I EL ESPACIO CELEBRATIVO
QUE NOS ORIENTA

Una de las coordenadas esenciales de la vida humana es el espacio en que la persona vive, el lugar donde acontece su existencia. El lugar que ocupamos, el espacio en el que nos movemos forma parte de nosotros mismos, como expresión y consecuencia de nuestra corporeidad más aún, tenemos necesidad de proyectar sobre el entorno que nos rodea lo que pensamos y sentimos, la vida de nuestro espíritu. Sólo así nos encontramos a gusto, en nuestro ambiente, ocupando el centro de un pequeño mundo que, en cierta medida, nos pertenece.

La celebración eucarística requiere un espacio adecuado. Ciertamente, es posible celebrar en cualquier lugar, abierto o cerrado; Sin embargo no es indiferente hacerlo Sin prestar un mínimo de atención al espacio donde se desarrolla la celebración. El lugar, el espacio, el ambiente celebrativo conlleva y exige un valor simbólico. Es un verdadero signo litúrgico. La arquitectura y el arte litúrgicos forman parte de la arquitectura y el arte religiosos, en cuanto ámbito de lo sagrado. Pero la liturgia cristiana, que siempre ha sido muy libre respecto a la simbólica y a la estética, busca ante todo orientarnos adecuadamente a lo fundamental: celebrar como asamblea reunida en un lugar.

Cada vez que nos acercamos al templo, necesitamos prepararnos psicológicamente, y ya en las cercanías podemos descubrir algunos elementos que nos ayudan a ello; pero nunca hemos de olvidar que la verdadera entrada en la Iglesia acontece en el bautismo, ya que desde ahí cada uno de nosotros somos invitados a adorar a Dios en Espíritu y verdad, allí donde estemos. Uno de los regalos más grandes que Dios nos da a los cristianos es que nos transforma en templos vivos del Espíritu. Cada vez que nos reunimos, lo hacemos en un lugar que, ante todo, es la «casa de la Iglesia».

El hecho de saber que la simbólica del templo cristiano en cuanto edificio material es una recreación del paraíso nos ayudará más y mejor a orientar nuestros pasos a la celebración eucarística. Pero también el interior del templo y su funcionalidad quiere ofrecernos una catequesis en piedra para que vayamos dirigiendoo nuestro corazón hacia el presbiterio, espacio central de la eucaristía. Allí destaca la doble mesa: la de la Palabra, y la del convite; pero ambas nos remiten a comprometernos para ser carta de Dios y altar de Cristo con toda nuestra vida allí donde nos hallemos. Con todo ello, se ha de pretender el hecho de crear un ambiente celebrativo que sea comunicativo, bello y significativo.

 

CLAVE 1

Nos acercamos al templo

Las proximidades al templo cristiano constituyen un elemento arquitectónico al servicio de una preparación psicológica de los que van a acceder a él. En ese acercamiento se marca una ruptura espacial-humana entre dos realidades: fuera y dentro. Los elementos arquitectónicos que propician un acercamiento son: el atrio, los árboles y el pórtico. Nos acercamos a las bodas sacramentales de Cristo con la Iglesia.

El atrio, antesala del lugar sagrado

El atrio cuenta con una función peculiar a nivel antropológico, pues es el lugar donde se va reuniendo la comunidad diseminada en las tareas y afanes de la vida. Es un ámbito de encuentro y de diálogo antes y después de la celebración, para volver al mundo animados a contagiar la buena nueva de la Pascua.

Junto a ello, adquiere una simbología religiosa como antesala del lugar sagrado. Su función es múltiple: distinguir, separar, acoger, proteger, dar unidad. A nivel cristiano asume la imagen de la casa paterna donde el bautizado es esperado; imagen escatológica que representa la multitud de los hombres que será reunida en la perfecta unidad por Cristo. Expresa la idea religiosa de espacio de transición entre lo profano y lo sagrado. Sin embargo, la fe cristiana nos habla de otra realidad desde la concepción específica de la historia en la que Dios ha venido actuando, y de manera especial en la encarnación del Hijo. Lo profano en principio no es lo contrario a lo sagrado; más bien tendríamos que hablar de lo sagrado como contrario a lo pagano. Es y sigue siendo en la profanidad de la historia y del cosmos donde Dios establece la alianza y su alianza definitiva por Cristo en el Espíritu.

El atrio, en ocasiones, está separado por un pretil y conlleva la necesidad de «ascender» unas escaleras para introducirse en él. Estos lugares constituyeron una vía de salida a la prohibición de enterrar los cadáveres en el interior del templo parroquial; se convirtieron en «campo santo». En España será con Carlos III en 1787 y, sobre todo, con Carlos IV a finales de siglo, cuando se obligue a trasladar los cementerios fuera del casco urbano. En torno al pórtico se desvelan algunos simbolismos que cabe recordar. Atravesar la puerta del templo es para el cristiano un gesto cargado de significado y de compromiso. Por sí misma, la puerta es una realidad que cerrada separa de los lugares que se consideran distintos, y abierta pone en comunicación. Cruzar el umbral conlleva la voluntad de pasar de un ambiente a otro, de una situación a otra.

Los árboles y el árbol de la vida

Hay otro dato que, sin querer extrapolarlo, adquiere resonancias simbólicas. Lo que hoy en día constituye un elemento decorativo con algún tipo de árbol, antaño respondía a unas constantes religiosas a través de ciertos árboles en el entorno de un lugar sagrado; e incluso éstos desvelaban una presencia numinosa. Es relativamente común encontrar centenarias encinas en muchos atrios de iglesias castellanas; también valga recordar cómo el tejo era un árbol sagrado para los romanos.

Para los cristianos puede evocarnos la antesala del Edén. El autor utiliza un símbolo corriente en la mitología mesopotámica describiendo que "Dios hizo brotar toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además el árbol de la vida en mitad del jardín y el árbol de conocer el bien y el mal", cuyo fruto comunicaba la inmortalidad (Gén 2,9; 3,22). Pero el hombre, seducido por su apariencia engañosa, comió de su fruto y fue expulsado (Gén 3,12ss.). Sin embargo, los profetas anuncian para los últimos tiempos un paraíso nuevamente devuelto, cuyos árboles maravillosos proporcionarán a las personas alimento y medicina, ya que los riegan aguas que manan del santuario (Ez 47,12). Así, la sabiduría es un árbol de la vida que a quien la vive le proporciona felicidad (Prov 3,18). Al que se mantenga fiel hasta el final de los tiempos Dios le concederá "comer del árbol de la vida, que está en el jardín de Dios" (Ap 2,7). Todas estas resonancias simbólicas fácilmente se pueden comprender desde el acceso al templo y del alimento celestial del que la Iglesia nos habla en la eucaristía.

