La Moral... una Respuesta de Amor
La Estructura Antropológica de la Moralidad

Enfoque

Vista la realidad de la experiencia moral y su comprensión cristiana como respuesta a una llamada de Dios creador y redentor, conviene que analicemos los elementos estructurales de esa experiencia y de esa realidad que llamamos “moral”.

Ante todo consideraremos al “sujeto de la experiencia moral”, es decir la persona humana. Trataremos de descifrar por qué y cómo la persona experimenta la dimensión de la moralidad [1].

Veremos luego que la realidad moral se refiere a los actos humanos, pero que éstos no deben ser concebidos como unidades aisladas, sino que en ellos se expresa el sujeto personal en su totalidad, según una opción fundamental y de acuerdo con sus diversas y múltiples actitudes. Y veremos que hay también una dimensión moral en aquella y en éstas [2].

Finalmente nos detendremos en la consideración de los llamados “factores de la moralidad”. Estudiaremos la relación que existe entre el objeto, el fin y las circunstancias, en la composición de la moralidad del actuar humano [3].

1. El sujeto de la experiencia moral

a) Diversas explicaciones de la experiencia moral

Sabemos que ha habido y hay muy diversas explicaciones de esa singular experiencia moral que todo ser humano hace en su vida de todos los días. Para unos se trata simplemente de una concatenación de condicionamientos sociales y culturales que imponen al individuo la idea del bien y del mal (Sociologismo). Para otros, la explicación está en la función del Super-Ego sobre el consciente y el subconsciente del individuo (Psicoanálisis). Según otros, se trata de una super-estructura que surge de y expresa la estructura fundamental de toda la realidad humana, que es el juego de relaciones existente entre el trabajo y los medios de producción (Marxismo). Otros reducen toda la experiencia moral a expresiones lingüísticas de reacciones emotivas; “bien” y “mal” son equivalentes a exclamaciones emotivas: “oh!”, “ah!” (Positivismo lingüístico). Y podríamos seguir con un largo etcétera.

No es este el lugar para entrar en un análisis detallado de esas diversas teorías. Digamos simplemente que cada una intenta una explicación unilateral y parcial de un fenómeno demasiado complejo y profundo como para reducirlo a un factor relativo, convirtiéndolo arbitrariamente en absoluto. Ciertamente, no podemos decir que comprendemos cabal y totalmente el fenómeno de la experiencia moral, su por qué, su estructura y su dinamismo. Pero creo que podemos acercanos a su comprensión si nos referimos a la realidad global de la persona humana, sin reducirla a cualquiera de los elementos que componen ese misterioso y complejo ser que habla de sí mismo diciendo: “Yo”.

b) El sujeto humano como sujeto moral

Si se tratara solamente de un ser corporal, reducido al espacio y al tiempo, no se daría en el hombre la experiencia moral, que trasciende esas coordenadas. Pero la persona es también un ser espiritual y trascendente. Cuerpo y espíritu forman en ella una sola realidad. En función de su dimensión espiritual, el hombre está dotado de la capacidad de entender el ser de las cosas, y de sí mismo. Su razón hace también que el hombre sea consciente de sí mismo, autoconsciente. Y en esa autoconsciencia se capta a sí mismo como ser finito, contingente, un ser entre los seres, un ser que tiene ya un modo de ser que le es propio y que no se ha dado él a sí mismo.

Por la misma dimensión espiritual, la persona está dotada también de la capacidad de querer, y de querer con una voluntad que no se encuentra determinada en sus actos, una voluntad libre. Su libertad le hace “autor” de sus propios actos y de las consecuencias queridas de los mismos. Por ello, aunque existe con un modo de ser no elegido, él elige en cierta manera su modo de ser. No se trata de un mero juego de palabras. Por su libre voluntad el hombre se va haciendo a sí mismo con cada una de sus decisiones; sobre todo con aquellas que marcan hondamente su futuro, pero también con las libres decisiones de cada día.

Por otra parte, el hombre es un ser temporal, histórico. Un ser “in fieri”, nunca completamente realizado. El se capta a sí mismo como tarea para sí mismo. Por su libertad es responsable de realizarse a sí mismo en el tiempo. Pero esa realización no se le presenta como un horizonte totalmente arbitrario. Su razón, en cuanto “razón especulativa”, le hace comprender lo que es; y en cuanto “razón práctica” le ayuda a entender lo que debe ser, y en consecuencia, lo que debe hacer. En el fondo, capta que debe hacer libremente aquello que es conforme a su propio ser y evitar aquello que lo contradice.

Este conjunto de elementos, estrechamente y vitalmente relacionados en la subjetividad del individuo humano, le lleva a experimentar el bien y el mal, aquello que es conforme o contrario a su ser de persona humana; y a experimentar la relación de su voluntad libre con ese bien o mal presentado por su propia razón. Ve el bien/mal y puede querer el bien/mal. Es libre de hacer el bien o el mal, pero no es libre de hacer que lo que ve como bueno sea malo, y viceversa.

Pero es necesario recordar, además, que la persona humana es un ser relacional. No está sola, ni se realiza a sí mismo aislada de los demás. De algún modo, la relación a los otros, y al mismo Otro Absoluto, le definen esencialmente en cuanto persona. Por ello, su experiencia del bien y del mal, de la relación de su libertad con lo que le presenta su razón, se refiere también a la realidad de las otras personas y a Dios.

