VI
LA EUCARISTÍA
VIVIDA EN EL ESPÍRITU


CLAVE 36

El Espíritu, «artesano» santificador de la eucaristía

La eucaristía en su conjunto es, ante todo, epíclesis (súplica del y al Espíritu Santo). Ésta aparece situada en las diversas tradiciones litúrgicas en lugares diferentes y es interpretada de forma diversa. Pero este dato nos hace comprender el carácter oracional de la totalidad. Así, la eucaristía aparece más bien como una oración, tan humilde como eficaz, de la Iglesia reunida en asamblea, en la que se solicita la actuación santificante del Espíritu Santo, que es el alma, el «artesano» de la eucaristía.

El actuar del Espíritu

La acción de gracias como actitud del ser humano hacia Dios no es algo achacable al propio mérito ni algo autónomo del creyente o de la Iglesia. Según la biblia es obra del Espíritu: una especie de oración infusa, por medio de la cual la gracia regalada por Dios regresa a Dios. La eucaristía aparece así, con necesidad interna, epíclesis, súplica para que sea enviado el Espíritu, de suerte que pueda consumar la obra salvífica que se actualiza por el memorial (anámnesis). Con ello, la epíclesis es, por así decirlo, el alma de la eucaristía.

Este carácter de la plegaria eucarística como oración en demanda de la bendición divina se funda, en último término, en la comprensión bíblica de la «beraká» (acción de gracias), la cual posee una importancia central tanto para la bendición judía de la mesa como para la celebración cristiana de la eucaristía. Dicho término no sólo designa la bendición de Dios para el ser humano, sino también la bendición de Dios por medio del ser humano, la alabanza de su nombre. Así, por ejemplo, Pablo habla explícitamente del "cáliz de bendición que bendecimos" (1Cor 10,16). Por tanto, la eucaristía es oración para pedir la bendición y el consiguiente don de ésta.

Según la escritura, la realización de la obra de la salvación de Jesucristo en el mundo y en la persona es fruto y acción del Espíritu Santo, que es el Don escatológico por excelencia. Para Pablo el Espíritu es un concepto clave en la comprensión de la eucaristía, pues se trata de un alimento y de una bebida "espirituales".

La plenitud de la realidad salvífica, que es el Cristo pascual en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu. Ahora bien, la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces la Iglesia reunida en asamblea celebra el memorial de nuestra salvación. Es en la eucaristía donde se expresa y se manifiesta el Espíritu como el Don invisible —como el rocío— de la gracia de la salvación aquí y ahora.

Diversos acentos entre oriente y occidente

A lo largo de la historia se ha dado una diversa posición teológica entre oriente y occidente respecto a esta cuestión de la eucaristía. La tradición occidental ha acentuado la idea de que la consagración se realiza por la repetición de las palabras de Jesús: "esto es mi cuerpo... esta es mi sangre", que el presbítero pronuncia "in persona Christi". La autoridad de san Ambrosio contribuyó decisivamente a sentar esta doctrina en la Iglesia latina. Ello produjo en la liturgia romana un gran olvido del Espíritu hasta el Vaticano II. La tradición oriental, desde sus diversas liturgias, concede un papel preponderante a la acción del Espíritu en la eucaristía. Sin entrar en demasiadas cuestiones, cabe decir que también los orientales cayeron presos de una cierta exageración en aras del Espíritu, arrinconando la dimensión de Cristo.

Ahora bien, como el lenguaje humano no puede decir todo a la vez, la invocación al Espíritu precede a la narración de la Cena en las nuevas plegarias eucarísticas de la liturgia romana, con el fin de subrayar que no es el poder del presbítero el que realiza la consagración, sino la fuerza del Espíritu que obra en él y lo capacita para actuar en la persona de Cristo.

La epíclesis nos recuerda que la santificación de los dones y la presencia real de Cristo no son un proceso automático o un milagro súbito, consecuencia de la pronunciación de unas palabras mágicas. La consagración es fruto de la actuación del Espíritu, invocado por la oración y la deprecación de la Iglesia. Por lo que la actuación ineludible del Espíritu y su iniciativa son la fuente última de la presencia eucarística de Cristo. Pues cuando actúa a impulsos del Espíritu de Cristo, la Iglesia es escuchada siempre por el Padre.

Una sola epíclesis en dos momentos

La epíclesis propiamente dicha —como momento específico dentro de toda la plegaria eucarística— se condensa, tras la reforma postconciliar romana, en dos momentos que han de ser vistos en una unidad dinámica. Se habla entonces de la primera o segunda epíclesis, de epíclesis antecedente y consecuente, o pre- y post-consacratoria, de consagración o de transformación y epíclesis de comunión, epíclesis de o sobre la ofrenda y epíclesis sobre los comunicantes.

La tradición antioquena nos ofrece una única epíclesis omnicomprensiva. El tono de esta oración es de una gran expresividad y solemnidad, y suena como una auténtica plegaria de consagración, según las palabras de la Anáfora de san Juan Crisóstomo, una de las más representativas de la tradición antioquena y la más conocida en oriente:

"De nuevo te ofrecemos este sacrificio espiritual e incruento, te invocamos, te pedimos, te suplicamos: envía tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones puestos sobre el altar. Haz de este pan el precioso cuerpo de tu Cristo, y de lo que hay en este cáliz la preciosa sangre de tu Cristo, trasmudándola por virtud de tu Santo Espíritu, a fin de que para aquellos que los comulgan sean prenda de purificación para el alma, remisión de los pecados, comunicación del Espíritu Santo, alcance del reino de los cielos, título de libre confidencia ante ti y no motivo de juicio y de condena".

El Catecismo de la Iglesia Católica propone un título significativo para hablar de la presencia eucarística: "La presencia de Cristo obrada por el poder de la Palabra y del Espíritu Santo" (n° 1373).