La puerta, ascenso y pasaje a la eternidad

En el periodo barroco, a la puerta del templo parroquial se accede por medio de una escalinata. Cuando uno se dirige al templo «asciende» las escaleras; cuando sale de él, «desciende». Es un recurso arquitectónico que conlleva una exigencia psicológica en orden a prepararse ante la nueva situación que adquirirá quien atraviese la puerta, accediendo a un espacio sagrado.

Aunque la puerta de la iglesia recoge las dimensiones apuntadas, irá adquiriendo unas connotaciones simbólicas de orden sobrenatural. Particularmente se centra sobre el pasaje de esta vida a la eterna, de la condición de viandantes a la contemplación de Dios. La puerta constituye el término de una etapa que toma su sentido del camino que se recorre desde casa hasta la iglesia, camino penitencial, de conversión. Por ello, la puerta es imagen de Cristo, como afirma el evangelista: "Yo soy la puerta" (Jn 10,9); y a través de Él se entra en un situación de salvación. Atravesar este umbral es pasar de la vida de pecado a la de salvación, de la vida terrena a la celeste.

En el vestíbulo de las nupcias sacramentales

Los profetas bíblicos presentaron la alianza de Dios con Israel en el desierto del éxodo como una unión nupcial. Pero ello sólo era figura del nuevo éxodo, en los tiempos definitivos: "la conduciré al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2,16). Para algunos biblistas sería precisamente el Cantar de los Cantares la profecía de esas nupcias nuevas. Las nupcias de Cristo con su Iglesia se prolongan en la vida sacramental. Aparte de otras muchas interpretaciones, los Padres de la Iglesia intentan explicar los versículos del Cantar con los diversos aspectos de la iniciación cristiana.

Cirilo de Jerusalén comienza con claras alusiones a este libro bíblico en sus Catequesis, como antesala de la entrada sacramental en la Iglesia: "el perfume de la bienaventuranza llega ya hasta vosotros, oh catecúmenos. Recogéis ya las flores espirituales para entretejer las coronas celestes. Ya se ha derramado el buen olor del Espíritu Santo. Os halláis en el vestíbulo de la morada real. Quiera el rey introduciros en ella. Las flores, en efecto, han aparecido ya en los árboles. Sólo falta ahora que el fruto madure" (33). San Ambrosio exclama: "atráenos para que respiremos el olor de la resurrección" (De Myst., 29). El mismo Cirilo insiste en que los comienzos de la preparación catecumenal son como flores primaverales cuyos frutos se cosecharán en el bautismo. La resurrección de Cristo en primavera acentúa su carácter de nueva creación; y nueva creación es, a su vez, el bautismo recibido (entonces) en la vigilia pascual.

Como dice san Ambrosio, "sólo te falta llegar al altar. Acabas de ponerte en camino" (De Sacr., 5,5). Al comentar este texto, "ya vengo a mi jardín, hermana y amada mía, a recoger el bálsamo y la mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y mi vino. Compañeros, comed y bebed, y embriagaos, mis amigos" (Cant 5,1), ve una descripción clara del banquete eucarístico; y añade: "ves cómo en este pan no hay la más leve amargura, sino dulzura tan sólo. Ves de qué naturaleza es esta alegría incontaminada" (De Sacr., 5,17). ¡Qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor!

 

CLAVE 2

Bautizados para adorar en Espíritu y verdad

Nos hemos acercado al templo. Se nos invita a cruzar el umbral con alegría, participando en las bodas de Dios con su pueblo. Pero la verdadera entrada en la Iglesia-comunión se da por el bautismo. Éste, según el Catecismo de la Iglesia es "el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu ... y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos" (1213). El primitivo rito bautismal establecía que, tras el bautismo, marcharan desde el baptisterio en procesión hasta el templo. Pero cada bautizado tendrá conciencia de adorar a Dios allí donde se encuentre.

El bautismo, puerta de la Iglesia

Durante los primeros siglos el bautismo cristiano fue administrado en cualquier lugar que contara con agua (ríos, lagos, estanques, mares y fuentes). Tras la conversión de Constantino (s. IV), empezaron a ser construidos los primeros baptisterios. Siguiendo la costumbre pagana, se recurrió a manantiales de propiedades curativas, que fueron santificadas y donde establecieron sus primeros baptisterios. Su planta era muy diversa, pero sobresalieron dos tipos: el circular (como símbolo de la plenitud y eternidad, conferidas en el bautismo) y el octogonal (no sólo por influencia civil, sino sobre todo porque asumía múltiples resonancias: Cristo resucita el octavo día, es referente de la vida eterna, el domingo es conmemoración litúrgica de ese día...; así el ocho se convierte en la cifra del bautismo como comienzo de una nueva vida).

Eran construcciones exentas del templo que permitían procesionar hasta la iglesia. Así, lo mostraban como puerta e itinerario eclesial. Después se edificaban unidos al templo. Y posteriormente se creó una capilla dentro de la propia iglesia. Ésta, idealmente, debería ser en un pequeño nicho del llamado muro del Evangelio o en el sotocoro. Todo ello tiene que ver con el simbolismo del oriente y la profesión de fe bautismal, según veremos más adelante; ahora baste recordar lo que afirmaba san Ambrosio: "te has vuelto a oriente. Quien renuncia al demonio, se vuelve a Cristo y le mira cara a cara".

El agua que lava y regala una nueva vida

La simbología del agua bautismal, reflejada de múltiples maneras en el arte, está influenciada por las remotas significaciones acuáticas. El cristianismo no sólo las recoge sino que las incrementa. Tertuliano hace una larga defensa de las propiedades excepcionales del agua, santificada desde el principio por la presencia divina. De forma dialéctica va mostrando los significantes antropológicos del momento, para resaltar la novedad cristiana: el agua fue la primera "sede del Espíritu divino, que la prefirió a todos los demás elementos... El agua fue la primera que recibió la orden de producir criaturas vivas... El agua fue la primera que produjo lo que tiene vida, para que no nos extrañáramos cuando, un día, engendrara la vida en el bautismo. Incluso al formar al hombre, Dios empleó agua para consumar su obra. Es verdad que el material se lo da la tierra, pero la tierra no hubiese servido si no hubiera estado húmeda... ¿Por qué el agua, que produce la vida de la tierra, no iba a dar la vida del cielo?... Toda agua natural adquiere, pues, por la antigua prerrogativa que le fue otorgada en su origen, la virtud de la santificación en el sacramento, siempre que Dios sea invocado a este efecto. En cuanto han sido pronunciadas las palabras, el Espíritu Santo, descendiendo del cielo se detiene sobre las aguas, santificándolas por su fecundidad; las aguas así santificadas se impregnan a su vez de la virtud santificante... Lo que en otro tiempo curaba el cuerpo, cura hoy el alma; lo que procuraba la salud en el tiempo, procura la salud en la eternidad" (De bap., 3,5).

