CAPITULO XII

EL REVERSO DE LA EXISTENCIA CRISTIANA

PECADO Y CONVERSIÓN

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN. Se ponen de relieve dos ideas: el hecho abrumador del pecado, tan destacado en la historia salutis, y, por contraste, la frecuente crítica que se hace a la teología moral de que se haya ocupado tan extensamente del tema. Se propone recuperar la realidad del pecado, si bien bajo una óptica distinta de la propuesta por la moral casuista.

I. LA REALIDAD DEL PECADO. Se intenta subrayar su dramática existencia frente a la falta de sensibilidad de un sector importante de la cultura actual, a lo cual no son ajenos algunos ambientes cristianos.

1. Exposición muy breve del sentido del pecado en la Literatura, en el Derecho, en la Filosofía, en la Psicología, en las Religiones y en el Cristianismo. Estos diversos ámbitos se ocupan del pecado, si bien bajo puntos de vista distintos.

2. En el juicio ético que se hace del pecado es donde con más amplitud se critica a la teología moral católica.

3. Se menciona el hecho tan repetido por el Magisterio de la pérdida del sentido de pecado que se acusa en amplios sectores de la cultura actual.

II. EL PECADO EN LA REVELACIÓN. El tratamiento bíblico del pecado es decisivo no sólo para patentizar el relieve que adquiere en la Revelación cristiana, sino también para comprender su importancia y gravedad.

1. Se inicia la exposición de los datos del A.T. y se subrayan los siguientes aspectos: la terminología con la que se expresa la Revelación veterotestamentaria y las actitudes de Dios frente al pecado del Pueblo. Se concluye con la enumeración de las enseñanzas que cabe deducir de los datos revelados.

2. Seguidamente, se trata del pecado en el N.T. Se distinguen tres apartados: los Sinópticos, San Juan y San Pablo. La doctrina de los Sinópticos se resume en once puntos, que refieren los aspectos más destacados.

3. Se estudia la doctrina de San Juan. En ocho apartados se concretan algunos puntos más importantes.

4. Se expone más en detalle la doctrina paulina, en especial los "catálogos de pecados" que aparecen en sus Cartas.

5. En un breve apartado se interrelaciona el pecado original y la multiplicación posterior del pecado en el mundo.

6. Se apunta el origen concreto del pecado en la humanidad a partir del pecado original. La causa se sitúa en la libertad humana, si bien ésta se ve presionada por lo que la tradición denomina los "enemigos del hombre": el demonio, el mundo y la concupiscencia. Se llama la atención sobre el olvido de esos "enemigos", que secundan y coadyuvan al pecado.

III. EL PECADO EN LA TRADICIÓN. Seguidamente se exponen los datos de la tradición conforme a este esquema: Padres Apostólicos, Apologistas del siglo II y autores más destacados del siglo III. Como representantes de la teología occidental, se estudia a San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín. Finalmente, se mencionan algunos autores anteriores a Tomás de Aquino.

1. La doctrina de los Padres Apostólicos es de excepcional interés, tanto por los datos que ofrecen, como por la espontaneidad con que se expresan. Es preciso constatar las "listas de pecados" y la doctrina acerca de los "dos caminos".

2. Los Apologistas griegos del siglo II aportan también los catálogos de pecados. Asimismo, subrayan su gravedad, tanto de los paganos como de los judíos.

3. En el siglo III se hace referencia a la doctrina de los siguientes escritores: Tertuliano, Cipriano, Orígenes y Clemente Alejandrino.

4. San Ambrosio es autor destacado en la teología sobre el pecado, especialmente en la doctrina contra los maniqueos, así como en la enseñanza sobre la gravedad del pecado. Por su parte, San Jerónimo marca un hito importante en la distinción entre pecado grave y pecado leve o venial. Este tema se suscitará a lo largo de la historia posterior.

5. San Agustín ocupa un lugar significante: estudia el pecado desde casi todas las vertientes y da respuesta a las preguntas más agudas que planteaban los herejes de su tiempo. De aquí que no pocos autores de nuestros días invocan la vuelta a la doctrina agustiniana. Se exponen sus enseñanzas en torno a la distinción entre pecado mortal y pecado venial.

6. De modo sumario se estudian los siglos V al XII, como preparación a la exposición de la doctrina tomista. Se hace mención del Abad Casiano, de San Cesáreo de Arlés y del Papa San Gregorio Magno.

IV. EL PECADO EN LA TEOLOGÍA DE SANTO TOMAS. Se desarrolla siguiendo este esquema: definiciones diversas, distinción y clases de pecados, razón y causas que lo originan, distinción entre pecado mortal—venial y estudio sobre los efectos del pecado.

V. EL PECADO EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. Visto el pecado en la Revelación, en la Tradición y en la teología clásica, se pasa al estudio del pecado en las enseñanzas magisteriales. Se recogen las primeras declaraciones solemnes (Concilio de Cartago, Inocencio III y Concilio IV de Letrán). La época moderna conoce las condenas de Lutero por el Papa León X y el Concilio de Trento. También se menciona la doctrina de Pío XII y con mayor amplitud la Exhort. Apost. Reconciliación y penitencia de Juan Pablo II. Este Documento responde a las cuestiones más debatidas de nuestro tiempo.

VI. Como PRESENTAR Hoy EL TEMA DEL PECADO. La pérdida del sentido del pecado salpica a amplios sectores del catolicismo actual, de aquí la necesidad de hablar de él. Pero es evidente el cambio de sensibilidad de la cultura de nuestro tiempo sobre este tema; por lo que una exposición adecuada requiere tener en cuenta ciertos presupuestos. Se apuntan algunas líneas, pero son insuficientes. Este apartado se puede enriquecer en diálogo en el Aula, de modo que ayude a descubrir aspectos que no se tienen en cuenta en el desarrollo de este Capítulo.

INTRODUCCIÓN

El pecado es una categoría clave para interpretar la ética teológica. A la conducta del hombre se le ofrece esta alternativa: la opción por el bien o la deserción hacia el mal. De aquí que, si apostar por la virtud constituye el ideal ético, también su reverso, ceder al pecado, no es ajeno a la vida del hombre. Por este motivo, el pecado ha ocupado siempre un lugar destacado en la reflexión moral.

Pero el interés por el pecado puede cambiar de signo: la historia testifica que la actitud y la sensibilidad frente al mal moral ha variado en las distintas épocas. En algunos momentos de la historia, los cristianos vivieron su fe centrada en el pecado y en la posibilidad de condenación. En otros períodos, por el contrario, se despreocuparon de estas verdades.

Es sabido como la moral casuística se ocupó en exceso del pecado. En su orientación hacia el confesonario, fue preciso contemplarlo como realidad primera: el sacerdote tenía que saber valorar cada uno de los pecados del penitente. El estudio de la disciplina de Teología Moral en los Seminarios estaba orientado a que el futuro sacerdote supiese qué era el pecado y qué gravedad ofrecía cada uno de los actos humanos que no se ajustaba a los preceptos morales. Es un hecho que el temor que mostraba el nuevo sacerdote al inicio de su ministerio era precisamente si sabría o no confesar; es decir, si tenía ciencia suficiente para conocer lo que era pecado, así como su gravedad. Los exámenes con el fin de obtener "licencias para confesar" y los "casos" que mensualmente tenían que resolver los sacerdotes perseguían ese mismo objetivo.

No faltaba, ciertamente, interés por orientar al penitente hacia metas más altas, pero, de hecho, el confesonario es el lugar donde el creyente, individualmente, manifiesta sus culpas y siente el perdón de cada uno de sus pecados. Y, si algo define la casuística, es, precisamente, la valoración moral de los pecados singulares de cada penitente.

Por el contrario, nuestra época se caracteriza por el signo opuesto. El peligro no es hoy el rigorismo de la casuística y el temor a una posible condenación eterna, sino la negación tanto del pecado como del castigo eterno. Es un hecho generalizado la poca estima que merecen las faltas morales, pues se diluyen en el llamado "pecado colectivo", en la sobrevaloración de las "actitudes" y en la ponderación excesiva de "opciones más o menos fundamentales", así como en distinciones sutiles del pecado grave que equivalen prácticamente a negar la posibilidad de que el hombre pueda pecar mortalmente, etc., etc. Y como resultado —no se sabe si es causa o efecto—, la crisis de la confesión sacramental, tan poco frecuentada por los fieles y no siempre estimada por los sacerdotes. Es, pues, cierto que en amplios sectores de la sociedad está en crisis el concepto mismo de pecado.

Pero el pecado no es sólo importante en sí mismo como categoría moral, sino que tiene abiertos otros frentes en la ética teológica y en la vida moral, de forma que, si se pierde esta batalla, se resiente tanto la ciencia teológica como el comportamiento moral. Por ejemplo, el tema bíblico de la conversión, de tantas resonancias neotestamentarias y tan decisivo para la vida cristiana, está condicionado a la teología del pecado: ¿De qué se va a convertir el cristiano, si no se siente pecador? ¿Qué significado tiene el Sacramento de la Penitencia y los periodos litúrgicos de Adviento y Cuaresma, por ejemplo, si el cristiano no tiene de qué arrepentirse? ¿Cuál es el sentido de los Años Santos de indulgencia y perdón, si los creyentes no confrontan su vida pecadora con la gracia de absolución que se les ofrece?

Otro frente abierto en la ética teológica, en el que el pecado es protagonista, es el cristocentrismo. La moral del seguimiento y de la imitación de Cristo no puede actuar ligeramente en la valoración del mal moral. La auténtica fundamentación cristológica de la ciencia moral no es ajena a la valoración teológica del pecado. En la vida histórica de Cristo, le siguieron aquellos que renunciaron a todo para acompañarle, pues las condiciones para el discipulado enunciadas por Jesús eran exigentes. Y en los escritos de San Juan y San Pablo, donde el tema del seguimiento se cambia por el de imitación y transformación en Cristo, el inconveniente mayor que se opone a ello es precisamente el pecado. En una palabra, la llamada universal a la santidad, proclamada por el Concilio Vaticano II, supone en el creyente un sentido del mal moral y la lucha contra el pecado.

En resumen, todos los vaivenes a los que está sometido el estudio de la ética teológica confluyen en el tema del pecado. Es como el punto neurálgico —real, si bien negativo— que acusa los distintos avatares por los que pasa la ciencia moral. Esto explica que de una "moral del pecado", como se caracteriza a la antigua moral, se haya pasado a una "moral sin pecado", tal como ha sido proclamada por algunos en esta nueva época.

Este cambio pendular muestra, por sí mismo, que el tema requiere un replanteamiento y que algo ajeno al concepto mismo de pecado está mezclado en su tratamiento. Pues la realidad es que el pecado existe y que los hombres de nuestro tiempo son, al menos, tan pecadores como los demás que nos han precedido. Como escribe San Juan: "Si decimos que estamos sin pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestro pecado, El que es fiel y justo nos lo perdonará" (1 Jn 1,8).

En consecuencia, pecado, conversión y perdón se condicionan mutuamente. El hecho de no reconocer el pecado, no es sólo un riesgo de vivir alejado de Dios, es además la negación de la condición para alcanzar el perdón. Pues quien no reconoce sus pecados tampoco se sentirá pecador y, por lo mismo, no se acogerá al perdón de Dios. Una sociedad, una época histórica, una cultura, un grupo social o la persona singular que no se sienta pecadora, no recibirá las gracias de la redención liberadora de Cristo. Por el contrario, reconocer el pecado es afirmar la acción redentora de Jesús, pues Redención y pecado se implican.

NOTA: A causa de las múltiples controversias que en la ética teológica acompañan al tema del pecado, en el presente Capítulo seguimos una línea histórica. Los datos de la historia son de tal riqueza que iluminan la verdadera doctrina católica, y, sin tomar parte en las controversias, dejan patentes no sólo los principios, sino también las insuficiencias doctrinales que hoy se dejan sentir. Por este motivo, hemos renunciado a una exposición sistemática, tal como hemos hecho en los demás Capítulos. Aquí exponemos la doctrina al hilo de la historia y la completamos en el apartado de Definiciones y Principios. Con ello, se suple la falta de un desarrollo sistemático.

I. LA REALIDAD DEL PECADO

1. Diversas consideraciones acerca del pecado

El tema "pecado" cabe estudiarlo desde vertientes muy diversas. Estos son, de hecho, los distintos ámbitos en los que se propone su estudio:

Cultural. La distintas manifestaciones culturales se han ocupado en todas las épocas del hecho del pecado. El arte y la literatura, por ejemplo, han contemplado el pecado y los vicios humanos y los han convertido en puntos de reflexión según el interés propio del autor y de cada medio cultural. La literatura, en concreto, en todos sus géneros, ha encontrado en los pecados y en las pasiones uno de los resortes más emotivos para reflejar el alma humana.

Social. La vida social y política de todos los pueblos y culturas se ha encontrado inevitablemente con los pecados de los hombres y ha tratado de que la persona viciosa no entorpezca la vida social. De hecho, la ciencia del Derecho trata de velar por la justicia para salvar los derechos de todos y exigir el cumplimiento de los respectivos deberes con el fin de que se conviva en paz. El "delito" y la "falta" civil es el correspondiente a lo que en moral se denomina "Pecado".

Filosófico. La Filosofía se ha planteado desde sus orígenes el tema del mal moral. Tanto el mal físico como el mal moral constituyen una de las aporías más insolubles con las que tropieza la razón del hombre. De aquí que el origen, naturaleza y consecuencias del mal moral —el pecado— sean uno de los capítulos del estudio de la filosofía.

Psicológico. El mal moral tiene en la vida humana tal resonancia, que el análisis del pecado ha constituido, sobre todo en los últimos tiempos desde que la psicología se independizó de la filosofía, uno de los temas más importantes de esta ciencia. No sólo la psicología del profundo, sino que cualquier psicólogo experimenta que en el alma humana tiene un eco constante —si bien de signo dispar, según las diversas psicologías— las acciones morales del paciente.

Religioso. Todas las religiones dedican una especial atención al hecho moral. Las acciones humanas, con frecuencia, no se adecuan a los principios religiosos y ocasionan, tanto en la práctica como en las creencias doctrinales, un impacto especial. Los dioses, por su parte, se preocupan siempre de la conducta humana y no faltan en ninguna religión las listas de preceptos que el individuo debe observar, junto con el consiguiente catálogo de pecados contra esos preceptos.

Cristianismo. En el contexto en que se mueve la teología dialéctica de K. Barth, le permite afirmar que las dos categorías máximas de la Biblia son "gracia" y "pecado". En efecto, la consideración cristiana como Historia salutis refiere la actitud reveladora de Dios que se acerca al hombre y le demanda fidelidad y, con frecuencia, marca la ingratitud del hombre que no responde a los designios salvadores de Dios. Si de las páginas de la Biblia se eliminase la narración de los hechos que relatan los pecados del hombre y las llamadas a la conversión, el contenido bíblico quedaría no sólo reducido, sino que casi perdería todo sentido.

Estos distintos niveles difieren entre sí y en cada uno de estos ámbitos, el pecado tiene su propio tratamiento. Por este motivo, representa un riesgo el trasvase de contenidos o de metodología de una ciencia a otra. Es cierto que pueden completarse entre sí. Más aún, la ética teológica debe tener en cuenta las aportaciones de todos estos saberes, pero no está subordinada a ellos. En concreto, la Psicología o el Derecho tocan las fronteras de la consideración teológica, pero sus resultados no pueden hipotecar la ciencia moral. El jurisdiccionismo es una manifestación espúrea de la moral y la Psicología puede ofrecer datos de situaciones anormales que podrían viciar la orientación cristiana que juzga el pecado.

Es posible, que el motivo de la crisis del concepto de pecado se deba a factores heterónomos que se han trasvasado sin suficiente espíritu crítico al saber teológico. En concreto, los resultados de algunas escuelas psicológicas, en lugar de servir al descubrimiento de la naturaleza del pecado, lo han oscurecido, y algunas consideraciones morales del pecado han pagado un tributo excesivo a resultados no contrastados de la ciencia psicológica. Tal puede ser el caso de ciertas concepciones del sentido de culpabilidad que responden más a situaciones patológicas, que al sentimiento de culpa que experimenta una conciencia netamente cristiana.

A este fenómeno tampoco ha estado ajena la literatura, la filosofía e incluso el mensaje de algunas religiones. Es indudable que la consideración del pecado está condicionada por las diversas concepciones que se tengan del hombre. Si la interpretación moral depende de la antropología, también las diversas concepciones antropológicas condicionan la explicación que se haga del pecado.

Aquí nos interesa una lectura teológica, tal como se describe en la Revelación. La clave de intelección del pecado debe tener a la vista la altura de la vocación a la que el hombre ha sido llamado. Es la palabra de Dios la que desvela el sentido del pecado en relación con la actitud que la persona debe observar frente a Dios y en relación con los demás hombres. En concreto, la comprensión del misterio que encierra el pecado, el cristiano debe tratar de encontrarla a la luz de la Revelación y, más en particular, en relación con la acción salvadora de Cristo.

2. El pecado en la teología católica. Inculpaciones

Situados en el campo católico, la noción de pecado está en crisis, pues se le cuestiona desde puntos de vista muy distintos.

En primer lugar, se inculpa a la moral católica de haberse estructurado en estos últimos siglos a la luz exclusiva del pecado, de forma que, como resultado, ha dado lugar a una moral negativa, donde se contempla exclusivamente el mal moral; en suma, una moral de lo prohibido. En esta línea, el pecado se atomizó en acciones individuales y concretas y, según esas críticas, fueron tantas las prohibiciones, que todo era motivo de pecado. De aquí una cierta aspiración a elaborar una "moral sin pecado".

— Bajo otra óptica, las críticas de algunos sectores en el campo católico se dirigen al sentimiento de culpa deformado, que una insuficiente teología moral ocasionó en la conciencia de algunos creyentes. Los escrúpulos de unas conciencias agobiadas por el sentimiento de culpabilidad serían las consecuencias, según esos detractores, de una moral basada en la concepción no bíblica del pecado.

— Otra literatura culpa a la noción tradicional de pecado de legalismo exagerado. El pecado significó, afirman, solamente la conculcación de unos preceptos, sin referencia alguna al plan salvífico de Dios. Fue un pecado de transgresión de los mandamientos, más que una verdadera falta moral lo que entorpecía la Historia salutis.

— El hecho de que el pecado se contemplase en orden al Sacramento de la Penitencia, se dice, lo privatizó, hasta el punto de que los creyentes no tenían conciencia de que sus faltas incluían también una dimensión eclesial y pública

— La crítica más generalizada es que la predicación moral adoleció de un reduccionismo moral en el que se tocaban solamente aspectos de la moral individual y más en concreto los referidos al sexto mandamiento, sin tomar en consideración los pecados que ocasionaban un deterioro importante en la vida social. De aquí, dicen, que las faltas contra la justicia no apareciesen en el elenco de las listas cristianas de pecados.

— La impugnación llega también a la terminología empleada para hablar del pecado. Términos como "mancha", "impureza", "vergüenza"... y gestos como los golpes de pecho y ritos supletorios como exvotos, etc. responden, dicen, más a expresiones míticas del pecado que a concepciones bíblicas, tal como debe referir la moral católica.

Todas estas manifestaciones espúreas del pecado, según esas opiniones, han tenido su repercusión directa en la confesión sacramental, que ha sufrido los efectos de una falsa concepción del pecado, dado que ha fomentado el individualismo, no ha favorecido la verdadera conversión y ha dado lugar a un "purismo" moral más cercano a otras religiones no cristianas. Por consiguiente, se concluye, también la administración de este Sacramento debe someterse a una profunda reforma.

No es posible detenerse a valorar todas estas acusaciones. Es evidente que, en la medida en que quieren formular tesis que expliquen hechos muy complejos y generales, no son exactas. La misma generalización con la que se emiten esos juicios condenatorios no explica todos los fenómenos que intentan superar. En ocasiones, alguna de esas críticas son injustas, pues no tienen a la vista la multitud de creyentes que en todos los tiempos vivieron con rigor las exigencias morales cristianas; asimismo, cuando apuntan los peligros y males que causaron, esas acusaciones no son exactas. Los confesonarios han contribuido más a traer la paz a las conciencias que a complicarlas, y los ejemplos que puedan aducir algunos psicólogos obedecen más a situaciones patológicas que a personas psíquicamente normales.

No obstante, todas esas críticas señalan peligros reales y, al mismo tiempo, apuntan a aspectos verdaderamente decisivos que la consideración teológica del pecado no puede descuidar. De aquí que más que hacer un juicio de valor de estas críticas, es más útil acoger esas advertencias y buscarles una solución. Al fin y al cabo, se trata, o bien de recuperar la noción perdida o, en todo caso, de avalorar la noción de pecado a partir de una concepción bíblica del mismo, enriquecida con las aportaciones que los estudios bíblicos y las Ciencias del hombre ofrecen a la teología moral de nuestro tiempo.

3. Pérdida del sentido del pecado

Se constata un hecho en el que se da unanimidad: la pérdida del sentido del pecado en la cultura actual alcanza niveles generalizados. Así, la gente alejada de la práctica religiosa asume, lentamente, posturas morales que muestran una falta de sensibilidad hacia los valores éticos que representan la concepción cristiana de la existencia. Pero también vastos ambientes cristianos carecen del sentido del pecado. No sólo porque se constata el deterioro moral de sus vidas, sino también porque no tiene otra explicación el hecho de que los católicos cada día frecuenten menos el Sacramento de la Penitencia y sin embargo se acerquen masivamente a recibir la Comunión. Este hecho, denunciado por los últimos Papas y por casi todos los obispos, no obedece a una mayor formación de la conciencia, ni se corresponde con una sensibilidad más adecuada del pecado, sino que acusa más bien que no se valora su gravedad, por lo que se carece del sentido de culpa. Tal situación mueve al católico a acercarse a la Comunión sin las disposiciones morales exigidas.

Todos estos factores y otros más no considerados aquí testifican que es urgente la elaboración teológica del pecado, al mismo tiempo que se impone una catequesis más apropiada a la sensibilidad cultural y religiosa de nuestro tiempo. Pues, si no era correcto que las generaciones que nos precedieron configurasen su fe sólo en torno a la noción del pecado, no es menos inconveniente que las nuevas traten de vivirla al margen de él. Urge, por consiguiente, volver sobre la teología del pecado, al mismo tiempo que se busca la forma de transmitirla conforme a la sensibilidad de la cultura actual.