A la luz de la encarnación

Los Padres de la Iglesia han interpretado esta acción del Espíritu relativa a la consagración a la luz de su intervención en la encarnación. El mismo Espíritu que descendió sobre la Virgen y la fecundó con su fuerza (cf. Lc 1,35; Mt 1,20) formando en ella la humanidad del Verbo, desciende dinámicamente en cada eucaristía sobre los dones del pan y del vino, para hacer de ellos —por la palabra y el mandato de Jesús a la Iglesia— su cuerpo y su sangre.

La eucaristía es como un engendramiento diario de Cristo, carne y sangre. Así como la encarnación fue realizada bajo la acción del Espíritu Santo, de igual manera la consagración y santificación de los dones, que están para santificar a los fieles e incorporarlos a Cristo, haciendo de todos ellos el cuerpo eclesial de Cristo.

La obra más grande de quien llamamos "Señor y dador de vida" es precisamente la encarnación del Hijo consustancial al Padre en el seno de María, como cumbre de la auto-comunicación divina. En este sentido se puede decir también que el Espíritu es el actor principal, el alma santificadora, el «artesano» de la eucaristía.

 

CLAVE 37

El Espíritu que transforma los dones y a los creyentes

La apelación a la fuerza divina del Espíritu es la que transforma la asamblea creyente junto con sus dones, de manera que la celebración eucarística pueda actualizar la mutua presencia y el mutuo encuentro: no sólo la presencia y la donación de Cristo a su Iglesia, sino también la de la Iglesia —desde cada uno de los participantes— a su Señor y Esposo.

La tradición cristiana nunca ha olvidado la obra del Espíritu en la transformación eucarística. Los dones u ofrendas pasan a convertirse —haciendo memoria de la última cena por la fuerza del Espíritu— en cuerpo y sangre del Señor. Ahora bien, esta misma tradición y la propia liturgia nos invitan a que nosotros, al participar del banquete celestial, quedemos transformados en don y ofrenda como cuerpo eclesial para el mundo.

Santificar los dones para que sean cuerpo de Cristo

Con la denominada primera epíclesis se pide la acción santificadora del Espíritu. Se invoca la fuerza salvadora de Dios sobre los dones eucarísticos, a fin de que las palabras de Cristo tengan su fuerza salvadora por el Espíritu dador de vida.

El canon romano no nombra explícitamente al Espíritu, aunque la traducción castellana hace una alusión evidente a él: "bendice y santifica esta ofrenda... haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti de manera que sea para nosotros cuerpo y sangre de tu Hijo amado". Las nuevas plegarias sí han querido explicitar la petición del Espíritu. Así la II dice: "te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu"; mientras que la III, "te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti"; y la IV alude a la santificación de las "ofrendas". Es el envío del "Espíritu sobre este pan y este vino" (V), derramando "la fuerza" (I de la reconciliación) y santificándolas "con el rocío del Espíritu" (II de la reconciliación).

El mismo Espíritu que obró la encarnación del Hijo de Dios, el que dio sentido a su muerte (cf. Heb 9,14), el que le resucitó de entre los muertos, el que dio vida a la Iglesia naciente en Pentecostés, es ahora el que realiza en este momento el misterio eucarístico. El presidente de la celebración, en nombre de toda la comunidad, dice la invocación imponiendo sus manos sobre el pan y el vino. Es un gesto muy importante, pues como se ha señalado, "la epíclesis subraya la completa dependencia de la Iglesia respecto de su Señor; ella se presenta ante él con las manos vacías [...], no teniendo otra referencia que las maravillas de la creación y de su redención, para suplicarle que colme su pobreza por la fuerza del Espíritu y la eficacia de las palabras de Cristo" (M. Thurian).

Este gesto realizado en la plegaria eucarística ya nos resulta más comprensible: los dones y la asamblea celebrante se ponen en actitud de ser transformados por la fuerza de Dios, por el Espíritu Santo, en el cuerpo eucarístico-eclesial. Es en la Iglesia donde florece el Espíritu para transformarnos en eucaristía viva en medio del mundo.

Transformarnos en cuerpo eclesial

San Agustín utiliza una bella imagen para expresar esta acción del Espíritu en la transformación del cuerpo (eclesial) de Cristo, como debemos entender el segundo momento epiclético. Haciendo exégesis del texto paulino, "somos muchos, pero formamos un solo pan y un solo cuerpo" (1 Cor 10,17) dice: muchos granos de trigo forman un solo pan; así vosotros erais una multitud dispersa, pero habéis sido molidos y triturados como el trigo por los ayunos y el esfuerzo de vuestra preparación bautismal.

Luego el agua hizo de vosotros una pasta, de manera que "recibisteis el agua del bautismo para llegar a convertiros en la forma del pan". Esta pasta, amasada con agua, fue luego cocida con el fuego del Espíritu, que acabó convirtiendo la masa en pan vivo de Cristo y en oblación y sacrificio grato al Padre: "Viene, pues, el Espíritu Santo, después del agua el fuego, y quedáis convertidos en el pan que es el cuerpo de Cristo. Así se significa la unidad" (Sermo, 272).

El obispo Fulgencio de Ruspe seguirá de cerca los pasos de Agustín. Varias veces alude a la venida del Espíritu Santo "para consagrar el sacrificio del cuerpo de Cristo". Cuando se pide el envío del Espíritu Santo para santificación del sacrificio de toda la Iglesia, "me parece que no se pide otra cosa sino que, por la gracia espiritual, se conserve continuamente sin romper en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, la unidad de la caridad". Así, el sacrificio de la cabeza, Cristo, se realiza también en su cuerpo por "la edificación del cuerpo de Cristo que se hace en la caridad".