En la primitiva liturgia de la celebración bautismal, el sacerdote invocaba sobre las aguas de la pila el poder manifestado por Dios sobre el océano primordial de la creación (cf. Gén 1). En el simbolismo bautismal toda pila es una imagen de ese océano que aparece en el libro del Génesis sobre cuyas aguas aleteaba el Espíritu de Dios. Así, en el bautismo, somos purificados del pecado original y hechos criaturas nuevas para vivir como hijos de Dios en la Iglesia y en el mundo.

Nuevas criaturas engendradas maternalmente

El agua de la pila bautismal ofrece una recreación, y la concha es un claro símbolo de la fecundidad acuática, configurando a la pila como fértil vientre espiritual. Entre nosotros han de resonar con fuerza las palabras que aluden a la regeneración bautismal, contrastadas con el nacimiento humano: "en verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede entrar en el reino de los cielos. Dijo Nicodemo: ¿cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso volver al seno de su madre y nacer de nuevo? Jesús respondió: en verdad te digo que quien no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos" (Jn 1,12s y 3,5-7).

A raíz de éste y otros pasajes los Santos Padres elaboraron amplias catequesis bautismales. Destaquemos un texto significativo de Zenón de Verona (s. IV) que muestra con claridad cómo la pila bautismal es entendida en cuanto agua-fuente-vientre espiritual de la madre Iglesia, donde son engendrados los hijos de Dios: "regocijaos en Cristo, hermanos, y animados de un ardiente deseo, apresuraos todos a recibir los dones celestes. La fuente donde se nace para la vida eterna os invita ya con su calor saludable. Nuestra madre (la Iglesia) está deseosa de daros a luz; pero ella en el alumbramiento no está sometida a la misma ley que vuestras madres. Vuestras madres gimieron en los dolores de parto. Esta madre celeste, en cambio, gozosa, os da a luz llenos de gozo y, libre, os trae al mundo libres de las ataduras del pecado" (Catequesis, Trac., 30).

Adorar en Espíritu y verdad

Los cristianos, tras el bautismo, reciben una túnica blanca. Ello significa la realidad de que es una nueva criatura. Alude a Adán en su estado paradisíaco anterior al pecado; está en relación con Cristo, que es el nuevo Adán que nos regala la vida nueva; es prefiguración de la gloria futura (cf. Ap 3,5). Por ello, el bautizado ha de caminar con un estilo de vida nuevo, según afirma Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis: "ahora que has abandonado las viejas vestiduras y has recibido las blancas, es preciso que, espiritualmente, permanezcas siempre vestido de blanco. No quiero decir con esto que debas llevar siempre vestidos blancos, sino que has de cubrirte con las vestiduras que son realmente blancas y luminosas, para que puedas decir con el profeta Isaías: Él me ha revestido con la vestidura de salvación y me ha cubierto con la túnica de alegría" (33).

Los cristianos pronto descubrieron que su culto no debía ceñirse a los edificios religiosos. Sus vestiduras blancas les hacían comprender que estaban llamados a adorar a Dios en Espíritu y verdad. El encuentro de Jesús con la Samaritana expresa el simbolismo del agua y la catequesis bautismal. El núcleo del diálogo se centra en la "verdadera adoración". Ya en el c.2 se mostró a Jesús como el verdadero templo (cf. 2,21 a la luz de la resurrección). Ahora la adoración en el templo es sustituida por la adoración en Espíritu y verdad. Ese nuevo culto es expresado en la imagen del agua viva: el agua del pozo de Jacob sería la ley, la "otra agua", es el bautismo que hace posible a quienes lo reciben ofrecer un verdadero culto allí donde se encuentran.

 

CLAVE 3

Templos vivos reunidos en la casa de la Iglesia

Tras el bautismo cruzamos el umbral para incorporarnos a la comunidad eclesial. Ello nos lleva también al lugar donde la comunidad se reúne, sobre todo para celebrar la eucaristía. Ese edificio se llama como la misma comunidad: iglesia. Puede ser diverso en su espacio y arte; pero es la «casa de la Iglesia», que debe ser para nosotros algo más que el lugar físico donde nos reunimos, porque tiene un sentido simbólico que nos ayuda a entender quiénes somos y qué celebramos. Pero, sobre todo, porque para los cristianos el verdadero templo es Cristo y, con él, cada uno de los bautizados.

Una Iglesia de piedras vivas

Es muy ilustrativo observar el uso de la metáfora de la edificación para designar a la Iglesia. San Pablo y la tradición paulina afirman de modo directo: "vosotros sois el templo de Dios" (1 Cor 3,16-17; 2Cor 6,16; Ef 2,21). Se trata de un templo que está construido por piedras vivas (1 Pe 2,5) que son cada uno de los bautizados. Cada bautizado, en su propia vida y en lo cotidiano de su existencia, es edificación eclesial. Es la misma convicción que se esconde en la designación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, que también tiene que ser "edificado" (Ef 4,12) por cada uno de sus miembros. El bautismo, y sobre esta base los carismas y los ministerios, son los que alimentan el dinamismo de ese organismo que es el cuerpo de Cristo.

La alegría es la experiencia básica de esta nueva familia: los creyentes han sido convocados por el júbilo del anuncio pascual, con el gozo de encontrarse en el hogar del Padre común, felices por hallarse reunidos en torno al Hermano mayor, animados por el aliento y los dones del Espíritu. Así, la convocación tiene aires de fiesta y de celebración. La alegría nunca se encierra o se oculta, sino que irradia y resplandece, y por ello es siempre invitación a compartir, acogida de quienes se acercan.

La Iglesia que se reúne en comunidad

Una gran novedad de la primera comunidad cristiana fue que no dio mucha importancia al lugar donde se reunía, sino a la misma comunidad reunida en torno a Cristo resucitado. Si los judíos subrayaban el sentido del Templo de Jerusalén y los paganos el de sus propios templos (como lugar de la presencia divina), los cristianos comprendieron que "el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombres" (Hch 7,48), y que el verdadero Templo donde habita Dios es el Señor resucitado (Jn 2,19; Col 2,9) y con él, los cristianos, la comunidad que se congrega con él y que se edifica como piedras vivas. Esté donde esté, esa comunidad unida a Cristo por el Espíritu, puede orar y celebrar "en Espíritu y verdad" (Jn 4,23s.) sin quedar condicionada por templos o lugares sagrados.

