VIDA ESPIRITUAL

Mons. Luis Ma. Martínez
Arzobispo Primado de México

 

INDICE GENERAL

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE: LOS SENDEROS DE LA VIDA ESPIRITUAL 

I Paradojas Divinas 

II Confianza, a pesar de todo 

III Fortaleza y Suavidad 

IV Las tres etapas del dolor 

V Amor y Fecundidad 

VI Perfume y Amargura  

SEGUNDA PARTE: LOS SECRETOS DE LA VIDA ESPIRITUAL 

I Necesidad de la vida interior 

II La clave de la vida interior 

III La Fe 

IV La Fe siempre descubre a Dios 

V La vida de Fe 

VI Los Caminos de Dios 

VII Ventajas de la desolación 

VIII Cómo aprovechar la desolación 

IX Amar la desolación 

X La Fe oscura  

TERCERA PARTE: LAS CIMAS DE LA VIDA ESPIRITUAL.  

I ¿Para qué sirven los contemplativos? 

II El modelo de la vida contemplativa 

III El matrimonio espiritual 

IV La transformación en Dios 
 


 

 

INTRODUCCIÓN

«Salió el sembrador a sembrar su semilla,»

Yo he visto la encantadora escena... En el regocijo de la alborada, cuando el cielo se llena de colores y la tierra de armonías, sale el sembrador a esparcir su semilla. Sobre el surco recién abierto, sobre el surco húmedo y cálido, camina lentamente, rítmicamente, con ritmo tan preciso, que parece un autómata.

Se diría que sus ojos miran, más que la lejanía del horizonte, la lejanía del porvenir; que en sus labios se dibuja la sonrisa de la esperanza, que al compás melancólico del cántico vago de la Naturaleza que despierta, sueña su espíritu en la futura, en la mies riquísima que producirá la tierra fecunda.

Su mano esparce el trigo con maestría inimitable; sobre los negros terrones, al caer los rubios granos, semejan, al esplendor del sol naciente, luminoso abanico de oro.

Uno tras otro se precipitan sobre el surco los puñados de trigo, mientras los campos se van llenando de luz y revolotean sobre las sementeras millares de tordos muy negros, muy parleros, muy inquietos.

Los granos de trigo sepultados en la tierra morirán, que la muerte es la condición indispensable de la vida; morirán para renacer. De cada uno de ellos surgirá un tallo vigoroso y lozano, y de cada tallo multitud de espigas cuajadas de fruto.

Entre los sagrados monumentos del arte helénico, en las calles de Atenas, emporio de la antigua civilización, camina con majestad un hombre: brilla en sus ojos una luz celestial y brotan de sus labios -como exquisita miel hiblea- palabras llenas de profundidad y de unción.

En el seno de la corrompida sociedad ateniense esparce Sócrates la semilla de la palabra, la semilla de la verdad. Germina tal vez en el fondo de su alma el soplo sobrenatural de arcano espíritu; se desarrolla quizá en el misterio de su éxtasis, crece al calor de sus hondas meditaciones... ¡Quién sabe!

Un día salió el filósofo con el alma henchida de la semilla celestial; sobre el surco infecundo prodigó el áureo abanico de su palabra. Iluminó muchos espíritus, transformó muchos corazones, provocó muchas disputas, mientras sus ojos escrutaban la lejanía de los siglos y se dibujaba en sus labios la sonrisa de una esperanza inmortal.

La palabra de Sócrates murió para renacer. A su mágico influjo surgieron Platón y Aristóteles, y en ellos, como tronco robusto y secular, injertó la Iglesia en los siglos medios la gigantesca síntesis escolástica, la gloriosa síntesis que no morirá jamás.

¿Qué tiene la palabra humana que así dura, que así se transforma, que así se multiplica? Dios puso en ella la vida y la esperanza.

Del seno misterioso del Padre y del seno virginal de María salió, en medio de los esplendores de la santidad, el verdadero, el único sembrador: Jesús.

Sobre el surco ingrato del linaje humano, donde no germinaban sino espinas y abrojos, vino a sembrar sus palabras de vida eterna, su semilla, la única fecunda, la única que no muere, porque la semilla es la palabra de Dios.

A decir verdad, la semilla de los campos y la semilla de las almas, el trigo del labriego y la palabra de Sócrates, son siempre, un reflejo, una imagen, una resonancia del Verbo de Dios. ¿Pueden venir de otra parte la fecundidad y la vida?

No hay más que una semilla: la palabra de Dios. Todo lo demás es figura o es trasunto; la frase bíblica en el pleno sentido sólo es aplicable a Jesús:

Treinta y tres años sembró sobre la tierra el Divino Sembrador. Sembró silenciosamente en Nazaret, dulcemente en la montaña, prodigiosamente en Tiberiades, gloriosamente en el Tabor, inefablemente en el Cenáculo, dolorosamente en Getsemaní y en el Calvario. Su semilla es única y múltiple, como dicen los libros Santos: única, porque es el Verbo de Dios; 2 Colosenses 1, 17; múltiple, porque en ese Verbo está todo luz, amor, consuelo, esperanza, felicidad.  

Tres frutos divinos brotaron de la divina semilla: el Evangelio, la Eucaristía, la Iglesia; un prodigio de luz, una maravilla de amor, un milagro de fortaleza; y esos tres frutos preparan y contienen el fruto supremo: la vida eterna.

¡Qué pequeño parece el hombre ante la majestad de Dios!

En pos del Divino Sembrador va una pléyade incontable de sembradores que siguen esparciendo sobre la tierra la divina semilla, una y múltiple.

Todos siembran la palabra; cada uno la toma bajo su propio aspecto: las vírgenes son sembradoras de pureza; los mártires, de sacrificio; los doctores, de sabiduría. Unos siembran con su palabra, otros con su ejemplo, éstos con sus sudores, aquéllos con sus lágrimas o con su sangre.

"¿Quién es este sembrador de palabras?", decían los atenienses en el Areópago al escuchar a San Pablo. El Apóstol es el tipo del sembrador de palabras de vida. Recorrió la tierra esparciendo su semilla. ¡Cuántas fatigas, cuántos peligros, cuántos sufrimientos para realizar el milagro de su siembra grandiosa y fecunda!

Hace veinte siglos salió a derramar su semilla, y la derrama aún; hace veinte siglos que resuena en el mundo la palabra vigorosa de San Pablo.

Yo también soy sembrador, y salgo a esparcir mi semilla, la mía, la que nació en el fondo de mi corazón, puesta allí por Jesús y por Él bendecida y fecundizada: la semilla de San Pablo, la semilla de Cristo, pero hecha mía.

Yo también salgo por el mundo a derramar mi semilla regando el surco con mis sudores y con mis lágrimas.

Y mientras cae en las almas la fecunda semilla, mi espíritu contempla la lejanía del porvenir, sueña en la mies dorada, la mies riquísima que alguien habrá de recoger... ¡Dios ponga en mis palabras la esperanza y la vida!

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

LOS SENDEROS DE LA VIDA ESPIRITUAL

 

I PARADOJAS DIVINAS

 

Hay en la vida espiritual divinas paradojas que desconciertan no solamente a los mundanos, sino hasta a las almas piadosas cuando no están bien instruidas, sobre todo con esa instrucción del Espíritu Santo que nunca falta a las almas de buena voluntad, y de la que dice la Escritura: «Bienaventurado aquel a quien tú mismo instruyes y enseñas acerca de tu ley»

De una de esas paradojas, importantísima y fundamental por cierto, voy a hablar en este capitulo.

Que la vida espiritual sea una ascensión constante, es indudable, porque la perfección consiste en la unión con Dios, y Dios está por encima de todo lo creado. Para llegar a Dios, hay que subir; pero la paradoja que señalo consiste en que el secreto para subir es bajar.

San Agustín, con su estilo peculiar, expone así esta paradoja:

"Considerad, hermanos, este grande prodigio. Excelso es Dios: te elevas, y huye de ti; te humillas, y desciende a ti".

Lo mismo enseña San Juan de la Cruz, de manera pintoresca, en la portada de su libro Subida del monte Carmelo, de la que únicamente copio estos versillos:

Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.

Y ¿cuál es el fundamento del prodigioso caminito enseñado a las almas en los tiempos modernos por Santa Teresa del Niño Jesús, sino una manera sencilla, dulce y profunda de bajar, para que el alma sea levantada por el divino elevador de los brazos mismos de Jesús?

Todo esto y mucho más que pudiera citarse no es sino el comentario de aquellas palabras de Jesús: "Todo el que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado" 3 Lc 14, 11.

Clara y conocidísima es esta doctrina, pero constantemente olvidada en la práctica, no tan sólo por los obstáculos que ponen siempre las pasiones cuando se trata de vivir conforme a las santas doctrinas, sino porque las almas se desconciertan por esta divina paradoja aun en sus mismos juicios.

Hay, en efecto, la tendencia natural a juzgarle las cosas divinas con el criterio humano; a eso atribuye Santo Tomás de Aquino nuestras desviaciones del bien, porque dice: el hombre «quiere medir las cosas divinas según las razones de las cosas sensibles».

Y esto explica la razón de estas paradojas y el frecuente desconcierto de las almas, aun conociendo la doctrina.

Este bajar para subir, que es el fondo de la humildad, parece natural y humano en sus primeras etapas, y así pudo decir Jules Lemaitre que: «La humildad no es solamente la más religiosa, sino también la más filosófica de las virtudes. Resignarse a no ser sino lo poco que se es y temer pasar los límites de ese poco, ¿no es el coronamiento de la sabiduría?»

Pero la humildad cristiana, sobre todo en su perfección, sobrepasa la humildad filosófica, como el Cielo a la tierra, y si en los principios el descenso de la humildad cabe en los estrechos moldes de la razón humana, poco a poco se desborda de tan mezquino cauce y desconcierta al espíritu humano.

En la vida espiritual, las almas bajan con mayor o menor trabajo, pero convencidas de que deben bajar; mas al llegar a cierto limite se desconciertan y se cansan de bajar; les parece que andan engañadas y que ya debía llegar el tiempo de subir, porque ignoran que en este camino espiritual se sube siempre bajando, y que para llegar a la cumbre el alma no debe cansarse nunca de bajar. Entiéndase bien, NUNCA, porque de la misma manera que en los principios de la vía purgativa, en las cumbres de la unitiva el secreto único para subir es bajar.

  Con la luz de Dios, el alma va contemplando más y más su miseria y hundiéndose en ella, y en cada nueva iluminación le parece que ya llegaron sus ojos al fondo de su nada.

¡Ah!, nuestra miseria no tiene fondo, y solamente la mirada de Dios puede sondear las íntimas profundidades de ese abismo; a nosotros nos quedan siempre nuevas revelaciones de nuestra nada, aunque vivamos mucho tiempo y recibamos a raudales la luz de Dios.

Siempre podemos bajar más, siempre podemos hundimos más hondamente en nuestra miseria; y en la medida en que bajamos subimos, porque nos acercamos a Dios, porque desde abajo se mira mejor a Dios y se disfruta más dulcemente de sus caricias y se siente más íntimamente el encanto de su divina presencia.

Pero queda siempre en el fondo de nuestro espíritu la tendencia a medir las cosas divinas con nuestro criterio humano, y nos desconcertamos en cada nueva revelación de nuestra miseria, y quisiéramos cerrar nuestros ojos para no verla; como esos enfermos que no quieren conocer su mal, como si no conocerlo fuera no tenerlo, como si el conocimiento de la enfermedad no fuera el principio de una seria curación.

Por eso las almas se desconciertan con las tentaciones, con las desolaciones y arideces, con las faltas y con todo aquello que les produce la impresión de que bajan. ¡Ah!, ellas quisieran subir, porque quieren llegar a la cumbre, porque quieren unirse a Dios, y al sentir que bajan por el impulso de las tentaciones, por el peso de sus faltas, por el vacío de sus desolaciones, se desconciertan y angustian, porque olvidan las divinas paradojas de la vida espiritual.

Afortunadamente, Dios no hace caso de nuestras protestas y nuestros gritos de angustia, y vierte sobre nosotros esas gracias siempre preciosas y a la vez terribles que llevan consigo las tentaciones, las desolaciones y aun las faltas; como una madre, a pesar del llanto y de los esfuerzos de su niño, le aplica resueltamente la penosa medicina que le dará la salud.

Alguna vez llegaremos a comprender que una de las gracias más grandes que Dios nos ha hecho en nuestra vida son precisamente esas desconcertantes que nos hacen pensar en que Dios nos abandona cuando, por el contrario, nos atrae, que nos hacen juzgar que nos alejamos de nuestro ideal cuando, por el contrario, nos acercamos a la meta dulcísima de nuestras esperanzas.

¡Almas ávidas de perfección, no os canséis de bajar, no temáis lo que os hunde en el fondo de vuestra miseria! De Dios no nos alejamos bajando, sino subiendo:

No lo olvidéis: si nos levantamos, Dios huye de nosotros, si bajamos, desciende hacia nosotros.

Me parece que Dios siente a su manera el vértigo del abismo; nuestra miseria, conocida y aceptada por nosotros, le atrae irresistiblemente. ¿Qué cosa puede atraer a la misericordia sino la miseria? ¿Qué puede llamar a la plenitud, sino el vacío? ¿Adónde habrá de precipitarse el océano infinito de la bondad, sino en el cauce inmenso de nuestra nada?

Génesis 18, 27. «Hablaré al Señor, mi Dios, siendo polvo y ceniza.» Esas palabras de Abraham; suenan en mis oídos como la causa y fundamento de la audacia del patriarca: hablaré al Señor mi Dios, porque soy polvo y ceniza. He aquí la única razón, poderosa e inmensa por cierto, que podemos alegar ante Dios para hablarle, para pedirle, para instarle a que colme nuestros más audaces deseos.

Y esa base tiene algo de infinito, puesto que en ella cabe todo hasta el infinito. Soy polvo y ceniza, por eso no pongo límite al pedir a la misericordia; por eso confío, por eso espero, por eso me atrevo a pedir al Señor hasta el beso de su boca, como Esposa de los Cantares.

¿Cuándo nos convenceremos de que nuestra miseria nos hace fuertes contra Dios? Génesis 32, 2. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hundirnos en nuestra nada es el medio infalible de atraer a Dios?

Cuando sedientos de Dios anhelamos poseerle, no le presentemos para obligarle a venir a nuestro corazón ni nuestra pureza ni nuestras virtudes ni nuestros méritos o no tenemos esas cosas o las recibimos de Él mostrémosle lo nuestro, la increíble miseria de nuestro ser; hundámonos más en el abismo de nuestra nada, y el Señor sentirá el vértigo del abismo, y se precipitará en el inmenso cauce con la fuerza impetuosa de su misericordia y de su bondad.

Ni se crea que este secreto para atraer a Dios sea únicamente propio de los principios de la vida espiritual; no, es de toda ella. Gracias a Dios, nuestra miseria no se acaba nunca ni se agota jamás la infinita misericordia.

En las cumbres de una perfección única estaba la Inmaculada Virgen María, y en su cántico inspirado atribuye las maravillas que en ella realizó el Omnipotente a una mirada que el Señor dirigió ¿sabemos a qué? a su pequeñez: "Porque miró la humildad de su esclava." Lucas 1,48. El misterio de la unión de Dios con el alma se realiza en el fondo del abismo, en el mutuo anonadamiento de Dios y de la criatura.

El amor debe ser siempre humilde, dice Luisa Margarita Claret de la Touche. Tiene razón; el amor es por su naturaleza humilde; la humildad es uno de sus elementos íntimos; porque el amor es olvido de sí mismo, es empequeñecimiento ante el amado, y tratándose del amor divino, que se realiza entre el todo y la nada, el amor es anonadamiento, es adoración.

Dios mismo, para amarnos, se anonadó, «se anonadó a Si mismo» Filipenses 2,7 dice San Pablo.

Y el alma que siente en lo íntimo de sus entrañas la herida profunda y dulcísima del amor se anonada también, y en el abismo de ese mutuo anonadamiento se realiza el amoroso misterio de la unión.

Ciertamente, la humildad de la unión es una humildad nueva, enteramente celestial; es algo profundo, dulcísimo, delicioso, que solamente puede conocer quien la ha sentido.

Ante la luz espléndida con que la baña el Dios que se le acerca, el alma comprende su miseria de una manera nueva, como se vería convertida en oscuridad la exigua llama de una lamparita si la envolviera el sol; el alma, viéndose así iluminada, querría esconderse querría borrarse; pero esconderse con su amado, pero borrarse para que él solo brillara, y es tal el ansia que experimenta de anonadarse y tan intensa la delicia de su pequeñez, que si fuera algo, como si fuera mucho, quemaría lo que era en holocausto de amor a su Dios y se hundiría en el amoroso anonadamiento de su adoración...

Y cada nueva unión es un nuevo y más profundo anonadamiento, y el alma se complace de ver ante sus ojos una inmensa profundidad para bajar, porque sabe por una dulce experiencia que cada grado de anonadamiento es un abrazo más íntimo con el amado, y cuando herida de amor ansía «el beso de su boca», ya no lo pide con palabras que no aciertan a expresar el ardor de su deseo, sino que se hunde en el abismo para obligar al amado que vaya a buscarla a las profundidades y a regalarla con la dulzura de sus inefables caricias.

Pero la humildad no llega a su perfección sino cuando el alma se transforma en Jesús; entonces, la humildad no es aquella tímida que luchaba penosamente con las miserias humanas en las primeras etapas de la vida espiritual, ni siquiera es aquel celestial anonadamiento de la unión.

La humildad de las almas transformadas es la humildad de Jesús que en ellas se refleja, es aquella sed divina de anonadarse que quemaba las divinas entrañas de Jesús y que quema las del alma por participación de amor; es aquella divina carrera que emprendió el Verbo de Dios cuando como un gigante comenzó jubiloso a correr el camino del amor y vino a la tierra saltando entre los montes, y en esa carrera arrastra consigo a las almas que corren también tras El, atraídas por la suavidad de sus perfumes.

¿Qué fue esa amorosa carrera, sino un descenso estupendo y rápido hacia el abismo del anonadamiento? ¿Queréis saber, hermanos carísimos - dice San Gregorio el Grande, los saltos que Él dio? Del Cielo vino al seno de la Virgen; de ese seno inmaculado vino al pesebre; del pesebre a la cruz; de la cruz, al sepulcro...

Faltó al santo doctor el último salto que perpetúa a todos y en cierto sentido los supera a todos, el de la Eucaristía; y digo que los supera, porque canta Santo Tomás de Aquino.

"En la cruz estaba oculta la deidad, pero aquí (en la Eucaristía) también está oculta la humanidad."

Pues si Jesús baja siempre, ¿quién querrá subir? El alma transformada en Él quiere correr su suerte, ir a donde El va y hundirse en donde Él se hundió, y tocada por la divina locura de Jesús, tiene sed inextinguible de anonadamiento. Se empequeñece con Jesús en el pesebre, y se ofrece como víctima en el Calvario, y quiere como Jesús ser hostia viviente y desaparecer y guardar bajo los velos de su miseria a su Dios escondido.

Pero en el fondo de ese místico anonadamiento que es la vida espiritual , en las distintas etapas de esa gloriosa bajada, el alma sube siempre, porque se acerca, primero a su Dios, y se une en seguida a El y se transforma en El para siempre; y Dios es la suprema altura, la cumbre excelsa y el único Altísimo.

El secreto de la perfección está, pues, en esa divina paradoja de subir bajando, y el alma que lo comprende y no se cansa nunca de bajar, halla el descanso y la dicha en el seno de Dios, realizando el profundo pensamiento de San Juan de la Cruz:

Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.

 

 

II CONFIANZA, A PESAR DE TODO

 

En la vida espiritual no es raro que las almas que tratan generosamente de adelantar en la virtud, a fuerza de querer ser delicadas de conciencia y de evitar todo pecado venial deliberado, vengan a caer en el extremo de la inquietud y de la turbación, a embarazarse en mil perplejidades y escrúpulos, y a resfriarse, en fin, en la confianza a Nuestro Señor, que es la muerte de la devoción.

A evitar ese escollo de tanta trascendencia vienen estas breves reflexiones. Y así, a toda alma generosa no me cansaré de repetir: sé tan delicada cuanto puedas con Nuestro Señor; vigila exquisitamente tu conducta para evitar todo pecado venial deliberado; pero, por amor de Dios, que esto sea sin perder la confianza y la paz.

Y a tal grado encarezco esta recomendación, que, si para tener esa exquisita delicadeza fuera necesario perder esos dos bienes, la confianza y la paz, es preferible que por ahora no trabajemos tanto en ella, porque la paz del corazón y la confianza en Dios son bienes mucho más necesarios, y, por consiguiente, deben ser preferidos.

Y deben preferirse, no sólo por lo que mira a nosotros, por ahorrarnos penas, pues un alma generosa no debe rehuir ningún sacrificio, sino por los intereses mismos de Nuestro Señor. Porque con el fin muy santo y muy debido de evitarle a Nuestro Señor la herida leve que le causa un pecado venial, se le priva de la gran satisfacción y consuelo que experimenta en los progresos de un alma en su santificación cuando confía y vive en paz.

Pongamos un ejemplo para explicarnos mejor. Un alma fervorosa tiene la desgracia de cometer un pecado venial, lo cual no es raro dada nuestra persistente fragilidad. Una vez que lo ha cometido, se acuerda de todo lo que ha leído y meditado sobre el pecado venial, y empieza a inquietarse, llenándose de congoja, y de pena; la confianza en Nuestro Señor se enfría, se aleja de El, deja la oración o la hace mal, y todos sus ejercicios de piedad no andan en orden.

Al cabo de muchas horas de turbación, llega, a costa de no pocos esfuerzos y consultas, a recobrar la paz. ¿No es verdad que con todas esas horas de inquietud Nuestro Señor ha perdido más bien que ganado, porque el alma le privó del consuelo que podía haberle dado en su oración y en sus adoraciones, porque le negó la confianza, cosa que tanto lastima a su Corazón divino; porque perdió el tiempo, deteniendo el progreso en su santificación?

No lo hagamos así; antes bien, démonos cuenta de cómo se puede conciliar perfectamente el dolor de nuestros pecados con la confianza en Dios y la paz del alma.

Santa Teresa del Niño Jesús expresa muy bien esta conciliación cuando dice: "Yo lo sé muy bien: aun cuando tuviera en mi conciencia todos los crímenes que se pueden cometer, no perdería nada de mi confianza; antes iría con el corazón hecho pedazos por el arrepentimiento a arrojarme en los brazos de mi Salvador.

Sé cuánto amó al hijo pródigo, he escuchado sus palabras a María Magdalena, a la mujer adúltera, a la Samaritana. No; nadie puede atemorizarme, porque yo sé a qué atenerme respecto de su amor y de su misericordia. Sé que toda esa multitud de ofensas se abismarían en un abrir y cerrar de ojos, como una gota de agua arrojada en un horno ardiente.

Notémoslo bien: el corazón hecho pedazos por el arrepentimiento y la confianza intacta. De manera que, cargando todos los crímenes del mundo, ella se hubiera arrojado en los brazos de Jesús con una confianza plena.

No faltará quien diga: ¿Cómo es posible que se sienta ese dolor tan vivo por la ofensa de Dios, y, sin embargo, se tenga la confianza necesaria para arrojarse sin temor de ninguna especie, sin reserva alguna, en los brazos de Nuestro Señor?

Voy a intentar explicarlo.

La base de nuestra confianza no está en nosotros, está en Dios. De manera que confiamos en Nuestro Señor, y nos acercamos a El, tranquilos y seguros, no por lo que nosotros somos, sino por lo que El es. Nosotros podemos ser unos ingratos, unos pérfidos, unos criminales...; ni la ingratitud, ni la perfidia, ni los crímenes nuestros vienen a disminuir una tilde la confianza que debemos tener en Nuestro Señor, por la razón sencillísima, de que no se funda nuestra confianza en nosotros, sino en El, y Jesús es el mismo de siempre, tan bueno, tan amante, tan misericordioso... Yo fui el que cambié, pero esos cambios en nada afectan a mi confianza, porque mi confianza tiene su fundamento en Dios, no en mi.

Pongamos un ejemplo. Imaginemos que tú, lector amado, tienes depositada en un Banco una gran cantidad de dinero a tu disposición. Un día enfermas de una enfermedad seria, grave. Y vienen a pedirte que firmes un cheque por una cantidad menor de la que tienes depositada.

Pero tú objetas: "Cómo es posible que firme el cheque, si estoy enfermo" Pero tu enfermedad en nada afecta a tu crédito en el Banco; tu enfermedad afecta a tu salud, no a tu dinero, que está intacto. "Es verdad, pero estoy muy enfermo." No viene al caso tu enfermedad; si ya no tuvieras dinero en el Banco, podrías girar sobre él; pero teniendo tu depósito intacto, puedes girar aun cuando estés enfermo...

Con la misma, falta de razón discurre un alma que cae y pierde la confianza: "¿Cómo puedo acercarme a Dios llena de confianza si soy una ingrata, si estoy cargada de pecados?" "Está bien; pero ¿tienes depósitos en el Banco?" Sí; ahí está la bondad de Dios, que es infinita; ahí está su amor, que no ha sufrido menoscabo; ahí está su misericordia, que no tiene límites. Entonces, ¿qué importa que seas lo que fueres, si Dios, a pesar de tus miserias, sigue siendo lo que es?...

Se me objetará que no es exacta la comparación, porque la enfermedad no tiene nada que ver con los depósitos bancarios, mientras que nuestros pecados e ingratitudes, ¿cómo no han de tener que ver con la confianza en Dios?

Y, sin embargo, yo vuelvo a afirmar que no tienen que ver. ¿Acaso confiamos en Dios por nuestras virtudes? ¿O porque no tenemos pecado? Si así fuera, sin duda que no podríamos confiar en Dios cuando hubiéramos cometido una falta.

Pero ésa no es la verdad. Confiamos en Dios por su bondad, su misericordia y su amor. Y ¿deja Dios de ser bueno y misericordioso porque yo sea frágil, inconstante y miserable? ¡Imposible!

Lo que sucede es que queremos juzgar a Dios a lo humano, queremos medir su Corazón divino con la medida de nuestro mezquino corazón. Y no es ésa la medida de Dios. Nosotros sí somos con una persona según la persona aquella lo merece; buenos con las que nos tratan bien, indiferentes con los extraños, y sólo la virtud puede hacer que no seamos hostiles con los enemigos.

De todas maneras, nuestro corazón, para amar, tiene que tener en cuenta lo que hay en los demás, porque nuestro amor tiene su base y su fundamento en las cosas que ama, en la bondad que tienen o parecen tener.

No sucede así en Dios; la medida y la razón de su amor no está en las cosas, no está en nosotros; está en El y sólo en El.

Dicen los teólogos que el ser de Dios es a se, es decir, por Sí mismo, no como nosotros que recibimos el ser de otro. La razón de ser de las criaturas no está en ellas mismas, sino fuera, en las causas que las produjeron, y últimamente en la causa primera, que es Dios.

La razón de ser de Dios, al contrario, no está fuera, sino en Él mismo. Y como es su ser, es su amor. Dios ama porque es el amor, y el amor a se, un amor que no depende de nadie.

Por consiguiente el que yo sea más bueno o más malo, más ingrato o más agradecido, no tiene absolutamente nada que ver con la base de mi confianza.

¡Líbrenos Dios de confiar en nosotros mismos! ¡Líbrenos Dios de desconfiar en Él por nuestra propia deficiencia! Si somos deficientes, si somos ingratos, si somos pecadores, desconfiaremos de nosotros mismos y haremos muy bien; pero ¿por qué vamos a desconfiar de Dios? ¿Qué tienen que ver nuestros pecados y nuestras ingratitudes con la bondad, la misericordia y el amor de Dios?

Todos los atributos de Dios son infinitos y absolutamente independientes de la criatura.

De suerte que lo único que podía conmover nuestra confianza sería que llegáramos a saber que Dios ya no era tan bueno y tan misericordioso como antes; pero mientras esto no suceda - y no sucederá jamás -, debemos confiar plenamente en Dios.

Y todavía me atrevo a decir que si tenemos esta noticia por una revelación privada, no debemos creerla. Si un ángel del Cielo viene a decirnos: "Dios no te ama ya; no debes confiar en Él", no le creamos. Antes podemos decirle: «"Tú no eres un mensajero de Dios, sino un enviado del demonio"» porque un mensajero de Dios no dice eso.

Precisamente, tratándose de la esperanza, dice algo muy semejante Santo Tomás de Aquino; después de haber expuesto que la virtud de la esperanza nos la da la santa seguridad de nuestra salvación, se propone a sí mismo esta objeción; si alguno tiene una revelación de que se va a condenar, ¿qué debe hacer? Sencillamente, no creerla, responde el santo doctor, porque esa revelación es contraria a la virtud de la esperanza, y, por consiguiente, no puede venir de Dios.
 
De la misma manera yo afirmo que si un ángel viene a decir a alguno de nosotros: «Dios ya no te ama, no confíes en El, no hay que creerle, porque sobre esa pretendida revelación está la palabra de Jesús, y "los cielos y la tierra pasarán, pero su palabra no pasará.»

Y Jesús nos trajo un mensaje del Cielo, vino a decirnos que Dios nos ama con un amor infinito, con un amor eterno, que nos ama hasta el extremo de habernos dado a su propio Hijo y de haberlo entregado a la muerte por nuestro amor...

Todavía se me replicará: pero, qué, ¿no hay algún momento, en que Dios deje de amarnos? Sólo hay uno: si tenemos la desgracia de morir impenitentes nos dejará de amar en el último momento de nuestra vida. Sólo la impenitencia final, consumando nuestra desgracia, es capaz de apartar de nosotros el amor de Dios.

Antes de ese minuto, el último de la vida, el amor de Dios no se acaba. A pesar de todo, Él nos ama siempre. Y mientras no llegue ese momento - y esperamos que no llegará nunca debemos creer en el amor, en la bondad y en la misericordia de Dios para nuestra alma, y en ese fundamento solidísimo apoyar nuestra confianza.

Ahora bien: si el fundamento de nuestra confianza no se conmueve porque hayamos tenido la desgracia de cometer todos los crímenes del mundo, ¿cómo va a conmoverse porque cometimos un pecado venial?

Esta confianza en Dios no quita que nos duela el pecado; porque todo pecado grave o leve, grande o pequeño, lastima su Corazón divino, y como le amamos, es natural que experimentemos un gran dolor de haberle contristado.

De manera que, por una parte, nos queda el dolor, y por otra nos queda la confianza: con el corazón hecho pedazos por la contrición, debemos arrojarnos en los brazos de nuestro Salvador, como dice Santa Teresa del Niño Jesús.