Las piedras vivas son edificadas en una casa espiritual para ofrecer víctimas espirituales (cf. 1 Pe 2,5); ello, por una ofrenda sacrificial que es asumida por Cristo como cabeza y piedra angular a través de este vínculo de unidad y comunión que es el Espíritu. De hecho, es la caridad derramada en nuestros corazones por el Espíritu (Rom 5,5) la que hace de nosotros un sacrificio espiritual y de la Iglesia el cuerpo de Cristo. Así, Dios "recibe con agrado únicamente el sacrificio de la verdad y la comunión católica, pues mientras guarda en ella su caridad difundida por el Espíritu Santo, hace de la misma Iglesia un sacrificio agradable a sí" (A Mónimo, 9-12).

De hecho, el Espíritu santifica la ofrenda de la Iglesia para que ésta viva del "espíritu de la caridad". O dicho de otro modo: el cuerpo eclesial, gracias al Espíritu, crece y madura al participar del cuerpo eucarístico. Al participar del cuerpo eucarístico, la Iglesia se experimenta más como auténtico cuerpo de Cristo, porque la Iglesia es eucaristía.

Transformados en nuevas criaturas

Esta orientación queda reflejada en las actuales plegarias litúrgicas de la Iglesia occidental, que nos hablan de nuestra transformación en hombres nuevos, en criaturas nuevas o en hijos de la luz por la participación en la eucaristía. Una transformación que tiene lugar no sólo en el plano espiritual, sino también en el corporal. Esta transfiguración -de las personas y no sólo de las ofrendas materiales- en Cristo, nos convierte en cuerpo eclesial del Señor, pues en la eucaristía es donde una multitud de piedras vivas se unen y aglutinan en la edificación del templo del Señor, del "cuerpo en crecimiento de Cristo, hasta llegar un día a transformarse en la Jerusalén celestial". Así, "la Iglesia se renueva sin cesar, transformada en imagen de Cristo". Y, además, no sólo pedimos la santificación / consagración de los dones, sino también nuestra propia transformación en ofrenda permanente para ser eucaristía en y a favor del mundo.

Esta rica realidad puede observarse hoy frecuentemente en las plegarias eucarísticas del ámbito protestante. Un buen ejemplo es la acción de gracias de la Iglesia Metodista Unida, adoptada en la conferencia general de 1984:

"Envía tu Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones de pan y vino. Haz que sean para nosotros el cuerpo y la sangre de Cristo, a fin de que nosotros seamos para el mundo el cuerpo de Cristo, redimido por su sangre. Por tu Espíritu haznos uno con Cristo, uno entre nosotros y uno en el ministerio [servicio] para todo el mundo, hasta que Cristo venga en la victoria final y nosotros festejemos en el banquete del cielo".

 

CLAVE 38

Pascua/Pentecostés desarrollado en el tiempo

La liturgia es «la epifanía del Espíritu». Él es el que hace posible la propia eucaristía como actualización de los misterios de la salvación celebrados en el hoy de nuestras vidas. Pero la Iglesia nos ofrece e invita a vivirlo de manera humana al ritmo de los días.

Vivir el tiempo como historia de salvación

Diversas son las interpretaciones que se hacen del tiempo. Para unos, el tiempo es la medida de todas las cosas en cuanto a su duración; es el llamado tiempo cósmico, regulador de la vida y de las actividades humanas. Sin embargo, el ser humano experimenta a veces una especie de tiempo interior: unos días con sus acontecimientos le son favorables y otros desfavorables, unos fastos y otros nefastos.

En ciertas ocasiones da la impresión de que es como un paréntesis cargado de hondura y significatividad; surge así el tiempo sagrado frente al ritmo ordinario y cansino de la vida. Para otros, la persona es llevada hacia delante, hacia un futuro mejor; se trata de la concepción bíblica del mismo: el tiempo histórico de los seres humanos, en cuanto escenario de la acción salvadora de Dios, resulta ser un tiempo «divino»; es decir, un tiempo de gracia (en medio de la desgracia cotidiana) y de salvación (en medio de la i-redención concreta), un tiempo histórico-salvífico.

El tiempo litúrgico cristiano -heredero en parte del judío- aparece, gracias a la acción del Espíritu, como el permanente tiempo de la gracia y de la salvación que Cristo y el Espíritu han dejado abiertos para siempre; es un medio para hacer realidad la salvación en la historia. La historia de la salvación se desarrolla siempre hacia delante, avanzando hacia su consumación definitiva. Lo mismo ocurre con la celebración eucarística: organiza unos tiempos sagrados (el ciclo litúrgico) como expresión de su dimensión humana e histórica, encarnada; pero sin renunciar para nada a lo que constituye su esencia y razón de ser: el misterio del Espíritu de Cristo que se actualiza memorialmente en el «hoy» de cada celebración.

Actualizar Pascua/Pentecostés

Vivir el tiempo desde estas claves sólo es posible gracias al Espíritu Santo. Él es el don de la Pascua del Señor (cf. Hch 2,32s.) que convierte a la Iglesia y a cada cristiano en templo vivo donde mora la gloria y la presencia del Padre (cf. Ef 2,18-22; 1Cor 3,16s.; 2Cor 6,16; Jn 14,23). Desde la donación del Espíritu, Pentecostés, el universo entero se convierte en el ámbito normal para encontrar sentido al ritmo de la vida conducida por Dios. Desde la fuerza del Espíritu la eucaristía actualiza "hoy", de modo sacramental, cada acontecimiento fundante de la historia de la salvación. Así es posible comprender que Dios haya tenido tiempo para el ser humano y que éste comprenda el tiempo como gracia, teniendo tiempo para Dios.

La liturgia, en especial la eucaristía, se nos muestra realmente como el centro de la historia del mundo. Ella es un continuo Pentecostés, una efusión sin límites del Espíritu del Resucitado sobre la Iglesia, sobre cada uno de los fieles y sobre el cosmos todo. Es verdaderamente el aniversario del propio nacimiento que la Iglesia celebra día tras día, domingo tras domingo, año tras año. Es realmente la juventud eterna de la Iglesia que alaba al Padre celebrando y viviendo el acontecimiento de la muerte y resurrección del Hijo con el don del Espíritu.