II. EL PECADO EN LA REVELACIÓN BÍBLICA

Parece lógico que la teología moral asuma la noción de pecado tal como se manifiesta en la Biblia. Examinaremos una doble vía: primero, el análisis filológico de los términos con los que se expresa la Revelación para denominar el pecado, seguidamente, las actitudes que encama tanto la vida del hombre que lo comete, como la reacción de Dios frente a él.

1. Antiguo Testamento

Repartimos el estudio en tres apartados: la terminología empleada, la actitud de Dios frente a las infidelidades del pueblo y las enseñanzas de los libros sagrados sobre el sentido y gravedad del pecado.

a) Terminología

La abundante bibliografía sobre el tema sorprende tanto como la unanimidad con que hacen recuento de los múltiples términos que el Antiguo Testamento refiere y aplica al pecado. La etimología es aquí de excepcional interés, pues nos sitúa ante las fuentes mismas de su significación. Por otra parte, la abundancia de términos y la frecuencia de uso de cada uno de ellos muestra hasta qué punto el tema del pecado ocupa un lugar destacado en la enseñanza bíblica.

El término más usado es el de hatta't, derivado del verbo hatta', que en las diversas formas verbales se encuentra 232 veces. El sustantivo hatta't se menciona 290, siempre en relación al "pecado", bien sea el pecado en sí (16 veces) o el ofrecimiento ritual por los pecados (123 veces).

El sustantivo hatta't significa "desviarse", "caer" y, en sentido moral, adquiere la acepción de "separarse del camino" o "alejarse de la norma moral" que indica el camino o "dar un paso en falso". Cabe, pues, deducir que el término más usado en el Antiguo Testamento para hablar del pecado lleva anexo el concepto de "conculcación de una norma", y ello comporta el separarse del recto camino. Así, por ejemplo, Abimelech reprocha a Abraham que es causa de pecado suyo y del pueblo por no delatarle que Sara era su mujer (Gén 20,9); David reconoce su pecado ante el profeta Natán (2 Rey 12,13); el Faraón confiesa su pecado a Moisés (Ex 9,27; 10, 16), etc. Otras veces se refiere a los pecados del pueblo (cfr. Num 12,1l; 14.40; 17,7; Jer 3,25; 8,14), etc.

Otro término usado con frecuencia es pesa, que como forma verbal se encuentra 43 veces y sustantivado. Significa "rebelarse" o "sublevarse" contra alguien. El sustantivo se repite en 93 textos y expresa la idea de "rebelión", pero designa, a su vez, un acto que es "delito" o "acción mala", en relación a la "transgresión" de una norma, y por ello "ser infiel". Así, por ejemplo, Jacob reconoce sus pecados (Gén 31,36) y Moisés pide perdón por los pecados del pueblo (Num 14, 18). En el mismo sentido, las máximas de los Proverbios previenen al pueblo de cometer pecados (Prov 10, 12; 17,9, 19,1 l), etc.

También es frecuente el uso de awon. El verbo se encuentra sólo 17 veces, y significa "equivocarse" o "estar equivocado", pero incluye un error querido, por lo tanto connota la idea de "equivocación inicua". El sustantivo awon se repite en 227 textos con el significado de "iniquidad", "delito", "culpa". Así, Caín confiesa su culpa ('awon) ante Yahveh, por la muerte de su hermano Abel (Gén 4,13); Dios denuncia los pecados de Sodoma (Gén 19,15) y los hombres hacen confesión de sus pecados (cfr. 1 Sam 25,24; 2 Sam 14,9), etc.

Además de esta tríada, existen otros términos que incluyen aspectos concretos del pecado. Por ejemplo, nebalah, que significa "infamia", "locura"; asam en sentido de "delito"; n'balah, que indica "crimen" e "impiedad"; ma'al, igual a "acción mala" y "perfidia"; ra'ah, que cabe traducir por "mal" o "maldad"; sik'lut, que equivale a "necedad", etc.

Si hiciésemos acopio de los distintos significados que encierran estos términos, se enriquecería lo que el Antiguo Testamento entiende por "pecado". El "pecado" es una acción mala por la que el hombre se separa de alguien y conculca unos preceptos que debiera cumplir. Con el pecado el hombre se subleva contra alguien y por ello comete un delito, adquiere una culpa, es reo de impiedad, está equivocado, se engaña, ha errado el camino, es víctima de la necedad, etc., etc.

Es de notar que estas variadas significaciones son esencialmente religiosas. Todo el contexto bíblico, en especial lo concerniente a la actividad del hombre, se relaciona con Dios, por lo tanto no es sólo de índole ético, referido a costumbres honestas. De aquí que el concepto de "pecado", que aflora con tanta frecuencia en los textos del Antiguo Testamento, tenga un sentido exclusivamente religioso.

Este tratamiento religioso del pecado, expresado ya en la etimología de los vocablos bíblicos, contrasta con los análisis que se hacen en algunos libros de moral, en los que la interpretación filosófica o antropológica priva sobre la contemplación religiosa. El pecado hay que situarlo en relación al tipo de conducta que el hombre asume frente a Dios y no sólo en las repercusiones personales o sociales que conlleva:

"Mientras que la ética griega, antropocéntrica, se basa en la areté (honor, medida y belleza) —fruto de la paideia y, por tanto, penetrada por la razón—, la moral bíblica, teocéntrica, busca la rectitud del hombre en su conformidad con Dios y concibe la virtud esencialmente como justicia. Sin duda la justicia es la perfecta corrección moral, la honradez, o, mejor aún, la práctica de la sabiduría; pero, como su nombre sugiere, implica relación a Dios y obediencia a su voluntad; el justo es un santo o, si se quiere, un hombre religioso, fiel al cumplimiento de sus deberes".

b) Actitudes ante el pecado

Como es sabido, los once primeros capítulos del Génesis narran la prehistoria de la humanidad desde la creación hasta Abraham. Pues bien, esos dos o tres millones de años de la historia del hombre, la Biblia los relata de un modo religioso y toma como punto de referencia la salvación. De aquí que se destaquen los pecados de la humanidad y los correspondientes castigos por parte de Dios.

Después de los dos primeros capítulos del Génesis, llenos de aliento y optimismo en los relatos de la creación, el capítulo III narra el pecado de Adán y Eva; el IV el fratricidio de Caín. El capítulo V es una narración puente para relatar la multiplicación y crecimiento de la humanidad. Enumera las conocidas "generaciones" (el toledot) desde Adán hasta el nuevo personaje protagonista, el patriarca Noé, con el que se inicia el capítulo VI, dedicado, junto a los capítulos VII VIII castigo del diluvio. La razón de este castigo es la proliferación del pecado entre los hombres: "Viendo Dios que la malicia de los hombres se había extendido a toda la tierra... se arrepintió de haberle creado" (Gén 6,5—6). Los capítulos IX al XI relatan el segundo desarrollo y expansión de la humanidad después de la catástrofe del diluvio. La crónica de ese amplio espacio de la historia humana se cierra con el capítulo XI, en que de nuevo hace de protagonista el pecado del hombre en las pretensiones significadas por la Torre de Babel y el castigo de la confusión de lenguas impuesto al hombre por Dios.

El comienzo de la historia bíblica con Abraham no es ajeno al pecado. La fidelidad y la fe de Abraham discurren en paralelo frente a la narración de los pecados del resto de la humanidad: la destrucción por el fuego de Sodoma y Gomorra se debe a que "sus pecados se habían multiplicado muchísimo" (Gén 18,22; 23,28—29).

La constitución del pueblo de Israel y la alianza sellada por medio de Moisés (Ex 19—21) inicia un periodo en el que la historia bíblica discurre entre las infidelidades del pueblo y la fidelidad de Dios. Tres son las grandes deslealtades de Israel antes de entrar en la tierra de la promesa: la adoración del becerro de oro (Ex 32—34); la rebelión del pueblo contra Moisés (Num 14,1—38) y la insurrección de Coré, Datán y Abirón contra sus jefes (Num 16,1—48). Todos estos episodios son castigados por Dios, después de dolerse de los pecados del pueblo.

El punto central para la vida moral de ese periodo de "éxodo" es la promulgación de los Diez Mandamientos (Ex 21—22). El Decálogo es el "código de la Alianza" y es aceptado como tal por el pueblo: "Tomando Moisés el volumen de la alianza lo leyó delante del pueblo, al que respondieron: todo lo que Dios ha mandado lo asumimos, lo haremos y lo obedeceremos" (Ex 24,7). El Decálogo contiene el "código de conducta" que los israelitas han de observar en relación a Dios y con los demás miembros del pueblo. Este código moral se complementa con las leyes de culto (Ex 20, 22—26), que se detallarán más tarde en el Levítico y en el Deuteronomio y con 'los preceptos relativos a las fiestas anuales que han de celebrar (Ex 21,10—19).

Desde este momento, religión y moral se implican mutuamente y el centro de ese nudo de relaciones será el monoteísmo y la vocación de destino del pueblo. Pero los preceptos están dirigidos a cada uno de los individuos: todos ellos contienen exigencias morales colectivas y personales.

La historia de Israel instalado en Palestina es asimismo la crónica detallada de sus infidelidades: el libro de los Jueces narra minuciosamente los anales de esos pecados y de los castigos subsiguientes. Dios reafirma su fidelidad que contrasta con la deslealtad de su pueblo: "¿Por qué habéis abandonado al Señor, Dios de Israel y habéis edificado un altar sacrílego?" (Jos 22,16).

La aparición de los Profetas obedece al mismo dato: la pérdida progresiva del sentido religioso del pueblo y la reivindicación de los derechos de Yahveh. Los Profetas tienen la misión de recordar al pueblo las exigencias de la Alianza, de fustigar sus desvíos y anunciar los inminentes castigos de que serán víctimas por sus pecados. Esos castigos se cumplirán inexorablemente si no se arrepienten. Como es sabido, el profeta de Israel no tenía como objetivo prioritario la misión de "adivino" del futuro, sino el encargo de "moralizar" el presente de un pueblo que no estaba a la altura ética que reclamaba su misión.

No es posible seguir paso a paso esa colosal historia sintetizada entre pecado—gracia, infidelidad—fidelidad, desobediencia—llamada, que constituye el nervio del Antiguo Testamento y que vertebra la historia de la salvación. Es más vital que enjuiciemos algunas enseñanzas que se presentan en esta larga y apasionada narración de la conducta moral de Israel ante los preceptos promulgados por Yahveh.

c) Enseñanzas sobre el pecado

Tratamos de ordenar algunas constantes respecto al pecado que se destacan en la enseñanza moral del Antiguo Testamento:

— El pecado supone una transgresión de un precepto de Yahveh, bien sea contra el Decálogo o de algunos de los diversos códigos rituales y de convivencia social. Por ejemplo, "comer carne con sangre" es "pecar contra Yahveh" (1 Sam 12,33). De aquí que la dignidad del israelita está en guardar los mandatos que ha recibido de Dios; "Conocéis los preceptos y mandatos que os he comunicado de parte de Dios: observadlos y cumplidlos, pues en ellos está vuestra sabiduría y prudencia delante de los demás pueblos" (Dt 4, 5—6). Al final de las normas rituales se contiene esta advertencia de Yahveh: "Guardaréis mis mandamientos y los cumpliréis. Yo soy el Señor" (Lev 22,3 l).

— Los pecados provocan siempre el celo de Yahveh. Sorprende como reacciona Dios ante el pecado del pueblo: "Dios es un fuego devorador, es un Dios celoso" (Dt 4,24). De aquí la razón del castigo: "Yo soy tu Dios, un Dios fuerte y celoso, que castigaré la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación" (Ex 20, 5). Los castigos más duros serán contra la idolatría: era preciso mantener el monoteísmo frente al politeísmo de los pueblos circunvecinos, que superaban a Israel en fuerza y en cultura. Algunas sanciones son especialmente duras y ejemplares, tal es el caso de Coré, por sublevarse y atribuirse funciones sacerdotales: fue devorado por la tierra él y su familia junto con 250 rebeldes (Num 16, 10—33).

— Los pecados que se mencionan y condenan son variadísimos; pero, si prescindimos de los códigos de comportamiento civil, propios de aquel pueblo y de los preceptos rituales, los "pecados" de Israel son los actos que no respetan el Decálogo. Sin embargo, en ocasiones se desdoblan y forman "listas de pecados". A este respecto, son conocidos los 14 pecados que se enumeran en el c.31 del libro de Job.

— En un intento de síntesis, el catálogo de pecados condenados con mayor insistencia se reparten en cuatro apartados:

* La idolatría y el alejamiento de Yahveh.

* Posponer a Dios por fines políticos o de prosperidad temporal.

* Los desórdenes sexuales, entre los que sobresale el adulterio.

* Los pecados contra el pobre y desamparado.

— Jahveh demanda siempre la expiación y la penitencia por los pecados cometidos. La primera advertencia de los profetas es la llamada a la conversión. La expiación por los pecados contaba en Israel con unos ritos detallados, en los que figuraban la purificación y el arrepentimiento. El vocabulario bíblico es rico en señalar estas prácticas. Así, el pecador debe "purificarse" (tichar), y, cuanto primero, ha de "desembarazarse del pecado" (chitee). En ocasiones era preciso hacer un sacrificio expiatorio. A este respecto, destacan algunos salmos, que son un cántico de perdón y penitencia (Ps 50).

— Pero Dios está siempre dispuesto al perdón. "Para expresar la idea de perdón el Antiguo Testamento usa una notable variedad de expresiones y de imágenes: salach, perdonar, siempre con Dios como sujeto; nasa, quitar (la culpa); rasa, literalmente, "pagar", y, por tanto, "perdonar"; rafa, "curar". Cuando Yahveh renuncia al castigo del culpable, se dice que se arrepiente del mal que había decidido infligir, es decir, perdona; cuando hace cesar un castigo, perdona o —como se expresa en 2 Sam 21,14— "está aplacado con la nación". Pero, si se convierten, Dios perdona (Jer 18,8; Os 2,7; Ez 14,1 l).

— El perdón de Dios es un perdón para siempre, pues se olvida del pecado cometido y no le pasa factura después de que se haya arrepentido de él:

"Yahveh es la voluntad soberana y libre que obra según el bien (1 Sam 3,18) y "hace gracia a quien hace gracia" (Ex 33,19), porque él "es misericordioso y benigno, longánime, rico en bondad y en fidelidad, que guarda la benevolencia hasta mil generaciones, perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado" (Ex 34,6); él puede, si quiere, volver a otorgar al pecador su favor y restablecer el flujo de sus beneficios hacia él (2 Sam 16,11 ss.); como es misericordioso, está dispuesto a "suprimir" a "borrar", a "no acordarse más", a "echar detrás de él" el pecado; él es el que "perdona la iniquidad" (Ex 34,6).

— En el Antiguo Testamento se contempla también, frecuentemente, el pecado colectivo: el que comete el pueblo como tal. En ocasiones puede sorprender cierto primitivismo en la forma de entender el castigo, pues se inflige a personas unidas al pecador, que no han tenido parte en el delito (cfr. Gén 12,17; 20,7; Num 16,32; Jos 7,24—26, etc.). Pero, pronto, los castigos colectivos se corresponden con pecados que han sido cometidos por todo el pueblo: existía una culpa colectiva, que requería un castigo general. Los testimonios que afirman que "ha pecado el pueblo" son muy frecuentes. No debe olvidarse el sentido comunitario que caracteriza a Israel como pueblo de Dios. De aquí que en ocasiones el pueblo como tal se desvíe de su misión, por lo que el castigo afectaba al pueblo como colectividad.

Pero aún son más repetidos los testimonios referentes a pecados individuales. A este respecto, son aleccionadores los castigos que Yahveh impone a los pecados de los reyes, por ejemplo, Saúl (1 Sam 31,1—7) y David (2 Sam 12,13—3 l). En este sentido, es elocuente el texto de Ezequiel: "El que peca es el que morirá; el hijo no cargará con la culpa del padre, el padre no cargará con la culpa del hijo; sobre el justo recaerá la justicia, sobre el malvado recaerá la maldad" (Ez 18,20). Con Ezequiel caduca aquel viejo proverbio de Israel: "Los padres comieron los agraces y los hijos padecen la dentera", pues asegura Ezequiel: "Os juro, por mi vida, oráculo del Señor, que nadie volverá a repetir este refrán" (Ez 18,3). Pero son los profetas los que convocan al Pueblo porque como tal ha pecado y ha roto la Alianza. Aquí surgen las brillantes imágenes de la viña cultivada con esmero, pero que, en lugar de uvas, dio agrazones (Is 5,1—7; Jer 2,21—23) y de la esposa que se prostituye y no responde al amor del esposo (Jer 3,20; Ez 16; Os 2,4—20), o la ingratitud del pueblo contra Dios que le ama como una madre (Is 49,15) o las quejas sobre Israel que no le reconoce como a Padre (Is 64,8), etc.

— En toda ocasión se confirma que el pecado en el Antiguo Testamento tiene siempre una connotación religiosa: es el pecado contra Yahveh; el pueblo elegido "no ha observado la Alianza" que Dios ha hecho con él; "ha conculcado sus preceptos"; "ha desobedecido sus mandatos"; no ha "cumplido su voluntad". Todas estas expresiones y otras similares son indicativas de la referencia obligada que contiene el pecado como ofensa que se hace a Dios. De aquí la expresión frecuentemente repetida "pecar contra Dios". "¿Cómo podría hacer yo ese gran mal y pecar contra Dios?" (Gén 39,9), es la expresión de José cuando se le incita a pecar (Ex 10, 16; Jos 7,20; 2 Sam 12,9—13). Pero también los pecados contra los hombres, aquellos que causan un mal, son considerados como ofensa hecha a Yahveh (cfr. Prov 14,21; 17,5,15, etc., y de modo más contundente el profeta Amós).

2. El pecado en el Nuevo Testamento. Los Sinópticos

Las infidelidades pesaron siempre sobre la conciencia de los israelitas

que tenían fundadas razones para considerarse el pueblo elegido y sabían que no eran fieles a su elección. Esa conciencia de culpabilidad adquirió una meditación más profunda durante el destierro. Desde entonces, ese pensamiento recorrió la historia de la elección en doble dirección: Israel hizo el recuento de sus culpas pasadas, pero, al mismo tiempo, se proyectó sobre el futuro. De aquí las ansias mesiánicas que coincidían con la futura liberación de todos sus pecados. Esa es la predicación de Jeremías, el Profeta del inicio del destierro: "Todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes, porque les perdonaré todas sus maldades y no me acordaré más de sus pecados" (Jer 31,34). Y, en efecto, desde el anuncio del Ángel, el Mesías "será llamado Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21). Y la vida pública será una llamada a la conversión y al perdón de los pecados. Estudiaremos brevemente este tema en los Sinópticos, en San Juan y en los escritos de San Pablo 20

En los Sinópticos Jesús es anunciado por el Bautista como el que hará justicia y separará el bien del mal (Lc 3,16—17). Y Jesús hace su presentación pública al anuncio de que se arrepientan y se conviertan para que crean en el Evangelio (Mc 1,15; Mt 4,17). A partir de este momento, la misión fundamental de Jesucristo es buscar a los pecadores y dejarse acompañar por ellos (Lc 5,30, par), dado que son los enfermos los que necesitan médico y no los sanos (Mt 9, 11—13 par). Y, ante las acusaciones de que come con los publicanos y pecadores, Jesús no cambia de conducta (Mc 2, 15—17).

La acogida al pecador, con el consiguiente perdón, es tema de diversas predicaciones, pero en ninguna es tan plástica como en las tres parábolas de la misericordia que relata San Lucas y que constituyen el tema del capítulo 15. Es la respuesta de Jesús a la murmuración de los fariseos: "Se acercaban a El todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos" (Lc 15,1—2). Con esta ocasión, Lucas narra las tres parábolas: la oveja descarriada, la dracma perdida y el hijo pródigo, en las que asegura que "hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por 99 justos que no necesitan la penitencia" (Lc 15,7—10).

Una muestra de su mesianidad la sitúa Jesús en el poder de perdonar los pecados, que lleva a cabo en la persona del paralítico (Mt 9,2—7 y par; Lc 7,49). Y concluirá su vida perdonando al ladrón ajusticiado (Lc 23,43), porque El ha ofrecido su sangre que será "derramada por muchos" (Mc 14,24). Finalmente, San Lucas recoge el encargo de Jesús a los Apóstoles de que prediquen "en su nombre la penitencia y el perdón de los pecados en todas las naciones" (Lc 24,47).

Resumimos a continuación algunos puntos más característicos de la doctrina sobre el pecado en los Evangelios Sinópticos:

a) Terminología

El término usado con más frecuencia es amartía (24 veces). Con este mismo vocablo tradujeron los Setenta el término hebreo hatta't. Amartía significa "pecado", en singular, y el correspondiente sustantivo "pecador" (Mt 3,6; 9, 10—1l; Mc 1,4—5: Lc 3,3). Pero se emplea también anomía (4 veces), en la acepción de "iniquidad". Anomía era un término popular del tiempo de Jesús para significar la acción del demonio. Se encuentra sólo en San Mateo: así el rechazo final se hará "porque son hijos de la iniquidad" (Mt 7,23); se condenan los que "hacen la iniquidad" (Mt 13,41). En ocasiones, el corazón está "lleno de iniquidad" (Mt 23,28) y al final de los tiempos "abundará la iniquidad" (Mt 24,12).

Se emplean también otros términos, como adikia, injusticia (Lc 16,8) y asébeia o impiedad.

b) Todos los hombres son pecadores

La predicación de Jesús denuncia que todos los hombres necesitan del perdón: su sangre será derramada por todos (Mt 26,28; Mc 14,24). El hombre actúa con principio de maldad: no descubre la viga en su ojo, mientras hace notar la mota en el prójimo (Mt 7,5). Y Jesús universaliza, "si vosotros siendo malos...... para contraponer la maldad del hombre y la bondad de Dios (Mt 7,1 l). Esta doctrina es afirmada más tarde por San Pablo: "No hay nadie que sea justo, ni siquiera uno solo... No hay nadie que haga el bien, ni siquiera uno solo" (Rom 3,10—12). Esta sentencia la asume, a su vez, San Pablo del Antiguo Testamento: "No hay hombre que no peque" (Job 4,17; 15,14; Eccl 7,20). "No hay sobre la tierra un hombre justo que haga el bien y no peque" (Eccl 19,16). San Juan recoge la sentencia de Jesús: "El que esté sin pecado que lance la primera piedra" (Jn 8,7). Y el Apóstol Santiago dirá con frase lapidaria: "¿Quién hay que no haya pecado con la lengua?" (Sant 3,2).

c) Catálogos de pecados

Los Sinópticos hablan del pecado, pero no los alistan. De los 21 catálogos de vicios que cabe enumerar en el Nuevo Testamento, sólo uno se encuentra en los Sinópticos. Enunciados por el mismo Jesús, Marcos recoge los siguientes pecados: malos pensamientos, hurtos, fornicaciones, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, impureza, envidia, blasfemias, altivez e insensatez (Mc 7, 21—22). San Mateo, en pasaje paralelo, enumera sólo siete pecados, coincidentes con los de Marcos, menos la literalidad de "falsos testimonios", si bien se sobreentienden los designados por Marcos (Mt 15,19—20).

