nn. 9—10, pp. 36.]. Y concluye:

"Celebraciones litúrgicas y devociones populares han de aunarse en un programa de crecimiento en la fe y de progreso de la vida espiritual de todo el pueblo cristiano, a nivel personal y a nivel comunitario y eclesial. Es hora ya de superar planteamientos reduccionistas en base a estas deplorables dicotomías: elites—masa, fe—religión, liturgia—devociones, culto—vida, interioridad—exterioridad, evangelización—sacramentos [Nota 60: 60. Ibid., n. 44, p. 46. También se hace mención en algunos Documentos sobre la Liturgia, cfr. Documentación Litúrgica Posconciliar. Ed. Regina. Barcelona 1992. nn. 286. 1069. 3228,4367.].

Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica prescribe que "además de la liturgia sacramental y de los sacramentos, la catequesis debe tener en cuenta las formas de piedad de los fieles y de religiosidad popular". Y constata que el sentido religioso del pueblo "ha encontrado, en todo momento, su expresión en formas variadas de piedad". En concreto enumera las siguientes: "la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis, las danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc." [Nota 61: 61. CatIglCat, 1674.]. Estas expresiones de religiosidad popular "prolongan la vida litúrgica de la Iglesia, pero no la sustituyen" [Nota 62: 62. CatIglCat, 1675.].

Conforme a las recomendaciones de los Papas, el Catecismo advierte que es misión de la jerarquía llevar a cabo un discernimiento pastoral "para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el caso, para purificar y rectificar el sentimiento religioso que subyace en estas devociones y para hacerlas progresar en el conocimiento del Misterio de Cristo" [Nota 63: 63. CatIglCat, 1676.].

En consecuencia, el sacerdote debe prestar atención a las expresiones religiosas que practica el pueblo. Sobre todo ha de tenerlas en cuenta el confesor cuando enjuicia los criterios morales del penitente. El sacerdote ha de formar su juicio con sentido generoso, de modo que, antes de condenar ciertas manifestaciones de piedad popular, tiene que caer en la cuenta que a ese mismo nivel, un tanto primitivo, el pueblo expresa otras manifestaciones de su vida diaria. Por ejemplo, es normal que algunos valoren en exceso ciertos actos externos, así como de ordinario conceden más importancia de lo debido a algunas acciones poco significativas o a criterios que imperan en el círculo social en que viven, etc. En estas mismas circunstancias, el pueblo expresa sus sentimientos con un primitivismo no menor con el que se manifiesta en sus expresiones religiosas.

Pero, al mismo tiempo, cuando sea necesario, ha de esforzarse en purificar dichas insuficiencias y en todo caso procurará que la vida moral y las expresiones religiosas se orienten hacia el centro de la vida litúrgica, cuál es la vida sacramental, especialmente la Eucaristía. Aquí empieza y concluye la tarea educativa del sacerdote en el campo religioso y moral.

6. El culto a Dios y la fraternidad con los hombres

Es preciso constatar que en la Biblia ambas realidades se mencionan juntas, y es que, como es obvio, la veneración a Dios exige la caridad con el prójimo. Ambos actos son signos de verdadero amor.

Los testimonios del A. T. son muy numerosos: es normal que Yahveh repudie aquellos sacrificios que se le ofrecen, mientras los oferentes desprecian al hombre. La Iglesia rememora numerosos textos en el Misal en tiempo de Cuaresma.

El siguiente testimonio de Isaías es paradigmático, pues aúna la oración, el sacrificio y la gloria de Dios:

"Clama a voz en grito, no te moderes: levanta tu voz como cuerno y denuncia a mi pueblo sus pecados. El día en que ayunabais, buscabais vuestro negocio y explotabais a todos vuestros trabajadores. Es que ayunáis para litigio y pleito y para dar de puñetazos a malvados. No ayunéis como hoy, para hace oír en las alturas vuestra voz. ¿Acaso es este el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? ¿Habrá que doblegar como junco la cabeza, en sayal y ceniza estarse echado? ¿A eso llamas ayuno y día grato a Yahveh? ¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de la maldad, deshacer coyundas del yugo, dar libertad a los quebrantados y arrancar todo yugo? ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras y de tu semejante no te apartes? Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente. Te precederá tu justicia, la gloria de Yahveh te seguirá" (Is 58, 1—8).