La reforma conciliar del año litúrgico tuvo el acierto —aunque debiera haber insistido más en ello— de restituir este periodo en su carácter unitario. Éste se había ido perdiendo poco a poco desde el momento en que empezó a llenarse de fiestas en cierto modo aisladas y autónomas. La cincuentena pascual ha de ser otra vez en la conciencia personal y eclesial el tiempo simbólico que nos recuerda y actualiza a Cristo resucitado presente en su Iglesia, a la que hace la donación de la promesa del Padre, el Espíritu Santo (cf. Lc 22,49; Hch 1,4; 2,32s.).

La Pascua, un domingo cualificado

La Iglesia ha desplegado su liturgia a partir de Pascua/ Pentecostés. Por eso es importante entender la eucaristía dentro del discurrir del tiempo, celebrada en días determinados, que vuelven periódicamente y marcan un ritmo. El primer día de la semana será llamado por los cristianos «día del Señor», o más exactamente «señorial». Al celebrar este memorial, la comunidad cristiana se incorpora mistérica y sacramentalmente a la victoria del Señor. Por eso, el domingo, «día señorial», ha sido calificado por el concilio como "fiesta primordial" (SC 106).

La primera fiesta cristiana fue el domingo; se celebraba cada semana y, probablemente, hasta la primera mitad del siglo II, fue la única. Sin embargo, a mediados del siglo II aparece la primera fiesta anual: la Pascua. Ésta ha de ser interpretada, no como una contrapartida del domingo, sino como una enfatización y solemnización anual del mismo. Pascua es como un domingo cualificado. Ambas fiestas —domingo y Pascua— celebran el único acontecimiento pascual de Cristo. La Pascua es denominada "la fiesta por antonomasia», porque en torno a ella se irá configurando el conjunto del año litúrgico. En ella la Iglesia exulta de alegría porque se siente inundada del gozo del Espíritu del Resucitado.

El año litúrgico celebrado desde la alegría

La muerte y resurrección de Jesús constituye el acontecimiento celebrado semanalmente en el domingo y anualmente en la Pascua. Junto a este núcleo se ha desarrollado la cincuentena pascual que culmina con Pentecostés y la preparación previa durante la cuaresma. La centralidad de la Pascua de Navidad con sus fiestas y preparación (adviento) constituye otro de los ejes que se encaminan hacia la Pascua. Todo ello, unido al tiempo ordinario, solemnidades, fiestas y conmemoraciones de diverso tipo, pretende desarrollar en el círculo del año los misterios del Señor que celebramos en la eucaristía.

Ahora bien, el año litúrgico no puede confundirse con un simple programa pedagógico. Es la actualización de la presencia actuante y salvífica del Dios trinitario en la vida de los creyentes, de la Iglesia y del mundo: la actualización de la Pascua, como acontecimiento central y centralizante de toda la historia de la salvación en el hoy de los miembros de la asamblea celebrante. La reiteración anual de los misterios de Cristo, a los que se asocia la memoria de la Virgen Madre y de los santos, rebasa el valor meramente repetitivo tendente a inculcar unas verdades de fe o de unos ejemplos a imitar. Cada año litúrgico es una nueva oportunidad de gracia y presencia del Señor de la historia (cf. Heb 13,8) en el gran símbolo de la vida humana que es el tiempo anual.

Toda celebración eclesial -y de manera prototípica la eucaristía- debe conservar y expresar significativamente la alegría que la hizo nacer. Una homilía referida a la Pascua, de mitad del siglo II, incluía exclamaciones que quieren reflejar la inmensa y amplísima alegría que el Espíritu expande en virtud del misterio pascual: "¡Oh, fiesta del Espíritu!, ¡oh, Pascua de Dios!, ¡oh, alegría universal!" (Pseudo-Hipólito, Sobre la Pascua, 62).

 

CLAVE 39

Una vida de raigambre eucarística

La celebración de la eucaristía conlleva una lógica continuidad en una vida de raigambre eucarística. Los cristianos, que han venido a ser asamblea reunida en un lugar, tras la eucaristía, vuelven a sus quehaceres para comunicar la alegría pascual. Toda su vida ha de estar arraigada en el acontecimiento pascual/pentecostal celebrado.

Llamados a ser eucaristía

La vida cristiana es, ante todo, vida en el Espíritu. Gracias a Él, en los gestos y palabras de los cristianos el Cristo eucarístico prolonga su presencia, más allá de los muros del templo, en la medida en que cada uno vivimos conformados por el evangelio. Los gestos de justicia, lealtad, solidaridad, de entrega -realizados con la fortaleza del Espíritu- hacen que el cristiano ofrezca al mundo el rostro y la persona del Señor. El cristiano, las comunidades y la Iglesia, se convierten por la eucaristía y desde el dinamismo de la misma en «sacramentos del encuentro con Dios», en expresión de la benevolencia y de la misericordia de Dios-Amor para todos.

Los que participamos en la celebración eucarística estamos llamados a ser eucaristía. Este dinamismo no debe ser asumido con superficialidad, ni mucho menos lo hemos de reducir a un puro devocionalismo. En su significado cabal quiere decir que el cristiano, consciente de su creaturalidad y de su llamada al diálogo con Dios, conoce y reconoce, alaba y da gracias a su Creador por la historia de la salvación culminada en Cristo Jesús. Y lo hace con el gozo que es propio de una vida adulta y libre: la acción de gracias.