Finalmente, la dimensión espiritual del hombre le constituye como un ser abierto al absoluto. Por su intelecto, la persona es, como dice S. Tomás, “quodammodo omnia”, abierta potencialmente a toda la realidad del ser; ve los seres relativos en el horizonte abierto de lo absoluto, captado en la realidad misma de la existencia de cada ser. Es esta apertura a lo absoluto, esencia del espíritu humano, lo que hace que experimente también el bien y el mal en relación implícita con la absolutez del bien, o con el Bien Absoluto, aún cuando no sepa que ese Absoluto es un Ser Personal a quien llamamos Dios. De ahí ese carácter tan singular de la experiencia moral, vivida especialmente cuando el sujeto quiere hacer algo pero “no puede”, o quiere no hacerlo pero “debe”.

Como decía arriba, no pretendo dilucidar completamente la compleja, casi misteriosa realidad de la moralidad como experiencia de la persona humana. Pero creo que la consideración de estos rasgos esenciales de la antropología nos permiten al menos asomarnos a ella. Desde el punto de vista teológico, el reconocimiento de esas características antropológicas, apunta hacia el designio de Dios creador, que, precisamente a través de ellas, llama al hombre a realizarse a sí mismo como ser moral.

2. Los componentes del dinamismo del obrar humano

Hemos venido hablando frecuentemente de “acto voluntario” o “acto libre” para referirnos a aquellos actos en los que el sujeto percibe y realiza la dimensión de la moralidad. Decíamos en el capítulo anterior que la experiencia de la moralidad es la experiencia de un valor, el valor moral, que es el que determina el valor de la persona en cuanto tal, es decir, en cuanto autora de sí misma a través de sus actos libres. Esos actos libres son llamados técnicamente “actos humanos”.

Pero, si consideramos a la persona en su unidad y totalidad, comprendemos que su obrar no se restringe a una serie de actos puntuales y como aislados los unos de los otros. Tenemos, pues que estudiar también los otros componentes del dinamismo del obrar humano completo, es decir la llamada “Opción fundamental”, las actitudes y los hábitos humanos.

a) Los actos humanos

Llamamos “acto humano” a aquella acción realizada por un sujeto humano en cuanto humano, es decir en cuanto ser consciente y libre. Son actos humanos todos aquellos que son realizados consciente y libremente. A los actos realizados por un individuo humano pero sin libertad, los llamamos “actos del hombre”. Entre éstos podemos recordar todos los actos fisiológicos, reflejos, meramente instintivos, como también todos aquellos de los que el sujeto es consciente pero que no dependen realmente de su libre voluntad. De éstos, la persona no es verdaderamente responsable, en cuanto que no es su “causa”, no nacen del querer libre de su Yo. De los otros, de los actos humanos, el sujeto es plenamente responsable.

Los actos humanos pueden ser clasificados según diversos criterios. Esta clasificación nos ayudará a comprender mejor su compleja realidad.

Por una parte, los actos humanos pueden ser internos o externos. Odiar, amar, pensar en cómo hacer algo, etc. son actos que no salen del interior de la persona, actos solamente internos, pero verdaderos actos humanos, en los que puede haber una moralidad (no es lo mismo odiar que amar). El acto externo es siempre la realización exterior de algún acto interno, sobre todo del acto mismo del querer.

Podemos distinguir también entre el acto voluntario directo y el voluntario indirecto. El primero designa una acción en la que el sujeto quiere directamente la realización de un determinado efecto. El segundo se refiere a aquellos actos en los que la persona entrevé un efecto secundario, indirecto, de una acción que quiere realizar en vista de otro objetivo directamente querido.

El acto humano puede ser también “de acción” o “de omisión”. En el primer caso el sujeto realiza algo, en el segundo deja de realizar algo. También la omisión puede tener una connotación moral muy precisa. Omitir no es simplemente no hacer, sino optar voluntariamente por no hacer algo; algo que quizás se veía como un deber. Hay en ella un verdadero acto de voluntad, y por ello una moralidad.

Otra distinción importante es la del acto voluntario “in se” y el voluntario “in causa”. El primero consiste en una acción en la que el sujeto tiene por objeto voluntario aquello mismo que realiza, por ejemplo, matar a un individuo. El segundo, en cambio, se refiere a un comportamiento en el que el sujeto quiere algo que puede ser la causa de un efecto no querido en sí, pero aceptado al poner su posible causa. Es el caso, por ejemplo, de quien sabe que si se emborracha y maneja un vehículo en esas condiciones puede provocar un accidente, quizás mortal. En la medida en que es consciente de esa posibilidad y la acepta, en esa medida es moralmente responsable del accidente y de sus consecuencias.

Finalmente, podemos clasificar los actos voluntarios según la colocación temporal del querer. El voluntario actual designa un querer presente, actual, como son los actos voluntarios ordinarios. Pero a veces el sujeto actúa de un determinado modo, no tanto porque realice ahora un acto de voluntad preciso, sino más bien a causa, en virtud de un acto de volición anterior. Aquel acto de voluntad sigue operando ahora con su fuerza (“virtus”) en el operar del individuo. Este acto es llamado voluntario virtual. En ocasiones se da también un acto voluntario habitual, es decir, se actúa simplemente en función de un acto de volición pasado y nunca rechazado.

b) La Opción fundamental

Esta última clasificación nos abre la puerta a la consideración de una dimensión importante de la moralidad del sujeto humano.

Sin quitar nada del mérito de los tratados clásicos De actibus humanibus, hay que anotar que se daba en ellos una visión “atomizada” del actuar humano y por tanto también de la moral. La consideración reciente de la llamada “Opción fundamental” ha servido para comprender mejor la profunda unidad del sujeto moral y de la vida moral. Ayuda a ver que los diversos actos de un individuo no son fenómenos aislados e inconexos, delimitados en su realidad puntual, sino que son expresión, realización y proyección de un sujeto moral único que camina en el tiempo actuando según una postura volitiva de fondo, estable, correspondiente a su “opción fundamental”.

