PRÓLOGO:
UNA FIESTA PASCUAL
CON SABOR A GLORIA

Recuerdo que me encontraba preparando esta publicación... Pero una fiesta popular en el pueblo burgalés de ViIlafranca Montes de Oca me volvió a la realidad parroquial. Fue un 17 de enero, fiesta de san Antón (San Antonio Abad, en el calendario litúrgico). Allí, fruto del proceso evangélico-inculturador se celebra un día importante. Dado que es una parada necesaria en el Camino de Santiago y que antaño se creó un hospital de peregrinos dedicado a este santo, también surgió la cofradía pertinente. Aún hoy se sigue haciendo fiesta. Se celebra una eucaristía de acción de gracias, se reparte el pan bendecido entre los participantes, se besa la reliquia del santo, se come en fraternidad acogiendo a quienes nos acompañan venidos de fuera. Y se hace fiesta; fiesta grande.

Este año, pocos días antes, nos habíamos quedado conmovidos por la terrible tragedia del huracán en Haití. ¿Cómo dar gracias y festejar ante tanto sufrimiento? Y he aquí el milagro que brota del corazón sencillo y solidario: ¿por qué no hacemos una colecta en la eucaristía para compartir con ellos?, me sugirieron algunas mujeres. Y dicho y hecho. No era necesario forzar las cosas. Desde lo que la eucaristía es, estábamos emplazados a unirnos a los haitianos; la palabra de Dios nos hablaba de un joven (como después lo haría san Antonio Abad) que quería seguir a Jesús y vendió todos sus bienes; el pan y el vino —junto a la ofrenda cultual-económica de todos los allí presentes— se transformaban en cuerpo entregado y sangre derramada del Señor por todos, en particular por los más pobres y desheredados de la sociedad; comulgar a Cristo, nuestra Pascua, nos llevaba sinceramente a ser cuerpo eclesial solidario y comprometido...

El pan partido, repartido y compartido de la eucaristía y del Santo nos llevaron a un deseo del Espíritu: que a nadie le falte el pan de cada día; que todos puedan beber el vino de la salvación. Aquel día fue una auténtica eucaristía celebrada sobre el altar del mundo; un altar de ruina y desolación; pero altar de esperanza para seguir pidiendo con gestos y signos que la eternidad se vaya haciendo presente en ese pueblo y entre todos los pueblos y culturas del mundo. Alguien me dijo —y creo que con mucho sentido común y una profunda espiritualidad eucarística— que la comida fraterna de aquel día les supo a Gloria...

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La celebración de la eucaristía es fuente y cumbre de la vida de la Iglesia. Es la gran herencia de nuestro Señor; él nos la legó en la víspera de su pasión, muerte y resurrección. La eucaristía es nuestro mejor tesoro, el regalo más valioso que poseemos en cuanto Iglesia: es su auténtico corazón. A ella se orienta todo lo demás; de ella mana la fuerza para los restantes ámbitos de la vida eclesial y, evidentemente, para la vida personal de todos y cada uno de los bautizados. Por eso, nunca podremos esforzarnos lo suficiente para una comprensión más profunda y una adecuada vivencia global de este "misterio de nuestra fe".

Con esa intención surgen las siguientes claves para ayudar a vivir la alegría de la Pascua que es actualizada en cada eucaristía. Adoptamos un planteamiento que ayude a los cristianos, comunidades e iglesias a vivir en acción de gracias permanente desde el corazón celebrativo del memorial eucarístico. Se ha procurado un esfuerzo por hacer más comprensibles las dimensiones que consideramos más importantes de este sacramento de amor y unidad; pero, a la vez, queremos aportar la novedad radical de este precioso tesoro que siempre nos desborda.

Para perfilar la lógica interna de la obra, hemos recurrido a un símbolo que los Santos Padres manejaban a menudo para explicar cómo Pascua y Pentecostés no son sino un solo día que actualiza, desde la esperanza en el mundo y por la Iglesia, el cielo, la eternidad. Como el domingo completa la semana, Pentecostés, cerrando las siete semanas pascuales —por eso se hablará de la cincuentena como "semana de semanas" (respondiendo a la ecuación 7x7+1 = 50)—, es el Domingo de domingos. Hilario de Poitiers le daba este sentido:

"Se trata de la semana de semanas, como indica el número septenario obtenido por la multiplicación del número siete por sí mismo. Sin embargo, es el número ocho el que lo completa, ya que el mismo día es a la vez el primero y el octavo, añadido a la última semana según la plenitud evangélica. Esta semana de semanas se celebra de acuerdo con una práctica que proviene del tiempo de los apóstoles: durante los días de Pentecostés nadie se postra en tierra para adorar, ni el ayuno dificulta la celebración de esta solemnidad transida de gozo espiritual. Esto mismo es, por otra parte, lo que se ha establecido para los domingos" (Tratado sobre los Salmos. Instrucción, 12).