Dar una dimensión eucarística a la propia vida significa aceptar el misterio pascual como la fuente, la cumbre y el camino de la propia vida. Y, por ello, volver constantemente al misterio que plasma nuestra propia personalidad con los mismos sentimientos de Cristo. Hemos de convertirnos, a imitación de lo que celebramos, en continua invocación del

Espíritu («epícIesis»); y vivir entregándonos a la causa del evangelio para alabanza y gloria de Dios. La celebración de la eucaristía tiende a forjar una existencia entre lo que se celebra y lo que se vive. Una existencia en la que la celebración se hace vida, en la dimensión del culto espiritual hacia Dios y en el amor al prójimo en el servicio total y desinteresado.

Entonar festivamente un cántico nuevo

La comunidad cristiana que se reúne para celebrar la eucaristía es, ante todo, el pueblo de Dios en fiesta. Por ello, la acción de gracias y la alabanza son las dos actitudes habituales y predominantes del culto cristiano. Ambas desbordan de un espíritu colmado de alegría por los bienes recibidos y por la gozosa admiración de la misma gloria de Dios. Para el cristiano toda su vida ha de ser un día de fiesta, una especie de celebración pascual continua que se ilumina con la luz del Resucitado. Gracias a este convencimiento de la presencia continua y amorosa de Dios toda nuestra vida está invitada a ser fiesta. Así, el canto cristiano aparece como la manifestación externa del corazón cristiano en fiesta por la presencia de Dios.

El canto nuevo al que estamos invitados es una expresión del amor del corazón. El amor siempre es comunicativo. Se lo hacemos saber a quienes amamos. El amor es como el fuego que arde en el interior; y la persona no puede ocultarlo ni guardarlo en el silencio. Cantar un cántico nuevo habrá de ser el símbolo del amor siempre nuevo, del mandamiento nuevo proclamado por el nuevo Adán, Cristo, y de la celebración de la nueva Pascua. Por el bautismo hemos sido hechos criaturas nuevas para acoger en cada celebración eucarístico-pascual la novedad de la nueva vida trinitaria y para comunicar al mundo la novedad de la fe, la esperanza y la caridad.

Ante todo, dar gracias significa para el creyente en la Iglesia situar la propia vida dentro de una historia a través de la cual Dios se va progresivamente revelando como el Dios de la alianza. Ello quiere decir hacer memoria de su amor para con nosotros. Él continúa su entrega por nuestra liberación. Y, desde ahí, la Iglesia confiesa que este Dios es nuestro Señor; Señor de la historia y del cosmos, que ama a cada persona en su nombre.

Mártires encadenados por amor para liberar

Cuando entramos en un templo católico y dirigimos nuestra mirada al altar, pocas veces nos acordamos de que el altar sobre el que se celebra la eucaristía contiene reliquias de mártires. Esta costumbre eclesial de celebrar la ofrenda memorial de la Pascua de Cristo es expresión de una manera profunda de ver la relación entre martirio e Iglesia. La Iglesia está y se edifica sobre el testimonio de los que entregan su vida por amor. Pero, la eucaristía se consuma definitivamente en la vida: cada cristiano está llamado a ser cordero inmolado, mártir identificado con Cristo, víctima martirial; y su muerte aparece como una aceptada y plena ofrenda eucarística.

Para todo bautizado el hecho de celebrar el memorial de la Pascua en la eucaristía ha de convertirse en una opción existencial por compartir el pan partido y la sangre derramada de Jesús. Así lo entendieron los mártires primeros; así lo entienden muchos de los mártires conocidos y anónimos de nuestros días. Puesto que, como afirmaba Juan Pablo II, "quien aprende a decir «gracias» como lo hizo Cristo en la cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador" (Mane nobiscum Domine, 26).

El mundo que nos toca vivir en suerte conlleva gozos y desalientos. No nos es fácil, a veces, discernir estos signos de los tiempos. Pero lo cierto es que estamos emplazados a ser una permanente ofrenda martirial que nos lleve a seguir comunicando al mundo el gozo del evangelio. Así, nuestras vidas eucaristizadas se tornan gozosa y existencialmente buena y nueva noticia, porque nuestro Dios nos llena de alegría, nos convoca a la esperanza, nos convierte en pan partido, compartido y repartido en favor de todos, particularmente de los pobres y orillados de nuestra historia. Hemos de anticipar el cielo en la tierra. Hemos de transformar la tierra en cielo.

Comer y beber en la mesa del Resucitado nos retorna al gozo de Dios amar. Lo nuestro es un amor encadenado por el amor. Un amor ardoroso que nos transforma en mártires testificantes como eucaristía en el mundo. Un amor que se torna continuamente doxología, a pesar de todo, en la vida diaria y como Iglesia en el mundo:

"Tengo herido el corazón; me ha derretido el ardor por ti, me ha transformado el amor a ti, ¡oh Señor!; estoy encadenado a tu amor. Quede yo lleno con tu carne; quede yo saciado con tu vivífica y divinizadora sangre; goce yo de tus bienes; sumérjame yo en las delicias de tu Divinidad; sea yo hecho digno de cuando vengas glorioso salga a tu encuentro, arrebatado [yo] sobre nubes al aire con todos tus escogidos, para que te alabe, y te adore, y te glorifique, dándote gracias y confesándote juntamente con tu Padre, que no tiene principio, y con tu santísimo y bueno y vivificante Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén" (San Juan Damasceno, Plegarias eucarísticas, Tercera).

 

CLAVE 40

Una oración con sabor eucarístico

El Espíritu es quien nos permite llamar a Dios "Abba-Padre" y decir que "Jesús es el Señor". Es el protagonista de nuestra oración donde entramos en diálogo de amistad con Dios porque nos dejamos encontrar por Él, donde acogemos su palabra de vida y donde nos situamos en el taller del cultivo de nuestros deseos. Sólo así podemos transformar nuestras vidas y abrirnos al proyecto de Dios para con nosotros, con los demás y con la historia.