Según se nos narra en Hch 2, el templo judío ha dejado de ser el lugar preferente de la presencia de Dios en medio de Israel. Ahora ese ámbito es una comunidad de personas que rompe las barreas del nacionalismo judío y que está compuesta por una diversidad de pueblos. La universalidad de Pentecostés se conexiona con una comunidad de personas. Dios mora no tanto en un lugar geográfico cuanto en la asamblea de los que se adhieren a su nueva alianza. Se desacraliza el templo para santificar a las personas; de ahí los títulos que reciben: los santos, los elegidos, el pueblo de Dios, el templo y la casa de Dios... Dios se hace presente allí donde se reúne la comunidad en nombre de Jesús (Mt 18,20); Cristo está en su cuerpo eclesial y el Espíritu mora en su Iglesia (1Cor 12,13).

Celebrar la comunión en diversas partes

Desde el principio, los cristianos tenían conciencia de celebrar un culto en Espíritu y verdad desde una comunión de iglesias donde existe la Iglesia una y única de Jesucristo.

No era un único templo cultual sino una iglesia de templos vivos diseminada por el mundo que se identifica en lo mismo: cada asamblea eucarística reconoce su identidad con las otras porque todas, con la misma fe, celebran el mismo memorial, comiendo el mismo cuerpo y participando en el mismo cáliz. Así, devienen el mismo y único cuerpo de Cristo en el que están insertas por el mismo bautismo. No hay más que un solo y único misterio que se celebra y en el que se participa. La multiplicidad de celebraciones eucarísticas no divide a la Iglesia, sino que manifiesta y realiza de modo sacramental su unidad.

Las "cartas de comunión", que servían en los primeros tiempos para expresar la «comunión» y beneficiarse de ella entre los cristianos, sobre todo cuando se estaba de viaje, guardaban una estrecha relación con la eucaristía: garantizaban que su portador podía ser admitido en la eucaristía local, y por eso era considerado miembro a todos los efectos de la Iglesia que le acogía y le daba hospedaje. Su pensamiento era -diríamos hoy- muy globalizado: "ningún cristiano debe sentirse extranjero celebrando la eucaristía en cualquier parte del mundo", le gustaba decir a san Juan Crisóstomo. La misma excomunión, entendida como «rechazo de la comunión» con la consiguiente ruptura de relaciones, era concebida en estrecha relación con la eucaristía.

El lugar de reunión de la comunidad

Pero estas comunidades cristianas de la única Iglesia pronto buscaron un espacio adecuado para su reunión y sus celebraciones. Aun sin darle el énfasis de los judíos o de los paganos, la comunidad cristiana tuvo «un espacio» para su celebración litúrgica y su oración. Como veremos más adelante, al principio fueron las casas particulares, por ejemplo, "la estancia superior, con abundantes lámparas" de Tróade (Hch 20,7s.); después edificios más amplios, preparados para la celebración; y, finalmente, a partir del siglo IV, con la libertad de la Iglesia, las basílicas construidas para el culto. Ahora bien, siempre tenían claro que el lugar era

menos importante que la asamblea reunida allí. Por eso decía san Jerónimo: "las paredes no hacen a los cristianos". Y el actual Catecismo de la Iglesia remarca: "estas iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados en Cristo" (1180).

Recuperar la casa de la Iglesia

La sensibilidad actual de la Iglesia ha vuelto a la concepción primaria del edificio-Iglesia. Es verdad que en los tiempos pasados también los templos cristianos se han construido con una intención de solemnidad, como «un monumento o trono de Dios», fruto de la fe de generaciones que ponían en sus edificaciones todo su respeto y admiración. Pero ahora, cuando estamos recuperando en nuestras celebraciones su carácter de "celebraciones de la comunidad", según nos invitó el Vaticano II, y sin restar nada al sentimiento de admiración y homenaje a Dios, se prefiere ver en el templo la «domus ecclesiae», la «casa de la Iglesia». Por ello, además de vivirlo así, se ha de buscar —en la medida de lo posible— que el propio espacio facilite la participación activa de la asamblea celebrante; y se ha de generar un espacio en el que la comunidad pueda sentirse y actuar en un ambiente luminoso, más cercano y orientado a la doble mesa del presbiterio: el ambón y el altar.

 

CLAVE 4

El templo cristiano, recreación del paraíso

Lo cierto es que, como ya hemos señalado, por el bautismo y la confirmación nos convertimos en templos vivos. Éste es uno de los principios radicales de nuestra fe cristiana que nunca ha de perder la maravilla agradecida del asombro. Sin embargo, normalmente nos reunimos en asamblea para celebrar las maravillas de Dios en un templo material, en la casa de la Iglesia. Éste no es un aspecto accidental sino que hemos de descubrirlo como signo de la presencia de Dios en el mundo que recrea y anticipa, de modo simbólico, el paraíso.

Un espacio sagrado que abre a la trascendencia

Allí donde lo sagrado se manifiesta en el espacio y el tiempo, lo real se desvela como el mundo que viene a la existencia. La irrupción de lo sagrado no se limita tan sólo a proyectar un «centro» en el «caos»; también efectúa una ruptura de nivel, abre una comunicación entre los niveles cósmicos (tierra y cielo) y hace posible el tránsito de un modo de ser a otro. Así, la manifestación de lo sagrado en el espacio equivale a una «cosmogonía», a una manifestación de lo sagrado aquí. Las grandes civilizaciones orientales —desde Mesopotamia y Egipto, a China y a la India—, han concedido al templo una nueva valoración: no sólo es «imagen del mundo» sino reproducción terrestre de un modelo trascendente.

El judaísmo ha heredado esta concepción como copia de un arquetipo celeste. Para el pueblo de Israel, los modelos del tabernáculo, de todos los utensilios sagrados y del templo fueron creados por Yahvé desde la eternidad, y fue Dios quien los reveló a sus elegidos para que fueran reproducidos en la tierra (cf. Ex 25,8s. y 40). La Jerusalén celestial ha sido creada por Dios al propio tiempo que el paraíso, desde la eternidad. Podrá ser mancillada por los seres humanos, pero su modelo es incorruptible.

Mirar hacia oriente en la plegaria

Las exhortaciones a orar con el rostro hacia oriente son constantes en la liturgia cristiana antigua. Sin embargo, no somos los primeros ni los últimos en volvernos hacia oriente para elevar a Dios la oración ni en orientar hacia allí las iglesias materiales. Los musulmanes dirigen el mihrab de sus mezquitas -y las mezquitas mismas- hacia la Meca; y los judíos, sus sinagogas hacia el Templo de Jerusalén. También esto se hacía en el antiguo Egipto, sobre todo en los templos dedicados al dios Sol bajo cualquiera de sus advocaciones. Pero no es una orientación aproximada, sino que tiende a buscar el punto exacto del levante; esto es, la parte del cielo por la cual aparece, "se levanta", el sol precisamente el día de la fiesta principal del patronazgo del templo. Así, su imagen queda iluminada perfectamente por los primeros rayos solares (como ocurre, por ejemplo, en el monasterio burgalés de peregrinos de San Juan de Ortega, sobre un capitel dedicado a María el día de la Anunciación).

