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Sangre y cristianismo


¡Cuán molesta, inquietante y hasta repugnante resulta esa sangre de Jesús que, según se dice, nos salva! ¡Cuán indignante ese sangriento trato exigido por Dios, ese sacrificio necesario para apaciguarlo!

Y, sin embargo, ya en el Antiguo Testamento el humilde orante descubría a un Dios diferente, un Dios que no se alimenta de la carne de los toros ni de la sangre de los machos cabríos (cf. Sal 50,13), un Dios a quien «no agrada el sacrificio» (Sal 51,18). Y el gran profeta Isaías pudo ya enunciar como un principio definitivamente adquirido: «La sangre de novillos y de machos cabríos me repugna» (Is 1,12). El proceso que se verifica del Antiguo al Nuevo Testamento, ¿residirá acaso en el refinamiento del malsano placer de Dios, que descubre su gusto por la sangre de un hombre a través de su creciente repugnancia por la de los animales?


LA SALVACIÓN POR LA SANGRE

Ahora bien, sangre y cristianismo parecen hacer buenas migas. ¿No dice acaso el núcleo mismo del mensaje original que «Jesús murió por nuestros pecados» e incluso que «hemos sido salvados por la sangre de Jesús»? ¿Y acaso la comunidad cristiana no celebra desde siempre, para comulgar en ella e inspirar en ella su vida, «la sangre derramada por nosotros»? Antes de ser un mensaje, el cristianismo es una experiencia de salvación; por tanto, debe necesariamente integrar en sí todos los aspectos de la existencia humana, en particular el sufrimiento y la muerte.

Sí: sangre y cristianismo deben formar una pareja perfecta. Pero en la tradición cristiana, por desgracia, la armonía entre ambos (sangre y cristianismo) se ha verificado, por lo general, bajo el signo de la religión y no bajo el signo de la fe: lo mejor del pensamiento y las grandes elaboraciones del Nuevo Testamento concernientes a la salvación por Jesús han sido menos determinantes en la tradición cristiana, siglo tras siglo, que es el gran principio de la religión: que el hombre débil debe hacerse valer ante el Poderoso para obtener sus favores; que el hombre debe pagar para obtener su perdón. ¿Y qué puede haber más eficaz que un sacrificio humano? Consiguientemente, la sangre y el sacrificio de Jesús han caído en el más absoluto y desastroso de los malentendidos, hasta el punto de no poder librarse de la crítica, la falta de credibilidad o el rechazo que afectan hoy al cristianismo.

He aquí, pues, la tesis positiva de este libro: expresar en la fe la sangre salvfica de Jesús, liberar su sacrificio de la máscara con que lo ha disfrazado la religión. Dicho en términos técnicos: la sangre y el sacrificio de Jesús deben ser sacados del contexto de «satisfacción» y devueltos a su verdadero contexto: el de «revelación».

El pequeño Zaqueo del evangelio de Lucas es un innegable prototipo de la salvación cristiana. De lo contrario, el relato no habría concluido con este significativo final: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). Pero, si hubiera que dar crédito al cristianismo tradicional y su síntesis religiosa entre sangre y salvación, habría que corregir la historia de Zaqueo como sigue:

«Dijo Jesús a Zaqueo. `Tus pecados son enormes, e infinita tu deuda. Veo la cólera de Dios, cual copa que se derrama, dispuesta a volcarse sobre ti. Pero, por suerte, aquí estoy yo, que subo a Jerusalén, donde verteré una gota de sangre por ti'».

La síntesis entre sangre y salvación se ha realizado bajo el signo de la religión, y tal síntesis tiene un nombre: «satisfacción». El término no es demasiado conocido y pertenece a la jerga profesional de la teología. Pero su contenido es de sobra conocido: al sufrir y morir en la cruz, Jesús tomó el lugar de los hombres pecadores y compensó por ellos la infinita ofensa infligida a Dios por sus pecados. Consiguientemente, los salvó satisfaciendo en lugar de ellos las exigencias absolutas de la justicia divina.

Al hombre, gracias a la fe y al sacramento, no le queda más que dejarse imputar los méritos de Cristo, agradecerlos y beneficiarse de ellos delante de Dios. La satisfacción constituye, pues, todo un con-junto jurídico cuyos elementos son: sustitución, compensación e imputación.

Pero la «satisfacción» no es un aspecto de tantos, sino que pertenece al núcleo mismo del cristianismo; algo así como la araña en medio de su tela, desde donde sostiene todos los hilos que forman el entramado.