Pero si la eucaristía es el corazón de la Iglesia y de la vida de los cristianos, también necesitamos «eucaristizar la oración». Esta expresión puede parecer insólita. Pero, en realidad, se trata de que toda nuestra vida orante tenga el genuino sabor eucarístico. Evoca la posibilidad y la necesidad de dar a nuestra oración la variedad y la riqueza de los sentimientos que la Iglesia acoge y expresa en la plegaria eucarística.

Oración multiforme de acción de gracias

La eucaristía es una celebración oracional que expresa una compleja constelación de sentimientos: alabanza, bendición, proclamación y memoria agradecida de lo que Dios ha hecho y sigue realizando por nosotros... En definitiva, como su mismo nombre indica es «acción de gracias».

Esto presupone siempre el sentido antropológico de la alabanza y de la gratitud: la madurez humana de conocer y reconocer, de admirar, asombrarse y corresponder, de contemplar y decir en medio de la asamblea, con alegría, libertad y espontaneidad, la bella palabra "gracias". Es hacer memoria de los beneficios, acompañada por la gratitud de los dones, para centrarse en la contemplación de aquel Tú final: "A ti Dios Padre omnipotente..." de quien todo procede porque Él lo es todo.

Este sentido antropológico nos dirige a la oración del hombre piadoso del antiguo testamento. El pueblo de Israel y cada uno de sus grandes orantes lo ve todo a la luz de la creación y de la pascua judía. Así, contempla el cosmos y la historia con la trasparencia de la presencia del amor de Dios por nosotros. Por eso, la cumbre se muestra en la multiplicidad de expresiones de alabanza en la conmemoración de la pascua judía: "por esto estamos obligados a alabar, aclamar, elogiar, encomiar, magnificar a Aquél que hizo todas estas maravillas en nosotros y en nuestros padres...".

Es la oración de alabanza y de acción de gracias que en el corazón del Hijo alcanza la cúspide de lo humano y de la tradición israelita en la última cena. Jesús, insertado en un pueblo orante, manifiesta su predilección por la oración de acción de gracias y de glorificación. Es la oración que rodea el gesto de la institución de la Última Cena e impregna la gran plegaria de Jn 17.

Es finalmente la oración que la Iglesia adopta, interpreta y actualiza. Se la hace propia en esa compleja y estimulante riqueza del corazón, que se abre a la alabanza, de las personas orantes que hacen memoria de las maravillas de Dios, de la oración de bendición y glorificación.

Captar la densidad agradecida de la eucaristía

Necesitamos descender hasta lo profundo del misterio eucarístico para saborearlo y dejarnos impregnar por él. ¿Qué podría significar la alabanza y la acción de gracias sin una asombrosa admiración y un sincero gozo? ¿Qué quiere decir que pedimos el Espíritu Santo para la santificación de los dones si no nos damos cuenta de nuestra fragilidad y que necesitamos de su acción y fuerza santificantes, junto con la inefable confianza en el amor del Padre y en la promesa permanente de Cristo?

¿Qué puede significar en nuestra vida orante la anámnesis-ofrenda si no se experimenta que el único don digno de Dios -después de haberlo recibido todo de Él- es volver a presentar al Padre el don que Él nos ha regalado en su Hijo entregado, junto con la ofrenda incondicional de nuestra libertad, de toda nuestra existencia? Más aún: ¿cómo se puede captar el sentido de compromiso que conlleva la intercesión sin estar dispuestos a ser-para los-demás? La Iglesia ha de interceder por la salvación de todos, dispuesta a darse personalmente -como Moisés, como Jesús- en su súplica a favor de todos y nunca contra nadie.

Integrar la oración y la vida

No podemos dar gracias a Dios sin la lógica de una existencia que sea agradable a Dios, que sepa dar gracias a Dios y a las personas por todo, que se expanda en la gratitud del don al servicio de la humanidad. No podemos pedir y obtener el Espíritu si no es para vivir según el Espíritu. No podemos ofrecer a Cristo y ofrecernos con Él sin convertirnos en una oblación total y pura, para alabanza de su gloria. No podemos interceder por todos, sin tener el corazón rebosante de ardor evangelizador para comunicar la alegría de la Pascua en medio de nuestro mundo.

Del mismo modo suplicamos a Dios desde nuestra pobreza, con una gran confianza en Dios Padre y en la convicción de que el don definitivo que necesitamos es el Espíritu. Oramos conscientes de que la actitud más adecuada es la de abrir el corazón -como Cristo y María- según las palabras del padrenuestro: "hágase tu voluntad". Nuestra oración ha de ser de mediación, comprometida y auténtica, por el bien de toda la humanidad, aspecto que nos ha de llevar a vivir para la felicidad de todos.

De la plegaria eucarística a la oración personal

Se puede eucaristizar la palabra de Dios. A partir de un pasaje bíblico, en el momento de la oración, dejar fluir con espontaneidad, a veces sin rumor de palabras, estas actitudes de la plegaria eucarística, personalizando nuestro diálogo balbuceante y filial que dirigimos a Dios. Lo mismo se puede hacer desde un acontecimiento personal, comunitario o social que queremos poner en las manos del Señor a través de una oración que nos ayuda a dar gracias por tal o cual circunstancia alegre o dolorosa, sabiendo que "todo es gracia". Para ello, necesitamos invocar confiadamente al Espíritu para vivir dicha circunstancia con docilidad y esperanza. Otras veces se tratará simplemente de dar espacio a la oración, con alguna de las actitudes mostradas, según las circunstancias.

En la capacidad de desarrollar una oración con sabor eucarístico resuena la auténtica plegaria en el Espíritu, y el Padre escucha en nuestra voz la de Cristo, la de la Iglesia y la del mundo. Quien aprende a eucaristizar su propia oración, progresivamente también aprende, como ya hemos dicho, a eucaristizar la vida, a vivir en un estilo de alabanza, de invocación, de ofrecimiento, de intercesión, de acción de gracias.