La misma enseñanza se repite en el N. T. El paradigma es el discurso de Jesús que relata el juicio de la historia, en el que se condenan los actos en contra de la fraternidad de los hombres (Mt 25, 31—46). Pero en este tema destaca el conocido texto de Santiago: "La religión pura e inmaculada ante Dios Padre es visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse sin mancha en el mundo" (Sant 1, 27). Y la doctrina se expresa en estas palabras de Jesús: "Si vas a presentar una ofrenda ante el altar y allí de acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y luego vuelve a presentar tu ofrenda" (Mt 5, 23—24).

Esta enseñanza bíblica la explica Santo Tomás a partir del concepto teológico de "religión". El Aquinate objeta desde el texto de Santiago que "parece que la virtud de la religión no se refiere a Dios, sino a los hombres". Esta es la respuesta del Santo:

"La religión tiene dos suertes de actos. Unos elícitos, que produce propia e inmediatamente y por los que el hombre se ordena sólo a Dios, como sacrificar, adorar y otros similares. Otros son los producidos mediante virtudes sujetas al dominio de la religión, y que ella ordena al honor divino, ya que la virtud que tiene por objeto el fin puede imperar las virtudes que versan sobre los medios. Según esto, "visitar a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones" son actos imperados de religión y elícitos de la misericordia. El "conservarse sin mancha en este mundo", igualmente es acto imperado de la religión y elícito de la templanza o de otra virtud semejante" [Nota 64: 64. S. Th., II—II, q. 8 1, a. 1 ad 1. En todo caso no puede olvidarse el conocido aserto del Aquinate: "Amar a Dios sobre todas las cosas es connatural al hombre". S. Th., I, q. 60, a. 5.] .

Estos actos de caridad con el prójimo, "imperados por la religión", deben atender a las necesidades más urgentes. En esta línea se sitúa las recomendaciones de la Iglesia de atender a los más débiles, que se concreta en la fórmula feliz de "atención preferencial a los pobres". Esta preferencia, que no es "exclusiva ni excluyente", tiene su razón de ser en algo elemental y profundo a la vez: son los pobres los más necesitados y a ellos debe orientarse el ejercicio de la religión (LN VI, 5; IX, 5; LC II, 68).

En consecuencia, la virtud de la religión tiene por objeto el culto divino; pero, en orden a los medios, incluye el amor al prójimo. El amor a los hombres es una exigencia de la misericordia, que postula el culto a Dios. Este es el sentido admitido en todos los tiempos, si bien su realización no siempre es fácil. Ha sido uno de los postulados éticos más severamente demandados por los Padres y Pastores a lo largo de la historia de la Iglesia y que, urgido por las necesidades actuales, se hace cada día más perentorio y apremiante [Nota 65: 65. Sobre la unidad del amor a Dios y al prójimo, cfr. K. RAHNER, Escritos de Teología. Taurus Ed. Madrid 1967, VI, 271—294.].

7. Lo "sacro" y lo "profano"

El tema del culto, como expresión de lo "sagrado", adquiere especial relieve en nuestro tiempo, puesto que en amplios sectores se proclama como categoría cultural la "secularización" [Nota 66: 66. J. AUDET, Le sacré et le profane: leu rsituation en christianisme, "NRTh" 79 (1957) 33—62.]. La "de—sacralización" es lo más opuesto al carácter "sacro" que encierra el concepto de culto [Nota 67: 67. J. RIES, Les chemins du sacré dans l'histoire. Aubier. París 1985, 277 pp. AA. VV., Le symbolisme dans le culte des grandes religions. Inst. Hist. Relig. Louvain 1985, 380 pp.].

Los términos "sacro" y "profano" son antitéticos. Pero las discusiones en torno a ellos han demostrado que cada uno de estos conceptos no siempre se comprende en sentido unívoco, sino más bien les acompaña cierta ambigüedad. Por eso es preciso distinguirlos cuidadosamente si no se quiere caer en cierto nominalismo teológico. De lo contrario, cabría formular estas dos proposiciones: "toda realidad es profana" y "toda realidad es sacra". Indiscutiblemente, cuando se formulan así, es claro que los términos "sacro" y "profano" de estas dos proposiciones se entienden en sentido diverso [Nota 68: 68. Por ejemplo, las discusiones en torno al concepto de "secularización", frecuentemente, parten de concepciones diversas, pero otras veces se precisa una previa explicatio terminorum.].