Aunque la tematización de esta dimensión de la moral haya sido reciente, la realidad misma está plenamente presente en la visión de la moral presentada por la Sagrada Escritura. Hemos recordado en el capítulo anterior cómo la moral de Israel se centra en la llamada “cláusula fundamental”, fulcro de la Afianza entre Yahveh y su pueblo: creer, aceptar, amar, obedecer a Dios y sólo a Él. Todos los demás mandamientos, o “cláusulas particulares”, se basan en él, lo expresan y lo realizan en la vida concreta de cada día.

Del mismo modo, Jesucristo hace una llamada “totalizante”, significada en la categoría de la “sequela”: seguirle a él, imitarle, y de ese modo vivir en la fidelidad a la voluntad del Padre. Las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa subrayan esa “totalización” de la invitación de Jesús a quienes quieren pertenecer al Reino de Dios.

También S. Pablo presenta la vida del cristiano como algo totalizante, en el que todo expresa el núcleo fundamental de su opción por Cristo. Ese núcleo es la obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26). “Esa fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su “corazón” (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22)” .

La psicología moderna nos ayuda a comprender que, efectivamente, la persona humana es un sujeto único y unitario en el que se da una orientación de fondo, fundamental, que marca la dirección, el sentido, a los actos y decisiones que va realizando particularmente a lo largo de los días. El individuo tiene una concepción de la vida, de sí mismo, de lo que quiere ser y hacer... Esa dirección vectorial de su vida se encarna y refleja luego en toda su personalidad y en sus actos; configura su emotividad y guía sus decisiones libres; marca la orientación de su existencia.

Normalmente, según parece, la opción fundamental se configura de modo casi implícito a partir de voliciones particulares en las que va optando en su interior por el bien o el mal, la generosidad o el egoísmo, Dios o su propio ego... Va haciendo su opción de fondo, y con ella se va haciendo a sí mismo. Hay que tener en cuenta que, de algún modo, toda decisión particular es, además de la decisión por algo, una decisión por sí mismo: si decido perdonar, decido ser uno que ha perdonado; si decido vengarme, decido también ser uno que se ha vengado .

La opción fundamental es una realidad relativamente estable por su propia naturaleza, pero puede sufrir variaciones, en cuanto que el hombre es un ser temporal e histórico. Puede haber momentos “vértice” en la configuración de la propia opción fundamental; puede haber también cambios radicales y rápidos en la propia opción, como puede ser una conversión repentina y profunda. Pero lo más normal es que se dé una línea de continuidad.

Ahora bien, la opción fundamental no “determina” de modo absoluto el actuar humano. Es una orientación de fondo que “guía” los comportamientos del sujeto, pero sin eliminar su libertad para elegir y hacer algo que va en sintonía con ella o, al contrario, se opone a ella y la desdice. A través de sus diversas decisiones particulares, el hombre puede reforzar su opción fundamental, como puede también afinarla y especificarla ulteriormente; pero puede también modificarla poco a poco, hasta llegar incluso a cambiarla del todo. Algo así como quien va al timón de una barca orientada hacia el puerto, pero a base de pequeños golpes de timón la desvía hasta dirigirla hacia un punto totalmente diverso.

Estas consideraciones nos pueden ayudar a discernir críticamente algunas teorizaciones un tanto extremas de la opción fundamental .

Por una parte, no la debemos reducir a una mera “opción trascendental” atemática y primordial. Como hemos visto, la opción fundamental cristaliza normalmente a partir de decisiones particulares en las cuales y a través de las cuales el sujeto va decidiendo sobre sí mismo. En este sentido, podemos hablar plenamente de una “moralidad de la opción fundamental”. Es decir, que la opción fundamental no es solamente una “estructura” de la moralidad, sino que puede ser también objeto de la responsabilidad decisional del hombre. Dicho con otras palabras, puedo ser responsable de mi propia orientación vital de fondo, por el bien o por el mal. No obstante los múltiples condicionamientos a los que me he encontrado sometido, quizás fui yo quien eligió libremente esa dirección de fondo que he dado a mi vida; y en ese sentido soy moralmente responsable de ella; así como soy responsable de mantenerla o cambiarla, al darme cuenta, quizás, de su bondad o maldad moral.

Por otra parte, no debemos separar radicalmente la opción fundamental y los actos particulares realizados por la persona . He subrayado la continuidad entre unos y otros en nuestra experiencia real de todos los días. Por ello mismo, la persona entera puede expresar su adhesión al bien o el mal, tal como le es presentado por su propia razón, en cada acto humano particular. Como decía, esos actos particulares puede expresar coherentemente su opción fundamental, o puede contradecirla, incluso radicalmente. El hecho de que su opción fundamental no cambie, no significa que ese acto humano particular no esté connotado moralmente, incluso de modo radical, en cuanto expresa una decisión plenamente libre por el bien o el mal visto por la conciencia, y experimentado con ese carácter de absolutez moral visto al hablar de la experiencia moral .

c) Las actitudes

Hay una tercera dimensión, además de los actos y de la opción fundamental, en el actuar moral de la persona: sus actitudes. Una dimensión poco considerada, pero importante, tanto para el análisis como para la vida moral.

El término actitud designa una “postura” física o, de modo figurado, una postura anímica; es una disposición de ánimo en relación con alguna realidad. Podemos identificar en una persona múltiples actitudes, de acuerdo con las múltiples relaciones que ella tiene con diversas realidades. Solemos hablar en castellano de “actitud ante...”. Es el modo de situarse anímicamente ante algo. Ante una persona, un grupo, una nación, etc. Actitud ante el dolor o el amor, ante el estudio, ante el sacerdocio, ante la amistad, ante Dios, ante la materia de moral, etc. etc.

