La Moral... una Respuesta de Amor
Dios llama en la conciencia

Enfoque

Dios llama al hombre a realizarse como persona, como sujeto moral, y a alcanzar de ese modo su propia salvación eterna. Veíamos en el capítulo segundo que Dios se comunicaba con el pueblo escogido a través de hechos y palabras, a través de sus enviados (jueces, reyes, profetas...). Pero no sólo lo hace a través de medios extraordinarios, ni solamente llama a su pueblo escogido. Dios llama a cada hombre, y lo hace ante todo a través de su misma realidad como persona, creada por Él. Y específicamente, a través de su conciencia.

Vamos, pues, a estudiar ese tema central de la moral, desde este enfoque: la conciencia como un “instrumento” puesto por el Creador en todo ser humano, a través del cual le llama a ser lo que debe ser actuando como debe actuar.

Aclararemos en primer lugar el concepto de conciencia, primero a partir del lenguaje popular y luego considerando el origen etimológico del término. Comprenderemos así que la conciencia es un “saber” relacionado con el bien o el mal moral; un saber habitual o un saber actual [1].

Luego profundizaremos en la realidad moral de la conciencia en cuanto instrumento de la llamada moral de Dios a todo hombre. Y veremos que la dignidad de quien desea actuar según su conciencia pasa por el deseo sincero de escuchar y obedecer a la voz de Dios que le habla en ella [2].

En tercer lugar habrá que distinguir los diversos tipos de conciencia y los diferentes estados en que se puede hallar [3].

Finalmente analizaremos cuáles son las diversas “exigencias” morales para el sujeto según el estado de su conciencia, especialmente cuando su conciencia es errónea o se encuentra en estado de duda [4].

1- El concepto de “conciencia”

a) Análisis del lenguaje común

La “conciencia” es una verdadera protagonista en la cultura y en la sociedad actual. Continuamente se hace referencia a ella de distintas formas y en ambientes muy diversos; con significados también discordantes.

Esquematizando la complejidad de las diversas visiones de la conciencia que pululan entre la gente, podríamos identificar dos sentidos antagónicos: la conciencia como “árbitro” y como “arbitrio”.

La conciencia como árbitro. En una ocasión un niño de unos 12 años me dijo que la conciencia es como una “campanita” que suena dentro de uno cuando se pasa una determinada línea. Todos los chicos del grupo asintieron. Hay muchas expresiones populares que van en el mismo sentido: la conciencia es un “ojo” que ve siempre lo que haces, vayas donde vayas; o una “voz” que te indica de vez en cuando lo que debes hacer o dejar de hacer (“la voz de la conciencia”); o bien, un “gusano” que te remuerde dentro cuando has hecho algo malo; o un “juez”, un “testigo”, un “apuntador” como los del teatro, que te “sopla” lo que tienes que hacer...

Hay en todas esas expresiones una comprensión de la conciencia como algo que tiene que ver con el juicio sobre el bien o el mal de nuestros actos; algo que en su juicio no depende totalmente de nuestro querer. Ese algo suena, ve, habla, remuerde, juzga, atestigua o dicta, de algún modo independientemente de nuestros deseos, planes, intereses, gustos y decisiones. Si dependiera totalmente de nuestro querer, las cosas serían mucho más sencillas: sería bueno todo lo que quisiéramos que fuera bueno, todo lo que nos gustara o interesara... y ¡se acabaron los “problemas de conciencia”! Pero no, la conciencia no se doblega fácilmente a nuestro propio yo. Se tiene la impresión de que se trata de un “árbitro” moral, diverso de nosotros mismos.

La conciencia como arbitrio. No es raro oír, cuando se discute sobre la moralidad o inmoralidad de una determinada acción, una frase de este tipo: “Digan lo que digan, yo hago lo que me dice mi conciencia”; o bien: “hizo bien, porque actuó en conciencia”. Ese “hago lo que me diga mi conciencia” podría a veces traducirse como “hago lo que me dé la gana”. Como veremos más adelante, se debe efectivamente hacer lo que dice la conciencia; pero muchas veces esa expresión indica una actitud que parte de una visión de la conciencia personal como instancia decisional, más que como juez del bien o del mal. Haga yo lo que haga, está bien si lo hago en conciencia, es decir, coherentemente con mi propio modo de pensar. Aquí la conciencia no es “árbitro” sino “libre arbitrio”.

En las dos acepciones presentadas hay algo de correcto y algo de equivocado. La conciencia es árbitro, pero no ajeno, externo al sujeto mismo; y se debe seguir la propia conciencia, pero no como si el bien o el mal dependieran de la propia decisión. El análisis etimológico del término mismo nos ayudará a comprender mejor el concepto.

b) La conciencia como “saber moral”

La palabra “conciencia” proviene del latín “conscientia”, palabra compuesta de “cum” y “scientia”: significa, en primera estancia, “saber con”; un saber o conocimiento común a varias personas, confidencia o complicidad. Es exactamente el mismo significado del vocablo griego referido a la conciencia, que significa saber con otro, confidencia o complicidad.