No obstante, son nociones tan importantes que conviene fijarlas conceptualmente, de modo que, cuando se usan, sepamos realmente lo que significan. En relación con la ética, estas dos categorías teológicas tienen diversas aplicaciones. Por ejemplo, su uso es útil para entender el carácter sacro de la liturgia, que aquí nos interesa. Asimismo, tienen aplicación en la doctrina acerca de la autonomía del orden temporal, también cuando se intenta explicar la misión específica de los laicos que, de ordinario, se califica como "consecratio mundi", etc. [Nota 69: 69. El P. Congar afirma en la segunda edición de su libro Jalones para una teología del laicado, que, si volviese a escribirlo, "el estudio de las relaciones Mundo—Reino de Dios, lo haría bajo la crítica de las categorías de lo "sacro" y lo "profano". Y. CONGAR, Jalons pour une théologie du laïcat. Ed Du Cerf. Paris 1964, 652.].

Los autores no son coincidentes en definir ambos conceptos [Nota 70: 70. Cfr., por ejemplo, diversos artículos de Enciclopedias, P. BEILLEVERT, Consécratio, art. en AA. VV., Catholicisme, IH, 64. G. GAUCHERON, Consécration, ibid., HI, 66. J. de FINANCE, Consécration, en AA. VV., Dictionnaire de Spiritualité, II, 1576—1583. J.—J. WUNENBURGER, Le sacré. PUF. Paris 1981, 127 pp. J. PIEPER, ¿Qué significa sagrado? Un intento de clarificación. Ed. Rialp. Madrid 1990, 116 pp.]. Aquí más que definirlos, preferimos intentar marcar unos ámbitos en los que tiene lugar lo "sagrado". Si hacemos un análisis en la escala de los seres creados, cabría fijar de este modo el ámbito de lo "sacro" y de lo "profano" [Nota 71: 71. Sobre el tema me ocupé más ampliamente en A. FERNÁNDEZ, Lo "sacro" y lo "profano". Aproximación filosófica a un concepto, "StOvet" 6—7 (1978—79) 319—330.]:

a) El mundo no es "sagrado"

El mundo físico representa el ámbito de lo profano. Frente al paganismo y en oposición a no pocas teogonías, el cristianismo se presenta como un movimiento desacralizador. Dios, respecto del mundo, es, radicalmente, "lo otro". Con el cristianismo el "Pantheos" (el Dios—Todo) ha muerto. La creación ha desacralizado el mundo frente a la concepción pagana de que el mundo o era Dios o uno de sus atributos [Nota 72: 72. Como escribe Cayetano: "Res divina prior est ente et omnibus differentiis ipsius, est enim supra ens et super unum". CAYETANO, Summa Theologica, q. 39, a. 1. 7. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 45, aa. 1—5; q. 47, aa. 1—2. Zubiri escribe: "No sabemos si Dios es ente o si lo es en qué medida". X. ZUBIRI, Naturaleza. Historia. Dios, o. c., 343—356.].

Es evidente que, conforme al principio de causalidad, el mundo acusa la impronta de la causa", por lo que cabe hablar de que el mundo refleja cierta "semejanza" con Dios. Como es sabido, la tradición ha distinguido entre "imagen" (similitudo), referida al hombre y "semejanza" (vestigium), propia de los demás seres de la creación. No obstante, negar al mundo el carácter de "sagrado", no permite profesar una total desacralización ", puesto que, en sentido amplio —in sensu lato—, cabe aplicar la categoría de "sacro" a la creación.

En resumen, cabría decir que el mundo físico, como orden creacional, en sí mismo es profano, aunque, en cuanto refiere cierta "imagen" divina, dice relación a lo "sacro".

Por este motivo, parece que no es correcto fijar la tarea de los laicos como "consagrar el mundo a Dios". Esta fórmula tan usada desde Pío XII, no aparece ad litteram en los textos del Vaticano II. Sólo se cita una expresión similar: los laicos "consagran el mundo" (LG, 26) en un sentido diverso al usado por Pío XII. El motivo fue, como indican las Actas, precisamente, evitar "su ambigüedad" 17.

No obstante, para un cristiano nada del mundo le es absolutamente profano, pues descubre en todo la mano creadora de Dios y la acción redentora de Cristo:

"No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte.".

b) La "sacralidad" del hombre

Lo "sacro" alcanza en el hombre un cierto nivel. Ya, en virtud de la Creación, el hombre recibe el soplo de Dios (Rûach); es decir, participa en el ser de Dios por la comunicación del espíritu. Esa participación en la vida divina es lo que permite al Génesis hablar del hombre como "imagen" de Dios (Gén 1,25—27).