La «satisfacción» deforma el rostro de Dios, haciendo de él un monstruo o una máquina jurídica. En su último libro, L'Affaire Jésus, Henri Guillemin enumera tres obstáculos que el cristianismo tradicional habría opuesto al mensaje original de Jesús, y entre esos tres obstáculos cita la teoría de la satisfacción, cuya descripción subraya perfectamente el desastroso efecto producido en el rostro de Dios: «Sólo una víctima perfecta —es decir, divina— podía compensar lo infinito de la deuda. El hijo, como había sido previsto en los planes de Yahvé, iba a ser matado por los hombres, por más que éstos añadieran a su primera falta, de indisciplina, otra de muy distinta gravedad: un homicidio. Pero ¿qué importa, si quedan 'salvados' gracias a la heroica sustitución por un inocente que carga sobre sus hombros con la culpa general? El precio del 'rescate' debía ser inexorablemente pagado a ese dios contable e incapaz de perdonar. El asunto ha quedado cerrado, y los cielos han quedado nuevamente abiertos a la posteridad de Adán» (pp. 79-80).

La «satisfacción» reduce a Jesús al papel de víctima expiatoria, privándolo de toda densidad histórica, que es la única que da sentido y virtud salvífica a su muerte. Sus obras y su enseñanza no sirven, en el fondo, sino para excitar aún más al verdugo.

La «satisfacción», por último, deforma el sentido de la Iglesia en su ministerio y en su Eucaristía, haciendo de ella un poder religioso, una mediación eficaz y una muralla defensiva entre el hombre pecador y el Poderoso amenazante. Y aunque se diga que expresa la salvación del hombre, lo que hace la «satisfacción», de hecho, es hundir al hombre en su propio miedo y, por tanto, en su irreconciliación con Dios, entregándolo alienadoramente a ritos y poderes protectores. De este modo, la «satisfacción» centra a la Iglesia en el rito y en el sacerdocio, porque es ahí donde tienen lugar los actos que se consideran esenciales: aplacar, compensar, reparar... La actual reacción integrista que esgrime como bandera «la misa de siempre, verdadero sacrificio expiatorio», contra la aprobada por Pablo VI, que no expresaría suficientemente esta dimensión, revela con su exceso el veneno latente de la teoría.

La tesis negativa de este libro no es, pues, una exageración, sino que es realmente fruto de mi análisis y de mi manera de sentir: La «satisfacción» es al cristianismo lo que el triángulo de las Bermudas es a la navegación; y es en este espacio mortalmente devastador donde el cristianismo se hunde en la religión.


LOS AVATARES DE LA SALVACION CRISTIANA

La religión, en el sentido absoluto en que empleo este término (cf. El Dios ausente, pp. 23-25 para la noción de «religión», y pp. 55ss. para la tipología general que de ella se desprende), es, por tanto, la relación hombre-Dios, en la que el hombre, intensamente consciente de su debilidad física y moral y del poder divino, pretende actuar sobre éste para hacerle reaccionar en favor de aquélla. Al ser débil —por definición extraída de la experiencia social—, carente de poder y, sobre todo, de interés para el poderoso, le es menester, por tanto, desplegar medios y dones y emprender acciones y sacrificios para llegar como sea al poderoso.

Y ya ha salido la palabra clave: sacrificio. En el contexto religioso, que impulsa al hombre inevitablemente a pujar cada vez más fuerte y a «organizar el don» para Dios, la ofrenda más grande y más irresistible, la cima de la religión, se alcanzará en el sacrificio humano. Efectivamente, ¿qué hay más precioso en la vida? «¿Tendré que entregar a mi promogénito por mi rebeldía?» (Miq 6,7).


1. El sacrificio de Jesús, pervertido por la religión

La muerte de Jesús fue en sí misma, en su escueta realidad histórica, un simple suplicio como otros tantos miles y miles que la violencia ha infligido, inflige y habrá de infligir a los hombres. El descubrir en él un alcance salvífico, más allá del mero dato, depende de la interpretación. La mayor parte del Nuevo Testamento no es otra cosa más que una amplísima tarea —en Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu y con la ayuda del Antiguo Testamento— de interpretación del acontecimiento-Jesús en orden a expresar su valor salvífico para la humanidad. Y es esta interpretación, realizada en un contexto de fe, la que nos proponemos descubrir en este libro.

