La Moral... una Respuesta de Amor
La Estructura
Antropológica de la Moralidad
Enfoque
Vista la realidad de la experiencia moral y su comprensión cristiana como
respuesta a una llamada de Dios creador y redentor, conviene que analicemos los
elementos estructurales de esa experiencia y de esa realidad que llamamos
“moral”.
Ante todo consideraremos al “sujeto de la experiencia moral”, es decir la
persona humana. Trataremos de descifrar por qué y cómo la persona experimenta la
dimensión de la moralidad [1].
Veremos luego que la realidad moral se refiere a los actos humanos, pero que
éstos no deben ser concebidos como unidades aisladas, sino que en ellos se
expresa el sujeto personal en su totalidad, según una opción fundamental y de
acuerdo con sus diversas y múltiples actitudes. Y veremos que hay también una
dimensión moral en aquella y en éstas [2].
Finalmente nos detendremos en la consideración de los llamados “factores de la
moralidad”. Estudiaremos la relación que existe entre el objeto, el fin y las
circunstancias, en la composición de la moralidad del actuar humano [3].
1. El sujeto de la experiencia moral
a) Diversas explicaciones de la experiencia moral
Sabemos que ha habido y hay muy diversas explicaciones de esa singular
experiencia moral que todo ser humano hace en su vida de todos los días. Para
unos se trata simplemente de una concatenación de condicionamientos sociales y
culturales que imponen al individuo la idea del bien y del mal (Sociologismo).
Para otros, la explicación está en la función del Super-Ego sobre el consciente
y el subconsciente del individuo (Psicoanálisis). Según otros, se trata de una
super-estructura que surge de y expresa la estructura fundamental de toda la
realidad humana, que es el juego de relaciones existente entre el trabajo y los
medios de producción (Marxismo). Otros reducen toda la experiencia moral a
expresiones lingüísticas de reacciones emotivas; “bien” y “mal” son equivalentes
a exclamaciones emotivas: “oh!”, “ah!” (Positivismo lingüístico). Y podríamos
seguir con un largo etcétera.
No es este el lugar para entrar en un análisis detallado de esas diversas
teorías. Digamos simplemente que cada una intenta una explicación unilateral y
parcial de un fenómeno demasiado complejo y profundo como para reducirlo a un
factor relativo, convirtiéndolo arbitrariamente en absoluto. Ciertamente, no
podemos decir que comprendemos cabal y totalmente el fenómeno de la experiencia
moral, su por qué, su estructura y su dinamismo. Pero creo que podemos acercanos
a su comprensión si nos referimos a la realidad global de la persona humana, sin
reducirla a cualquiera de los elementos que componen ese misterioso y complejo
ser que habla de sí mismo diciendo: “Yo”.
b) El sujeto humano como sujeto moral
Si se tratara solamente de un ser corporal, reducido al espacio y al tiempo, no
se daría en el hombre la experiencia moral, que trasciende esas coordenadas.
Pero la persona es también un ser espiritual y trascendente. Cuerpo y espíritu
forman en ella una sola realidad. En función de su dimensión espiritual, el
hombre está dotado de la capacidad de entender el ser de las cosas, y de sí
mismo. Su razón hace también que el hombre sea consciente de sí mismo,
autoconsciente. Y en esa autoconsciencia se capta a sí mismo como ser finito,
contingente, un ser entre los seres, un ser que tiene ya un modo de ser que le
es propio y que no se ha dado él a sí mismo.
Por la misma dimensión espiritual, la persona está dotada también de la
capacidad de querer, y de querer con una voluntad que no se encuentra
determinada en sus actos, una voluntad libre. Su libertad le hace “autor” de sus
propios actos y de las consecuencias queridas de los mismos. Por ello, aunque
existe con un modo de ser no elegido, él elige en cierta manera su modo de ser.
No se trata de un mero juego de palabras. Por su libre voluntad el hombre se va
haciendo a sí mismo con cada una de sus decisiones; sobre todo con aquellas que
marcan hondamente su futuro, pero también con las libres decisiones de cada día.
Por otra parte, el hombre es un ser temporal, histórico. Un ser “in fieri”,
nunca completamente realizado. El se capta a sí mismo como tarea para sí mismo.
Por su libertad es responsable de realizarse a sí mismo en el tiempo. Pero esa
realización no se le presenta como un horizonte totalmente arbitrario. Su razón,
en cuanto “razón especulativa”, le hace comprender lo que es; y en cuanto “razón
práctica” le ayuda a entender lo que debe ser, y en consecuencia, lo que debe
hacer. En el fondo, capta que debe hacer libremente aquello que es conforme a su
propio ser y evitar aquello que lo contradice.
Este conjunto de elementos, estrechamente y vitalmente relacionados en la
subjetividad del individuo humano, le lleva a experimentar el bien y el mal,
aquello que es conforme o contrario a su ser de persona humana; y a experimentar
la relación de su voluntad libre con ese bien o mal presentado por su propia
razón. Ve el bien/mal y puede querer el bien/mal. Es libre de hacer el bien o el
mal, pero no es libre de hacer que lo que ve como bueno sea malo, y viceversa.
Pero es necesario recordar, además, que la persona humana es un ser relacional.
No está sola, ni se realiza a sí mismo aislada de los demás. De algún modo, la
relación a los otros, y al mismo Otro Absoluto, le definen esencialmente en
cuanto persona. Por ello, su experiencia del bien y del mal, de la relación de
su libertad con lo que le presenta su razón, se refiere también a la realidad de
las otras personas y a Dios.