Su simbolismo vive de una tensión antitética: oriente-occidente, salida-ocaso del sol, luz-tinieblas testimoniada en las religiones de signo celeste, en la biblia y en la patrística. El oriente es la aurora, la luz que ahuyenta las tinieblas, el comienzo del día con todas sus claridades, el punto de referencia para "orientarse"; el renacimiento del sol. Por contraste, el occidente significa la puesta del sol, la muerte, el ocaso, el comienzo de las tinieblas y de las noches con los presagios, sueños y libertad de los seres maléficos del mundo subterráneo (los muertos).

Resultan interesantes desde esta clave algunos testimonios de los Padres. El escritor oriental Basilio de Cesarea afirma: "he aquí por qué todos miramos hacia oriente durante la plegaria, pero pocos conocen que nosotros buscamos la patria originaria, el paraíso que Dios ha plantado en Edén, al oriente" (Sobre el Espíritu Santo, 66). San Cirilo de Jerusalén, allá por el siglo IV, en sus Catequesis mistagógicas nos dice que el que es bautizado mira a occidente cuando hace las renuncias a Satanás; en cambio, cuando hace la profesión de fe y recibe el bautismo, inmerso en el agua, lo realiza mirando a oriente, uniéndose a Cristo, "Luz de luz". Y lo explica así: de oriente es de donde nos viene la luz, por donde nace el día; es, por tanto, de donde nos llega la salvación por la vida nueva bautismal. La renuncia, en cambio, se hace de cara a la oscuridad, a la noche, al sinsentido. El propio Ignacio de Antioquia, al verse próximo al martirio, comenta que viene de oriente a occidente para ocultarse al mundo y poder nacer, por Cristo, gracias a la entrega martirial por amor.

Varios son los motivos basados en realidades teológicas y rituales del cristianismo: el paraíso se describe en oriente; Palestina es el escenario del nacimiento, vida, muerte, resurrección y ascensión del Señor, así como de la vendida del Espíritu Santo; y el nacimiento de la Iglesia se encuadra en el extremo oriente del mundo grecorromano y medieval; la venida escatológica definitiva (juicio final) de Jesucristo se coloca al oriente (cf. Mt 24,27; Ap 7,2). Un autor cristiano del siglo XI, Honorio de Autun, aduce tres razones: porque en el oriente está nuestra patria, el paraíso, y vueltos hacia ella significamos el deseo de retornar al lugar de donde fuimos expulsados por el pecado; porque en oriente surge la luz del día y Cristo es oriente y luz verdadera; y porque "en oriente sale el sol, símbolo de Cristo, sol de justicia" (Gemma animae, 95).

El paraíso en la tierra

La basílica cristiana y más tarde la catedral recogen y continúan todos estos simbolismos religiosos y cristianos. El templo cristiano es concebido como la Jerusalén celestial, a la vez que reproduce el paraíso o mundo celestial. Pero la estructura cosmológica del edificio sagrado perdura todavía en la conciencia de la cristiandad. Esto resulta evidente, por ejemplo, en la Iglesia bizantina. Para ellos las cuatro partes del interior del templo simbolizan las cuatro direcciones cardinales: el interior de la iglesia es el universo; el altar es el paraíso, que se encuentra al oriente; la puerta imperial del santuario propiamente dicha también se llama "Puerta del Paraíso". En la semana pascual esta puerta permanece abierta durante toda la celebración; su sentido es claro siguiendo el canon pascual: Cristo ha resucitado de la tumba y nos ha abierto las puertas del paraíso. El poniente, al contrario, es la región de las tinieblas, de la aflicción, de la muerte, de las moradas eternas de los difuntos que esperan la resurrección de los muertos y el juicio final. La parte de en medio del edificio es la tierra; en cuanto que es imagen del cosmos —con sus cuatro puntos cardinales— cada templo cristiano encarna y santifica al mundo.

El entero edificio, comprendido como casa de la Iglesia, es un misterio espacial. Su tradicional orientación nos muestra un profundo símbolo: ello no quiere expresar que nos volvemos hacia un lugar físico —como podría ser Jerusalén o la Meca— sino que oramos (como dice todo final de la oración litúrgica) "por Cristo, en el Espíritu, al Padre"; es decir, oramos en el Espíritu hacia nuestro centro excéntrico, que es Cristo que está viniendo para conducirnos, por el Espíritu, al Padre. La celebración eucarística "realizada hacia oriente" se funda en la creación y en la espera escatológica: la orientación de la alabanza es la expresión corpórea de la primordial nostalgia del paraíso, del jardín que Dios plantó en oriente como espacio vital en el que la persona se dejaba encontrar directamente por Dios, en armonía. Escatológicamente, es la orientación de la acción de gracias hacia Cristo glorioso que vendrá de nuevo a oriente para juzgar a vivos y muertos, y que ya está viniendo sacramentalmente como Glorificado en cada actualización memorial de la Pascua.

 

CLAVE 5

El interior del templo y su funcionalidad

El interior del templo a lo largo de la historia de la Iglesia ha respondido a unos cánones de tipo doctrinal con el fin de favorecer plásticamente la fe entre el pueblo. Particularmente iba muy unido a la funcionalidad dentro de las celebraciones litúrgicas que allí se realizaban. La organización del espacio interno del templo siempre ha estado determinada según las épocas por concepciones diversas, como expresión de una determinada espiritualidad y de unos intentos doctrinales y pastorales precisos. Pero no siempre ha respondido a lo fundamental: ser el lugar al servicio de una asamblea que se reúne para celebrar la fe; ser la casa de la Iglesia donde Dios se hace presente.

Nuevas criaturas, pero frágiles

Cuando entramos en el templo solemos hacer el gesto de tomar agua bendita de la pila que se halla en la entrada. Gesto que se extendió a partir del siglo X y que ha permanecido hasta nuestros días. No quiere tanto expresar el perdón de los pecados, sino sobre todo recordar a quienes cruzan el umbral que entran como «bautizados», que son miembros de la familia de los hijos de Dios. Por ello el gesto simbólico del agua bautismal se conmemora en la vigilia de Pascua; también se recuerda con la aspersión en algunos domingos (particularmente de cuaresma, Pascua), así como aquellos días en que se celebra la confirmación. Hay otro momento muy significativo que se realiza en el rito de la dedicación de una iglesia; se rocía con el agua al pueblo congregado y también las paredes del templo, y se proclama: "rociada sobre nosotros y sobre los muros de esta iglesia, sea señal del bautismo, por el cual, lavados en Cristo, lleguemos a ser templos del Espíritu".