Las actitudes tienen cierto carácter de estabilidad, aunque pueden y suelen ser modificadas mucho más fácilmente que la opción fundamental. De algún modo, las actitudes expresan la opción fundamental, concretando aquella “postura fundamental ante el todo”, en posturas concretas ante realidades particulares. Por otra parte, ellas influyen directamente en los actos individuales de la persona. Así como la opción fundamental orienta en general el comportamiento del individuo, las actitudes provocan la tendencia a actuar de un modo específico. De hecho, solemos comprender las actitudes de los demás precisamente a través de sus actos, sobre todo cuando se repiten en una misma dirección, denotando la postura del individuo ante determinada realidad. Según cómo se porte una persona en relación con otra, o cuando entra en una Iglesia, etc. comprendemos su actitud ante esa persona, o ante Dios...

Naturalmente, en buena parte las actitudes se deben a “ingredientes” que no dependen de la libertad del sujeto, como su temperamento, su educación, circunstancias contingentes, experiencias positivas o negativas... Pero, al menos en algunas ocasiones, las actitudes que uno tiene ante alguien o algo, pueden depender de su propio querer libre. Y en este sentido, el sujeto puede ser responsable de sus propias actitudes. Desde el momento que en su conciencia se da cuenta de que una determinada actitud es negativa o positiva (actitud de desprecio, odio, rechazo, envidia, etc.; o al contrario, de acogida, benevolencia, amor, etc.), y en la medida en que esa actitud depende de él, la actitud en cuestión tiene una connotación moral.

Teniendo en cuenta que las actitudes pueden ser positivas o negativas (también desde el punto de vista moral), que en parte pueden depender del sujeto, y que pueden ser por éste libremente orientadas e incluso modificadas, comprendemos que entran en el campo de la propia responsabilidad moral y deben ser consideradas al analizar el comportamiento ético de la persona, así como al plantearse el problema de su educación.

d) Los hábitos humanos

El dinamismo real del obrar humano incluye también el fenómeno de los hábitos. Proveniente del vocablo latino “habitus” del verbo habere, el hábito indica, de modo genérico, algo que se tiene por adquisición. Se trata de una disposición estable que afecta a alguna de las facultades de la persona, facilitando su ejercicio en un determinado tipo de actuación. Es sobre todo la repetición de determinados actos lo que hace que la facultad que entra en juego en ellos vaya adquiriendo una especie de “memoria” dinámica que la potencia en su capacidad de realizar en el futuro esos mismos actos.

Los hábitos pueden afectar tanto a las facultades sensitivas como al intelecto y a la voluntad. Cuando uno está aprendiendo a manejar, le parece casi imposible poder coordinar los movimientos de los pies y las manos para cambiar de velocidad, mantener la dirección con el volante, etc. Después de un tiempo de práctica, le sale ya casi sin darse cuenta, mientras habla con quien viaja a su lado. Ha adquirido un hábito que le facilita la ejecución de una serie de operaciones. Cuando un alumno se dedica con intensidad al estudio de las matemáticas forma un hábito que le permite analizar los problemas con agilidad y exactitud, mientras quizá le cueste enormemente expresarse con soltura, como hace su amigo que estudió humanidades clásicas, y a quien las matemáticas le parecen un misterio. No se trata de que uno se vuelva más inteligente, ni de que simplemente ha adquirido nuevos conocimientos. Se trata de que, por así decir, su facultad intelectiva “ha aprendido” a operar de cierto modo en cierto tipo de actos.

El hábito puede designar también un determinado comportamiento estable por parte de un individuo, una costumbre “habitual”. Uno tiene el hábito de silbar por los pasillos, otro ha formado el hábito de guardar silencio, el otro tiene el hábito de dormir con la ventana abierta...

Se comprende fácilmente que la adquisición, el cambio, el mantenimiento, el potenciamiento... de los hábitos (tanto en cuanto perfeccionamiento de una facultad como en cuanto costumbre), influye, a veces decisivamente, en nuestro actuar cotidiano. Por otra parte, igual que sucede con los actos, el sujeto puede ser la causa, el responsable de sus propios hábitos. Se enciende entonces que hay en ello una dimensión moral.

Desde el punto de vista objetivo, la moralidad de los hábitos tiene que ver con su contenido mismo, o con sus consecuencias en el comportamiento del individuo. Dado que los hábitos se forman por repetición de actos, y que consisten en la facilidad de obrar de un determinado modo, entendemos que puede haber hábitos en sí moralmente buenos o moralmente malos. No es lo mismo tener el hábito de decir la verdad que haber formado el hábito de mentir; no es igual el hábito autocontrolarse ante las ofensas verbales que el hábito de ofender verbalmente al prójimo. Hay, pues, hábitos que nos ayudan a obrar el bien y otros que lo dificultan o que incluso facilitan la realización de actos inmorales. A los primeros los llamamos virtudes, a los segundos vicios .