Finalmente, la dimensión espiritual del hombre le constituye como un ser abierto
al absoluto. Por su intelecto, la persona es, como dice S. Tomás, “quodammodo
omnia”, abierta potencialmente a toda la realidad del ser; ve los seres
relativos en el horizonte abierto de lo absoluto, captado en la realidad misma
de la existencia de cada ser. Es esta apertura a lo absoluto, esencia del
espíritu humano, lo que hace que experimente también el bien y el mal en
relación implícita con la absolutez del bien, o con el Bien Absoluto, aún cuando
no sepa que ese Absoluto es un Ser Personal a quien llamamos Dios. De ahí ese
carácter tan singular de la experiencia moral, vivida especialmente cuando el
sujeto quiere hacer algo pero “no puede”, o quiere no hacerlo pero “debe”.
Como decía arriba, no pretendo dilucidar completamente la compleja, casi
misteriosa realidad de la moralidad como experiencia de la persona humana. Pero
creo que la consideración de estos rasgos esenciales de la antropología nos
permiten al menos asomarnos a ella. Desde el punto de vista teológico, el
reconocimiento de esas características antropológicas, apunta hacia el designio
de Dios creador, que, precisamente a través de ellas, llama al hombre a
realizarse a sí mismo como ser moral.
2. Los componentes del dinamismo del obrar humano
Hemos venido hablando frecuentemente de “acto voluntario” o “acto libre” para
referirnos a aquellos actos en los que el sujeto percibe y realiza la dimensión
de la moralidad. Decíamos en el capítulo anterior que la experiencia de la
moralidad es la experiencia de un valor, el valor moral, que es el que determina
el valor de la persona en cuanto tal, es decir, en cuanto autora de sí misma a
través de sus actos libres. Esos actos libres son llamados técnicamente “actos
humanos”.
Pero, si consideramos a la persona en su unidad y totalidad, comprendemos que su
obrar no se restringe a una serie de actos puntuales y como aislados los unos de
los otros. Tenemos, pues que estudiar también los otros componentes del
dinamismo del obrar humano completo, es decir la llamada “Opción fundamental”,
las actitudes y los hábitos humanos.
a) Los actos humanos
Llamamos “acto humano” a aquella acción realizada por un sujeto humano en cuanto
humano, es decir en cuanto ser consciente y libre. Son actos humanos todos
aquellos que son realizados consciente y libremente. A los actos realizados por
un individuo humano pero sin libertad, los llamamos “actos del hombre”. Entre
éstos podemos recordar todos los actos fisiológicos, reflejos, meramente
instintivos, como también todos aquellos de los que el sujeto es consciente pero
que no dependen realmente de su libre voluntad. De éstos, la persona no es
verdaderamente responsable, en cuanto que no es su “causa”, no nacen del querer
libre de su Yo. De los otros, de los actos humanos, el sujeto es plenamente
responsable.
Los actos humanos pueden ser clasificados según diversos criterios. Esta
clasificación nos ayudará a comprender mejor su compleja realidad.
Por una parte, los actos humanos pueden ser internos o externos. Odiar, amar,
pensar en cómo hacer algo, etc. son actos que no salen del interior de la
persona, actos solamente internos, pero verdaderos actos humanos, en los que
puede haber una moralidad (no es lo mismo odiar que amar). El acto externo es
siempre la realización exterior de algún acto interno, sobre todo del acto mismo
del querer.
Podemos distinguir también entre el acto voluntario directo y el voluntario
indirecto. El primero designa una acción en la que el sujeto quiere directamente
la realización de un determinado efecto. El segundo se refiere a aquellos actos
en los que la persona entrevé un efecto secundario, indirecto, de una acción que
quiere realizar en vista de otro objetivo directamente querido.
El acto humano puede ser también “de acción” o “de omisión”. En el primer caso
el sujeto realiza algo, en el segundo deja de realizar algo. También la omisión
puede tener una connotación moral muy precisa. Omitir no es simplemente no
hacer, sino optar voluntariamente por no hacer algo; algo que quizás se veía
como un deber. Hay en ella un verdadero acto de voluntad, y por ello una
moralidad.
Otra distinción importante es la del acto voluntario “in se” y el voluntario “in
causa”. El primero consiste en una acción en la que el sujeto tiene por objeto
voluntario aquello mismo que realiza, por ejemplo, matar a un individuo. El
segundo, en cambio, se refiere a un comportamiento en el que el sujeto quiere
algo que puede ser la causa de un efecto no querido en sí, pero aceptado al
poner su posible causa. Es el caso, por ejemplo, de quien sabe que si se
emborracha y maneja un vehículo en esas condiciones puede provocar un accidente,
quizás mortal. En la medida en que es consciente de esa posibilidad y la acepta,
en esa medida es moralmente responsable del accidente y de sus consecuencias.
Finalmente, podemos clasificar los actos voluntarios según la colocación
temporal del querer. El voluntario actual designa un querer presente, actual,
como son los actos voluntarios ordinarios. Pero a veces el sujeto actúa de un
determinado modo, no tanto porque realice ahora un acto de voluntad preciso,
sino más bien a causa, en virtud de un acto de volición anterior. Aquel acto de
voluntad sigue operando ahora con su fuerza (“virtus”) en el operar del
individuo. Este acto es llamado voluntario virtual. En ocasiones se da también
un acto voluntario habitual, es decir, se actúa simplemente en función de un
acto de volición pasado y nunca rechazado.
b) La Opción fundamental
Esta última clasificación nos abre la puerta a la consideración de una dimensión
importante de la moralidad del sujeto humano.
Sin quitar nada del mérito de los tratados clásicos De actibus humanibus, hay
que anotar que se daba en ellos una visión “atomizada” del actuar humano y por
tanto también de la moral. La consideración reciente de la llamada “Opción
fundamental” ha servido para comprender mejor la profunda unidad del sujeto
moral y de la vida moral. Ayuda a ver que los diversos actos de un individuo no
son fenómenos aislados e inconexos, delimitados en su realidad puntual, sino que
son expresión, realización y proyección de un sujeto moral único que camina en
el tiempo actuando según una postura volitiva de fondo, estable, correspondiente
a su “opción fundamental”.