No es, pues, incompatible la confianza con la contrición; antes al contrario, ambas brotan de la misma fuente, el amor; siento pena de haber ofendido a Dios, porque le amo; confío en El, porque me ama, porque, como dice la santa de Lisieux: «Se a qué atenerme respecto del amor y de la misericordia de Jesús.»

Pero las objeciones no acaban, y todavía se puede insistir: cuando acabo de lastimar a Nuestro Señor, cuando acabo de herir su Corazón, ¿me ama lo mismo que antes? Indudablemente, y aún me atrevo a decir, usando nuestro lenguaje de la tierra, que nos ama más que antes, porque Nuestro Señor es generosísimo.

Cuando un niño comete una falta a su madre, sin duda alguna que la madre lo siente y se apena; pero ¿deja por eso la madre de amar a su hijo?

Y no se necesita ser una madre heroica y excepcional para seguir amando al hijo que la ha afligido, cualquiera madre lo sabe hacer; y no sólo, sino que en la ternura maternal cabe perfectamente que la pena causada por la ingratitud de su hijo en cierta manera excite su ternura y su amor, y si no puede decirse que le ame más, al menos sí puede, asegurarse que se esfuerza más en manifestarle su amor para atraerle a su regazo maternal y lograr su corrección y su enmienda.

¿Y será más generosa una madre que Nuestro Señor?

Pienso que toda desconfianza nuestra respecto de Dios sería para Él una verdadera injuria, algo que le heriría demasiado, si no fuera más bien fruto de nuestra ignorancia. Es decir, nos perdona Nuestro Señor la ofensa que le hacemos al desconfiar de El, por la misma razón por la que pedía perdón para sus verdugos, "porque no saben lo que hacen".

Pero realmente esa desconfianza es algo muy injurioso para Nuestro Señor. ¿Desconfiar de Dios no es juzgar su Corazón como el nuestro, limitado y mezquino, estrecho y ruin, susceptible y quisquilloso?

Muchísimas almas, cuando han tenido la desgracia de cometer una falta, lo primero que hacen es retirarse de Nuestro Señor.

¡Cosa extraña! Se retiran de Nuestro Señor, y ¿cuándo piensan volver a Él? Tal vez cuando se hayan confesado. Pero ¿cómo se pueden confesar sin acercarse a Jesús? Porque ¿quién las lava? ¿Quién las limpia?

Me contestarán que, sin duda, Nuestro Señor, pero por medio de su ministro, y que les da menos pena ir con éste. Como cuando una persona está resentida con otra, si necesita un favor de ella no se atreve a pedírselo directamente y se vale de un tercero. ¡Qué aberración! ¿Cómo es posible tener más confianza en el sacerdote, por santo que sea, que en Jesús mismo?

Y si Él es el único que nos puede purificar, el único que nos puede perdonar, ¿a quién hemos de acudir sino a Él?

Por consiguiente, cuando tengamos la desgracia de cometer una falta, sea cual fuere, pecado venial o mortal, hasta un crimen o delito castigado con excomunión, lo primero que debemos hacer es arrojarnos en los brazos de Nuestro Señor, llenos de dolor, pero también llenos de confianza.

¡Cuánto tiempo se pierde en esa actitud de alejamiento de las almas cuando han cometido una falta! ¿Qué esperan? ¡Si el único que puede purificarlas es Jesús!...

Es también juzgar a Nuestro Señor de una manera muy humana; porque cuando hemos ofendido a un hombre, está muy justificada esa espera. Es muy natural que al verse ofendido, la pasión se levante en él, y es necesario esperar a que la pasión pase y su animo se calme.

Pero Nuestro Señor está siempre calmado; ¿para qué entonces esperamos? Al fin y al cabo, iremos a dar a sus brazos, porque en otros no hay esperanza, ni paz, ni perdón, ni nada; entonces, cuanto antes mejor, que Él los tiene siempre abiertos...

Y lo que vengo diciendo no es una doctrina nueva, inventada por Santa Teresa del Niño Jesús, ni menos una doctrina del siglo XX; es tan antigua como el Evangelio. En él, Nuestro Señor nos la da a conocer de una manera insistente y clarísima. Lo que sucede es que no acertamos a leer el Evangelio o no lo tomamos en serio.

Tomemos, por ejemplo, la parábola del hijo pródigo. Aquel joven no había cometido pecados veniales, sino pecados muy graves; se había separado de la casa de su padre, le había exigido su herencia para dilapidarla en una vida desordenada, y si ahora volvía, no era tanto por amor a su padre cuanto porque la necesidad le obligó. Hasta que se ve degradado, hambriento y sin esperanza, piensa volver a su padre y pedirle perdón.

El padre, todo el tiempo que su hijo vivió lejos de él, salía todos los días al camino a ver si acaso le veía regresar. Y cuando un día le ve venir a lo lejos, corre a su encuentro le abraza y ni siquiera le da tiempo de decirle la fórmula que tenía preparada...

¿Quién es el padre del hijo pródigo? ¿No es Jesús? ¿No nos revela en esa parábola su propio Corazón? ¿No nos enseña que cuando nos alejamos de El sale a buscarnos, nos está esperando, y cuando nos ve de lejos corre a nuestro encuentro, nos abre los brazos, nos abre su mismo Corazón y nos hace fiesta?...

Y en esa misma parábola está lo que me atreví a decir, que así como en una madre, cuando su hijo la ha ofendido, se exalta y se aviva su ternura maternal, así, nuestro Señor, cuando caemos y nos alejamos de Él, nos ama con más ternura.

Recordemos que el hermano del hijo pródigo se llenó de sentimiento y con aparente razón. "Yo -decía- siempre he amado a mi padre, he estado siempre a su lado y nunca le he dado nada en qué sentir: sin embargo, nunca me ha dado un cabrito para comerlo con mis amigos. Y a éste, que dilapidó su herencia llevando una vida desordenada, vuelve y le hacen fiesta."

Y nuestro Señor, para que no fuéramos a pensar que tenía otra explicación este incidente, nos dice con toda claridad: "Habrá más regocijo en el Cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que perseveren." ¿No es esto indicarnos en alguna forma que Nuestro Señor manifiesta especial ternura cuando un alma caída se arrepiente y vuelve a sus brazos?

Ahí está también la parábola del buen pastor que va a buscar la oveja perdida, dejando a las noventa y nueve fieles. Por senderos abruptos y por espesos breñales va el buen pastor buscándola incansablemente. Y cuando al fin la encuentra, no la riñe, no la azota, la toma dulcemente en sus brazos, la coloca en sus hombros y la vuelve al aprisco. Así es el Corazón de Jesús.

Y no sólo en sus parábolas, sino en sus enseñanzas expresas y claras nos enseña la misma verdad. Porque todavía podría objetarse que no entendemos bien las parábolas. Pero no queda duda alguna, cuando el mismo Cristo Nuestro Señor nos dice explícitamente: "Yo no vine a buscar a los justos, sino a los pecadores. No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos."

Por otro camino podemos llegar a la misma conclusión.

Cuando tenemos la desgracia de caer, ciertamente cometemos una ingratitud con quien tanto nos ama; pero al mismo tiempo se pone al descubierto nuestra miseria, y sentimos, juntamente con el dolor de haber pecado, la vergüenza de ver al descubierto nuestra miseria y ruindad. Y esta miseria tiene el misterioso privilegio de atraer a Nuestro Señor.

Es difícil comprenderlo, pero es una verdad incontestable; lo que atrae a Nuestro Señor es nuestra nada y nuestra miseria.

Necios de nosotros, que andamos creyendo que lo que atrae a Nuestro Señor son nuestras prendas naturales, nuestras buenas obras, nuestras virtudes; y por eso muchas veces queremos como lucir todo eso cuando nos presentamos delante de Él.

Es clarísima y luminosa la doctrina aquí expuesta por pluma tan autorizada, y está muy lejos de necesitar explicación alguna. Sin embargo, como puede haber algún espíritu estrecho que la entendiera mal, no está de más una aclaración.

Cometería un grave error quien pretendiera sacar esta conclusión: si las buenas obras no atraen a Nuestro Señor, ¿para qué preocuparse en practicar virtudes y hacer buenas obras?

Si se me perdona la palabra, yo diría que todo eso es una especie de cursilería espiritual.

Así como las pueblerinas piensan que la elegancia y la manera de atraer las miradas en sociedad es ponerse muchos perifollos, así, las almas que padecen esta cursilería espiritual y son legión quieren también llenar de perifollos el alma y presentarse delante de Nuestro Señor muy ataviadas con sus pretendidas virtudes y cualidades.

De esta enfermedad padecía el fariseo del Evangelio cuando se presentó delante de Nuestro Señor, y en pie comenzó a decir: "Yo ayuno dos veces por semana, yo pago los diezmos, y no soy como los demás".

¡Cursilería espiritual!

Y ya vemos cómo se indignó Nuestro Señor con el fariseo y cómo lo que le atrajo fue la miseria confesada y reconocida del pobre publicano: "Señor, ten lástima de este pecador."

Esta misma enseñanza nos la da la Santísima virgen cuando dice que Dios hizo en Ella cosas grandes «porque vio la bajeza de su esclava." Tal vez pensamos que esto lo dice la Santísima Virgen por humildad. Sin duda alguna, pero precisamente porque es humilde, dice la verdad.

Y la verdad es que aun en Ella Nuestro Señor no encontró, no pudo encontrar sino lo que encuentra en todas las criaturas: bajeza y nada.

Desde luego, e independientemente de todo, las virtudes y las buenas obras son algo estrictamente obligatorio.

Por otra parte, las buenas obras son fruto más de la gracia, es decir, de Dios, que del alma. En las buenas obras no pone el alma más que dos cosas: primera, todo lo que hay en ella de imperfecto y deficiente a causa de nuestro egoísmo, falta de pureza, de intención, etc. Segunda, lo único bueno que en la práctica de la virtud nos corresponde es la correspondencia a la gracia. Pero esta cooperación es algo muy misterioso, porque también en ella tiene mucha parte la gracia: la correspondencia a la gracia es también una gracia.

Por ese poco bueno que hay de nosotros en la práctica de las virtudes y en las buenas obras, Dios las acepta complacido y las premia, como un padre que da a su hijo todo lo que éste tiene y, sin embargo, acepta complacido el obsequio que de sus propios dones le hace su hijo.

Tal vez creemos que lo que en la Santísima Virgen atrajo a Nuestro Señor fue su pureza, fue su humildad. No; la pureza y la humildad y todas las gracias que recibió la Santísima Virgen fueron posteriores al amor de Dios; primero se enamoró Dios de Ella, y porque se enamoró de Ella, la enriqueció con tantas gracias.

De manera que antes de todas esas virtudes, gracias y riquezas espirituales, lo que vio en María es lo que ve en toda criatura que por si misma no es más que bajeza y nada.

Una comparación nos hará comprender mejor esta doctrina. Supongamos que un rey se enamora de una campesina, y porque se enamora de ella le regala ricos vestidos y valiosas joyas, ¿Quién va a creer que lo que le atrajo al rey en la campesina fueron los vestidos y las joyas? De ninguna manera, porque esas fueron donaciones posteriores del rey; antes había algo en la campesina que le atrajo.

De la misma manera, no pueden atraer a Nuestro Señor en nuestra alma las vestiduras y joyas espirituales con que Él mismo nos ha ataviado, porque todo eso es una donación de su amor. Antes, algo en nosotros le atrajo, y eso no puede ser sino lo único que por nosotros mismos tenemos, nuestra miseria y nuestra nada.

De aquí que nuestra miseria y nuestra nada sean nuestros títulos para ser amados. De manera que cuando nos presentemos delante de Dios, en lugar de hacer ostentación de pretendidas virtudes, debemos reconocer y confesar nuestra miseria y nuestra nada, porque eso es lo que atrae a Dios.

Por eso no me canso de repetir que hay un medio infalible para atraer a Nuestro Señor y- me atreveré a decirle para hacer de El lo que queramos: es nuestro anonadamiento. Un alma que se anonada es poderosísima delante de Dios. Si lo acabáramos de comprender ¡cómo se transformaría nuestra vida! Y, por añadidura se acabaría esa cursilería espiritual, que es tan común en las almas.

Y por eso cuando caemos, cuando sentimos más vivamente nuestra miseria y nuestra nada, es cuando en cierto sentido Nuestro Señor nos manifiesta más ternura y misericordia; porque la caída hizo que sacáramos a relucir nuestra nada, que ostentáramos nuestra miseria, y entonces se siente Dios más atraído y parece que nos ama más.

En todo caso, esas buenas obras son posteriores al amor y a las gracias de Dios. Porque Dios nos ama, nos ha dado su gracia para hacer el bien. Luego esas buenas obras no han sido la causa de que Dios se haya bajado hasta nuestra miseria, sino nuestra misma miseria y nada.

De manera que si Nuestro Señor nos ama, a pesar de nuestras miserias y aun de nuestros pecados, quiere decir que, aun cuando tengamos la desgracia de caer, no debemos perder la confianza y la paz.

¿Tuve la desgracia de pecar? Me arrepentiré cuanto antes, haré pedazos mi corazón de dolor, pero no perderé mi paz, pues yo sé que Nuestro Señor me ama aun caído. Borraré mi pecado con la contrición, lo expiaré con la penitencia; pero al mismo tiempo me arrojaré en los brazos de Jesús y... ¡me quedaré en paz!

En resumen y conclusión: seamos muy delicados con Nuestro Señor, y cuanto más delicados, mejor; evitemos cuidadosamente no sólo las faltas graves, sino aun cualquier pecado venial deliberado; pero nunca perdamos la confianza y la paz, sino que con el corazón lleno de dolor, arrojémonos en los brazos y en el Corazón amantísimo de Jesús.

 

  

III FORTALEZA Y SUAVIDAD

 

¡Prodigiosa es la obra de la santificación! Sobre el caos de nuestras miserias, sobre la tierra vacía y árida de nuestro pobre corazón, se cierne el Espíritu, y su soplo fecundo hacer surgir una creación más rica, más bella que la que brotó en el principio de los tiempos de las Manos Omnipotentes.

¡El alma santa! No hay riqueza que le iguale ni obra de arte que se le asemeje; es la delicia de Dios, porque mira en ella el trasunto de su Verbo, del Hijo de sus eternas complacencias.

Y ¿cómo se realiza el prodigio?

Como se formó el mundo material; arriba, la grandeza; abajo, la miseria; arriba, el Espíritu, que se pasea sobre las aguas; abajo, nuestra alma, que recibe el soplo divino y como dócil instrumento se pliega obediente a la acción, a la voluntad, al pensamiento de Dios.

Dice la Escritura que la Sabiduría "toca del uno al otro confín con fortaleza, y dispone todo con suavidad»; así es como la obra de la santidad se realiza: es obra de fortaleza, es obra de suavidad.

Para santificar un alma se necesita una grande fortaleza en realidad, una fortaleza infinita. ¿Quién puede volver puro al que fue concebido en la impureza, sino sólo Tú, el Omnipotente? Job 14,4.

Para santificar a las almas fue necesaria la fortaleza de la sabiduría que realizó la encarnación, y la fortaleza del dolor que produjo el misterio del Calvario, y la fortaleza del amor - fuerte como la muerte que modeló el prodigio de la Eucaristía. La acción de Dios en la santificación de cada alma es una maravilla de fuerza.

¡Qué poder para arrancarnos del pecado con el que tiene múltiples ligas nuestra pobre naturaleza!

¡Qué fuerza en la voz divina que nos llama para que entremos en la tierra misteriosa, en la tierra de la visión!

¡Qué potencia la del amor que Dios deja caer en nuestros corazones como una chispa que crece y se convierte en incendio y llega a ser volcán!

¡Qué virtud en la cruz, en la que es preciso clavarse con Cristo para lograr la santidad! Para que seamos santos es indispensable todo el poder de la Diestra Omnipotente.

También por parte nuestra, la santidad es obra de la fortaleza; Solamente los esforzados la alcanzan; ¡por eso hay pocos santos!

¿Qué es la santidad sino la deificación de todo nuestro ser?

Es el profundo recogimiento del espíritu que se concentra en Dios; es la perfectísima simplificación del corazón que se fija definitiva y firmemente en Dios; es la transformación completa de nuestra voluntad que se hunde, que se pierde en la santa, en la amorosa voluntad de Dios; es la espiritualización, por llamarla de alguna manera, de nuestro pobre cuerpo, que, llevando la mortificación de Cristo, se hace instrumento del alma y llega hasta regocijarse en Dios:. «Mi corazón y mi carne se estremecen de júbilo en el Dios vivo.».

Pero, ¡qué prodigios de fuerza son necesarios para atar la inconstancia del espíritu, siempre inquieto, y para aprisionar el voluble corazón y para dominar la voluntad rebelde y levantar del cieno nativo a la carne baja y grosera.

Luis Gonzaga, engarzando con incansable paciencia hora tras hora de oración para evitar las distracciones;

Agustín, luchando como gigante con los recuerdos del pasado y las fieras rebeldías del presente;

Teresa de Jesús, puliendo con increíble constancia durante largos años las luminosas facetas de su grande corazón para ofrecerlo al dulce Amado!

Hilario, plegando el cuerpo al yugo del espíritu con largas y heroicas asperezas;

Ignacio, entregándose como trigo candeal de Cristo a los crueles dientes de las fieras para convertirse en pan inmaculado, nos dicen con elocuencia la enorme fortaleza que es necesaria para la santidad.

*****

Y ¿quién habría de creerlo? Tanto y más quizá que la fortaleza, se necesita la dulzura para ser santo.

La dulzura no es debilidad, más bien es un aspecto de la fuerza. Los débiles obran con estrépito y violencia: los fuertes, con maravillosa suavidad. Tan fuerte como suave es la vida; tan fuerte como suave es el amor; infinitamente fuerte y prodigiosamente suave es la acción de Dios en la Naturaleza, en la Historia, en las almas.

Suavísima es la acción de Dios en sus santos. ¡Cómo respeta nuestra libertad! ¡Cómo condesciende con nuestra flaqueza! No corre, no salta, no violenta.

Nosotros, débiles nos apresuramos: Dios obra lentamente, porque «(cuenta con la eternidad)»; a nosotros nos desesperan los minutos; Dios mira correr con divina serenidad los años; nosotros quisiéramos de un salto llegar a la meta de nuestros deseos;

Dios va preparando suavemente su obra y sin que le canse nuestra inconstancia, ni le desalienten nuestras caídas, ni trastornen sus eternos designios las complicadas vicisitudes de la vida humana.

Prodigios de suavidad son las conversiones, como la de San Agustín; los largos caminos para la unión, como los que recorrió Santa Teresa; las grandes misiones providenciales, como la de Santa Margarita María de Alacoque.

¡Oh! ¡Si pudiéramos estudiar la acción divina en cada santo, en cada alma, quedaríamos asombrados, más quizá de la dulzura que de la fuerza de la acción santificadora!

Por parte nuestra es también indispensable la suavidad para santificarnos, y de esto nos olvidamos a menudo.

Muchas almas no se santifican, sin duda, por falta de fortaleza; pero muchas también, muchísimas, no lo hacen por falta de suavidad.

Preciosa y delicada es el alma humana: brotó de los labios divinos como soplo suavísimo, se limpia y hermosea con la sangre divina de Jesús y está destinada a unirse con Dios mismo, a entrar en el gozo del Señor, a participar de la vida en el misterio inefable de la Trinidad beatísima.

Joya tan exquisita ha de tratarse con esmerada suavidad. Así la trata Dios, así la debemos tratar nosotros.

¡Qué atmósfera de candor, de paz, de delicadeza debe envolver al alma para lograr su santificación!

Cuando se la lleva a otro ambiente, el alma parece que se lastima y se queja, semejante a esas flores muy bellas y muy delicadas a las que el soplo del viento marchita o los fuegos del sol decoloran y agostan.

Yo pienso que la mayor parte de las enfermedades espirituales de las almas que buscan la perfección vienen de falta de suavidad.

Suavidad falta a esas pobres almas siempre inquietas, que, ansiosas de santidad quisieran alcanzarla de un salto. No toleran sus propias miserias se exasperan por sus debilidades y con ingenio sutilísimo se atormentan y lastiman a sí mismas constantemente.

Ignorantes y orgullosas, no han logrado el secreto de la suavidad, hija del amor, que es paciente y benigno.

Si poseyeran este secreto, comprenderían que a la perfección se llega por caminos sembrados de imperfecciones que hay que tolerar humildemente; que cuando cae el alma no se la levanta con violencia, sino dulcemente se coloca en las manos misericordiosas de Dios, por medio de la humildad y de la confianza; que Dios no nos pide la perfección de nuestra conducta, sino la perfección de nuestro corazón, como lo enseña admirablemente el dulcísimo San Francisco de Sales.

Suavidad falta a esas almas severísimas consigo mismas hasta la exageración, que han olvidado las páginas del Evangelio en las que se nos habla de misericordia y de amor, y que solamente ven en Cristo el aspecto austerísimo de Juez, sin acordarse que también es Amigo, Padre y Esposo, y, sobre todo, Salvador, que vino a curar nuestras miserias.

No saben que la miel Suavísima del amor logra más del pobre corazón humano que la hiel amarga de la severidad. Parece que viven aún en el Sinaí, que no han puesto jamás su planta en el Cenáculo y que no han pronunciado aún el grito consolador y victorioso del discípulo amado Juan 4,16: ("Mas nosotros hemos creído en el amor con que Dios nos ha amado...") No creen en el amor.

Falta suavidad en las desolaciones del espíritu de las que ciertas almas querrían arrancarse con violencia, sin pensar que así únicamente logran aumentar su pena.

Falta suavidad en la oración, porque hay almas que se irritan por las distracciones y que quieren a toda costa ir por el camino que les place, cuando deberían dejarse llevar suavemente por el Espíritu que sopla donde quiere, sin que sepamos de dónde viene ni adónde va.

Falta suavidad para recogerse, porque se querría lograrlo con violencia, siendo así que la imaginación no se ata, ni las potencias del alma se concentran, sino con delicada suavidad.

Y falta suavidad para conocerse el alma a sí misma, puesto que con notoria ingratitud se desconocen los dones de Dios por miedo de caer en el orgullo, como si la humildad no fuera la verdad misma, según la expresión felicísima de Santa Teresa.

Falta suavidad..., mas ¿para qué continuar? Basta lo dicho para que se abran estos consoladores horizontes a ciertas almas que de ellos tienen necesidad. El alma es delicada, como imagen de Dios, como soplo del Altísimo; que se le trate como es debido para que, apoyada en las fuertes alas de la energía y de la suavidad, suba a las regiones santas para las que nació, suba al seno de Dios, que es la fuerza infinita y la infinita suavidad.

 

 

V LAS TRES ETAPAS DEL DOLOR

 

Una de las cosas más importantes de la vida espiritual es comprender a fondo las íntimas relaciones que existen entre el amor y el sacrificio.

Que el amor es el fondo de la perfección, fácilmente se entiende y aun el alma se complace en comprobarlo; porque el amor corresponde maravillosamente a algo muy hondo que el alma lleva en su seno, a una aspiración vital, vehemente y en cierto sentido único.

Y cuando el alma llega a palpar lo efímero, lo superficial, lo vacío de los afectos de la tierra, se lanza impetuosa hacia ese amor divino, tan profundo, que llega hasta el fondo del alma, hasta regiones que no tocan jamás los afectos terrenos; tan perfecto, que llena siempre sin fastidiar jamás; y tan duradero, que es inmortal, que es inamisible, que nada ni nadie lo puede arrancar cuando ha echado sus raíces en el corazón.

Pero es comunísimo que se tenga un concepto inexacto del amor; que se sueñe en un amor que no es de este mundo, que fue quizá el amor del paraíso de la tierra, que será, sin duda, el del paraíso del Cielo; un amor que es fiesta perenne, que es gozo sin mezcla, y cuando el alma entrevé la cumbre de ese Tabor delicioso, exclama como San Pedro, sin saber lo que dice: "¡Bueno es permanecer aquí!"

No se comprende que en esta vida amar sea sufrir, que el símbolo eterno del amor en la tierra sea la cruz de Cristo; que para llegar al amor sea preciso subir por las pendientes ásperas y ensangrentadas del Calvario; que para unirse con el amor haya que clavarse en la misma cruz con Cristo, y que para embriagarse de amor sea necesario hundirse en el océano de amargura que Jesús esconde en su amoroso corazón.

Cuando se llega a entender que la perfección es amor, y que este amor ni se alcanza, ni se conserva, ni se consuma, sino por el sacrificio, se ha encontrado el camino de la santidad, porque se ha entrado en la región luminosa de la verdad.

El dolor acompaña al amor en todas sus etapas, y no como compañero que le sostiene y guía, sino como parte de su ser, como el aspecto terreno de esa divina realidad que es el amor.

Hay en la vida del amor tres grandes etapas: la primera prepara la unión, la segunda es la unión misma, la tercera contiene las prodigiosas consecuencias de esa unión que persevera y se consuma. Y a cada una de esas etapas corresponde un dolor, o más bien un género de dolores.

1. El dolor que purifica

En la primera etapa, el amor arranca al alma de todas las cosas, aun de sí misma, y la pone en inefable y magnífica soledad. En la Escritura se dice que el amor es fuerte como la muerte, la cual arranca implacablemente al alma de todo lo terreno y aun la separa de la envoltura natural con la que forma una sola naturaleza; pues así el amor, poderoso e implacable como la muerte, va arrancando al alma de todo lo terreno, y después de haberla desprendido de las cosas exteriores, penetra, como espada de dos filos, en los profundos senos del alma, hasta las divisiones del alma y del espíritu, según el lenguaje del Apóstol, y consuma esa muerte mística que deja al alma en inmensa e inefable soledad.

Hasta el amor humano arranca y separa, hasta el amor humano es muerte, hasta él requiere para consumarse la soledad del corazón. Siempre el amado es elegido entre millares, como se dice en el Cantar; para encontrarlo, ha sido preciso al corazón aislarse de todo y prescindir de todo.

De ordinario no acertamos a darnos cuenta de la soledad que el amor realiza en nuestro corazón, sino cuando la separación o la muerte viene a arrebatarnos aquel objeto amado en quien concentró el amor nuestra vida y nuestro ser después de aislarnos de todas las cosas. ¿Quién no lo ha sentido?.

El mundo no ha cambiado, la vida sigue su curso, el cielo está azul, las flores difunden sus perfumes, las aves cantan, el sol calienta y vivifica, nos rodean las mismas cosas y nos acompañan las mismas personas; pero, ¡ay!, falta una, una sola, y basta eso para sentirnos solos en medio de una multitud, para llevar en el alma un vacío inmenso, para que el mundo todo nos parezca un desierto.

Dijo, profundamente, Lamartine. Un solo ser nos falta, y nos parece que se ha despoblado el mundo. Es que el amor nos había vaciado el corazón de todo y lo había llenado con aquel que habíamos elegido entre millares, y al desaparecer el amado, nos sentimos solos, con la hondísima soledad de corazón...

No cabe, sin embargo, comparación entre la soledad producida por el amor humano y la que exige el divino amor; porque tampoco cabe comparación entre estos dos amores.

El amor humano es superficial, el divino es profundo; el primero es parcial y fragmentario, no abarca nunca totalmente al corazón; el segundo es total, absorbente, único; el amor humano tiene su propio matiz y excluye, a lo sumo, todos los afectos de aquel matiz; el amor divino encierra todos los matices y excluye, por consiguiente, todos los amores

Los celos del amor divino son universales e implacables; por eso, la Escritura, después de decir que el amor es fuerte como la muerte, añade: sus celos son terribles como el infierno.

Tan honda y perfecta soledad no puede realizarse sin dolor, sin un dolor constante y terrible. Primero, los sacrificios de la ascesis, que desprenden de todo, que arrancan del hombre todo lo perverso, todo lo humano, que contrarían todas nuestras inclinaciones, que dominan o moderan todas nuestras tendencias; la obra grandiosa de la mortificación interior y exterior que realizan en el hombre las virtudes morales, obra que desconcierta y aterroriza a los mundanos, porque no conocen el secreto del amor.

Nosotros mismos nos iniciamos, somos al mismo tiempo sacerdotes y víctimas, y en las aras sangrientas del amor sacrificamos todas las cosas y nos sacrificamos a nosotros mismos en holocausto terrible y dulcísimo al mismo tiempo, en holocausto a Aquel que elegimos entre millares, a Aquel que quiere ser nuestro único, y que nosotros libre y amorosamente queremos que lo sea.

Después, cuando nuestra obra está terminada, dejamos de ser sacerdotes para hundimos en profundas inmolaciones de víctimas.

El amor mismo es el sacerdote que nos inmola; sutil y penetrante, como espada de dos filos, llega hasta donde nosotros no podríamos penetrar jamás; hunde sus saetas, ardientes y dolorosas, en los senos profundos del alma, en regiones que ni siquiera sospechábamos que existieran en nuestro ser, y allí quema, y allí corta, y allí arranca y va dejando por todas partes huellas hondísimas de dolor desconocido y va estableciendo por todas partes la inmensa, la inefable soledad del amor.

No hay facultad que no toque ni repliegue del alma a donde no penetre, y victorioso y terrible, el amor se pasea en todo nuestro ser, desde nuestros sentidos exteriores hasta nuestras altísimas facultades espirituales, desde nuestra carne grosera que nos asemeja a las bestias, hasta aquel misterioso centro de nuestra alma que nos asemeja a Dios, porque allí brilla la imagen inmaterial y espléndida de la Trinidad

Se comprende que toda esta primera etapa está llena del dolor que purifica.

2. El dolor que une

Limpia el alma y desnuda de todo lo terreno, encuentra al Amado en la insondable soledad. Al contemplarlo a través del velo que lo cubre siempre en la tierra, pero que se ha hecho transparente para que el alma vislumbre la divina hermosura, el alma, temblando de amor y de dicha, se lanza hacia Él con el ardor del deseo que va a colmarse, con la impetuosidad de su ser que toca su felicidad.

¿Quién podrá describir el abrazo inefable, la dicha cumplida del alma que encuentra al fin a quien ha amado? Es como un trasunto del Cielo, como una irradiación del gozo eterno... ¿Cómo entonces puede caber el dolor en este misterio dulcísimo?

Por íntima, por perfecta, por estrecha que sea la unión de Dios y del alma, no es la unión consumada de la eternidad, y todo lo que le falta a la unión de la tierra para alcanzar la perfección de la del Cielo, se convierte forzosamente en dolor, en un dolor mezclado misteriosamente de gozo, algo dulcísimo y amarguísimo a la vez, pero dolor al fin, de un temple especial que supera por su intensidad a los demás dolores; más intenso por mas puro, por más espiritual, por más profundo.

El amor es insaciable, no queda satisfecho sino con el Infinito, y poseído de aquella manera perfectísima propia del Cielo; todo lo demás no logra sino excitar el deseo y convertirlo en martirio.