Otra lista reducida la enumera en la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9—14). Aquí se menciona la tríada: robo, injusticia y adulterio. Pero no es difícil encontrar en los diversos momentos de la predicación de Jesús los demás pecados que ofrecen los restantes escritos del Nuevo Testamento.

Algunos de estos pecados cabe descubrirlos en las amenazas y crítica que hace a los fariseos (Mt 23,1—53). Otros se personifican en las parábolas de la cizaña (Mt 13, 24—30), del rico Epulón y del pobre Lázaro (Lc 16,1931), del hombre avaro (Lc 12, 13—21), del siervo inicuo (Mt 18, 21—34), del juicio final de la historia (Mt 25,31—46) o en la del buen samaritano (Lc 10,30—37), etc. Algunos se presuponen en las actitudes que condena en su predicación. Sirvan de ejemplo los siguientes pasajes del Evangelio de San Mateo: Mt 7,1—6; 6,24; 5,17—32; 7,15—17; 11,16—18; 12, 31—37; 16,4; 19,312, así como los vicios que censura a los fariseos: Mt 23,1—33 y par.

d) Condena de algunas actitudes

Además de esas acciones concretas, Jesús condena ciertas disposiciones y actitudes que se oponen a su mensaje de salvación. Tales como la soberbia (Mt 23,4—12; Mc 12,38—39; Lc 18,8—14; 20,46); la avaricia y el amor a las riquezas (Mt 6,19—29; Lc 12,13—21; 16,14); los juicios temerarios contra el prójimo (Mt 7,1—5; Lc 7,36—50); las calumnias (Mt 11,16—19; Lc 7,31—35; Mc 3,22—27); la actitud adúltera (Mt 5,31—32; 12,38; 19,3—9; Mc 10,7—12); las injusticias con las viudas (Mc 12,40; Lc 20,47); la mentira y la hipocresía (Mt 23,3. 6,23,25; Lc 12,1), etc. Estas y otras actitudes de connivencia con el mal merecen críticas muy duras por parte de Jesús.

e) Importancia de los pecados internos

La lista de Lc 18,9—14 la recogen Mateo y Marcos con ocasión de la enseñanza de Jesús sobre la necesidad de cuidar el interior: "¿También vosotros estáis faltos de sentido? ¿No comprendéis —añadió declarando puros todos los alimentos— que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede contaminarle, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y es expelido a la letrina? Decía, pues: Lo que del hombre sale, eso es lo que mancha al hombre, porque de dentro del corazón del hombre proceden..." (Mc 7,18—21). Y, seguidamente, enuncia la lista de pecados antes reseñada.

En el Sermón de la Montaña, Jesús afirma que el adulterio se fragua en el corazón (Mt 5,17—18). Y las disposiciones morales para la limosna, la oración y el ayuno deben corresponder a las intenciones internas del espíritu, más que a las manifestaciones exteriores, tan cuidadas por los fariseos. Precisamente en esto se distinguirá la nueva actitud de los oyentes frente a las prácticas morales de los fariseos (Mt 6,1—18).

Es preciso cuidar la luz de los ojos para que vean con claridad, de lo contrario, si el interior está oscuro, todo lo verá mal: "Cuida, pues, que tu luz no tenga parte de tinieblas, porque si todo tu cuerpo es luminoso, sin parte alguna tenebrosa, todo él resplandecerá" (Lc 11,33—35). Como se explica en al Capítulo V, la pureza moral interior del corazón es una de las características de la ética cristiana, frente a la moral del Antiguo Testamento. Es una consecuencia de la "bendición" proclamada: "Bienaventurados los limpios de corazón" (Mt 5,8).

f) Pecados de omisión

Los Sinópticos destacan la condena de las vidas que no han sido fieles a la respuesta porque no cumplen con su cometido. Como gesto simbólico Jesús subraya la reprobación de Israel, representado en la condena de la higuera infructuosa (Mc 11,12—14, 20—21). La misma interpretación cabe hacer de la parábola de las diez vírgenes, a las que no se les recrimina pecado de comisión alguno (Mt 25, 11—13) o la condena del que no empleó su talento (Mt 25, 27—29), y el juicio final, donde se condena no el mal que se hace, sino el bien que se ha dejado de hacer (Mt 25, 41—46). En el mismo sentido podría interpretarse la parábola del rico y del pobre Lázaro, donde no se menciona pecado alguno cometido por el rico Epulón (Lc 16,19—3 l).

g) Jesús condena acciones concretas y singulares que no cabe reducir a la "opción fundamental"

También los Sinópticos destacan la individualidad del pecado. No contemplan opciones fundamentales, sino más bien actos singulares: "Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró en su corazón" (Mt 5,22). Si se tiene algo contra el hermano, hay que reconciliarse pronto (Mt 5, 23—26). La misma condena merece el juramento formulado (Mt 3,33—37). En el sentido de sanción de acciones singulares se debe entender la condena de las cinco vírgenes necias, que habían aceptado la invitación y sólo descuidaron el encargo de cumplir su cometido (Mt 25,1—12); o la parábola de los dos hijos (Mt 21,28—31), etc. Pero, en todo caso, esta doctrina corresponde a la importancia que Jesús da a las acciones particulares de cada persona.

En otros textos, por el contrario, Jesús postula opciones radicales, tales como las exigencias para ser discípulo y seguirle, como se refleja en las tres llamadas (Mt 8,18—22; Lc 9,57—62) o la parábola del tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44—46), o la alternativa entre "servir a Dios o a las riquezas" (Mt 6,24), etc.

h) El pecado de escándalo

Entre las acciones singulares condenadas por Jesús se destacan los pecados de escándalo, tan subrayados por San Mateo (Mt 18,1—7), que concluye con aquellas advertencias: "Ay de aquel por quien venga el escándalo" (Mt 18,1—7). Seguidamente Mateo expone el sacrificio que se debe imponer el hombre para no escandalizar (Mt 18,8—9; Mc 9,46—47). Pedro mismo se convierte en "escándalo" para el Señor cuando le disuade de morir; de ahí la dura condena con la fórmula que usa en el desierto contra Satanás (Mt 16,23).

i) El pecado como deuda con Dios

Todo pecado es pecado contra Dios: "He pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18.21). Y Pedro condena a Ananías porque "no has mentido a los hombres, sino a Dios" (Hech 5,4). Corresponde al sentido religioso del pecado, por eso, quien peca tiene una deuda ante Dios. Y así se entiende en los Sinópticos en la oración del Padre Nuestro:

"El correspondiente vocablo hebreo hob se encuentra una sola vez en todo el Antiguo Testamento, como el término griego se encuentra una sola vez en el Nuevo Testamento; pero en la lengua aramea que hablaba Jesús, hoba' era de uso muy común no sólo para definir la esencia del pecado que se identificaba con una deuda contraída con la justicia divina, sino para identificar en general al pecado... En la fórmula del Pater noster de Lucas, a "deuda" ha sustituido "pecado", porque los destinatarios de lengua griega del tercer Evangelio no habrían entendido fácilmente la terminología hebrea, pero la idea de deuda subsiste en la segunda parte de la petición: ...como nosotros perdonamos a nuestros deudores".

El mismo sentido de deuda se expresa en la parábola del siervo despiadado (Mt 18,21—35). Esta idea se repite en la pecadora a quien se le perdona mucho porque amó mucho, pues el amor rebasa y condona la deuda (Lc 7,41—49).

j) Los pecados contra el prójimo

A este respecto sobresale la plasticidad de la parábola del buen samaritano, con la consigna final: "Vete y haz tú lo mismo"(Lc 10,29—37). Especial solemnidad adquiere la descripción del juicio de la historia, en el que Cristo es como el sujeto de las necesidades del prójimo (Mt 25,31—46). También es de destacar la identificación que hace Jesús entre el primero y el segundo mandamiento (Mt 22, 34—40; Mc 12,28—34; Lc 10,25—28).

Sobresale asimismo en su predicación la importancia que adquiere el hombre frente a la interpretación de la ley: tomar unas espigas para saciar el hambre es más importante que la guarda del sábado (Mt 12,1—6) y curar a un enfermo en ese día no quebranta el precepto del descanso (Mt 12,9—14), pues "el sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27; cfr. Lc 6, 1 —11; 14,1—6). Idéntica preeminencia del hombre frente a la interpretación de la ley se subraya en la costumbre del Corbán, que anteponía ciertas promesas a la atención debida a los padres (Mt 15,1—9; Mc 7,8—13), etc.

k) Invitación a la conversión y concesión del perdón

La invitación a la conversión, con la que se inicia la vida pública, coincide con la promesa del perdón 21 . Los testimonios son numerosos no sólo en la doctrina predicada sino en la práctica. Así se explica el perdón concedido a Zaqueo (Lc 19, 1 — 1 O), a la pecadora arrepentida (Lc 7,48—49), al buen ladrón (Lc 23,43), etc. En dos ocasiones, los Sinópticos describen la acción de Cristo con esta significativa expresión: "El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Mt 18,1 l; Lc 19, 1 O).

Para obtener el perdón de los propios pecados, Jesús pone la condición de perdonar cada uno a su prójimo. Así está expresado en el Padre Nuestro (Mt 6,12; Lc 11,4) y Jesús lo explicita en la siguiente enseñanza de Marcos: "Cuando os pusierais en pie a orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados. Porque si vosotros no perdonáis, tampoco nuestro Padre que está en los cielos, os perdonará vuestras ofensas" (Mc 11,25—26).

Una excepción al perdón lo constituye el llamado "pecado contra el Espíritu Santo". San Mateo lo sitúa en disputa con los fariseos que atribuyen los milagros de Jesús a una intervención del diablo. Parece, pues, que se trata de un pecado contra la luz, imputando a malas causas la acción del Espíritu: "Por eso os digo: cualquier pecado o blasfemia les será perdonada a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonado. Quien hable contra el Hijo del hombre, será perdonado, pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este mundo ni en el venidero" (Mt 12,31—32). San Marcos matiza que "quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, es reo de eterno pecado. Porque ellos decían tiene espíritu impuro" (Mc 3,28—30).

Santo Tomás explica que la obstinación de quienes cometen este pecado está en que atribuyen a los demonios la acción del Espíritu Santo, y por eso "se dice que blasfeman contra el Espíritu Santo". Y, citando a San Agustín, afirma que no se les perdona porque "no se arrepienten y así perseveran impenitentes hasta la muerte".

El obstáculo para obtener el perdón es la soberbia que impide conocer y arrepentirse de los propios pecados. Es la enseñanza de la parábola del fariseo y del publicano. A éste se le perdona porque los reconoce y los confiesa, pero el fariseo vuelve a casa sin recibir la justificación. La parábola va dirigida a "aquellos que presumían de ser justos y despreciaban a los demás hombres" (Lc 18,9—14).

3. El pecado en San Juan

En oposición a Mateo, el término "anomia" no se encuentra en este Evangelio, pero sí en las Cartas. San Juan emplea con más frecuencia la palabra "amartía", que se menciona 34 veces en sus escritos: 17 en el Evangelio y 17 en su primera Carta. Pero aún en el uso de "amartía" cabe señalar cierta diferencia con los Sinópticos, dado que San Juan lo emplea de ordinario en singular (25 veces). Los nueve textos en los que aparece en plural no especifican listas concretas —que no se encuentran en los escritos juanneos—, sino que expresan un plural genérico, sin especificar pecados concretos: equivale al estado de pecado.

La razón es la misma que caracteriza al cuarto Evangelio, que es una reflexión teológica sobre la vida y misión de Jesucristo, más que la enumeración de datos y de especificaciones concretas.

San Juan considera el estado de pecado en que está la humanidad por la acción del demonio. La intervención satánica en la pecaminosidad humana es lo que trata de advertir el Apóstol en sus enseñanzas. Por lo que el pecado es la "iniquidad" del espíritu malo. Como San Mateo, también San Juan entiende el pecado como "iniquidad" (1 Jn 1,9; cfr. Apoc 18,4—5) y "maldad" —anomía— (1 Jn 3,4). He aquí algunas afirmaciones fundamentales:

a) Todos somos pecadores

San Juan resalta la condición pecadora de todos; reconocerla es requisito para ser perdonados: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonamos y limpiarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, nos hacemos mentirosos y su palabra no está en nosotros" (1 Jn 1,8—10).

Pero el cristiano no debe pecar en razón de estar ungido por el Espíritu y en su condición de regenerado (1 Jn 2,26—27; 3,8). Por eso debe estar unido a Cristo: "Todo el que permanece en El no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido" (1 Jn 3,6). "El que obra el mal no ha visto a Dios" (1 Jn 1 l). San Juan presenta, pues, el tema del pecado desde la perspectiva del Bautismo.

b) Jesús "quita el pecado del mundo"

Así fue presentado por Juan el Bautista (Jn 1,29) y esta misión es recordada por San Juan a los cristianos: "Sabéis que apareció para quitar el pecado" (1 Jn 3,5), por eso "El nos purifica de todo pecado" (1 Jn 1,7). El es "propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo" (1 Jn 2,2). Y en su nombre, "se nos han sido perdonados todos los pecados" (1 Jn 2,12) y de ellos "nos ha absuelto por la virtud de su sangre" (Apoc 1,5). De aquí el encargo dado a los Apóstoles de "perdonar los pecados" (Jn 20,23). A Jesús, por el contrario, "nadie le puede argüir de pecado" (Jn 8,6), pues "en El no hay pecado" (1 Jn 3,5).

c) El pecado se comete a instancias del diablo

La relación pecado—demonio es subrayada por Juan: "el que comete pecado, ése es del diablo, porque el diablo desde el principio peca" (1 Jn 3,8). Asimismo, quien peca se convierte en "esclavo del diablo" (Jn 8,34). Por eso el pecado es siempre fruto de una mentira sediciosa del diablo (Jn 8,44). La tentación que el mal espíritu induce en el hombre es no creer en Jesucristo, de aquí la gravedad del pecado de incredulidad (Jn 19,1 l; cfr. Jn 8,21.24.37; 15,24—25; 16,8). Pero, "si bien todo el mundo está bajo el maligno", sin embargo el "que ha nacido de Dios no peca" y el "maligno no le toca" (1 Jn 5,19).

d) Las actitudes del hombre pecador

El cristiano peca a instancias del "padre de la mentira", pero luego crea en él una actitud que le convierte en hombre pecador: "Rehuye la luz para que sus obras no sean reprendidas" (Jn 3,20). El pecado produce una situación de autosuficiencia, que lleva al hombre a no considerarse pecador (Jn 5,44), sino que le basta con "ser hijo de Abraham" (Jn 8,33). Toda actitud de mal espíritu conduce a "aborrecer la luz" (Jn 3,20). El final del pecador es ser "esclavo del pecado" (Jn 8,34).

e) El pecado es no cumplirlos mandamientos

San Juan define el pecado como "transgresión de la ley". Y así "el que peca, traspasa la ley" (1 Jn 3,4). Por el contrario, quien le ama, cumple sus mandamientos (1 Jn 2, 3—6) y "guarda sus preceptos", por lo que "permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 3,22—24). La guarda de los mandamientos es recomendación de Jesús (Jn 15,10—14), que recuerda con reiteración el Apóstol (1 Jn 3,21—24; 5,2). Además, los preceptos del Señor no son pesados (1 Jn 5,3).

f) El pecado contra la caridad

El pecado por excelencia es no guardar el mandamiento del amor (Jn 13,34; 1 Jn 2,8—10). Los ejemplos que emplea son de una gran plasticidad: "el que aborrece a su hermano está en tinieblas" (1 Jn 2,9); "es homicida" (1 Jn 3,15); "si alguno dice que ama a Dios, pero aborrece a su hermano, miente" (1 Jn 4,20); quien tiene bienes y no ayuda al hermano "cierra sus entrañas" (1 Jn 3,17). En todo caso, San Juan recuerda "su mandato" (1 Jn 3,11.23; 4,21; 2 Jn 3—6) y exalta el "mandamiento nuevo del amor" (2 Jn 5—7).

g) El pecado de las comunidades

San Juan, ante la situación de las iglesias de su tiempo, les llama la atención, o bien porque se separan del recto camino (Apoc 2,12—16), o porque han perdido "el fervor de la primera caridad" (Apoc 2,4—5).

h) La vida y la muerte

La enseñanza del Apóstol, situado al fin del primer siglo, es contraponer la existencia cristiana y la vida de pecado. Para ello aplica a esta catequesis las imágenes antagónicas tan frecuentes en sus escritos y siempre rivales, de "luz—tinieblas" (Jn 1,5; 3,19; 8,12; 11,9—10; 12,35—36; 1 Jn 1,5—7; 2,8—11); "verdad—mentira" (Jn 8,44—46; 1 Jn 1, 6—8; 2,21—26; 4,6; 3 Jn 2—3), y, sobre todo, la contraposición entre "vida—muerte" (Jn 5,24; 1 Jn 3,14; 5, 12).

i) Origen del pecado

Se ha dicho más arriba que en San Juan no se encuentran listas de pecados, no obstante cabría mencionar 1 Jn 2, 16—17, como un esquema que cataloga las vías por donde se introduce el pecado: "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida", que Santo Tomás comenta como pecados de sexualidad, pecados contra la pobreza —mejor contra la justicia— y pecados de soberbia.

Frente a la conducta irregular del pecador, San Juan propone el ejemplo de la vida de Jesús, por eso el ideal de la existencia cristiana es "andar como El anduvo" (1 Jn 2,6).

4. El pecado en San Pablo

No es posible detenerse en la doctrina paulina en torno al pecado, tan rica y por lo mismo tan estudiada. Pero, como es lógico, también coincide con las enseñanzas del Evangelio. En relación a la ética teológica nos interesa subrayar exclusivamente los puntos siguientes:

a) El pecado y su origen

La teología recurre continuamente al texto de la Carta a los Romanos para descubrir el origen del pecado en la acción de Adán a intrigas del diablo: "Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado..." (Rom 5,12). A partir de esta premisa, San Pablo desarrolla dos pensamientos:

— La influencia del demonio en el pecado del hombre. Así, por ejemplo, los cristianos deben estar precavidos, pues, como la serpiente engañó a Eva, así con "su astucia puede corromper nuestros pensamientos" (2 Cor 11,3). Satanás no cesa en sus propósitos de maquinar contra el hombre (2 Cor 2,1 l), por lo que deben "resistir las insidias del diablo" (Ef 6,1 l), pues es un maquinador (1 Tes 3,5). La influencia del demonio es uno de los elementos que San Pablo destaca como factores del mal (cfr. 1 Tes 2,18; 2 Tes 2,3, etc.).

— La verdad de que todos los hombres son pecadores: "Todos, judíos y griegos, están bajo el pecado" (Rom 3,10), pues también los bautizados fueron "por naturaleza hijos de ira como los demás" (Ef 2,3). Más aún, aunque redimidos, estamos bajo la tiranía de la concupiscencia que arrastra al pecado (Rom 7,13—25).

b) Cristocentrismo soteriológico

La redención llevada a cabo por Cristo es el paralelismo Adán—Cristo,

que se corresponde con el binomio muerte—vida. El cristocentrismo paulino destaca en sus enseñanzas respecto a la salvación alcanzada por Jesucristo, mediante la cual todos somos salvados (cfr. Rom 6,1—14). Esto integra el optimismo paulino, pues la situación pecadora en que se encuentra el hombre es superable, dado que el hombre está salvado: "Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos pecado todos, así también en Cristo somos todos vivificados" (1 Cor 15,21—22). Pues, a pesar de que "todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo" (Rom 3,23—24). Pues como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús "expió los pecados del pueblo" (Heb 2,17).

c) Las listas de pecados y virtudes

Pablo no sólo expone la teología del pecado, sino que el género literario de sus escritos, motivados por situaciones muy concretas de las comunidades, le lleva a ejemplificar la vida moral, para lo cual frecuentemente menciona un elenco de vicios que han de evitar y que, en ocasiones, contrapone a las virtudes que han de practicar.

Se pueden contar hasta 15 catálogos de pecados y de virtudes", que han sido objeto de diversos estudios. De estas 15 listas, dos recogen, al mismo tiempo, las virtudes contrarias (Gál 5,19—21; Ef 4,31). La más amplia es la enumeración que hace de los vicios de los paganos en Rom 1,29—31. En las demás existen variaciones, si bien sobresalen en todas los grandes vicios humanos. Según estadísticas, la condena de Pablo de los pecados contra la caridad alcanza el 52 %; los pecados sexuales el 21 %; los pecados contra Dios, el 14 %.

Se ha escrito acerca de las fuentes de San Pablo, resaltando la semejanza con listas similares en la literatura extrabíblica y más en concreto en la filosofía estoica, si bien, como escribe Delhaye, "nadie hasta ahora ha demostrado esa dependencia". Según Spicq, tiene más afinidades con el léxico del judaísmo, especialmente con el Manual de Qumran". No obstante, se ha advertido que la enumeración paulina encierra novedades y sobre todo resalta el ámbito de fe en que sitúa tanto los vicios como las virtudes. Por otra parte, tampoco es una enumeración exhaustiva. Ya Santo Tomás hizo notar que tales listas sólo contienen aquellos vicios y virtudes que debía mencionar a quienes dirigía sus cartas.

Estos catálogos son indicativos de los males morales de la humanidad de todos los tiempos. La lista, por ejemplo, de la Carta a los Gálatas es de excepcional importancia, porque responde a una catequesis dirigida al creyente y muestra los vicios que produce el "hombre camal, frente a las virtudes que se siguen a una conducta espiritual: "Las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo dije, de que quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios. Los frutos del espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, bondad, mansedumbre, templanza" (Gál 5, 19—22).