En muchos edificios se coloca el confesionario a la entrada de la iglesia para significar todo esto: estamos bautizados, somos nuevas criaturas en cuanto hijos de Dios; pero débiles, y muchas veces fallamos al amor de Dios. La renovación de la vida bautismal exige reconocer nuestra fragilidad. Por ello, el templo suele dedicar un lugar (lo ideal sería una capilla) para que se pueda expresar el arrepentimiento y recibir el perdón de Dios por medio de la Iglesia en sus ministros, tanto si celebramos este sacramento individual como comunitariamente.

La sala o nave

A raíz de la libertad que Roma concede a los cristianos comienzan a edificarse templos como lugar para la reunión litúrgica. Se dará una herencia helenístico-romana que tiene su máximo exponente en la basílica, que era un edificio civil apto para la convivencia, los tratos mercantiles y el paseo. La basílica será asumida por la herencia bizantina, a la que se añaden grandes cúpulas para significar el universo celeste, reproduciendo el boato de la corte imperial. La liturgia de la tierra se veía así transportada a la del cielo y la riqueza en la decoración y en los utensilios evocaba las descripciones del culto delante del trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 4,1-5; 14).

La majestad y la serenidad del arte románico, expresión de la misericordia divina derramada sobre le hombre, dieron paso al gótico: el templo gana en luz y en estilismo; pero aquí la asamblea está perdida y dispersa en multitud de capillas; y, como contrapartida, surge la religiosidad popular ya que la liturgia va resultando cada vez más incomprensible para el pueblo. La influencia humanista del renacimiento convierte el templo en una gran sala. El hombre es puesto como el paradigma de todas las artes; y así la arquitectura de la iglesia es manifestación de racionalidad, equilibrio, armonía. Viene destacado el espacio en su dimensión horizontal y, desde esta perspectiva, está indicada la presencia de lo divino en lo humano, por ello lo finito adquiere plenamente sentido. Sin embargo, la solemnidad del templo se centra primordialmente en el lugar y en la persona celebrante: altar y sacerdote; por ello aparecerán con toda claridad destaca dos en el conjunto del edificio. Aspectos que se resaltarán más en el barroco.

El retablo y el sagrario

A medida que se va abandonando la costumbre de presidir la eucaristía de cara al pueblo (hacia el siglo IX) se van introduciendo los retablos. Es en la segunda mitad del siglo XV cuando éstos llegan a su mayor esplendor. Porque el retablo, con su riqueza de imaginería, se erigió en sustituto de la portada del templo. Dentro esperaba a los fieles el retablo, que actuaba como fuerza ilustrativa y emocional al propio tiempo, convirtiéndose en elemento canalizador de la atención hacia la parte del altar. La celebración se provee de un telón de fondo, en el que resplandecen los grandes misterios y episodios del cristianismo. El retablo viene a ser la decoración de ese gran escenario religioso que es el presbiterio. Serán las diversas cofradías las que irán creando los retablos laterales y así surgirá una gran proliferación de los mismos. El retablo, que se había iniciado como un accesorio del altar, a medida que se desarrolla, irá restando importancia y oscureciendo la primacía del altar, reduciéndolo a un segundo plano: pasa a ser accesorio y peana del retablo.

Será a partir del concilio de Trento, en la polémica con los reformadores, cuando el retablo mayor vaya destacando la importancia de la reserva de la Santísima Eucaristía. Ello irá oscureciendo la importancia de la propia celebración. Dado que la presencia de Cristo en el sagrario es para llevar a los enfermos y para la devoción personal, es mejor que se sitúe en una capilla lateral (y si no es posible, en un lateral del presbiterio). Sin quitar importancia al culto eucarístico, sí debe quedar clara la preponderancia de la celebración eclesial en acto cada da vez que se celebra la eucaristía.

El ambón, mesa de la palabra

La arquitectura del templo debe ser tal que todo ello ayude a converger personal y comunitariamente hacia el presbiterio. Mejor aún, a destacar la expresividad de los elementos que en él se sitúan: el altar (del que hablaremos en la siguiente clave) y el ambón. La vida cristiana de los bautizados se alimenta en una doble mesa dentro de la única celebración eucarística: la mesa de la Palabra y la mesa de la eucaristía. Cada una de estas dos «mesas» tiene un espacio propio en el templo. La dignidad de la presencia de Cristo en la Palabra de Dios exige un sitio reservado y digno para su proclamación, pues es signo sacramental de Cristo Jesús. Así, en cada eucaristía se nos ofrece como alimento de vida para que lo acojamos y vayamos transformándonos más desde los criterios evangélicos y, de esta manera, se nos dará como Pan y Vino de salvación a fin de nutrirnos para en el camino.

Otro elemento importante es la sede del presidente. El sacerdote que preside la eucaristía —elevando la plegaria en nombre de todos y explicando la palabra de Dios a su comunidad— actúa en nombre de Cristo. Por eso preside, o sea, se sienta delante, como representante de Cristo, que es el verdadero Presidente y Maestro. Ahora bien, todos estamos llamados a hacer de nuestras vidas bautismales un ambón que proclame existencialmente la buena nueva (el evangelio) de Dios para todo el mundo. Como dirá san Pablo, "vosotros sois mi carta, escrita en vuestros corazones, carta abierta y leída por todo el mundo. Se os nota que sois carta de Cristo... no escrita con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en el corazón" (2Cor 3,2s.).

CLAVE 6

Del altar del templo al del corazón

El altar de cada templo y el altar del corazón de cada cristiano guardan una estrecha relación. Aquel es el corazón del santuario; éste es la realidad más profunda de la persona, su santuario interior. Participar en el altar implica llevar una vida eucarística.

El altar religioso y la novedad cristiana

El término altar está compuesto de un adjetivo y de un nombre alta-ara, derivando de un verbo latino que significa arder («arare »); por tanto, el altar aparece como «el lugar del fuego» y como la «estructura realzada». Del análisis de la terminología «altar» en las diversas religiones, se observa que casi todas indican una estructura de piedra, adaptada para acoger las ofrendas hechas a la divinidad (sacrificios). Estas ofrendas se destinaban al nutrimiento divino; sólo en algunos sacrificios el hombre podía alimentarse de ellas. El altar, por tanto, era esencialmente mesa y sólo en ciertos contextos adquiría el sentido sacrificial. Dentro del templo, el altar ocupa su lugar primordial. El altar es el «ómphalon» (ombligo) del mundo nuevo en gestación. Este término servía en la antigüedad clásica para designar el lugar simbólico y místico donde el mundo de los dioses comunicaba con el mundo de los vivos y de los muertos. Los antiguos griegos llamaban «ómphalon» a una piedra sagrada que se encontraba en el santuario de Apolo y Delfos y que indicaba el centro de la tierra.