Aunque la tematización de esta dimensión de la moral haya sido reciente, la
realidad misma está plenamente presente en la visión de la moral presentada por
la Sagrada Escritura. Hemos recordado en el capítulo anterior cómo la moral de
Israel se centra en la llamada “cláusula fundamental”, fulcro de la Afianza
entre Yahveh y su pueblo: creer, aceptar, amar, obedecer a Dios y sólo a Él.
Todos los demás mandamientos, o “cláusulas particulares”, se basan en él, lo
expresan y lo realizan en la vida concreta de cada día.
Del mismo modo, Jesucristo hace una llamada “totalizante”, significada en la
categoría de la “sequela”: seguirle a él, imitarle, y de ese modo vivir en la
fidelidad a la voluntad del Padre. Las parábolas del tesoro escondido y de la
perla preciosa subrayan esa “totalización” de la invitación de Jesús a quienes
quieren pertenecer al Reino de Dios.
También S. Pablo presenta la vida del cristiano como algo totalizante, en el que
todo expresa el núcleo fundamental de su opción por Cristo. Ese núcleo es la
obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26). “Esa fe, que actúa por la caridad (cf. Ga
5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su “corazón” (cf. Rm 10, 10), y
desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6,
43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22)” .
La psicología moderna nos ayuda a comprender que, efectivamente, la persona
humana es un sujeto único y unitario en el que se da una orientación de fondo,
fundamental, que marca la dirección, el sentido, a los actos y decisiones que va
realizando particularmente a lo largo de los días. El individuo tiene una
concepción de la vida, de sí mismo, de lo que quiere ser y hacer... Esa
dirección vectorial de su vida se encarna y refleja luego en toda su
personalidad y en sus actos; configura su emotividad y guía sus decisiones
libres; marca la orientación de su existencia.
Normalmente, según parece, la opción fundamental se configura de modo casi
implícito a partir de voliciones particulares en las que va optando en su
interior por el bien o el mal, la generosidad o el egoísmo, Dios o su propio
ego... Va haciendo su opción de fondo, y con ella se va haciendo a sí mismo. Hay
que tener en cuenta que, de algún modo, toda decisión particular es, además de
la decisión por algo, una decisión por sí mismo: si decido perdonar, decido ser
uno que ha perdonado; si decido vengarme, decido también ser uno que se ha
vengado .
La opción fundamental es una realidad relativamente estable por su propia
naturaleza, pero puede sufrir variaciones, en cuanto que el hombre es un ser
temporal e histórico. Puede haber momentos “vértice” en la configuración de la
propia opción fundamental; puede haber también cambios radicales y rápidos en la
propia opción, como puede ser una conversión repentina y profunda. Pero lo más
normal es que se dé una línea de continuidad.
Ahora bien, la opción fundamental no “determina” de modo absoluto el actuar
humano. Es una orientación de fondo que “guía” los comportamientos del sujeto,
pero sin eliminar su libertad para elegir y hacer algo que va en sintonía con
ella o, al contrario, se opone a ella y la desdice. A través de sus diversas
decisiones particulares, el hombre puede reforzar su opción fundamental, como
puede también afinarla y especificarla ulteriormente; pero puede también
modificarla poco a poco, hasta llegar incluso a cambiarla del todo. Algo así
como quien va al timón de una barca orientada hacia el puerto, pero a base de
pequeños golpes de timón la desvía hasta dirigirla hacia un punto totalmente
diverso.
Estas consideraciones nos pueden ayudar a discernir críticamente algunas
teorizaciones un tanto extremas de la opción fundamental .
Por una parte, no la debemos reducir a una mera “opción trascendental” atemática
y primordial. Como hemos visto, la opción fundamental cristaliza normalmente a
partir de decisiones particulares en las cuales y a través de las cuales el
sujeto va decidiendo sobre sí mismo. En este sentido, podemos hablar plenamente
de una “moralidad de la opción fundamental”. Es decir, que la opción fundamental
no es solamente una “estructura” de la moralidad, sino que puede ser también
objeto de la responsabilidad decisional del hombre. Dicho con otras palabras,
puedo ser responsable de mi propia orientación vital de fondo, por el bien o por
el mal. No obstante los múltiples condicionamientos a los que me he encontrado
sometido, quizás fui yo quien eligió libremente esa dirección de fondo que he
dado a mi vida; y en ese sentido soy moralmente responsable de ella; así como
soy responsable de mantenerla o cambiarla, al darme cuenta, quizás, de su bondad
o maldad moral.
Por otra parte, no debemos separar radicalmente la opción fundamental y los
actos particulares realizados por la persona . He subrayado la continuidad entre
unos y otros en nuestra experiencia real de todos los días. Por ello mismo, la
persona entera puede expresar su adhesión al bien o el mal, tal como le es
presentado por su propia razón, en cada acto humano particular. Como decía, esos
actos particulares puede expresar coherentemente su opción fundamental, o puede
contradecirla, incluso radicalmente. El hecho de que su opción fundamental no
cambie, no significa que ese acto humano particular no esté connotado
moralmente, incluso de modo radical, en cuanto expresa una decisión plenamente
libre por el bien o el mal visto por la conciencia, y experimentado con ese
carácter de absolutez moral visto al hablar de la experiencia moral .
c) Las actitudes
Hay una tercera dimensión, además de los actos y de la opción fundamental, en el
actuar moral de la persona: sus actitudes. Una dimensión poco considerada, pero
importante, tanto para el análisis como para la vida moral.
El término actitud designa una “postura” física o, de modo figurado, una postura
anímica; es una disposición de ánimo en relación con alguna realidad. Podemos
identificar en una persona múltiples actitudes, de acuerdo con las múltiples
relaciones que ella tiene con diversas realidades. Solemos hablar en castellano
de “actitud ante...”. Es el modo de situarse anímicamente ante algo. Ante una
persona, un grupo, una nación, etc. Actitud ante el dolor o el amor, ante el
estudio, ante el sacerdocio, ante la amistad, ante Dios, ante la materia de
moral, etc. etc.