Como es patente, esta lista refiere una versión cristiana de las virtudes, algunas de las cuales no aparecen en los catálogos de la ética pagana. En todo caso, estas listas marcan unas orientaciones que tienen validez para cualquier época.

d) Renuncia absoluta al pecado

San Pablo presenta como imperativo la renuncia absoluta al pecado. El cristiano es un "resucitado" que no debe volver a morir. De aquí que Pablo ofrezca la alternativa dual "muerte—vida", "esclavitud—liberación". Rom 6 es un ejemplo de cómo al cristiano se le ofrece una vida nueva (modelo indicativo) para luego exigirle (modelo imperativo) la renuncia al pecado". El autor de la Carta a los Hebreos exhorta a practicar el bien como medio para tener un recto juicio moral: "Los perfectos son los que, en virtud de la costumbre, tienen los sentidos ejercitados en discernir lo bueno y lo malo" (Heb 5,14).

e) Distinta gravedad de los pecados

En el Nuevo Testamento, pero especialmente en San Pablo, se descubre que los pecados difieren por su gravedad: unos excluyen del Reino de los cielos (Rom 13, 13; 1 Cor 5,9.11; 6,9—10; Gál 5,11—21; Ef 5,5; 1 Tes 4, 3—7; 1 Tim 1,9—10). Esta gravedad destaca cuando describe la corrupción de los paganos (cfr. Rom 1,24—31; Tit 3,3).

"El Nuevo Testamento recoge las distinciones de la Antigua Alianza entre pecados graves y pecados leves y, aun sin disponer de un vocabulario mejor, aporta precisiones muy valiosas (1 Cor 8, 1 l; Rom 14,23; Mt 12,36), sobre todo al denunciar en particular las faltas contra el agape" '9.

5. El "pecado" y los "pecados". Sus orígenes

La razón de todos los pecados tiene una raíz común: el primer pecado narrado en la Biblia (Gén 2,17; 3,5), y, si bien los escritos bíblicos no estructuran una teología del pecado de origen, la suponen. Ellos tienen en la memoria la primera rebeldía del hombre contra Dios y contra sus proyectos: "Por la envidia del diablo, la muerte entró en el mundo" (Sab 2,24). Pero es opinión compartida que no existe una exposición teológica sobre el pecado original en los escritos del Antiguo Testamento.

Es la teología posterior, a partir de los datos paulinos (Rom 5,12—20), la que se ocupó de este tema capital: ¿de dónde derivan los pecados? Tomás de Aquino afirma que el primer pecado tuvo origen en que el hombre quiso hacerse semejante a Dios, al querer constituirse en árbitro del bien y del mal:

"El primer hombre pecó principalmente apeteciendo asemejarse a Dios en relación al conocimiento del bien y del mal, o sea, quiso determinar lo que es bueno y malo y, a la vez, preconocer lo que sería bueno y malo en el futuro".

Fijar el criterio ético y señalar qué es el bien y qué es el mal, en efecto, es privilegio divino. A partir de la existencia de Dios, la conducta humana no queda al arbitrio del hombre, sino que depende del proyecto divino que, en referencia a su ser y a la verdad, señala los límites de la conducta moral. Sólo los sistemas éticos ateos se atreven a fijar los conceptos morales, pero la experiencia atestigua, además de las contradicciones internas de dichos sistemas, las gratuidades —veleidades— a que han dado lugar". No obstante, a los sistemas que profesan el ateísmo o, en nueva versión, el agnosticismo, el cristiano les ofrece otra plataforma para dialogar sobre la dignidad del hombre y los derechos fundamentales que emanan de su ser.

Pero el creyente acepta la teonomía. De aquí que todo pecado suponga, en primer lugar, una ofensa a Dios, ante la pretensión del hombre de autoafirmarse frente a El.

"La facultad de decidir por sí lo que está mal y de actuar conforme a esta decisión está prohibida al hombre. Este poder está reservado a Dios, el hombre no lo ejercía antes del pecado de origen y lo ejerce a causa de dicho pecado... Los primeros padres quisieron substraerse a un estado de criatura dependiente y conseguir la autonomía moral respecto a Dios. Al tomarse a sí mismos como norma y medida, cometieron un atentado contra el poder absoluto de Dios".

De aquí que el pecado en la Biblia esté siempre referido a una autosuficiencia pretencioso del hombre en relación a Dios, pues se trata de hacer su propio proyecto en contra de la Alianza que Dios ha sellado con él. El profeta Ezequiel denuncia esta verdad: "Esto dice el Señor Dios: Tú has sobrestimado tu corazón y has dicho "Yo soy Dios" y te sentaste en la cátedra de Dios, pero tú eres hombre y no Dios" (Ez 28,2).

El hombre bíblico —como el hombre de todos los tiempos— siente continuamente la insinuación de las palabras del demonio: "si coméis del fruto del árbol, se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, valoradores del bien y del mal" (Gén 3,5), y el hombre sigue creyendo que, si hace tal cosa o consigue tales proyectos, se acrecentará su poder y su autonomía. Pero es tentación que debe vencer si no quiere caer bajo el castigo divino y arrastrar la esclavitud de su propia pretensión.

6. Causas del pecado

El hombre, a lo largo de su dilatada historia, se ha preguntado por la causa del pecado, que concreta en una de estas tres fuentes:

a) El mal uso de la libertad

La verdadera causa inmediata se sitúa en el poder de la libertad humana, herida por el pecado. Nunca ponderaremos suficientemente la importancia de la libertad, que ni Dios siquiera quiere limitar, dado que violentaría la esencia del hombre como ser libre. Dios se sitúa, con sus luces y gracias, en la antepuerta de la libertad, pero no se adentra sin el permiso del hombre. El respeto por la libertad rechaza toda violencia. Dios demanda del hombre una respuesta libre a su invocación. Si bien la gracia actúa con carácter previo a la respuesta humana, Dios no violenta su decisión, sino que espera una respuesta libre.

No obstante, al lado de la libertad, con su capacidad de autodeterminación, se sitúan unos poderes que influyen activamente en sus decisiones: el demonio, el mundo y la carne, según la tríada clásica del lenguaje cristiano. Pero intervienen con eficacia para el mal; es decir, coadyuvan al pecado.

b) El demonio

La influencia del maligno en la voluntad del hombre es aserción constante de la Biblia. En el origen del primer pecado, la serpiente es la insinuadora de la desobediencia de Eva (Gén 3, 1—14). Desde entonces, el término hebreo "Satán" se convierte en "el enemigo" (antídikos) del hombre, así lo nombra San Pedro (1 Ped 5,8). Y Jesús afirma que el demonio "fue homicida desde el principio" (Jn 8,44).

Se le denomina también "diablo" (diabólos), o "calumniador", pues "no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él" (Jn 6,44). Por eso, San Pablo recomienda la lucha contra él: "para que podáis resistir las insidias del diablo" (Ef 6,11). Y el Apóstol Santiago escribe: "Someteos a Dios y resistid al diablo" (San 4,7).

El demonio está dotado de un poder seductor que ocasiona "señales y prodigios engañosos y seducciones de iniquidad" (2 Tes 2,9—10), y es capaz de seducir al mundo entero; "extravía a toda la redondez de la tierra" (Apoc 12,9). Su actividad es continua "de día y de noche" (Apoc 12,7—10), pues "se le otorgó hacer la guerra a los santos" (Apoc 7,13). Por eso no cesa de atacar a los hombres (Ef 2, 2), así "entró Satanás en Judas" (Lc 22,3; Jn 13,27). De aquí que los cristianos deban procurar no "caer en sus redes" (1 Tim 3,7), puesto que él tratará en todo momento de "someterles a su voluntad" (2 Tim 2,26).

Jesucristo se ha manifestado "para destruir la obra del diablo" (1 Jn 3,8). Y, en efecto, fue vencido por la redención alcanzada en la Cruz (Jn 12,3 l) y, mediante "el poder de Cristo, ha sido destronado" (Apoc 12,1 l). No obstante, su poder subsiste y se empeña en ser el asiduo tentador del hombre. Así actuó contra Jesucristo (Mt 4,3; Lc 4,1—13) y persiste con los demás hombres, "animado de gran furor" (Apoc 12,12). Pablo advierte a los corintios que "con su astucia no corrompa sus pensamientos" (2 Cor 11,3); a los tesalonicenses les percata de que no se distancien de la fe que han recibido, pese a "las insidias del tentador" (1 Tes 3,5); a los efesios que "no den entrada al diablo" faltando a la caridad entre ellos (Ef 4, 27). El demonio tienta al hombre en las faltas contra el prójimo (2 Cor 2,1 l) y en la sexualidad (1 Cor 7,5). El cristiano debe estar precavido, pues "Satanás se disfraza de ángel de luz" (2 Cor 11,11) y es más peligroso, por cuanto tiene un "trono de poder" (Apoc 2,13) y dispone de un ejército para luchar contra el hombre (Mt 25,4 l; 2 Cor 12,7: 2 Ped 2,4).

Según la fe cristiana, no es posible verse libre de la acción diabólica por la influencia que ejerce sobre el hombre. Al menos, los datos bíblicos son tan abundantes que aquí no hemos hecho más que esquematizarlos, pero, al modo como intervino en la vida de Jesús, la doctrina bíblica acerca de su influjo en la historia del hombre y, precisamente, en orden al pecado, no admite dudas. Como escribe San Pablo, el demonio "actúa en el presente en los hijos de la desobediencia" (Ef 2,2).

c) La carne

El otro "enemigo" que coadyuva al mal es la propia concupiscencia . Este tema pertenece al tratado de antropología sobrenatural, pero, en relación al pecado, la doctrina neotestamentaria no es menos explícita. La concupiscencia es epizimía, cuyo papel en el pecado describe tan gráficamente el Apóstol Santiago: "cada uno es tentado por sus propias concupiscencias que le atraen y seducen. Luego, la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte" (Sant 1,14—15).

San Pablo escribe que el pecado habita en el interior del hombre: "Entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que habita en mí, pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena, porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero, si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí" (Rom 7, 17—20). No entramos en las dificultades que entraña la exégesis de este complicado capítulo, pero, en todo caso, queda clara la expresión paulina de que el pecado no está fuera, sino que "el pecado está en mí".

La concupiscencia esclaviza (Tit 3, 3), se opone al cumplimiento de la voluntad de Dios (1 Ped 4,2), inclina a la avaricia (1 Tim 6,9). La concupiscencia tiene relación con las pasiones (Ef 2,3—4; cfr. Rom 1,24—26; Col 3,5), que son distintas y propias en cada persona (Sant 1,14), pero parecen más fuertes durante la juventud (2 Tim 2,22) y en ocasiones se combinan con la sexualidad (2 Tim 3,6).

"La concupiscencia es representada, tanto como un impulso impetuoso ante el cual se cede (2 Tim 3,6), el arrebato de un apetito que exige satisfacerse (1 Tes 4,5; Rom 13,14; Gál 5,16), como por un maestro y señor a quien se sigue (2 Ped 2,10), que tiene su ley y sus propias reglas de conducta (Rom 7,33; 2 Tim 4,3), o un tirano que esclaviza (Tit 3,3) e impone la obediencia (Rom 6,12)... rivaliza contra el pneuma y el pneuma contra ella: son principios opuestos el uno al otro (Gál 5,17). Finalmente, la concupiscencia, asociada a la impiedad, a la incredulidad y a la idolatría (Col 3,5; Ef 5,5; 2 Ped 3,3—4), no sólo introduce en el mundo todos los pecados, sino que "hunde a los hombres en la ruina y en la perdición (1 Tim 6,9)".

El demonio se alía con la propia concupiscencia: sólo así se explica su persistencia y perversidad (2 Ped 3,3); ella constituye y, al mismo tiempo, es la fuente de todas esas perversidades que salen del corazón (Mt 15,19). Por eso, se le llama "concupiscencia del corazón" (Rom 1,24), y, dado que está tan unida a las pasiones, se la denomina también "concupiscencia de la carne" (Gál 5,16; 1 Ped 2, 1l).

Si la existencia diabólica se admite por las afirmaciones bíblicas, el conocimiento personal atestigua la existencia de la concupiscencia. Es una de las experiencias más profundas de la vida humana, tanto en el ámbito personal como a nivel colectivo, pues la concupiscencia humana se traduce en esa suma de maldades y debilidades de los hombres que se acumulan a lo largo y ancho de la historia de la humanidad.

d) El mundo

Es sabido cómo el sentido bíblico de "mundo" es ambivalente. En ocasiones, "mundo" es esa realidad buena creada por Dios (Gén 1—2), al que Dios ama y entrega su Hijo (Jn 3,16) y, en otras, es el mundo malo que se opone a los planes de Dios y sirve de obstáculo para que el hombre viva su vocación, pues le incita al mal (1 Jn 2,15) . 16

Pero el "mundo", como enemigo y tentador, se refiere al mundo malo que provoca el pecado. Son todos los falsos poderes que subyugan al hombre y que le apartan de Dios. Es una especie de atmósfera de mal, creada por los pecados del hombre y las instancias del diablo. Pablo les advierte a los cristianos de Éfeso para que no vivan "según el modo secular de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu que actúa en los hijos rebeldes" (Ef 2,2).

Existen, afirma Pablo, "unos poderes de este mundo" (Col 2,15), que tratan de dominar al hombre (Ef 6,12), que en su día serán destruidos por Cristo (1 Cor 15,24); pero, mientras tanto, "vivimos en servidumbre, bajo los elementos del mundo" (Gál 4,3). Por eso, el cristiano ha de estar precavido; debe orientar su vida por otros derroteros y procurar que "nadie le engañe con filosofías y vanas falacias, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo" (Col 2,8). San Pablo contrapone Cristo y el mundo, vivir según Cristo o vivir según el mundo: "pues, si con Cristo estáis muertos a los elementos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os dejáis imponer sus ordenanzas?" (Col 2,20).

A pesar de esa situación de riesgo en medio de tan grandes enemigos, la admisión de esta trilogía de poderes no da un sentido pesimista a la vida moral del cristiano. San Juan, después de recordar la obligación del cristiano de estar atento a ellos, concluye: "El mundo pasa y también sus concupiscencias, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre"(l Jn 2,17).

La antropología cristiana ha contado con estos tres "elementos" que condicionan la vida moral del hombre. Y, si durante largas épocas quizá se valoraron en exceso o el recurso reiterado a ellos constituyó en ocasiones un soporte cultural no plenamente válido, sin embargo, este hecho no justifica el silencio que en la actualidad se guarda sobre ellos.

Es curioso constatar cómo en todas las concepciones religiosas se admiten estos tres poderes que subyugan al hombre e intervienen en su actuar ético". El cristianismo supuso una concepción más racional y contribuyó en buena medida a desmitificar esas fuerzas de la naturaleza del mal. Si más tarde, motivadas por catequesis insuficientes o vertidas en moldes culturales que han perdido vigencia, volvieron a cobrar cierto carácter mítico, no justifica el que hoy se los silencie. Una regla sabia de reforma asevera que: "el hecho de que haya realidades viciadas, no permite ir contra los principios, sino que aquellas deben ser corregidas conforme éstos lo demandan". Este axioma tiene cabal aplicación en el tema clásico de los "enemigos del alma". Terminología que parece que debe ser reformada y que cabría denominar "factores" del mal, que influyen en la vida ética del hombre.

La predicación moral no puede girar sólo entre la autonomía de la libertad y la heteronomía respecto a Dios. En medio, o condicionando la autonomía, es preciso contar con esa trilogía que profesa la fe cristiana: la existencia de un ser espiritual y perturbador, que se denomina demonio o diablo; la propia limitación viciada de la psicología, que constituye la concupiscencia y ese orden social adverso que crea unos falsos valores que presionan sobre la conciencia del hombre, perturbando la libre elección.

Descuidar estos elementos heterónomos, es idealizar la ciencia ética, como si la conducta humana fuese algo así como el actuar de un hombre impoluto y lúcido, que trata siempre y en todo momento de habérselas con una serie de valores y que, según las circunstancias, decide por lo que le parece mejor.

Lo válido del circunstancialismo ético pasa necesariamente por advertir y tener en cuenta esas tres peculiares "circunstancias" que tanto influyen en la vida moral. El sacerdote ha de tenerlas en cuenta en su predicación, máxime, cuando en el presente ambiente cultural están desprestigiadas o el hombre actual tiene poca sensibilidad para asumirlas. El Nuevo Catecismo español ha encontrado esta fórmula más adecuada para revitalizarlas:

"Las dificultades que encontramos en el camino y que nos extravían o nos hacen detenemos en la marcha son las inclinaciones malas que permanecen en nosotros... También son un obstáculo las opiniones, usos, costumbres y organizaciones de la vida social cuando son contrarias a la Ley de Dios y al verdadero bien del hombre: ese ambiente pecaminoso influye en nosotros y amenaza nuestra fidelidad a Dios. Debajo de esas fuerzas del mal, hay un poder misterioso al que Jesús llamó "Príncipe de este mundo": es el demonio... La tradición cristiana llama "carne, mundo y demonio" a las fuerzas del mal que se oponen a Dios y a Jesucristo y que hacen difícil al cristiano vivir la vida que ha recibido del Espíritu Santo".

III.- PECADO EN LA TRADICIÓN

Señalaremos algunos hitos cruciales con el fin de ofrecer los datos más importantes que interesan a la doctrina moral actual sobre el pecado.

1. Padres Apostólicos

En la línea doctrinal de los escritos del Nuevo Testamento, los Padres Apostólicos continúan la enseñanza catequética a los cristianos de la segunda centuria. El carácter ocasional de estos escritos da una frescura a sus enseñanzas y muestra cómo sentían el pecado los hombres de esta segunda generación.

En relación a la terminología, se repiten los términos neotestamentarios. El pecado es "amartía" que grava la conciencia" o "anomia", como quebrantamiento de la ley y de los mandamientos". Pero el vocablo más usado es "kakía", o sea, mal o maldad: el pecado es el mal por excelencia.

Como consta por lo dicho en el Capítulo VI, lo más característico de estos autores es la descripción de las dos vías: la del bien o ejercicio de las virtudes y la del mal o la práctica de los vicios. Esta doctrina conocida en el Antiguo Testamento la asume la Dídaque", se continúa con el Seudo Bernabé " y se repite en el Pastor de Hermas.

De acuerdo con la doctrina paulina, estos autores se detienen en enumerar los pecados. Los catálogos de pecados y de virtudes se corresponden con los dos caminos que tratan de ejemplificar. Se encuentran listas de vicios y virtudes en la Dídaque " y la Carta de Bernabé. El Pastor Hermas concede excepcional importancia al cumplimiento de los preceptos, pero no obsta a que exponga una lista detallada en la que distingue las "obras peores" y "otras" muchas cosas de las que también debe abstenerse el siervo de Dios". Pero, leídas las dos listas, no es claro que trate de distinguir entre pecado grave y leve. También enumera los pecados sexuales y demás pasiones humanas.

Es preciso subrayar la importancia que conceden a los pecados internos y previenen contra ellos para no cometerlas respectivas acciones externas.

2. Apologistas griegos del siglo II

En la llamada de atención a los cristianos y sobre todo a los perseguidores, los apologistas insisten en la posibilidad de condenación en que se encuentran. Con esta ocasión, enumeran listas de pecados. Así, por ejemplo, Teófilo de Antioquía transmite dos listas. Se condenarán: "los incrédulos y burlones, y los que desobedecen a la verdad y siguen la iniquidad, después de mancharse en adulterios, fornicaciones, pedesterías, avaricias y sacrílegas idolatrías". En el mismo contexto hace este elenco de pecados que llevan a la condenación: "el sacrilegio, la idolatría, el adulterio, el asesinato, la fornicación, el robo, la avaricia, el perjurio, la mentira, la ira y toda discusión e impureza, y todo lo que el hombre no quiere que le hagan a él, no lo haga él a nadie".

También se encuentran catálogos de pecados en Atenágoras 62, y Arístides los enumera en un amplio repertorio. En distinto contexto, la Homilía sobre la Pascua de Melitón de Sarde menciona "los pecados tiránicos" que hacen caer al hombre. Son los siguientes: "adulterio, fornicación, impudicicia, mal deseo, avaricia, homicidio, tiranía e injusticia".

La causa del pecado actual se encuentra en el pecado de origen: de él derivan los demás pecados. Entonces, a instancias de Satanás, la primera pareja desobedeció a Dios y de ese pecado, "como de una fuente, surgieron los trabajos y dolores, las molestias y la muerte que se infligen al hombre".

Los pecados individuales se deben al mal uso de la libertad. Los testimonios son unánimes en San Justino 11 y en Atenágoras. Justino, buen filósofo, niega la fuerza ciega del instinto y proclama la libertad: tanto la condenación de los ángeles como la de los hombres se debe al abuso de la libertad. Por eso, los Apologistas entienden el pecado, principalmente, como una desobediencia a Dios. De aquí dimana su culpabilidad.

En los Apologistas se encuentran frecuentes alusiones al pecado original. De él deriva la condición pecadora del hombre". En sus escritos se destaca la gravedad del pecado; algunos son especialmente graves, tales como el homicidio, la idolatría y los pecados contra naturam en el ámbito sexual". Existe una cierta graduación de pecado, pero, si exceptuamos un texto dudoso de Justino", no se encuentra en ellos la distinción entre pecado grave y leve: todo pecado encierra gravedad".

Los Apologistas ponen especial acento en la salvación alcanzada por la muerte redentora de Cristo. Por El hemos sido salvados". Por el contrario, los paganos, si no se convierten, están condenados. A este respecto, sorprende la descripción que hacen de las corrompidas costumbres del mundo pagano. Por contraste, sobresale la vida moral de los cristianos.

El mensaje ético que proclaman los Apologistas es de optimismo: el hombre ha sido salvado por la redención de Jesucristo y debe acogerse a esa salvación que se ofrece a todos". Incluso los cristianos, si vuelven a pecar, pueden retornar a la amistad con Dios". En todo caso, el hombre está llamado a vivir una vida santa, dado que se prepara para la venida gloriosa de Cristo. De aquí la importancia que los Apologistas griegos del siglo II conceden a la escatología "

3. La doctrina acerca del pecado en el siglo III

Incluimos en este periodo algunos autores que cabalgan entre el siglo II y el siglo III: Tertuliano, Cipriano, Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes: dos representan a Occidente (Tertuliano y Cipriano) y otros dos son un claro testimonio de la teología oriental (Clemente A. y Orígenes). San Ireneo procede de Asia y se asienta en Europa aunando el pensamiento teológico de estos dos ámbitos culturales.

No es posible un estudio de cada uno de ellos, que ya se ha hecho en amplias monografías". Destacaremos sólo aquellos temas que consideramos de interés para nuestro estudio.

Es sentencia común, recordada y repetida entre estos escritores, que la causa primera, principio de todo mal, es la desobediencia de Adán y Eva. En esa primera culpa tienen origen todos los demás pecados. A ella se añade la situación en que se encuentra la libertad humana, inclinada al mal. En el pecado de origen se inicia la pecabilidad del hombre, pero ésta se consuma en la libertad.