 

CLAVE 41

La adoración eucarística: agradecer su Presencia

La centralidad e importancia de la eucaristía en la vida de la Iglesia y de los cristianos ha llevado a prolongar el culto de la eucaristía más allá del espacio y del tiempo de su celebración. La adoración del Santísimo Sacramento, en cuanto adoración "en Espíritu y verdad", por la acción del Espíritu, es una expresión particularmente extendida del culto a la eucaristía.

El sentido de la misma

La forma primigenia de la adoración eucarística se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la eucaristía en la cena del Señor y a la reserva de los sagrados dones eucarísticos. Esto nos muestra la íntima implicación que existe entre la celebración del memorial de la Pascua y su presencia permanente en el Sagrario.

La reserva de las especies sagradas ha venido siempre motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para llevarlas a los ausentes o enfermos y para la administración del Viático. Ya la Iglesia primitiva recoge esta costumbre. No consagraban el pan para conservar la presencia eucarística de Cristo, pero sí que la presencia de Cristo en el pan era la razón por la que éste se conservaba para hacer partícipes de la mesa del Señor y de la comunión fraterna a quienes no podían participar en la eucaristía.

La Congregación para los Ritos, en Eucharisticum mysterium, nos dice que, de hecho, "la fe en la presencia real del Señor conduce de un modo natural a la manifestación externa y pública de esta misma fe (...). La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo. Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad" (49s.).

La Presencia personal y permanente

A medida que la Iglesia fue profundizando en el misterio eucarístico, comprendió cada vez mejor que la comunión no puede celebrarse por completo en los minutos circunscritos a la misa. Solamente cuando la luz de lo eterno prendió en las lámparas de las iglesias y el sagrario fue colocado, simultáneamente brotó la semilla del misterio: allí siempre está el Señor.

En ese espacio sagrado de los templos siempre está la Iglesia, porque el Señor siempre se entrega, porque el misterio eucarístico permanece y porque nosotros, al acercarnos a él, estamos incluidos en la liturgia de la Iglesia entera que cree, ora, adora y ama. Por ello, la oración en el marco de la adoración eucarística alcanza una dimensión completamente nueva: es el ámbito que abarca toda la totalidad, pues ahí nunca no estamos solos, con nosotros siempre permanece toda la Iglesia que celebra la presencia del Resucitado entre nosotros. Cristo en el sagrario es una llamada permanente al encuentro interpersonal y a la participación en la vida de Dios, a la admiración y adoración que nos mueve a compartir su entrega en medio del mundo.

El Señor se nos da en persona. Por eso, también, a nosotros nos corresponde darle una respuesta personal. Y eso significa, por encima de todo, que la eucaristía tiene que extenderse más allá de los templos, en las múltiples formas evangelizadoras como Iglesia en el mundo y de servicio a la humanidad. Sólo así podrán preguntarse nuestros conciudadanos: ¿dónde hay un pueblo cuyos dioses están tan cerca de él como lo está el Dios cristiano con los suyos... y con todos?

La celebración que se torna adoración

El culto eucarístico ha de comenzar en el interior de la celebración de la eucaristía, viviendo el sentido de adoración y de contemplación dentro de ella. Si esta actitud no existe, difícilmente encontrará justificación en el culto eucarístico. Esto tiene un dinamismo adecuado en los silencios sagrados que están previstos en la celebración eucarística, particularmente después de la comunión, así como en las disposiciones de los que participan en el banquete fraterno.

Dicho lo cual, la prolongación del Espíritu del Resucitado en el sagrario nos lleva a encontrar momentos de relación personal y comunitaria con Él. Particularmente en /as celebraciones de adoración del Santísimo. En estos momentos, es necesario ir educándonos para acudir a la palabra de Dios como incomparable libro de encuentro oracional. Igualmente usar cantos y oraciones adecuadas e irnos adecuando al rezo de la liturgia de las horas como alabanza permanente de la Iglesia al Dios Trinidad a favor del mundo. Asimismo se han de tener en cuenta los tiempos litúrgicos para insertarnos mejor en la historia de la salvación.

No es recomendable incluir ejercicios piadosos a la Virgen o a los Santos, porque nos apartarían de la profundidad del misterio eucarístico. La bendición eucarística clausura el acto adorativo; pero nos sumerge en la continuidad de esa historia de amor que ha de ser contada en medio del mundo: nos sabemos "bendecidos", pues Dios "habla bien de nosotros" para que nuestra vida sea agradecimiento y bendición ("decir bien") de todas las personas.

No adorar a nadie más que a Él

La adoración, cuando es auténtica, nos ha de llevar a orar agradecidamente a ese Dios que es amar: ¡no adoréis a nadie más que a Él! Por ello, hacemos nuestras las palabras que Benedicto XVI (22 de mayo de 2008) expresó en la catedral de Sydney:

"Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en Él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3,16).

Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma".

 

CLAVE 42

La piedad eucarística: popularización de la eucaristía

Es cierto que no siempre las relaciones entre liturgia y piedad popular han sido las adecuadas. Sin embargo, éstas no pueden plantearse en términos de oposición ni tampoco de equiparación o de sustitución. Ha de realizarse un continuo ejercicio de purificación evangelizadora que permita comprender que la piedad eucarística es también una realidad eclesial promovida y sostenida por el Espíritu. El pueblo de Dios ejerce el sacerdocio bautismal al Padre por Cristo en el Espíritu Santo no sólo en la celebración eucarística, sino también en otras expresiones de la vida cristiana. Así, la piedad popular ha ido gestando diversos ritos que girarán en torno a la presencia real de Cristo en la Eucaristía y que han permanecido de un modo u otro hasta hoy.