Pero, a causa de la profunda transformación llevada a cabo por el Bautismo, el hombre participa en la vida de Cristo. La antropología sobrenatural marca la línea diferenciadora más profunda en la escala de los seres creados.

"La inhabitación de la Trinidad en el hombre imprime en él algo que transforma su ser. San Pablo es explícito en este sentido. Con una terminología posiblemente tópica en su tiempo, San Pablo llama a la recepción de la Trinidad "regeneración y renovación" (palingenesia, anakainósis, Tit 3,5). A diferencia de Cristo, que es Dios personalmente, el hombre lo es tan sólo por "re—generación". San Ireneo emplea la expresión "hacerse Dios" (deum fieri). "Dios", dice San Atanasio, se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Y San Cirilo de Alejandría expresa esta misma idea: "... hasta que se forme Cristo en vosotros". Y se forma Cristo en nosotros por el Espíritu Santo, que nos reviste con una cierta forma divina (theian tiná mórphoôsin). Conocemos ya el sentido de la expresión "forma": la inhabitación de la Trinidad nos otorga una cierta conformidad divina en nuestra propia naturaleza. Por eso es theiôsis, theopoiêsis, divinización, deificación: no sólo porque vivimos, sino porque somos como Dios".

Los textos Conciliares recogen fórmulas que ya eran conocidas y repetidas por la teología anterior. Así la Constitución Lumen gentium enseña: "Los cristianos son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, para ser casa espiritual y sacerdocio santo" (LG, 10). Y las Actas del Concilio refieren que "el laico no es un hombre profano, sino el cristiano empeñado en un mundo "profano".

Lo "sagrado" en el hombre consiste en la participación sobrenatural de la naturaleza divina, tal como enseña San Pedro (2 Ped, 1,4). En virtud de la gracia comunicada por el Bautismo, ha sido ontológicamente transformado, tan profundamente, que marca su ser". Esa "divinización" otorga al hombre el carácter de sagrado".

c) Los sacramentos son sagrados

Así los define Santo Tomas: "Sacramentum idem est quod "sacrum secretum, porque tiene en sí una santidad oculta". Según el Aquinate, los sacramentos son sagrados en un doble ámbito: en cuanto son signos que "representan" a Cristo y por cuanto son medios de comunicación de lo sagrado, como es la gracia. Así se expresa Santo Tomás:

"Los signos se dan para los hombres, porque les es propio llegar a lo desconocido mediante lo conocido. Por eso se llama sacramento propiamente a lo que es signo de una realidad sagrada destinada a los hombres. Es decir, en el sentido que aquí hablamos, propiamente se llama sacramento lo que es signo de una realidad sagrada que santifica a los hombres".

Y, entre los Sacramentos, destaca la sacralidad de la Eucaristía y, en general, de la Liturgia:

"Ese "sacrum", actuando en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de algún elemento secundario, pero no puede ser privado en modo alguno de su sacralidad y sacramentalidad esenciales, porque fueron queridas por Cristo y transmitidas y controladas por la Iglesia. Ese "sacrum" no puede tampoco ser instrumentalizado para otros fines. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo".

d) La "consagración" de objetos dedicados al culto

A partir de esa cierta sacralidad del cristiano, quienes tengan facultad (cfr. C. J. C., c. 1169) pueden "consagrar" algunos objetos para dedicarlos al culto divino. En razón de su fin, tal "consagración" connota cierta separación de lo "profano" para dedicarlo en exclusiva al culto. Así lo expresa Santo Tomás: "Los instrumentos del culto pertenecen a las cosas sagradas, tales como el tabernáculo, los vasos y otras cosas semejantes".

Esta doctrina es común entre los moralistas y se recoge en el C. J. C. : "Se han de tratar con reverencia las cosas sagradas destinadas al culto mediante dedicación o bendición, y no deben emplearse para un uso profano o impropio, aunque pertenezcan a particulares" (c. 1171). El Código legisla sobre el modo de adquirir estas cosas sagradas (cfr. C. J. C., c. 1269) y afirma que incurre en penas canónicas quien "profane una cosa sagrada" (C. J. C., c. 1376).

e) Sacralidad del culto

Según el Aquinate, el grado sumo de lo sacro se lleva a cabo en la acción litúrgico. De aquí que la profanación del culto se denomine sacrilegio:

"Sagrado es todo lo que se relaciona con el culto divino. Y así como tiene razón de bien todo lo que se ordena a un fin bueno, de igual manera, cuando una cosa es destinada al culto de Dios, se hace de algún modo divina. De ahí que se le deba cierto respeto que recae, en última instancia, sobre Dios. Por consiguiente, todo lo que implica irreverencia para las cosas santas es al mismo tiempo injurioso para Dios, y de ahí recibe la deformidad propia que le constituye en sacrilegio".