Desde el punto de vista subjetivo habría que tener en cuenta el índice de responsabilidad que cada sujeto tiene en la formación y mantenimiento de sus hábitos buenos o malos. A veces se forman por repetición de actos casi mecánicos, sin que uno se dé cuenta. Otras veces el individuo reitera conscientemente unos actos que le hacen responsable de los hábitos que fraguan en él. Otras los forma incluso deliberadamente, como cuando alguien se esfuerza por formar el hábito virtuoso de hablar bien de los demás; o, al contrario, lucha contra el vicio de criticar. Hay que tener en cuenta también que frecuentemente un determinado hábito puede llevar al sujeto a actuar de cierta manera con menor consciencia y voluntad, como por un mecanismo del que no es del todo responsable. La consideración del hábito que le lleva a actuar así podría ayudar a comprender su menor responsabilidad moral respecto a un determinado acto. Pero habría que considerar también lo dicho antes sobre los actos “voluntarios in causa”: quizás esa persona es culpable de haber formado ese hábito que ahora le lleva a actuar de ese modo.

e) Cuatro expresiones del actuar humano

Acto humano, Opción fundamental, Actitudes, Hábitos. Se trata de cuatro expresiones complementarias, e íntimamente unidas, del actuar humano. El acto se refiere a cada actuación puntual y específica; las otras tres se fijan en el sujeto que actúa, en su disposición de fondo o en sus posturas particulares y transitorias, en los mecanismos que facilitan o dificultan su actuar. Al final sale a relucir, por una parte, la unidad de la vida moral de la persona; y por otra el hecho de que, en el fondo, toda la vida moral se refiere, como decíamos antes, al actuar libre, y por ello responsable, del sujeto.

Podríamos decir que la vida moral es un movimiento dinámico que se articula en dos líneas que confluyen en el acto humano. Por una parte, la Opción Fundamental establece una dirección en el sujeto, a partir de la cual éste va formando diversas actitudes ante las diversas realidades, las cuales le inclinan a actuar de uno u otro modo. Por otra parte, sus facultades y potencias se van enriqueciendo en su capacidad de actuar según los diversos hábitos, de modo que el sujeto llega a obrar más fácilmente de uno u otro modo.

Sólo teniendo esto en cuenta podremos evitar reducir la moral a una serie de actos aislados e inconexos; o, por el lado opuesto, a una vaga “opción trascendente”, desligada de las opciones reales de cada día.

Los factores de la moralidad

Al hablar del “acto humano” me he referido a él como si fuera una realidad simple. Ahora debemos adentrarnos en él para considerar que es más bien una realidad compleja y que los elementos que lo componen deben ser atentamente considerados para su evaluación moral.

En efecto, cuando una persona actúa, su acto tiene siempre un propio objeto intencional; pero sucede además que el sujeto quiere realizar ese objetivo porque está motivado por un determinado fin; y, en tercer lugar, actúa siempre en medio de una serie de circunstancias, que pueden connotar su acción en un sentido o en otro.

Estamos hablando de los tres clásicos “factores de la moralidad”, o “fuentes de la moralidad”. Es decir, la moralidad positiva o negativa de un acto humano está relacionada, más aún, depende del objeto, el fin y las circunstancias implicadas en la acción.

Consideramos en primer lugar el último de los factores, que presenta menos problemas teóricos. Las circunstancias son elementos que configuran externamente la realidad del acto. Nunca se realiza un acto humano fuera del espacio y del tiempo, y de condiciones que de un modo u otro dan una coloración moral al mismo. Al considerar una acción podemos preguntarnos: quién, cómo, dónde, cuándo, con quién, con qué medios, etc. ha actuado.

Algunas circunstancias son moralmente “neutras”, como el hecho de que quien roba lo haga un lunes o un jueves. Otras, que podemos llamar “moralizantes”, configuran moralmente una acción que, de no ser por esa circunstancia, no sería ni buena ni mala, como la circunstancia de que quien escala una montaña (acción en sí a-moral) esté gravemente enfermo del corazón y ponga de ese modo en peligro su salud. Otras circunstancias son llamadas “especificantes”, en cuanto que definen la especie de un acto; cuando alguien mata al propio padre, ese homicidio es llamado específicamente “parricidio”; cuando alguien roba un objeto sagrado, el acto es -además de un hurto- un “sacrilegio”. Finalmente, algunas circunstancias son “atenuantes o agravantes”, según den mayor o menor peso moral al bien o mal realizado con un determinado acto; no es lo mismo robar a un millonario que a una pobre viuda; no es lo mismo herir a otro en un momento de ira incontrolable provocada por una agresión, que hacerlo con alevosía y premeditación, sin ninguna provocación por su parte de la víctima.

Pero el problema principal en este punto está en la consideración de los otros dos “factores”, el objeto y el fin. Y más concretamente, el problema de la importancia moral del objeto y el fin, en la acción humana. Una visión equilibrada de esa relación nos permitirá evitar tanto el “objetivismo moral” (lo único que cuenta moralmente es el tipo de acción realizada), como el “subjetivismo moral” (lo único que cuenta es el fin, la intención del sujeto). En este problema se centra una de las más agudas discusiones entre los moralistas de hoy; y a él dedicó Juan Pablo II buena parte de sus reflexiones en su encíclica Veritatis Splendor .

Para entender mejor lo que entendemos por objeto y fin de un acto pongamos un ejemplo sencillo: un señor está trabajando junto a su mesa, juntando piezas de reloj. Me pregunto, ¿cuál es el fin de su trabajo, de esas operaciones que realiza con esos materiales? Está claro: hacer un aparato que marca la hora y que llamamos reloj. Ese es el finis operis, el fin de la obra que realiza. Pero luego me pregunto: ¿y por qué está haciendo un reloj? ¿Cuál es el fin del relojero? La respuesta podría variar: ganar dinero, o pasar el rato, o hacer un regalo a un amigo... Pero sé que, aparte del fin de la obra que él realiza, el relojero mismo tiene algún fin que le mueve a actuar. Ese es el finis operantis, el fin de quien obra.