Por lo tanto, la conciencia es un saber, y no un querer o decidir. Tiene que ver con el intelecto de la persona, no con su voluntad.

Se distinguen dos tipos elementales de conciencia: la conciencia psicológica, que es el saber en cuanto presencia de la realidad en el sujeto, y la conciencia moral, en cuanto conocimiento del bien/mal moral implicado en una determinada acción humana. Algunos idiomas tienen palabras propias para cada uno de esos dos tipos de ese saber. En castellano existe la palabra “consciencia” para designar propiamente la realidad psicológica: soy consciente de que estoy escribiendo estas notas (aunque se puede decir también que “tengo conciencia” de ello). En cambio cuando se trata del saber moral se usa sólo el término conciencia. Del mismo modo, en inglés se utiliza el término consciousness para designar el primero y conscience para el segundo.

c) Conciencia habitual y conciencia actual

Nos interesa aquí la conciencia en cuanto saber moral, es decir, en cuanto conocimiento del bien y del mal en relación con el actuar humano. Ahora bien, ese conocimiento puede ser un conocimiento habitual, permanente, que nos da la capacidad de discernir lo que es o no conforme a la razón moral: es la conciencia habitual; o puede ser un conocimiento actual, un juicio particular sobre el bien o mal de una determinada acción, especialmente sobre una acción cuyo sujeto soy yo que juzgo: es la conciencia actual.

La conciencia habitual, que en los tratados clásicos se suele designar con el término de sindéresis, designa una capacidad, un habitus que perfecciona a la facultad del intelecto, gracias al cual éste puede apreciar el bien y el mal moral. Es un hábito formado sobre todo por los llamados primeros principios de la “razón práctica”.

La razón práctica es la razón humana en su función de guía de la acción del individuo. La misma razón humana, en su función de conocer la realidad tal cual es, recibe el nombre de “razón especulativa”. La razón, sea en su función especulativa o en su función práctica, está como enraizada en unos principios “primeros”, espontáneos, innatos, que configuran su mismo razonar.

Entre los “primeros principios” se encuentra uno que es algo así como el “principio fontal”, la fuente primera del mismo razonar, tanto especulativo como práctico. La razón especulativa, cuyo objeto propio es el ser, tiene como principio fontal el llamado “principio de no contradicción”: “lo que es, es; lo que no es no es; y por ello, nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”. De modo parecido, la razón práctica, que tiene como objeto propio el bien, razona en función de su propio principio fontal, llamado “primer principio de la moralidad”: “se debe hacer el bien y evitar el mal (“bonum faciendum, malum vitandum”). Igual que el principio de no contradicción no es sino la expresión de la realidad del ser, el primer principio de la moralidad no es sino la expresión de la realidad del bien: en el campo moral, decir bien es igual a decir “faciendum”; decir mal es igual a decir “vitandum”.

Sobre la base de su propio principio fontal la razón explicita algunos “primeros principios” generales, sea en relación con el ser, sea en relación con el bien. La razón práctica formula de modo espontáneo unos principios morales generales, que constituyen la llamada “Ley Moral Natural”. Sobre la base de estos principios generales, y a consecuencia del proceso de asimilación que realiza el sujeto por su contacto con la “cultura moral” en la que crece (a través de la familia, educadores, lecturas y medios de comunicación social, amistades, sociedad en general), la conciencia habitual se enriquece de toda una serie de principios secundarios, valores, normas, indicaciones... sobre el bien y el mal.

La conciencia actual, o conciencia en sentido estricto, no es un habitus permanente, como la conciencia habitual, sino un actus de la razón práctica. Podemos definirla como un juicio de la razón práctica que aplica los principios morales comunes al acto humano singular, percibiendo su relación con la razón misma y por lo tanto testificando su carácter moral y aprobando o reprobando su realización.

La última parte de esta definición contiene un elemento importante: la conciencia aprueba o reprueba el acto humano singular, según lo ve bueno o malo.

He subrayado desde el inicio que la conciencia no es parte de la voluntad (ni tampoco de la dimensión afectiva del sujeto), sino del intelecto. Pero esto no significa que el juicio de conciencia consista sólo en una constatación de la cualidad moral del acto. Al contrario, la conciencia moral (contrariamente a la conciencia psicológica) inclina al sujeto hacia lo que ve como bueno y lo aleja de lo malo. Y esto, precisamente, porque el objeto propio de la conciencia no es el ser de las cosas sino el bien del actuar humano. Y el bien “tiene razón de bien”. Como decía antes, el “primer principio de la moralidad”, raíz misma de la sindéresis o conciencia habitual, consiste en la apreciación del bien como “faciendum” y del mal como “vitandum”.