Santo Tomás interrelaciona el "sacrum" y su profanación o "sacrilegio" a partir de la definición de San Isidoro:

"Se llama sacrilegio al que coge las cosas sagradas, es decir, al que roba" .

El Vaticano II destaca esta cualificada sacralidad de la acción litúrgico: "Toda celebración litúrgico, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia (est actio sacra praecellenter)" (SC, 7).

La "sacralidad" del culto corresponde de modo eminente a la Eucaristía, "que es el culmen y la fuente de todo culto y de toda vida cristiana" (C. J. C., c. 897). Por este motivo, Pablo VI y Juan Pablo II han insistido en salvaguardar el ámbito de lo sacro en la celebración eucarística. Juan Pablo II enseña que el carácter de sacrum está estrechamente vinculado a la Eucaristía:

"La Iglesia tiene el deber particular de asegurar el "sacrum" de la Eucaristía". El Papa en esta Carta a los obispos y sacerdotes se detiene en el análisis de la significación del "sacrum" referido al Misterio Eucarístico, ya que la tradición lo denominó "Divinum Mysterium", "Sanctissimum" o el "Sacrosanctum", es decir, del "Sacro" y del "Santo" por excelencia".

En resumen, como se dice más arriba, la devaluación de lo "sacro" ha sido —entre otras causas— la consecuencia del intento de defender la secularidad de las realidades terrenos con el fin de evitar cualquier falso planteamiento entre lo religioso y lo profano, o sea, entre la misión de la Iglesia y la recta autonomía del orden social y político. Pero, como consta por la Actas, el Concilio quiso evitar por igual el "secularismo" y el "sacralismo", y por ello desautoriza tanto la "excesiva separación" como la "peligrosa confusión" de ambas realidades. O sea, la doctrina conciliar pretende evitar cualquier equívoco entre "las cosas religiosas y las temporales", pero sin pretender borrar el ámbito de lo sagrado.

Ante el hecho de una desacralización generalizada, se proclama que es preciso recuperar el ámbito de lo sagrado allí donde se encuentre, sin por ello caer en un nuevo intento de "sacralizar" el mundo, sino con el deseo de proteger la fe contra el "secularismo" que pretende eliminar el espacio de lo sagrado". La corriente desacralizadora, en un afán, quizá inicialmente noble, de defender la autonomía del orden temporal, acabó por borrar los ámbitos sagrados, de forma que, en afirmación de algunos autores, ya no existen ni tiempos, ni lugares, ni objetos, ni personas "sagradas".

La comenta "secularizadora" ha tenido su influencia en la ética teológico hasta el punto de pretender desteologizar —es decir, sostiene que son ajenos a la teología católica— algunos problemas tradicionalmente estudiados en teología moral, tales como la guerra, la superpoblación, la política de limitación de la natalidad, etc. El tema se suscita ya con los teólogos de la "muerte de Dios" y pasa después a algunos pensadores católicos. Sobre todo en las obras de los autores secularistas van Buren, Altizer, Hamilton, etc. se formula la sospecha de que Dios no interviene directamente en la solución ética de los problemas en relación con el mundo, puesto que —en su opinión— las realidades terrenas gozan de una autonomía absoluta. Por eso prejuzgan que en el Evangelio se encuentren soluciones morales a muchos problemas que el hombre se plantea.

En el fondo, el secularismo ético arranca de un problema previo: del falso supuesto de la "teología de la muerte de Dios", según el cual Dios está lejano a la vida humana, por lo que no cabe acudir a El en busca de soluciones morales para la existencia concreta del hombre en el mundo. El Dios trascendente, afirman, es ajeno a nosotros. No queda, pues, más que el recurso a Cristo, que es el "Dios para nosotros". Por eso la moral de la corriente secularista es sólo una moral cristológica. Pero ese Cristo es únicamente Jesús de Nazaret, que proclama una vida de libertad frente a la opresión de su tiempo. Estarnos, pues, ante el precursor de la ética de la "teología de la liberación", la cual, además de no responder al ideal de la ética cristiana, tal como se encuentra en la Revelación y enseña el Magisterio, cada día se presenta como más insuficiente.