Pero esa misma muerte de Jesús, ese mismo y simple dato, puede perfectamente deslizarse a otro contexto —el de la religión, por ejemplo— y ser víctima de una interpretación aberrante. No basta, pues, para estar en la verdad, con repetir que «la sangre de Jesús nos purifica de nuestros pecados». Sobre todo en nuestros días, en que somos conscientes de la ambigüedad del lenguaje y nos gusta descubrir, tras las palabras, sus contenidos reales, porque son éstos los que hacen vivir, y no las palabras ni las fórmulas, por muy ortodoxas que sean.

¿En qué se convierte, pues, la muerte de Jesús cuando degenera en religión y es interpretada en función de este contexto?

1.1. La ofensa infinita

Dios había creado a los hombres en un maravilloso estado original que no conllevaba fragilidad alguna, ni moral ni física. El primer hombre se encontró instalado en dicho estado sin mérito alguno de su parte (¿cómo habría podido contraerlo si hasta entonces no existía?). En cambio, para permanecer en tal estado tenía que merecerlo —nos hallamos en el contexto de la religión, no lo olvidemos—, tenía que obrar de tal manera que Dios reaccionara manteniendo al hombre en el paraíso terrenal. Hubo, pues, una prueba que el hombre debió pasar con éxito y que era el precio que tenía que pagar para que toda su descendencia humana pudiera verse definitivamente instalada en aquella existencia paradisiaca.

Ya conocemos la rebelión de Adán y sus funestas consecuencias para toda la humanidad, arrastrada desde entonces al pecado, el sufrimiento y la muerte, de donde ya no tenía el hombre modo de librarse. Para reparar la falta cometida, la infinita ofensa hecha al Dios infinito, ¿tiene el hombre algo que poder ofrecer? Su bien supremo es la vida, y podría ofrecerlo... si no fuera ya un capital completamente hipotecado: el hombre ya tiene que morir, en castigo a su pecado; el castigo ya se ha apoderado de todo, y no queda nada con que poder dar una satisfacción.

1.2. Se precisa un inocente

No hay en toda la humanidad un solo inocente cuya muerte pudiera ser todavía un valor «virgen», no hipotecado por el castigo. Además, aunque lo hubiera, ¿podría tener su muerte un valor infinito, capaz de compensar la infinita ofensa infligida al Dios infinito? La situación, pues, está doblemente complicada, y Dios podría perfectamente dejar en ella al hombre para siempre: a fin de cuentas, ¡habría sido de pura justicia!

Pero habría sido una justicia incompleta, porque, si bien es justo que el pecado sea castigado, también es propio de la justicia divina el que la ofensa sea reparada. Así pues, Dios enviará a su propio Hijo al corazón mismo de la humanidad: convertido en hombre inocente en medio de los hombres pecadores, su muerte podrá ser totalmente «satisfactoria». Hijo de Dios hecho hombre, su muerte tendrá un valor infinito y podrá, por tanto, compensar perfectamente la ofensa infinita.

Y es así como —en religión— la muerte o la sangre de Jesús nos salva de nuestros pecados. El religioso del temor descubre en Jesús, en los méritos de su muerte, una muralla protectora y una mediación eficaz ante la terrible justicia de Dios. En principio ésta ha quedado satisfecha con Jesús; consiguientemente, el principal peligro ha desaparecido. En cuanto a los propios pecados, que no deja de cometer, el religioso del temor puede invocar incensantemente el carácter infinito de los méritos de Jesús y encontrar en ellos como un sueño añadido, como una nueva cobertura para sus pecados, que renacen sin cesar. No hay duda: ¡debe ser salvado, porque Jesús le sirve de protección entre el Dios temible y su propio corazón atenazado por el temor!

En cuanto al religioso de lo útil, los efectos salvíficos que espera de la mediación de Jesús son infinitamente más concretos. Al contrario del «religioso del temor», él no percibe la ira de Dios desde la perspectiva de la exigencia jurídica y de la futura condenación al infierno. El religioso de lo útil es sensible a las consecuencias concretas e inmediatas: un Dios fundamentalmente airado va a hacernos la vida imposible desde mucho antes de morir, mientras que un Dios fundamentalmente aplacado, reconciliado con los hombres, seguro que ha de mostrarse más propenso a hacemos la vida fácil. He ahí en qué sentido es salvador Jesús: se ha logrado un capital favorable a los hombres, y basta con conservarlo cuidadosamente para ir cobrando con regularidad los intereses.