Por ello, cuando la razón práctica, al aplicar los principios generales de la moralidad al acto particular, comprende que este acto es moralmente malo, en ello mismo comprende que debe rechazarlo y la persona se ve motivada a rechazarlo; en cambio si es bueno, debe o al menos puede hacerlo y se ve motivada a ello. En este sentido, el acto realizado por el intelecto penetra de algún modo la voluntad del sujeto y hasta repercute en su esfera emotiva. La relación entre el intelecto y la voluntad es uno de los problemas más intrincados de la antropología filosófica. Pero parece claro que, aunque podemos y conviene distinguirlas para analizarlas, ambas facultades está íntimamente ligadas en la realidad única e inseparable del sujeto humano, de forma que una influye en la otra y hasta se expresa a través de ella..

Esto no quita que la voluntad (o mejor, el sujeto volitivo), precisamente en cuanto es libre, pueda adherirse al bien o al mal presentado por la conciencia. El mal moral consiste, precisamente, en la adhesión voluntaria al mal presentado por la conciencia, o en el rechazo del bien presentado por ésta con tal carácter de obligatoriedad que su omisión es vista como un mal moral. El bien moral consiste en la adhesión, también voluntaria, al bien presentado por la conciencia, o en el rechazo del mal (aunque se presente siempre bajo algún aspecto de bien en otro orden diverso del moral: placer, interés, utilidad, etc).

2- Dios llama en la conciencia

Decía al inicio del capítulo que me interesa especialmente, de acuerdo con el enfoque de todo el tratado, comprender la realidad de la conciencia como el “lugar” o “instrumento” a través del cual Dios llama al hombre a realizarse en cuanto sujeto moral, y por tanto, en cuanto persona.

Es interesante notar que algunos autores de la antigüedad clásica, como Cicerón y Séneca, hacían ya referencia a Dios como presente en la conciencia. Lactancio, repitiendo textos de esos autores paganos, escribe: “Dios está muy cerca de tí; está contigo como testigo. El observa y es el custodio de nuestras buenas y malas obras” .

Entre los padres de la Iglesia esa referencia a Dios frecuente. S. Agustín anota:
“No está todavía por completo borrada en tí la imagen de Dios que en tu conciencia imprimió el Creador”.

Es frecuente, específicamente, la idea de que la conciencia es la voz de Dios, como afirma, por ejemplo, S. Ambrosio:
“Naturalmente nos aparece el mal como algo que evitar y el bien como algo que hay que hacer. Es como si oyéremos la voz de Dios que nos insinúa prohibiciones y preceptos”.

Y S. Agustín escribe que la conciencia es la “sede de Dios en el corazón del hombre” ..


La escolástica medieval operó una labor de profundización y sistematización importantísima para el desarrollo del tema de la conciencia. Sobre todo S. Tomás, quien explicó su conexión con la facultad de la razón: “cum constientia sit quodammodo dictamen rationis”.

La moral postridentina siguió dando importancia al tema, pero quizás viéndola más en su relación de dependencia de la Ley natural que como “lugar” de encuentro vivo con Dios, su Creador. El movimiento renovador de la moral confluyó en el Concilio Vaticano II, cuyo documento sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes, ofrece un rico texto sobre la dignidad de la conciencia moral:
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo” (GS 16).

El texto conciliar habla de “los oídos del corazón”, utilizando la figura propia de la Sagrada Escritura, que entiende por corazón el centro mismo de la interioridad de la persona. Sabemos que se trata en el fondo del intelecto mismo del hombre, que ha sido creado por Dios también con esa función de guía moral del propio obrar. Es Dios quien ha escrito esa ley (la ley moral) en su corazón. Por ello, es su voz la que resuena en su más íntimo recinto. En ese sentido, la conciencia es como el sagrario del hombre, donde éste se encuentra a solas con Dios, que le llama desde el núcleo mismo de su razón.

No se excluye, naturalmente, que el hombre perciba la voz de Dios que le llama de un modo especial, en su experiencia de fe y oración. Pero el texto de GS se refiere a una voz que resuena en el interior de todo hombre, también de quien no cree en el Dios que le habla. Sólo que el creyente lo sabe; sabe que, a través de su juicio racional de conciencia, es el Creador de esa misma conciencia quien le está hablando: “haz esto, evita aquello”.

Al comentar arriba cómo es expresada la conciencia en el lenguaje popular, destacaba el fenómeno de que se suele hablar de ella como si se tratara de una instancia externa a la persona, la cual le hablara tenazmente desde arriba: una campanita, una voz, un juez... Sabemos bien que no es así, que la conciencia es mi razón práctica (en cuanto capacidad de juzgar el bien/mal y en cuanto juicio moral en acto). En el fondo, mi conciencia soy yo... Pero ahí, en mi interior y a través de mi misma facultad razonante, Dios mismo me habla. Viene a la mente la bella referencia a Dios por parte de S. Agustín: “Interior intimo meo et superior summo meo”. Dios me llama dentro de mí mismo, en mi conciencia; pero me llama también desde la altura suprema de su ser como Creador. S. Tomás dirá que “el dictamen de la conciencia no es sino la llegada del precepto divino al que actúa conforme a su conciencia”.