Las actitudes tienen cierto carácter de estabilidad, aunque pueden y suelen ser
modificadas mucho más fácilmente que la opción fundamental. De algún modo, las
actitudes expresan la opción fundamental, concretando aquella “postura
fundamental ante el todo”, en posturas concretas ante realidades particulares.
Por otra parte, ellas influyen directamente en los actos individuales de la
persona. Así como la opción fundamental orienta en general el comportamiento del
individuo, las actitudes provocan la tendencia a actuar de un modo específico.
De hecho, solemos comprender las actitudes de los demás precisamente a través de
sus actos, sobre todo cuando se repiten en una misma dirección, denotando la
postura del individuo ante determinada realidad. Según cómo se porte una persona
en relación con otra, o cuando entra en una Iglesia, etc. comprendemos su
actitud ante esa persona, o ante Dios...
Naturalmente, en buena parte las actitudes se deben a “ingredientes” que no
dependen de la libertad del sujeto, como su temperamento, su educación,
circunstancias contingentes, experiencias positivas o negativas... Pero, al
menos en algunas ocasiones, las actitudes que uno tiene ante alguien o algo,
pueden depender de su propio querer libre. Y en este sentido, el sujeto puede
ser responsable de sus propias actitudes. Desde el momento que en su conciencia
se da cuenta de que una determinada actitud es negativa o positiva (actitud de
desprecio, odio, rechazo, envidia, etc.; o al contrario, de acogida,
benevolencia, amor, etc.), y en la medida en que esa actitud depende de él, la
actitud en cuestión tiene una connotación moral.
Teniendo en cuenta que las actitudes pueden ser positivas o negativas (también
desde el punto de vista moral), que en parte pueden depender del sujeto, y que
pueden ser por éste libremente orientadas e incluso modificadas, comprendemos
que entran en el campo de la propia responsabilidad moral y deben ser
consideradas al analizar el comportamiento ético de la persona, así como al
plantearse el problema de su educación.
d) Los hábitos humanos
El dinamismo real del obrar humano incluye también el fenómeno de los hábitos.
Proveniente del vocablo latino “habitus” del verbo habere, el hábito indica, de
modo genérico, algo que se tiene por adquisición. Se trata de una disposición
estable que afecta a alguna de las facultades de la persona, facilitando su
ejercicio en un determinado tipo de actuación. Es sobre todo la repetición de
determinados actos lo que hace que la facultad que entra en juego en ellos vaya
adquiriendo una especie de “memoria” dinámica que la potencia en su capacidad de
realizar en el futuro esos mismos actos.
Los hábitos pueden afectar tanto a las facultades sensitivas como al intelecto y
a la voluntad. Cuando uno está aprendiendo a manejar, le parece casi imposible
poder coordinar los movimientos de los pies y las manos para cambiar de
velocidad, mantener la dirección con el volante, etc. Después de un tiempo de
práctica, le sale ya casi sin darse cuenta, mientras habla con quien viaja a su
lado. Ha adquirido un hábito que le facilita la ejecución de una serie de
operaciones. Cuando un alumno se dedica con intensidad al estudio de las
matemáticas forma un hábito que le permite analizar los problemas con agilidad y
exactitud, mientras quizá le cueste enormemente expresarse con soltura, como
hace su amigo que estudió humanidades clásicas, y a quien las matemáticas le
parecen un misterio. No se trata de que uno se vuelva más inteligente, ni de que
simplemente ha adquirido nuevos conocimientos. Se trata de que, por así decir,
su facultad intelectiva “ha aprendido” a operar de cierto modo en cierto tipo de
actos.
El hábito puede designar también un determinado comportamiento estable por parte
de un individuo, una costumbre “habitual”. Uno tiene el hábito de silbar por los
pasillos, otro ha formado el hábito de guardar silencio, el otro tiene el hábito
de dormir con la ventana abierta...
Se comprende fácilmente que la adquisición, el cambio, el mantenimiento, el
potenciamiento... de los hábitos (tanto en cuanto perfeccionamiento de una
facultad como en cuanto costumbre), influye, a veces decisivamente, en nuestro
actuar cotidiano. Por otra parte, igual que sucede con los actos, el sujeto
puede ser la causa, el responsable de sus propios hábitos. Se enciende entonces
que hay en ello una dimensión moral.
Desde el punto de vista objetivo, la moralidad de los hábitos tiene que ver con
su contenido mismo, o con sus consecuencias en el comportamiento del individuo.
Dado que los hábitos se forman por repetición de actos, y que consisten en la
facilidad de obrar de un determinado modo, entendemos que puede haber hábitos en
sí moralmente buenos o moralmente malos. No es lo mismo tener el hábito de decir
la verdad que haber formado el hábito de mentir; no es igual el hábito
autocontrolarse ante las ofensas verbales que el hábito de ofender verbalmente
al prójimo. Hay, pues, hábitos que nos ayudan a obrar el bien y otros que lo
dificultan o que incluso facilitan la realización de actos inmorales. A los
primeros los llamamos virtudes, a los segundos vicios .
