Prólogo

Es preciso reconocer que el autor, Francois Varone, no carece de valor. Ya su anterior obra, El Dios ausente. Reacciones religiosa, atea y creyente (Sal Terrae 1987), daba testimonio de su lucidez para plantear los problemas de todos en un lenguaje accesible. Este nuevo libro completa oportunamente su trabajo anterior. Partiendo de una misma hipótesis de lectura —la de la oposición entre fe y religión—, el autor la aplica ahora no ya sólo a las representaciones de Dios, sino a la práctica del cristianismo y, en concreto, a lo que constituye el núcleo de su organización: la redención vivida como satisfacción compensatoria. El autor hace ver con acierto los estragos que dicha práctica compensatoria ocasiona en el cristianismo al asumir el sufrimiento como necesidad expiatoria, que es lo que explica en gran parte la actual desafección hacia el cristianismo.

En efecto, esa práctica compensatoria evidencia una actitud religiosa según la cual Dios no cesa de exigir sufrimientos para expiar los pecados de los hombres. La compensación exigida es tan elevada que sólo un inocente, un justo —el Hijo— puede proporcionarla. De modo que lo que revela esta práctica es la profundidad del pecado de los hombres, que hunde sus raíces en un origen catastrófico: la caída original; que se expresa en un rito satisfactorio: la Eucaristía; y que se organiza en una configuración jerárquica que mediatiza la compensación. De este modo, la vida cristiana se desarrolla bajo el signo del pago de una deuda que nunca se extingue. El autor, que considera que dicha práctica es opuesta a la fe, porque depende de la capacidad de hacerse valer ante Dios —aun cuando el camino seguido sea «negativo»—, pretende sustituirla por una forma bíblica, liberadora: la actitud de fe. Pero, para acreditar esta diferente práctica, se ve obligado a desmantelar el sistema ideológico que sustenta y da vigencia a la representación religiosa: el sacrificio de Cristo.

Para interpretar en un sentido teologal (no satisfaccional o compensatorio) esta imagen neo-testamentaria, el autor adopta una perspectiva que le permita ver las cosas desde más atrás, haciendo ver cómo en el monte Carmelo cedió el profeta Elías a la tentación religiosa, y cómo únicamente tras la experiencia del desierto supo honrar a Yahvé compartiendo la sencilla y humilde vida del pueblo, haciendo así manifiesto en lo cotidiano la esperanza y la misericordia que van unidas al nombre de Yahvé. Jesús siguió este camino desde el principio; pero este camino, que lo emprendió precisamente al poner en tela de juicio la ideología de la sinagoga, le llevó a la muerte. El sacrificio de Cristo no es el sufrimiento compensatorio, sino el sufrimiento asumido por la justicia. Dios no exige la vida del inocente; lo que quiere es que el inocente viva la justicia en este mundo de tinieblas, del que son efecto el sufrimiento y la muerte del inocente, los cuales, asumidos en el amor, revelan hasta dónde puede llegar el amor de Aquel que manifiesta a Dios. Esta reinterpretación conduce al autor a debatirse con determinados datos de la tradición que hallan su justificación en la compensación: la noción de «pecado original» y la idea de «sufrimiento expiatorio».

La noción de «pecado original» está ligada a la siguiente sistemática: en el principio, Dios creó todas las cosas perfectas; pero al pecar el hombre, el «cosmos» queda desequilibrado, y por eso envía Dios a su Hijo para que restablezca el orden inicial. La práctica cristiana consiste en restaurar el deseo humano y reconducirlo a su perfección originaria. Consiguientemente, el «fin» es la reproducción del comienzo, y se consigue a base de expiar lo que ha sido la historia.

El autor establece que esta sistemática presupone una ideología fixista del mundo y una falsa interpretación del deseo. Este último, para acceder a la libertad que viene de Dios, debe pasar por la experiencia de lo negativo, pero no a partir de una condición pecadora, sino a partir de su innata fragilidad. El pecado original designa metafóricamente esa «innata fragilidad», que el ser humano sólo puede asumir positivamente a través de la revelación gratuita de Dios. El mundo y la humanidad se encuentran en «devenir»: no se trata de restaurar un origen, sino de instaurar la libertad.

No es difícil sospechar las consecuencias eclesiológicas de esta inversión de perspectiva. Institucionalmente tentada por la religión, la Iglesia administra la culpabilidad, y al hacerlo crea y mantiene un sacerdocio «separado». Su historia, pues, se halla habitada por la voluntad de constreñir —como Elías—, que hunde sus raíces en el hacerse valer ante Dios mediante un exceso compensatorio. Pero se halla igualmente habitada por la actitud teologal que, bajo el don del Espíritu, apunta a liberar el deseo de Dios en la cotidianeidad de la comunión con los hombres. La Iglesia será ese lugar de tensiones y contradicciones hasta el advenimiento del Reino.

La obra de Francois Varone rezuma salud, porque resitúa el cristianismo en su vocación original, que no es la de ser una religión de la compensación, sino una práctica de la libertad como honor debido a Dios y como agradecimiento a su amor. Indudablemente, la obra ha de suscitar vivas reacciones, debido a la claridad y a la lucidez de sus posicionamientos; habrá de asustar a algunos por su aparente oposición a los esquemas de la teología tradicional, y a otros les parecerá que critica intempestivamente ciertos datos «adquiridos de una vez por todas». De hecho, la savia bíblica de su inspiración y la claridad de su estilo favorecerán, sin embargo, el acceso a una reflexión cristiana menos presa de temores religiosos y representaciones deficientes. Esta obra, por tanto, se inscribe en la urgente tarea de manifestar el cristianismo en toda su verdad y, de este modo, provocar al hombre moderno a debatirse con él y no con su caricatura.

Ch. DUQUOC