Cuanto más se posee a Dios, más se le desea, y cuanto más íntima es la posesión, más terrible es el martirio del deseo. Todos los místicos han hablado de este torturante deseo que pareció a Santa Teresa de Jesús más doloroso que todas las penas que había sufrido, con haber sufrido tantas.

Mas no es el deseo de la unión eterna el único dolor que acompaña a la unión; hay otros dolores, o, si se quiere, otros aspectos de este dolor que parece confundirse con el mismo amor.

Es ley del amor establecer cierta igualdad, cierto equilibrio amoroso en los que se aman; por su propia naturaleza, el amor exige que se devuelva don por don, entrega por entrega, amor por amor; y cuando tal equilibrio no se logra, el ansia de alcanzarlo se torna en dolor y martirio.

Y en el amor de Dios, el desequilibrio es inevitable, pues ¿que puede la criatura, pobre y miserable, para competir con un amor infinito en intensidad, espléndido en sus dones y divinamente rico en ternura?

Abrumada bajo el peso del amor infinito, el alma anhela, como San Agustín, ser Dios para endiosar al Amado, y en la impotencia cruel y dulcísima al mismo tiempo, como todo lo del amor- de competir con el Amor soberano, el alma pretende igualar el Infinito riquísimo de Dios con el infinito suyo, con el infinito de la miseria, y en su audacia quiere colmar con dolor lo que falta a su amor para ser infinito.

Más aún: hay en el alma que ha llegado a la unión como un secreto y divino instinto que la hace presentir que la entrega suprema del amor no puede realizarse en la tierra sin que la pobre criatura se deshaga y consuma por el dolor.

Dios se da en el gozo; los ángeles se dan sin sufrir; quizá en el paraíso de la tierra el hombre conocería el secreto de darse en medio de una alegría Purísima; pero en el estado actual, en la donación suprema del amor, se enlazan el gozo más intenso con el dolor más profundo, como en el divino Corazón de Jesús se mezclaron misteriosamente el gozo de la visión beatifica con crueles dolores que la Escritura llama proféticamente dolores del infierno.

Y aunque pudiera realizarse en la tierra el misterio del amor sin que el alma se convirtiera en víctima y en holocausto para transformarse en el Amado, bastaría que Jesús hubiera realizado la suprema donación del amor en la cruz bendita para que las almas que le aman sintieran la imperiosa necesidad de sufrir por Él, de entregársele en el dolor, de deshacerse dolorosamente y ser trituradas como el trigo y exprimidas como la uva en el lagar para convertirse en alimento y bebida de amor, en eucaristía viviente para el dulce Amado.

El mundo lo creerá o no, lo explicarán o no los sabios; el hecho gigantesco y elocuentísimo que veinte siglos han presenciado, está ahí: el de una legión no interrumpida de almas delicadamente enamoradas de su Dios que buscan el dolor con una pasión divina, con una avidez con la que no se ha buscado jamás el gozo, que tienen por único anhelo la cruz y que encuentran en ella gozo tan arcano, dulzura tan celestial, dicha tan exquisita, que todos proclaman, con el apasionado Francisco de Asís, que en sufrir por Cristo bendito consiste la perfecta alegría.

3. El dolor que redime

Réstanos considerar la última etapa del dolor.

Propio del amor es transformar a los que se aman, el uno en el otro, hasta unificarlos en cierto modo. Las expresiones: tener un solo corazón y una sola alma no son meras hipérboles, sino que expresan un misterio de unidad que realiza todo amor, pues hace que los que se aman tengan unos mismos pensamientos y unos mismos afectos, que sus alegrías y sus penas sean comunes. La Escritura nos enseña que esta ley del amor humano se realiza en el divino, pues San Pablo, con su audacia proverbial, nos enseña: "Quien se adhiere a Dios es con Él un solo espíritu".

Y Jesús, en los momentos más solemnes de su vida, expresa al Padre celestial como su deseo supremo y su suprema plegaria:

"Que todos sean una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad " Juan 17, 22-23.

El fruto divino de la unión es, pues, la transformación, la consumación de la unidad, Jesús vive en nosotros y nosotros en Él. Todo lo suyo es nuestro y todo lo nuestro es suyo; sus alegrías son nuestras alegrías y sus dolores son nuestros dolores. Nuestros actos se hacen divinos, y Jesús renueva en nosotros los misterios de su vida.

Entre todo lo que Jesús nos comunica y participa cuando nos transformamos en El, descuellan sus dolores, su sacrificio; porque sus dolores le son muy queridos, porque el sacrificio fue el acto supremo de su vida.

Ávido de sufrir, porque sus sufrimientos glorifican al Padre y son fuente de vida para las almas, no quedó Jesús satisfecho con los sufrimientos de su vida mortal, sino que quiere continuarlos hasta la consumación de los siglos en la Eucaristía y en las almas.

A las almas dichosas, con las que une por amor y que transforma en El, les participa sus sufrimientos divinos, sus sufrimientos íntimos para seguir sufriendo en ellas, como lo exigen sus insaciables deseos, y para que aquellas almas tengan sufrimientos divinos que en la debida proporción sean glorificadores del Padre y redentores de las almas.

Y aquí tocamos el supremo secreto del dolor, para entrever el cual es preciso abandonar la tierra y hundir el espíritu en el seno de Dios.

Cuando plugo al Padre darnos a su propio Hijo, al Hijo de sus eternas complacencias, al Hijo que ama con un amor infinito y personal, con el Espíritu Santo, le dio -¿quién podrá comprenderlo?- como la prueba suprema de su amor, como el regalo más exquisito de su ternura, la cruz: con todos los dolores, las ignominias y las amarguras que encierra.

Lo sacrificó, lo inmoló, lo entregó: dice la Escritura. ¿Qué será el dolor que fue el don supremo del amor infinito del Padre a su Hijo encarnado? ¿Qué será el dolor que es el don supremo de Jesús a su Padre celestial?...

Y como Jesús nos Ama a la manera que es amado por el Padre: Juan 15,9. El don supremo del amor de Jesús a las almas es el dolor, es la cruz; como el don supremo del amor de las almas es esa misma cruz que encierra todos los tesoros del Cielo y de la tierra, porque encierra todas las riquezas del amor.

En la primera etapa, el dolor que purifica, sin dejar de ser sobrenatural, es humano; en la segunda etapa, el dolor unitivo es celestial por su pureza, por su sublimidad pero el dolor de la tercera etapa, glorificador y redentor, es divino; es la participación del dolor de Jesús y el reflejo del amor del Padre.

El primero me parece simbolizado por la subida al Calvario; el segundo, por la cruz: exterior de Jesús, en la que las almas con Él sacrificadas se unen con Él en abrazo estrechísimo de amor y de dolor; y el último tiene por emblema la cruz: íntima del divino Corazón de Jesús por la que se sube al Espíritu Santo, amor infinito y personal de Dios y fuente inagotable de todo amor doloroso y de todo dolor amoroso.

 

 

V AMOR Y FECUNDIDAD

 

¡Precioso destino el de las flores: difundir hacia el cielo su perfume y depositar en la tierra su semilla fecunda!

¿Qué importa que sea efímera su primavera y fugaz su lozanía? ¿Qué importa que la opulencia de sus pétalos se disipe como rápido sueño si su aroma ha embalsamado el ambiente, si no ha de perder jamás su germen inmortal?

Las almas son como las flores: bajo la riqueza de sus virtudes o bajo la envoltura de sus miserias, esconden un perfume divino y un germen prolífico. Su perfume es el amor, su fecundidad virginal es Jesús, que, en una o en otra forma, comunican a otras almas. "La semilla es la palabra de Dios" Lucas 13,11.

Yo me atrevo a traducir: es el Verbo de Dios. En toda fecundidad verdadera e inmortal, el germen es el Verbo de Dios, en su reflejo, en su imagen, en su divina y misteriosa reproducción.

Al hacerse carne el Verbo de Dios se convirtió en divino Jardinero; enamorado de las almas, siembra sin cansarse la semilla del Cielo, aspira con fruición el aroma exquisito de sus flores y recoge amorosamente la mies opulenta.

¿Qué tendrán las almas que así las ama Jesús? ¿Que será ese perfume divino que guardan en su seno misterioso? ¿Quién comprenderá ese algo divino que el Creador infundió en ellas con su soplo omnipotente, que Jesús regó con su Sangre preciosa, que el Espíritu Santo fecunda con su sombra santificante?

Quizá la primavera de las almas sea también fugaz y pase con sus encantos inolvidables, con sus sueños celestiales, con su frescura inmaculada; pero, ¿qué importa si las almas, como las flores, al llegar a la madurez otoñal realizan su precioso destino: difunden hacia el Cielo su divina fragancia y depositan sobre otras almas su semilla inmortal?

Porque el perfume es para el Cielo y el germen para la tierra. En realidad, todo es para Jesús, el divino Jardinero ¿para quién habían de ser las almas sino para El?; pero el perfume lo aspira y lo guarda Jesús en su Corazón y la mies la recoge en sus graneros para alimentar a las almas.

El amor, que es perfume de las almas, es para el intimo servicio de Jesús, es para su regalo amoroso, es para enriquecer el ánfora de alabastro de su Corazón, siempre henchido y siempre ávido de perfume, que se derrama siempre y no se agota jamás.

La fecundidad, empero, es para las almas, para que broten flores nuevas, para que sigan exhalándose perfumes sobre la tierra, para que siga embriagándose el divino Jardinero con la exquisita fragancia del amor.

Toda alma debe exhalar sus emanaciones del paraíso para el huerto del Amado y debe dejar en las almas los gérmenes de su fecundidad virginal.

  Pero las almas no exhalan su perfume más exquisito y acendrado sino cuando sus pétalos sufren desmayo al marchitarse o son cruelmente macerados para arrancarles el tesoro de su esencia finísima.

Se diría que en la gloria de su primavera solamente difunden su aroma superficial, pero que guardan avaras en su seno profundo su arcana fragancia, que no despiden hasta que, heridas de muerte, dejan que se abran o sean desgarradas las ánforas preciosas que encerraban su tesoro

Dicen que al árbol de la mirra solamente deja escapar su perfume cuando se le hiere; lo mismo acontece con otras gomas aromáticas; se destilan, gota a gota, por las desgarraduras de la corteza que las guarda.

Así son las almas; pueden difundir fácilmente en afectos superficiales su aroma común. ¡Cuántas las exhalan pródigamente, sin dolor y sin esfuerzo, en medio de la alegría primaveral! ¡Dichosas aquellas que no dilapidaron jamás su divina riqueza, sino que guardaron con amorosa solicitud todos los tesoros de su ternura para su divino Jardinero!

Pero las almas tienen otro perfume hondo, exquisito, concentrado; es un amor que se elabora en el centro misterioso del alma

¡cuántas ni sospechan su riqueza!, un amor que al exhalarse penetra y transforma a toda el alma convirtiéndola en puro amor y haciéndola incapaz para todo lo que no sea amor; es pasión, es locura, es felicidad; es un no sé qué divino que todas las palabras humanas no podrán explicar jamás; es un secreto dulcísimo que muchas almas dichosas pueden sentir, pero que ninguna puede revelar, porque es inefable.

Este perfume del Cielo es el que ansía aspirar el divino Jesús, conocedor profundo de sus flores; hasta permite que el enemigo siembre la cizaña en sus jardines y que venga alguna vez el huracán a devastar su huerto; aunque lloren las flores marchitas y los tallos tronchados, queda satisfecho con que unas cuantas flores victoriosas de la cizaña y del vendaval elaboren para El, el exquisito y ansiado perfume. Mas ninguna alma exhala este aroma misterioso si no es herida por el dolor, si no deja que se marchiten y maceren sus pétalos opulentos, si no permite que sean desgarradas cruelmente las secretas envolturas que esconden lo divino.

Por eso muchas, muchísimas almas pasan la vida sin saber amar, creyendo que sus afectos egoístas y estériles son amor, pensando que toda su fragancia se exhala en la fácil expansión de sus afectos superficiales.

No saben amar porque no saben sufrir, porque hasta ignoran el secreto del amor profundo, porque, ignorantes o cobardes, quieren amar en la efímera alegría y en el gozo fugaz, y ni siquiera sospechan que la verdadera alegría se oculta en el dolor, que el gozo perfecto no puede brotar sino del amor profundo, cuyas gotas celestiales únicamente se destilan por las hondas desgarraduras abiertas por el dolor.

Por eso hay tan pocas almas felices, porque son pocas las que aman, porque son pocas las que se entregan sin reserva al dolor, para que, deshecha por éste el ánfora de alabastro que encierra el perfume, se difunda el amor y embalsame toda el alma con la suavidad celestial y beatificante del verdadero amor.

Jesús nos enseñó que la felicidad está únicamente en el dolor, porque está únicamente en el amor; los santos nos lo han repetido como fruto de sus dichosas experiencias; no se ha extinguido aún el acento celestial de un alma contemporánea nuestra que ha embalsamado la Iglesia con la suavidad de sus perfumes; todavía nos parece escuchar como armonía de los Cielos la voz angelical de la virgen de Lisieux, que dama: «Encontré la felicidad y la alegría sobre la tierra, pero únicamente en el sufrimiento » .

Pero el mundo no escucha esta doctrina, ni quiere escucharla; y siguen muchas almas buscando el amor y la felicidad en donde no se encuentran, en donde no pueden encontrarse, y dejan escapar pródigamente, neciamente, el perfume de sus afectos superficiales.

Ávidas de felicidad, la buscan en el placer multiplicado y refinado por la falsa cultura moderna, sin comprender que todo lo que aumenta el placer aumenta el egoísmo, y que éste es el eterno enemigo del amor y de la felicidad, porque es enemigo del dolor; sin darse cuenta de que los tristes y penosos esfuerzos que hacen por ser felices, únicamente sirven para alejarse de la felicidad, porque ahogan en sus profundos senos cuya existencia ni vislumbran la fuente del verdadero amor, único que encierra el secreto de la felicidad.

Gracias a Dios, hay almas escogidas que han recibido o están dispuestas a recibir la divina revelación del dolor; a éstas cultiva con ternura en sus jardines el divino Jesús, sobre ellas vierte el riego de sus gracias y la gloria primaveral de sus consuelos, las prepara para la fecunda madurez otoñal, y cuando llegue el momento enviará a su amoroso mensajero, el dolor, para que hiera sus flores predilectas.

Y Él mismo, con sus manos divinas porque a nadie confía la amorosa y finísima operación , desgarrará amorosamente las últimas envolturas que guardan el tesoro, y brotará el exquisito perfume; y lo aspirará Jesús y lo guardará en su Corazón, y el alma dichosa que lo ha exhalado se trocará en amor purísimo, y gozará sobre la cruz de Cristo de la única felicidad de que puede gozarse sobre la tierra.

¡Ah! Jesús hiere a las almas porque las ama, porque quiere que le den su fragancia, porque las quiere hacer felices. Si tuviera otra cosa mejor que el dolor, se la daría; pero, según sus amorosos designios, no hay en la tierra mejor incentivo de amor y más precioso instrumento de felicidad que el dolor.

Él mismo para darnos todo su amor, se abrazó a la cruz. ¿Qué es el misterio del Calvario, sino el ánfora divina del Corazón de Jesús que se hizo pedazos de dolor para embalsamar la tierra con el perfume de su inmenso amor?

Lo que hizo Magdalena al ungir con exquisita esencia de nardos los pies de Jesús será el eterno símbolo del perfecto amor.

Yo no sé si en las flores tendrá relación su perfume con su fecundidad, pero sí sé que en las almas la fecundidad es lógica consecuencia del amor. En el orden espiritual, lo único fecundo es el amor. Las palabras son huecas y las obras estériles cuando no son el fruto del amor, cuando no están impregnadas del divino perfume.

La medida de la fecundidad de un alma es su amor. Por eso enseña San Pablo que sin amor, hablar las lenguas de los ángeles y de los hombres es tan vano y fugaz como el tañer de una campana, y las obras más estupendas, aun el martirio mismo, son estériles.

Mas para que el amor produzca su fruto necesita del dolor. El Maestro divino nos dio expresamente esta condición indispensable de la fecundidad: Juan 12,24 "Si el grano de trigo cayendo en la tierra no muriese, quedará él solo; pero si muriese, producirá mucho fruto."

El placer está condenado al triste aislamiento, el egoísmo es estéril; solamente el dolor tiene el divino privilegio de multiplicarse; la fecundidad es la expansión del amor en el martirio.

Para hacer bien a las almas, hay que sufrir por ellas, hay que amarlas como Jesús, y como El clavarse en la cruz por ellas.

«¡Ah!, la oración y el sacrificio constituyen mi fuerza, son mis armas invencibles; ellas pueden, más que las palabras, tocar los corazones; lo sé por experiencia», escribió Santa Teresa del Niño Jesús, explicando el bien que hacía a sus novicias. No nos hagamos ilusiones; no hay otra fuerza, no hay otras armas para hacer el bien, para dar a Jesús.

Quien siente en sus entrañas el fuego divino del celo por las almas, quien anhela los gozos supremos de la fecundidad espiritual, que se convierta en aquella varilla formada por los perfumes del incienso y de la mirra de que hablan los Cantares, que mezcle sabiamente en lo intimo de su alma el aroma del amor con la fragancia del sacrificio.

¡Oh Jesús, divino Jardinero! Nosotros somos flores nacidas en el jardín de tu Iglesia y regadas con tu Sangre preciosa. Nardos o azucenas, rosas o violetas, flores exquisitas o flores sencillas del campo, hemos recibido de Ti la opulencia de nuestros pétalos, los tesoros de nuestros perfumes y la bendición de nuestra fecundidad.

Para Ti queremos vivir en el rincón de tu huerto donde nos plantó tu mano divina, y aspiramos a realizar nuestro precioso destino, exhalando hacia el Cielo nuestro perfume de amor para que lo aspires y guardes en tu Corazón, y depositando en las almas la fecunda semilla.

 

 

 

VI PERFUME Y AMARGURA

"Mi amado es un hacecillo de mirra."

 

Envíanos tu Espíritu para que proyecte en nuestro corazón su aroma vivificante, clávanos en tu cruz, y en ella clavados, hiérenos con tu mano amorosa para que se exhale de lo profundo de nuestro corazón el aroma acendrado y exquisito del amor perfecto y para que caigan sobre las almas los gérmenes divinos de nuestra fecundidad, como se exhaló la fragancia del amor eterno de tu Corazón destrozado y como cayeron en tus dulces heridas las gotas preciosas de tu Sangre divina.

Un hacecillo de mirra es para mí el Amado, exclamaba la Esposa del Cantar. Amarga y perfumada es la mirra; Jesús es para el alma perfume y amargura...

Perfume, sí; el amor, ¿no es un perfume suavísimo y precioso? Perfume que se derrama, perfume que llega hasta las entrañas y causa divina embriaguez.

Cristo vino al mundo a difundir ese divino perfume del amor y embalsamó con él la tierra.

Cristo es perfume para Dios. Dios se complace aspirando el buen olor de Cristo.

Cristo es perfume para los hombres; cuando apareció los hombres se sintieron envueltos en una atmósfera eclesial de amor.

Cristo es principalmente perfume para las almas predilectas, en las que Dios, en sus amorosísimos designios se ha dignado derramar profundamente el perfume de su amor.

Pero el perfume de Cristo es como el de la mirra. «Mirra dice fray Luis de León es un árbol pequeño que se da en Arabia, Egipto y Judea, el cual, hiriendo su corteza en ciertos tiempos, destila lo que llamamos mirra». Hiriendo ese árbol su aroma se difunde.

 

El amor de Cristo brota principalmente de sus llagas, de su dolor.

Desde el principio de su vida, Cristo fue dolorido; por eso, desde el principio despidió su aroma. Mas en la Pasión fue totalmente herido, fue totalmente una llaga; por eso en el Calvario, su amor, como un perfume fuerte y exquisito que rompe el ánfora de alabastro que lo contiene, se difundió por el Cielo y por la tierra. Dios se complació infinitamente en el amor de su Hijo, y nosotros creímos en el amor de Dios.

Esa explosión, digámoslo así, del amoroso perfume, quiso Cristo perpetuarla por todos los siglos en la Eucaristía. Y este sacramento de amor es hacecillo de mirra; también ahí brota el perfume de las heridas. Si la Eucaristía es una maravilla de amor, es porque es un sacrificio maravilloso.

En todas partes, en el Calvario y en la Eucaristía, el perfume del amor se difunde por las llagas abiertas por el sacrificio.

La Iglesia, que es Cristo mismo perpetuándose en la tierra, es un hacecillo de mirra. Cuando las persecuciones la hieren y las persecuciones, gracias a Dios, nunca faltan , difunde profundamente por doquiera el buen olor de Cristo.

La época de persecución es época de amor, época de santos. La santidad, que es amor, es el perfume que brota del Cuerpo místico de Cristo cuando le hieren los enemigos.

Ahora bien: el amor une, asemeja, unifica a los que se aman; las almas que aman a Cristo son como Él, hacecillos de mirra; en ellas, como en Cristo, el perfume brota de las llagas.

Continuemos la comparación. Figurémonos un perfume tan fuerte que hiciera por sí mismo una abertura en el ánfora que lo contiene, y al salir por aquella abertura la hiciera más grande, siendo más grande, dejará escapar más perfume.

¿Qué sucedería? Que el perfume iría rompiendo el ánfora; y el ánfora, a medida que estuviera más rota, dejaría escapar más perfume, hasta que el ánfora quedara deshecha y el perfume se escapara por completo.

 

El amor hiere, y la herida produce más amor; el amor abre más la herida, y la herida acrecienta el amor, hasta que el alma sea una pura llaga, esto es, puro amor... Se romperá el ánfora, y solamente quedará el perfume. Entonces el alma se transformará en Dios.

Ahora pregunto: ¿Qué es más dulce, el amor o la llaga? ¿Qué es más deseable, el perfume o la amargura de la mirra?...

 

SEGUNDA PARTE

LOS SECRETOS DE LA VIDA ESPIRITUAL

 

I NECESIDAD DE LA VIDA INTERIOR

 

Nada tan importante en el orden sobrenatural como tener una profunda una intensa vida interior.

Porque a las veces incurrimos en el error de subordinar la vida interior a la práctica de las virtudes, como si nuestro trato con Dios no fuera sino un medio para perfeccionarnos Romanos 13,10.

Este error es más común de lo que parece. Un autor, muy recomendable por cierto, en una obra dirigida a sacerdotes, tiene sin embargo, frases como éstas: «Todo en la oración debe converger hacia la resolución y definitivamente hacia la reforma o perfeccionamiento de la vida» «La resolución es el término inmediato de la oración: su último fin es la reforma efectiva o el perfeccionamiento de la vida por el cumplimiento de la resolución.» «La oración es el laboratorio de la resolución del alma». «En la oración no se trata de hacer el arte por el arte, sino de trabajar para resolverse y finalmente para mejorar la vida», etcétera, etc.

¿No se puede llamar a esto utilitarismo espiritual?

 

La enmienda de la vida es medio para hacer mejor la oración y al mismo tiempo es su fruto y feliz resultante; pero el fin inmediato de la oración es nuestra unión con Dios, y su fin último, la gloria de Dios.

Un artista, un pintor, por ejemplo, necesita dinero para ejercer su arte, a lo menos para adquirir los materiales, colores, pinceles, tela, etcétera; y con su arte puede ganar dinero, y aun mucho dinero. Pero quién va a decir por eso que el arte tiene un fin comercial lo mismo debemos pensar tratándose de la oración y de la vida interior.

Y no es así. Sin duda que la oración y todos los demás actos de la vida interior tienen un influjo eficacísimo en la adquisición de las virtudes; de nuestro trato con Dios sacamos la fortaleza para rechazar las tentaciones, el conocimiento propio para ser humildes, la dulzura para tratar a nuestros prójimos y la luz y la fuerza para practicar todas las demás virtudes; más aún: se puede asegurar que las virtudes que no tienen su raíz en la vida interior no son sólidas ni profundas.

Pero eso no quiere decir que nos acerquemos a Dios únicamente para adquirir las virtudes, sino, al contrario, la vida activa y todas las virtudes que tenemos que practicar con relación al prójimo y a nosotros mismos, más que premio a nuestros esfuerzos, son medios para conseguir la vida contemplativa, la vida interior perfecta.

En otros términos: la vida contemplativa no es el medio o escalón para llegar a la vida activa; al contrario, trabajamos, luchamos, nos sacrificamos para amar a Dios para tener con Él relaciones intimas y amorosas.

La verdadera vida espiritual consiste en nuestras relaciones con Dios; las relaciones con el prójimo y con nosotros mismos son algo secundario: o se ordenan a alcanzar la vida interior o son un desbordamiento de ella.

Pero el punto central para la vida espiritual es la vida contemplativa. ¿Por qué? Porque para eso nos hizo Dios; nos hizo para El, para que lo conozcamos, para que lo amemos, para que le sirvamos. De manera que si nos sacrificamos por lograr que nuestra vida y conducta vayan mejorando, es únicamente para hacernos dignos de tratar con Dios. De suerte que nuestra vida interior es la cumbre, es el ideal, es la meta donde deben converger todos nuestros esfuerzos.

La vida contemplativa es la vida del Cielo: allá desaparecerán todos los trabajos de la vida activa. En el Cielo no habrá pasiones que combatir, ni prójimos que ayudar, ni miserias que sufrir. La vida de los bienaventurados es una contemplación eterna; miran a Dios, le aman y se unen a Él con un abrazo indisoluble. Esa es la verdadera vida.

Y Dios en su bondad ha querido que desde este mundo nos ensayemos en lo que constituirá nuestra vida eterna; ya desde aquí podemos contemplarle, aunque entre las sombras de la fe; ya desde aquí podemos amarle y con el mismo amor del Cielo, aunque todavía no produzca en nosotros los mismos efectos que en los bienaventurados. Esta es la verdadera vida; todo lo demás es pasajero y transitorio.

Por eso Nuestro Señor decía a Marta que se inquietaba por muchas cosas cuando una sola era necesaria; en tanto que María había elegido la mejor parte y no se la quitarían jamás. De manera que Nuestro Señor mismo nos enseña que la vida contemplativa es mejor que la vida activa y que no le será arrebatada al alma que la haya elegido.

Es la mejor parte, porque es la más elevada. Vivir con Dios, conocerle y amarle es lo más elevado que puede hacer una criatura; ni los mismos serafines pueden aspirar a cosa más alta. Es la mejor parte, porque es la más excelente; ¿qué cosa más excelente que tratar con Dios y ser como familiares e íntimos de Dios?

Y nadie nos la puede arrebatar. La vida activa es sólo del tiempo; la vida contemplativa es eterna. La vida de mortificación de los grandes penitentes, la vida apostólica de los grandes apóstoles, el ministerio sacerdotal, por santo y fecundo que sea, se acaba con la muerte; sólo hay una cosa que no se acaba: es la vida contemplativa. Continúa en el Cielo, es eterna.

En un artista por ejemplo, la vida consiste en contemplar y reproducir la belleza según su arte propio; podrá hacer otras cosas, por ejemplo, cuando va de camino, pero sólo de una manera transitoria. Terminado el viaje, cambiadas las circunstancias anormales, volverá a su arte, que en él es lo principal; todo lo demás es secundario y transitorio.

 

Así acontece con nosotros; hemos sido elevados al orden sobrenatural para contemplar a Dios y amarle. Dios nos creó para el Cielo; sin duda que mientras peregrinamos por la tierra tenemos que hacer otras muchas cosas, combatir nuestras pasiones, ayudar al prójimo, etc.; pero esto no es lo propio de nuestro oficio, son cosas del camino que pasan.

Nuestro Señor quiere que nuestra ocupación principal en la tierra sea ejercitarnos en lo que ha de ser nuestra ocupación eterna en el Cielo: contemplarle y amarle. No lo podremos hacer con la plenitud y perfección con que lo hacen los bienaventurados; pero, a lo menos, en medio de las preocupaciones de esta vida, debemos dar la mejor parte a la vida interior.

Es, pues, la única vida verdadera. De manera que todo lo demás que hagamos en tanto vale en cuanto que está penetrado por la vida interior, por la savia de la contemplación.

Los que tenemos un ministerio exterior como los sacerdotes, los miembros de la Acción Católica, no podemos hacer bien a las almas si no poseemos una intensa vida interior, como lo ha demostrado ampliamente Don Chautard en su obra El alma de todo apostolado. Somos el buen olor de Cristo, dice San Pablo, y para difundirlo por todas partes es indispensable que estemos profundamente impregnados de El y unidos a El, es decir, que tengamos una intensa vida interior.

Las almas que no pueden ejercer una acción inmediata en los prójimos deben, desde el fondo de su recogimiento, derramar las gracias de Dios sobre ellos, pero sólo podrán hacer esto en la medida en que posean una intensa vida interior.

La verdadera eficacia de nuestras obras depende de nuestra vida interior, y el verdadero valor de un alma vale más cuanto más intimas y estrechas son sus relaciones con Nuestro Señor.

La vida interior es lo principal, lo más importante, lo más eficaz en la vida espiritual, lo único necesario.

Por consiguiente, para toda alma que trata de perfección, el gran problema es éste ¿Cómo haré para que mi vida interior sea más profunda y más intensa?

Sin duda que todos mis lectores poseen en su alma la vida interior; pero ningún alma puede conformarse con la vida espiritual que tiene; en este orden siempre se necesita más y nunca se puede decir basta.

¿Qué digo? En todos los órdenes pasa lo mismo; es muy humano el no saciarnos nunca de lo que amamos... ¿Cuándo el artista se sacia de belleza? ¿Cuándo el sabio se siente harto de verdad?

Es que en nuestro corazón llevamos algo infinito: nuestros deseos. Las cosas materiales cansan; el goloso puede comer mucho, pero llega un momento en que le repugna seguir comiendo: está satisfecho, no puede más.

En la tierra, el que ama quiere amar más, y el sabio no se cansa de investigar la verdad ni el artista de contemplarla y reproducirla. Toda vida humana noble y elevada es insaciable. Con más razón la vida espiritual.

Por consiguiente, por intensa que sea la vida interior de un alma, necesita más y aspira a más.

Y como la vida interior no es otra cosa que nuestras relaciones con Dios, que nuestro trato íntimo y amoroso con Él, el problema se convierte en éste: ¿cómo haremos para que nuestro trato con Dios sea más intimo y nuestras relaciones con El sean más estrechas?

Tal es el objeto de estos capítulos: resolver este problema, y estudiar con la luz del Espíritu Santo qué se necesita para que nuestra vida interior sea más intensa y profunda.

 

II LA CLAVE DE LA VIDA INTERIOR

 

El problema que tenemos que resolver es, pues, éste: ¿cómo haremos para que nuestra vida interior se haga cada día más intensa y podamos así realizar nuestro ideal y cumplir nuestra misión?