Desde el punto de vista subjetivo habría que tener en cuenta el índice de
responsabilidad que cada sujeto tiene en la formación y mantenimiento de sus
hábitos buenos o malos. A veces se forman por repetición de actos casi
mecánicos, sin que uno se dé cuenta. Otras veces el individuo reitera
conscientemente unos actos que le hacen responsable de los hábitos que fraguan
en él. Otras los forma incluso deliberadamente, como cuando alguien se esfuerza
por formar el hábito virtuoso de hablar bien de los demás; o, al contrario,
lucha contra el vicio de criticar. Hay que tener en cuenta también que
frecuentemente un determinado hábito puede llevar al sujeto a actuar de cierta
manera con menor consciencia y voluntad, como por un mecanismo del que no es del
todo responsable. La consideración del hábito que le lleva a actuar así podría
ayudar a comprender su menor responsabilidad moral respecto a un determinado
acto. Pero habría que considerar también lo dicho antes sobre los actos
“voluntarios in causa”: quizás esa persona es culpable de haber formado ese
hábito que ahora le lleva a actuar de ese modo.
e) Cuatro expresiones del actuar humano
Acto humano, Opción fundamental, Actitudes, Hábitos. Se trata de cuatro
expresiones complementarias, e íntimamente unidas, del actuar humano. El acto se
refiere a cada actuación puntual y específica; las otras tres se fijan en el
sujeto que actúa, en su disposición de fondo o en sus posturas particulares y
transitorias, en los mecanismos que facilitan o dificultan su actuar. Al final
sale a relucir, por una parte, la unidad de la vida moral de la persona; y por
otra el hecho de que, en el fondo, toda la vida moral se refiere, como decíamos
antes, al actuar libre, y por ello responsable, del sujeto.
Podríamos decir que la vida moral es un movimiento dinámico que se articula en
dos líneas que confluyen en el acto humano. Por una parte, la Opción Fundamental
establece una dirección en el sujeto, a partir de la cual éste va formando
diversas actitudes ante las diversas realidades, las cuales le inclinan a actuar
de uno u otro modo. Por otra parte, sus facultades y potencias se van
enriqueciendo en su capacidad de actuar según los diversos hábitos, de modo que
el sujeto llega a obrar más fácilmente de uno u otro modo.
Sólo teniendo esto en cuenta podremos evitar reducir la moral a una serie de
actos aislados e inconexos; o, por el lado opuesto, a una vaga “opción
trascendente”, desligada de las opciones reales de cada día.
Los factores de la moralidad
Al hablar del “acto humano” me he referido a él como si fuera una realidad
simple. Ahora debemos adentrarnos en él para considerar que es más bien una
realidad compleja y que los elementos que lo componen deben ser atentamente
considerados para su evaluación moral.
En efecto, cuando una persona actúa, su acto tiene siempre un propio objeto
intencional; pero sucede además que el sujeto quiere realizar ese objetivo
porque está motivado por un determinado fin; y, en tercer lugar, actúa siempre
en medio de una serie de circunstancias, que pueden connotar su acción en un
sentido o en otro.
Estamos hablando de los tres clásicos “factores de la moralidad”, o “fuentes de
la moralidad”. Es decir, la moralidad positiva o negativa de un acto humano está
relacionada, más aún, depende del objeto, el fin y las circunstancias implicadas
en la acción.
Consideramos en primer lugar el último de los factores, que presenta menos
problemas teóricos. Las circunstancias son elementos que configuran externamente
la realidad del acto. Nunca se realiza un acto humano fuera del espacio y del
tiempo, y de condiciones que de un modo u otro dan una coloración moral al
mismo. Al considerar una acción podemos preguntarnos: quién, cómo, dónde,
cuándo, con quién, con qué medios, etc. ha actuado.
Algunas circunstancias son moralmente “neutras”, como el hecho de que quien roba
lo haga un lunes o un jueves. Otras, que podemos llamar “moralizantes”,
configuran moralmente una acción que, de no ser por esa circunstancia, no sería
ni buena ni mala, como la circunstancia de que quien escala una montaña (acción
en sí a-moral) esté gravemente enfermo del corazón y ponga de ese modo en
peligro su salud. Otras circunstancias son llamadas “especificantes”, en cuanto
que definen la especie de un acto; cuando alguien mata al propio padre, ese
homicidio es llamado específicamente “parricidio”; cuando alguien roba un objeto
sagrado, el acto es -además de un hurto- un “sacrilegio”. Finalmente, algunas
circunstancias son “atenuantes o agravantes”, según den mayor o menor peso moral
al bien o mal realizado con un determinado acto; no es lo mismo robar a un
millonario que a una pobre viuda; no es lo mismo herir a otro en un momento de
ira incontrolable provocada por una agresión, que hacerlo con alevosía y
premeditación, sin ninguna provocación por su parte de la víctima.
Pero el problema principal en este punto está en la consideración de los otros
dos “factores”, el objeto y el fin. Y más concretamente, el problema de la
importancia moral del objeto y el fin, en la acción humana. Una visión
equilibrada de esa relación nos permitirá evitar tanto el “objetivismo moral”
(lo único que cuenta moralmente es el tipo de acción realizada), como el
“subjetivismo moral” (lo único que cuenta es el fin, la intención del sujeto).
En este problema se centra una de las más agudas discusiones entre los
moralistas de hoy; y a él dedicó Juan Pablo II buena parte de sus reflexiones en
su encíclica Veritatis Splendor .
Para entender mejor lo que entendemos por objeto y fin de un acto pongamos un
ejemplo sencillo: un señor está trabajando junto a su mesa, juntando piezas de
reloj. Me pregunto, ¿cuál es el fin de su trabajo, de esas operaciones que
realiza con esos materiales? Está claro: hacer un aparato que marca la hora y
que llamamos reloj. Ese es el finis operis, el fin de la obra que realiza. Pero
luego me pregunto: ¿y por qué está haciendo un reloj? ¿Cuál es el fin del
relojero? La respuesta podría variar: ganar dinero, o pasar el rato, o hacer un
regalo a un amigo... Pero sé que, aparte del fin de la obra que él realiza, el
relojero mismo tiene algún fin que le mueve a actuar. Ese es el finis operantis,
el fin de quien obra.