Por eso, como decía antes, la conciencia no crea el bien y el mal; no determina voluntarísticamente lo que se debe hacer o evitar. La conciencia descubre. El texto conciliar es sumamente claro: “.... descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer”. Al seguir con su voluntad lo que su conciencia descubre, el hombre responde obediencialmente a la llamada interior de Dios.

Entendido esto, podemos captar mejor el significado de aquella expresión: “yo hago lo que me dice mi conciencia”. ¡Claro que sí! Hay que hacer lo que dicta la propia conciencia. Pero, dado que la conciencia no es un querer, sino un conocer, lo primero que debemos hacer, para actuar “en conciencia” es esforzarnos por conocer correctamente el bien y el mal, descubrir esa “ley de Dios”, y desear sinceramente actuar conforme a ella.

En relación con la razón especulativa, el hombre no se realiza dignamente, como ser inteligente, si pretende “decidir” que “dos más dos son cinco”; más bien debe tratar de “entender” cuánto suman dos más dos. De modo parecido, en cuanto a la razón práctica o conciencia, la persona no se realiza dignamente, como ser moral, si pretende “decidir” que un determinado acto es bueno porque le gusta o le interesa; debe tratar más bien de “entender” si ese acto es bueno o malo, prescindiendo de sus gustos o intereses, con la disposición sincera de actuar según el juicio de su conciencia.

Por ello es posible hablar de “conciencia recta” o “conciencia torcida”. Pero lo haremos en el siguiente apartado, al considerar los diversos “tipos” y estados de conciencia.

3- Tipos y estados de conciencia

Ciertamente, la conciencia es una realidad única en cada individuo, pero es también una realidad compleja. Vamos ahora a analizar brevemente algunos diversos “tipos” de conciencia, y sobre todo algunos de los estados en que se puede encontrar la conciencia de una persona, para tratar de esclarecer cómo debemos comportarnos en cada uno de ellos .

a) Conciencia habitual o actual

Cabría establecer aquí la distinción entre la conciencia habitual y la conciencia actual, pero he preferido hacerlo antes, para entender desde el inicio la naturaleza de la conciencia, con esa doble dimensión.

b) Conciencia antecedente, concomitante o consiguiente

Otra clasificación clásica considera el momento en que el sujeto realiza el juicio de conciencia en relación con el acto humano sobre el que juzga. Se le llama conciencia antecedente cuando el juicio precede a la acción; conciencia concomitante es el juicio emitido durante la acción misma, cuando el sujeto reflexiona moralmente sobre lo que está haciendo; si el juicio se refiere en cambio a un acto ya realizado, se le llama conciencia consiguiente. En los dos primeros casos, la conciencia puede y tiende a guiar la acción de la persona; en el tercero, una vez realizado el hecho, podrá solamente atestiguar sobre el bien/mal realizado. Pero también este juicio después de la acción es importante para guiar a la persona en sus comportamientos futuros y hasta en relación con el acto realizado, en la medida en que sea posible hacer algo en relación con él, por ejemplo reparar el mal hecho a alguien.

c) Conciencia recta o torcida

Recordaba hace un momento la distinción entre “conciencia recta” y “conciencia torcida”. En realidad, la conciencia, en cuanto hábito o en cuanto juicio de razón, no puede ser recta o torcida en sí misma. Esa connotación es más bien propia de la voluntad. Pero sabemos que el intelecto y la voluntad, están íntima y estrechamente unidos e interrelacionados en la realidad única del sujeto humano; y que también las pasiones y los sentimientos se entrecruzan e influyen en las facultades superiores. De este modo, el juicio de la razón práctica se puede ver influido positiva o negativamente por las otras dimensiones del sujeto.

Llamamos conciencia “recta” a la conciencia de un sujeto que procura sinceramente entender la realidad moral objetiva, para ver como bueno lo que es bueno y como malo lo que es malo, y actuar en consecuencia. Es “torcida” la conciencia cuando el sujeto no quiere sinceramente adecuar su saber moral y su juicio moral particular a la realidad moral objetiva, porque no quiere actuar coherentemente con ella. Y esa actitud moralmente torcida le llevará a desviar su razón para que se acomode a lo que él quiere ver y entender, o a actuar en contra de lo que le dice su conciencia, tratando de no hacerle caso o de justificar su comportamiento con algún tipo de razonamiento añadido. En el primer caso, hará lo posible para convencerse de que la acción X es moralmente correcta; en el segundo hará lo posible para convencerse de que, aunque es en sí incorrecta, él está justificado, dado que... Y ahí viene toda una serie de volteretas mentales: “todos lo hacen”, “en el fondo no le perjudico gravemente”, “total, no se entera”, “estaba cansado”, “es sólo una vez”, etc. etc.