2.
El sacrificio de Jesús, rechazado por el ateísmo

El hecho es perfectamente constatable: toda afirmación del hombre (al igual que toda decisión del mismo) depende totalmente de su contexto. Una vez formulada, parece absolutamente lógica, sólida e inatacable; pero basta con que surja un solo hecho nuevo, basta con la menor alteración del contexto, para que todo el tinglado se desbarate.

Esto es lo que ocurre con la interpretación religiosa de la muerte de Jesús. Desde dentro, parece sólida, inevitable, lógica... Pero en cuanto surge otro punto de vista, se viene abajo lamentablemente en medio de sus propias contradicciones. Por eso es por lo que le resulta tan fácil al ateísmo apoyarse en esta crítica —demasiado fácil, a decir verdad— para negar toda espera, toda apertura y toda salvación que no sea inmanente y perfectamente controlable.

2.1. Una salvación que no salva

Adoptando resueltamente el punto de vista del hombre y de su verdadero valor de existencia y de libertad, el ateísmo existencialista logra fácilmente que la salvación religiosa parezca, de hecho, una no-salvación.

En rigor, se trata de una salvación para Dios —el cual no tiene ninguna necesidad de ella—, porque es él el que es liberado de su ira, aplacado en su deseo de venganza y satisfecho en su justicia. Y este paradójico aspecto lo confirma el hecho de que es la propia astucia de Dios la que ha proporcionado el inocente que se precisaba, que no es otro que su propio Hijo. Por tanto, en realidad es Dios quien se salva a sí mismo, y por partida doble: ya nunca más será el eterno ofendido y, cuando menos, habrá triunfado sobre la humanidad.

En cuanto al hombre, se trata verdaderamente de una salvación que no salva. Si la ofensa hubiera sido verdadera y adecuadamente reparada, entonces debería cesar el castigo, la muerte debería quedar sin efecto, y la humanidad debería poder regresar al paraíso original.

En lugar de un hombre salvado, lo que tenemos es un hombre bloqueado y confirmado en el temor. La muerte de Jesús, interpretada religiosamente, revela a Dios como un poder exigente, amenazante y peligroso. Consiguientemente, confirma al hombre en su temor ante Dios; tal vez logre aprender a controlar dicho temor, pero lo cierto es que queda encerrado en él. Ese Dios que exige una satisfacción tan terrible —y lo ha demostrado en el suplicio de su propio Hijo— hará lo mismo, y lo hará siempre, con cualquier hombre. Y es entonces cuando crece el temor alienante y destructor, y enseguida la aterradora certeza de que jamás se va a poder satisfacer a Dios. Ya puede Sísifo empujar su roca todo el tiempo y todo lo fuertemente que quiera: cuanto más empuje, tanto más sabrá que jamás llegará a la cima de la montaña.

¡Una salvación que no salva al hombre y que, paradójicamente, parece más bien salvar a Dios! Una vez desveladas tales contradicciones internas, lo único que queda es el simple fenómeno histórico del cristianismo (confundido con la interpretación religiosa, que lo desfigura con demasiada frecuencia). Y este fenómeno histórico —el hecho escueto de que haya hombres que buscan y afirman una salvación en la sangre expiatoria de un inocente— lo único que requiere entonces es una explicación. Esto será competencia de las ciencias humanas, psicoanalíticas y etnológicas, que de ese modo acabarán desacreditando toda apertura a un Dios Salvador. Y entonces quedará claramente establecido que sólo hay salvación para el hombre en la obra personal, siempre frágil, de la constitución y desarrollo de su personalidad y de su sociedad.

Al desconocer al verdadero Dios y su verdadera salvación, la religión ha pervertido la trascendencia, porque ha hecho de ella un clima viciado y ha condenado al hombre, en un mero reflejo de supervivencia, a librarse de la asfixia.

2.2. Una salvación que «distrae»

El período de «fermentaciones postconciliares» que vivimos asiste regularmente a vehementes llamadas a la ortodoxia con respecto a la misa: que si es un verdadero sacrificio, que si realiza una verdadera inmolación mística, de la que el sacerdote ordenado es el único oficiante... En mi opinión, la mayoría de las veces estas llamadas expresan tal grado de vehemencia agresiva y de mal humor que uno se ve inclinado a sospechar que ocultan una serie de implícitos. ¿No serán los implícitos de la religión, que se siente estafada y vaciada de sustancia, porque piensa que se está jugando con unos ritos de sangre tras los que ella oculta el miedo que Dios le inspira, o con los que hace prosperar su voluntad de influir en el poder divino?