La fe cristiana, además de acoger las influencias contextuales, tiene su especificidad en la mesa de la Última Cena: "Yo he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros" (Lc 22,15). A lo largo de los primeros siglos cristianos, el altar va adquiriendo importancia y diversidad entre los creyentes, procurando manifestar la alternativa frente a otras religiones, como indica san Pedro Crisólogo en la mitad del siglo V: "los templos [paganos] se convierten en iglesias, y las aras en altares" (Sermo, 51). Respecto a su forma, el arte cristiano de los primeros siglos lo suele representar en forma preferentemente cuadrada, hallándose de nuevo otro simbolismo que pretende unir la totalidad terrena con la celeste, según interpreta Simeón de Tesalónica: "la mesa es cuadrada, porque de ella se nutren y siempre se han nutrido las cuatro partes del mundo; alta y mirando hacia el cielo, porque su misterio es alto y celeste, trascendiendo del todo la tierra" (De sacro templo, 133).

La multiplicación de los altares en el templo

Muy pronto, junto al altar de la eucaristía, se unió la resonancia de los mártires cristianos que habían dado su vida, entregados por amor para compartir la fe. Decían: "Cristo está en el mártir". Y se fueron construyendo los monumentos sobre las tumbas de los mártires («martyria») y a celebrar la eucaristía en el aniversario del «dies natalis», o sea, el día de su nacimiento definitivo para el cielo. Si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros, los más gloriosos de los cuales son los mártires. Su muerte martirial, en cierto modo, completa la entrega hasta la muerte en cruz de Cristo, no porque necesite de ellos, sino porque ellos lo prolongan y actualizan de hecho en el tiempo.

Posteriormente, fueron surgiendo otros altares en los templos, promovidos por ciertas fraternidades cristianas o párrocos del lugar que dedicaban dichos altares al santo protector. En las iglesias monásticas surgieron dos hechos que marcarán la multiplicación de los altares: cada vez menos se concelebrará; y la ordenación de los frailes monásticos, que irán dejando su condición de legos para consagrarse sacerdotes. A fin de destacar el altar mayor de los otros altares en las iglesias, el mayor será visto como el lugar más digno para acoger en su mesa el tabernáculo eucarístico, transformándose en trono, debido a la majestad divina presente. Pero será a raíz del concilio de Trento, en su fuerte y acalorada defensa de la presencia real de Jesucristo en la eucaristía, frente a los reformadores protestantes, cuando se multipliquen sin cesar los altares, a la vez que se dignifica cada vez más el sagrario -en el altar mayor-. Junto a ello, fruto de la piedad barroca, se impondrá una conciencia entre los fieles de encargar y aplicar múltiples misas por sus difuntos. Gracias a Dios, hoy tenemos claro que lo lógico es que exista y se celebre sobre un único altar.

El altar del templo, signo de Cristo

Sobre el altar reverbera toda la obra redentora, ya que en él se realiza el memorial de la nueva alianza de Cristo con la humanidad; alianza sellada con su sangre. Una alianza actualizada sobre el altar, que prefigura el altar escatológico de la gloria, que es el Kyrios, celebrada festivamente en la Jerusalén celeste. Eucaristía y altar son como dos planos interiores el uno al otro; uno remite al otro, y viceversa. Eucaristía y altar conforman una única realidad: la presencia gloriosa del sacramento pascual de Cristo. La centralidad del altar radica en la centralidad del mismo Cristo, de quien el altar es signo. Cristo es el centro del cosmos y de la historia; y la eucaristía, como centro de la vida de la Iglesia, es el sacramento del altar.

"El altar es Cristo" y, por ello, aparece por su misma naturaleza como la mesa peculiar de la ofrenda sacrificial y del convite pascual. El sacrificio de la cruz se perpetúa sacramentalmente para siempre hasta la venida definitiva de Cristo y es la mesa junto a la cual se reúnen los hijos de la Iglesia para dar gracias a Dios y recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. El altar -junto con el ambón y la sede- es el ámbito de esta fascinante irrupción divina, que nos llama a la admiración, a la adoración y a la participación en el banquete eucarístico. De este modo, la asamblea es transferida de la individualidad a la comunión; y, a través de signos, experimenta la victoria pascual de su Señor y su manifestación a los hombres.

El altar de nuestro corazón

Ahora bien, cada bautizado es altar de Dios. Curiosamente la liturgia nos muestra un gran paralelismo entre el bautismo y la dedicación de un altar: somos altares porque bautismalmente formamos parte de único altar que es Cristo. En él, como muchos miembros formamos un solo cuerpo, una multitud de piedras vivas edificamos un único altar. Pedro Crisólogo (s. V) posee una sugestiva teología del cristiano como altar de Dios: "inaudito misterio del sacerdocio cristiano: el hombre es a la vez víctima y sacerdote; el hombre no ha de buscar fuera de sí qué ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que ha de sacrificar a Dios... Sé, pues, oh hombre, sacrificio y sacerdote para Dios...; haz que arda continuamente el incienso aromático de tu oración...; haz de tu corazón un altar" (Sermo, 108).

Ya a principios del siglo III, Orígenes había descrito cómo a través de la iluminación del bautismo y del carácter que imprime, los cristianos participamos activamente de la misión de la Iglesia como mediadores entre Dios y los hombres. Esta participación en la evangelización es una participación sacerdotal que ejercitamos en la medida en que hacemos de nuestras vidas un culto al Señor en el altar del corazón por medio del cual contribuimos a llevar a los hombres, al mundo y a la historia hacia Dios (cf. Homilía sobre el Levítico, 9,9). ¿Cómo no seguir haciendo nuestras las palabras de san Juan Crisóstomo?: "cada vez que ves ante ti a un hermano, piensa que tienes ante ti un altar... venéralo y defiéndelo" (Ep. II Cor, hom., 20).