Y para resolverlo, me propongo no tanto dar reglas, ni hacer observaciones, ni proponer medios aislados, sino descubrir la clave que resuelve fundamentalmente el problema.

Para lo cual conviene, ante todo, planearlo con claridad y precisión.

Hay épocas en que la vida interior se hace fácil y dulce; ¿quién no ha tenido períodos más o menos largos en que con toda facilidad ha podido vivir días llenos de fervor? La lástima es que no hemos sabido ni cómo ni por qué llegamos a este estado.

Un buen día nos sentimos recogidos, la presencia de Dios se nos hizo muy fácil, el alma se sosegó y gozamos una temporada de paz; pero otro día todo se esfumó, y no supimos ni cómo vino el fervor ni cómo se fue.

Y como, desgraciadamente, los días claros son muy pocos y los nublados son más frecuentes, resulta que en muchas y muy largas temporadas no sabemos a punto fijo lo que tenemos que hacer para cultivar la vida interior. Aún hay almas que creen que el fervor es como un premio de lotería: al que le tocó, le tocó; y al que no le tocó, no le queda más que resignarse.

¡Si pudiéramos descubrir el hilo de este ovillo, la clave de la vida interior, para saber lo que tenemos que hacer, lo mismo en los días claros que en los días nublados y oscuros!

Se podría tratar de resolver el problema de una manera superficial y enumerar todos los elementos de donde nace la vida interior. Por ejemplo, el recogimiento interior y exterior, el desprendimiento y la pureza del corazón, que debe estar vacío de toda criatura, la práctica de las virtudes, etc.; etc.

De manera que el problema se trataría de resolver diciendo:

todos estos elementos ha de tener e intensificar el alma para que nazca y se desarrolle en ella la vida interior.

Pero quedaría en pie la cuestión, y de nuevo preguntaría el alma: ¿Y cómo adquirir el recogimiento y desprender el corazón y practicar las virtudes?

Porque no pocas veces quiere el alma recogerse y no puede; porque no puede vaciarse perfectamente el corazón, sino llenándolo de Dios por la vida interior; porque no se pueden practicar perfectamente las virtudes sino teniendo ante los ojos del alma el Modelo divino que contemplamos en la oración.

Necesitamos, pues, no tanto conocer los elementos de la vida interior y los medios que la favorecen, cuanto descubrir la clave, el punto central que resuelve toda la dificultad: ¿dónde está la clave de la vida interior? ¡Quiera Dios descubrimos el secreto!

Es necesario primeramente tener conceptos claros acerca de la vida interior.

La vida espiritual consiste esencialmente en la caridad, y la perfección cristiana no es otra cosa que la plenitud de la caridad.

Ahora bien: la caridad tiene dos aspectos: el amor a Dios y el amor al prójimo; por consiguiente, la vida interior consiste en el amor a Dios y en el amor al prójimo, principalmente en el amor a Dios y secundariamente en el amor al prójimo.

De manera que vivir la vida espiritual es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Cuando se llega a amar así, se cumple plenamente la ley, porque "la plenitud de la ley es el amor" Romanos 13,10.

De este doble aspecto de la caridad, el amor a Dios y el amor al prójimo, resultan las dos formas de la vida espiritual: la vida contemplativa y la vida activa.

La vida contemplativa comprende todas nuestras relaciones con Dios, que consisten esencialmente en contemplarle y amarle. La vida activa abarca todo lo que se relaciona con el prójimo; por consiguiente, la práctica de las virtudes morales y de las obras de misericordia.

El amor legítimo a nosotros mismos está comprendido en el amor al prójimo; el primero de nuestros prójimos somos nosotros mismos; más aún, el modelo y tipo del amor que debemos tener a los demás es el amor legítimo que nos tenemos a nosotros mismos: "amarás a tu prójimo como a ti mismo",

También la caridad al prójimo tiene dos aspectos.

Uno es servirnos del prójimo para ir a Dios, utilizarlo como un medio para unirnos con Dios. El otro es unirnos a Dios; una vez unidos con Dios, descender hasta el prójimo para traerle las gracias que en el trato con Dios hemos conseguido.

El trato con el prójimo es una ocasión muy provechosa para ejercitar muchas virtudes que nos llevan a Dios, como la humildad, la mortificación, la abnegación, la paciencia, la mansedumbre, etc.

Por eso dice Santo Tomás que para alcanzar la perfección es mejor la vida en sociedad que la vida solitaria; pero, una vez que ya se ha alcanzado la perfección, es mejor la vida solitaria que la vida en sociedad.

Y ya indicamos la razón: porque el trato con el prójimo es ocasión de que ejercitemos muchas virtudes. Si viviéramos en el desierto, tal vez no sospecharíamos muchos de nuestros defectos.

El prójimo nos humilla y pone así de manifiesto nuestro orgullo y amor propio; con sus impertinencias descubre nuestra irascibílidad o nos hace ejercitar la mansedumbre; con sus múltiples necesidades nos hace practicar la abnegación o comprueba nuestro egoísmo, etc., etc.

Por eso los Santos Padres dicen que la vida activa es la preparación para la vida contemplativa, porque en aquélla ejercitamos las virtudes que nos disponen para ésta.

Pero una vez que hemos subido a esa cumbre de la vida contemplativa, pasando por el flanco de la vida activa, descendemos por el otro flanco, trayendo en las manos los tesoros de Dios para distribuirlos al prójimo; ésta es la vida apostólica.

No hay un alma que haya llegado a la unión con Dios, a la plenitud de la contemplación, que no sienta sus entrañas devoradas por el celo de la salvación de las almas. Baja entonces de la cumbre de la contemplación a la planicie del apostolado para conquistar a las almas para Dios.

En resumen: la vida contemplativa tiene por objeto a Dios; la vida activa se ocupa del prójimo, y cuando esta vida es una redundancia de la vida contemplativa, se llama vida apostólica. Y ésta es la más perfecta, porque supone la plenitud de la contemplación y es la perfección de la actividad; es como una síntesis de la vida activa y de la vida contemplativa

Al prójimo no tenemos que contemplarle, sino servirle y servirnos de él para ir a Dios.

A Dios, al contrario, no tenemos más que contemplarle y amarle; contemplación y amor que se funden en un solo divino resultado: la unión, la transformación del alma en Dios. Por eso la vida interior en su cumbre es vida contemplativa.

Y lejos de ser algo monótono y cansado, es lo más inagotable y variadísimo; la eternidad misma no será suficiente para agotar los tesoros de luz y de belleza que se encuentran en Dios; menos podremos agotarlos en este mundo.

Santos ha habido que parece que no saben sino una sola cosa, que por todas partes no ven sino una sola cosa. Algunos no atienden sino a la nada de las criaturas y al todo de Dios; otros no consideran sino tal o cual pasaje del Evangelio; los de más allá concentran su contemplación en un misterio de la vida de Cristo o en un atributo de la Divinidad.

Y nos causa extrañeza que no se ocupen de otra cosa. Cada uno de los misterios de Dios, cada uno de sus atributos, cada uno de los rasgos de su fisonomía divina son suficientes para ocupar toda una vida

Así, pues, de una manera o de otra, toda vida interior tiene que ser, en último término, vida contemplativa. Ahora bien: para contemplar a Dios, lo primero que se necesita es encontrarle. Y una vez que le hemos encontrado, es preciso conocer los medios para comunicarnos con El. Si tengo grande interés en oír las lecciones de un maestro, pero no sé ni en qué nación ni en qué ciudad vive, lo primero que necesito es ponerme a buscarlo. Y una vez que le he encontrado, es indispensable conocer el idioma que habla para poderme comunicar con él. Lo mismo pasa en la vida interior; todos sus secretos están aquí en saber encontrar a Dios y en sabernos comunicar con El. Todo esto parece la cosa más sencilla y obvia del mundo.

Porque ¿dónde está Dios? No necesitamos subir a los Cielos para encontrarlo: Dios está en nosotros, "en Él vivimos, nos movemos y somos" Hechos 17,28. La Bondad divina ha querido quedarse con nosotros, en nuestro corazón y en el sagrario.

Y sin embargo, de llevar a Dios en nuestro corazón, y de vivir en un ambiente divino, y de tenerle en el sagrario, ¡qué difícil es encontrar siempre a Dios! ¿No es el gran tormento de las almas no encontrar a Dios?

Parece cosa muy fácil y sencilla comunicarnos con Él. ¿No habla todos los idiomas? ¿No penetra hasta el fondo de los corazones? Ni siquiera necesitamos abrir nuestros labios; nos basta abrir nuestro corazón, nos basta querer... Además, sabemos que Él nos escucha siempre, que está deseoso de comunicarse con nosotros. ¿Qué misterio es éste?

Si todos, sabios, ignorantes, sencillos, imperfectos y hasta pecadores tenemos derecho a comunicarnos con Dios, ¿por qué es difícil prácticamente hacerlo?

Porque a esto equivale esa frase tan frecuente entre las almas piadosas: ¡No puedo hacer oración! ¡cómo, si la oración es como la respiración del alma!. Es verdad; siento la necesidad de hacer oración, quiero hacerla, pero... ¡no puedo! No puedo formula

r ningún afecto. Estoy muda, sorda, seca; no oigo, no hablo, no siento...

¿Cómo explicar estas aparentes contradicciones: Dios está cerca y no le encontramos? Podemos comunicarnos con El de todas maneras y no acertamos a hacerlo.

Aquí encuentro la clave de la vida interior; lo que explica esas aparentes contradicciones es que, como dice la Sagrada Escritura, nuestro Dios es un Dios escondido, Isaias 45,15. Y a un Dios escondido necesitamos buscarle.

Si en una habitación hay un escondite y en él se oculta una persona, aunque esté cerca de nosotros, no la encontramos, ni siquiera sospechamos su presencia. Así es Dios. Es un Dios escondido.

En todas partes está presente, pero en todas oculto. En las estrellas del firmamento, en la tierra que nos sostiene, en el aire que respiramos, en los prójimos que nos rodean, ¿descubrimos siempre a Dios?

Los santos, sí; dondequiera encontraban a Dios, y por eso algunos se extasiaban ante una simple flor, porque en ella descubrían a Dios. Nosotros, en cambio, necesitamos hacer no sé cuántos raciocinios para saber que allí está.

Dios vive en nuestro corazón, como la fe nos lo afirma; pero una triste experiencia nos enseña que no le encontramos siempre. ¿Por qué? Porque está, pero escondido; y a una persona escondida es preciso buscarla para encontrarla.

Dios está de una manera especial en la Eucaristía, y de todas las partes en donde está, allí es donde más fácilmente le encontramos. Sin embargo, también allí está escondido; cuántas veces nos acercamos al sagrario y no vislumbramos nada y no sentimos nada!

Por consiguiente, uno de los secretos de la vida interior consiste, no en saber dónde está Dios, porque ya sabemos que está en todas partes, sino en saber que dondequiera que está, está escondido. Luego el secreto de comunicarnos con El es encontrarle. El segundo secreto es éste: una vez que hemos encontrado a Dios, ¿cómo comunicarnos con El? La Sagrada Escritura dice: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y mis caminos no son vuestros caminos." , Isaias 55,8.

De aquí nace la dificultad de comunicarnos con Él, porque sus pensamientos no son nuestros pensamientos ni sus caminos son nuestros caminos. De manera que Dios se nos comunica por un camino y nosotros andamos por otro. El tiene su manera de acercarse a nosotros que no entendemos, porque en el fondo quisiéramos que se nos comunicara a nuestra manera.

Por ejemplo, creemos que siempre que Dios se nos comunica, le hemos de sentir, porque la comunicación con una persona amada, como es Nuestro Señor, no podemos imaginarla seca y árida. Pero como los caminos de Dios son tan distintos de los nuestros, el noventa y nueve por ciento de las veces que Nuestro Señor se nos comunica no le sentimos. Y esto nos desconcierta y creemos que no nos podemos comunicar con Nuestro Señor porque no le sentimos.

Nos parece que Nuestro Señor no puede tener sino un sabor delicioso, y no siempre que viene le hemos de gustar con su sabor de bienaventuranza. A las veces, así es.

La llegada de Nuestro Señor inunda nuestro corazón de dulzura. Pero no siempre sabe Dios a lo mismo; es como el maná: tiene todos los sabores.

San Bernardino de Sena dice que tiene dos sabores: sabor de dulzura y sabor de amargura. Cuando, sentimos nuestro corazón amargado, es que Dios se nos acerca también, es que Jesús se nos comunica; por más que no acabemos de comprender que también tiene sabor de amargura.

Bien dice Santo Tomás que todos nuestros errores en la vida espiritual dependen de que queremos medir las cosas divinas con nuestro criterio humano, tan estrecho y mezquino. ¡Cuántas veces, cuando creemos estar más lejos de Dios, estamos más unidos a El!.

A mi modo de ver, el secreto y la clave de la vida interior es éste:

Jesús es un Dios escondido; hay, pues, que buscarle. Pero para buscarle, hay que tener en cuenta que los caminos de Dios son muy distintos de nuestros caminos. Conocer esos caminos y por ellos buscar a Dios es el único medio de encontrarle y de unirnos a ÉL.

 

III LA FE

 

El primer motivo por el que se nos dificulta comunicarnos con Dios es porque es un Dios escondido.

Lo ha sido siempre, aun en los días de su vida mortal.. ¡Cuántas veces nos lamentamos de no haber vivido en los tiempos en que Jesús vivió sobre la tierra! ¡Le hubiéramos entonces conocido y amado y hubiéramos vivido con El!.

Pero aun entonces no era tan fácil conocer a Jesús; cuántos le vieron, escucharon sus palabras de vida eterna y le contemplaron con sus ojos mortales, y1 sin embargo, ¡qué pocos le conocieron de verdad y le amaron! Aun sus mismos apóstoles, que tuvieron con El un trato tan íntimo, ¡qué imperfectamente le conocieron y le amaron antes de la Pasión!

Y ¿por qué? Porque siempre, aun en los días de su vida mortal, Jesús era un Dios desconocido.

Pero se esconde para que le busquemos, y a los que le buscan se les manifiesta claramente, como dice la Escritura.

¿Cómo se busca a Jesús? ¿Cómo se le encuentra?

Desde luego, hay unos ojos que siempre le encuentran, porque le descubren dondequiera que se halle y por más escondido que se encuentre: son los ojos de la fe. La fe penetra todas las sombras y descubre a Dios a través de todos los disfraces, de suerte que Nuestro Señor se puede esconder a todo menos a la fe. Es como los rayos X, que penetran los cuerpos opacos y nos descubren su interior, o como esos instrumentos que, según aseguran, señalan dónde están los tesoros.

La fe nunca falla, nunca yerra, es infalible. Pero como es oscura, con frecuencia no nos satisface. Y quisiéramos encontrar a Nuestro Señor, pero a nuestro modo, porque nuestros pensamientos no son sus pensamientos, ni nuestros caminos son sus caminos.

Por eso el gran medio que indica San Juan de la Cruz para llegar a la contemplación es la fe oscura. El tema del santo es que hay que ir a Dios por la fe oscura, sin gusto sensible. Pero es un camino que no nos agrada, porque quisiéramos sentir a Dios y gozar de sus consuelos sensibles.

Sin duda que a las veces Nuestro Señor une a la fe estos consuelos que nos hacen facilísimo su ejercicio; pero no conviene que así suceda siempre. No nos conviene a nosotros, porque por el camino de los consuelos nunca llegaríamos a la perfección; no le conviene a Nuestro Señor, porque no podría así realizar sus designios amorosos. Por eso es tan parco en consuelos, no porque no nos ame que de su cuenta siempre nos tendría en un cielo, sino precisamente porque nos ama.

Y si Dios dosifica y mide los consuelos a las almas, más parco debe ser con las que tienen la misión de consolarle. Porque así como un atleta no se prepara y entrena en la ociosidad, sino en ejercicios duros y penosos; así, un alma que pretende consolar a Nuestro Señor, no se ha de disponer para cumplir su misión recibiendo consuelos, sino viéndose privada de ellos.

Después de todo, si pensáramos bien las cosas, no debiéramos tener esa avidez por los consuelos, porque ¿sabemos acaso lo que necesitamos para nuestra santificación? Somos tan torpes que, como dice San Pablo, no sabemos ni lo que tenemos que pedir; no sabemos ni lo que debemos desear. Sería una necedad querer regir nuestro propio destino y decir: ahora necesito consuelo, ahora sequedad. Dejemos a Dios, que nos ama, el trabajo de formarnos.

Refiere la leyenda que un labrador pidió a Nuestro Señor que le permitiera que los vientos, las lluvias, el sol y todos los elementos estuvieran sujetos a sus deseos. Nuestro Señor se lo concedió, y el labrador decía: «Necesito lluvia», y llovía. «Ahora sol», y el sol salía esplendente. Y después de pasado todo el año con aquellas facultades extraordinarias que le había concedido, al cabo se perdió la cosecha.

Señor le dijo entonces el labrador, ¿qué pasó?

Tú pediste todo le contestó Nuestro Señor, y todo se te concedió; pero no pediste tempestades, y las tempestades son muy necesarias para que germine y se desarrolle la semilla.

A nosotros nos pasaría lo mismo: pediríamos todo, menos tempestades, menos sequedades y desolaciones, y si las pidiéramos sería con mucha parsimonia, sin comprender que son muy necesarias para que la semilla divina germine y se desarrolle en la tierra de nuestro corazón. Lo mejor es dejarnos en las manos de Nuestro Señor, que nos dé su gracia y su amor, y eso debe bastarnos, como dice San Ignacio.

Los consuelos son buenos, sin duda alguna, puesto que Dios los da; pero son peligrosos.

Desde luego, porque nos apegamos a ellos con mucha facilidad, y para unirnos con Dios es necesario que nuestro corazón esté desasido de todo, hasta de las cosas espirituales.

A lo único que se puede apegar el corazón es a Dios; las criaturas tienen siempre peligro, porque apegándonos a ellas nos apartamos de Dios. Y hasta las gracias de Dios son criaturas

 

Ya hemos oído hablar de las diferentes clases que hay de virtudes: comunes, espirituales y espirituales perfectas. Las virtudes comunes u ordinarias nos desapegan de las cosas ordinarias de la vida, como son todas las cosas exteriores y materiales, bienes de fortuna, fama, estimación, afectos, amistades, etc., etc.

Las virtudes espirituales nos desapegan de esas cosillas que están, por decirlo así, en un orden intermedio, como entre el alma y el cuerpo, como entre el cielo y la tierra; por ejemplo, los consuelos sensibles en la oración y en los ejercicios espirituales.

Y las virtudes espirituales perfectas nos despegan aun de las cosas más pequeñas y sutiles y espirituales.

Son las virtudes que se oponen a los vicios espirituales de que habla San Juan de la Cruz, como la soberbia espiritual, la gula espiritual, la avaricia espiritual, defectos propios de las almas avanzadas en el camino de la perfección.

Otro peligro de los consuelos, que está muy conexo con el anterior, es que cuando nos acostumbramos a buscar a Dios en medio de los consuelos, se nos olvida la ciencia altísima de buscar a Dios en medio del dolor.

Si se suprimiera por completo la iluminación eléctrica y tuviéramos que volver a alumbrarnos con velas, nos seria muy difícil acostumbrarnos a esta iluminación tan deficiente y estaríamos siempre echando de menos la otra. Lo mismo nos pasa cuando nos acostumbramos a buscar a Dios en los consuelos: ya no queremos buscarlo de otro modo.

Por eso Nuestro Señor multiplica las desolaciones y escatima los consuelos, para que nos acostumbremos a buscarle en medio de la oscuridad de la fe, de la fe que nunca nos falta y que siempre encuentra a Jesús.

Por consiguiente, uno de los secretos de la vida interior es saber buscar a Jesús por medio de la fe.

 

 

IV LA FE SIEMPRE DESCUBRE A DIOS

 

No es mi propósito en esta ocasión hablar de la importancia que tiene el espíritu de fe en la vida espiritual, ni de la necesidad de juzgar todo con criterio sobrenatural, ni de hacer todas nuestras obras con miras e intenciones del mismo orden. En lo que quiero hacer mucho hincapié y llamar fuertemente la atención es en esto: la razón capital por la cual desatendemos la fe es porque tenemos la preocupación de que hemos de sentir a Dios y las cosas divinas.

Aunque especulativamente sabemos que Dios no se siente, prácticamente demostramos lo contrario. Creemos que la verdadera historia de nuestra vida espiritual está formada con todo lo que hemos sentido. Y nada más erróneo. La vida espiritual no se siente.

¿Sentimos cuándo la gracia aumenta en nuestra alma? ¿Sentimos cuándo un sacramento produce su efecto propio? ¿Sentimos la muerte del alma por el pecado y su resurrección por la absolución sacramental? ¿Sentimos la presencia real de Jesús en la Eucaristía de manera que si no la sentimos no creemos en ella?

Sin duda, que a las veces Nuestro Señor se deja sentir; pero no es precisamente la gracia la que se siente, sino que con frecuencia es alguna otra cosa que la acompaña. Por ejemplo, vamos a confesarnos con un sacerdote que únicamente oye los pecados, da la penitencia y absuelve: y no sentimos nada. Vamos con otro que nos comprende, que facilita nuestras confidencias, que nos da consejos muy oportunos, y sentimos una paz, un descanso, que al levantamos parece que somos otros.

¿Fue la gracia del sacramento lo que sentimos? No; fue la comunicación tan provechosa que tuvimos con aquel sacerdote.

Sin duda, también, que hay etapas de la vida espiritual en que ésta, a lo menos por momentos, se hace consciente. Pero ni es lo mismo tener conciencia de una cosa que sentirla propiamente, ni toda la vida espiritual es así.

Si leemos con atención la vida de Santa Teresa del niño Jesús, comprobaremos que muy pocas veces tuvo el sentimiento de su vida espiritual, que muy raras veces gustó los consuelos sensibles que tanto nos llaman la atención. Vivió de fe, de fe oscura, y es uno de los ejemplares más maravillosos de esa vida de fe.

En medio de desolaciones, dudas y luchas terribles, se mantuvo siempre muy intensa su vida interior. Es una de las pocas almas a quien nunca desconcertó la sequedad y la desolación, porque tenía una fe arraigada y vigorosa.

Y así, leemos en su Autobiografía que no la desconcertaba el dormirse después de recibir la comunión, ni aquella desolación espantosa que tuvo en los últimos días de su vida, cuando parecía que la luz de la fe se había extinguido en su corazón.

En cambio, cuántos de nosotros, cuando vamos a la oración y sentimos a Dios, salimos de ella muy contentos con la seguridad de que Dios nos ama mucho; pero si no le sentimos, salimos descorazonados, pensando con tristeza que ni Él nos hace caso ni nosotros le hacemos caso a El... ¡Y sólo porque no le sentimos! ¡Y hay tantas cosas, aun materiales, que no sentimos! ¿Sentimos que la sangre circula por nuestras arterias? ¿Sentimos las misteriosas operaciones del cerebro? ¿Nos damos cuenta de ese fenómeno por el cual los alimentos digeridos se asimilan y se transforman en nuestra propia sustancia? Cuando niños y jóvenes, ¿sentíamos el crecimiento logrado cada día? Y si estas cosas materiales no las sentimos ¿cómo queremos sentir lo espiritual?

Esta luz de la fe con la cual encontramos siempre a Dios, en cierto sentido es única y en cierto sentido no. Es única, porque en este mundo todas las formas de conocer a Dios tienen por fondo la fe. Si exceptuamos el caso en que Nuestro Señor concede ciertas gracias extraordinarias, no hay en la tierra otra luz con la cual podamos conocer y contemplar las cosas divinas que la luz de la fe.

Pero en cierto sentido no es única, porque entre los dones del Espíritu Santo hay, por lo menos, tres que sirven para ayudar a la fe: los dones de ciencia, inteligencia y sabiduría.

Estos dones no suplantan la luz de la fe, sino que le quitan ciertas imperfecciones y le otorgan ciertas prerrogativas; no la sustituyen, sino la perfeccionan.

Y precisamente uno de los efectos propios de estos dones es que bajo su influjo no solamente conocemos las cosas divinas, sino que a las veces las sentimos. De manera que pudiera decirse que por estos dones, sobre todo por el de sabiduría, sentimos a Dios.

Pero es necesario entender bien esta expresión de los místicos. No quiere decir que percibamos a Dios con nuestros sentidos corporales, sino que con esta expresión manifestamos como podemos ese conocimiento consciente, en cierta manera experimental, intuitivo, que tenemos de Dios, sobre todo por el don de sabiduría.

Pero aun entonces sentimos a Dios con esos dos sabores de que hablábamos, el dulce y el amargo, el de miel y el de mirra.

¿Quién había de creerlo? Las más terribles desolaciones son frutos del Espíritu Santo; esas impresiones que experimentan las almas desoladas que les parecen tormentos del infierno ¡qué paradoja! son producidas por el Espíritu Santo mediante sus dones.

De manera que con los dones del Espíritu Santo muchas veces se siente la vida espiritual; pero en muchos casos más nos valiera no sentirlas, porque se siente de una manera terrible y cruel.

En resumen: el primer secreto para encontrar a Nuestro Señor es la fe. A la mirada de la fe, El no se esconde, no se puede escapar. La fe nunca tiene obstáculos, penetra todas las sombras, descorre todos los velos. ¡Si comprendiéramos el secreto de vivir de fe, de ir a Dios por el camino de la fe oscura!

Nos acercamos al sagrario, y no sentimos nada, como si nos acercáramos a un sagrario vacío... Nos decimos: aquí está Jesús, y como si pronunciáramos palabras en un idioma extraño, no nos conmueve ninguna fibra de nuestro corazón.

Pero la fe nos asegura que allí está Dios, y si nos portáramos conforme a 10 que nos dice la fe, ¡qué distinta sería nuestra oración!

Le hablamos a Jesús, pero no sentimos que nos escuche ni que nos conteste, y nuestra conversación decae y ya no sabemos qué decir. Pero la fe nos dice que Jesús nos escucha y que nos habla, y que para hablamos no necesita voces exteriores ni medios extraordinarios; El es el Maestro divino que habla e instruye sin ruido de palabras. Y si la fe me asegura que Jesús me escucha, que me habla, que me ama, no necesito sentimientos, ni consuelos, ni nada.

Para nuestros gustos, ciertamente la fe oscura no nos acomoda; quisiéramos a toda costa sentir, y la fe no es para sentir y saborear, sino para conocer.

«Yo no encuentro a Dios», dice un alma. No le encuentras a tu manera, es decir, sensiblemente; pero ¿crees? Si tienes fe, ya sabes que Dios no está lejos de ti, porque "en Él vivimos, nos movemos y somos"; porque nos rodea a derecha y a izquierda, arriba y abajo; porque nos penetra y vive por la gracia en lo íntimo de nuestra alma; porque está en esa flor, en ese perfume, en ese rayo de luz, en ese Cielo esplendoroso..., en todas partes.

Por consiguiente, si supiéramos aprovecharnos de la fe y vivir de fe, encontraríamos siempre a Nuestro Señor y resolveríamos así nuestro problema. Habríamos encontrado un gran secreto de la vida interior.

 

 

V LA VIDA DE FE

 

Acabamos de ver que la fe es el medio para encontrar a nuestro Dios escondido y que no hay velos tan espesos ni oscuridades tan densas que puedan ocultarle a los ojos de la fe.

Por eso tiene tanta importancia en la vida espiritual avivar nuestra fe, ejercitarnos en ella y acostumbrarnos a vivir de fe.

Los otros medios de comunicarnos con Dios no son constantes; la fe silo es.

Yo no sé de un alma que haya vivido en perpetuos consuelos; siempre en la vida espiritual se suceden los días de fervor y los días de aridez, los días de luz y los días nublados; en lo cual influye aun el estado de nuestro propio organismo, pero, sobre todo, la economía de la gracia que así lo exige.

En tanto que la fe nunca nos falte, siempre por medio de ella podemos ir a Dios; es el elemento constante de la vida espiritual. Tan persistente es, que ni el pecado mortal la extingue; es una luz que nos acompaña siempre durante nuestra peregrinación sobre la tierra.

Si para vivir la vida interior tuviésemos necesidad de consuelos o de gracias extraordinarias, como, por ejemplo, de visiones y locuciones sobrenaturales, sería algo muy difícil, si no imposible, y, en todo caso, algo intermitente. Pero nada de eso es necesario; basta la fe, que siempre vive en nuestro corazón.

No solamente la fe es el elemento constante de nuestra vida espiritual, sino también un elemento firmísimo, mucho más firme que los consuelos y que las gracias extraordinarias.

San Pedro, después de haber aludido a la transfiguración, de la cual él fue testigo privilegiado, y a aquella voz celestial la voz del Padre que escucharon sus oídos en lo alto del Tabor, nos asegura que, a pesar de todo, tenemos algo más firme y seguro: 2 de Pedro 1,19 la palabra revelada, es decir, la fe.

En efecto, la fe es algo más firme y seguro que si Nuestro Señor se nos apareciera y nos hablara. Cuántas veces se nos habrá ocurrido que si viéramos a Nuestro Señor, como Santa Margarita María, como Santa Teresa, seguramente que se encendería el amor en nuestro corazón y fácilmente practicaríamos todas las virtudes. ¡Quién no se figura que una aparición debe ser algo eficacísimo en la vida espiritual! Sin embargo, más firme y segura que una aparición, repito, es la luz de la fe.

Desde luego, cuando Nuestro Señor se aparece, no es Él en persona ni es su propia Humanidad la que se manifiesta, sino algo exterior que impresiona nuestra retina, o, sobre todo, una imagen interior que se graba en nuestra imaginación.

 

En todo caso, siempre queda la duda de si será una aparición de origen sobre natural, o si será algo diabólico, o si será una simple alucinación.

Y si se tienen todos los indicios y opiniones de que aquella aparición o locución es de origen sobrenatural, en todo caso sólo se puede tener cierta seguridad moral; mientras que la fe nos da una certidumbre absoluta. La fe es más firme y segura que todas las apariencias y que todas las palabras y locuciones extraordinarias.

Recuerdo de un alma que llegó a muy alto grado de oración por este procedimiento muy sencillo. Se decía a sí misma: «Si yo viera a Nuestro Señor, ¿qué sentiría? ¿Qué le diría? ¿Cómo me portaría con Él?» Entonces avivaba su fe, y volvía a decirse: «Yo no le veo con los ojos; pero la fe me asegura que aquí está en el sagrario. Luego si está delante de mí, quiere decir que debo sentir y decir y hacer lo que sintiera, dijera o hiciera si con mis ojos corporales le estuviera viendo.» De esta manera avivaba su fe y facilitaba su comunicación con Dios.