¡Celebrar los ritos como es debido, con un contenido realmente eficaz, como corresponde a su carácter sangriento; unos ritos capaces de iluminar de nuevo el arco de la alianza entre la Tierra y Dios cada vez que la amenazadora crecida de los peligros evoca el diluvio y la cólera devastadora! ¡Mantener a la Iglesia y a los sacerdotes en su función de servir exclusivamente a esos ritos, en ese papel de mediación eficaz para obtener de Dios que haga para nosotros una Tierra hermosa, habitada por la paz, la justicia y la felicidad! Frente a esta aspiración religiosa, al ateo práctico le resulta fácil hacer ver, en primer lugar, cuán vana e ineficaz es dicha pretensión (basta con mirar la realidad); pero, sobre todo, cuán peligroso es para el hombre y para la sociedad entregarse de ese modo a lo religioso, porque, si hay en ello una salvación, se trata de una salvación que distrae al hombre de la tarea de averiguar cuáles son las verdaderas fuerzas que mantienen a la sociedad tan alejada de la paz y de la justicia; le distrae del verdadero combate que debe librar para que lleguen esa paz y esa justicia. Y mientras la religión yerra el camino en su búsqueda de salvación, los verdaderos poderes de muerte se aprovechan de ello para campar a sus anchas.

A causa de la religión, la reducción atea en el plano «práctico» será igualmente terrible: seamos realistas, dejemos de soñar en un mundo nuevo de Dios que vaya a constituir la salvación del hombre.

Para el hombre no hay más salvación que una salvación provisional: al término de su acción, de su organización, de su progresivo dominio de todos los aspectos de su existencia; no hay salvación más que en los términos siempre frágiles de producción y consumo. No hay otra salvación que esperar que la que el hombre logre construir en política, en ecología, en economía, con su urbanismo, su medicina y su cultura; en suma: con su progresivo dominio del mundo.

Es corriente en nuestros días, en cualquier grupo o asamblea de Iglesia, oír hablar de la disminución del número de fieles, del catastrófico descenso de la fe y de la práctica religiosa... Y por lo general se acusa a los de enfrente: el materialismo de la sociedad, el ansia de placer, etc. No es frecuente que se reconozca que nuestro propio lenguaje ha quedado desfasado, que en ese punto esencial del anuncio de la salvación nuestra palabra cristiana se ha dejado atrapar en la trampa de la religión, y que en el mejor de los casos se ha hecho insignificante, cuando no alienante. ¿Por qué no mirar de frente a todas esas personas que ya no pueden creer en la salvación ni vincular profundamente su deseo y su práctica viva con Dios y con Jesús, debido a lo que la palabra de la Iglesia dice al respecto? ¿Y por qué no hacer lo mismo con todos aquellos que, mal que bien, consiguen aún vivir de ello, pero no pueden ya transmitir nada, porque ya no tienen palabras con que expresar su fe?


3. El sacrificio de Jesús, amenazado por la malcreencia

3.1. De teoría en teoría

De hecho, el malestar no es exclusivo de nuestra época. La teoría de la «satisfacción» ha sido constantemente revisada en la historia de la teología, lo cual demuestra que nunca ha sido plenamente satisfactoria. Primeramente fue formulada en el contexto del derecho romano, para ser posteriormente transformada con el derecho germánico. Más tarde, sometida a los avatares de las diferentes escuelas y culturas, oscilará entre las llamadas teorías «punitivas» o «penales» (según las cuales será el sufrimiento físico de Jesús lo que deberá compensar la ofensa) y las explicaciones que insisten más en la satisfacción moral (y entonces serán más bien la obediencia, el respeto infinito y el amor de Jesús a su Dios los que deberán compensar la desobediencia, la ofensa y el odio de los hombres a ese mismo Dios).