La Instrucción Libertatis consciencia recuerda un principio irrenunciable, pues fundamenta la Etica Teológica:

"Dios, al crear libre al hombre, ha impuesto en él su imagen y semejanza. El hombre siente la llamada de su Creador mediante la inclinación y la inspiración de su naturaleza hacia el Bien, y más aún mediante la Palabra de la Revelación, que ha sido pronunciada de una manera perfecta en Cristo. Le ha revelado así que Dios lo ha creado libre para que pueda, gratuitamente, entrar en amistad con El y en comunión con su Vida" (LC, 28).

Esta enseñanza es el nítido punto de partida para la moral católica, que supone, como dato primero y decisivo, la interrelación entre Dios y hombre, tal como estudia la virtud de la religión.

8. La devoción y la piedad

Estas dos disposiciones y actitudes religiosas no son distintas de la virtud de la religión, sino más bien cabe inscribirlas como "actos interiores" de esa virtud.

a) Devoción

El término "devoción", explica Santo Tomas, "deriva del verbo latino "devovere", que significa "sacrificar". De aquí que "devotos se llaman a los que ofrecen en sacrificio a Dios toda su persona en sometimiento total a Él". El Aquinate aduce la costumbre descrita por Tito Livio, según la cual, "devoto era el que se entregaba a la muerte para la salvación del ejército". Y el Maestro concluye con la definición teológica:

"La devoción no es otra cosa que una voluntad pronta para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios".

Santo Tomás afirma que la "devoción" se integra en la virtud de la religión, porque, si "en la religión entra todo lo que concierne al culto o servicio divino", es evidente que "también a ella pertenece tener voluntad pronta para ejecutarlo, que es, precisamente, a lo que se le llama ser devoto".

En consecuencia, dado que la devoción es un acto de la voluntad para hacer lo que concierne al servicio de Dios", en su definición se encierran dos elementos:

— Un acto libre determinado por la voluntad, por lo que se excluye que la devoción se vincule al estado anímico del individuo; es decir, no depende del sentimiento. Este supuesto desacredita la opinión de quienes pretenden servir a Dios movidos sólo por los afectos. Tal actitud la defienden aquellos que, en lenguaje coloquial, practican cuando "tienen ganas" o en los momentos en que "les apetece". Por el contrario, la "devotio" —la voluntad pronta a las exigencias de Dios— ha de ser efecto de convicciones profundas, o sea del ejercicio inteligente de la voluntad decidida y dispuesta para servir a Dios.

— El acto libre va dirigido a "servir a Dios", lo que significa que la devoción no es la simple práctica de actos de piedad, sino aquella disposición por la que el individuo trata de orientar su vida conforme al querer de Dios. Esto explica el hecho de que el cumplimiento de ciertos actos tengan en ocasiones tan poca influencia en la vida moral de algunos "practicantes". Por el contrario, la verdadera devoción, si atendemos a su etimología, requiere "sacrificarse", tal como afirmaba el historiador Tito Livio.

A su vez, de estos dos supuestos se siguen dos consecuencias:

Primera, el culto supone que quien tome parte en él se encuentre en estado de gracia. ¿Qué devoción puede haber en quien no está en amistad con Dios?

"Por eso, aunque el cristiano privado del estado de gracia pueda realizar exteriormente los actos de culto prescritos por Dios y por la Iglesia, no procediendo dichos actos de la virtud de la religión, no habrá hecho más que cumplir exterior y legalmente y sin el mérito de una obediencia completa y perfecta".

Segunda. De dichos supuestos se sigue igualmente que la verdadera devoción a Dios va unida a la caridad con el prójimo: debe traducirse en atención a los demás hombres, especialmente a los más necesitados, pues como sentencia el Eclesiástico: "Quien hace limosna ofrece sacrificio de alabanza ... No te presentes ante el Señor con las manos vacías ... pues la ofrenda del justo unge el altar" (Eccl. 35,2—5).

Es preciso educar a los fieles de forma que lleguen a la convicción de que las devociones privadas no son verdaderas si no expresan una entrega efectiva a Dios y no van acompañadas de un servicio al prójimo.

b) La piedad

También la "piedad" se relaciona con la religión, si bien en la ética teológica se distingue como un don del Espíritu Santo.