Tertuliano y Cipriano. Es ilustrativo el ejemplo de Tertuliano que comenta la parábola del árbol, del cual depende la calidad de los frutos: la libertad está herida y dará malos frutos; sólo se orienta al bien, cuando es injertada por la gracia, "que es más fuerte que la naturaleza y tiene que sujetar a sí la libre potestad del arbitrio".

Asimismo, San Ireneo advierte de los riesgos de la libertad: "Los que se separan de la ley del Padre y han transgredido la ley de la libertad son rechazados por su culpa, pues han sido hechos libres y responsables de sus actos". También adquiere fuerza el tema de los elementos coadyuvantes, el demonio, la concupiscencia y el mundo".

Se repiten asimismo las listas de pecados que, como es lógico, son coincidentes con la época anterior, con algunos matices que responden a la situación de las comunidades. Así, por ejemplo, Ireneo enumera los siguientes: apostasía, blasfemia, injusticia, impiedad, idolatría, fornicación, impenitencia, herejía y corrupción de la verdad. Es evidente que en este último pecado, San Ireneo tiene a la vista a los gnósticos.

En las obras de San Cipriano, descubrimos una serie de pecados, que cometían los cristianos, a los que previene para que no prevariquen en ellos, dado que no recibirían la penitencia aún en el caso de que surgiese la persecución. He aquí algunos: "Los que, aún haciendo buenas obras, éstas no sirven de ejemplo y testimonio" tampoco las vírgenes, "si no son fieles a sus compromisos"; "ni los que se sienten arrastrados por las codicias hacia los bienes terrenos"; "los que desacreditaron su confesión con una conducta reprobable". Tampoco "puede tener paz con Dios quien no tenga paz con su hermano".

A pesar del rigor de la disciplina penitencial en este siglo, se ensalza la obra redentora de Cristo, por la cual se obtiene el perdón de todos los pecados. El máximo rigorista, Tertuliano, antes de caer en la herejía, distingue entre pecados "de la carne" y "del espíritu": todos pueden ser perdonados si se hace penitencial. Pero, ya montanista, contrapone los pecados "remisibles" e "irremisibles". Esta distinción la introduce en el tratado De pudicitia, escrito ya en la herejía: "Hay dos clases de pecados: unos perdonables y otros imperdonables. Y para que nadie dude, que sepa que unos merecen castigo y otros condenación". Los pecados "irremisibles" son tres: la idolatría, la fornicación y el homicidio". También expone otras listas más extensas.

Tertuliano comenta la parábola de la oveja y hace esta curiosa interpretación: la oveja perdida se puede volver a encontrar; por el contrario, la muerta no puede resucitar. Y sentencia: "existe una penitencia que no tiene perdón". Es de interés destacar la expresión "delictum mortale": es el primer testimonio patrístico sobre tal denominación. El sintagma "mortale crimen" se encuentra también en San Cipriano.

Orígenes. Este autor emplea la expresión "amartema pros zánaton", que en las versiones latinas se traduce por "mortale peccatum" o "peccatum ad mortem". Otra distinción repetida por Orígenes es "peccatum ad interitum" y "peccatum ad damnum", y también "pecado como enfermedad y como debilidad del alma". Como "pecados para la muerte" señala la idolatría, el adulterio, los diversos pecados de lujuria, el homicidio, el robo, la avaricia y seducción de los niños". La distinción entre pecado grave y leve se hace doctrina común con Orígenes.

Clemente Alejandrino. Es considerado como el autor más sistemático de teología moral de la época. Condena los desórdenes paganos y precave a los cristianos contra esos vicios. Por eso, critica severamente los pecados que llevan consigo el lujo, los espectáculos y las faltas sexuales. Pero, buen moralista, Clemente trata de orientar la vida de los fieles hacia el horizonte de la imitación de Jesucristo .

Como conclusión de este amplio periodo, cabe citar el siguiente texto espléndido de San Cipriano:

"La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios: no anteponer nada a su amor, abrazarse a su cruz con fortaleza y confianza; si se ventila su nombre y honor, mostrar en las palabras la firmeza con la que confesamos la fe; en los tormentos, la confianza con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto es ser coherederos con Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es cumplir la voluntad del Padre".

Este testimonio representa sin duda un programa moral que indica hasta qué punto el mensaje ético del Nuevo Testamento había penetrado en aquella sociedad decadente. En él se contempla la bondad y la justicia de Dios, se prescribe cumplir su voluntad, se concreta la actitud fundamental de la caridad fraterna, se apunta a los pecados de omisión y se insiste en el deber de dar testimonio de la fe. Este proyecto de vida cristiana está atravesado del ideal moral de identificarse con Cristo y enseña cómo se han de afrontar las circunstancias calamitosas de la persecución y el martirio. Y todo ello es preciso llevarlo a término con el fin de cumplir la voluntad de Dios, "que es la que Cristo enseñó y cumplió".

4. El pecado en el siglo IV: San Ambrosio y San Jerónimo

Queremos hacer algunas anotaciones sobre el sentido del pecado en dos autores importantes y representativos de la Iglesia latina, que cubren el amplio periodo entre los siglos IV y V: San Ambrosio y San Jerónimo. Cada uno de ellos ha merecido algunos estudios monográficos.

Los Santos Padres de este siglo tienen que enfrentarse con varios problemas. Deben señalar frente a los herejes el origen del pecado, unido, a su vez, a otro tema más amplio: la causa del mal, en general.

San Ambrosio. Contra los maniqueos, el obispo milanés prueba que ni existen dos principios, ni se puede imputar a Dios la causa del mal. El origen del pecado se encuentra en el demonio y en las secuelas que éste ha dejado en el hombre después de la caída. El tema se lo plantea con ocasión de refutar a los herejes, pero también en comentario a la Escritura y en los diversos sermones al pueblo.

En las disputas contra los maniqueos, frecuentemente, se remonta a problemas metafísicos para afirmar que el mal, como tal, no existe, es, sencillamente, ausencia del bien. No se le puede, en consecuencia, imputar a Dios, sino a la desobediencia del demonio y al mal uso de la libertad del hombre.

No hay novedad en cuanto al catálogo de pecados y vicios. Se repiten las listas de San Pablo y de la literatura anterior. El catálogo de pecados ha pasado a la catequesis y está fijo en la conciencia de los fieles, si bien se subrayan aquellas faltas en las que con más frecuencia incurren los creyentes. Los cristianos han de procurar evitar "las indignaciones inmoderadas"; "deben dominar los deseos, inhibir la ira, coartar las pasiones que llevan a la lujuria y aumentan los malos apetitos, inflaman la ira y elevan más la soberbia". Un modelo de predicación de la moral cristiana de estos primeros siglos es el pensamiento que desarrollan los Padres de este periodo: hacen saber a los fieles de modo constante que no es posible una vida moral sin la ascesis en la lucha por el dominio de las pasiones.

La ética teológica debe asumir este criterio que es válido para todos los tiempos, incluido, por supuesto, el nuestro, en el que un cierto colectivismo corre el riesgo de omitir la lucha ascética contra las propias pasiones, pues no sólo conducen al pecado personal, sino que ocasionan grandes conflictos sociales.

También en este siglo —y en los posteriores— cobra importancia la reflexión sobre la ley natural y los pecados que se siguen cuando no se la respeta. El tema lo tratan extensamente los dos autores que aquí contemplamos.

Existen en sus escritos abundantes datos acerca de la gravedad del pecado, así como sobre la diversidad de los mismos. No todos los pecados tienen la misma gravedad, de forma que la división "pecado grave—pecado leve" es una clasificación admitida, si bien no son coincidentes en la nomenclatura. Así, por ejemplo, San Jerónimo escribe que no todos los pecados son iguales, con lo que refuta a los estoicos: "En esto, escribe, los estoicos deliran". Ellos argumentan desde la Revelación: "Según las Escrituras, no hay duda alguna de que los pecados no son todos iguales. Unos son mayores que otros, unos son grandes y otros pequeños".

San Jerónimo. El tema se lo plantea expresamente en disputa con Joviniano. Este hereje se negaba a admitir la desigualdad entre los pecados. Con él, el error estoico se convirtió en herejía, pues Joviniano afirmaba que cualquier pecado es grave: la simple mirada atrás de la mujer de Loth fue motivo para que se convirtiese en estatua de sal, y, al final de los tiempos, los "malos estarán todos a la izquierda del Señor, sin distinción alguna". San Jerónimo admite que en el juicio unos estarán a la derecha y otros a la izquierda, pero los colocados a este lado, tampoco estarán en situación de igualdad, pues existe diversidad de pecados según su gravedad. Este es su planteamiento: "no es lo mismo un carnero que una pequeña oveja".

En esta línea, San Jerónimo distingue entre "peccata gravia et levia". El pecado leve se lava, pero los graves llevan a la muerte, no se borran ni por el nitro ni por la herva Borith". Existen, pues, pecados graves y pecados leves, y ejemplifica diversos casos y circunstancias: no es lo mismo "una palabra ociosa, que el adulterio"; como tampoco es igual "deber mil talentos que tener la deuda de un cuadrante"; por ello, para "cada pecado se dispondrá del respectivo juicio".

Otra distinción que aparece en los escritos de San Jerónimo es la de "peccata ad mortem et non ad mortem". Esta nomenclatura, a partir de las palabras de San Juan, parece que es coincidente con la división anterior. De hecho, la sentencia de San Juan está en el texto antes citado, al hablar de los "peccata gravia et levia". El mismo santo lo explica: "Se llama pecado de muerte. Así para el que comete adulterio, la muerte es el adulterio, pues todo pecado que lleva a la muerte, se le denomina "muerte". Y creemos que morimos tantas veces cuantas cometemos un pecado de muerte".

En los escritos de San Jerónimo es claro que no se trata de la muerte eterna, sino de la muerte de la vida espiritual, pues distingue los condenados de los que han cometido un pecado grave; por eso recomienda que se pida por su conversión.

En ocasiones, hace uso de otra terminología: "pecados que excluyen del Reino y pecados que no excluyen del Reino". Es la misma expresión bíblica, que en estos escritos muestra la incompatibilidad del Reino de Cristo y el reino del demonio, como ya lo había puesto de manifiesto Orígenes. San Jerónimo desarrolla un comentario a las mismas palabras del Señor 1".

5. El pecado en San Agustín

San Agustín aborda el tema del pecado desde diversas perspectivas. En primer lugar, lo delimita frente a los errores que refuta. Se opone al ascetismo de Joviniano, que pretendía hacer del hombre el árbitro de su propio destino; rebate la sentencia estoica de igualar todos los pecados; impugna los determinismos basados en el fatalismo del influjo astral y, principalmente, se emplea a fondo en la refutación de la herejía de Pelagio. Cualquiera de esos errores significaba una réplica a la doctrina católica sobre el pecado, pues, o se considera la naturaleza como buena, o se afirma que está corrompida. Y, a nivel personal, o se niega la libertad o se la considera pura e incontaminado, con el poder de regir, sin obstáculo alguno, su propio destino. El resultado es que, o bien no existe el pecado, o, si existe, no es posible salir de él. De aquí la necesidad de fijar con rigor todos los puntos doctrinales con el fin de que las fronteras del pecado queden bien delimitadas. Esta es la labor que llevó a cabo San Agustín en sus muchos escritos.

Pero a la elaboración de su doctrina, además de la fe y el ingenio, contribuyó la experiencia personal de su vida pecadora, tal como relata en las Confesiones, donde a la enseñanza teológica, añade finos análisis psicológicos que han sido posteriormente muy valorados. Finalmente, como pastor celoso, trató de explicar, a diversos niveles y en las más variadas circunstancias, la doctrina católica en torno al pecado.

Por todos estos motivos, cabe afirmar que San Agustín ha hablado y escrito acerca del pecado como nadie lo había hecho antes que él. Esa pluralidad de circunstancias han sido la razón de que el obispo de Hipona haya transmitido a la posteridad una doctrina casi acabada sobre el pecado. Sin embargo, como en los autores primeros, nos fijaremos exclusivamente en aquellos aspectos que ofrecen mayor interés en relación a los temas que hoy se ventilan. Empezamos por su definición.

a) Definición del pecado

A pesar de su extensa producción literaria, no encontramos en sus obras un tratado expreso dedicado a nuestro tema. No obstante, las circunstancias mencionadas le brindaron la oportunidad de definirlo.

Al comienzo de su obra literaria, San Agustín expone de paso una a modo de definición que hoy denominaríamos existencias:

"Todos los pecados se reducen a una sola realidad, que quien los comete se separa de las cosas divinas, que son las que de verdad son estables, y se vuelve a las que son mudables e inciertas".

En efecto, desde la propia existencia, el pecado encierra esta actitud: el hombre, en el uso de su libertad herida por el pecado, se orienta hacia bienes aparentemente buenos —de goce y placer inmediato— en vez de hacer una recta elección en favor de valores verdaderos que conducen a la auténtica realización personal. El pecado es, pues, para San Agustín una falsa elección.

En esta misma obra, encontramos otra definición aún menos precisa y más descriptiva, pero que sitúa el pecado en la misma línea existencias:

"La voluntad se separa del bien común e incomunicable y se vuelve a su propio bien exterior e inferior, y así peca... Y se vuelve a lo exterior porque el hombre es soberbio, lascivo y curioso".

Así sucede realmente en la vida cotidiana. El hombre se deja subyugar por bienes inmediatos a los que, impelido por la soberbia, acude, bien sea por curiosidad o porque le instiga la concupiscencia herida.

Estas dos "definiciones" se entienden desde actitudes vitales: el pecado consiste en la elección viciada que inclina al hombre por el bien aparente, frente a los valores reales. Pero en el libro III de esta misma obra, que no responde a la misma época, San Agustín define el pecado en relación a la ley. En ocasiones, el mal moral se origina porque el hombre adulto tiene capacidad de autoordenarse, pero se opone a un orden jurídico superior. En este caso, a la ley de Dios:

"El hombre es capaz de asumir un precepto y por lo mismo también es capaz de pecar. Y peca de dos formas: o bien no aceptando el precepto o, aceptándolo, no lo observa. Así, el hombre, que por naturaleza es racional (sapiens), peca si se separa de esa racionalidad (si se avertit a sapiencia)" 1".

b) "Usar" y "abusar"

Hacia el año 397, en la obra De diversis quaestionibus, San Agustín aplica al pecado su teoría acerca de la diferencia que existe entre "usar" (uti) y "disfrutar" (frui). Como afirma Gilson, en esta distinción está la base de la moral agustiniana. San Agustín asienta esta afirmación que se ha tomado como una singular definición de pecado. Este "consiste en pretender usar aquello (de lo) que hay que disfrutar, y en disfrutar lo que se debe usar". He aquí un texto importante:

"Hay unas cosas de las que debemos gozar, otras de las que debemos usar, y otras de las que disfrutamos y también usamos. Aquellas de las que debemos gozar nos hacen felices; aquellas de las que debemos usar nos ayudan a coronar nuestros esfuerzos en la búsqueda de la felicidad y descansar en la posesión de la misma. Nosotros que somos los que usamos y gozamos ocupamos un lugar intermedio entre las dos clases de cosas; y nos acontece que si pretendemos gozar aquellos bienes de los que sólo debemos usar, obstruimos y a veces equivocamos por completo el camino de tal modo que, entretenidos con la afición y el apego de los bienes inferiores, retrasamos y aún quizá imposibilitamos la consecución del Bien Supremo. Gozar de una cosa es amarla por sí misma; usar de una cosa es emplearla con miras a conseguir el objeto amado, si éste es digno de amor, pues el uso ilícito merece más bien el nombre de abuso".

Esta descripción agustiniana del pecado —y de la virtud— contiene un fino análisis psicológico. En efecto, la perversión lleva al hombre a usar y abusar, a convertir en uso e instrumentalizar aquello que produce placer y que, con este fin, está ínsito en su naturaleza. Los ejemplos más inmediatos son los relativos a los dos grandes gozos que acompañan a los dos deberes fundamentales: la subsistencia y la procreación. Pero el hombre inicia el proceso de degeneración —peca— en el momento en que los "disfruta" (frui) habitualmente y sin medida, es decir, los convierte en objeto habitual de goce y placer, en lugar de "usarlos" en orden al fin que les es propio. Su "uso" exclusivo como placer es un "ab—uso". Cabe también mencionar otros ejemplos: la posesión de las cosas materiales, "disfrutar" del gobierno como "ab—uso" de poder, o el uso de la ciencia como autodeleite, etc.

En estos casos, la degradación se inicia por el "ab—uso" del "uso", o sea, el "uso" se absolutiza y convierte en "placer". En otro contexto, el Santo lo explica así:

"El hombre se convierte en pecador cuando se apega a las realidades por sí mismas que deben ser simplemente utilizadas, y cuando, con vistas a otro objetivo, busca realidades y las ama por sí mismas. El turba así, en la medida en que es capaz, el orden natural que la ley eterna nos manda observar".

Esta definición agustiniana del pecado adquiere actualidad en esta época en la que se proclama la bondad radical del mundo y de las pasiones humanas y no se quiere admitir limitación alguna. Pues bien, según San Agustín, el pecado no es algo negativo —como suele sospecharse de la moral católica—, sino un desorden. De hecho, el hombre, cuando peca, no es lógico en el 11 uso" de las cosas: ni la comida, ni la bebida, ni la vida sexual, ni el dinero, ni el poder, ni la ciencia, como es evidente, son en sí malos. Más aún, poseen una bondad radical. Pero el hombre es un pequeño loco que no actúa con lógica en su vida, pues produce un desorden de graves consecuencias, que da lugar a ciertas degradaciones. Por ello, el pecado es una "perversión".

c) Violación de la ley eterna y de la ley natural

No obstante, no ha sido ésta la definición que ha alcanzado éxito, sino otra más escolástica y formal. San Agustín parte del concepto griego de orden cósmico, que, como cristiano, encuentra su razón de ser en la armonía que Dios ha impuesto al mundo por medio de la ley eterna, que él define así: "Es la razón divina que manda respetar el orden creacional y prohibe perturbarle". En consecuencia, será pecado violentar esta ley: "pecado es toda acción, palabra o deseo contra la ley eterna".

Según esta definición, que ha pasado a la teología moral católica y que veremos comentada por Santo Tomás, el pecado es un mal porque engendra el desorden: todo pecado va contra la naturaleza, pues se opone a esa armonía que Dios ha puesto en el cosmos.

En este sentido, la violencia —no el recto uso ni el dominio— del macro y del macrocosmos, por ejemplo, la violación ecológica o la manipulación genética, en la medida en que no respetan la ley eterna, se convierten en acciones moralmente malas, dado que contradicen el orden cósmico impuesto por Dios.

La ley eterna, aplicada al hombre, es la ley natural. Su violación, es decir, no respetar la estructura del ser humano, que se concreta en la consideración y respeto de los llamados derechos fundamentales de la persona, constituye un pecado. De aquí que no acatar la naturaleza del hombre como ser racional y libre, manipular a la persona humana, etc., es un desorden y, por lo mismo, constituye pecado.

Esta definición tiene hoy una capacidad de convocatoria y, en consecuencia, debe ser objeto de enseñanza moral, pues proclama la justicia y la autenticidad como imperativos de la conducta y responde a la sensibilidad actual por la naturaleza, el equilibrio ecológico y la defensa de los derechos de la persona.

Es de admirar la carga humana —quizá debida a su experiencia persona— que entraña el concepto de pecado en la doctrina agustiniana. Es el reverso de aquel grito de inquietud que surge en el hombre cuando se encuentra alejado de Dios. Para San Agustín, el pecado es siempre un desorden: desorden cósmico, desorden humano, desorden cristiano. Por eso, el pecador no puede tener paz, sino en la medida en que acepta su puesto en el cosmos: por encima de sí, está Dios y bajo él, en servicio suyo, toda la creación. El hombre debe ser fiel a ese digno puesto: ni puede subir al rango de Dios, ni debe descender al nivel de las otras criaturas inferiores a él:

"Dios te ha creado como un bien ideal; pero por encima de ú está El, así como por debajo de ti ha creado un bien inferior. Tú te encuentras debajo de un bien y encima de otro bien; no quieras, abandonando el bien que está por encima de ti, inclinarte hacia un bien que te es inferior. ¿De dónde proviene tu pecado? ¿No es quizá el modo desordenado con que tratas las cosas que has recibido para su uso? Haz buen uso de las cosas que están por debajo de ti y con rectitud de corazón gozarás del bien que está por encima de ti". 1

Para San Agustín el pecado es, pues, algo así como una "opción inmanentista", el "en—sí" de las cosas es un "para—sí" absoluto del hombre. O mejor, el pecado constituye una "opción personalista", si bien se trata de un "personalismo" falso, dado que el "yo" se antepone a Dios.

d) Diversidad de los pecados

También San Agustín subraya la diversidad de pecados. Contra los estoicos dirá que es un contrasentido negar esta distinción. Y lo ilustra con ejemplos que les hace caer en ridículo: "¿Hay cosa más absurda que afirmar que es lo mismo reír sin moderación que hacer incendiar a la patria?... Si estas dos cosas son iguales, lo son también un topo y un elefante, pues ambos son animales y lo mismo serían las moscas y las águilas, dado que vuelan". El tema lo despacha con esas evidencias.

e) Gravedad del pecado. Pecado mortal y pecado venial

En cuanto a la gravedad del pecado, San Agustín admite claramente la existencia de pecados veniales. Por este motivo hace una llamada a los cristianos con el fin de que les den importancia: "Muchas cosas pequeñas hacen una cosa grande; muchas gotas hacen un río y muchos granos constituyen la masa". Aduce otros ejemplos más ilustrativos: las grietas, lentamente, abren brechas en el barco y producen su hundimiento. San Agustín agota las comparaciones para ilustrar que los pecados veniales son el camino que conduce a cometer pecados graves.

Menciona asimismo otros pecados que denomina "peccata venialia", pero que en sí son graves. Esta denominación responde no al carácter objetivo de la falta, sino a la facilidad para recibir el perdón de Dios. En este caso, no contrapone pecado venial y pecado mortal, sino la posibilidad de alcanzar la absolución, frente a los pecados que excluían de la comunión eclesial, por los que debía hacerse penitencia pública. Esta interpretación se deduce de todo el contexto. El capítulo se titula "De differentia peccatorum". Y afirma que hay pecados "de enfermedad, de impericia y de malicia".

En otra ocasión habla de "peccata venialiora", que se corresponden con la clasificación teológica de "graves". Por el contexto se deduce que tal "venialidad" responde también a la posibilidad de alcanzar el perdón y no a la objetividad del acto.