En cambio, nosotros andamos buscando con frecuencia lo sensible y agradable, y deseando sentir facilidad y gusto en nuestras comunicaciones con Dios, y esa luz especial, esa impresión divina que a veces nos produce el acercamiento a Dios. Sin duda, que no debemos rehusar esas gracias si Dios nos las concede; pero no debemos buscarlas ni desearías con ansia ni apegamos a ellas.

¿Tenemos facilidad en la oración? Dejémonos llevar de ella. ¿Nuestra alma está inundada de luz? Aprovechémosla para que arda nuestro corazón. Hoy, al contrario, ¿nos falta todo eso? No nos inquietemos; la fe debe bastamos, de tal manera, que hoy nos portemos como nos portamos ayer. Ayer amamos a Dios en la luz y en el consuelo; hoy amémosle en la oscuridad y en la aridez.

Si ayer teníamos la seguridad de su amor, hoy debemos tenerla también; su amor no depende de las vicisitudes de nuestro corazón ni cambia porque se muden nuestras disposiciones sensibles. Su amor es siempre el mismo.

Ejemplos de ello los tenemos admirados en las vidas de los santos, especialmente en Santa Teresa de Jesús, que vivió tantos años en una terrible desolación, sin más luz para guiarse en su vida espiritual que la luz de la fe. También Santa Teresa del Niño Jesús pasó casi toda su vida árida y desolada, además de aquella terrible oscuridad de los últimos años de su vida.

Resolvámonos, pues, a vivir de fe y no pretendamos marcar a Nuestro Señor el procedimiento que ha de seguir con nuestras almas, sino, antes bien, estemos dispuestos a recibir de su mano lo que venga. Quitémonos por fin la preocupación de juzgar nuestra vida espiritual por lo que sentimos, de manera que juzguemos que cuando sentimos, estamos bien, y cuando no sentimos, estamos mal.

No; el estado de nuestra alma no depende de lo que sentimos; el sentimiento es una añadidura, es algo secundario; lo constante, lo firme, lo seguro es la fe.

Mucho menos debemos juzgar a Dios por lo que sentimos, como si el amor de Dios fuera tan voluble e inconstante que dependiera de la inconstancia y volubilidad de nuestros sentimientos. No; el amor de Dios es constante, inamovible, eterno. A pesar de nuestras faltas, miserias y pecados, Dios no deja de amarnos. Con mayor razón nos sigue amando en la sequedad y a pesar de la insensibilidad de nuestro corazón. La fe así nos lo asegura.

Con frecuencia pensamos: «Dios está frío o indiferente conmigo» Y la realidad es que yo soy el que me siento indiferente y frío, y trato de juzgar a Dios a través del estado en que me encuentro.»

Y en realidad, a pesar de mi frialdad e indiferencia, no me falta el verdadero y sólido fervor. La prueba es que sufro, pensando que Dios se muestra indiferente conmigo. Si no lo amara, no sufriera por ello; la indiferencia de una persona que no estimo me tiene sin cuidado.

Otras almas son ingeniosas en atormentarse a si mismas, pensando que si no sienten a Dios es como castigo por tal o cual infidelidad.

Le negué a Nuestro Señor tal sacrificio, dicen; cometí tal falta, no fui generosa en tal ocasión; por eso Dios me castiga justamente quitándome el fervor sensible.

 

Sin duda, que a las veces puede Dios castigar nuestras deficiencias privándonos de alguna cosa espiritual. Pero, desde luego, no siempre sucede así; y, por otra parte, aun cuando nos castigue, la fe nos asegura que no deja de amamos; más aún, precisamente porque nos ama nos castiga, y sus castigos son pruebas de amor: "Yo castigo y reprendo a los que amo" Proverbios 3,11. Como un padre tierno y amoroso con sus hijos, los castiga y reprende precisamente porque los ama y quiere su verdadero bien.

Este criterio de juzgar el estado de nuestra alma por lo que sentimos es muy erróneo. Porque casi siempre somos mejores o peores de como nos sentimos. No hay alma consolada que no se sienta casi una santa.

Es que los consuelos sensibles, sobre todo cuando tienen cierta intensidad, sosiegan las pasiones, pacifican el alma, facilitan el bien de tal manera, que nos dan la ilusión de la santidad. Resulta, pues, que lo que sentimos no revela el verdadero estado de nuestra alma; sentimos que somos más buenos de lo que en realidad somos.

En cambio, cuando viene la sequedad y la impotencia, cuando se despiertan las pasiones y se hace casi imposible todo lo bueno, cuando nos sacuden las tentaciones y se avivan todas nuestras inclinaciones al mal, nos creemos casi unos demonios, o, por lo menos, que hemos retrocedido y que andamos muy mal. Tampoco en estas circunstancias lo que sentimos nos manifiesta de una manera fiel el estado de nuestra alma; somos entonces menos malos de lo que nos sentimos.

Juzguémonos con un criterio superior, con el de la fe. Y con la fe, siempre y en todas las circunstancias de la vida, podemos comunicarnos con Dios y tener un conocimiento más exacto del verdadero estado de nuestra alma.

Todavía se me puede objetar que, ciertamente, la fe es el gran medio para encontrar a Dios; pero, ¿qué hacer cuando precisamente la fe es lo que nos falta?. Unas veces, porque parece que pierde toda su fuerza, toda su eficacia; no somos capaces de hacer un acto de fe; la formula puede salir de los labios, pero no sentimos que brote del corazón. En otras ocasiones, más dolorosas todavía, nos parece que positivamente hemos perdido la fe, nos parece una farsa todo lo que la fe nos enseña, y que todo el mundo sobrenatural se hunde y no nos queda sino este mundo material y grosero.

Pero todo esto no es más que aparente, y en sus designios Dios tiene por objeto precisamente afinar y perfeccionar nuestra fe.

El medio normal de que Dios se vale para arraigar y desarrollar en nosotros una virtud son las luchas y tentaciones contra ella; de manera que cuando Dios permite que tengamos tentaciones en una materia, es para que la virtud a la cual se oponen se perfecciones y acreciente.

Esta es una verdad que nos cuesta trabajo admitir, porque tenemos la creencia de que las tentaciones son para destruir las virtudes; y no es así; Dios no las permite sino para acrecentar las virtudes. De manera que cuando Dios quiere que un alma se distinga en una virtud, acumula luchas y desata tentaciones terribles y persistentes contra esa virtud ( Es evidente que aquí se trata de las tentaciones que Dios permite, no de las que un alma puede buscarse por sus imprudencias o exponiéndose a ocasiones y peligros voluntarios).

Por consiguiente, cuando la fe sufre grandes tentaciones, cuando las dudas nos atormentan, cuando nos invade una glacial indiferencia y sentimos que todo se hunde bajo nuestros pies, quiere decir que Nuestro Señor necesita ejercitamos de una manera especial en la fe para que se haga más arraigada, más intensa, para que llegue quizá al heroísmo.

Sentimos no tener fe y si la tenemos; nos parece que la hemos perdido, y no es cierto; está pasando por un crisol, del cual la fe saldrá más pura y más brillante.

Nos parece que nuestros actos de fe no salen sino de nuestros labios, y no es verdad; en el fondo del corazón creemos, y esos actos de fe en medio de la oscuridad, de las luchas, de las tentaciones, son más vigorosos y arraigan más esa virtud.

Y este ejercicio de la fe no debe ser intermitente, sino constante, como constante debe ser la vida espiritual. Así como la vida del cuerpo no sufre interrupción, sino que, dormidos o despiertos, trabajando o descansando, siempre vivimos, y respiran los pulmones y palpita el corazón y circula la sangre, pues la interrupción de la vida sería necesariamente la muerte; así también la vida interior no debe interrumpirse. Siempre debemos estar en comunicación con Dios por medio de la fe.

Las relaciones con el prójimo sí pueden interrumpirse; hay momentos de tratar con él y momentos de estar a solas; pero la vida espiritual y nuestras relaciones con Dios deben ser de todos los instantes. Cerca o lejos del sagrario, en nuestras prácticas de piedad o en nuestro trabajo, a solas o tratando con el prójimo, siempre debemos estar con Dios.

Y para la vida interior de todos los instantes es absolutamente indispensable la fe. Si tuviéramos esta virtud muy viva, encontraríamos a Dios en todas partes: en la iglesia, en la calle, en la casa, en la oficina, en el taller, en la fábrica, en el bullicio de la ciudad y en la soledad del campo. Porque la fe encuentra a Dios dondequiera que esté, y Dios está en todas partes.

Y no es que debamos vivir dos vidas sobrepuestas: la vida ordinaria y la vida interior. No; sólo debemos vivir una vida, la vida de la fe, que debe impregnar, transformar, y unificar nuestra vida ordinaria de manera que las dos formen una sola vida.

Las personas son como escalas para subir a Dios; todas las criaturas son una revelación suya, y en cualquiera criatura podemos encontrarle a El.

Hay personas que dicen: Hoy empecé muy bien mi vida espiritual; pero vino Fulano e hizo que me olvidara de Dios, y todo se echó a perder. ¡Pero si Fulano es una revelación de Dios! ¡Si lo que me dijo, de una manera o de otra, es un mensaje divino! ¿Cómo es posible que los mensajeros del Amado hagan que me olvide de El?

Porque todas las criaturas, hasta las que molestan hasta las importunas, son mensajeros divinos. Lo que pasa es que los vemos con mirada humana; ¡si las viéramos con los ojos de la fe! Nos sucede lo que a las personas que usan dos clases de anteojos, unos para ver de cerca y otros para ver de lejos. Así, nosotros a veces y para algunas cosas usamos los anteojos de la fe, a veces y para otras cosas usamos los anteojos de la pobre razón humana. ¡Cuántas cosas, vistas con los anteojos de la razón, nos sorprenden y desconciertan! ¡Si siempre tuviéramos puestos los anteojos de la fe, nada nos turbaría, nada sería capaz de interrumpir nuestras relaciones con Dios; en todas partes y en todas las criaturas le encontraríamos, porque en todas partes y en todas las criaturas le descubre y le encuentra la fe!

 

 

 

VI LOS CAMINOS DE DIOS

 

Veamos ahora cómo en la vida interior los caminos de Dios no son nuestros caminos. Con lo cuál acabaremos de resolver nuestro problema.

Nosotros concebimos la vida espiritual muy a nuestro modo, es decir, de una manera muy humana, sobre todo en los principios, cuando no tenemos ninguna experiencia de ella. Nos imaginamos que es una vida siempre ascendente, en la que siempre se sube y nunca se baja, y no nos damos cuenta de que en la vida espiritual, como en toda vida humana, tiene que haber altas y bajas.

Pensamos que cada día han de ir desapareciendo nuestras faltas, y se ha de ir purificando nuestra alma sin cesar. Y, en efecto, nuestra alma se va purificando cada día más y más, pero es una purificación de fe, no una purificación tangible, que pudiera palparse, como en nuestros apuntes de examen particular, de manera que ayer tuviéramos ocho faltas; hoy, seis; mañana, cuatro, y dentro de dos días ninguna.

Pensamos que es una vida de fervor siempre creciente, en la que nos vamos sintiendo cada día más entusiasmados, más unidos con Nuestro Señor. Un cambio de luz, sin eclipses, ni más ni menos que lo que acontece en nuestros días ordinarios: primero, la suavidad de la aurora; luego, el amanecer lleno de esperanzas, y, poco a poco, el sol va llenando con su calor y con su luz la tierra, hasta que llega a la plenitud del medio día. Así nos imaginamos la vida espiritual.

¿Las tentaciones? .. Seguramente vendrán, pero como un deporte espiritual, para romper la monotonía de la vida, y, naturalmente tentaciones siempre vencidas.

Pero LOS CAMINOS DE DIOS NO SON NUESTROS CAMINOS... Casi me atrevería a decir que la vida espiritual es casi contraria a lo que nos imaginamos. Es verdad que sube, pero bajando...; es verdad que purifica el alma, pero en medio de tentaciones y caídas...; es verdad que crece la luz, pero es una luz cubierta de sombras.

 

De manera que para que la luz crezca es necesario que las tinieblas nos envuelvan, y para que la pureza aumente es preciso que las tentaciones más penosas nos asedien, y para que el fervor verdadero se arraigue en el alma, es indispensable que el fervor sensible desaparezca con frecuencia.

Y así, en medio de la oscuridad, de la impotencia, de las luchas, de las tentaciones, de las caídas, es como vamos subiendo, pero sin damos cuenta de que subimos, hasta que llegamos a la meta de nuestras aspiraciones.

La ignorancia de esta verdad que los caminos de Dios son muy distintos de nuestros caminos es la causa de muchos desconciertos en las almas.

Cada vez que tenemos un fracaso en nuestra vida espiritual, nos desconcertamos, y creemos que nos hemos extraviado; porque nos habíamos imaginado una senda plana, un sendero, un camino sembrado de flores; y al encontramos con un sendero abrupto, lleno de espinas, sin atractivo alguno, creemos haber errado el camino; y lo que pasa es que los caminos de Dios son muy distintos de nuestros caminos.

A las veces contribuye a aumentar esta ilusión la vida de los santos cuando no nos revelan de una manera integral la historia profunda de esas almas, cuando sólo la manifiestan de una manera fragmentaria, escogiendo únicamente los rasgos atractivos y hermosos.

Nos llaman la atención las horas que pasaban en oración, la generosidad con que practicaban las virtudes, los consuelos que recibían de Dios. No vemos sino lo brillante, lo hermoso, y perdemos de vista las luchas, las oscuridades, las tentaciones, las caídas por que pasaron.

Y pensamos: Oh, si yo viviera como esas almas! ¡Qué paz, qué luz, qué amor el suyo!... Sí, eso es lo que vemos; pero si penetráramos a fondo en el corazón de los santos, comprenderíamos que los caminos de Dios no son nuestros caminos.

Los caminos de Dios para alcanzar la perfección, entendámoslo bien, son caminos de lucha, de sequedad, de humillaciones y hasta de caídas...

Sin duda, que en la vida espiritual hay luz y paz y dulzura; y una luz espléndida ante la cual es oscuridad la doctrina de los hombres más sabios de la tierra, una paz superior a todo lo que se puede desear, y una dulzura que supera a todos los consuelos de la tierra. Sí, hay todo esto, pero a su tiempo, y en todo caso es algo pasajero. Lo habitual, lo más común en la vida espiritual, son esas etapas en las que tenemos que sufrir y que nos desconciertan porque esperábamos otra cosa.

La mayor parte de las almas que viven en medio de tentaciones piensan que andan muy mal; las que tienen la desgracia de caer, creen que todo está perdido; las que viven en desolaciones se figuran que tienen la culpa de que Dios las haya abandonado.

De manera que es importantísimo en la vida espiritual pensar que no estamos extraviados cuando recorremos esos caminos extraños, sino que son los caminos de Dios; que nos costará mucho trabajo recorrerlos, que necesitaremos mucha abnegación para ir por ellos, pero esos son los verdaderos caminos para llegar a la perfección.

De una manera especial, el escollo principal en que se detiene el mayor número de almas es precisamente la desolación. Porque las tentaciones y las caídas son más bien escollos de la vida activa, mientras que la desolación es aparentemente el gran escollo de la vida contemplativa.

Por eso pudiéramos decir que el gran secreto de la vida espiritual está en saber apreciar las desolaciones, en saber aprovecharse de ellas.

Sin duda que también debemos saber utilizar los consuelos divinos. Porque hay almas demasiado austeras que se atemorizan cuando vienen y no los quieren, como hay otras que se apegan a ellos desordenadamente, buscándose a si mismas.

No; debemos recibir agradecidos de las manos de Dios lo que nos da, así los consuelos como las desolaciones. Los unos como las otras vienen de Dios, a producir en nuestras almas la obra divina.

Pero no se necesita mucho para aprovechamos de los consuelos ni suelen desconcertamos, y si nos apegamos a ellos, ya Dios se encargará de desapegamos. El peligro está en las desolaciones, porque nos desconciertan, porque es raro y difícil saberse aprovechar de ellas.

Supongamos que las noches oscuras no sean tan frecuentes en la vida interior; pero las desolaciones son uno de los hechos más frecuentes en toda vida espiritual. Con frecuencia el cielo se nos nubla, se pierde la facilidad para la oración, siente el alma una impotencia absoluta, no puede discurrir ni formar afectos, ni siquiera estar pensando dos segundos en la misma cosa...

Otras veces hay como una disipación habitual; el espíritu, como una mariposa, pasa sin cesar de un asunto a otro y recorre en un momento una multitud asombrosa.

¡Cómo cuesta entonces la oración! Se hace eterna. Cuando el alma está consolada, las horas le parecen segundos, y se admira cómo han pasado tan presto. Así son los momentos de gozo, efímeros; en cambio, los de dolor son eternos, parecen siglos.

Así le parece al alma desolada el tiempo de oración. Ve el reloj, pensando que ya ha pasado la hora, y sólo han transcurrido cinco minutos.

Entonces se desconcierta, no sabe qué partido tomar, no sabe cómo portarse en aquella situación; declara que la cosa está perdida, piensa que ella tiene la culpa, que ya Dios la abandonó... Y entonces, una de dos: o se desespera, sufriendo horriblemente, o, viendo que aquello no tiene remedio, abandona la oración.

Y si no puede dejar la oración, va a ella porque tiene que ir, pero o deja al espíritu que vague libremente por dondequiera, o se pone a luchar sin saber cómo y muchas veces aumentando el alma su propio tormento, cansando más al espíritu y empeorando su situación.

¿Cuándo nos convenceremos de que "los caminos de Dios no son nuestros caminos", y que estos senderos tan llenos de oscuridad son los que nos conducen a la unión divina?

Pero, ¡qué caminos tan raros!, se nos podrá objetar. Nos parecen raros por nuestra torpeza, pero son preciosos. Las desolaciones en la vida espiritual tienen una hermosura especial; naturalmente, vistas en otra alma, porque cuando las tenemos en nuestra propia alma nos falta serenidad para saberlas apreciar.

Una desolación es hermosa como es hermoso el océano agitado por tremenda tempestad, como es hermoso el desierto en su aridez y en su silencio, como son hermosos esos terrenos volcánicos donde por todas partes no se ven sino rocas de formas caprichosas, barrancos profundos y ni una brizna de vegetación.

Así debe ser hermosa a los ojos de Dios un alma desolada. Es la hermosura trágica, dramática de los contrastes; por una parte, se pone de manifiesto nuestra miseria, nuestra pequeñez; por otra, se pone de relieve nuestra fidelidad a Dios, pues, a pesar de todo, no abandona su servido y sigue caminando hacia El.

Los griegos en sus tragedias pintaban siempre un gran carácter, un verdadero héroe que luchaba contra el destino, y, en medio de vicisitudes y de peligros asombrosos, permanecía impertérrito y lograba triunfar.

Así es la tragedia de la desolación: un alma débil, impotente, miserable, y que, a pesar de todo, permanece serena y triunfa al fin. Es como Jacob luchando contra el ángel, luchando contra el Señor. Por eso cambió su nombre por el de Israel, que quiere decir fuerte contra Dios.

En la desolación luchamos contra el Altísimo, y, siendo criaturas frágiles, somos, sin embargo, fuertes contra Dios. Es como Cristo agonizando en Getsemani, o subiendo jadeante la pendiente del Calvario, o muriendo clavado en una cruz; a los ojos de la razón humana esto es una ignominia, pero a los ojos de la fe tiene hermosura trágica y sublime.

Las ventajas espirituales que nos reportan las desolaciones son tantas y tales, que si las desolaciones no existieran, habría que inventarlas.

Nadie se ha santificado sin pasar por ellas. Y ¡en qué dosis! Santa Teresa de Jesús las sufrió durante dieciocho años, Santa Magdalena de Pazzis, durante veintidós.. ;Qué plazos tiene Nuestro Señor! El mejor librado fue San Francisco de Asís, porque en la ingenuidad de su ternura se empeñó con Dios, y sólo dos años estuvo en desolaciones terribles.

Para que el alma pueda conseguir la perfección, es necesario que se desprenda de todo, como ya vimos, no sólo de las cosas exteriores y materiales, sino también de las espirituales e interiores. Pero, ¿cómo podremos desprendemos de las espirituales sino por medio de las desolaciones?

De las cosas materiales es cosa evidente cómo debemos desprendemos. Tengo apego al dinero, lo doy; a la estimación de los demás, busco las humillaciones, etc. Pero, ¿cómo desprendernos de las cosas espirituales, si Dios no nos quita lo que tienen de atractivo por las desolaciones? Y precisamente eso es lo que hace Dios en las desolaciones: no nos quita su gracia ni sus dones, sino lo que tienen de pegajoso. El alma desolada, ¿a qué puede apegarse?

Este es uno de los fines de la desolación, desprendemos de las cosas espirituales, y no sé que haya otro camino para seguirlo.

Por otra parte, para alcanzar la vida contemplativa se necesita vivir de fe en toda su plenitud. Pero para esto es necesario que Dios nos ponga en esos trances en que no nos queda más que la fe. Porque en medio de los consuelos no tenemos necesidad de hacer esos actos superiores, vivos, profundos, heroicos de fe.

En los días risueños hasta parece que no necesitamos de la fe; de tal manera, que nos parece palpar las cosas divinas. Sin duda, que aun en medio de los consuelos persiste en el fondo la fe; pero no tenemos ocasión de ejercitarla heroicamente como en la desolación. El navegante en tiempo bonancible no se preocupa del salvavidas en tanto que el náufrago se ase a él desesperante.

 

 

VII VENTAJAS DE LA DESOLACION

 
Otra ventaja de la desolación es producir en nosotros una humildad profunda y verdadera.

Cuando acerca de la humildad oímos un sermón, o leemos un tratado espiritual, o meditamos seriamente, llegamos a la conclusión de que somos muy miserables. Pero este conocimiento no pasa de ser teórico.

Cuando nos dicen que en África hay regiones muy calientes y nos ponderan los grados de la temperatura y lo difícil y penoso que es caminar por aquellos arenales, nos formamos algún concepto de esos climas cálidos. Pero ¡qué distinto es oír hablar de todo esto a ir personalmente a sufrir el calor y experimentar en nuestro organismo todas sus consecuencias!

Lo mismo pasa con la humildad. Es muy distinto que nos den a conocer nuestra miseria a sentirla, a palparía, a conocerla experimentalmente. Y en las desolaciones sentimos nuestra impotencia y miseria de una manera tal, que, cuando se ha sentido así, no se olvida jamás.

Las almas que han pasado por la desolación, cuando vuelve la paz y Nuestro Señor derrama gracias especiales sobre ellas, las reciben con gratitud y con amor; pero no levantan la cabeza, se acuerdan de su miseria; tan grabada se les quedó, que no hay temor de que vayan a engreírse con los dones divinos.

Porque en la desolación palpamos nuestra miseria; en ese tiempo conocemos por experiencia que no somos capaces de tener un buen pensamiento. Cuando leemos esto en San Pablo, nos vemos tentados a pensar que son hipérboles del santo. Pero no; la desolación nos da a conocer verdaderamente que somos impotentes para tener un pensamiento bueno, un afecto piadoso, y comprendemos la verdad de la frase del Apóstol.

Decimos de ordinario: ¡qué cosa más fácil que amar a Nuestro Señor, si el amor es a nuestra alma como el aire a nuestros pulmones! Pero en el tiempo de las desolaciones no somos capaces de hacer un acto de amor por más que queramos; hay entonces tal disipación, que la cosa más insignificante nos llama la atención por más serio que sea nuestro carácter: el más pequeño ruido, la mosca que vuela, la puerta que se abre, la persona que pasa, cualquier cosa nos disipa como si fuéramos unos chiquillos. ¿No es esto sentir nuestra propia miseria?

Además, con la desolación vienen las luchas, las tentaciones y los sentimientos peores surgen de nuestro corazón. Piensa entonces el alma: "Mi vida ha sido una mentira; creía haber alcanzado alguna virtud, creía saber orar; y nada, todo es mentira, todo está perdido para mi." ¿No es esto sentir nuestra propia miseria? ¡Y es tan distinto describirla a sentirla!

Así, pues, las desolaciones nos ejercitan en la vida de fe, nos desprenden de los dones espirituales de Dios y producen en nosotros un profundo conocimiento de nosotros mismos, una gran humildad.

¿No son suficientes estas grandes ventajas para que apreciemos a la desolación? ¿Cómo podríamos obtenerlas por medio de los consuelos, en medio de esa vida risueña y fácil que soñamos?

Reconciliémonos, pues, con las desolaciones, porque son un medio importantísimo en la vida espiritual: son bellas, fecundas y tienen ventajas incomparables. No debemos pedirlas de ordinario, porque quizá no sea conveniente; pero sí debemos recibirlas con mucha gratitud cuando Nuestro Señor nos las mande.

La desolación también ejercita en nosotros una virtud importantísima: la paciencia. Quien ha experimentado la desolación, sabe hasta qué punto nos hace practicar esta virtud.

Hay tres clases de paciencia: con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo.

De estas tres clases de paciencia, las dos primeras son las más difíciles, y precisamente las que se ejercitan en la desolación. En ella Nuestro Señor es quien nos inmola, y necesitamos mucha paciencia para dejamos tratar como El quiera.

Y mucha paciencia se necesita también con nosotros mismos para permanecer fieles y constantes en el tiempo de la sequedad.

 

Y no es poca ventaja la de ejercitamos así en la paciencia, porque la Sagrada Escritura dice que la paciencia es la que produce la obra perfecta: No veáis sino un motivo de gozo, hermanos míos decía el Apóstol Santiago, en las pruebas de toda clase que os sobrevengan sabiendo que la prueba de vuestra fe produce la paciencia; mas la paciencia hace la obra perfecta. Lo cual se aplica de una manera especial a la desolación, que es una de las mayores pruebas por las que podemos pasar.

Y en las bienaventuranzas que Nuestro Señor nos enseñó en el sermón de la montaña, la octava, que es la consumación y el resumen de todas las demás, es la bienaventuranza de la paciencia. Es de notar, sin embargo, que el texto griego no usa el indicativo, Sino el optativo, lo que varia no poco el sentido, podría entonces traducirse: «que la Paciencia vaya acompañada de la obra perfecta». El apóstol Santiago entiende por «obra perfecta» la actividad espiritual que realiza plenamente los designios de Dios en un alma.

De todas maneras, permanece en pie la autoridad del texto latino y es verdadera la doctrina que de él se deduce.

Por eso, la paciencia, que no es otra cosa que la tenaz perseverancia en el bien, es lo que nos lleva a la cumbre de la perfección, suprema felicidad de la tierra y preludio de la bienaventuranza del Cielo.

Pasar los meses y los años con el espíritu árido, con el alma impaciente, con las pasiones desencadenadas, en perpetua oscuridad, y, sin embargo, permanecer generosamente fieles a Nuestro Señor para que realice en nuestras almas la obra perfecta. ¡Imposible llegar a la perfección si no pasamos por estas tribulaciones!

Pero todavía hay otras ventajas más importantes que las anteriores.

Las desolaciones afinan en nosotros el amor. A primera vista creemos que cuando llega la sequedad lo primero que perdemos es el amor.

Porque con nuestro criterio estrecho racionamos de esta manera: no siento que amo, luego no amo. Y entonces añoramos los días de consuelo en que nos figurábamos que el sol del amor verdaderamente iluminaba el cielo de nuestra alma.

Y si arrecia la desolación, llegamos a sentir, no solamente que no amamos, sino que nos repugnan y nos chocan todas las cosas espirituales; ¿cómo vamos a creer que amamos cuando tales sentimientos agitan nuestro corazón?

Pero estamos equivocados; lo que pasa es que el amor, como el oro, necesita purificarse.

Una cosa se llama pura cuando no tiene mezcla de cosa alguna: agua pura es la que no está mezclada, la que no tiene cosa extraña a la naturaleza del agua.

Amor puro es el que no tiene ningún elemento extraño. Y ese elemento extraño no puede ser otro que el egoísmo. Purificar el amor es, por consiguiente, suprimir en él todo egoísmo.

Para purificar las sustancias, unas se pasan por un filtro, otras por un alambique; algunas, como el oro, no se purifican sino por el fuego. El amor se purifica haciéndolo pasar por el crisol de la desolación.

En los tiempos de consuelo, cuando vamos a la oración muy contentos, cuando inmediatamente nos ponemos en la presencia de Dios y todo se nos facilita, seguramente que vamos a buscarle a El y a darle gusto a El; pero no podemos negar que también nos vamos a dar gusto a nosotros mismos; ¡es tan dulce estar cerca de Jesús en las horas de consuelo, es tal la suavidad que embarga el alma, que podemos pasarnos las horas en su presencia, sin duda porque le amamos, pero también porque estamos gozando! Ese amor no es enteramente puro.

En los tiempos de desolación, un alma que es fiel a Dios y que hace la misma oración que cuando está consolada, ¿por qué la hace? ¿Va a buscarse a sí misma? O ¿qué busca, si nada encuentra? Sabe bien que el tiempo de oración es un tiempo de tortura y va a ella, como San Lorenzo a la parrilla, para que el fuego de la desolación la queme. No puede ir sino para darle gusto a Dios. Como Santa Teresa del Niño Jesús, que no se preocupaba de su sequedad de oración, pensando que no iba a darse gusto a sí misma, sino a Dios.

He aquí la pureza del amor que sólo se consigue en la desolación.

Pero todo esto no es más que la corteza; todavía hay un fondo divino en la sequedad que produce en el alma una transformación maravillosa.

De ella nos habla Santa Teresa del Niño Jesús en su Autobiografía, pero con tal ingenuidad, que nos desconcierta, y no sospechamos que se encierre una enseñanza tan profunda bajo palabras tan sencillas.

A propósito de que la santa se duerme después de la comunión, nos dice que no se desconcierta, porque piensa que los niños lo mismo agradan a sus padres dormidos que despiertos; además, agrega: los médicos suelen dormir a sus enfermos para ciertas operaciones.

¡Qué cierto es que en el orden espiritual hay ciertas operaciones para las cuales se necesita anestesiar a las almas!

¿Por qué se necesita anestesiar a los enfermos? Sin duda para que no sufran; pero, sobre todo, para que no estorben.

Personas hay de mucho temple que podrían resistir una operación sin anestesia; sin embargo, el médico las anestesiará, porque cualquier movimiento involuntario del enfermo podría echar a perder ciertas operaciones muy delicadas.

De la misma manera, en el orden sobrenatural hay operaciones en las que le ayudamos a Nuestro Señor y trabajamos juntos en ella; pero hay otras, muy intimas, en las que lo único que nos pide es que no le estorbemos, y para que no le estorbemos nos aplica una anestesia espiritual, que es la desolación, porque es una especie de parálisis del espíritu que nos hace impotentes.