Tomás de Aquino enuncia la pietas como la primera de las "virtudes sociales". El Maestro asume la definición siguiente de Cicerón: "Piedad es aquella por la que se ofrece un servicio y culto diligente a quienes nos están unidos en la sangre y en el amor de la patria". De aquí que la pietas sea la virtud que regula la relación con los padres y con la patria.

En consecuencia, el término "pietas", entendido como virtud, se reserva para el amor a los padres y a la patria, mientras que la teología moral considera a la "piedad" como uno de los dones del Espíritu Santo. No obstante, Santo Tomás la relaciona también con la virtud, pero no la considera como tal, sino como don, pues, si "la piedad que rinde sumisión y reverencia al padre camal es virtud", la "piedad que ofrece esto a Dios como Padre, es un don".

Según el Aquinate los dones del Espíritu Santo son "ciertas disposiciones habituales que hacen al alma fácilmente movible (prompte mobilis) por el Espíritu Santo". Esta definición se cumple en la piedad, pues, "entre otros impulsos, el Espíritu Santo nos mueve a tener un cierto afecto filial para con Dios, según la frase de San Pablo: "Habéis recibido el espíritu de adopción como hijos, que nos hace exclamar: Abba, Padre" (Rom 8,15)". Por eso, concluye que, así como la virtud de la piedad tiene como primer objeto al padre natural, de modo semejante el don de piedad se refiere a Dios en cuanto Padre:

"Y porque a la piedad pertenece propiamente "prestar sumisión y reverencia al padre", síguese que esta piedad por la que bajo el instinto del Espíritu Santo ofrecemos sumisión y reverencia a Dios como Padre, es don del Espíritu Santo".

Es así como la consideración teológica de la paternidad de Dios se concreta en la virtud de la religión en que el hombre se dirige a Dios como Padre. De este modo, la piedad cristiana es una piedad filial, de confianza y amor a Dios Padre Todopoderoso.

Según Santo Tomás, la "piedad", como don del Espíritu, si bien se refiere directamente a Dios, también entraña "reverencia a todos los hombres en cuanto pertenecen a Dios". Y más en concreto, "al don de piedad, añade, corresponde honrar a los santos, y también, como dice San Agustín, "no contradecir a la Escritura, se entienda o no se entienda". También corresponde a ella, de un modo consiguiente, socorrer a los necesitados" .

Consecuencia inmediata de este honrar a Dios por medio de la devoción y de la piedad es la alegría cristiana. Santo Tomás se propone la cuestión "si la alegría es efecto de la devoción". Y responde de modo afirmativo, puesto que la devoción implica "entregarse a Dios" en virtud de la "bondad divina", de lo cual "se sigue la delectación, según el salmista": "Se acordó mi alma de Dios y me alegré".

Y esta alegría debe acompañar todo el quehacer moral del cristiano, puesto que "gracias a la fuerza informadora de la virtud de la religión, no sólo los actos del culto, sino también la vida moral entera del cristiano reciben como objeto la gloria Dei, la magnificencia y glorificación de Dios" .

CONCLUSIÓN

La recuperación para la Etica Teológica de la virtud de la religion enriquece notablemente el mensaje moral cristiano. Como escribe Aubert:

"La virtud de la religión centra nuestra vida moral en la grandeza y la excelencia de Dios; simultáneamente hace experimentar la infinita distancia del hombre—creatura en relación a Dios y la proximidad extraordinaria de Dios en lo más profundo de nosotros mismos (estos son los dos aspectos de la relación entre la justicia para con Dios y la caridad—amor para con Él). Lo que hace que la creación se transforme en paternidad. Por ultimo, como virtud moral, y no teologal, la virtud de la religión nos hace alcanzar, no a Dios mismo (esto es lo propio de la virtud de la caridad), sino lo que debemos ofrecer a Dios, y al mismo tiempo nos aporta nuestro bien personal, nuestra Beatitud inaugurada en su estado terrestre. Si la caridad (teologal) apunta a Dios amado por él mismo, la virtud moral de la religión tiende a hacer al hombre feliz en su ofrenda a Dios" los.

Consecuentemente, la Moral de la persona asume como fundamento las relaciones del hombre con Dios, tal como enseña la virtud de la Religión.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

VIRTUD: Es un hábito operativo bueno. Es un hábito de bien obrar en el comportamiento ético.