 

CLAVE 7

Un ambiente comunitario, bello y significativo

Cuando hablamos del lugar que nos orienta para celebrar la eucaristía, hablamos del arte, la arquitectura y demás objetos y elementos que se hallan en los alrededores, fuera y dentro del edificio. En otras palabras, hablamos del «ambiente». Éste, en cuanto imagen de la asamblea reunida, no es primordialmente un monumento artístico, ni un templo en el que Dios habita, ni un lugar en donde se veneran imágenes o se custodian con respeto diversos objetos sagrados, ni un espacio dedicado a la oración personal y al trato íntimo con Dios. Es innegable que puede servir también para todo ello; pero se trata sólo de aspectos secundarios. Lo trascendental, como manifiesta el Catecismo de la Iglesia, es que los templos "no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar" (1180). Es la Iglesia entre las casas de los hombres; y por ello, en cada ambiente humano, cultural y social necesita enraizarse dando lugar a la hospitalidad.

Ambientes al servicio de la comunidad celebrante

Los templos, en la medida de lo posible, ante todo han de servir a la reunión de la comunidad cristiana. Deben ofrecer un espacio habitable, amable, que favorezca su sentido de pertenencia y de propia identidad. Aspectos tan elementales como la iluminación, acústica, cercanía, visibilidad de la acción desarrollada... se convierten en cuestiones importantes. Se trata de favorecer un ambiente (más que un espacio) acogedor, hospitalario, de casa familiar, más que de «monumento» o museo. Por ello, hay que prever todas las circunstancias que ayuden a la comodidad de los fieles.

La funcionalidad consiste también en que el lugar ayude, ya desde su misma disposición de espacios, a una celebración humanizada y activa por parte de la asamblea; que se puedan realizar bien la proclamación de la Palabra, la eucaristía, los ritos bautismales, los demás sacramentos y sacramentales, y que además tenga previstos sus espacios para otros fines (oración personal, reserva del Santísimo, celebración de la reconciliación...). Además, la funcionalidad ha de favorecer que se dé un ambiente que propicie, hasta de modo inconsciente, la relación entre las dos mesas eucarísticas: la de la proclamación de la Palabra y el altar, para que la comunidad pueda alimentarse del pan de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo glorioso. El cirio pascual, la cruz delante del altar y la sede son signos que han de facilitar el acontecimiento celebrado como memorial de la Pascua a favor de todo el mundo.

Signo para los de dentro... y para los de fuera

El lenguaje simbólico de un templo es particularmente expresivo para los creyentes que se reúnen en él. Es un elemento convocador, no sólo en grandes ocasiones sino en el ritmo cotidiano de nuestra existencia. La iglesia es el lugar de referencia de la fe y pertenencia a la comunidad eclesial, un lugar de serenidad, de memoria de valores y acontecimientos fundamentales, de crecimiento y maduración, de paz y compromiso, de acción de gracias y petición, de solidaridad y cercanía fraterna. Nuestros templos nos hablan de generaciones pasadas que han recorrido en torno a ella su vida humana y cristiana, desde el bautismo hasta las exequias. Por eso, el Ritual de la dedicación de las iglesias dice: "este lugar... sea casa de salvación y de gracia, donde el pueblo cristiano, reunido en la unidad, te adore en Espíritu y verdad y se construya en el amor".

Pero no sólo ha de ser signo para los creyentes que la frecuentamos. Hemos de procurar que también sea portadora de un mensaje simbólico de fe y de esperanza para todos. Quiere ser un anuncio y una invitación, callada pero continua, de los valores que Dios ofrece a la humanidad. En cierto modo está ahí para «evangelizar» con sus formas y piedras a un mundo que camina entre alegrías y desalientos. ¿Cómo significar el don liberador y salvador de la fe en un barrio y en unas ciudades nuevas? Ahora se buscan presencias menos destacadas y más silenciosas; pero la Iglesia siempre estará llamada a ser una Iglesia de puertas abiertas -incluso en sus templos- para todos aquellos peregrinos que vienen en busca de un poco de paz. El edificio cristiano, aun con formas sencillas, ha de ser un signo que comunica esperanza, comparte hospitalidad y se convierte en una evocación silenciosa de realidades más profundas que a todos nos están esperando...

Un ambiente bello, sencillo y participativo

El ambiente celebrativo no ha de buscar el lujo ni la suntuosidad, sino una mayor sencillez. Ahora bien, ésta puede y debe ir unida a la dignidad de la belleza, a la armonía; y lo más importante, debe ser signo de la propia asamblea. Hoy se habla mucho de la belleza de la liturgia o de la liturgia como acceso a la belleza. Todo ello es cierto y necesario. Para muchos de nuestros contemporáneos celebrar la eucaristía no es importante; sin embargo, a veces se sienten elevados hacia lo eterno contemplando una celebración. Para los que nos reunimos a participar en la eucaristía la belleza en su desarrollo no nos lleva simplemente a lo eterno; antes bien, nos invita al encuentro con los hermanos creyentes para el encuentro con la belleza del Dios Trinidad. La belleza que buscamos ha de estar más en "habitar, escuchar y ver". Desde aquí, la liturgia aparece como belleza en armonía donde el espacio, los ritos y, sobre todo, la participación activa de la asamblea celebrante, dejan lugar y conceden el protagonismo principal a Dios. Escuchamos su palabra en la visión de las acciones sacramentales y en la contemplación de su gloria.

La celebración está al servicio de una experiencia litúrgica que concierne a la persona en su globalidad: en todas sus capacidades corporales y sensoriales, afectivas y emocionales, artísticas e intelectuales, biográficas e históricas... Es preciso desarrollar en ella más antropológicamente la armonía de los cinco sentidos. Cuando todos ellos se ponen en juego de modo armónico se corrige el actuar unilateral donde sólo se emplea el oír y el ver. El incienso, el olor de la cera, las flores, el orar con los brazos extendidos y las manos abiertas, la comunión bajo las dos especies... potencian el gusto, el olfato, el tacto...; es decir, la dimensión olfativa, táctil y degustativa de la liturgia eucarística. Así, la liturgia eucarística educa y santifica la sensorialidad, incorpora a la persona en su ser integral, le transfigura introduciéndole en ese otro mundo paradisíaco de la nueva creación, de la belleza de la Pascua.

Casa de envío hacia la misión

El edificio cristiano no ha de entenderse sólo como casa de oración o de celebración, sino centro de vida comunitaria entendida más en clave misionera. Por ello, los actuales edificios se construyen con dependencias también para la catequesis, las reuniones de grupos, la atención a los necesitados. Ello hace que todavía sea más la «casa de la Iglesia» entre las casas de los hombres. Allí no sólo rezamos, ni siquiera sólo celebramos. Igualmente es casa de acogida, de fraternidad y de compromiso. Desde ella, los cristianos somos enviados a ser más servidores de los hermanos y a ser más misioneros. El símbolo del templo nos orienta a salir para comunicar amable y apasionadamente los valores que Cristo ha venido a traer para la salvación del mundo.