La expresión recordada antes: “yo hago lo que me dice mi conciencia” o “yo actúo en conciencia”, puede ser a veces un modo de camuflar la propia conciencia torcida.

d) Conciencia cierta o dudosa

Otra distinción importante: la conciencia puede ser cierta o dudosa. Es cierta cuando el sujeto está convencido firmemente de su juicio de conciencia. El “sabe” que un determinado acto es bueno o malo. No le caben dudas. A veces, en cambio, el individuo no está seguro de la cualificación moral que debe dar a un acto (hecho o por hacer), y por tanto no sabe cómo debe actuar. Se encuentra en estado de conciencia dudosa.

e) Conciencia verdadera o errónea

“Cierto” no es aquí sinónimo de “verdadero”. Yo puedo estar muy cierto de algo que no corresponde a la realidad. Por ello, la conciencia cierta se subdivide en conciencia verdadera y conciencia errónea.

La conciencia es verdadera cuando el juicio de razón corresponde a la cualidad moral objetiva del acto. Aunque no hemos hablado todavía de ello, podemos adelantar que la verdad moral objetiva depende en el fondo de la correspondencia entre el acto y la “norma moral objetiva”, basada especialmente en la Ley Moral Natural y en la Ley de Dios. Cuando el juicio de razón es contrario a la norma moral objetiva, la conciencia es errónea.

La verdad o el error de la conciencia puede referirse a dos factores diversos: el derecho o el hecho. Se habla, pues, de error -o de ignorancia, o de duda- de derecho o de hecho. En el primer caso se trata del conocimiento del principio o norma que rige un determinado acto: por ejemplo, saber o no que el miércoles de ceniza el cristiano debe observar abstinencia. En el segundo se trata del conocimiento del hecho mismo que es regido por el principio o norma: saber o no que hoy es miércoles de ceniza.

4. Las exigencias morales de la conciencia

¿Como debemos comportarnos cuando nos encontramos en un estado de conciencia determinado, como por ejemplo si el juicio de conciencia es erróneo o si no logro salir de la duda sobre la moralidad de un acto?

a) La conciencia siempre obliga

¿Cómo se debe actuar cuando la conciencia es verdadera o errónea? Digamos ante todo, que debemos siempre seguir el juicio cierto de nuestra conciencia.. Si estamos verdaderamente convencidos de que algo es bueno o malo, después de haber tratado de comprenderlo con toda sinceridad, y poniendo los medios necesarios para ello (conciencia recta), debemos actuar en consecuencia, habiendo lo que vemos como bueno y rechazando lo que vemos como malo.

Se entiende enseguida el motivo de esta afirmación si recordamos que la moralidad del acto humano consiste en la adhesión de la libre voluntad del sujeto al bien o al mal. Pero el bien y el mal son necesariamente presentados a la voluntad del individuo a través del juicio de su conciencia (sobre la base de la sindéresis o conciencia habitual). Por ello, cuando el sujeto está sinceramente convencido de que un acto es bueno y lo quiere, su voluntad se adhiere al bien en cuanto visto por su conciencia. Aunque el acto fuera objetivamente malo, él no lo quiere en cuanto tal, sino según el bien que -erróneamente- ve en el acto. Viceversa, cuando está convencido de que es malo y lo quiere, se adhiere al mal visto por la conciencia. Aunque el acto fuera objetivamente bueno, la persona realiza una acción moralmente mala. Lo afirma claramente S. Pablo: “Yo sé y confío en el Señor Jesús que nada hay de suyo impuro; pues para el que juzga que algo es impuro, para ése lo es” (Rm 14, 14).

Puede parecer absurdo que Dios llame al hombre a través de su conciencia, aún cuando ésta pueda equivocarse y llevar al sujeto a realizar un acto que es objetivamente malo. Pero debemos recordar que al crear al hombre, necesariamente limitado, Dios le llamó a realizarse según su propia naturaleza limitada. Debemos recordar también que, desde el punto de vista teológico, la posibilidad del error proviene del desorden introducido por el primer pecado del hombre, que fue precisamente un acto libre de desobediencia a la prohibición divina de comer “del árbol de la ciencia del bien y del mal”.. Naturalmente, cuando el hombre yerra en su juicio de conciencia, el error no es querido por Dios, sino sólo permitido; pero de todas formas, Dios le pide a ese hombre que actúe según su conciencia, le llama desde ella a realizarse como sujeto moral adhiriéndose con su voluntad al bien visto por su conciencia errónea.

Esto no significa, sin embargo, que sea indiferente que la conciencia sea verdadera o errónea. Ante todo porque la persona que es guiada por una conciencia errónea puede hacer daño a los demás, creyendo que actúa bien (podría ser el caso, por ejemplo, de un terrorista convencido sincera y profundamente de la bondad de sus actos de violencia en favor de la causa por la que lucha). Pero además, debemos reconocer que no se realiza igualmente como persona quien juzga con verdad y quien está en el error, supuesta en ambos la misma buena voluntad. No da igual que alguien esté convencido de que dos más dos son cinco o que sepa que son cuatro, aunque ambos tengan el mismo deseo de conocer. No puede tampoco sernos indiferente el error o la verdad moral. Más aún, la indiferencia significaría que no hay en el fondo una sincera y total adhesión de la voluntad al bien moral.

b) La conciencia errónea disculpa si es invencible e inculpable

Por otra parte, decir que la persona debe seguir el propio juicio de conciencia cierta, también cuando yerra, no significa que no pueda haber cierta responsabilidad moral en el error. En este sentido, se suele decir que aunque la conciencia errónea obliga siempre, sólo disculpa moralmente al sujeto si el error es invencible e inculpable.