El objeto: es aquello que el sujeto quiere realizar con su acto. Podemos decir que el objeto coincide con el finis operis, aquello a lo que tiende la acción del sujeto, “el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa” (VS 78). No nos referimos, pues, al “objeto” en sentido material, sino al “objetivo”, a lo intencionado por el sujeto que actúa. Si yo me llevo el portafolios de otro para quedarme con él, el objeto de mi acción no es simplemente esa pequeña maletita y lo que contiene; el objeto es la apropiación de la misma por parte mía, sin el consentimiento de su dueño actual; es decir, robarme el portafolios y lo que contiene.

El fin: es el motivo en vista del cual el sujeto quiere realizar el acto. Se trata del finis operantis. El relojero hace relojes para ganar dinero, o quizás para pasar el tiempo... Yo me apropio del portafolios del otro para quedarme con el dinero que lleva dentro, o quizás para ayudar con él a los pobres...

Ahora bien, ¿cuál de los dos factores, fin y objeto, determina la moralidad del acto humano? Si ambos, ¿en qué modo y medida lo hacen uno y otro? En ocasiones, fin y objeto coinciden en la intencionalidad del sujeto: quiere robar para quedarse con el dinero del otro. En esos casos, bastará analizar moralmente el objeto de la acción para comprender la moralidad de la acción misma y del sujeto.

Pero a veces fin y objeto no coinciden: el sujeto roba con la finalidad de ayudar a los pobres, por ejemplo. Esta dicotomía entre objeto y fin es frecuente, en cuanto que la persona humana suele tener o poner fines correctos y hasta nobles en el horizonte de sus actos. Son pocos los que quieren el mal sin justificarlo con una “buena intención”.. La mujer que piensa en el aborto dice que es para que no sufra la pobre creatura, o por el bien de los hijos que ya tiene; el terrorista pone una bomba en un mercado lleno de gente porque con ello pretende colaborar con la noble causa de su grupo en lucha....

Como en una especie de reacción pendular contra el objetivismo moral del pasado, bastantes autores subrayan hoy tanto la importancia de la intención o fin del sujeto, que llegan a eliminar casi por completo la consideración del objeto de los actos como un componente de la moralidad del acto, cayendo de ese modo en un subjetivismo tan pernicioso como su extremo contrario. En la VS, el Papa pone en guardia contra esta tendencia, denunciando vigorosamente las corrientes morales que se agrupan bajo la denominación de “teleologismo”.

Según esa visión, la moral de un acto humano no depende tanto su objeto cuanto del fin (telos) que persigue el sujeto. En esa consideración, lo que cuenta es la evaluación de las consecuencias positivas o negativas del acto (“consecuencialismo”); algunos subrayan la necesidad de que las consecuencias positivas sean proporcionalmente mayores que las negativas para que el acto sea correcto (“proporcionalismo”). El objeto del acto no posee en sí ninguna connotación moral, sino que se refiere a lo que algunos autores llaman “bienes pre-morales”. Es precisamente la consideración de los bienes o males pre-morales puestos por el acto lo que determina la moralidad de la intención o fin del sujeto, y por tanto del acto mismo.

No podemos ahora detenernos a describir y analizar cabalmente estas corrientes. Nos interesa solamente anotar que no es correcto despojar al objeto del acto humano de su connotación moral. Hay una moralidad, positiva o negativa, en los objetos de ciertas acciones, como el matar a un inocente, el ayudar al necesitado, etc. La moralidad del acto, en sentido estricto, se da en la acción misma (si no hay acto humano no hay moralidad), pero la acción está ya connotada moralmente por su propio objeto, además del fin por el que el sujeto la realiza.

Ciertamente, no es nada fácil definir cuál es exactamente el “peso” del fin y del objeto en la cualificación moral de un acto. Ya S. Tomás parece encontrar cierta dificultad para mantener el equilibrio entre esos dos componentes de la acción. En la cuestión 18 de la I-I de la Summa, afirma primero que “la primera bondad de un acto moral proviene del objeto” (art. 2); luego declara que dado que el fin es causa de las acciones, “las acciones humanas... tienen razón de bondad que procede del fin del cual dependen, además de la bondad absoluta que hay en ella” (art. 4). Después profundiza en la relación entre ambos, distinguiendo el acto interior voluntario, cuyo objeto es propiamente el fin, del acto externo, que recibe su especie del propio objeto. Pero, dado que “los actos externos solamente tienen razón de moralidad en cuanto son voluntarios”... “la especie de un acto se considera formalmente según el fin y materialmente según el objeto del acto exterior” (art. 6).

Ahora bien, hay que recordar que la moralidad de un acto humano reside en la adhesión libre de la voluntad al bien/mal percibido por la razón : “En los actos humanos el bien y el mal se dicen en relación a la razón” . Por lo tanto hay que ver que cada uno de los tres “factores de la moralidad” se encuentra en una relación directa con la razón, y que por ello ésta puede ver conforme o contraria a sí misma, razonable o irrazonable (moral o inmoral), tanto el fin como el objeto de la acción, teniendo en cuenta las circunstancias que la rodean. Si mi razón me presenta un fin determinado como contrario a ella y yo de todas formas lo quiero, mi voluntad se adhiere libremente al mal que me presenta la razón; e igualmente sucede si la razón me presenta como contrario a ella el objeto de la acción, aunque yo lo considere sólo como medio para lograr un fin bueno: querer ese medio (objeto de la acción) significa querer el mal identificado en él por mi razón.

En realidad, aunque nosotros los separamos mentalmente para analizarlos, los tres “factores de la moralidad” están intrínsecamente ligados en cada acto humano real. Como un autor señala, podemos hablar de un “objeto global” del acto humano, que incluye los tres “factores”. Es decir, cuando decido realizar un determinado acto, mi voluntad quiere todo lo que está implicado en él, según me es presentado por la razón: quiero esto, por ese fin, en estas circunstancias. La moralidad del acto proviene de la interrelación de esos tres elementos en su relación con la razón y en cuanto queridos por la voluntad libre.