Es muy común en las desolaciones que las almas piensen: «Voy a la oración, y no hago nada, absolutamente nada.» El alma no hace nada, pero Dios hace mucho, aunque el alma no se dé cuenta de esas operaciones secretas y misteriosas. Pero cuando pasa la desolación, nos encontramos otros. Sin saber cómo ni cuándo, un cambio profundo se ha operado: nuestro amor es más sólido, nuestra virtud se ha afirmado; según la expresión familiar, salimos «como nuevos» de la desolación.

¡Qué importa que esas torturas duren años enteros, si, al fin y al cabo, sale el alma como nueva, apta para unirse a Dios y realizar plenamente la misión que ha de cumplir sobre la tierra!

La desolación por consiguiente, es medio indispensable para que el alma llegue a la transformación en Jesús, meta suprema y consumación de la santidad.

Quizá pensamos que la transformación en Jesús es algo que podemos lograr con la ayuda de Dios. Y no; no basta la ayuda de Dios, es necesario que Dios mismo lo haga, y la única ayuda que podemos prestarle es dejamos, es no estorbarle.

Podríamos creer que el sistema para transformarnos en Jesús sería éste: El Evangelio nos ha dejado un retrato perfecto de Jesús, los rasgos preciosos de su fisonomía moral; por consiguiente, no tengo más que irlos copiando poco a poco. Tantos años para hacerme manso..., tantos para hacerme humilde..., tantos para hacerme obediente..., etc., etc. Ir copiando virtud por virtud, sirviéndome de los medios ascéticos: examen particular, meditación, lectura espiritual, etc.

Cuando así, después de mucho tiempo y trabajo, haya copiado los rasgos de Jesús, seré un bosquejo, un esbozo, tendré algún parecido con El, pero no seré ese retrato viviente que se necesita para la transformación.

La transformación requiere que Dios mismo venga a obrar en el alma y, por decirlo así, nos haga de nuevo. Por eso en Ezequiel 11,19 dice Dios que nos arrancará nuestro corazón de piedra y nos dará un corazón y un espíritu nuevos.

Y no se vaya a pensar que son hipérboles, divinas exageraciones; no, la realidad, al contrario, va más allá de los símbolos. Verdaderamente, cuando un alma ha sido transformada, tiene una manera nueva de ver, de sentir, de obrar.

Por eso esta transformación no se puede lograr por nuestros pobres procedimientos humanos; es preciso que Dios venga y obre en lo más profundo de nuestro ser; y para que no le estorbemos, nos anestesia por medio de la desolación.

De manera que cuando un alma ha pasado por las grandes desolaciones de la vida espiritual, está en vísperas de la unión, de la transformación en Jesús.

Apreciemos, pues, en lo que vale la desolación; será muy dolorosa y muy dura, pero es provechosísima y absolutamente necesaria para llegar a la santidad. Sólo conozco una excepción: la Santísima Virgen; como fue perfecta desde su Concepción Inmaculada, no tuvo necesidad de desolaciones para llegar a la santidad.

Y sin embargo, nadie las ha sufrido más terribles que Ella en los años de su destierro, después de la muerte y ascensión de su Hijo a los Cielos. Sólo que esas desolaciones no eran para santificaría, sino para santificamos; eran los sufrimientos con los que, en unión con su Hijo, nos compraba gracias y cumplía con su misión de Corredentora y Madre de todos los hombres.

No queda, pues, escapatoria: o escogemos la transformación, y entonces aceptamos también la desolación, sin la cual no puede alcanzarse, o rechazamos ésta; pero entonces también tenemos que prescindir de aquélla y resolvemos a arrastrar nuestra vida en una vulgar mediocridad.

La desolación es una cruz, pero de las más preciosas, de las más divinas; hecha no por mano de los hombres, sino por el mismo Dios, es obra del Espíritu Santo. Por lo mismo, la desolación está hecha a la medida de cada alma, perfectamente adecuada a sus circunstancias, a sus necesidades, a su misión, al grado de perfección a que Dios la ha destinado. Por eso tiene una virtud eminentemente santificadora. Abrámosle, pues, los brazos y saludémosla con el mismo apóstrofe que usa la Iglesia: "¡Salve, oh cruz, única esperanza!"

Así, pues, por todo lo dicho acerca de las desolaciones, queda confirmado una vez más que LOS CAMINOS DE DIOS NO SON NUESTROS CAMINOS.

 

VIII CÓMO APROVECHAR LA DESOLACIÓN

 

Por todo lo dicho, espero que habremos conocido mejor lo que valen las desolaciones, y1 por consiguiente, habremos apreciado mejor la importancia que tienen en la vida espiritual.

Pero no basta conocerlas y apreciarlas; es indispensable saberlas aprovechar, este es el último punto que voy a tratar.

Debo advertir, sin embargo, que las desolaciones, como toda cruz, y ésta especialmente, nos aprovechan a las veces, aun cuando no cooperemos perfectamente a la acción que Dios ejerce por medio de ellas en nuestras almas. Porque eso tiene la cruz, que aprovecha siempre, aun mal soportada, salvo que abiertamente la rechacemos.

¿No hemos comprobado en las almas alejadas de Dios que cuando tienen un gran sufrimiento, aun cuando no sepan aprovecharlo recibiéndolo como las almas virtuosas, esa pena es siempre fecundada para ellas? ¡Cuántos hay que vuelven a Dios y se convierten por un fracaso, una enfermedad, una humillación! Y es que la cruz es eficacísima y aun arrastrándola nos hace bien.

Pero al mismo tiempo, en la medida en que nos aprovechamos de ella y secundamos los designios de Dios al enviárnosla, es lógico que en esa medida la cruz sea más santificadora.

Se pueden señalar varios grados que corresponden a las diversas actitudes del alma respecto de la cruz y al mismo tiempo al aprovechamiento que el alma saca de ella.

Hay algunos que rechazan abiertamente la cruz; a éstos no les aprovecha. Otros que alcanzan a soportarla; entonces empieza también a aprovecharles. Otros que la aceptan, y más les aprovecha. Hay otros, en fin, que no sólo la aceptan, sino que la aman y aun la buscan. A éstos, sin duda, les aprovecha en sumo grado.

Veamos, pues, cómo deben aprovecharse las desolaciones y cuál debe ser la actitud del alma en ellas.

En primer lugar, para aprovechar una cruz se necesita, ante todo, conocerla.

Parece inútil decir que debemos conocer la cruz; ¿podemos desconocer que sufrimos, si tenemos la conciencia de nuestro sufrimiento?

Sin duda alguna que cuando llevamos a cuestas la cruz nos damos cuenta de que sufrimos; pero en muchísimas ocasiones no nos damos cuenta de que aquello es una cruz, porque pensamos que no todo sufrimiento es cruz, siendo así que cuantas veces sufrimos llevamos a cuestas una cruz.

Porque todo sufrimiento, venga de donde viniere, es cruz y, por consiguiente, nos lleva a Dios y es fecundo para nuestras almas. No sólo los sufrimientos que Dios nos envía directamente, sino también los que vienen de las criaturas, del demonio y de nosotros mismos, son cruces.

Imaginémonos que un alma está sufriendo las consecuencias de sus propias faltas: ¿estas consecuencias son una cruz? ¿Son útiles para llevarla a Dios? Sin duda alguna. Hizo mal cuando dio origen a esas consecuencias; pero hace bien cuando se abraza a ellas para ir a Dios.

De aquí que sea una investigación necia, hasta cierto punto, el querer saber si tenemos o no culpa en aquello que sufrimos. ¡Cuántas almas se desconciertan por esto! Cuando tienen alguna pena, se dicen a si mismas: «Esto no es una cruz, esto es una desolación... ¡Si yo tengo la culpa de verme en este estado!»

Supongamos que así sea, que haya hecho mal en haber provocado esa situación; pero ahora que ya estoy en esta situación penosa, ¿no me podré servir de ella para santificarme?

De la cruz de Jesucristo, con la cual nos redimió, nosotros tenemos la culpa. ¿De qué está compuesta la cruz de Cristo? De pecados. La cruz de Nuestro Señor tiene un origen fatal, y, sin embargo, es la fuente de nuestra redención, porque Jesús la santificó, ofreció en ella su sacrificio y precisamente esa cruz le sirvió para redimirnos de los pecados que la produjeron.

De la misma manera puedo convertir en instrumento de salud y de vida lo que es fruto de mis pecados. Si la situación de mi alma es consecuencia de mis faltas, puedo hacer si la sufro como debo que se convierta para mí en fuente de vida.

De manera que, hasta cierto punto, poco importa el origen de nuestras desolaciones; de todos modos, debemos ver en ellas una cruz y aprovechamos de ella para nuestra santificación.

Si es castigo, los castigos son fecundos en esta vida. En la otra, el castigo eterno del infierno no tiene fecundidad, y, sin embargo, del fondo mismo del infierno brota la gloria de Dios; no es fecundo para los réprobos, pero para Dios, sí, porque le da gloria .

Los castigos de la tierra, al mismo tiempo que son fecundos para nuestras almas, le dan gloria a Dios.

Poco importa, pues, que nuestra desolación sea un castigo o gracia de Dios, fruto de nuestros pecados o don del Cielo; de todos modos, es una cruz y nos sirve para nuestra santificación.

De manera que si vemos nuestras penas y la situación de nuestra alma con espíritu de fe, tenemos que ver en ellas una cruz; y desde el momento en que las vemos así, las transformamos.

Es muy distinto pensar que lo que sentimos significa abandono de Dios, extravío de nuestras almas, a pensar que es una cruz, es decir, un medio que nos conduce a Dios. Por eso lo primero que debemos hacer para aprovechar la desolación, es tomarla como una cruz, verla con los ojos de la fe.

Y esto es muy importante, porque una de las causas por las que no se aprovechan debidamente las desolaciones es porque no se las mira con mirada sobrenatural, porque al apreciarlas no estamos en la verdad.

Cuántas almas piensan entonces, como ya lo hemos repetido mucho, que todo está perdido y que ha fracasado su vida espiritual; es decir, piensan todo lo contrario de lo que pasa en realidad. ¿Está abandonada de Dios el alma a la que Nuestro Señor le regala la cruz? ¿Fracasa una vida cuando recorre los senderos del Calvario, que son los senderos de la redención?

Cierto que, a pesar de tantas consideraciones sobre la excelencia de las desolaciones a la hora que sobrevienen parece que todo se esfuma y no hay poder humano que nos haga comprender que lo que estamos pasando es una gracia insigne de Dios. Y así tiene que ser, porque si en esos momentos llegáramos, a ver con claridad lo que vale la desolación, quizá hasta dejaríamos de sufrir, y la misma desolación perdería, a lo menos en gran parte, su eficacia y valor.

Pero si no podemos en los momentos precisos de la desolación apreciarla en todo su valor, por lo menos, el tener esta doctrina servirá para que allá, en el fondo del alma, quede cierta convicción, cierta esperanza que la paz y tranquilidad, siquiera sea en el fondo de nuestro espíritu.

No gozaremos de la excelencia de la desolación y del amor que significa por parte de Dios; pero, por lo menos, conservaremos en el fondo del espíritu la convicción de que es Dios el que está obrando en nosotros.

Pero se me podrá poner esta objeción. Si yo supiera que lo que estoy sufriendo es una verdadera desolación, aunque no me consolara plenamente, esas consideraciones sobre su excelencia y utilidad serian para mi de un gran apoyo; pero ésa es precisamente la dificultad: ¿cómo se puede saber silo que tengo es verdaderamente una desolación?

Se puede saber por medio del director; él nos puede decir si es o no es una desolación; entonces, nos basta el espíritu de fe para ver en la palabra del sacerdote la palabra de Dios y sujetar nuestro propio juicio al juicio del que representa a Dios de una manera especial respecto de nuestra alma.

Pero, desgraciadamente, falta ese espíritu de fe, porque quisiéramos ver, palpar, damos cuenta por nosotros mismos; y a la hora de la desolación, ni se ve, ni se palpa, ni se entiende; lo único que vemos muy claro y palpamos y entendemos es nuestra propia miseria e impotencia.

A toda hora, sin embargo, pero sobre todo a la hora de la desolación, debemos tener fe y creer que lo que nos dice el ministro de Dios es la verdad, aunque sea la cosa más difícil de creer: a mí mi director me dice que esto es desolación, y desolación ha de ser.

¿Y si no tenemos a la mano un director que conozca a fondo nuestra alma? ¿Qué hacer entonces?.

Ya lo dijimos antes; casi no se necesita saber silo que estamos sufriendo es una desolación que viene directamente de Dios o no; porque la actitud que debemos tomar en un caso es casi la misma que en el otro. Si debemos portarnos lo mismo, ¿para qué perder entonces el tiempo y quebrarnos la cabeza en investigar de dónde viene la desolación que sufrimos? Lo que tenemos que hacer, eso hagamos, y asunto concluido.

Sin duda que pueden darse algunos casos especiales en la desolación de origen divino, y entonces sí habrá que esperar a que el director diagnostique nuestro caso.

Para poder vivir de una manera constante la vida interior, no solamente necesitamos portarnos bien en las desolaciones, sino en todo lo que Dios nos envíe. Si insisto en las desolaciones de origen divino, es porque en este punto es donde se necesita mayor luz y fortaleza para recibirlas bien

El secreto de la vida interior en general, consiste en que, con espíritu de fe y con toda la sinceridad de nuestro corazón procuremos unimos a Dios en medio de todas las vicisitudes de la vida.

Lo interesante es que saquemos nuestra vida interior de esa región en donde los cambios y vaivenes de este mundo la sacuden y la turban, y la coloquemos en esa región serena donde no haya vicisitudes, sino estabilidad y paz, como lo pide la Iglesia en una de sus oraciones: "Que entre las vicisitudes del mundo, nuestros corazones permanezcan inconmovibles allá donde reina la paz y el gozo verdadero ".

Voy a explicar mi pensamiento. Cuando estoy lleno de consuelos, debo vivir la vida interior; que se me fue el consuelo, debo seguir viviendo la vida interior; que tengo luz, viviré la vida interior en la luz; que estoy en tinieblas, viviré la vida interior en la oscuridad; que Dios se me acerca, viviré la vida interior sintiendo muy cerca a Dios de mi alma; que Dios se aleja de mí, viviré la vida interior sin que nada ni nadie me lo impida.

De manera que lo importante no es saber si la desolación es tal o no lo es, sino vivir la vida interior en esta situación en que me encuentro; si la desolación viene de enfermedad; o de mis pasiones, o de Dios, o del demonio, o de nosotros mismos, poco importa; lo que necesito es no dejar de vivir la vida interior en la situación en que estoy, cualquiera que sea su origen.

Por lo cual, la mejor regla para la vida interior es ésta: RECIBIR A CADA MOMENTO LO QUE DIOS ME ENVÍE Y PERMANECER A TODA COSTA CON MI ALMA UNIDA A DIOS A PESAR DE TODAS LAS VICISITUDES.

No se necesita buscar ansiosamente cuál sea el origen de mi estado ni ver si mi situación tiene todas las características que son propias de la desolación. Sea desolación, sea consuelo, sea lo que fuere, lo interesante es que me sepa acomodar a todas las situaciones y continuar en todas ellas unido con Nuestro Señor.

¡Es tan completa nuestra vida! ¡Influyen tantos factores en ella! Todo influye en nosotros, hasta los elementos, el frío, el calor, los nublados; con mayor razón los estados múltiples de nuestro organismo. Y, sobre todo, en el orden sobrenatural, Dios con las variadísimas invitaciones de su gracia y el demonio con sus constantes solicitaciones al mal. Por eso nuestra vida, repito, es tan completa.

De manera que lo que importa no es analizar esos estados, Sino sustraer a ellos nuestra vida interior, para que nada ni nadie nos pueda arrebatar nuestro tesoro, como decía San Pablo: Estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las virtudes, ni las cosas presentes ni las futuras, ni la fortaleza, ni la altura, ni la profundidad, ni criatura alguna podrá separarme de la caridad de Dios. Romanos 8, 38-39.

Aprendamos a guardar nuestro tesoro lo mismo a medianoche que en pleno día, ya sea que se desencadene la tempestad o que brille el sol en un cielo sin nubes.

¿Y cómo lograremos sustraer a las vicisitudes del tiempo nuestra vida interior? Desde luego, con la fe; la fe no está sujeta a las vicisitudes; la fe la tenemos siempre, es el guía más seguro y constante. Además de la fe, el amor; no el amor sensible, sino ese amor sólido, de fondo, que está dispuesto a unirse a Dios a pesar de todo y por encima de todo. Si poseemos a Dios por medio de la fe y del amor, poco importan todas las mudanzas de esta vida; cualesquiera que sean ellas, viviremos siempre la vida interior.

Que se me permita una comparación, aunque parezca un poco prosaica. Hay algo que hacemos en todas las circunstancias de nuestra vida: comer. Pobres o ricos, de fiesta o de duelo, siempre es preciso comer, porque es una necesidad imprescindible de la naturaleza. El rico toma una comida exquisita; el pobre, alimentos sencillos y groseros; el que está alegre come con alegría, el que sufre moja su pan con sus lágrimas; pero todos comen.

De la misma manera en el orden sobrenatural: el alimento del alma es la vida interior, porque Dios es nuestra vida, y unirnos con Él es vivir. Por consiguiente, ya sea que estemos alegres o tristes, ya sea que todo se nos facilite o que nos veamos en una absoluta impotencia, tenemos que alimentar nuestra alma, que vivir la vida interior, que unimos con Dios.

Hay tiempos de hambre en que los pobres, no encontrando que comer, salen al campo y se alimentan de hierbas, de raíces, de cualquier cosa; pero hacen todo lo posible para no morirse de hambre. Así nosotros, en los tiempos de desolación e impotencia, que son tiempos de hambre, busquemos la manera de unimos con Dios, a pesar de todo, para que no se extinga ni disminuya siquiera nuestra vida interior. No estemos, pues, ansiosamente inquiriendo si estamos consolados; si en desolación, si ya Nuestro Señor se fue, si pronto volverá, etc., etc. Tengamos por cierto que Nuestro Señor nos da a cada momento lo que necesitamos.

¿Ignoramos cuál es la situación de nuestra alma? De una cosa podemos estar absolutamente seguros: que la situación actual en que se encuentra mi alma es la más provechosa para ella en estos momentos. Dios le envía en estos momentos lo que necesita.

No debemos buscar ansiosamente ni el consuelo ni la desolación, SINO LA VOLUNTAD DE DIOS, con la seguridad plena de que a cada momento su Providencia paternal nos manda lo que necesitamos, y que lo mejor para nosotros es vivir siempre la vida interior, cualquiera que sea la situación en que nos encontremos.

 

 

IX AMAR LA DESOLACIÓN

 

A demás de conocer la desolación, debemos amarla. ¿No es uno de nuestros deberes para con la cruz, cualquiera que ella sea, amarla y abrazarnos a ella? La actitud de San Andrés ante la cruz debe ser ,la actitud de toda alma cristiana, y como él, debemos decirle: ¡ Salve, cruz preciosa, por tanto tiempo deseada, amada tan intensamente; recibe en tus brazos al discípulo de Aquel que en ti le redimió."

Encontrar nuestra cruz debiera ser una fiesta para nosotros como lo fue para San Andrés. Si supiéramos lo que es la cruz, recibiríamos con los brazos abiertos, puesto que es siempre Jesucristo al que recibimos en ella.

Por consiguiente, las desolaciones las debemos recibir, hasta donde podamos, con amor y gratitud, puesto que son un don de Dios, una gracia insigne.

De ordinario, los consuelos, las gracias sensibles y todo aquello que nos atrae, lo recibimos con gratitud y creemos que Dios nos lo envía; pero ¿por qué no hemos de recibir con la misma gratitud estas y otras gracias, quizá mas grandes, aunque sean austeras y dolorosas? "Si hemos recibido de Dios los bienes decía Job, Job 2,10 ¿por qué no hemos de recibir los males"?

 

Y más cuando no son males sino para la naturaleza; para el alma son bienes, y bienes riquísimos.

En general, debiéramos recibir de la mano de Dios todo lo que nos envía; todo, sin pensar y sin ver lo que nos da; y recibirlo con gratitud, sólo porque Él nos lo da. Supongamos que Nuestro Señor se apareciera en medio de nosotros y a cada uno le diera un paquete cerrado. Yo no sé lo que contendrá mi paquete; pero ¿no es verdad que, antes de saber lo que contiene, ya debo recibirlo con mucha gratitud sólo porque El me lo da y viene impregnado de su amor?

Así debemos portarnos sempre respecto de lo que Jesús dispone, y así nos portaríamos si tuviéramos fe. Debemos recibir cada día como El nos lo manda: es un paquete cerrado que nos da y que viene impregnado de su amor.

¿Para qué nos inquietamos inquiriendo si el día de hoy será bueno o será malo, si será alegre o si será triste? Una sola cosa debe bastarnos: saber que Jesús nos lo envía y que es presente de su amor ¿Viene el día con tentaciones, con enfermedades, con humillaciones, con arideces? Poco importa: viene de Dios, y eso basta. ¡Si tuviéramos fe...!

En alguna parte leí historia o leyenda que a aquel doctor de la Edad Media, Taulero, Dios le dijo que le iba a dar un maestro de la vida espiritual; que fuera a cierto templo, y a la puerta de él le encontraría.

Y fue Taulero y se encontró a un mendigo cubierto de harapos y miseria, y le saludó diciéndole que Dios le diera muy buenos días. El mendigo le contestó asegurándole que todos los días eran buenos para él, porque todos se los mandaba Dios Taulero comprendió la profunda enseñanza espiritual que aquellas palabras contenían.

En efecto; todos los días son buenos, pero nosotros los juzgamos con criterio humano. Un día nos gusta, ¡qué día tan precioso!; otro nos disgusta, ¡qué día tan desagradable! Nos equivocamos: todos los días son buenos, porque en cada uno de ellos Dios nos hace el don de su amor, dándonos en él lo que es más a propósito para nuestra santificación.

Si a nosotros nos fuera dado forjar los días a nuestro antojo, ¡cuántas necedades cometeríamos! Porque seguramente que los habríamos de arreglar a nuestro gusto, y seria lo peor que podríamos hacer. ¿Cuál será para mi el mejor día? Precisamente éste que me envía Nuestro Señor: no le falta ni le sobra nada Dios me lo hizo conforme a mis propias necesidades.

Así es que debemos adaptarnos al día como Dios nos lo manda, y así vivir en él lo mejor que podamos la vida interior.

Agradecer la desolación

Pero si todas las cruces las debemos recibir con amor y gratitud, las cruces más preciosas debemos recibirlas con más gratitud y con más amor. Si Nuestro Señor, en esos paquetes de que antes hablaba, nos diera una crucecita de madera ordinaria, muy agradecidos debiéramos quedar; pero si la cruz no es de madera común y ordinaria, sino de los olivos de Getsemaní, nuestra gratitud debiera ser mayor; y si está formada con partículas de la verdadera cruz, entonces nuestra gratitud no tendría límites.

De manera que, aunque todas sean cruces, pueden ser unas mejores que otras; y aunque todas debemos recibirlas de la mano de Dios, pero las más preciosas con más amor y gratitud.

Ahora bien: estas cruces más preciosas son las desolaciones. Por consiguiente, debemos recibirlas con un amor y una gratitud más grandes.

Hay una palabra en los salmos que a primera vista parece extraña: "Nos hemos alegrado por los días en que nos humillaste, por los años en que tuvimos que sufrir" Salmo 89,15.

Por extraño que parezca, con toda verdad, allá en el Cielo nos hemos de alegrar intensamente por todos los días de nuestra vida; pero los días que hemos de recordar con más amor y gratitud serán los días en que el Señor nos humilló y nos envió la desolación. ¡Bendita desolación que vino a purificarnos y santificarnos! ¡Días preciosos aquellos en que sufrimos hondamente, pero en los que nuestro corazón se transformó!

Tal es la segunda cosa que debemos hacer para aprovechar las desolaciones, recibirlas con amor y gratitud, como todo lo que viene de las manos de Dios.

 

Soportar la desolación

Lo tercero que debemos hacer es soportar las desolaciones. Una cruz no es precisamente para tenerla ante los ojos, sino para llevarla sobre los hombros; por consiguiente, cuando venga la desolación es para soportarla, no para evadirla. Hay que resolvernos a sufrir la desolación.

Es inútil, como dijo Nuestro Señor a San Pablo, dar coces contra el aguijón; es decir, es inútil y nocivo tratar de rechazar una cruz que Nuestro Señor nos envía; por lo menos, debemos aceptarla con resignación.

Nuestro Señor es muy delicado y nunca nos envía una desolación sin nuestro consentimiento; nos lo pide en una forma o en otra.

¿No hemos observado que a veces, en un día de fervor, por ejemplo, Nuestro Señor nos toca el corazón y luego sentimos la necesidad de entregarnos a su voluntad y decirle: «Señor, estoy dispuesto a que hagas de mi lo que quieras»? Y a renglón seguido viene alguna cruz. De ordinario no notamos el enlace que esto tiene con aquello; pero, en realidad, no es otra cosa que el consentimiento que Dios nos pidió y que aprovechó en seguida para enviarnos la cruz que necesitaba para santificarnos.

Estoy seguro que no habrá un alma que sufra una desolación y que le digan: «Dios te ha mandado esta desolación, y quiere que la sufras; pero si tú no quieres, hay manera de quitártela»; no habrá un alma, repito, que se atreva a decir: «Sí, quítamela.» No podemos rechazar las cruces sin oponernos a la voluntad de Dios.

Lo menos es resolvemos a sufrir, haciendo de la necesidad, virtud; si aceptamos la prueba voluntariamente, mejor; y si esa aceptación es amorosa, plena, ardiente, mucho mejor. En la medida en que aceptamos las desolaciones, en esa medida nos serán más provechosas.

Hasta en lo humano es mejor sufrir voluntariamente que contra nuestra voluntad. Por ejemplo, cuando una persona tiene un fuerte dolor de muelas, si en lugar de permanecer quieta soportando el dolor, se mueve, se agita, se queja, se desespera, va de un lugar a otro, se recuesta, se levanta.., ¿qué resulta de todo esto? Que se excitan más los nervios y se hace más intenso el dolor. Lo razonable es que, mientras llega la hora de ver al dentista, permanezca quieta, soportando el dolor.

En el orden espiritual hay que hacer lo mismo; ¿tenemos una cruz, sufrimos una desolación? Vamos a soportarla. ¿Qué no tengo fuerzas? Eso no es verdad, porque Nuestro Señor ha asegurado que nunca seremos tentados más allá de nuestras fuerzas. Cuando nos da una cruz, nos la da exactamente a la medida.

Cuando nosotros imponemos cruces a los demás, entonces sí pueden faltar las fuerzas para soportarlas. Algunas veces los superiores no tenemos la discreción debida e imponemos al alma una cruz que no puede soportar; pero Nuestro Señor, no; El mide nuestra fuerza o, mejor dicho, proporciona sus gracias a las cruces que nos envía.

Es preciso, pues, que cuando el alma esté en desolación no deje de cumplir sus deberes y de vivir su vida interior. Recordemos aquel consejo de San Ignacio: En tiempo de desolación no hay que hacer mudanza. Es un consejo muy práctico, porque en tiempo de la desolación quisiéramos hacer todo lo contrario de lo que hacemos cuando estamos consolados. Un alma consolada lo primero que hace es prolongar su oración hora tras hora; pero cuando llega la desolación, luego quiere abreviaría o suprimirla. No; en tiempo de desolación no hay que hacer mudanza.

En medio de la desolación, y, a pesar de ella, debemos vivir la vida interior, cumplir nuestros deberes, nuestro reglamento, nuestras prácticas de piedad, de mortificación, de apostolado, etc., y ser fieles a Nuestro Señor en nuestros propósitos y promesas.

Sin duda que en ese tiempo todo cuesta mucho; pero es preciso que seamos generosos. ¡Cuánto le agrada a Nuestro Señor que en medio de la desolación nos portemos así!.

Secundar la acción de Dios

Por último, lo que más nos ayuda a aprovecharnos de las desolaciones es secundar la acción de Dios, lo que por medio de ellas Dios se propone conseguir en nuestras almas.

Puesto que por la desolación Dios se propone hacer que palpemos nuestra miseria, unámonos a Él y abramos los ojos para ver nuestra nada y damos cuenta de nuestra impotencia y debilidad.

Se propone también ejercitamos en la paciencia; seamos generosos en aceptar la prueba.

Quiere un corazón vacío y desprendido de las criaturas y un amor más puro; en lo poco que podamos, hagamos por entrar en las miras de Dios y secundar sus designios.

¡Qué agradable será para Nuestro Señor que entremos en sus propias miras y que, aun cuando es muy poco lo que podemos hacer, secundemos su acción divina en nuestras almas!

 

 

X LA FE OSCURA

Hasta ahora he considerado siempre la desolación en su esencia misma, en sus relaciones con nuestra vida interior; pero no he considerado sus circunstancias y todo lo que la acompaña.

Porque no vayamos a pensar que la desolación reside sólo en la parte íntima de nuestro espíritu y que no afecta más que a nuestra vida interior; la desolación, de ordinario, va acompañada de manifestaciones en toda nuestra vida, interior y exterior.

De manera que no siempre las desolaciones afectan sólo a la parte superior de nuestro espíritu, en lo que se refiere a nuestras relaciones con Dios, sino de ordinario van acompañadas de otras pruebas de distintas facultades de nuestra alma, y aun con relación a las cosas exteriores.

De estos elementos que acompañan a la desolación, unos son consecuencia natural de ella; otros, Nuestro Señor los añade para realizar plenamente su obra de purificación en nosotros.

De manera que es fructuosísimo en las desolaciones que haya tentaciones y luchas y otras pruebas que vienen de las criaturas, Y si es cierto que estos estados del alma son obras de Dios; sin embargo, no solamente obra El de una manera directa en el alma, sino que llama a las criaturas y las hace instrumentos suyos.

También los dones del Espíritu Santo intervienen de una manera directa; parece extraño que estos dones que inundan nuestra alma de luz, de dulzura y de fuerza, sirvan al mismo tiempo de instrumento de inmolación; pero así es. El Espíritu Santo, por medio de sus dones, hace su obra en las almas.

A mi me parece cierta delicadeza de Nuestro Señor el que en las desolaciones deje cierta parte a las criaturas; El no quiere inmolarnos, y lo hace sólo en lo que es indispensable; lo demás se lo deja a las criaturas. Y ¡cosa admirable!, se sirve hasta del mismo demonio para purificar a las almas.

Esto no es muy frecuente, pero sí se verifica. Pone Nuestro Señor a un alma en manos del demonio para que la hostilice y torture; naturalmente, esto es penoso, tiene un aspecto repugnante, como todo lo que viene del demonio. Pero para el orgullo del demonio, ¡qué terrible ha de ser que se vea precisado a servirle a su enemigo y servirle para su propia derrota! Es como si en una guerra uno de los combatientes hiciera un prisionero y le obligara a fabricar pólvora para matar a sus compañeros.