Se entiende por error invencible aquél en el que el sujeto yerra sin ninguna posibilidad de salir de su error y conocer la verdad moral. Puede ser el caso de quien ha vivido desde niño en un ambiente en el que todo y todos le han llevado a ver erróneamente cierto tipo de acción como buena o mala. El no puede ni siquiera sospechar que pueda ser de otro modo, y actúa -con buena voluntad- en consecuencia. Si, en cambio, en algún momento sospechara que quizás ese comportamiento pudiera merecer un juicio moral contrario al que hasta ahora ha dado, tendría la obligación de tratar de conocer la verdad objetiva; su error ya no sería “invencible”, y si el no vencerlo depende de su libre voluntad, su error vendría a ser “culpable”.

Se llama culpable, pues, a aquél error de conciencia del cual el sujeto es de algún modo responsable .. El es, de alguna manera, el causante de su propio error. Hay sobre todo tres tipos de error culpable.

Ante todo el error por negligencia, cuando el sujeto debería estar bien informado de la cualidad moral de un acto, pero ha descuidado (por pereza, superficialidad egoísta, etc.) el esfuerzo por formar su conciencia y no ha puesto los medios necesarios que estaban a su alcance.

Más serio es el error “in causa”, es decir el error de quien yerra a causa de algo que él ha querido libremente y que sabía que le podría llevar al error. Puede ser, por ejemplo, la voluntad de beber hasta emborracharse, sabiendo que en esa situación se podrá actuar “sin darse cuenta” de lo que se hace; o el dejarse llevar por la pasión y el vicio hasta obnubilar la propia conciencia y llegar a ver como bueno algo que antes se sabía bien que no lo era.

Pero hay un tercer tipo de error culpable que es más sutil y al mismo tiempo más grave. Es el error afectado.. Se refiere a la actitud de quien yerra porque no quiere conocer la verdad para no tener que actuar en conciencia de modo diverso a como le interesa. Pongamos que creo erróneamente que yo no debo pagar un determinado impuesto; alguien me dice que estoy equivocado; podría preguntar... pero prefiero quedarme como estoy, por si acaso... El error es debido aquí a un afecto por un determinado interés, a causa del cual estoy dispuesto a obrar el mal. La actitud de fondo de la voluntad es de adhesión al mal.

El texto de GS sobre la conciencia, resume sintéticamente esta doctrina:
“No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (GS, 16).

Y el Catecismo de la Iglesia Católica advierte sobre la culpabilidad que puede haber en la ignorancia y el error de conciencia:
“El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral" (CEC, 1792).

c) El problema de la conciencia dudosa

Decíamos que a veces el individuo no sabe con certeza si un acto es moralmente bueno o no. Se encuentra en situación de conciencia dudosa. ¿Cómo debe actuar? ¿Está obligado a hacer algo que no sabe si es obligatorio? ¿Está obligado a abstenerse de algo que no sabe si es ilícito?

Para poder resolver este problema es preciso hacer una distinción sutil pero fundamental. Una cosa es la duda sobre la moralidad objetiva de un acto, y otra la duda sobre la moralidad de la realización de un acto. La primera indica que yo no estoy seguro de si una determinada acción está permitida o no, de si es en sí moralmente correcta o no . La segunda se refiere a mi duda sobre si yo haría bien o mal al realizar aquí y ahora este determinado acto. Llamaremos a la primera duda objetiva y a la segunda duda operativa.

Pongamos un ejemplo. En el momento de hacer mi declaración de impuestos anual, me viene la duda sobre si yo, sacerdote, que dirijo una entidad sin finalidad de lucro, etc., debo pagar un determinado tipo de carga fiscal. Me parece que no, pero no estoy seguro. Por otra parte, el dinero que pagaría al fisco lo necesitaría para ayudar a unas familias pobres de mi parroquia, y sería muy penoso que no pudiera hacerlo ¡por pagar un impuesto que no debía pagar!
De momento, me encuentro en la duda objetiva sobre ese deber. Y a causa de esa duda, me encuentro también dudoso sobre si yo haría bien o mal si no hiciera esa contribución social: sufro también una duda operativa.

¿Qué hacer en caso de duda? Ante todo hay que aclarar que en estado de duda operativa no se debe actuar. Es decir, si creo que haciendo esto aquí y ahora quizás haría un mal moral, no debo hacerlo, pues equivaldría a aceptar el mal (como si un cazador disparara en la maleza sin estar seguro de si lo que se mueve detrás es el ciervo que estaba siguiendo o el guarda del bosque). Si creo que haría mal si no pagara ahora este impuesto, debería pagarlo.