Por el contrario, la distinción pecado mortal—pecado venial es inequívoca en los escritos agustinianos. Se encuentran textos explícitos en los que contrapone "lethalia y mortifera crimina" a "venialia, levis y quotidiana". Así, por ejemplo:

"El que anda en la misericordia, está libre de pecados mortales (lethalia), cuales son los crímenes (facinora), los homicidios, los hurtos, los adulterios, y también de aquellos otros menores, como los de la lengua, o los pensamientos o ciertas concesiones inmoderadas".

Y este otro, que abunda en la misma distinción:

"¿Quieres numerar los cabellos de tu cabeza? Mucho menos podrías evitar tus pecados que exceden el número de cabellos. Los pequeños son muchos, no así los grandes, pues ya no haces adulterios, ni homicidios, ya no te adueñas de las cosas ajenas, no blasfemas, no dices falsos testimonios. Te precaves de los grandes y ¿haces los pequeños?".

En estos dos textos se advierte también acerca de la importancia que tienen los pecados veniales, pero los ejemplos que aduce muestran que se trata de distinguir entre mortal y venial, no de la distinción entre "pecado mortal" y "pecado grave", tal como hoy se pretende.

San Agustín acepta una graduación de los pecados mortales. Tampoco estos tiene todos la misma gravedad: una es la resurrección de la hija de Jairo, otra la del hijo— de la viuda de Naín y muy distinta la resurrección de Lázaro. La muerte de la hija de Jairo, resucitado inmediatamente a su muerte, es como un pecado grave cometido de sorpresa: la del hijo de la viuda de Naín es símbolo de un pecado cometido con deliberación. Por el contrario, la resurrección de Lázaro, ya en descomposición, semeja al pecado inveterado. No obstante, para los tres puede haber remedio: Cristo resucitó a los tres.

En otras ocasiones distingue entre el pecado de Pedro, que por debilidad finge desconocer al Señor, del de Judas, que por maldad le entrega. El ejemplo muestra, consecuentemente, que dentro de la gravedad se dan grados diversos.

Existe, sin embargo, un texto de interpretación dudosa, según el cual, parece que San Agustín admite tres clases de pecados. Es el siguiente, que traduzco así:

"Si no hubiese otros pecados que los que se sanan por la humildad de la penitencia, como lo impone la Iglesia, a los que de verdad se llaman penitentes, y no también otros que se imponen como medicina a algunos, el Señor no habría dicho estas palabras: repréndelo ante los testigos, y, si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Finalmente, si no hubiese otros que se dan de ordinario en la vida, no hubiese dicho el Señor: perdónanos nuestras deudas...".

No es fácil acertar con el sentido exacto que San Agustín da a estas palabras. Es claro que en el texto se distinguen pecados graves, que no están sometidos a la penitencia pública, frente a otros también graves, que han de someterse a esa disciplina. Sin embargo, este texto no da pie para distinguir entre "pecado mortal" y "pecado grave". En este sentido, el recurso a San Agustín para encontrar en él la división tripartita de los pecados, tal como hoy se plantea, es un error de perspectiva histórica. La imprecisión de algunos términos se debe a la falta de fijación terminológica, que se lleva a cabo en época posterior, así como al hecho de la penitencia pública, a la que debían someterse ciertos pecados graves.

A lo largo de sus numerosos escritos, San Agustín no se limita a hablar sólo de los temas que aquí hemos expuesto en torno al pecado, sino que presenta una temática más amplia, que abarca el campo dogmático—moral. Así, por ejemplo, expone detenidamente la doctrina sobre el pecado original, el papel de la libertad en el acto humano pecaminoso, la intervención del demonio, la influencia y el poder de la concupiscencia, la relación gracia—pecado, el modo de adquirir el perdón, las disposiciones del penitente, los castigos temporales y eternos a que se expone el pecador, etc., etc. Todos estos temas se estudian en diversas monografías de la abundante literatura sobre el gran Padre de Occidente, Agustín de Hipona 1".

f) El pecado social

Especial mención debe hacerse de la doctrina agustiniana sobre el sentido social del pecado, así como de la dimensión eclesial que encierra toda culpa. En sus obras destaca el carácter eclesial que connota el pecado. Contra los donatistas afirma que los pecadores forman parte de la Iglesia. Sin embargo, lamenta los pecados que se cometen dentro de la comunidad, por eso llama a los pecadores "enemigos", pues no están fuera de la Iglesia, sino que se mantienen dentro de ella. Los pecadores, ciertamente, dentro de la Iglesia mantienen la comunión externa con ella, pero rompen la comunión interna. Los herejes, por el contrario, dividieron la comunidad, pero no pueden dividir la caridad interna de la comunión que constituye la Iglesia. No obstante, los pecadores hacen a la Iglesia un gran daño. Los verdaderos enemigos no son los herejes, ni los paganos, ni los judíos: son los malos cristianos.

También ocupa la reflexión agustiniana la influencia de los pecados en la vida eclesial y social. Ellos crean una situación que favorece el pecado y obstaculiza la vida de caridad de la comunidad de los cristianos 1".

6. La doctrina sobre el pecado en los siglos V al XII

La doctrina agustiniana fue decisiva para el estudio del pecado en la literatura teológica posterior. De hecho, hasta la reflexión tomista, los autores vuelven de continuo a la doctrina de San Agustín, y las citas se multiplican en las obras de este largo periodo de la literatura cristiana. Desde el punto de vista ascético, se destaca la doctrina de Casiano, el cual previene a los monjes acerca del riesgo que conllevan las pasiones. Por este motivo, se detiene en el estudio de los pecados capitales.

Según el Abad Casiano (360—425), "son ocho los vicios principales que infectan al género humano: él primero es la gula (gastrimargia), que incluye la glotonería; el segundo la fornicación; el tercero la avaricia (filargyria) o amor al dinero; el cuarto la ira; el quinto la tristeza; el sexto la pereza (acedia), o sea, ansiedad o el tedio del corazón; el séptimo la vanagloria (cenodoxia), es decir, la jactancia o la petulancia y el octavo la soberbia". Estos vicios son de dos clases: unos naturales, como la gula y otros no naturales, como la avaricia. En cuanto a su influjo en el hombre, pueden consumarse de cuatro formas: unos se llevan a cabo en la propia acción carnal, como la gula y la fornicación; otros sin la acción del cuerpo, como son la soberbia y la vanagloria; unos reciben un impulso exterior, como la avaricia y la cólera; otros, por el contrario, nacen del interior, como sucede con la pereza y la tristeza.

Otro jalón importante lo marca San Cesáreo de Arlés (470—543). Su doctrina sobre el pecado destaca en dos ámbitos: en señalar contra los galoromanos los pecados que excluyen del Reino y por la importancia que concede a los pecados veniales, contra los que previene a los cristianos. Transcribimos un amplio texto de uno de sus sermones:

"Aunque el Apóstol enumera muchos pecados capitales.... nosotros enumeraremos brevemente cuáles son: sacrilegio, homicidio, adulterio, falso testimonio, hurto y rapiña, soberbia, envidia, la avaricia en el caso de que dure mucho tiempo, ira, la embriaguez si es frecuente y la detracción. El que tenga algunos de estos pecados, si no tuviese tiempo para hacer penitencia y se abstuviese de cometerlos más, no podrá purgar el fuego del que habla el Apóstol, sino que sufrirá las llamas eternas.

De los pecados veniales (minuta peccata)... es preciso que nombremos algunos: comer y beber más de lo necesario, hablar más de lo que es debido, callar más de lo que conviene, exasperar al pobre que pide importunamente, levantarse tarde y perezosamente para ir a la Iglesia, juntarse a su mujer sin el deseo de tener hijos, visitar de tarde en tarde a los presos, visitar raramente a los enfermos, no preocuparse en reconciliar a los que disputan, exasperar más de lo debido a la mujer, al hijo o al criado, adular a las personas importantes, preparar una comida suculenta y suntuosa al que tiene hambre, en la Iglesia o fuera de ella ocuparse de cosas vanas, jurar imprudentemente lo que luego no puede cumplirse... De estos actos y otros semejantes no se ven libres los santos. Estos pecados, aunque no matan el alma, conllevan una gran deformación".

Sobre el mismo tema vuelve en otro sermón, en el que se repiten casi los mismos pecados, y donde San Cesáreo contradistingue los pecados mortales (capitalia crimina) y los veniales (minuta peccata).

La segunda mitad del siglo VI es deudora a la doctrina del teólogo y moralista, el Papa San Gregorio Magno (540—604). Por medio de sus escritos pasará a la E.M. la antigua tradición de los Padres en torno a la noción y clasificación de los pecados.

Este gran Papa resume la doctrina de San Agustín y de los Padres que repetirá la teología posterior. Transcribimos un amplio texto en el que comenta la doctrina en torno a los pecados capitales:

"Son siete los principales vicios que brotan de esta virulenta raíz (la soberbia), a saber: la vanagloria, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula (ventris ingluvia), la lujuria...... De ellos surgen los demás pecados: "todos los vicios capitales dan lugar a actos pecaminosos correspondientes. Así de la vanagloria siguen la falta de obediencia, la jactancia, la hipocresía, las contiendas, las discordias y las presunciones. De la envidia nacen los odios, la murmuración, la detracción, la alegría en el mal del prójimo y la aflicción ante los propios fracasos. De la ira brotan las riñas, la confusión de la mente, las injurias, la indignación clamorosa y las blasfemias. De la tristeza se originan la malicia, el rencor y el incumplimiento de lo mandado. De la avaricia surge el fraude, la falacia, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza del corazón. De la gula vienen la alegría frívola, la ligereza o chocarrería (scurribilitas), la inmundicia, el hablar demasiado... De la lujuria, la ceguera, la oscuridad de la mente, la inconsideración, la inconstancia, la precipitación, el amor a sí mismo, el odio a Dios, la afección al presente mundo, el horror y desesperación ante el futuro".

Gregorio Magno se detiene en analizar y prevenir contra la soberbia, que es "la reina de todos los vicios", por lo que se ha de estar "especialmente precavido contra ella".

El Papa Gregorio muere en Roma el año 604, cuando, desde Irlanda a España, se extiende la costumbre de la confesión frecuente; pero no tenemos testimonios que se refieran en detalle a ella . Sí conocemos el canon 11 del Concilio de Toledo del año 589, en el que persiste la costumbre de la penitencia antigua y prohibe la nueva praxis de frecuentar la confesión. Sin embargo, ésta se impone, y el Concilio de Chalon—sur—Saone, que reúne a los obispos de las provincias eclesiásticas de Lión en los años 644—659, en el canon ocho afirma que esa práctica "se considera que es útil a todos". A partir de esta época, se introduce la nueva forma de practicar la penitencia que tendrá repercusiones en la consideración y valoración teológica y ascética del pecado.

Desde el siglo VII contamos con diversos catálogos que clasifican los pecados, y se introduce la "penitencia tarifada", que "tasa los pecados". Hasta el siglo XII rigieron dos sistemas de penitencia más comunes: la penitencia pública por los pecados graves públicos y la penitencia tarifada para las faltas graves ocultas. Este sistema rigió desde la reforma corolingia (s. VIII) hasta comienzos del siglo XII.

Es evidente que todo este periodo conoce la confesión individual, hecha al sacerdote. En este sentido, destaca el testimonio de la carta de Alcuino a los cristianos de Septimania acerca de la necesidad de la confesión auricular con los presbíteros.

A mediados del siglo XII y con vigencia plena en el siglo XIII, se diversifica la penitencia en pública y privada. La pública se reconoce de forma oficial y solemne; se inicia el miércoles de ceniza y finaliza con la reconciliación del Jueves Santo. Esta penitencia pública se impone a pecados especialmente graves, como son el parricidio, ciertos pecados de lujuria y sacrilegios. Además de la penitencia pública y solemne, se da otra penitencia pública no solemne, que es la de las peregrinaciones que aceptan las personas que han cometido pecados públicos menos escandalosos, como asesinatos, robo de bienes de la Iglesia o los pecados particularmente escandalosos de los clérigos, a quienes no se les permite como a los laicos someterse a la penitencia solemne. La penitencia privada se concreta en la confesión sacramental.

Este largo periodo coincide con la aparición de los libros penitenciales y los directorios de confesores, donde figuran las listas que especifican toda clase de pecados.

IV EL PECADO EN LA TEOLOGÍA DE TOMAS DE AQUINO

Al menos desde el siglo XI, la confesión, en líneas generales, sigue al esquema que perdura hasta nuestros días: contrición, confesión oral, absolución y satisfacción penitencial. Pero no todos los problemas estaban resueltos. En el siglo XII, el inquieto Abelardo suscita la cuestión de si el sacerdote perdona realmente el pecado, o sólo expende el acta del perdón de Dios, o sea, si su misión es "declarar que está perdonado". El tema surge por comparación a la lepra —imagen aplicada de ordinario al pecado— y a la costumbre que regía en el Antiguo Testamento de que el sacerdote certifica se su salud. De modo semejante, Abelardo parece entender la absolución sacramental: el sacerdote "certifica" que el pecador está perdonado. La respuesta correcta viene dada por Hugo de San Víctor, que afirma que el sacerdote perdona los pecados en virtud de la potestad sacramental 1".

Por su parte, Ricardo de San Víctor se propone expresamente la cuestión acerca de "la diferencia entre pecado mortal y pecado venial". Este autor distingue los pecados según la especie y el género, al mismo tiempo que analiza la influencia de la ignorancia, la pasión, el miedo, etc., así como la voluntariedad requerida para que se pueda hablar de pecado mortal.

En este panorama intelectual se hace presente el pensamiento teológico del Aquinate, que aquí resumimos en los siguientes apartados:

1. Visión de conjunto

Todos estos antecedentes enmarcan la doctrina de Tomás de Aquino, que, en síntesis, perdura en el estudio de la teología moral posterior. Después del estudio de las virtudes (qq. 55—69), la II-II de la Suma concluye con la cuestión 70, dedicada a los "frutos del Espíritu Santo", para, seguidamente, iniciar el estudio de los pecados que ocupa 19 extensas cuestiones, qq. 71—89. El siguiente esquema resume estas quaestiones:

I. Naturaleza del vicio y del pecado (q. 71).

II. Distinción de los pecados (q. 72).

III. Comparación de los pecados (q. 73).

IV Sujeto del pecado (q. 74).

V. Causas del pecado:

— en común (q. 75);

— en particular:

* interiores: la ignorancia (q. 76), la pasión (q. 77) y la malicia (q. 78);

* externas: Dios (q. 79), el demonio (q. 80) y el pecado original del hombre (qq. 81—83);

* mixta: el pecado (q. 84).

VI. Efectos del pecado:

—físicos:

* corrupción del bien material (q. 85);

* mancha del pecado (q. 86).

— moral:

* reato de pena (q. 87);

* el pecado venial (qq. 88—89).

A través de 108 artículos, Tomás de Aquino ha elegido un modo progresivo de tratar el tema del pecado. Comienza relacionando las virtudes con los pecados y, ya en el art. 5 formula una cuestión sorprendente: "Si todo pecado es un acto". La cuestión se propone porque, desde un principio, Santo Tomás quiere incluir entre los pecados los actos de omisión. El Aquinate afirma que todo pecado es un acto puesto en unas circunstancias y que la omisión de una acción es también pecado, por cuanto es un acto que se ha decidido omitir voluntariamente "5.

2. Definiciones

Seguidamente, Santo Tomás se propone la definición de pecado:

"El pecado no es otra cosa que un acto humano malo. Un acto es humano en cuanto es voluntario... Y es malo, en cuanto carece de la medida que le es debida, por referencia a una regla determinada. Ahora bien, la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, la ley eterna, que es como la razón de Dios. Por eso San Agustín, al definir el pecado, afirmó dos cosas: una que pertenece a la sustancia del acto humano.... por eso dijo: "todo hecho, dicho o deseo". La otra pertenece a la razón misma de pecado, o sea, "contra la ley eterna".

No debe sorprender ni la claridad ni la brevedad de la respuesta. Santo Tomás profesa, como en su tiempo, un sano realismo cristiano, una confianza en la razón para alcanzar la verdad y un respeto a la decisión libre de la voluntad. Por eso, piensa que el mal moral es un acto humano voluntario, que no se ajusta a la razón del hombre ni a la razón de Dios. En la respuesta a la quinta objeción afirmará que, si no se conforma a la razón humana, es pecado desde la respectiva filosófica, mientras que, si se observa desde la vertiente de la fe, tal acto es una falta moral, por cuanto no se ajusta a la razón de Dios, que se manifiesta en ese orden universal, que denomina ley eterna.

No cabe, pues, definición más lúcida y más breve a partir de unos presupuestos que son irrenunciables para una cultura verdaderamente humana que, por serlo, engloba la aceptación de Dios. He aquí los elementos esenciales que subraya esta breve definición tomista:

a) El pecado tiene origen en la libertad del hombre. No es consecuencia de un ciego fatalismo, sino que el hombre elige su modo propio de actuar; es por ello libre y responsable de sus actos.

b) El pecado es un acto concreto. Sólo quienes no prestan valor a la acción singular del hombre pueden encontrar una cierta atomización de la moral en la valoración de los actos individuales. Por el contrario, situar el mal en la acción humana concreta es un realismo que evita cualquier huida platónico o idealista. Esto no obsta a que se considere la profundidad del ser humano, que se vuelca en cada uno de sus propios actos.

c) El pecado dice relación a la razón humana. Es un acto que se separa de la recta razón. De aquí que equivale a un autoengaño del hombre. De este modo, expresa Santo Tomás la dimensión ética del pecado.

d) Relación a Dios. Finalmente, el pecado se define como tal por orden a Dios, y, precisamente, no es una pura prohibición, sino la no aceptación del orden en que se mueve el mundo y la vida del hombre. Se subraya, pues, la dimensión religiosa.

Santo Tomás dedica menos atención a la definición, tan repetida de San Agustín, como "alejamiento" (aversio) de Dios y "conversión" (conversio) a las criaturas. Pero la recoge al justificar la gravedad de los pecados. Sin embargo, esta definición está subyacente en la doctrina moral sobre el pecado, dado que su concepción es teológico: todo pecado se define por referencia a Dios, es una separación de Dios.

Según mis datos, tampoco recoge literalmente la primera definición de San Agustín. No obstante, la distinción entre el "usar" (uti) y el "disfrutar" (frui) recorre todas sus páginas y, precisamente, en orden a descubrir la razón última del pecado de la criatura racional.

Tomás de Aquino afirma reiteradamente que las realidades creadas son para servicio del hombre: disfrutar de ellas no constituye pecado. De aquí, que el hombre no peque cuando las goza en el uso para aquello que realmente sirven. Sólo el abuso origina el desorden 160 . El motivo se encuentra en la misma ley eterna: el hombre no puede violentar el fin de las cosas, sino usarlas conforme a su razón de ser". El pecado está, precisamente, en el capricho del hombre al desvirtuar el uso de las cosas.

Por el contrario, disfrutar aquello que se debe usar lleva al hombre al pecado, pues constituye al gozo como causa final. Cabe aún decir más, en ocasiones, como también aseguraba San Agustín, ese gozo lleva a la degradación". Santo Tomás apunta el motivo: tal placer desmedido le incapacita para gozar de Dios.

En todos estos textos que transcribimos se ve cómo Santo Tomás emplea continuamente y, en ocasiones de modo paradójico, los términos "usus", "utitur", "abutitur", "frui", "fruitio", "delectatio", "placentia"... Todos estos términos están legitimados en la acción moral. El problema se presenta al momento de emplear adecuadamente cada uno de esos vocablos. Pero en su respectivo empleo, la vida del hombre puede transcurrir de un modo digno, orientada a Dios. Sólo la "insipientia" -la estulticia- humana puede convertir el "uso" en "placer" y el "placer" en "uso". Entonces sobreviene el pecado.

3. Distinción de los pecados

Seguidamente, después de la definición, Santo Tomás se propone el tema de la distinción de los pecados. A esto dedica los nueve artículos de la cuestión 72. Según Santo Tomás, el pecado admite distinciones, conforme la óptica desde la que se le contemple. Así, por ejemplo:

- Los pecados difieren de especie según el objeto (a. l).

- Cabe también dividir los pecados en espirituales y camales, según que la "delectatio" sea camal o espiritual (a. 2).

- Si se toman en consideración las causas, los pecados se distinguen sólo por la causa final, o sea, en razón del fin, pero no por las otras causas (a. 3).

- Cabe, asimismo, distinguir el pecado contra Dios, contra el prójimo y contra uno mismo, si bien la ofensa a Dios se incluye en todos (a. 4).

- El pecado se divide en mortal y venial, pero no cabe una división específica en razón del reato (a. 5).

- Asimismo se divide en pecados de omisión y de comisión, que no constituyen especies distintas (a. 6).

- También distingue entre pecados internos del corazón, de palabra y de obra (a. 7).

- De forma afirmativa resuelve Santo Tomás la cuestión de si los pecados se diversifican por la abundancia o por defecto (a. 8).

— Finalmente, el Aquinate explica que no cabe diferenciar los pecados en razón de las circunstancias (a. 9).

La Suma trata otra serie de cuestiones importantes relacionadas con el pecado. He aquí algunas que conviene destacar:

— El pecado original, el pecado mortal y el venial no deben entenderse de modo unívoco, sino simplemente analógico (cfr. q. 82 y q. 88, a. 1, ad l).

— Comparación y jerarquía que cabe aplicar a los diversos pecados y vicios (q. 73, aa. 1—2).

— Especificar los grados de responsabilidad, teniendo en cuenta la ignorancia (q. 76; q. 88, a. 6, ad 2), la pasión o apetito sensitivo (q. 77) y las causas agravantes o que le excusan (q. 88, a. 5; cfr. q. 73, aa. 9—10).

— La distinción entre culpa y pena, como efectos ambos del pecado (q. 87, a. 6).

— En el pecado hay que distinguir el acto y la situación del que permanece en pecado (q. 86, aa. 1—2).

Pero entre estos y otros temas queremos destacar dos de especial relevancia para nuestros días: el pecado como descamino del hombre respecto del fin de su vida y la distinción de los pecados en mortal y venial

4. El pecado constituye al hombre y a las criaturas en fin último

El sentido y fin de la existencia humana ha sido preocupación continua del pensamiento. Con el tema del "fin del hombre" inicia S. Ignacio los Ejercicios Espirituales. Por su parte, la filosofía moderna pone de relieve la consideración del hombre como ser teleológico y define la existencia auténtica como la realización de un proyecto o programa de vida. El planteamiento y la respuesta lo expone ya magisterialmente Santo Tomás al proponer la vida moral a partir del "fin último".