Hice esta observación para que comprendamos que todas estas cosas, aparentemente extrañas y ajenas a la desolación, están íntimamente enlazadas con ella, y sirven para realizar la obra de purificación que Dios quiere en el alma.

Debo hacer esta otra observación: que aun cuando los instrumentos principales de que Dios se sirve para purificar nuestras almas en la desolación son los dones intelectuales de ciencia y entendimiento, también se desarrolla de una manera potente e influye de un modo especial el don de fortaleza, que nos hace soportar todas las penas, vencer en todas las luchas.

A las veces nos llama la atención nuestra fuerza de resistencia, y nos preguntamos: ¿cómo es posible que haya podido soportar todas estas cosas? Pero es que no soy yo, sino Jesús en mí. Me da el don de fortaleza, y con él ya soy capaz de todo.

Esto nos debe llenar de esperanza, porque si es cierto que tenemos que sufrir mucho, contamos con recursos especiales y la ayuda de Nuestro Señor, y con ello podemos vencer.

En resumen: lo que hay que practicar en la desolación es: vivir de fe oscura.

En todas las épocas de la vida espiritual tenemos que vivir de fe; pero en las desolaciones, lo específico, digámoslo así, es la fe oscura.

¿Qué quiere decir esto? Voy a explicarme: en los momentos de la desolación, nuestro espíritu está cubierto de sombras, no ve nada, no ve a Dios ni el camino que conduce a El, y, en cierto modo, ni el alma se ve a sí misma, en el sentido de que no sabe lo que es; pero en medio de esa oscuridad absoluta en la que el alma vive, se necesita que vaya a Dios y que recorra los senderos de la vida espiritual, iluminada únicamente por la fe, una fe escueta, desolada, fe sin luz, fe oscurísima.

Abramos las obras de San Juan de la Cruz, y nos encontraremos con el mismo tema: la fe oscura. Y es que, realmente, en la vía iluminativa, el gran secreto de ella consiste en vivir de esa fe oscura.

Pero ¿qué quiere decir vivir de fe oscura? Quiere decir que nos atengamos a lo que nos enseña la fe, aunque no sintamos ni gusto, ni atractivo, ni veamos con claridad aquellas verdades.

Algunas veces habremos visto con muchísima claridad una verdad de fe. Cuántas veces sucede que una verdad que toda nuestra vida hemos escuchado y entendido muy superficialmente, un día, no sabemos ni por qué ni cómo, la vemos con mucha claridad ¡Ah!, parece que tuvimos una revelación.

Recuerdo que una Superiora de una casa religiosa, muy santa, que hizo unos Ejercicios ella sola, cuando salió de ellos, hablando a la comunidad, le decía: «Tuve en estos ejercicios una luz clarísima, como una revelación.» Todas las religiosas estaban ávidas de saber qué había sido aquello. «¿Qué fue lo que vio Madre?» le preguntaban. "Amarás a Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo" . . ¿Es una cosa nueva, siendo así que es antiquísima? Sin embargo, esas cosas tan sabidas a las veces las vemos con una luz nueva; pero no podemos expresar lo que sentimos, y nos vemos en la necesidad de repetir la fórmula que tiene veinte siglos.

Y con razón nos dicen: ¡Pero qué grande novedad! "Amarás a Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo."

Realmente, no es una novedad eso; pero lo que es nuevo es la profundidad con que lo hemos visto.

Hay, pues, ocasiones en que verdades conocidísimas las vemos con mucha claridad; entonces la fe no es fe oscura, es una fe que tiene cierta claridad.

Otras veces no es claridad la que tenemos al penetrar las verdades divinas, sino que es un atractivo. Hay veces que sentimos un atractivo por un misterio de Nuestro Señor, por una palabra de la Escritura, por alguna virtud especial.

Si nos preguntan cómo es eso, no sabemos, pero sentimos un atractivo, nos complacemos en repetir y saborear aquella palabra, por ejemplo. Esto es fe, pero no es oscura, es dulce, porque sentimos aquel atractivo intimo, descubrimos no sé qué secretos que en aquella verdad se esconden.

Pero cuando no hay claridad, ni atractivo, ni nada; cuando decimos una fórmula de fe es como quien dice una palabra en ruso o en chino, sin que entendamos aquello que la fe nos enseña: eso es vivir de fe oscura.

Vengo al pie del sagrario, no siento nada..., no tengo ninguna luz, como si estuviera en la plaza pública; absolutamente nada me revela que está ahí Jesús; ni mi corazón ni mi espíritu sienten nada cerca del sagrario. Sin embargo, le digo: «Aquí estás, Jesús, yo te adoro»... Y me parecen huecas estas palabras, y no experimento nada...; en el fondo de mi corazón creo, amo, adoro; eso es vivir de fe oscura.

Otras veces, en la vida cotidiana Jesús se transparenta y le vemos en todas las cosas, en nuestro prójimo, en el Cielo, en los acontecimientos, y hasta se estremece nuestro corazón con su presencia. Esto es fe, pero no la fe oscura, sino una fe luminosa, llena de suavidad y atractivo.

Hay otras veces en que los velos que cubren a Jesús se hacen como más espesos, no vemos en el prójimo más que los defectos; nos choca todo en él, desde la cabeza hasta los pies; los acontecimientos absolutamente no nos producen otra impresión que desesperación, porque todo sale mal, como si Nuestro Señor no existiera y dejara que todas las cosas de este mundo rodaran. Todo se ve con pesimismo desolador.

En estos casos, si, a pesar de todo, no vemos en el prójimo más que a Dios sólo porque la fe nos dice que ahí está Dios, y lo que hacemos es únicamente por El, y si en los acontecimientos, a pesar de no ver a Dios, confiamos en sus palabras cuando dijo: "Ni un solo cabello de vuestra cabeza caerá sin la voluntad de vuestro Padre, que está en 105 cielos"; y seguimos creyendo y creyendo, sin ver nada y sin sentir nada...; esto es vivir de fe oscura.

Es, ni más ni menos, lo mismo que si nosotros fuéramos por una parte muy oscura guiados por alguna persona y siguiendo sus indicaciones: «Ahora a la derecha», y nos volvemos a la derecha; «ahora de frente»; «ahora inclínese usted un poco», y nosotros vamos haciendo todo lo que nos dicen únicamente porque nos lo dicen; pero para nosotros no hay más que sombras y en medio de ellas vamos con mucho tiento, porque nos parece que a cada paso hay un precipicio. Eso es vivir de fe oscura.

En tiempo de consolación, es como cuando andamos en una noche estrellada, no hay plena oscuridad, hay una semioscuridad; aun cuando vemos las cosas, no las vemos con mucha precisión, sólo lo necesario para orientarnos, y aun así, muchas veces nos equivocamos al ir caminando y ponemos el pie en el agua creyendo que lo ponemos en la piedra.

Pero en tiempo de desolación es noche oscura como cuando caminamos por un sótano enteramente cubierto de tinieblas, que no nos queda más remedio que creer al guía que nos lleva. Eso nos es penoso, porque quisiéramos en buena hora sufrir, pero sufrir sabiendo lo que estamos sufriendo; caminar, pero por donde nosotros queramos.

Somos como esos militares de alta graduación que, al ser condenados a muerte, piden como una gracia especial dirigir su ejecución, hasta decir: «¡Fuego!» Los matan, pero antes tuvieron la satisfacción de haber sido ellos mismos los que ordenaron su muerte.

Nosotros queremos saber que estamos sufriendo y que nos van a inmolar, pero también queremos ser nosotros los que dirijamos nuestra inmolación. No saber por dónde va uno, es muy penoso; pero eso es lo que nos hace salir de nuestros caminos y entrar en los caminos de Dios.

Porque para alcanzar la transformación se necesita ver con otros ojos, amar con otro corazón; y para ver con otros ojos se necesita pasar por esas oscuridades. Después de recorrer aquel túnel oscurísimo, abrimos los ojos y ya no vemos como veíamos antes: es una nueva manera de ver y de amar y de comprender; por eso fue necesario que pasáramos por aquel túnel tan oscuro.

En tiempo de desolación y en tiempo de consuelos hay que vivir de fe; pero la fe oscura se ejercita más especialmente en las desolaciones

Cómo hacer oración

Finalmente tratándose de las desolaciones divinas, lo más importante es saber cómo ha de haberse el alma que se encuentra en ese estado para hacer oración.

Así como los médicos emplean con frecuencia muchos medicamentos para tratar a los enfermos, pero si hay un específico le dan la preferencia, por ejemplo, para el paludismo le dan el arsénico, pero el específico es la quinina; de la misma manera, hay muchas reglas para poner en buen estado nuestro organismo espiritual y ponemos en disposición de que Dios realice en nosotros su obra; pero el específico es la oración desolada; es decir, la oración cuando el alma sufre las desolaciones divinas.

¿Cómo debemos hacer la oración durante el tiempo de la desolación? En el tiempo de la desolación una de las cosas más penosas es la oración y todos aquellos momentos en que tenemos que ponernos en contacto inmediato con Nuestro Señor.

En medio del trabajo y de las ocupaciones parece que se pasa un poco la desolación; pero al ponernos en contacto con Dios arrecia la tormenta, se siente más terrible el tedio y la tristeza; y donde de una manera más especial se nota esto es en la desolación: no se encuentra el hilo de ella. ¿Qué hacer? Discurrir?...¡Imposible! El corazón es una roca de la que ni la vara de Moisés es capaz: de hacer que brote el agua de los afectos. ¿Hablar con Nuestro Señor?... No se nos ocurre qué decirle...

Muchas veces el sueño viene a resolver el problema, pero no es la resolución deseable.

San Juan de la Cruz nos enseña lo que debemos hacer: una simple mirada a Nuestro Señor. Muy fácil decir la receta, ¡pero qué difícil cumplirla!

La voy a explicar; esta receta significa que no andemos buscando tales o cuales procedimientos para orar; porque la tendencia es buscar nuevos medios, nuevas industrias; y en esas circunstancias todo fracasa. San Juan de la Cruz nos dice: «No te preocupes, déjate de libros, de discursos y de todo lo demás; lo único que puedes hacer es esto: una mirada a Dios.»

¡Pero, santo Doctor, ¿una mirada a Dios? ¡Si supiéramos dónde está! ¡Si ése es nuestro anhelo y al mismo tiempo nuestro tormento y nuestra pena!

Pero no es absolutamente cierto que no sepamos dónde está Dios; lo sabemos porque tenemos fe; sabemos dónde está; conocemos su rumbo. La fe nos dice que está en el sagrario, que está en el corazón; luego miremos hacia el rumbo que la fe nos enseña y es lo único que podremos hacer, lo que Dios quiere que hagamos, mirar al rumbo.

Cuando los apóstoles vieron a Nuestro Señor subir a los Cielos sobre la cumbre del Olivete y vino una nube y le ocultó, el Evangelio nos da a entender que se quedaron viendo hacia el rumbo por donde desapareció Jesús. Y es lo natural.

Así tenemos que hacer nosotros, mirar el rumbo ¿En dónde encontramos en los días plácidos a Jesús, sino en el sagrario y en nuestro corazón? Entonces, que penetre en nuestro corazón la mirada de nuestro espíritu, o que se dirija al sagrario.

Pero se me objetará: «Bueno, y ¿qué ganamos con mirar al rumbo? ¿Es algo provechoso?» Silo es; porque se piensa que en tiempo de desolación no se puede hacer oración, y eso es falso; sí se hace; lo único que pasa es que no nos damos cuenta de ello.

Cuántas veces un alma que ha estado en oración comprueba una cosa: de la oración en que le ha parecido que no hace nada, sale confortada y con alientos, y le parece raro; no ha hecho nada, y, sin embargo, sale de otro modo.

 

La oración que se hace en la desolación que viene de Dios es exactamente igual a aquella tan íntima y tan dulce que se hace en tiempo de consuelo. ¿No hemos sentido alguna vez siquiera que nuestra alma se fija en Dios, que no necesitamos ni discursos, ni afectos, ni nada? ¿Qué le vemos a Él y Él nos mira, que nuestra alma se pacifica y una quietud dulce inunda nuestro corazón?. Pues bien: esa oración es exactamente la misma que se hace cuando estamos en la desolación, con esta sola diferencia: que en el primer caso es sabrosa y en el segundo árida, y tan árida que no sabemos lo que estamos haciendo, pero estamos haciendo oración.

Lo interesante es esto: no dejar que nuestro espíritu ande por aquí y por allá; quietud, y mirar el rumbo. Si miramos el rumbo, miraremos más de lo que queremos mirar, habrá en nuestro corazón una mirada que escapa a nuestra conciencia, que no podemos analizar y que, sin embargo, encuentra a Nuestro Señor: es la mirada de la fe, que, en medio de las sombras, encuentra a Dios.

Esto es lo que tenemos que hacer durante la oración cuando estamos desolados: mirar al rumbo. Si alguna vez hemos tenido esa oración dulce, tranquila, procuremos imitarla, hacer sin gusto ni atractivo lo que hacemos con gusto y atractivo los días de consuelo. Quien ha experimentado esa oración puede tener una idea de cómo debe hacer su oración cuando está desolado: nada más sin dulzura, pero con el mismo cuidado y simplicidad.

Si algún sentimiento cabe en esa simple mirada a Dios, me parece que puede ser anonadamiento en la presencia de Dios y de entrega: Soy nada, pero me pongo a tu disposición; aquí me tienes.

Voy a poner una comparación un poco prosaica, pero no resisto el deseo de ponerla, porque me parece exacta: Cuando éramos niños nos contaban un cuento: Un individuo entró en el Cielo burlando la vigilancia del apóstol Pedro, y éste, al notarlo, le dijo: «¡En piedra te conviertas!» Sí, Señor, pero con ojos. Y se volvió una piedra, pero con ojos para estar viendo todo lo que pasaba en el Cielo.

A mí me parece que sucede algo semejante en un alma desolada: es una piedra, dura, fría, pero con ojos. ¡Cuántas veces expresamos nuestra situación diciendo: «¡Estoy como una piedra!» Lo que podemos hacer en esta situación es ver; los ojos de nuestra alma desolada son los ojos de la fe, y con estos ojos ver el rumbo.

El último término, el secreto, el específico para pasar las degollaciones, es el mismo que di para la vida interior: vivir la fe.

He expuesto los dos secretos que son como la clave de la vida espiritual: vivir de fe oscura y comprender que los caminos de Dios son distintos de nuestros caminos; por consiguiente, no debemos querer caminar por los nuestros, sino acostumbramos a caminar por los senderos de Dios.

Él quiere enseñarnos interiormente lo que yo de una manera teórica he tratado de mostrar.

Todas estas reglas serán muy útiles y necesarias; pero a la hora de la pena y de la tribulación parece que se olvidan y que no tienen eficacia en el alma.

Hay, sin embargo, otra palabra, la palabra de Dios, que penetra siempre en nuestras almas, que nos iluminen medio de las sombras, que nos fortifica en medio de las tribulaciones.

Que esa palabra resuene en nuestros corazones y que la luz de Dios, oscura, misteriosa, pero siempre eficaz, nos ilumine en los días de la tribulación, para que podamos ser fieles a Dios y realizar así sus designios divinos sobre nuestras almas.

 

 

TERCERA PARTE

 LAS CIMAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

 

I ¿Para qué sirven los contemplativos? 

El mundo que no entiende a los santos, menos aún entiende a los contemplativos. «¿Para qué sirven?", dicen con acento de desdén.

Aunque no fuera más que por razones de orden estético, deberían existir en el mundo los contemplativos. ¿Para qué sirven? Para lo que sirven las flores, para embalsamar el ambiente con sus aromas y recrear la vista con sus espléndidos colores. Para lo que sirven las estrellas, para llenar de encanto nuestras noches. Para lo que sirve todo lo que es hermoso, lo que es noble, lo que es santo: para recordamos que no nacimos para la tierra; para decimos, en medio de las miserias y dolores y pequeñeces de esta vida, que somos más grandes y que nacimos para cosas más altas; para que no olvidemos que hay una patria eterna y en ella un Padre que con los brazos de su amor abiertos nos espera y una Madre que con su dulcísimo regazo nos brinda el descanso y la paz.

Los contemplativos son los heraldos de la Patria eterna, los mensajeros del amor infinito. Cuando se acercan a nosotros, sentimos que las auras embalsamadas de la tierra prometida vienen a refrescar nuestras frentes en el desierto ardoroso de este mundo; cuando hablan se diría que escuchamos un preludio de los cánticos celestiales. Mirarlos es gozar de una radiosa aparición de los Cielos; tienen algo angélico, algo celestial, algo divino.

Unos cuantos contemplativos bastarían para hacemos olvidar todos los crímenes y todas las desgracias de la Humanidad, para sentimos orgullosos de nuestro linaje, para saber que Dios existe y que Dios es amor...

Aunque no fuera más que por razones estéticas, deberían existir los contemplativos; y el orden estético es el orden divino.

Los contemplativos ejercen también en el mundo una función de equilibrio.

El día que en el firmamento se rompiera el equilibrio de los astros, el mundo desaparecería en horrenda catástrofe; el día en que se acabara en la tierra el equilibrio misterioso entre el bien y el mal, el día en que éste superara a aquél, real y definitivamente, la catástrofe sería más terrible.

Mas la mano del Señor mantiene el equilibrio en ambos mundos. Cuando en alguna parte del firmamento el equilibrio amenaza romperse, Dios envía para que lo restablezcan a esos astros errantes y misteriosos que de tiempo en tiempo visitan nuestro cielo.

Cuando el mal se extiende sobre la tierra y parece enseñorearse de las almas; cuando los gérmenes del error y de la inquietud parece que van a hacer explosión y a precipitar en los abismos al linaje humano, Dios saca de los tesoros de su misericordia y de su amor a sus santos, en especial a sus contemplativos, y los envía a la tierra como una prenda de paz, como una sonrisa de misericordia; y los contemplativos cruzan el cielo de la Iglesia, errantes y misteriosos como los cometas, radiantes como ellos de hermosura y de luz. Vienen a restablecer el equilibrio, vienen a anunciar la paz.

Las épocas de catástrofes son épocas de contemplativos. Cuando el cisma de Occidente dividía a la Iglesia, Vicente Ferrer y Catalina de Sena brillaron en el mundo. El siglo del protestantismo es el siglo de Juan de la Cruz y de Teresa de Avila, es el siglo de los santos. Y cuando la aurora ensangrentada de la Revolución francesa apuntaba en la Historia, Jesús revela los tesoros de su Corazón por medio de la dulce Visitandina de Paray-le-Monial.

Siempre los justos salvan al mundo. La gran ley de la reversibilidad de los méritos, proclamada por el Génesis, es de constante aplicación: " No destruiré (a Sodoma) si en ella encuentro diez justos".

¡Hay del mundo el día en que no tuviera en su seno el número de justos exigidos por la misericordia! Ese día sería abrazado sin remedio por el fuego de la justicia.

Sin duda que todos los santos tienen esta misión de cooperar a la obra de Jesús, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo; mas tengo para mí que esta función es más propia y, por decirlo así, específica de los contemplativos.

La acción y la contemplación salvan al mundo, pero por distintos caminos; la acción va a Dios por los hombres; la contemplación viene a los hombres por Dios.

La contemplación es la gloria de Dios en el alma de los santos; la acción, las irradiaciones de esa gloria que se esparcen por el mundo; la contemplación es el perfume del holocausto que asciende a los Cielos, rápido y triunfante; la acción, la suavidad de ese perfume que se derrama sobre la tierra.

La contemplación es la parte de Dios, sus primicias, como la médula de la caridad que Dios se reserva; la acción es la parte de los hombres, las migajas que Dios les deja caer de su magnífico banquete. La acción es de la tierra, la contemplación es de los Cielos.

«La vida contemplativa pertenece al orden divino; la activa, al humano. Por lo que San Agustín dice: En el principio era el Verbo: he aquí a quien María escuchaba, el Verbo se hizo carne: he aquí a quien Marta servía».

Dios se sirve de la acción para realizar su obra en la tierra; por medio de la acción ilumina, calienta, cura, fortifica, consuela a los hombres; la contemplación la guarda para sí, para su descanso y sus delicias; es el jardín donde se recrea, la Betania donde mora, el santuario de su paz, el nido de sus amores, el trono de su gloria, su cielo en la tierra.

La mirada de Dios, más que la mirada de su poder, la mirada de su amor, sostiene al mundo; el día en que apartara de él sus ojos, el mundo se hundiría. Mas esa mirada necesita dónde posarse, necesita un oasis en medio del desierto de este mundo, árido, ardiente, sacudido por el simún devastador de la iniquidad. Este oasis es la contemplación; en él descansa la mirada de su amor, y las aguas que de ahí brotan son capaces de convertir en paraíso el desierto.

Los contemplativos son los portavoces de Dios.

Dios tiene dos palabras: una solemne y oficial, de la que es órgano la Iglesia docente; otra íntima y amorosa, que confía de ordinario a sus contemplativos.

La era de las revelaciones públicas se cerró con el Apocalipsis; mas las revelaciones privadas se continuarán hasta el fin de los tiempos.

Sin duda que estas revelaciones no tienen el valor de aquéllas, ni tienen valor alguno sin la sanción de la Iglesia; mas, cuando la han logrado, ¡cuánta luz y amor derraman sobre la tierra! ¡Qué prodigiosa fecundidad poseen! ¡Cómo son capaces de renovar al mundo!

Basta para comprenderlo contemplar las maravillas que ha realizado y las firmes esperanzas que brinda la palabra secreta depositada por Jesús en el corazón de Margarita María.

Estas revelaciones son el comentario amorosísimo y lleno de unción de las enseñanzas de la Iglesia; son el dedo de Dios que muestra a los hombres, torpes y olvidadizos, lo que poseen sin apreciarlo, lo que saben sin comprenderlo; vienen a poner de relieve ciertas palabras divinas y ciertos dones celestiales que pueden salvar al mundo y que el mundo ha desconocido u olvidado; vienen a encender en la tierra la chispa de amor que abrase los corazones y renueve las almas.

Cosa notable y digna de ser estudiada por los que puedan explicarla Las grandes devociones de la Iglesia, las que forman época, las que vienen a la tierra como una sonrisa de los Cielos que anuncia la paz en momentos de catástrofe; las grandes devociones, como la de la Eucaristía al fin de la Edad Media, como la de la Cruz en época más remota, no han brotado en la Iglesia por la iniciativa directa de la Jerarquía oficial: han germinado en el corazón de los fieles; Dios ha puesto la semilla en el alma de sus santos, ordinariamente en el alma de sus contemplativos; casi siempre en el corazón de la mujer.

Los dones de Dios, las maravillas de su amor que vienen del Cielo, llegan hasta los miembros de la Iglesia derramándose primero en la cabeza y descendiendo de ahí como una unción de misericordia que corre por la barba de Aarón e impregna con su divina suavidad hasta la orla de su manto; la devoción es la ofrenda sencilla del amor humano que corresponde a su manera a los dones divinos; el eco del amor que en el corazón de la esposa despierta la inefable palabra del Esposo; es la viva llama del amor que de la tierra se levanta hacia los Cielos.

Quizá por esto recorre en sentido contrario el sendero por donde bajan hasta nosotros los dones de Dios; nace en los miembros, libre y espontanea como el amor, y, como al ardiente, se lanza a las alturas; mas se necesita pasar primero por la cabeza de la Iglesia, única que puede aceptar y bendecir en nombre de Dios los dones humanos y ofrecerlos al Señor en nombre de sus hijos.

Sea de esto lo que fuere, basta señalar el hecho, que es innegable y de capital interés.

Los contemplativos son los depositarios de los secretos de Dios, los portavoces de su palabra íntima y amorosa.

Dejemos al mundo que sonría ante los santos y pregunte desdeñosamente: ¿Para qué sirven los contemplativos? Sus ojos están cargados de sombras, su corazón está frío, su espíritu es el espíritu de mentira.

Nosotros que hemos recibido el Espíritu de Dios, digamos con el Salmista, llenos de admiración y amor: Salmo 67,36: «¡Admirable es Dios en sus santos!».

 

 

II EL MODELO DE LA VIDA CONTEMPLATIVA

 

La vida interior es el trato íntimo del alma con Dios, el prodigio celestial que la hace vivir en Dios y a Dios en ella; es la anticipación de la vida eterna; la sustancia de la vida que esperamos.

Todo lo demás que la vida espiritual contiene es la preparación o los frutos de esta vida profunda y divina. Aun la vida apostólica, con su maravillosa fecundidad, no es, según la doctrina de Santo Tomás de Aquino, sino el desbordamiento de la vida interior.

Dos elementos forman esta vida sublime: la contemplación y el amor; la contemplación, por la que los ojos iluminados del corazón se hunden en los abismos de Dios, y el amor, que funde en inefable unidad a Dios y a la criatura; la contemplación, que enciende el amor, y el amor, que aviva la contemplación; la luz que calienta y el calor que ilumina.

Afirma el Padre Lacordaire que el verdadero valor de un alma se mide por las palabras que se dice a sí misma en su santuario íntimo; mejor podría decirse que el valor sobrenatural de un alma se mide por la palabra íntima que le dice a Dios y por la palabra inefable que Dios le dice a ella.

¿Cómo sería ese diálogo arcano entre Dios y la Virgen María, que es el secreto de la vida interior de ella?

Pienso que ese diálogo celestial es lo más exquisito, lo más bello, lo más prodigioso de María, por más que en su vida haya tantas cosas prodigiosas y bellas; «porque hizo en ella cosas grandes el que es Omnipotente y cuyo nombre es santo». ¿lo dice la Escritura que toda la gloria de la hija del Rey es interior?: Salmo 44,14.

Con profundo respeto y con inmenso amor, tengamos la osadía de asomarnos al abismo insondable de la vida interior de María.

La raíz profunda de la vida interior es la pureza. Jesús mismo nos lo enseñó: Mateo 5,8 "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios"

La pureza a que se refiere esta bienaventuranza no es solamente el alejamiento del pecado, sino la eliminación de todo lo terreno. Para lograr el premio inefable de ver a Dios, las almas necesitan purificarse con terribles desolaciones que los limpian de esos sutiles obstáculos que solamente Él conoce, y con purificaciones exquisitas que adaptan los ojos internos al resplandor de la luz divina.

Ni basta la pureza negativa, esto es, la eliminación de todo lo terreno, para llegar a la cumbre de la contemplación; sino que es necesaria la efusión de la gracia con su cortejo de virtudes y dones, que diviniza al alma, haciéndola partícipe de la naturaleza divina, y enriquece todas las facultades con dones celestiales.

La gracia, que es la semilla de la gloria, lo es también de la vida interior, que es trasunto y preludio de la gloria.

Las almas que llegan a la cumbre van subiendo de claridad en claridad hasta transformarse en la imagen divina, como lo enseña San Pablo en su 2 carta a los colosences 3,18.

En proporción del peldaño que tocan en esa misteriosa escala de luz, es el grado que alcanzan las almas en su vida interior.

María Santísima, desde el principio de su vida, tocó las cumbres de la contemplación, porque Dios echó los fundamentos de la santidad de esa alma única sobre las cimas excelsas de las montañas: ( Salmo 86,1).

María es la Inmaculada; por un singular privilegio de Dios fue preservada del pecado original, fue libertada de las concupiscencias, y jamás la más ligera sombra de pecado empañó su alma bellísima.

Mas la pureza de María no es solamente negativa, sino positiva, riquísima. En el primer instante de su concepción, Dios derramó en el alma de María la opulencia de su gracia, le otorgó la gracia más copiosa que la que han logrado los santas en su consumación, y, para decirlo en una palabra, le concedió la plenitud de la gracia, como más tarde en la anunciación lo aseguró el ángel saludándola con estas palabras: Ave, gratia plena.

Nuestro espíritu siente el vértigo del abismo cuando pretende concebir la multiplicación prodigiosa de este caudal primitivo de gracia por la fidelidad perfectísima de la Virgen María; que, libre de todo obstáculo e impulsada por el Espíritu Santo, acrecentaba cada día en proporciones gigantescas la gracia de su alma. ¿A qué opulencia de gracias llegaría esta alma singular?

Nadie en el Cielo y en la tierra, entre las puras criaturas, ha igualado ni seguido de cerca la pureza y la gracia de María; y nadie, por consiguiente, la ha igualado ni seguido de cerca en su inefable vida interior. Ni los mismos ángeles del Cielo pueden competir con ella en pureza, pues, aunque estén totalmente limpios del mal, no han recibido la plenitud de gracia que recibió María.

¿Cómo contemplaría a Dios la dulce Virgen desde el principio de su vida? ¿Cómo serían las palabras de luz y de amor que se cruzaron desde entonces entre Dios y María?

Proporcionado a su contemplación fue sin duda su amor, pues estas dos cosas tienen una relación íntima en la vida espiritual. Ni los serafines del Cielo pueden competir con ese volcán de amor que María llevó desde el principio de su vida.

Libre de todo lo terreno, sin sentir la fascinación de la vanidad, conociendo a Dios como nadie le ha conocido fuera del alma de Jesús, el corazón de María, inmenso por inmaculado, maravillosamente hecho para el amor y enriquecido con un copioso raudal de caridad, se ha de haber lanzado hacia Dios con un amor potente, exquisito, ardoroso, triunfal.

Como la zarza misteriosa del desierto, ese corazón ardió toda su vida sin consumirse con incendios increíbles de amor.

Pienso que ese amor de María desde el principio de su vida ya tenía su centro en Jesús. Quizá no sabía la excelsa dignidad a que estaba llamada, pero conocía las Escrituras y sabía que el Mesías iba a venir, y el Espíritu Santo la ha de haber impulsado para que pusiera en el que había de venir, no solamente la meta de la esperanza, sino también el centro de su amor.

Un día dulce y glorioso para María y para la Humanidad, para el Cielo y para la tierra, el Verbo se hizo carne en el seno purísimo de la Virgen. María poseyó de una manera nueva e inefable a su Amado; a semejanza del Padre celestial, pudo llamarle Hijo, y entre Jesús y Ella se establecieron vínculos estrechísimos, inefables, únicos, no solamente por la maternidad corporal, sino por una especie de maternidad espiritual, por una explosión de amor y de gracia que estalló en su alma.

Así nos lo deja entrever San Beda, el Venerable, cuando dice:" La misma bienaventurada Madre de Dios fue en verdad feliz, por ser instrumento temporal del Verbo en su encarnación; pero mucho más feliz, porque permanecía custodia eterna del mismo en su amor".