Por lo tanto, he de tratar de salir de la duda. Lo primero debe ser, naturalmente, tratar de resolver la duda objetiva. Habrá que leer, consultar, reflexionar, orar... para ver si se llega a una certeza objetiva, en un sentido u otro. En nuestro caso, por ejemplo, podría consultar a algún experto en derecho fiscal, o recurrir al encargado de finanzas de la diócesis... Quizás me aclaren que, efectivamente, en mi caso, no debo pagar ese impuesto (o lo contrario). En el momento en que se resuelve la duda objetiva, desaparece automáticamente la duda operativa: sé que hago bien no pagando.
Pero supongamos que, después de consultar a expertos en el asunto, leer lo que puedo encontrar sobre el tema, etc., me quedo aún con la duda objetiva: no estoy seguro de que sea moralmente correcto no pagar, porque unos dicen que debo hacerlo y otros que no, porque no estoy seguro de que el criterio que aducen se aplique exactamente a mi caso...; pero tampoco estoy seguro de que no lo sea. ¿Qué hago? ¿Habría algún modo de salir de la duda operativa aunque permanezca la duda objetiva? Es decir, ¿habría alguna posibilidad de llegar a la conclusión cierta de que actúo moralmente bien si actúo en esa situación de incertidumbre objetiva?

En algunas ocasiones (si se trata de dudas de hecho) puede ayudar la aplicación de algunos principios comunes del derecho, como los siguientes: “un hecho debe ser probado, no puede ser presumido”; “en la duda, prevalece la condición de quien posee” (si se duda sobre la propiedad de algo que ya pertenece a uno de los dos contendientes); “en la duda, se juzga según lo que sucede normalmente”, etc. A veces puede ayudar también la aplicación de un principio reflejo particular, como: “si es necesario lograr un fin a toda costa, se debe escoger el medio más seguro”; o el llamado “principio del mal menor”: “si es imposible evitar que suceda algún mal, se debe optar por la decisión que comporte el menor de los males”.

Pero a veces tampoco estos principios resuelven el caso. Queda solamente la posibilidad de aplicar alguno de los llamados principios reflejos generales, que tratan de establecer un criterio según el cual puede ser moralmente correcto actuar cuando permanece la duda objetiva pero hay buenas razones para pensar que el acto sea objetivamente bueno. Es lo que propusieron los llamados sistemas morales, elaborados por los teólogos moralistas a partir del Renacimiento, para dilucidar los casos difíciles que se presentaban cada vez más frecuentemente en aquella sociedad cambiante.

A este tipo de solución se oponía tajantemente el tuciorismo. Esta corriente afirmaba que en caso de duda se debe seguir siempre la opción más segura (de ahí el nombre, proveniente de tutior: lo más seguro entre dos posibilidades). Según esos autores, si hay duda de que algo sea obligatorio, debe siempre ser hecho; y si se duda si algo es lícito, no debe nunca ser hecho.

Otros autores, en cambio, proponían el probabiliorismo. Según ellos, se puede actuar solamente cuando sea más probable (probabilior) que el acto sea bueno que lo contrario. Algunos otros defendían el equiprobabilismo, según el cual basta que haya la misma probabilidad de que el acto sea bueno o malo para que el sujeto pueda actuar sin hacer el mal. Otros prefieren aplicar el probabilismo.. A diferencia de los dos sistemas anteriores, que establecen un criterio comparativo entre las dos posibilidades, el probabilismo afirma que el sujeto puede actuar con la certeza de actuar moralmente bien, siempre y cuando sea seriamente probable que el acto sea bueno.

¿Quién tiene razón? Ante todo, tenemos que reconocer que si lo que está en juego es un bien importante para otra persona (como su vida o su salud), o si va de por medio la validez de un sacramento, se debe actuar del modo más seguro. Es decir, debo evitar actuar de modo que perjudique seriamente a otro, aunque tenga cierta duda objetiva sobre la licitud o ilicitud de ese comportamiento. Y debo evitar celebrar un sacramento sin estar seguro de que es válido (por ejemplo, de que lo que hay en la vinajera es verdadero vino).

Pero fuera de esos dos casos, hay que rechazar serena y tajantemente el tuciorismo. De hecho esa doctrina fue condenada por el Magisterio ya en 1690, al rechazar el siguiente principio jansenista: “No es lícito seguir la opinión probable o, entre las probables, la más probable” . En efecto, el tuciorismo podría a veces hacer imposible la vida; o bien forzar a una persona a actuar, por desesperación, en contra de lo que cree obligatorio en razón de ese falso principio, llevándola a realizar verdaderamente una acción moralmente mala. Pero, además, debemos recordar el aforisma que afirma que “una obligación dudosa no obliga”; lo contrario puede llevar a la imposición de obligaciones inexistentes e injustas.