VIRTUD DE LA RELIGION: Es la virtud moral que inclina al hombre a dar culto a Dios, como ser absoluto, principio y fin de todo.

Principio: El hombre tiene el deber de practicar la virtud de la religión dando culto a Dios no sólo en privado, sino también de forma pública.

Principio: Con la práctica de la virtud de la religión, la moral adquiere toda ella una dimensión cultual.

VIRTUDES TEOLOGALES: Son las virtudes sobrenaturales que tienen por objeto directo al mismo Dios. Son tres: fe, esperanza y caridad.

Principio: La virtud de la religión y las virtudes teologales se relacionan íntimamente entre sí: las virtudes teologales alimentan la religión. Por su parte, como enseña Santo Tomás, la religión es una profesión de fe, esperanza y caridad.

Principio: Por la vida teologal, el cristiano participa especialmente de la vida divina, pues la nueva vida del cristiano es una participación cualificada en el ser y en la vida de Jesucristo.

Principio: Las virtudes teologales ocupan el mayor rango en la vida cristiana, pues tienen por objeto inmediato al mismo Dios.

Principio: Las virtudes teologales son infundidas por el Espíritu Santo. Por ello, mediante su ejercicio, se facilita el desarrollo cristiforme del cristiano.

FE: "Es la virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibido por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos" (Dz. 1789).

Principio: La fe es un medio necesario para la salvación.

Principio: La fe no es un conocimiento natural de la razón, sino que es un conocimiento infuso, pero, una vez adquirida, requiere que la razón justifique y "comprenda" las verdades que se creen.

Principio: Recibida la fe, el creyente tiene la obligación de ilustrarla, practicarla, propagarla y defenderla.

ESPERANZA: Es la virtud sobrenatural, infundida por Dios, por la que confiamos conseguir la vida eterna y obtener los medios necesarios para alcanzarla con la ayuda omnipotente de Dios.

Principio: La virtud sobrenatural de la esperanza vigoriza y agranda el impulso de esperanza, ínsito en la naturaleza humana.

Principio: La esperanza no sólo atiende a la vida futura, sino que integra también la confianza durante el estadio de la vida terrestre. En este sentido, la "confianza" es un elemento esencial de la esperanza.

Principio: A la esperanza no se opone un sano temor de Dios, sino que lo integra. Este temor se funda en la justicia divina que se hace patente en los castigos que Dios anuncia en la Biblia.

CARIDAD: Es la virtud sobrenatural, mediante la cual amamos a Dios por sí mismo y sobre todas las cosas y al prójimo por Dios.

Principio: La caridad es la primera y más alta virtud: es la nueva vida que demanda del cristiano un nuevo estilo de existencia moral.

Principio: El amor a Dios y el amor al prójimo se implican mutuamente, pues el amor al prójimo es parte del amor que Dios mismo infundió en el creyente.

GLORIA DE Dios: Es la manifestación exterior de la santidad de Dios.

Principio: En Jesucristo se hace visible la gloria de Dios. Éste es el sentido de las palabras de San Juan: "Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).

CULTO: Es el homenaje externo de respeto y amor tributado a Dios.

Principio: La santísima humanidad de Jesucristo es objeto de culto, por cuanto, por la unión hipostática, es verdadero Dios.

DIVERSAS CLASES DE CULTO:

Público: Es el que se realiza en nombre de la Iglesia y por ministros legítimamente constituidos.

Privado: El que se celebra por un individuo o por pocas personas, que lo realizan en su nombre, sin formalidad alguna pública.

Latréutico: El que se da sólo a Dios por su infinita excelencia.

Dulía: Es la veneración que se ofrece a los santos, en cuanto participan de la gloria de Dios.

Hiperdulía: Es la peculiar veneración que se tributa a la Santísima Virgen, en cuanto participa de una forma eminente de la grandeza de Dios.

SAGRADO: Lo que es venerable por alguna relación con lo divino. Se dice de aquello que está destinado a Dios y a su culto.

PROFANO: Se define por oposición a lo "sacro": es lo que sirve a uso no sagrado, sino puramente secular.

DEVOCIÓN: Es la prontitud de la voluntad para dedicarse a las cosas que pertenecen al servicio de Dios.

PIEDAD: Es un hábito sobrenatural que nos inclina a tributar a los padres, a la patria y a Dios el honor y el servicio debidos.

Principio: La piedad infunde en el cristiano sentimientos filiales con Dios.