Esa es la razón de fondo del dicho clásico: “bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu”. Un acto humano es bueno cuando la voluntad se adhiere al bien y solamente al bien que la razón le presenta en su comprensión del “objeto global”; la acción es mala cuando la voluntad se adhiere al mal que la razón ve en uno cualquiera de los tres elementos o factores que la componen.

Es también esa la fundamentación de otro aforismo clásico: El fin no justifica los medios. No los justifica, en sentido moral, porque, aunque la voluntad se adhiera al bien visto en el fin, el medio -objeto de la acción concreta- es igualmente querido; y por lo tanto, si la razón comprende que el medio es en sí inmoral y el sujeto lo quiere, aunque sea sólo como medio para el fin bueno, la voluntad del sujeto se adhiere a ese mal .

Diversa es la actuación del principio del doble efecto. Hay situaciones en las que el sujeto tiene que actuar en vista de un fin bueno e importante, utilizando un medio bueno o indiferente, pero con la conciencia de que de su acción se seguirá también un efecto colateral y secundario que en sí es negativo, y que debería ser evitado si se pudiera. Es el caso, por ejemplo, de un médico que, para salvar la vida de una mujer (fin bueno e importante) se ve obligado a extirparle los ovarios, dejándola de este modo estéril (efecto negativo).

Para ayudar a discernir correctamente en esos casos, se ofrecen algunas condiciones, sin las cuales no se puede decir que el sujeto no ha querido el efecto negativo de su acción. En primer lugar, el efecto negativo no debe ser el medio para lograr el fin, por lo que hemos dicho hace un momento: el medio es querido efectivamente por el sujeto, en cuanto medio. En segundo lugar, el efecto negativo no debe ser querido, sino solamente “tolerado”; es decir, el efecto no se deberá a la intención del sujeto, sino que sucederá “contra su voluntad”.. En tercer lugar, se debe constatar que no exista un modo alternativo para lograr el mismo fin evitando el efecto secundario. Si existiera esa posibilidad y el sujeto optara por la acción que provoca el efecto secundario, significaría que el sujeto realmente lo quiere. En cuarto lugar, debe haber una proporción aceptable entre el fin bueno que se persigue y el daño provocado por el efecto colateral.

En el fondo, la acción realizada de acuerdo con este principio es moralmente aceptable porque en la voluntad del sujeto hay solamente adhesión al bien visto en el fin; el mal del efecto secundario es solamente tolerado, en cuanto no se puede evitar sin provocar la pérdida del fin, cuya importancia se supone justifica ese efecto negativo, como en el ejemplo de la consecuencia de una situación de esterilidad para salvar la vida de la enferma.

Otro problema muy actual, estrechamente ligado a nuestro tema, es el de la existencia de actos intrínsecamente malos y de normas morales absolutas.

Los autores que siguen el consecuencialismo la niegan firmemente. Si la moral de los actos no depende en nada de su objeto, sino solamente de las intenciones del sujeto en vista de las consecuencias positivas y negativas de su acción, está claro que no podemos hablar de “actos intrínsecamente malos”. Cualquier acto, aun aquél que en principio nos pueda parecer más gravemente inmoral, podría ser bueno en un determinado caso, de acuerdo con las buenas intenciones del sujeto y teniendo en cuenta las consecuencias buenas del acto previstas por él antes de actuar. Por ello, tampoco podemos hablar de “normas absolutas”; en todo caso se aceptará la existencia de normas más o menos universales, válidas “ut in pluribus”, pero no necesariamente en toda ocasión.

Pero, como he recordado arriba, el objeto propio de un acto es lo primero que lo especifica moralmente; porque el objeto se encuentra en una relación directa propia con la razón moral, de modo que ésta la ve como bueno o malo en sí, independientemente de la intención del sujeto y de las consecuencias previsibles. Ahora bien, si hay actos que tienen como objeto propio algo que va directa e intrínsecamente contra el bien de la persona humana (de quien actúa o de otra) , esos actos serán intrínsecamente malos desde el punto de vista moral. Y las normas que los prohíben moralmente serán normas morales absolutas, es decir, no relativas a la situación, la intención del sujeto, las consecuencias. Así, “no se debe matar nunca a un ser humano inocente” es una norma moral absoluta, que prohíbe moralmente un acto que es intrínsecamente malo: malo en sí y por sí, y no en función del por qué es realizado, o de sus posibles consecuencias.

Esto no significa, naturalmente, que la intención y la consideración de las circunstancias, no tenga ninguna importancia en la consideración moral de los actos. Lo hemos recalcado antes. Quiere decir más bien que, además de la buena intención -fin bueno- el objeto del acto tiene que ser también bueno para que lo sea el acto en su totalidad.

Se habla de actos intrínsecamente malos y no de actos intrínsecamente buenos, porque no se puede decir que un acto es bueno solamente en función de su objeto: hay que analizar el fin de quien actúa; al contrario, sí se puede decir que un acto es malo solamente por su objeto, a pesar del eventual buen fin de quien actúa.

Con estos apuntes, breves, sobre algunos puntos especialmente candentes en la discusión moral actual, hemos cerrado la consideración de la “estructura antropológica de la moral”.