Desde ese día sacratísimo, la vida interior de María se transfiguró divinamente y se elevó a cumbres excelsas, que ninguna criatura tocará y que nuestro espíritu no acierta a comprender, sino que apenas vislumbra en la gloriosa lejanía del misterio.

Treinta y tres años vivió María con Jesús en intimidad dulcísima: le llevó en su seno durante nueve meses; le miró extasiada con sus ojos mortales en la noche de Belén; le estrechó en sus brazos con inmensa ternura; le amamantó a sus pechos, le cubrió con sus besos; sorprendió sus primeras sonrisas y enjugó sus primeras lágrimas y escuchó embelesada sus primeras palabras; le vio crecer a su lado en edad, en sabiduría y en gracia; guardó en su corazón todo lo que veía y escuchaba de su Hijo divino; en su corazón maternal se derrama constantemente el divino Corazón de Jesús; su vida y la de Jesús se fundieron de manera inefable en un poema único de luz y de amor, y mejor que San Pablo pudo decir la frase deliciosa: «Para mi vivir es Cristo» Filipenses 1,21

Nadie ha conocido ni conocerá a Jesús como María; nadie como Ella le ha amado ni le amará jamás; nadie como Ella ha sentido, en inefable plenitud, la fruición celestial de la presencia divina, de la posesión dichosa de Jesús.

¡Ah! ¡Si todo en María es prodigioso, si todo supera la comprensión de nuestro espíritu, lo que más me maravilla, lo que más hunde mi alma en el vértigo del abismo es que la Virgen María haya podido vivir treinta y tres años en dulce intimidad con Jesús, que haya soportado tamaña dicha sin morir de amor, que en medio de los esplendores del Cielo que tenía consigo haya podido vivir una vida ordinaria sobre la tierra!

Una visión fugaz de Jesús ha bastado para que los santos hayan fallecido de amor; algunos han pedido a Dios que detenga el torrente de sus gracias porque no les cabe tamaña dicha en el corazón. ¿Cómo pudo María soportar treinta y tres años la presencia de Jesús, su amor singular, su intimidad inefable?

Comprendo que los coetáneos de Jesús hayan podido verle y tratarle sin desfallecer, porque llevaban un velo en los ojos de su alma. Comprendo que las almas de ahora, por contemplativas y amorosas que sean, puedan entrar en una santa intimidad con Jesús sin morir, porque El está envuelto para ellas en las sombras de la fe.

Pero sin velos en el alma, ¿cómo pudo María contemplar sin morir a Jesús en la divina desnudez de su amor y de su belleza? Tan intensa, tan honda, tan deliciosa fue la vida interior de María, que, a mi juicio, fue preciso un milagro para que pudiera vivirla, fue necesario que el poder infinito y el amor terno fortificaran prodigiosamente el alma de María para que pudiera soportar la luz del Cielo, el amor soberano, el peso de la gloria de su Hijo divino.

A la Santísima Virgen pueden aplicársele las palabras que dijo San Pablo a propósito del Cielo: ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha entrado en el corazón del hombre lo que Dios ha realizado en esta alma única.

Después de la ascensión de Jesús a los Cielos, la vida interior de María se transformó, pero no se detuvo en su marcha triunfal.

La ausencia visible de su Hijo divino ha de haber llenado al alma de María de una amargura incomprensible, porque, como dijo un Santo Padre, no se puede perder sin dolor lo que se ha poseído con gozo.

La Madre de Dios ha de haber sentido una soledad inmensa, cual nadie ha sentido en la tierra; todo el Universo no podía llenar el hueco, el abismo que dejó en María la ausencia visible de Jesús. Con razón la Santa Iglesia llama a la Santísima Virgen, Reina de los Mártires, no solamente por la espada de dolor que traspasó su corazón en el Calvario, sino por el largo martirio de la soledad inmensa que sufrió hasta el fin de su vida.

Ese prolongado martirio, como la función apostólica que la Virgen María ejerció en la Iglesia naciente, fueron el desbordamiento de su vida interior que completó esa obra maestra del Altísimo, añadiendo al candor de la pureza y de la gloria de la maternidad divina la majestad del dolor y la consumación de la fecundidad espiritual.

Pero en el fondo de aquella alma santísima palpitaba cada día más pujante, más perfecta, más sublime su vida interior, que, como aurora resplandeciente al principio de su vida, caminaba de claridad en claridad, hasta llegar a la plenitud del mediodía.

Jesús se ocultó a sus sentidos, pero no a su alma indisolublemente unida a Él, y con los ojos iluminados de su corazón le contempla de manera divina, y el diálogo celestial no se ha interrumpido ni un instante, sino que persiste más íntimo, más sublime en el lenguaje de los Cielos.

Su contemplación y su amor se han teñido de amargura: un cruel martirio de amoroso deseo tortura su alma, pero sus ojos y su corazón, vencedores del tiempo y del espacio, están fijos en el Amado, y por la penetración de su mirada y por la magia de su amor victorioso, María vive en el Cielo donde está su tesoro.

Nadie como María ha realizado la profunda expresión de San Pablo: Nuestra conversación, nuestro trato está en los Cielos

Pero detengámonos ante el amoroso misterio; cuanto más se alejan de la tierra y más se acercan al Cielo, menos podemos comprender las cosas divinas.

En los primeros años de María su vida interior estaba teñida con el suave matiz de la esperanza; en los treinta y tres años de la vida de Jesús fue la fruición de un tesoro opulento y dulcísimo; y en los postreros años de su vida la melancolía de recuerdos deliciosos se mezcla con el ardor de esperanzas eternas; pero esa vida misteriosa es siempre una realidad divina: una explosión de luz y una llamarada de amor que envuelve a Jesús en abrazo triunfal...

Un día, el día sin ocaso de la eternidad, recibiremos de los mismos labios de María sus intimas confidencias, y, al asomamos al arcano divino, contemplaremos arrobados la maravilla inefable de la vida interior de María.

 

 

III EL MATRIMONIO ESPIRITUAL

 

Nada hay que encienda tanto el amor de Dios como el conocimiento de sus beneficios particulares, como lo señalan Santo Tomás y San Francisco de Sales.

¿Qué otra cosa, en efecto, es más propia para producir el amor sino el amor mismo? Las divinas cadenas con que Dios atrae y ata a las almas son las cadenas del amor, según aquello de Oseas: "Con lazos de Adán los atraeré, con las cadenas del amor" Oseas 11,4.

Y ¿qué otra cosa son los beneficios que de Dios hemos recibido, sino los frutos, las pruebas, los efectos de su amor?

Que no teman, pues, las almas elevadas a las alturas de la vida mística; que consideren sin timidez y escudriñen con amor las gracias que el Señor les ha concedido.

No corre peligro la humildad; antes al contrario, la consideración de los divinos beneficios la acrecienta y la hace más intensa. La humildad es luz y se alimenta de luz; y como toda gracia de Dios es luminosa, toda gracia de Dios aumenta la humildad.

Esta virtud está también íntimamente ligada con el amor; en cierto grado se diría que es el amor mismo; ¡cómo, pues, podía correr peligro la humildad con aquello que sirve de incentivo al amor!

La criatura más humilde, después de la Sacratísima Humanidad de Cristo, la Santísima Virgen, es la que ha comprendido mejor que nadie la inmensidad de los beneficios que recibió de Dios.

Su Magníficat es un cántico de humildad al mismo tiempo de gratitud y de amor; y es un cántico de humildad porque es un cántico de amor. La misma Virgen hace su propio panegírico, jamás superado por las criaturas, glorificando al Señor y regocijándose en su Salvador, porque ha realizado maravillas en ella el que es Omnipotente y cuyo nombre es santo. Además, ¿no enseña la experiencia que todos los favores de Dios humillan, avergüenzan y anonadan? Es un anonadamiento de humildad, de amor y de adoración.

Tampoco deben las almas privilegiadas temer demasiado el no corresponder a la gracia. Claro está que si se atiende a la propia miseria hay que temblar; pero si se fija la mirada en la bondad y en el amor de Dios, ¿por qué temer? Dios da la voluntad y el éxito; y hasta la correspondencia a la gracia es un don de Dios. El alma que confía en El no será confundida, y el que la enriqueció con las larguezas de su amor hará que sepa aprovecharse de ellas.

Que el alma esposa no tema; su temor exagerado desagradaría al Esposo divino. Que ponga en El una confianza ciega, iluminada e invencible; ¿no es El capaz de protegerla hasta contra su propia miseria?

Es suficientemente poderoso y la ama demasiado para que no permita que le sea infiel. Que se abandone completamente a El; que se abandone a su voluntad, a sus favores, a su amor.

Que grabe profundamente en su alma aquella frase de oro del salmo: "Arroja en el Señor toda solicitud, hasta aquella que parece tan justa, la de serle fiel, y Dios hará todo" Salmo 54,23.

Que ponga en manos de Dios hasta su correspondencia a la gracia; que le comprometa, que le haga responsable del uso que ha de hacer de las gracias divinas, y Dios hará todo, porque la confianza le compromete.

San Pablo, hablando, del matrimonio, dice que es un gran sacramento, porque representa la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia: Efesios 5,32 Y Santo Tomás añade: "Y de Dios con el alma».

El matrimonio entre los hombres es el símbolo de ese divino matrimonio que Dios se digna contraer con las almas.

Toda alma fue creada para ser esposa del Verbo, y esa unión inefable de los Cielos, que constituye nuestra esperanza, no es otra cosa que el misterio de nuestros eternos desposorios con el Verbo.

Dios, en la santa impaciencia de su amor, no espera la muerte para unirse con ciertas almas privilegiadas que ama con singular amor; comienza en la tierra los desposorios de la eternidad y se une con esas almas escogidas, no de la manera consumada y perfectísima de los Cielos pero si tan íntima, tan dulce y tan permanente, que esta unión es el principio y el preludio de la unión consumada de la patria.

No hay sobre la tierra unión más íntima que la unión del matrimonio espiritual; para explicarla, las comparaciones terrenas fracasan. Ni la gota de agua perdida en el océano, ni dos trozos de cera fundida, nada puede dar idea de esta unión que hace del Verbo y del alma una sola cosa.

Las únicas comparaciones exactas, aunque inefables, son: la unión de la naturaleza humana con la divina en la Persona del Verbo, y la que une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en consumada unidad.

El matrimonio espiritual es la extensión, por decirlo así, del misterio de la Encarnación a las almas, y es participación también del misterio augusto de la Trinidad.

Dios celebró eternos desposorios con la Humanidad, uniéndose hipostáticamente con la naturaleza humana de Cristo en el seno de María; por esa admirable unión, Cristo es Hijo natural de Dios.

Con las otras almas no se une el Verbo hipostáticamente, pero sí con una unión muy íntima y muy alta que imita la hipostática y que de ella se deriva, pues por Cristo se unen las almas con el Verbo. De esa unión resulta no un hijo natural, sino hijo de adopción. La filiación adoptiva comienza en la tierra y se consuma en el Cielo. Por el matrimonio espiritual, las almas saborean desde la tierra la adopción perfecta de la patria.

Es también este matrimonio una participación del misterio de la Trinidad.

El alma se une con el Verbo. Nada diré de esta unión; que el alma la sienta y la guste en silencio que ya no busque a su Amado ni pregunte a los cielos ni a la tierra, como la Esposa de los Cantares: "¿Habéis visto a mi Amado?" O como deliciosamente parodia San Juan de la Cruz:

¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado! ¡Oh prado de verduras, de flores esmaltado!, decid si por vosotros ha pasado.

Lo tiene, lo posee ya en lo íntimo de su ser. Que diga más bien como la misma Esposa: "Encontré a Aquel a quien ama mi alma; lo tengo, y no le dejaré ir Mi amado es para mí y yo para Él." esta unión con el Verbo es permanente y no pasajera como en otros estados. El Esposo es fiel, y nada, ni la misma muerte, logrará romper esa unión estrechísima.

A los unidos de esta suerte con el Verbo toca pronunciar aquellas celestiales palabras de San Pablo: "Estoy cierto de que ni la vida ni la muerte podrán separarnos del amor de Cristo." Romanos 8,38.

¡Feliz el alma que ha gustado ya la dulzura, la inefable dulzura de esta unión; que ha sido introducida en la morada del Esposo y ahí se ha embriagado y desfallecido de amor!

Al alma así unida con el Verbo se le revelan los secretos de Dios, y sus oraciones tienen un poder singularísimo en el Corazón divino.

Hasta en el cuerpo se deja sentir el celestial Influjo de esa unión; los éxtasis son raros, porque el alma se ha connaturalizado, por decirlo así, con las cosas divinas; la concupiscencia está amortiguada y completamente sujeta al alma; y ¡cuántas veces hasta la misma carne participa del júbilo del espíritu, verificándose aquello del salmo: "Mi corazón y mi carne se estremecen de júbilo en el Dios vivo."

Unida tan íntima, tan dulce, tan permanentemente con el Verbo, el alma participa de la vida misma de Dios y entra con las otras Personas de la adorable Trinidad en las mismas relaciones que con ellas tiene el Verbo.

El Padre mira al alma con aquella mirada única, infinita, eterna y fecundísima con la que engendra al Verbo: "En el esplendor de la santidad, antes de la aurora."

¡Qué mirada, mirada de complacencia, mirada de amor! ¡Mirada que da al alma nueva vida!

La mirada de Dios pobló de seres la nada; la mirada de Dios hace temblar la tierra cuando en ella se fija: "Que mira a la tierra y la hace temblar."

La mirada de Dios bastó para hacer tan feliz a María, que la proclamarán dichosa todas las generaciones, Lucas 1,48 "Porque miró la humildad de su esclava, las generaciones la proclamarán

bienaventurada." Esta mirada del Padre al alma unida con su Verbo basta para derretiría de ternura, para hacerla gustar en el destierro la felicidad anticipada de la patria.

Y en ese matrimonio divino, ¿cuál es la dote que el Esposo da a la Esposa? Es el Espíritu Santo, el amor eterno y sustancial de Dios. Es el Espíritu del Verbo por naturaleza, y que, ¡oh maravilla!, se hace el Espíritu del alma por participación, como dice la Escritura: "El que se une con Dios tiene un mismo Espíritu con Él" Corintios 6,17.

Este Espíritu fortifica el alma para que pueda resistir la unión con el Altísimo; la embellece para que sea digna del Esposo divino; la cubre con su sombra, de una manera semejante a aquélla por la que cubrió a María en el solemne instante de la Encarnación

Y este divino Espíritu es también el vinculo santo, el vinculo amorosísimo que une al alma con el Verbo, abrasándola con amor celestial.

Su Maestro, su Director intimo, su Guía fidelísimo es el Espíritu Santo. Para cumplir los designios de Dios, para desarrollar esa vida tan intensa que, ya posee, no tiene que hacer más que dejarse conducir por El, seguir sus inspiraciones, dejarse arrastrar por su soplo suavísimo y fortísimo al mismo tiempo.

En sus manos, ¿qué puede temer el alma? Se abandona, se olvida sin resistencia, sin temor. Todo lo puede Aquel que la conforta.

¡Feliz y perfectísimo estado! Dios comunica al alma, a torrentes, su luz; ahora comunicándole sus secretos, ahora participándole sus atributos, ahora descubriéndole un tanto el misterio de su vida, ahora introduciéndola en esa divina tiniebla donde Dios habita y en la cual conoce algo de Dios por una sublime ignorancia, sabiendo que Dios es incomprensible y está infinitamente por encima de todo lo creado

Iluminado el entendimiento, la voluntad es suavísimamente tocada y acariciada por la Divinidad. ¡Unión dulcísima'. ¡Verdaderos abrazos y ósculos del Esposo! ¡Feliz realización de aquel audaz y supremo deseo de la Esposa de los Cantares: "¡Béseme con el beso de sus labios!"

El fruto de ese matrimonio es formar en el alma a Cristo; hacerla un vivo retrato de Jesús. Y una vez hecha Cristo, será, como el divino Maestro, poderosa en palabras y en obras para cumplir sobre la tierra la misión que Dios le ha destinado

Que el alma no se espante de ser nombrada por el Esposo con los títulos más grandes y los nombres más dulces. Que se humille, eso sí, ruborizada con el santo y finísimo rubor del amor; pero que no tema. ¿Qué es? nada. Pues precisamente por eso Dios la toma como instrumento de sus maravillas.

Es la costumbre de Dios: "Lo que según el mundo es insensato, lo escogió Dios para confundir a los sabios, y lo débil para vencer a los fuertes, y lo vil y lo despreciable y lo que no es, para destruir lo que es, I Co 1,27-28.

Que no se asombre de oírse llamar esposa, lo es en verdad por el amor incomprensible de Dios; que goce y saboree la dulzura de ese nombre en la humildad y en el amor.

Que no se asombre de oírse llamar Consuelo y Descanso y Asilo... Es Consuelo, porque es esposa. ¿Quién sino la esposa ha de consolar al Esposo con su ternura? ¿Dónde ha de buscar descanso el Esposo, sino en el corazón de la esposa convertida por Él mismo en un nido de amores, en huerto cercado donde se producen los frutos más exquisitos y esparcen su aroma las más ricas flores?

Del Esposo es ese huerto suyo, porque Él lo planteó; suyo porque El lo riega, lo cuida y lo conserva; suyo, porque para El solo es. Que el alma lo invite como la Esposa de los Cantares, diciéndole ardiendo de amor y deseo: "Venga mi Amado a su huerto y saboree los frutos de sus manos".

Y por ser asilo del Corazón de Cristo, lo es también de los pecadores, porque no para ella sola, sino para el bien de sus hermanos ha enriquecido Dios al alma con tantas gracias. Que las utilice orando, que las utilice amando; amando por los que no aman; adorando por los que no adoran: aplacando la justicia de Dios por los que la irritan.

Ahora que el mal se extiende desenfrenadamente por el mundo, y especialmente por nuestra patria; ahora que aun los elegidos acrecentamos con nuestras culpas la amargura del Corazón Cristo; que el alma esposa ame, que ame mucho para que Cristo no se vaya, para que permanezca con nosotros; que diga con los latidos de su corazón la frase suavísima de los discípulos de Emaús: "¡Señor, quédate con nosotros, porque atardece y declina el día!" Lucas 24,29.Conozco el Corazón de Dios: no puede resistir al amor; aunque quisiera irse, no lo lograría si sus esposas lo detienen, lo encadenan, lo aprisionan con los lazos irresistibles del amor.

Su justicia lo impulsa a separarse de nosotros; pero como nos ama, no quiere irse, y El mismo ha encendido en su amor a muchas almas para que no lo dejen ir. ¡Delicadezas de su amor! ¡Ingeniosos recursos de su misericordia!

Fuera, pues, temores; que el alma esposa se presente ante Dios con la santa osadía del amor; que lo detenga, que le haga violencia, que luche con El, si es preciso, como Jacob; y lo vencerá, porque el amor es fuerte como muerte.

Dos advertencias para concluir:

Primera, que con los actos de la contemplación en todas sus formas, el alma merece ¡Qué dicha merecer un cielo con otro! Que el alma se entregue sin reservas y sin temor al amor, porque mientras más se entregue y más perfectamente ame, más merecerá para si y para los demás. El amor es lo que más merece, porque la caridad es la reina de las virtudes y el vinculo de la perfección.

Segunda, que el alma en este estado se entregue sin temor al deseo de la bienaventuranza, al dulcísimo martirio del amor que producen en el alma las comunicaciones con Dios, y especialmente las divinas uniones; éstas hieren, llagan, hacen suspirar y gemir por la perfecta posesión del Amado.

Esta disposición es muy perfecta, sobre todo si con este deseo vivísimo se une el acto heroico de conformarse con la voluntad de Dios y aun de pedirle que prolongue cuanto quiera el destierro para su gloria y para el bien de las almas.

Nota . Este capítulo y el siguiente los escribió Mons. por los anos de 1917 y 1918. Después sus ideas evolucionaron: lógicamente, la unión transformante precede al Matrimonio espiritual; y éste no es la única forma de la unión transformante. (Véase, Treviño, Introducción a la vida espiritual, cap. XXXV, PP. 392 y sig.)

 

 

 

IV LA TRANSFORMACIÓN EN DIOS

 

Según San Bernardo, Santo Tomás y San Juan de la Cruz en la transformación es el último grado de amor y, por consiguiente, la cumbre de la santidad.

Tan alto es este grado, que es propio del Cielo; aunque Dios, en su misericordia y en su amor, lo concede en la tierra a algunas almas privilegiadas.

El amor es unidad o tiende a la unidad; el amor infinito es unidad perfectísima; el amor creado tiende a la unidad en la tierra y logrará en el Cielo la más perfecta unidad de que es capaz: la perfecta participación de la santísima y felicísima unidad de Dios.

Transformarse en Dios, transformarse en el Amado, es comenzar en esta vida a disfrutar de esa unión con Dios que constituye en los Cielos la santidad, la gloria y la felicidad de los bienaventurados.

Esta es la consumación de la unidad que Cristo pedía a su Padre con vivísimos deseos y ardientes plegarias en la noche de la Cena: "Yo en ellos y Tú en Mi, para que sean consumados en la unidad." Juan 17,23.

Esto es también lo que el Espíritu Santo pide con gemidos inenarrables en las almas que ama, Romanos 8,26.

¿Qué es lo que el alma-esposa busca? ¿Por qué suspira cuando siente hambre y sed, y sufre acerba pena en su finísimo martirio de amor? ¿Qué otra cosa anhela sino la consumación de la unidad?

"Si estás identificada con mi voluntad y estás en la unidad, y todo lo mío es tuyo, ¿qué más quieres?"

Puede decir el Señor.

Quiero más contesta el alma: más amor, más dolor, más conocimiento, más unión. Quiero la consumación de la unidad!

El amor es inagotable; en su lenguaje no existe la palabra basta; ha sido destruida por esta palabra: más: "Los que me conocen aún tienen hambre y los que me beben aún tienen sed". Así es el amor: mientras más hartura, más hambre; mientras más saciedad, más sed.

¿Cómo ha de hacerse esta transformación? Todo lo que hay en el alma ha de hacerse divino; todo su ser ha de convertirse en un vivo retrato de Cristo.

El Verbo se unió hipostáticamente a la Humanidad sacratísima de Cristo; el Verbo por la gracia del Matrimonio espiritual, se une de una manera inefable con la humanidad del alma-esposa.

¿Qué quiere ese Verbo divino? Que la humanidad de adopción se vaya asemejando más y más a su Humanidad personal, esto es, que la humanidad de su amada se vaya haciendo el retrato de la Humanidad de Cristo, en su alma, en su corazón en su carácter y hasta en su cuerpo.

"Y cuando la semejanza sea perfecta, la unión también lo será, y al aparecer la Humanidad que es Yo en la gloria, la tuya aparecerá también en todas las que son hermanas de la tuya; y se vera realizado plenamente lo que tú llamas tu ideal, y que no ha podido ser tu ideal sino porque era mi designio, a saber: "Cristo todo en todas las cosas" Colosences 3,11 y «Todas las cosas consumadas en uno por Cristo».

El alma-esposa debe ser semejante a Cristo en su alma por una, altísima y estrechísima unión con el Verbo de Dios; ya esta unida, pero el Verbo pide más unión.

El alma-esposa debe ser semejante a Cristo en su corazón; el Corazón de Cristo es amor y dolor; su Corazón, como todo El, es cándido y rubicundo, según el decir de la Esposa de los Cantares; cándido porque es la blancura de la luz eterna, rubicundo, porque está enrojecido con su Sangre preciosísima ' El Corazón de Cristo es amor y dolor producido por sus dos grandes y únicos ideales: la gloria de Dios y la salvación de las almas. Así debe ser el corazón del alma-esposa.

También debe ser semejante a Cristo en su carácter, que es dulce y humilde, Mateo 11,29.

Sus palabras, sus acciones, su trato, su exterior, deben respirar esa encantadora humildad y esa celestial dulzura de Cristo, a tal grado, que los hombres sientan a Cristo cuando a ella se acerquen, derramando el alma por todas partes el buen olor de Cristo y atrayendo a todos con la suavidad de sus perfumes.

El alma-esposa, por último, debe ser semejante a Cristo en su Cuerpo. "Llevamos siempre y por todas partes, en nuestro cuerpo, la mortificación de Cristo, para que su vida se manifieste también en nuestros cuerpos. Pues siempre, mientras vivimos, no dejamos de entregarnos a la muerte por Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste aun en nuestra carne mortal."

Así se imita el Cuerpo dolorido de Cristo en la tierra, mientras que llega el día de imitar su Cuerpo glorioso en la eternidad, según aquello de San Pablo: "Esperamos al Salvador, Cristo Señor nuestro, que transformará nuestro cuerpo vil y lo hará semejante al suyo glorioso." Filipenses 3,21.

Solamente una faz de esta transformación se consumará en la tierra: la transformación del dolor; porque la tierra es el lugar del dolor.

En el Cielo, la unión más íntima de todas las uniones se realizará en el gozo, en la tierra, la unión más íntima es la unión del dolor. Esta se consumará en la tierra; aquélla solamente en la Patria hallará su consumación.

Por eso decía Santa Teresa: o padecer para unirse con Cristo con la unión más intima de la tierra que es la unión del dolor, o morir para unirse en el Cielo con Cristo con la unión perfectísima del gozo eterno.

Aunque en un sentido quizá más alto, la unión del dolor ha de encontrar en el Cielo yo no sé qué misteriosa consumación.

Al terminar su vida mortal ¿el Corazón de Cristo perdió el abismo de sus dolores? ¿Cambió su esencia? ¿Dejó de ser la cándida y rubicunda mezcla de amor y de dolor?

En el Cielo y en la Eucaristía está el dolor de Cristo de manera incomprensible trascendental misteriosa, pero está el dolor...

En el Cielo está el Cordero como inmolado , "vi al Cordero en un estado de inmolación"

La Eucaristía es un sacrificio, una inmolación mística e inefable, pero es inmolación es la multiplicación en los lugares y la perpetuación en los siglos del amor y del dolor de Cristo; como ene las palabras del Apocalipsis, arriba citadas, se entrevé lo que, pudiéramos llamar Eucaristía de los Cielos, la perpetuación en la eternidad de ese mismo dolor de Cristo, dolor glorioso, dolor triunfante dolor jubiloso, dolor purificado de todo lo terreno, dolor que se precipita en el océano del amor y se confunde con el gozo eterno...

Esta transformación en Dios está, por otra parte íntimamente enlazada con las misiones que suele Dios confiar a alma-esposa.

Monseñor Gay tiene algunas páginas admirables que arrojan mucha luz en este punto.

Es un diálogo:

«Señor, ¿qué quieres que haga?

¿No necesitas saber primero lo que quieres que sea? ¿No se necesita antes que obrar?

Pues bien, Señor: para conformarme más en todo con tu voluntad y merecer agradarte, ¿qué es lo que debo ser?

Se simplemente Jesús.

El alma se asombra, mira su bajeza, sus pecados, sus imperfecciones; le asaltan mil dudas y temores. Jesús se digna instruir al alma y resolver todas las dificultades.

Tú conoces bien el amor.

Maestro, enséñamelo; estoy deseosísimo de aprender esta ciencia, y, sobre todo, de aprenderla de Ti!

Cristo ilumina al alma; ésta se llena de gozo y de admiración, y en medio de su felicidad exclama:

¡Oh Amor, no eres conocido!

Soy desconocido contesta Jesús, y soy despreciado.

Maestro amado, si eres desconocido, manifiéstate; si eres despreciado, desquítate. ¡Oh Amor desconocido, envía predicadores; oh Amor despreciado, suscita reparadores' Puesto que eres desconocido, necesitamos apóstoles; puesto que eres despreciado, necesitamos víctimas.»

Y el alma comprendió que la Santa Humanidad de Aquel a quien adoraba había sido una y otra cosa respecto del amor; que lo había manifestado y predicado por su vida y que le había dado plena reparación por su muerte...

Ahora bien: este incomparable Maestro mostraba y explicaba al alma que esta misma obra realizada por Él la quiere hacer aún por sus miembros.

Y sólo Él puede hacerla; tanto, que solamente incorporándose a El por la gracia y entrando en El por el amor para identificarse con Él en la del Espíritu Santo, se puede esperar y servir útilmente al amor, es decir, declararlo al mundo y al mismo tiempo vengarlo del mundo.

Y esto volvía prácticamente a la primera, palabra que el Señor: se había dignado decir que era: ser Jesús, viviendo la obra de Jesús, para hacer la obra de Jesús.

Dios quiere transformar más perfectamente en Jesús al alma con quien el Verbo se ha unido para que haga la obra de Jesús, para que sea apóstol y víctima del amor, y alcance de Dios, con sus oraciones y sacrificios, que se multipliquen los apóstoles y las víctimas del amor!

Para ser Jesús el secreto es dejar hacer a Jesús. Jesús es el único que puede hacer que se continúe su vida sobre la tierra; los miembros de Cristo no tienen que hacer más que «adherirse a Él firmemente, mantenerse en Él desprendidos, pobres y puros de si mismos, consintiendo a todos sus designios, entregándose a todas sus influencias, siguiendo todos los movimientos, obrando bajo su dependencia».

Es la obra de Dios; es principalmente la obra del Espíritu Santo.

¿No se atribuye a este divino Espíritu la formación en el seno de María? Él es también quien lo forma en las almas. En las obras de Dios hay unidad. Al alma no le toca sino decir con la Santísima Virgen María: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" Lucas 1.38.

Esta debe ser la fórmula divina con la que conteste al Señor siempre que tenga sobre ella algún designio.

Nada de esperas, nada de plazos. La única palabra que cuadra a un alma respecto de Dios, la única digna de una esposa cuando su Esposo la llama, es ésta: Sí... Amén...

El alma-esposa no tiene ya voluntad, no tiene juicio; su voluntad es la voluntad del Esposo; su juicio, el juicio del Esposo.

¿Qué es imperfecta, miserable, nada? No debe fijarse en esto su norma es la voluntad del Esposo, y nada más.

¿La llama? Que le abra.

¿Quiere hacer en ella maravillas? Que le diga en el amor, en la adoración, en el abandono: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra".

Y no hay que olvidar que si dondequiera que está Cristo está formado por el Espíritu Santo, dondequiera que está Cristo es también, y por la misma razón, concebido en cierto modo por la Santísima Virgen María.

Que el alma invoque a esa Madre tiernísima, que le pida que con su intercesión poderosa alcance su perfecta transformación en Cristo.

Porque el alma-esposa debe pedir esta transformación. A Dios complace que pidamos y deseemos las mismas gracias que El quiere darnos, sobre todo cuando esta gracia es unión, cuando el don que le pedimos es Él mismo.

Que el alma, pues, unida al Verbo, pida con instancias al Espíritu Santo, por medio de la Santísima Virgen, esta gracia suprema, que es el último grado de la perfección y de la santidad, el último grado de la unidad y del amor, el último grado de la felicidad...