El objeto: es aquello que el sujeto quiere realizar con su acto. Podemos decir
que el objeto coincide con el finis operis, aquello a lo que tiende la acción
del sujeto, “el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto
del querer de la persona que actúa” (VS 78). No nos referimos, pues, al
“objeto” en sentido material, sino al “objetivo”, a lo intencionado por el
sujeto que actúa. Si yo me llevo el portafolios de otro para quedarme con él, el
objeto de mi acción no es simplemente esa pequeña maletita y lo que contiene; el
objeto es la apropiación de la misma por parte mía, sin el consentimiento de su
dueño actual; es decir, robarme el portafolios y lo que contiene.
El fin: es el motivo en vista del cual el sujeto quiere realizar el acto. Se
trata del finis operantis. El relojero hace relojes para ganar dinero, o quizás
para pasar el tiempo... Yo me apropio del portafolios del otro para quedarme con
el dinero que lleva dentro, o quizás para ayudar con él a los pobres...
Ahora bien, ¿cuál de los dos factores, fin y objeto, determina la moralidad del
acto humano? Si ambos, ¿en qué modo y medida lo hacen uno y otro? En ocasiones,
fin y objeto coinciden en la intencionalidad del sujeto: quiere robar para
quedarse con el dinero del otro. En esos casos, bastará analizar moralmente el
objeto de la acción para comprender la moralidad de la acción misma y del
sujeto.
Pero a veces fin y objeto no coinciden: el sujeto roba con la finalidad de
ayudar a los pobres, por ejemplo. Esta dicotomía entre objeto y fin es
frecuente, en cuanto que la persona humana suele tener o poner fines correctos y
hasta nobles en el horizonte de sus actos. Son pocos los que quieren el mal sin
justificarlo con una “buena intención”.. La mujer que piensa en el aborto dice
que es para que no sufra la pobre creatura, o por el bien de los hijos que ya
tiene; el terrorista pone una bomba en un mercado lleno de gente porque con ello
pretende colaborar con la noble causa de su grupo en lucha....
Como en una especie de reacción pendular contra el objetivismo moral del pasado,
bastantes autores subrayan hoy tanto la importancia de la intención o fin del
sujeto, que llegan a eliminar casi por completo la consideración del objeto de
los actos como un componente de la moralidad del acto, cayendo de ese modo en un
subjetivismo tan pernicioso como su extremo contrario. En la VS, el Papa pone en
guardia contra esta tendencia, denunciando vigorosamente las corrientes morales
que se agrupan bajo la denominación de “teleologismo”.
Según esa visión, la moral de un acto humano no depende tanto su objeto cuanto
del fin (telos) que persigue el sujeto. En esa consideración, lo que cuenta es
la evaluación de las consecuencias positivas o negativas del acto (“consecuencialismo”);
algunos subrayan la necesidad de que las consecuencias positivas sean
proporcionalmente mayores que las negativas para que el acto sea correcto
(“proporcionalismo”). El objeto del acto no posee en sí ninguna connotación
moral, sino que se refiere a lo que algunos autores llaman “bienes pre-morales”.
Es precisamente la consideración de los bienes o males pre-morales puestos por
el acto lo que determina la moralidad de la intención o fin del sujeto, y por
tanto del acto mismo.
No podemos ahora detenernos a describir y analizar cabalmente estas corrientes.
Nos interesa solamente anotar que no es correcto despojar al objeto del acto
humano de su connotación moral. Hay una moralidad, positiva o negativa, en los
objetos de ciertas acciones, como el matar a un inocente, el ayudar al
necesitado, etc. La moralidad del acto, en sentido estricto, se da en la acción
misma (si no hay acto humano no hay moralidad), pero la acción está ya connotada
moralmente por su propio objeto, además del fin por el que el sujeto la realiza.
Ciertamente, no es nada fácil definir cuál es exactamente el “peso” del fin y
del objeto en la cualificación moral de un acto. Ya S. Tomás parece encontrar
cierta dificultad para mantener el equilibrio entre esos dos componentes de la
acción. En la cuestión 18 de la I-I de la Summa, afirma primero que “la
primera bondad de un acto moral proviene del objeto” (art. 2); luego declara
que dado que el fin es causa de las acciones, “las acciones humanas... tienen
razón de bondad que procede del fin del cual dependen, además de la bondad
absoluta que hay en ella” (art. 4). Después profundiza en la relación entre
ambos, distinguiendo el acto interior voluntario, cuyo objeto es propiamente el
fin, del acto externo, que recibe su especie del propio objeto. Pero, dado que
“los actos externos solamente tienen razón de moralidad en cuanto son
voluntarios”... “la especie de un acto se considera formalmente según el fin
y materialmente según el objeto del acto exterior” (art. 6).
Ahora bien, hay que recordar que la moralidad de un acto humano reside en la
adhesión libre de la voluntad al bien/mal percibido por la razón : “En los actos
humanos el bien y el mal se dicen en relación a la razón” . Por lo tanto hay que
ver que cada uno de los tres “factores de la moralidad” se encuentra en una
relación directa con la razón, y que por ello ésta puede ver conforme o
contraria a sí misma, razonable o irrazonable (moral o inmoral), tanto el fin
como el objeto de la acción, teniendo en cuenta las circunstancias que la
rodean. Si mi razón me presenta un fin determinado como contrario a ella y yo de
todas formas lo quiero, mi voluntad se adhiere libremente al mal que me presenta
la razón; e igualmente sucede si la razón me presenta como contrario a ella el
objeto de la acción, aunque yo lo considere sólo como medio para lograr un fin
bueno: querer ese medio (objeto de la acción) significa querer el mal
identificado en él por mi razón.
En realidad, aunque nosotros los separamos mentalmente para analizarlos, los
tres “factores de la moralidad” están intrínsecamente ligados en cada acto
humano real. Como un autor señala, podemos hablar de un “objeto global” del acto
humano, que incluye los tres “factores”. Es decir, cuando decido realizar un
determinado acto, mi voluntad quiere todo lo que está implicado en él, según me
es presentado por la razón: quiero esto, por ese fin, en estas circunstancias.