Hemos visto que la experiencia moral no se debe a fenómenos externos a la persona humana, sino a su misma realidad como persona, es decir, como sujeto libre, espiritual, responsable de sus actos, y responsable de realizarse de acuerdo con su propio modo de ser, en cuanto ser humano. Hemos visto también que la moralidad que el hombre experimenta se refiere a su “actos humanos”, es decir conscientes y libres; y que esos actos se dan en el trasfondo de una opción fundamental y una serie de actitudes y de hábitos, de los que también él puede ser moralmente responsable. Finalmente, hemos analizado los tres elementos que componen la moralidad de un acto: su objeto propio, el fin del sujeto que lo hace, y las circunstancias que lo rodean, en cuanto conocidas por el sujeto.

Visto todo esto, tenemos que pasar a considerar cómo Dios llama al hombre a la vida moral. Y comenzaremos viendo que le llama ante todo precisamente a través del modo de ser de la persona, creada por él tal cual es.

Lecturas complementarias

CEC 1731-1737; 1743-1746; 1749-1775, 2563
VS 48, 65-68, 71-83, 90-97
EV 54, 57, 58, 62, 65, 66, 68, 75
HV 14
Sto. Tomás, S.Th., I-II, q. 18, a. 5

Autoevaluación

1. ¿Cuál es la diferencia entre los así llamados “actos humanos” y “actos del hombre”?
2. ¿Hay moralidad en los “actos del hombre”? ¿Por qué?
3. ¿Por qué querer hacer algo malo está mal si no se “ha hecho” nada?
4. ¿Por qué una omisión puede ser pecado si no se “ha hecho” nada?
5. Supongamos que una persona en condiciones de completa embriaguez comete, por ejemplo, sin ser consciente de ello un asesinato. Dado que no era consciente y libre, ¿es responsable de ello?
6. ¿Cómo podemos definir la “opción o elección fundamental”?
7. ¿Puede el hombre actuar en contra de su “opción fundamental”?
8. ¿Por qué son importantes las actitudes?
9. ¿Qué importancia tienen los hábitos para la vida moral de la persona, y en qué sentido puede haber una moralidad en relación con ellos?
10. ¿A qué llamamos factores o fuentes de la moralidad y cuáles son?
11. Define el “objeto” del acto.
12. ¿En qué consiste la corriente moral denominada “teleologismo”?
13. ¿Qué factor de la moralidad del acto dejan fuera las corrientes teleológicas consecuencialistas y proporcionalistas? ¿Por qué?
14. ¿Por qué el fin no justifica los medios?
15. ¿A qué llamamos “objeto global” del acto humano?
16. ¿Puede ser moralmente bueno un acto si alguno de sus “factores” es malo?
17. ¿Cuáles son las condiciones para que se pueda actuar según el principio del doble efecto?
18. ¿Por qué es aceptable moralmente el principio del doble efecto, siendo así que se produce un efecto negativo?
19. ¿Qué se quiere decir con la expresión “actos intrínsecamente malos”?
20. ¿Qué son las normas absolutas morales o “absolutos morales”?

Para la reflexión y discusión

1. Una persona mata a un enemigo suyo para vengarse. Otra persona hace lo mismo, no teniendo otra alternativa, para defenderse de quien lo quería matar a él. Ambas personas han matado a otra. En el primer caso se ha realizado una acción moralmente mala y en el segundo caso no. Parecería, pues, que la buena intención puede justificar acciones malas en sí mismas: los dos han realizado el mismo acto (matar), pero uno de ellos con una buena intención (“para defenderse”). Parecería, también, que no existen actos intrínsecamente malos ni normas morales absolutas, ya que pueden darse excepciones como la del ejemplo.

Los casos no son tan raros: una mujer se opera para no tener más hijos y otra para remover un tumor canceroso. Supongamos que en ambas se realiza el mismo tipo de operación. La primera mujer habría obrado mal; la segunda bien. ¿Lo único que diferencia sus acciones es la intención?

Un último ejemplo: una mujer casada toma píldoras anticonceptivas para no tener más hijos; otra para defenderse de una probable agresión de soldados enemigos que están entrando en la ciudad. De nuevo parece que la intención viene a justificar acciones malas. ¿Por qué en el primer caso se realiza una mala acción y en el segundo no?

2. Acabada la segunda guerra mundial se juzgó en Nüremberg a los criminales de guerra nazis. Algunos médicos que colaboraron en la experimentación y en los asesinatos de judíos se excusaron diciendo que si no lo hubieran hecho ellos, lo hubieran llevado a cabo otros de todas formas, y que su presencia y su acción fue, en conjunto, benéfica porque, dentro de sus posibilidades, trataban de salvar al mayor número posible de prisioneros y de matar a los menos posibles. Si hubieran dejado su puesto a otros, éstos habrían matado a más personas. Los jueces dictaron una sentencia en su contra. ¿No era cierto que gracias a ellos se salvaron muchos seres humanos?, ¿que, teniendo en cuenta la situación concreta, actuaron responsablemente obteniendo las mejores consecuencias posibles?

Otro hecho parecido. Una enfermera relata sus experiencias en un campo de concentración alemán. Cuenta que cuando nacía un bebé, los soldados mataban a éste y a la madre. Si el bebé nacía muerto dejaban con vida a la madre. Así que ella misma, que se encargaba de los partos, mataba a los bebés para que al menos se salvara la madre. Reconoce que era una acción salvaje, pero que “no le quedaba otra alternativa; al menos se salvaba la madre; sería peor que murieran los dos”.
¿Es verdad que no tenía otra opción? ¿Quedan justificados los abortos que realizó? ¿Sopesando las consecuencias de su acción, no es verdad que fueron proporcionalmente mayores los beneficios? ¿No se daba en estos casos, como argumentan algunos moralistas, un conflicto entre diversos bienes premorales y diversas normas morales: pocas vidas - muchas vidas; no matar - salvar la vida?