El ansia de contemplar el Santísimo

A partir de la alta edad media se concentra una tendencia que venía desarrollándose desde siglos atrás. Se fue pasando de participar en la eucaristía a multiplicar las misas; y, desde ahí, a que los cristianos no se sintieran especialmente invitados a comulgar. Hacia el siglo XII surge en el pueblo cristiano un ansia irresistible de contemplar el sacramento, que desde hacía tiempo no se atrevían a recibirlo.

Esta nueva piedad eucarística tuvo un fuerte componente contra ciertas limitaciones eucarísticas (Berengario, albigenses...). Contra los que negaban la presencia real, empiezan a contarse numerosas narraciones populares de milagros producidos por las hostias consagradas (de lo cual el folklore popular castellano aún nos da noticia). Estas narraciones no resisten, comúnmente, a un examen histórico-critico, pero expresaban a su modo la fe del pueblo sencillo en la presencia real eucarística.

Así aparece la elevación de la sagrada forma en la consagración ante el pueblo para que pueda ser contemplada y adorada. La atención se focaliza sólo en la presencia real y la consagración se conviede en el nuevo centro de la misa. La Iglesia aprueba y promueve diversos ritos y costumbres para fomentar este tipo de piedad: se prolonga la elevación y el sacerdote se vuelve de derecha a izquierda ante el pueblo; se extiende un paño negro entre el altar y el retablo para que destaque contrastando la blancura de la forma, se enciende una vela en las misas tempranas para que "el cuerpo de Cristo pudiera ser visto"; se comienza a tocar la esquila y también las campanas grandes del templo para que no sólo los asistentes sino los ausentes se volvieran hacia el templo y adoraran al Santísimo; los clérigos y fieles se arrodillan, o se inclinan profundamente...

Según se nos narra, en las ciudades era común que los fieles corrieran de templo en templo con la única pretensión de contemplar el mayor número de veces la elevación de la hostia consagrada. Estos abusos son atacados oficialmente, pero incluso en la práctica concreta, y para corresponder al deseo de los fieles, se llegaba a repetir la elevación en otros momentos de la misma celebración (al final del canon y antes del "cordero de Dios"). Estas prácticas, surgidas de buena fe, acabarán equiparándose casi al acto de comulgar.

La fiesta del Corpus Christi

Este rito de elevación pronto derivó en una práctica autónoma fuera de la misa. Se celebra por primera vez en 1247 en la ciudad de Lieja y, posteriormente, el Papa Urbano IV, impresionado por un milagro eucarístico, el año 1264 extiende a toda la Iglesia la fiesta del Corpus Christi. Entonces no se alude a ninguna procesión, pero muy pronto se introdujo la costumbre, respaldada por el gran número de cofradías del Santísimo que se irán creando en casi todas las parroquias.

Posteriormente, en la época del barroco, esta fiesta alcanzará su mayor popularidad. La controversia con los protestantes acerca de la presencia real sensibilizó a la teología, al magisterio y a la devoción popular, y condujo a realizar un subrayado especial de la presencia de Cristo en la eucaristía. La ocasión ideal era la fiesta de Corpus donde el pueblo cristiano podía expresar públicamente su fe, y la cultura barroca desplegar toda su exuberancia estética.

La procesión eucarística es un paseo triunfal del Señor en medio del pueblo creyente (y a veces frente a los herejes) que le aclama y vitorea con todo el esplendor: música y coros, obras teatrales y autos sacramentales, salvas y banderas, danzas y reverencias, coronas, altares y ornamentos florales, obras artísticas (custodias, andas, carrozas y ostensorios)... Esta procesión solemne se repetirá, a menudo y de modos diversos, para solemnizar acontecimientos relevantes, tanto de la vida eclesial (primeras comuniones, llevar el viático a los moribundos), como de la vida ciudadana.

Las diversas manifestaciones

La adoración al Santísimo, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer con claridad los límites, se realiza hoy día de diversas maneras:

-La simple visita al Santísimo, reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa.

-La adoración ante el Santísimo expuesto, según la normativa litúrgica, en la custodia, de forma prolongada o breve.

-La denominada adoración perpetua o la de las Cuarenta horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y que dan lugar a diversas expresiones de piedad eucarística.

La mística de los iconos

Durante la misma época que la Iglesia occidental comenzaba a patrocinar una "nueva" piedad eucarística, con las manifestaciones a las que hemos aludido, en la Iglesia oriental -prolongando el arte de Bizancio- florecián admirables iconos. Las Iglesias orientales conservan la eucaristía

después de la celebración para llevarla a los enfermos; sin embargo, no han sentido la necesidad de exponerla a la adoración de los fieles. Para ellos, la eucaristía es un «acontecimiento» de toda la Iglesia. Por eso, nunca ha conocido celebraciones eucarísticas individuales, ni adoración de los santos dones fuera de la misma celebración, como objeto permanente de culto.

Si la tradición oriental no ha evolucionada en la misma línea que nosotros en el culto eucarístico, se debe en gran parte a que podían expresar la misma orientación desde otras claves creativas: la veneración de los iconos. Para la piedad oriental, el icono es una especie de sacramento creacional de la luz y de la belleza divinas; hace presente —con una densidad extraña para nosotros, occidentales—aquello que artísticamente representa. Olivier Clément, uno de sus mejores teólogos, lo expresa así:

"El icono hace surgir una presencia personal; y muestra esta presencia, y todo el ámbito cósmico en torno a ella, saturado de la paz y de la luz divinas. El icono tiene un valor no sólo pedagógico, sino mistérico, cuasi-sacramental; transparente a su prototipo, permite conocer a Dios por su belleza. La Iglesia toda entera, con su arquitectura, sus frescos, sus mosaicos, constituye un gigantesco icono que es al espacio lo que el desarrollo litúrgico es al tiempo: el cielo sobre la tierra, la simbolización de la divino-humanidad, lugar del Espíritu donde la carne-para-la-muerte se transforma en corporeidad espiritual".