La moralidad del acto proviene de la interrelación de esos tres elementos en su
relación con la razón y en cuanto queridos por la voluntad libre.
Esa es la razón de fondo del dicho clásico: “bonum ex integra causa, malum ex
quocumque defectu”. Un acto humano es bueno cuando la voluntad se adhiere al
bien y solamente al bien que la razón le presenta en su comprensión del “objeto
global”; la acción es mala cuando la voluntad se adhiere al mal que la razón ve
en uno cualquiera de los tres elementos o factores que la componen.
Es también esa la fundamentación de otro aforismo clásico: El fin no justifica
los medios. No los justifica, en sentido moral, porque, aunque la voluntad se
adhiera al bien visto en el fin, el medio -objeto de la acción concreta- es
igualmente querido; y por lo tanto, si la razón comprende que el medio es en sí
inmoral y el sujeto lo quiere, aunque sea sólo como medio para el fin bueno, la
voluntad del sujeto se adhiere a ese mal .
Diversa es la actuación del principio del doble efecto. Hay situaciones en las
que el sujeto tiene que actuar en vista de un fin bueno e importante, utilizando
un medio bueno o indiferente, pero con la conciencia de que de su acción se
seguirá también un efecto colateral y secundario que en sí es negativo, y que
debería ser evitado si se pudiera. Es el caso, por ejemplo, de un médico que,
para salvar la vida de una mujer (fin bueno e importante) se ve obligado a
extirparle los ovarios, dejándola de este modo estéril (efecto negativo).
Para ayudar a discernir correctamente en esos casos, se ofrecen algunas
condiciones, sin las cuales no se puede decir que el sujeto no ha querido el
efecto negativo de su acción. En primer lugar, el efecto negativo no debe ser el
medio para lograr el fin, por lo que hemos dicho hace un momento: el medio es
querido efectivamente por el sujeto, en cuanto medio. En segundo lugar, el
efecto negativo no debe ser querido, sino solamente “tolerado”; es decir, el
efecto no se deberá a la intención del sujeto, sino que sucederá “contra su
voluntad”.. En tercer lugar, se debe constatar que no exista un modo alternativo
para lograr el mismo fin evitando el efecto secundario. Si existiera esa
posibilidad y el sujeto optara por la acción que provoca el efecto secundario,
significaría que el sujeto realmente lo quiere. En cuarto lugar, debe haber una
proporción aceptable entre el fin bueno que se persigue y el daño provocado por
el efecto colateral.
En el fondo, la acción realizada de acuerdo con este principio es moralmente
aceptable porque en la voluntad del sujeto hay solamente adhesión al bien visto
en el fin; el mal del efecto secundario es solamente tolerado, en cuanto no se
puede evitar sin provocar la pérdida del fin, cuya importancia se supone
justifica ese efecto negativo, como en el ejemplo de la consecuencia de una
situación de esterilidad para salvar la vida de la enferma.
Otro problema muy actual, estrechamente ligado a nuestro tema, es el de la
existencia de actos intrínsecamente malos y de normas morales absolutas.
Los autores que siguen el consecuencialismo la niegan firmemente. Si la moral de
los actos no depende en nada de su objeto, sino solamente de las intenciones del
sujeto en vista de las consecuencias positivas y negativas de su acción, está
claro que no podemos hablar de “actos intrínsecamente malos”. Cualquier acto,
aun aquél que en principio nos pueda parecer más gravemente inmoral, podría ser
bueno en un determinado caso, de acuerdo con las buenas intenciones del sujeto y
teniendo en cuenta las consecuencias buenas del acto previstas por él antes de
actuar. Por ello, tampoco podemos hablar de “normas absolutas”; en todo caso se
aceptará la existencia de normas más o menos universales, válidas “ut in
pluribus”, pero no necesariamente en toda ocasión.
Pero, como he recordado arriba, el objeto propio de un acto es lo primero que lo
especifica moralmente; porque el objeto se encuentra en una relación directa
propia con la razón moral, de modo que ésta la ve como bueno o malo en sí,
independientemente de la intención del sujeto y de las consecuencias
previsibles. Ahora bien, si hay actos que tienen como objeto propio algo que va
directa e intrínsecamente contra el bien de la persona humana (de quien actúa o
de otra) , esos actos serán intrínsecamente malos desde el punto de vista moral.
Y las normas que los prohíben moralmente serán normas morales absolutas, es
decir, no relativas a la situación, la intención del sujeto, las consecuencias.
Así, “no se debe matar nunca a un ser humano inocente” es una norma moral
absoluta, que prohíbe moralmente un acto que es intrínsecamente malo: malo en sí
y por sí, y no en función del por qué es realizado, o de sus posibles
consecuencias.
Esto no significa, naturalmente, que la intención y la consideración de las
circunstancias, no tenga ninguna importancia en la consideración moral de los
actos. Lo hemos recalcado antes. Quiere decir más bien que, además de la buena
intención -fin bueno- el objeto del acto tiene que ser también bueno para que lo
sea el acto en su totalidad.
Se habla de actos intrínsecamente malos y no de actos intrínsecamente buenos,
porque no se puede decir que un acto es bueno solamente en función de su objeto:
hay que analizar el fin de quien actúa; al contrario, sí se puede decir que un
acto es malo solamente por su objeto, a pesar del eventual buen fin de quien
actúa.
Con estos apuntes, breves, sobre algunos puntos especialmente candentes en la
discusión moral actual, hemos cerrado la consideración de la “estructura
antropológica de la moral”.