Aquel día de Pentecostés recibió las características de otro día: el "día del Señor", el "Octavo día". Así, se convirtió en un periodo festivo arrancado al siglo futuro, imagen y signo sacramental de la presencia del Resucitado, el Esposo, en la Iglesia. Considerar cada eucaristía como un nuevo Pentecostés, que es el Octavo día prolongado, es darle el significado de la llegada de la plenitud del Reino, de la prolongación completa de la fiesta escatológica, de lo perfecto y acabado. Es la semana de semanas y representa la plenitud total del Reino. En consecuencia, el único misterio de la exaltación de Cristo ha de ser celebrado con gran alegría e ininterrumpidamente.

Siguiendo los comentarios patrísticos podemos decir que en este tiempo pascual (actualizado en cada eucaristía) no se ora de rodillas ni se ayuna. El motivo de la supresión del ayuno es la alegría de la resurrección, la experiencia de la propia liberación, el perdón de los pecados y la presencia del Esposo. Es el tiempo de orar con alegría, de suspender toda actividad para hacer fiesta, de prepararse para la plena alegría y la alabanza a Cristo en la casa de la Iglesia. Es el tiempo de ayudar a los pobres, de mantener una voluntad pacífica, de amar a Dios y a los demás. Es el tiempo de amnistía y de perdón de las deudas, de renovación y purificación. Es el tiempo muy apto para el bautismo.

A partir de aquí, esta aportación para Vivir la eucaristía en 50 claves se desarrolla en siete capítulos, cada uno de ellos con siete claves, para concluir con una más como epílogo (como el simbolismo pascual: 7x7+1 = 50). En el corazón y centro de la vida cristiana-eclesial siempre ha situarse la eucaristía celebrada (capítulo IV)). Pero para llegar al corazón de la fe es necesario buscar una orientación adecuada, así lo exponemos, intentando degustar el espacio celebrativo que nos orienta (1°) e implicarnos mediante los símbolos y signos que nos introducen en la celebración (Ir), porque se vertebra ritualmente en torno a ellos. Sin embargo, estos signos necesitan una explicitación que procede principalmente del manantial de la memoria bíblica que nos sumerge en un sentido fresco y permanente desde la voluntad de Cristo y la celebración de los primeros cristianos.

Todo ello nos lleva a la celebración. Hemos sido invitados al banquete fraterno del Reino; pero tras haberlo celebrado activamente como asamblea que se reúne en un lugar para dar gracias a Dios, somos enviados a los caminos de la vida a fin de prolongar la Pascua entre todos. Hemos de dar razón de nuestra esperanza eucarística, o lo que es lo mismo, hemos de conocer la eucaristía reflexionada (V°), porque el mundo espera de nosotros una razonable y cordial explicación de lo que celebramos. Al igual que hemos de comunicar una eucaristía vivida en el Espíritu (VI°), porque si ésta no se hace vida y el Espíritu no alienta nuestra vida cristiana

poco eco habrá tenido la celebración. Todo ello nos sitúa ante la sociedad como Testigos de una Iglesia que es eucaristía (V11°): la profunda raigambre entre Iglesia y eucaristía hace que todo el quehacer eclesial tenga un profundo sabor eucarístico y que toda eucaristía nos lleve a una permanente edificación de la Iglesia como servicio agradecido al Reino, en la espera de la eternidad.

No hace mucho, al habla con un amigo con inquietudes misioneras, le comenté que me hallaba en este proyecto. Él me vino a decir que quizá habría que escribir un libro para hacer que nuestras celebraciones fueran participadas por muchos más. Desde luego, es importante que tengamos presente esa realidad, evitando encerrarnos en una religiosidad intimista. Pero quizá no sea necesario que todo el mundo vaya a oír misa. Desde luego, lo fundamental es que la eucaristía que celebramos —el gozo de celebrar la Vida—llegue a todo el mundo. ¿Qué perciben todos aquellos con quienes nos encontramos después de atravesar las puertas de nuestras parroquias al salir?

La vivencia auténtica de la eucaristía hará que, con naturalidad y entusiasmo, comuniquemos la alegría de nuestra fe que hemos actualizado en la fiesta pascual que nos sabe a Gloria. De la misa iremos espontáneamente a la misión. Porque vivir la eucaristía adecuadamente nos hará ser eucaristía con la normalidad de los que van extendiendo el buen olor de Cristo y se sienten responsables y solidarios ante tantos dramas e injusticias, ante tantos marginados y crucificados por la historia. Y ello nos retornará a entonar un cántico nuevo de acción de gracias al Padre, por el Hijo, en el Espíritu, como los redimidos que anhelan la reconciliación entre todos los pueblos, razas y culturas.

Burgos, Pascua/Pentecostés de 2010.



ABREVIATURAS

AA VATICANO II, Decreto Apostolicam actuositatem (1965).

DV VATICANO II, Constitución Dei Verbum (1965).

GS VATICANO II, Constitución Gaudium et spes (1965).

LG VATICANO II, Constitución Lumen gentium (1964).

OGMR Ordenación General del Misal Romano (3° edición, 2000)

PO VATICANO II, Decreto Presbyterorum ordinis (1965).

RMi JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio (1990).

SC VATICANO II, Constitución Sacrosanctum concilium (1963).

UR VATICANO II, Decreto Unitatis redintegratio (1964).