Por eso no es extraño que el Aquinate, al interpreta el pecado, lo considere como una dislocación de ese fin último, al que el hombre tiene que dirigir su existencia. De aquí que en la Suma se subraye que el pecado es un cambio de papeles: el hombre, en lugar de orientar su existencia hacia su fin, que es Dios, constituye en fin a las criaturas: la "conversión a las criaturas" es el reverso de su "orientación al fin". Esta es, en último término, la concepción tomista del pecado.

He aquí una serie de testimonios que aparecen diseminados en sus escritos: el hombre que peca "se adhiere a un bien temporal y lo constituye en un fin". Esto es lo que hace el pecado mortal. Por el contrario, el pecado venial disfruta del bien temporal, pero no lo constituye en fin.

Siempre que el hombre peca, orienta y pone su fin en la criatura por la que comete el pecado. Y esta otra fórmula equivalente: "Por el pecado mortal el hombre se adhiere a la cosa temporal como un fin". O esta otra sentencia lapidaria: "De este modo, el hombre se adhiere a la criatura como a su fin último".

Santo Tomás cambia de símbolos y emplea en ocasiones la expresión "bienes variables" con cierta equivalencia a lo que la axiología denominará escala de valores. Así escribe: "El pecado consiste en que el hombre se adhiere a bienes variables". Siguiendo el mismo símil, define el pecado en orden a la elección de esos valores. Este es, precisamente, el error del hombre que le lleva a cometer un pecado mortal: "constituir en fin un valor limitado y variable". El pecado no está en el uso de tales valores parciales, sino sólo en convertirlos en fin.

Esta consideración del pecado, a partir del "bonum commutabile", sobrevalorado hasta convertirlo en fin, merece hoy una especial consideración, puesto que el hombre actual, de ordinario, no se orienta por lo que las cosas son, cuanto por lo que valen. Se trataría, pues, de integrar en la ética teológica las aportaciones de la teoría de los valores, tal como ha sido estudiada por Juan Pablo II. Es indudable la sensibilidad de nuestro tiempo para decidir su orientación moral según el valor objetivo que determina la acción. En algunos casos es una traducción a la cultura actual del "bonum objectivum" de los escolásticos.

Pues bien, la catequesis sobre el pecado debería abrir dos frentes en la orientación moral del hombre: uno, alentar hacia la consecución de los verdaderos valores, cual señala la recta razón y que la fe ayuda a descubrir; otro, dejar manifiesto cómo bastantes valores que fascinan al hombre son claros contravalores. En definitiva, se trataría de descubrir qué es lo que en realidad vale la pena, y, al contrario, poner de manifiesto la factura que pasará la acción que no se orienta por los valores superiores.

Un buen planteamiento de la filosofía de los valores es útil para la exposición de la moral católica. Al fin y al cabo, casi todas las tablas de valores de los grandes autores de la axiología —si exceptuamos a N. Hartmann— sitúan el mundo religioso como culmen de la escala de los valores.

5. Pecado mortal y pecado venial

No haremos una exposición sistemática, tal como lo hace Santo Tomás en la q. 88, dedicada toda ella a la distinción y naturaleza del pecado mortal y venial. Lo tenemos en cuenta y subrayamos aquellos aspectos que resultan menos comprensibles para nuestra época.

La distinción teológica pecado mortal—pecado venial la sitúa el Aquinatense en relación con el fin último. No es, pues, exacto afirmar que define el pecado mortal tan sólo en razón de la objetividad del acto. Por el contrario, la doctrina tomista se asienta en una consideración más antropológica: se trata de que el hombre oriente su vida al fin. En consecuencia, el pecado mortal despoja de sentido a la existencia humana, porque le desvía del fin que constituye la plenitud de la realización personal.

Así, por ejemplo, el a. 1 contradistingue el pecado venial y mortal, por cuanto uno es "reparable" y el otro "irreparable". Pero la "irreparabilidad" consiste en que el pecado ha desviado al hombre del fin último; de ahí su nombre, "mortal". Por el contrario, el pecado venial, aún adhiriéndose de forma desmedida a un bien temporal, sin embargo no lo convierte en fin.

Bajo otra óptica, si se considera la caridad como valor que consigue la salvación, el Aquinate afirma que el pecado es "mortal" en la medida en que mata esa caridad que orienta al fin último. No es pues, la materia en sí misma, sino en cuanto aleja al hombre del fin último. Y es, precisamente, la razón de fin lo que puede hacer que un pecado que de por sí —por su objeto— sea venial, se convierta en mortal. A su vez, Tomás de Aquino enseña que también el pecado venial desvía del fin, si bien no totalmente como ocurre en el pecado mortal.

En consecuencia, la razón de fin incluye las tres condiciones que señala el Aquinate para que una acción constituya pecado mortal: materia grave, conocimiento pleno de la razón y consentimiento perfecto de la voluntad. Estas tres condiciones han de interpretarse en relación al fin último, del que se separa el hombre siempre que comete una acción que reúna esas condiciones. Esta distinción entre pecado mortal y venial es especialmente cualificada. Llámese o no "distinción teológica", es una diferencia de carácter esencial, por cuanto el pecado mortal aleja al hombre de su fin último. Santo Tomás habla de "muerte" por comparación a la muerte del cuerpo 1". De aquí que afirme que entre el pecado mortal y el venial exista sólo una analogía Esta diferencia esencial se hace notar en los efectos peculiares que produce.

6. Efectos del pecado mortal

Este apartado requiere una consideración especial, por cuanto toca directamente la naturaleza del pecado mortal y sus ¡aplicaciones en el perdón y en la disposición del sujeto para recibir otros sacramentos, especialmente la Eucaristía.

Según la doctrina de Santo Tomás, repetida después por los comentaristas de la Suma, los efectos del pecado mortal son los siguientes:

a) Desorienta en sumo grado al hombre del fin último y, consecuentemente, merece el castigo eterno: "El pecado mortal causa el reato de la pena eterna" 186

b) Va contra la caridad, a la que ocasiona lo que denomina desaparición o muerte de la vida de la gracia.

c) El pecado mortal produce, desde el punto de vista del sujeto, un mal irreparable. Sólo el perdón de Dios lo rehabilita. Santo Tomás acude a la comparación de la enfermedad: el venial sería una dolencia leve y el grave una enfermedad mortal. De ahí su nombre 1".

d) El pecado mortal va contra la ley, mientras el venial se sitúa al margen de ella.

No es extraño que en todas las comparaciones Santo Tomás sitúe el pecado venial a gran distancia del mortal. Lo más ilustrativo es el parangón entre la enfermedad leve y la muerte. Esta es la que caracteriza el pecado grave en el cristiano, al modo como la muerte biológica afecta a la vida corporal.

Es de admirar la antropología subyacente en la consideración tomista del pecado. Cuando se critica de "cosificación" al acto pecaminoso, como un defecto de la escolástica, este juicio no cabe aplicarlo a Santo Tomás. Y, cuando, al referir las tres condiciones que se requieren para el pecado grave, se habla de "formalismo" y de falta de "interiorización" para cometerlo, tampoco afecta a su doctrina, dado que Santo Tomás supone que el hombre no comete un pecado grave como por sorpresa, sino con claro conocimiento y mediando una decisión lúcida de la persona.

V. EL PECADO EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

No es posible seguir el estudio de la historia de la teología en torno al pecado. En general, los grandes comentaristas siguieron la doctrina del Maestro con alguna divergencia en la interpretación, como es el caso de Gabriel Vázquez. Hubo también algunas desviaciones. Así, por ejemplo, el voluntarismo nominalista fue un precedente del racionalismo cartesiano y cifró el pecado únicamente en relación al querer de Dios. Otras corrientes subrayaron la dimensión escatológico y distinguieron el pecado mortal y el venial sólo en razón del castigo eterno. Más relieve cobró la opinión del llamado "pecado filosófico" entre aquellos autores que separaron el orden natural y sobrenatural. En el siglo XVI, Bayo afirmaba que todo pecado era mortal, mientras que en el siglo XX algunos autores tratan de mensurar la gravedad del pecado en razón del compromiso social en la vida. Otras tendencias modernas difieren en interpretar la "opción fundamental" y las acciones singulares en la acción pecaminosa concreta. También en la actualidad se disiente acerca del criterio de distinción entre pecado mortal y venial: algunos niegan esta distinción y afirman una división tripartita: mortal, grave y venial. Todas estas cuestiones están contempladas en la doctrina del Magisterio. A ellas nos remitimos en los nn. 4—5.

1. Algunas intervenciones anteriores a Trento

Los documentos magisteriales en relación a la naturaleza del pecado fueron numerosos y de importancia. Destacamos los siguientes:

a) El Concilio XVI de Cartago del año 418, contra los errores pelagianos, se ocupa de los siguientes aspectos: pecado original y personal, su gravedad y relación entre gracia—pecado, etc..

b) Al comienzo del siglo XIII, el Papa Inocencio III (1201) estudia los efectos del Bautismo y distingue entre pecado original y pecado personal actual: "el original se contrae sin consentimiento, mientras que el actual se comete con voluntariedad".... "La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno".

c) El Concilio IV de Letrán (1215) determina la obligación de confesar al propio sacerdote los pecados, al menos una vez al año, y que, en caso de confesarse con otro sacerdote, "obtenga previamente licencia del

d) El Papa León X (1520) condena diversas proposiciones de Lutero, referidas al hecho del pecado y a las condiciones para adquirir el perdón.

2. Concilio de Trento

El Concilio tridentino recoge abundante doctrina sobre el pecado en los siguientes puntos:

— En la Sesión V, en el Decreto sobre el pecado original, se expone la doctrina acerca de la existencia, naturaleza y modo de propasarse. Asimismo, se ocupa del bautismo de los niños y del perdón de los pecados del adulto que se confiesa, etc..

— En la Sesión VI, en el Decreto sobre la justificación, principalmente en el cap. 11, cc. 23, 25 y 27, distingue pecado mortal y venial. Asimismo, las sesiones XIV—XV exponen la condición del pecado: c. 5 sobre la libertad, c. 7 acerca de los actos hechos antes de la justificación, etc. .

3. Otros Documentos posteriores

El Papa San Pío V, en la Bula Ex omnibus afflictionibus del año 1567, condena diversas proposiciones de Bayo, que tocan directamente el tema del pecado y de la gracia.

El Papa Alejandro VIII, por un Decreto del Santo Oficio del 24 de agosto de 1690, condena la doctrina del llamado "pecado filosófico"; o sea, el pecado que se opone a la recta razón, pero no a Dios, por lo que se distingue del pecado teológico" '91.

Ya en nuestro siglo, la Encíclica Humani generis de Pío XII (1950) menciona el error de quienes "pervierten el concepto de pecado original, sin atención alguna a las definiciones tridentinas, y lo mismo el del pecado en general, en cuanto es ofensa de Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros.

4. Concilio Vaticano II

El último Concilio resume la doctrina católica en torno al pecado con una clara interpretación religiosa y antropológica. El texto más amplio corresponde a la Constitución Gaudium et spes. Después de describir la dignidad del hombre, hecho a imagen de Dios, el Concilio describe la situación a la que llega por el pecado: es el reverso del número anterior, titulado El hombre, imagen de Dios:

"Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de dominar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.

A la luz de la Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación" (GS, 13).

En este amplio texto se subrayan las siguientes verdades:

— la existencia del pecado original a instigación del demonio y la rebelión de la voluntad del hombre contra Dios: el hombre se traza su propio fin frente al señalado por el Creador;

— los datos de la Revelación se confirman con la propia experiencia: el hombre es testigo de su inclinación al mal;

— esta inclinación se lleva a—efecto con frecuencia: siempre que el hombre peca, se separa de su fin, con ello se quebranta el orden creado;

— la lucha entre el bien y el mal se presenta de forma dramática en la existencia cotidiana del hombre: el pecado conduce a la esclavitud del que lo comete;

— pero Cristo ha redimido al hombre, por lo que puede vivir conforme a su dignidad.

Estas mismas verdades y otras nuevas se repiten en otros texto conciliares. He aquí algunos más significativos:

— el pecado "ofende a Dios" y "hiere a la Iglesia" (LG, 1 l);

— la naturaleza propia de la penitencia es "detestar el pecado en cuanto es ofensa de Dios" (SC, 109);

— el pecado "esclaviza" al mundo (GS, 2); "entenebrece" la conciencia, "hiere" la libertad (GS, 16—17); "deforma" la semejanza divina (GS, 22);

— a causa del pecado, la vida social "está viciada" (GS, 25), pues el mundo "está afeado por el pecado" (GS, 39);

— el pecado "perturba" las relaciones entre la ciudad terrena y la ciudad eterna (GS, 40);

— el hombre no puede liberarse del pecado por sus propias fuerzas (Ad G, 8); pero de él "nos ha liberado Cristo reconciliándonos de nuevo con Dios" (GS, 22).

La doctrina que se recoge en estas afirmaciones resume las tesis fundamentales de la teología católica en torno al pecado.

5. Exhortación Apostólica "Reconciliación y penitencia"

Es el Documento más importante acerca del pecado después del Vaticano II. Su valor magisterial adquiere peculiar relieve por ser el resultado de un Sínodo, el cual, a su vez, recoge las enseñanzas de las Conferencias Episcopales y de los obispos de la Iglesia entera. El tema del pecado recorre todo el Documento, dado que el motivo de la "reconciliación" y de la "penitencia" es la realidad del pecado. Destacamos algunos puntos más importantes:

a) Existencia del pecado. Existe y de modo abundante, hasta el punto que el "mundo está en pedazos", lo cual queda patente en una cuádruple fractura del hombre: con Dios, consigo mismo, con los demás y con la creación (nn. 2, 3, 5, 6, 13).

b) Naturaleza del pecado. Es un misterio, el "misterio de la iniquidad" (2 Tes 2,7). Es obra de la libertad humana, pero influyen otros factores, por lo cual "el pecado se sitúa más allá de lo humano", está "en contacto con las oscuras fuerzas que, según San Pablo, obran en el mundo para enseñorearse de él" (n. 14).

c) El pecado es desobediencia a Dios, ruptura con Dios, exclusión de Dios. Lo confirman algunas narraciones bíblicas: el pecado original y la Torre de Babel son hechos paradigmáticos (n. 14).

d) División entre los hermanos. "En las narraciones bíblicas antes recordadas, la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división entre los hermanos" (n. 15).

e) Pérdida del sentido del pecado. Es un fenómeno que periódicamente se repite en la historia: hoy parece ser uno de esos momentos. Es un hecho grave por estas razones:

* porque "está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad y a la voluntad de hacer un uso responsable de la libertad";

* por el "secularismo" que lo motiva. El mundo actual "está embriagado por el consumo y el placer";

* por la pérdida del sentido de Dios: el hombre en nuestra cultura trata de sustituir a Dios.

Diversas causas motivan la pérdida del sentido del pecado. Estas son las decisivas:

* ciertas falsas razones de la ciencia psicológica que pretenden anular el sentido de culpabilidad; afirmaciones de la sociología que quieren cargar todas las culpas sobre la sociedad, y algunos juicios de la antropología cultural que exagera los condicionamientos e influjos ambientales e históricos;

* otro fenómeno determinante de la pérdida del sentido del pecado es una ética que deriva de un determinado relativismo historicista", el cual "relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientes de las circunstancias";

* contribuye también a ello la confusión que se da entre el pecado y el sentimiento "morboso de la culpa", así como la equiparación entre pecado y los simples "preceptos legales". Estas confusiones pueden darse en "la educación de la juventud, en la familia y en los medios de comunicación social";

* influyen asimismo ciertos factores que existen actualmente en la Iglesia: "algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones; pasan del pecado en todo, a no verlo en ninguna parte; de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor de Dios que excluiría la pena merecida por el pecado; de la severidad en el esfuerzo por corregir las conciencias erróneas, a un supuesto respeto de la conciencia, que suprime el deber de decir la verdad", etc.;

* entre los fenómenos eclesiales contribuyen también a la pérdida del sentido del pecado "algunas enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana";

* también se enumeran entre los fenómenos eclesiales que contribuyen a este hecho los defectos de la praxis de la Penitencia sacramental, el ritualismo en su administración y la desconsideración del pecado personal frente a la sobrevaloración del pecado social.

La valoración de la crisis se formula con esta grave advertencia: "Se trata de un verdadero vuelco o caída de valores morales y el problema no es sólo de ignorancia de la ética cristiana, sino más bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral. El efecto de este vuelco ético es también el de amortiguar la noción de pecado hasta tal punto que se termina afirmando que el pecado existe, pero no se sabe quien lo comete".

En consecuencia, se impone "restablecer el sentido justo del pecado". Pero "se restablece únicamente con una clara llamada a los principios inderogables de la razón y de la fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre" (n. 18).

f) Distinción entre el pecado personal y el pecado social. Es doctrina destacada en el Documento: "El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad". Es cierto que el hombre está condicionado por no pocos factores internos y externos que "pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre".

No obstante, cabe hablar también de "pecado social", más aún, "todo pecado tiene una dimensión social, pues la libertad de todo ser humano posee por sí mismo una orientación social". Cabe hablar de "pecado social" según tres acepciones diversas:

Todo pecado individual tiene repercusiones sociales:

"Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos... A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso... Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social".

— La segunda acepción del "pecado social" se da en el pecado "contra el prójimo". Caben también diversas acepciones:

* el pecado contra el prójimo individual;

* el pecado contra la justicia "en las relaciones tanto interpersonales como en las de la persona con la sociedad y aún de la comunidad con la persona". Es decir, contra la clásica división tripartita de la justicia;

* el pecado cometido contra los derechos de la persona;

* el pecado de "obra o de omisión de los dirigentes políticos, económicos y sindicales", así como "el de los trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración" al bienestar de toda la sociedad;

— La tercera acepción de "pecado social" se refiere a "las relaciones entre las distintas comunidades humanas". Así la obstinada oposición entre las naciones debe considerarse como "un mal social".

Este triple sentido de "pecado social" es legítimo, pero el término "pecado" se entiende en sentido analógico:

"En todo caso, hablar de pecados sociales, aunque sea en sentido analógico, no debe inducir a nadie a disminuir la responsabilidad de los individuos, sino que quiere ser una llamada a las conciencias de todos para que cada uno tome su responsabilidad, con el fin de cambiar seria y valientemente esas nefastas realidades y situaciones intolerables".

Existe, sin embargo, un modo no correcto de emplear el sintagma "pecado social": aquel que lo contrapone a "pecado personal", con el riesgo de diluirlo en el anonimato de la colectividad:

"No es legítimo aceptar un significado de pecado social —por muy usual que sea hoy en algunos ambientes—, que al oponer no sin ambigüedades, pecado social y pecado personal, lleva más o menos inconscientemente a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir únicamente culpas y responsabilidades sociales. Según este significado, que revela fácilmente su derivación de ideologías y sistemas no cristianos..., prácticamente todo pecado sería social, en el sentido de ser imputable no tanto a la conciencia moral de una persona, cuanto a una vaga entidad y colectividad anónima, que podría ser la situación, el sistema, la sociedad, las estructuras, la institución".

Por eso, aun cuando el cristiano usa la expresión de "pecado social", debe entenderse como "la acumulación y la concentración de muchos pecados personales". Una situación de pecado "no es de suyo sujeto de actos morales"; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma. En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras.

g) Pecado mortal y pecado venial. Esta dimensión del pecado es tan importante que "la mente del hombre jamás ha dejado de pensar en la gravedad del pecado". Por eso se ha de proponer esta pregunta: "¿Por qué y en qué medida el pecado es grave en la ofensa que hace a Dios y en su repercusión sobre el hombre? La Iglesia tiene su doctrina al respecto y la reafirma en sus elementos esenciales, aún sabiendo que no siempre es fácil, en las situaciones concretas, deslindar netamente los confines". La doctrina católica se fundamenta en los siguientes datos:

* El Antiguo Testamento menciona "diversas formas de impureza, idolatría, culto a falsos dioses", por las que se declaraba al pecador "eliminado fuera de su pueblo". Mientras había otros pecados que eran perdonados fácilmente.

* En el Nuevo Testamento se encuentran dos textos significativos:

— 1 Jn 5,16—17 distingue entre pecados que llevan a la muerte a otros que no llevan a la muerte;

— Mt 12,31—37 formula el llamado "pecado contra el Espíritu Santo".

"A la luz de estos y otros textos de la Sagrada Escritura, los doctores y teólogos, los maestros de la vida espiritual y los pastores han distinguido los pecados en mortales y veniales". El Papa subraya como ejemplos a San Agustín y Santo Tomás.

También, a partir de los datos de la Escritura, "la Iglesia, desde hace siglos, constantemente habla de pecado mortal y de pecado venial". Así ha hecho el Concilio de Trento y lo ha reiterado el último Sínodo.

* La doctrina de la Iglesia sobre el pecado mortal es la siguiente:

— Se distingue esencialmente del venial, porque éste no separa del fin, no priva de la gracia, no incluye la pena eterna, pues no supone ruptura radical con Dios.

— Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: "Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento".

— Algunos pecados, por razón de la materia, son intrínsecamente graves y mortales.

— Definición:

"Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual, un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad creaturam). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave".

* En consecuencia, la división triple entre pecado mortal, grave y venial sólo es válida, si se quiere afirmar que hay pecados más graves unos que otros. "Pero queda siempre firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una vía intermedia".

* La "opción fundamental" es una consideración psicológica, pero no una categoría teológica. En consecuencia, "se comete un pecado mortal, cuando el hombre, sabiendo y queriendo, elige, por cualquier razón algo gravemente desordenado". Además "la orientación fundamental puede ser radicalmente modificada por actos particulares".