Tampoco se ve la necesidad ni conveniencia de estar midiendo la diferencia entre la probabilidad de que el acto sea objetivamente bueno y la de que sea malo (probabiliorismo y equiprobabilismo). Hoy se suele aceptar el probabilismo, con ciertos matices. Quitando los casos mencionados arriba, en los que se debe aplicar la opción más segura, podemos decir que cuando el sujeto no logra salir de la duda objetiva sobre un acto, pero tiene razones serias para pensar sinceramente que es realmente probable que el acto sea lícito, el sujeto puede salir de la duda operativa, sobre la moralidad de la realización de ese acto, y actuar con plena seguridad de que hace bien.

Se entiende, desde luego, que debe haber cierta proporción entre el bien que se espera alcanzar con la acción y el riesgo aceptado de que la misma vaya efectivamente contra el orden moral objetivo. Por otra parte, la aplicación del probabilismo no debe nunca exentarnos del deber de actuar siempre de acuerdo con la virtud de la prudencia, ese hábito que nos lleva a querer “hacer bien el bien”, precisamente porque se ama de verdad el bien.

Si volviéramos a considerar el ejemplo utilizado antes, podríamos decir que, en el caso de que no logre disipar la duda objetiva sobre mi obligación de pagar este impuesto, teniendo razones serias para pensar que es verdaderamente probable que no deba hacerlo, y siendo importante el bien que pretendo al no pagar (ayudar a esas familias necesitadas), podría llegar a la certeza subjetiva de que hago moralmente bien si no pago.

Nos hemos extendido bastante en la consideración detallada de la conciencia dudosa, y en general de los diversos tipos y estados de conciencia, porque cuanto más se baja a la práctica moral más se necesita el análisis minucioso, las distinciones y las consideraciones particulares. Pero no hemos de perder de vista, en toda esta madeja de nociones, la idea central de nuestro tema: la conciencia, en cuanto capacidad de conocer la moralidad de los actos, tanto habitualmente como actualmente, es un instrumento a través del cual Dios llama al hombre a realizarse como sujeto moral. Si la persona se encuentra en estado de conciencia dudosa, no alcanza a percibir o interpretar la voz de Dios; pero a través de los principios reflejos que hemos recordado aquí, puede llegar a comprender lo que Dios le pide en su conciencia, aún cuando no haya logrado salir de la duda sobre la moralidad objetiva de su actuación.

Lecturas complementarias

CEC 1776-1802
VS 3, 32, 34, 54-64
EV 4, 11, 24, 58, 69-73, 90
GS 16, 17
LG 16
DH 1-3
Sto. Tomás, S. Th., I, q. 79, a. 12; I-II, q. 76; q. 94, a. 1, ad 2 y a. 2; De Veritate, q. 14, a. 2; q. 16, a. 1 y 3; q. 17, a. 1 y 2; In IV Sent., dist. 38, 2, 4 ad finem

Autoevaluación
1. ¿Qué es la conciencia habitual o “sindéresis”?
2. ¿A qué llamamos “razón práctica”?
3. ¿Cuál es el primer principio de la “razón práctica” y de la moralidad misma?
4. ¿Qué la conciencia actual o conciencia en sentido estricto?
5. ¿Cuándo podemos decir que la conciencia es recta?
6. ¿Cuándo se dice que la conciencia es cierta?
7. ¿Cuándo se puede hablar de conciencia dudosa?
8. ¿Qué significa tener una conciencia verdadera?
9. ¿Se debe seguir siempre el juicio de nuestra conciencia? ¿Por qué?
10. ¿Cuándo está disculpado el sujeto que actúa con “conciencia falsa o errónea”?
11. ¿Cuáles son los tres tipos de error culpable?
12. ¿Qué dos tipos de duda de conciencia pueden darse?
13. ¿Qué se debe hacer cuándo uno se encuentra en situación de conciencia dudosa?
14. ¿En qué dos campos se debe aceptar el “tuciorismo”?

Para la reflexión y discusión

1. Un adulto testigo de Jehová es conducido al hospital tras haber sufrido un accidente en la carretera. Para salvarle la vida necesita una transfusión de sangre. Él se niega apelando a su conciencia y a sus convicciones religiosas. Los médicos dudan sobre si deben respetar su decisión o si, más bien, deben cumplir con su vocación de médicos y realizar la transfusión. Supongamos que tú eres el capellán del hospital y te piden tu parecer.

2. Pongamos el mismo caso, sólo que ahora quien necesita una transfusión es un niño pequeño, cuyos padres son testigos de Jehová. Los papás invocan también aquí su conciencia y sus convicciones religiosas. ¿Qué deben hacer los médicos?

3. La encíclica Humanae Vitae afirma que la conciencia es el fiel intérprete del orden moral objetivo establecido por Dios (n. 10). Un matrimonio católico juzga rectamente que no debe tener ya más hijos; no están de acuerdo, en conciencia, con la doctrina de la Iglesia sobre los métodos anticonceptivos y deciden, en conciencia, usarlos. ¿Están obrando bien porque todo lo hacen “en conciencia”? (Conviene leer completo el n. 10 de la HV).