Hemos visto que la experiencia moral no se debe a fenómenos externos a la
persona humana, sino a su misma realidad como persona, es decir, como sujeto
libre, espiritual, responsable de sus actos, y responsable de realizarse de
acuerdo con su propio modo de ser, en cuanto ser humano. Hemos visto también que
la moralidad que el hombre experimenta se refiere a su “actos humanos”, es decir
conscientes y libres; y que esos actos se dan en el trasfondo de una opción
fundamental y una serie de actitudes y de hábitos, de los que también él puede
ser moralmente responsable. Finalmente, hemos analizado los tres elementos que
componen la moralidad de un acto: su objeto propio, el fin del sujeto que lo
hace, y las circunstancias que lo rodean, en cuanto conocidas por el sujeto.
Visto todo esto, tenemos que pasar a considerar cómo Dios llama al hombre a la
vida moral. Y comenzaremos viendo que le llama ante todo precisamente a través
del modo de ser de la persona, creada por él tal cual es.
Lecturas complementarias
CEC 1731-1737; 1743-1746; 1749-1775, 2563
VS 48, 65-68, 71-83, 90-97
EV 54, 57, 58, 62, 65, 66, 68, 75
HV 14
Sto. Tomás, S.Th., I-II, q. 18, a. 5
Autoevaluación
1. ¿Cuál es la diferencia entre los así llamados “actos humanos” y “actos del
hombre”?
2. ¿Hay moralidad en los “actos del hombre”? ¿Por qué?
3. ¿Por qué querer hacer algo malo está mal si no se “ha hecho” nada?
4. ¿Por qué una omisión puede ser pecado si no se “ha hecho” nada?
5. Supongamos que una persona en condiciones de completa embriaguez comete, por
ejemplo, sin ser consciente de ello un asesinato. Dado que no era consciente y
libre, ¿es responsable de ello?
6. ¿Cómo podemos definir la “opción o elección fundamental”?
7. ¿Puede el hombre actuar en contra de su “opción fundamental”?
8. ¿Por qué son importantes las actitudes?
9. ¿Qué importancia tienen los hábitos para la vida moral de la persona, y en
qué sentido puede haber una moralidad en relación con ellos?
10. ¿A qué llamamos factores o fuentes de la moralidad y cuáles son?
11. Define el “objeto” del acto.
12. ¿En qué consiste la corriente moral denominada “teleologismo”?
13. ¿Qué factor de la moralidad del acto dejan fuera las corrientes teleológicas
consecuencialistas y proporcionalistas? ¿Por qué?
14. ¿Por qué el fin no justifica los medios?
15. ¿A qué llamamos “objeto global” del acto humano?
16. ¿Puede ser moralmente bueno un acto si alguno de sus “factores” es malo?
17. ¿Cuáles son las condiciones para que se pueda actuar según el principio del
doble efecto?
18. ¿Por qué es aceptable moralmente el principio del doble efecto, siendo así
que se produce un efecto negativo?
19. ¿Qué se quiere decir con la expresión “actos intrínsecamente malos”?
20. ¿Qué son las normas absolutas morales o “absolutos morales”?
Para la reflexión y discusión
1. Una persona mata a un enemigo suyo para vengarse. Otra persona hace lo mismo,
no teniendo otra alternativa, para defenderse de quien lo quería matar a él.
Ambas personas han matado a otra. En el primer caso se ha realizado una acción
moralmente mala y en el segundo caso no. Parecería, pues, que la buena intención
puede justificar acciones malas en sí mismas: los dos han realizado el mismo
acto (matar), pero uno de ellos con una buena intención (“para defenderse”).
Parecería, también, que no existen actos intrínsecamente malos ni normas morales
absolutas, ya que pueden darse excepciones como la del ejemplo.
Los casos no son tan raros: una mujer se opera para no tener más hijos y otra
para remover un tumor canceroso. Supongamos que en ambas se realiza el mismo
tipo de operación. La primera mujer habría obrado mal; la segunda bien. ¿Lo
único que diferencia sus acciones es la intención?
Un último ejemplo: una mujer casada toma píldoras anticonceptivas para no tener
más hijos; otra para defenderse de una probable agresión de soldados enemigos
que están entrando en la ciudad. De nuevo parece que la intención viene a
justificar acciones malas. ¿Por qué en el primer caso se realiza una mala acción
y en el segundo no?
2. Acabada la segunda guerra mundial se juzgó en Nüremberg a los criminales de
guerra nazis. Algunos médicos que colaboraron en la experimentación y en los
asesinatos de judíos se excusaron diciendo que si no lo hubieran hecho ellos, lo
hubieran llevado a cabo otros de todas formas, y que su presencia y su acción
fue, en conjunto, benéfica porque, dentro de sus posibilidades, trataban de
salvar al mayor número posible de prisioneros y de matar a los menos posibles.
Si hubieran dejado su puesto a otros, éstos habrían matado a más personas. Los
jueces dictaron una sentencia en su contra. ¿No era cierto que gracias a ellos
se salvaron muchos seres humanos?, ¿que, teniendo en cuenta la situación
concreta, actuaron responsablemente obteniendo las mejores consecuencias
posibles?
Otro hecho parecido. Una enfermera relata sus experiencias en un campo de
concentración alemán. Cuenta que cuando nacía un bebé, los soldados mataban a
éste y a la madre. Si el bebé nacía muerto dejaban con vida a la madre. Así que
ella misma, que se encargaba de los partos, mataba a los bebés para que al menos
se salvara la madre. Reconoce que era una acción salvaje, pero que “no le
quedaba otra alternativa; al menos se salvaba la madre; sería peor que murieran
los dos”.
¿Es verdad que no tenía otra opción? ¿Quedan justificados los abortos que
realizó? ¿Sopesando las consecuencias de su acción, no es verdad que fueron
proporcionalmente mayores los beneficios? ¿No se daba en estos casos, como
argumentan algunos moralistas, un conflicto entre diversos bienes premorales y
diversas normas morales: pocas vidas - muchas vidas; no matar - salvar la vida?