Sea cual sea la teoría (penal o moral) y ya sea que insista más en el dolor físico de Jesús o en su amor, lo cierto es que ambas coinciden en mantener el esquema religioso de la satisfacción: para salvar al hombre hay que hacer cambiar a Dios. Ya sea que se aplaque su cólera mediante el dolor físico —ha habido autores cristianos para los que el castigo divino llegó al extremo de enviar a Jesús al infierno para estar durante algún tiempo con los condenados—, ya sea que se satisfagan su justicia y su honor mediante la humillación servil de Jesús o se consuele al defraudado amor divino mediante el amor y la obediencia del Hijo, siempre es Dios (o algo de Dios) lo que cambia. Aun en las más matizadas interpretaciones religiosas, la salvación permanece fiel al principio básico de la religión: el hombre actúa sobre Dios para hacerle reaccionar; y el cristianismo añade además la astucia de un Dios que proporciona personalmente el actor inocente, imposible de hallar en la humanidad.

Lo cual no obsta para que la mencionada evolución de las teorías «satisfaccionistas» sea en sí misma significativa. Las teorías penales son anteriores a las teorías morales, que son relativamente modernas. Poco a poco, y a pesar de no tener que hacer frente a una crítica radical, se fue percibiendo, sin embargo, el carácter verdaderamente odioso de las teorías punitivas y cómo éstas deformaban el rostro de Dios que nos revela el Evangelio. Por eso es por lo que la satisfacción moral acabó suplantando en gran medida a la satisfacción penal..., afortunadamente.

Pero ¿a qué se debe el que esa crítica de la satisfacción penal no haya podido llegar a sus últimas consecuencias, criticando la estructura misma de la «satisfacción»? Fijémonos, sobre todo, en una buena razón que es interna a la propia reflexión teológica: la muerte de Jesús había sido completamente aislada, por una parte, de la vida y la praxis que la preceden y la explican y, por otra, de la resurrección en que desemboca. La teoría de la satisfacción hace de la muerte de Jesús un «en-sí», un «paquete de sufrimientos» que tiene un valor de cambio; y mientras subsista esta reducción no es posible escapar a la teoría de la satisfacción. Se podrá intentar perfeccionarla, pero no se podrá salir de ese círculo vicioso ni del malestar que produce.

3.2. El reencuentro con la resurrección

Finalmente, llegó la renovación bíblica, y con ella el redescubrimiento de la resurrección como misterio de salvación. Hasta entonces la resurrección había sido considerada como uno de tantos milagros del arsenal apologético: servía para probar un cierto número de cosas a propósito de Jesús y, concretamente por lo que se refiere al tema que nos ocupa, probaba que el sacrificio había sido aceptado. Consiguientemente, era la muerte, y sólo la muerte, la que salvaba, y toda la atención del creyente, como la del teólogo, se centraba en la muerte de Jesús; la resurrección no era más que un ornato apologético.

La renovación bíblica permite hacer saltar por los aires esta reducción. En lugar de seguir interrogándose desde dentro de un sistema viciado, tratando en vano de acondicionar un «habitat» demasiado reducido, se aceptó el dejarse interpelar por las nuevas perspectivas que se ofrecían. Ya no era posible seguir centrándose exclusivamente en la muerte de Cristo después de haber redescubierto la afirmación de Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana vuestra fe» (1 Cor 15,14). Ya no es posible considerarse salvado por el mecanismo de la satisfacción después de leer en el mismo Pablo: «Si tus labios confiesan que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvado» (Rom 10,9). O lo que dice Pedro: «Bendito sea Dios... que nos ha regenerado por la resurrección de Jesús de entre los muertos» (1 Pe 1,3). Evidentemente, nos movemos en un mundo muy distinto, en el que de nada sirven las anteojeras de las teorías satisfaccionistas y en el que los tiempos han llegado a la plenitud suficiente como para dejar hablar en la fe a la sangre de Jesús, una sangre «más elocuente que la de Abel» (Heb 12,24).

Así pues, la resurrección ha desvelado nuevos horizontes; pero la síntesis no es fácil de realizar. Por una parte, la satisfacción, con su formidable anclaje en siglos enteros de tradición y en los reflejos religiosos del hombre, sigue resistiendo perfectamente. Por eso se habla lo más posible de Cristo resucitado, silenciando también lo más posible su muerte, su sacrificio y su sangre. Lo cual es una situación típica de malcreencia: no se ve el modo de escapar a la «satisfacción», aunque se la critique de un modo definitivo. No queda más remedio, pues, que callarse, que silenciar en lo posible tan incómodo sacrificio, y dejar que la palabra y la fe, por el contrario, se vuelquen en la resurrección. ¿Quién no ve el peligro que conlleva semejante cesura?