VI. COMO PRESENTAR HOY EL TEMA DEL PECADO

Este apartado sería pretencioso si aspirase a ofrecer de modo concreto, cómo se ha de presentar a los fieles el tema del pecado. Aspiramos solamente a ofrecer unas pistas que consideramos que pueden ser útiles. Pero antes asentemos estas premisas:

1. Algunos presupuestos

a) El pecado en sí mismo es un tema molesto y, en principio, no cae bien, de modo especial le hiere el pecador antes de sentir el arrepentimiento. Como afirmó Pablo VI: "El pecado, se puede decir, es un tema antipático, como son las enfermedades y las desgracias en la vida del hombre; pero es tema inevitable y muy importante, ya que de él depende nuestro ser cristiano y nuestro destino eterno". En consecuencia, se ha de exponer con comprensión, sin herir la debilidad del hombre. Esto no es óbice para hacerlo con fortaleza cristiana, que es fruto de la caridad.

b) No existe un modo único de hablar del pecado. Son muy diversas las sensibilidades, no sólo por las diferencias culturales, sino debido a las peculiaridades religiosas. Lo que es válido para un mundo intelectual, "secularizado", no es trasvasable a los fieles que todavía mantienen una actitud cristiana ante la existencia. Tal compleja situación exige en el sacerdote un sentido teológico y ascético del pecado, como consecuencia de una vida de fe, que siente el drama del mal con deseos de corredimir. El profeta de hoy, que advierta a los hombres de sus pecados, debe sentir el celo apostólico que animó a los santos (cfr. Col 1,21—29).

c) Hoy es urgente hablar del pecado, precisamente, porque se ha perdido la noción de él, y es necesario que el hombre caiga en la cuenta de ese "misterio de iniquidad" que pone en peligro su propia existencia. En este sentido, la praxis pastoral debe cuidarse de no caer en el exceso de pasar del "pecado en todo", que caracterizó a la pastoral de una época anterior, a otra exageración de "no verlo en ninguna parte". Precisamente, si el mundo ha perdido el sentido del pecado, se hace más urgente reconquistar esta verdad perdida. Pero la cuestión es "cómo" reconquistarlo y "cómo" presentarlo a un hombre poco sensible a este tema.

d) Ante todo, se ha de tener presente que el pecado no es un tema a se, independiente de la vida cristiana. Por eso se ha de proponer al hombre la grandeza de su vocación, un programa de conducta que responda a su dignidad. Pero alcanzarla, más que consecuencia de seguir un código de conducta o el cumplimiento de unos deberes impuestos, es efecto de una opción personal, fruto de la reflexión y de la decisión libre de la voluntad. Para ello será preciso dejar constancia de que el pecado lesiona no sólo los derechos de Dios, sino su propia dignidad.

A partir de estos supuestos, cabe formular algunos principios:

2. Recuperarlas constantes bíblicas

Es claro que debe recuperarse la ambientación bíblica. Es decir, el sentido cristiano del pecado tiene unos moldes culturales y expresivos que siguen siendo válidos para interpretar los conceptos claves y fundamentales del cristianismo. A este respecto, la consideración del pecado, como una falta de fidelidad a la Alianza, o mejor, en lenguaje más próximo, el rechazo del amor de Dios—Padre, que busca y se interesa por los hombres y les llama a una vida de rectitud moral —de santidad—, mantiene su validez.

Así, por ejemplo, el modelo de los Profetas —quizá no siempre el tono airado de castigo que les caracterizó—, que ponen ante la vista del pueblo sus faltas de fidelidad a lo requerido y pactado con Dios, al mismo tiempo que les recuerdan que su mal les conduce a situaciones de descalabro nacional, goza todavía de vigencia didáctica.

Sobre todo, la figura de Jesús de Nazaret, con su pedagogía de amor al hombre, que trataba de hacerle ver su situación calamitosa, junto a los deseos de procurarle la salvación, ofrece una actualidad nunca superada. Y esto vale no sólo para el aliento a la conversión y orientación a una nueva vida, sino incluso en el lenguaje.

Como se ha dicho al comienzo del Capítulo, el vocabulario bíblico no contiene una terminología fija, por lo que, además de rescatar el término "pecado" —que casi no tiene correspondiente en la Biblia—, se trataría de reconquistar la pluralidad de términos y expresiones que caracterizó la predicación de los Profetas y de Jesucristo: pecado es "desvío", "equivocación", " claudicación", "falta de sentido", "desatino", "infidelidad", "incoherencia", "pérdida de orientación y del camino", etc.; todas esas expresiones vitales, que indican que se ha perdido el significado de la vida auténtica, son fácilmente comprensibles por el hombre actual. Otras imágenes, como "mancha", "impureza"... etc., que se repiten en el Nuevo Testamento, y otros símbolos bíblicos como "oveja perdida", "cizaña", etc. parece que han perdido vigencia, pues respondían a modelos culturales agrarios hoy superados.

La vuelta al patrón bíblico intenta, más que recuperar el lenguaje que aún hoy puede ser útil, retomar a las vivencias que despertaba la predicación de los Profetas, de Jesucristo y más tarde de los Apóstoles. Es tener en cuenta los grandes resortes de la psicología humana que reacciona de modo semejante a las constantes de su vida, como son las manifestaciones de amor, el sentido de culpa, la atrición, el arrepentimiento, etc. En este sentido, pensamos que volver a aquellos presupuestos bíblicos, es situarse fuera de circunstancias temporales. Como escribe M. Vidal:

"En la Sagrada Escritura encontramos la orientación fundamental para una comprensión crítica del pecado. Podemos decir que se trata de una visión "metahistórica"; no en el sentido de una abstracción, sino en el sentido de una consideración que puede y debe ser encamada en los cuadros mentales de cada situación histórica. Toda comprensión y vivencia del pecado encontrarán un criterio decisivo de su autenticidad cristiana en la medida en que realicen las orientaciones bíblicas sobre la culpabilidad".

O como escribe B. Häring:

"La Biblia habla del pecado y de la conversión en una forma muy concreta... De seguro que podemos aprender de las normas permanentes bíblicas cómo es preciso hablar del pecado. En ellas se habla siempre teniendo la vista fija en Dios cuyo nombre es santo y cuya misericordia se transmite de generación en generación. Habla del desarrollo de la historia e invita a dar el siguiente paso. La Biblia no tiene una palabra determinada para hablar del pecado; más bien tomando diversas imágenes, palabras y parábolas de la vida diaria, expresa la experiencia del pecado y de conversión y así nos enseña cómo el siguiente paso en la dirección justa".

3. Razón y Revelación

Dada la situación cultural de nuestro tiempo "secularizado", de pérdida de valores cristianos que salpica a los creyentes, quizá sea útil caminar por una doble pista: la razón y la Revelación.

En la actualidad, algunos postulan que las certezas religiosas necesitan ser justificadas. En este supuesto, no se trataría de volver al viejo error del pecado filosófico, sino que, para quienes se resisten a aceptar la concepción religiosa de la existencia personal, sería útil distinguir entre la dimensión ética del pecado y su aspecto religioso. Para éstos, hay que recuperar los conceptos primarios de "bien" y de "mal" morales; razonar, por ejemplo, que es mejor la paz que la reyerta, el amor que el odio, el dominio de la sexualidad que el deshago pasional; mostrar que responde a la naturaleza del hombre y de la mujer el amor único y estable y no el provisorio y ocasional; hacer ver que el ideal social demanda la justicia antes que el egoísmo prepotente del que goza de las riquezas o del poder; mostrar que la libertad responsable supera al capricho impulsivo y pasional, etc. etc. Es decir, para los no creyentes, es urgente reconquistar la eticidad de la vida como la única forma de vivir una exigencia elemental y verdaderamente humana. Y todo eso a partir de la vida y de la existencia propia. Y sólo en un segundo momento se apelaría a la doctrina moral para interpretar esos hechos, muchas veces lastimosos y que ellos mismos lamentan.

A los creyentes, el pecado se les deberá situar en las grandes coordenadas que comporta la ética teológica. Es decir, se ha de proponer el concepto religioso de la vida cristiana, que supone la realidad de Dios como Padre, el amor redentor de Jesucristo, la importancia de la Iglesia como institución de comunión visible y sacramento universal de salvación y la alegría plena de vivir en gracia y amistad con Dios. Cabría afirmar que en amplios ambientes no existe crisis del concepto de pecado, sino que no se dan las condiciones que hacen posible la sensibilidad por él. En consecuencia, no se trata de predicar el pecado y sus males como tema a se, sino de elevar la temperatura religiosa de los fieles y de la sociedad. Al tema del pecado deben precederle —o al menos, acompañarle— la exposición de los presupuestos cristianos de Dios, Cristo, la Iglesia y la vida sobrenatural del bautizado. Sin esas sensibilidades no es posible presentar el mensaje de salvación y fustigar su enemigo, el pecado.

4. Presentarlo en el marco de la salvación

Otros presupuestos que le dan credibilidad son las verdades fundamentales que incluye el cristianismo y a las que se opone el pecado, como la Alianza, el amor de Dios Padre, la redención alcanzada por Jesucristo, la salvación del mundo que está encomendada a la Iglesia, cuyos protagonistas son todos los creyentes en Cristo, la salvación o condenación eternas, etc.

Consecuentemente, no se debe hablar de una forma "pecaminosa" del pecado, fustigando vicios de forma airada, sin respeto a las personas. Parece que no hay que adoptar la postura "moralista" que caracterizó a otras épocas, sino que se ha de asumir un modo "cristiano" de condenarlo, que entraña la oferta de la salvación, así como mostrar al pecador la forma generosa y eficaz de evitarlo o de salir del estado pecaminoso.

5. Atención a los derechos del hombre

Es un hecho que nuestra cultura ha perdido una serie de valores éticos, pero ha subido la sensibilidad moral por otros, tales como la justicia, la paz, el sentido de la naturaleza, los derechos fundamentales del hombre, etc. En conjunto, es una cultura antropocéntrica. Pues bien, esos valores son todos cristianos, por lo que deben ser atendidos y en ocasiones primarlos y darles preferencia, aunque sea preciso reorientarlos.

El pecado es, fundamentalmente, una ofensa a Dios; pero es también una afrenta a su obra creadora y en especial un ultraje al hombre. Por lo mismo, no cabe ser reticentes cuando diversos grupos humanos protestan contra el mal social, o recurren a la contestación colectiva o se invoca públicamente la protección de la naturaleza y se denuncia la violación de los derechos humanos.

En principio, estos temas son capítulos importantes del mensaje moral cristiano que deben ponerse de relieve. Sólo hacen falta dos cosas: que se descubra la fundamentación religiosa de esas realidades y dejar patente que se debe evitar un nuevo reduccionismo moral, prestando atención sólo a esos temas. Los valores en crisis de la vida sexual y, en general, de la familia están aún más próximos al hombre que la naturaleza ambiental o los que aquejan a la vida política. Es preciso recordar la máxima, "haec opportet facere, illa non omittere".

6. Pecado y libertad

Es importante volver de nuevo al sentido de la libertad. No es difícil descubrir que, a pesar de la importancia que se ha dado a la libertad individual, de modo consciente o inconsciente, se profesa la tesis de que la persona es impotente para conducirse conforme a las exigencias morales que entraña el cristianismo. Por consiguiente, al hablar del pecado, será preciso dar seguridad de que el hombre puede alcanzar una alta cota de moralidad, precisamente en el ejercicio del poder de la voluntad con la ayuda de la gracia.

Después de insistir en la confianza de la propia libertad, vendrá un segundo paso: prestar la ayuda eficaz para la educación de la voluntad humana. El hombre, sin confianza en sí mismo y sin la ayuda pertinente, no puede vencer los grandes reclamos del mal. En ocasiones, tras la negación de los valores éticos, se esconde el deseo de justificar sus propios fracasos, que, al sentirse incapaz de evitarlos, les niega toda validez y sentido moral.

7. El pecado y la vida ascética

No debe olvidarse que la lucha contra el pecado es inseparable del esfuerzo ascético que connota la vida de fe. También aquí se ha pasado del rigorismo que consideraba que todo era pecado, a intentar compartir la actitud moral con ocasiones próximas de claudicación. La experiencia constata que evitar el peligro es una condición para no caer en él. Sin falsos rigorismos, es necesario insistir en la ascesis que incluye, al menos, evitar las ocasiones, la lucha contra la tentación y el recurso a los medios ascéticos imprescindibles: la oración, la recepción de los Sacramentos, la mortificación, etc. Sobre la relación entre la teología moral y la ascética cristiana se dejó constancia en el Capítulo I.

8. Pecado y castigo

Además de mostrar que el pecado en sí mismo es un mal que esclaviza al hombre, no debe olvidarse la verdad del castigo. Como afirma la Exhort Apost. Reconciliación y penitencia, en la ética teológica se ha pasado de la ,'exageración de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor de Dios que excluiría la pena merecida por el pecado".

Es evidente que las nociones de "premio" y "castigo" están hoy en baja, pero es preciso recuperarlas a todos los niveles: social, educativo, familiar y religioso. Lo que ciertamente está superado son algunos modos concretos de expresar el premio o de imponer el castigo. Pero en sí mismos, como se dice en el Capítulo V, son conceptos primarios que tienen justificación en la propia libertad, que es digna de premio en la medida en que se ejercita en el bien y es deudora de pena cuando practica el mal.

En el aspecto religioso, "premio y castigo" eternos también deben ser ponderados. Se ha de superar el concepto pagano de que todo mal supone un castigo de Dios, pero sin caer en el extremo de afirmar que "Dios no castiga nunca". Las páginas bíblicas están llenas de narraciones que relatan los castigos de Dios a su pueblo o a personas concretas. El dramatismo del diálogo de Natán con David muestra el castigo que Yahveh impone al pecado concreto del rey David (2 Sam 12,1—15).

En consecuencia, la exposición del pecado no debe poner entre paréntesis el tema de la posibilidad del castigo divino, con el que Jesús amenaza en su predicación. Baste citar las duras réplicas a los fariseos, para descubrir que Dios emplaza las conductas a un futuro juicio, con posibilidad de condenación eterna (Mt 11,16—24; 23,1—23, etc.).

9. La pedagogía del amor

Finalmente, conviene recordar que el pecado no es la primera palabra de la Biblia, ni siquiera la última. La primera y más decisiva es el amor de Dios que llama y la última es el amor de Dios que perdona. En consecuencia, la predicación cristiana acerca del pecado incluye el anuncio del perdón de Dios, que acoge siempre y está dispuesto a perdonar hasta las situaciones límite. La predicación cristiana es inseparable de la noticia del amor de Dios que perdona.

San Juan lo refiere de forma patética a finales del siglo l: "Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis, pero si alguno peca, sabed que tenemos ante el Padre, a Jesucristo... El es propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo" (1 Jn 2,2). Precisamente, una de las causas de la pérdida del sentido del pecado, se dice, pudo haber sido la predicación vindicativa del castigo. En ocasiones, cierto tono de condena del pecado pudo dar lugar a culpabilidades morbosas, que aprisionaban la conciencia.

Ahora bien, el sentido cristiano de la misericordia divina da salida siempre al peso del pecado. Por lo que el remordimiento nunca es traumatizante, dado que el pecado tiene su desenlace en el ofrecimiento del perdón de Dios. En todo caso, la predicación del pecado hoy tampoco debe descuidar esa llamada al sentido de culpabilidad, que es una de las constantes de la dimensión humana. La pedagogía del amor tiene preferencia en el mensaje cristiano, pero no anula la advertencia del castigo, que también puede constituir un estímulo para la conversión.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

DEFINICIÓN: El pecado es:

— La violación de la Ley de Dios.

— Alejarse de Dios y volverse hacia las criaturas.

— Una ofensa a Dios.

Cfr. Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, 294.

División: Abundan las clasificaciones de los pecados. Un esquema completo es el siguiente:

1. Por razón del autor:

— Original: el cometido por Adán y Eva.

— Personal: el que comete cada hombre.

2. Por relación al acto:

— Habitual: el estado del pecador, no arrepentido.

— Actual: la acción o omisión contra la ley de Dios.

3. Por razón de la gravedad:

— Mortal o grave: aparta de Dios y priva de la gracia.

— Venial: desvía del camino, pero no quita la gracia.

4. Por razón del modo:

— De comisión: la acción positiva contra un precepto.

— De omisión: se omite una acción que debía hacerse.

5. Por razón de la manifestación:

— Externo: el que se comete con obras o palabras.

— Interno: si se consuma en la mente o en el corazón.

6. Por razón de la responsabilidad:

— Formal: cuando se comete consciente de que es pecado.

— Material: si se realiza sin advertir que es pecado.

7. Por razón de la atención prestada:

— Deliberado: con plena advertencia y consentimiento.

— Semideliberado: con advertencia y consentimiento no plenos.

8. Por razón del objeto:

— Carnal: tiene por objeto la delectación camal (gula, lujuria).

— Espiritual: busca la delectación interna (soberbia, odio, envidia, etc.).

9. Por razón del motivo:

— De ignorancia: se hace con desconocimiento inculpable.

— De fragilidad: procede de una pasión que esclaviza.

— De malicia: se lleva a cabo con calculada frialdad.

10. Por razón del término:

— Contra Dios: va directamente contra Dios (blasfemia).

— Contra el prójimo: se opone al bien de otro (odio).

— Contra sí mismo: lesiona el propio bien (lujuria).

11. Por razón de su especial desorden:

— Capital: si es cabeza y origen de otros (avaricia).

— Que clama al cielo: perturba seriamente el orden social

— Contra el Espíritu Santo: Si desprecia formalmente los dones sobrenaturales (combatir la verdad).

Cfr. A. ROYO MARÍN, Teología moral, o.c., 192—193.

DISTINCIÓN TEOLÓGICA: Según la especie teológico, el pecado se divide en:

— mortal: es la transgresión voluntaria a la ley de Dios en materia grave, con advertencia plena y consentimiento perfecto;

— venial: es la desobediencia voluntaria a la ley de Dios en materia leve o bien sin plena advertencia o sin consentimiento perfecto.

1. Para que exista un pecado grave o mortal, se requiere que se den, conjuntamente, tres condiciones:

— materia grave: no es fácil determinarla. Si se incumple una norma, la gravedad viene dada por el testimonio explícito de la Escritura o del Magisterio. También por el contenido expreso de la ley: si se quebranta la substantividad de lo preceptuado;

— advertencia plena: se requiere el conocimiento claro de la acción mala;

— consentimiento perfecto: el pecado es un acto libre y como tal querido y aceptado por el individuo. No hay pecado mortal "por sorpresa".

2. Es corriente distinguir la "gravedad" entre los diversos pecados mortales:

— ex toto genere suo: si su gravedad no admite "parvedad de materia";

— ex genere suo: si son graves en materia grave y veniales en materia leve; es decir, se da "parvedad de materia".

3. Para que se cometa un pecado leve o venial, se requiere alguna de estas tres condiciones:

— materia leve: se deduce del triple criterio señalado para el "pecado mortal", arriba señalado;

— cierta advertencia: la suficiente para que pueda hablarse de acto humano;

— algún conocimiento: se requiere cierta intervención de la voluntad.

4. Un pecado venial puede convertirse en mortal en algunos casos: — por el fin: un fin intrínseco malo puede agravar la materia, que en sí era leve;

— por desprecio de la ley: es la aplicación de la circunstancia "cómo"; —por escándalo: una acción en sí leve, puede producir un grave escándalo; —por ser ocasión de pecado grave: ponerse en peligro inminente de pecar; — por acumulación de materia: cuando se tiene intención de cometer un hurto grave por medio de pequeñas substracciones. Pero una serie de pecados veniales, por sí mismos, no puede constituir un pecado grave.

5. Un pecado objetivamente grave puede ser subjetivamente leve por: — imperfección del acto: cuando falta la advertencia o el consentimiento debidos;

— parvedad de materia: si no se conculca esencialmente lo preceptuado;

DISTINCIÓN ESPECIFICA: Es la distinción que cabe hacer entre los actos moralmente malos porque se refieren a distintos objetos formales o porque van contra diversas virtudes o conculcan distintos preceptos.

PRINCIPIOS:

1. Un solo acto puede constituir diversos pecados, porque falta contra virtudes diversas o quebranta varios preceptos simultáneamente.

2. Por razón del objeto, se comenten varios pecados, numéricamente diversos, aún bajo una única decisión de la libertad, cuantas veces se repite el mismo acto.

DISTINCIÓN NUMÉRICA: Se refiere al número concreto de actos que cabe hacer contra una virtud o incumpliendo de lo preceptuado por la ley.

PRINCIPIOS:

1. Para que pueda hablarse de "varios pecados", se requiere que se trate de actos humanos distintos y, en general, que medie entre ellos cierto espacio de tiempo. Se trata de actos moralmente interrumpidos.

2. En la Confesión Sacramental, para su validez, se requiere que se confiesen todos los pecados mortales "según la especie y según el número".

OTRAS DISTINCIONES DEL PECADO: Para valorar el estado de la conciencia, conviene distinguir entre:

—pecado actual: es el acto mismo pecaminoso cometido;

—pecado habitual: es el estado permanente de culpabilidad, originado por la repetición de los pecados actuales;

— pecado material: es el acto en sí pecaminoso, pero no se considera tal por falta de conocimiento de que con tal acción se infringe una norma;

—pecado formal: es la transgresión consciente y libre de la ley;

— pecado interno: es el que se consuma en el "corazón". Se consideran como pecados "internos":

* la complacencia morosa: complacerse en el mal, sin llegar a ejecutarlo;

* deseo malo: el acto de la voluntad que apetece y busca un mal futuro;

* gozo desordenado: la complacencia de un pecado pasado.

PRINCIPIOS:

1. La situación habitual de pecado puede disminuir la gravedad de los actos singulares. En todo caso, obliga gravemente a poner empeño por eliminar el hábito contraído.

2. En ocasiones, el pecado habitual supone una gravedad peculiar en los actos particulares, a causa de la malicia que le añade la actitud constante de menosprecio del acto pecaminoso.

3. El "pecado material" no es propiamente pecado. En consecuencia, no es objeto de arrepentimiento ni de perdón. Sólo el "pecado formal" se considera falta moral

4. Los pecados internos, de ordinario, tienen la misma gravedad y pertenecen a la misma especie que los pecados que se ejecutan exteriormente.

5. Es pecado sentir tristeza deliberada de haber dejado pasar una ocasión de pecado que se presentó, sin aprovecharla.

6. Cometer el pecado es una decisión de la libertad; de aquí que debe aplicarse el sabio principio psicológico: "sentir no es consentir". Este principio tiene aplicación en el amplio campo de los pecados internos y con referencia a todas las pasiones humanas, no sólo a la sexualidad.

7. Exponerse voluntariamente en ocasión próxima de pecar, sin causa grave proporcionada, constituye en sí mismo pecado.

8. Si se toman las cautelas debidas para evitar el pecado, es lícito exponerse en ocasión próxima de pecar, siempre que exista una causa grave y proporcionada.

9. Cuando exista una ocasión tan sólo remota de pecar, deben tomarse las precauciones debidas, pero se puede actuar sin cometer pecado alguno.

10. Los "pecados de omisión" son de la misma especie teológico que los "pecados de comisión"; de ordinario, tienen la misma gravedad que éstos; sólo las circunstancias de omisión pueden influir en la calificación teológica de los mismos.

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