3.3. Reducciones peligrosas

A este primer grado de malcreencia no tarda en añadirse un segundo: si la muerte de Jesús crea problemas, debido a la teoría jurídica con que la ha disfrazado la tradición, también la resurrección se ve aquejada de una serie de pequeños problemas heredados del modo excesivamente físico con que la Tradición nos la presenta. Por eso también la resurrección va a ser silenciada, y de Jesús —sobre cuya muerte y resurrección caerá en adelante un espeso manto de silencio, por tratarse de «misterios de salvación»— no quedará más que su mensaje.

Es el último grado de la reducción del misterio por parte de la malcreencia: lo único que queda de salvífico en Jesús es su palabra perspicaz, capaz de iluminar el camino que ha de recorrer el hombre.

Dos ejemplos de esta reducción. El primero lo tomamos de la obra de René Girard. Sus tres libros (La Violence et le Sacré, Des choses cachées depuis la fondation du monde y Le Bouc émissaire) son verdaderamente apasionantes, porque en ellos se descubre la dialéctica de la violencia y de lo sagrado, el «proceso victimal» por el que grupos y sociedades se liberan de las situaciones de crisis y consiguen rehacer su sagrada unidad pasando, del «todos contra todos», al «todos contra uno». Este proceso victimal también está presente en la Biblia, y Girard lo muestra ampliamente. El ejemplo más típico es la expresión de Caifás: «Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación» (Jn 11,50).

Sin embargo, a mí me parece falso el tratar de reducir la Biblia y al propio Jesús a ser el revelador de ese mecanismo victimal y, de ese modo, «salvar» de su implacable dominio a la humanidad y permitirle, gracias a ese descubrimiento, escapar al fin a la violencia que es la causa de su desgracia.

Por otra parte, para llevar a cabo este proceso de reducción, Girard, por así decirlo, tiene que eliminar de la Biblia a Pablo y la Carta a los Hebreos, culpables, sobre todo esta última, de haber ocultado la obra reveladora de Jesús bajo una nueva capa de interpretación sacrificial. Para Girard, que se opone con razón a la satisfacción —véase la cita que encabeza esta obra—, la Carta a los Hebreos, con su interpretación sacrificial, se encuentra en el origen de la teoría de la satisfacción, que será plenamente formulada por la teología medieval. En mi capítulo 4.° trataré de probar que no hay tal cosa. Girard ha leído la Carta a los Hebreos con los ojos de los pensadores a los que critica, los cuales, a su vez, también hacían una muy mala lectura de dicha Carta: una lectura religiosa.

De este modo, Girard acaba adoptando una posición de «mal-creencia». Es verdad que critica, y muy justificadamente, una forma inaceptable de organizar la fe por parte de la Tradición; pero su crítica queda en ciertos aspectos incompleta, inacabada, y desemboca en la reducción típica de silenciar la Resurrección y conceder importancia salvífica únicamente al mensaje de Jesús. «Si sólo Jesús puede revelar plenamente el homicidio primigenio y la extensión de su dominio sobre la humanidad, es porque en ningún momento se ejerce dicho dominio sobre él. Jesús nos enseña la verdadera vocación de la humanidad, que no es otra que la escapar a ese dominio» (Des choses cachées depuis la fondation du monde, p. 240).

El otro ejemplo proviene, no ya de una obra científica, sino de una reacción muy frecuente entre creyentes adultos y en proceso de búsqueda: «¡La liturgia de la Palabra es apasionante, pero la Misa debería detenerse ahí!» Aun entre los estudiantes de teología puede observarse un enorme interés personal en la celebración de la Palabra y una especie de parálisis ante el rito eucarístico, que es como algo tolerado o padecido.

Son reacciones características de la malcreencia: la muerte de Jesús interpretada como sacrificio expiatorio que, según se piensa, se renueva en forma de inmolación mística sobre el altar de la Misa como rescate por los pecados de los hombres, constituye una imagen que ya «no funciona»; consiguientemente, esta parte de la Misa se celebra —si es que se celebra— con la mayor brevedad posible («como gato sobre brasas»), y toda adhesión de fe se centra en la Palabra, en el mensaje.

Que la palabra de Jesús es liberadora y salvífica es innegable. Que Jesús tiene un mensaje salvador, capaz de salvar al hombre que se somete a él, es algo que no ofrece la menor duda. Lo que resulta peligroso es la reducción de todo a esa palabra, porque el Jesús que transmitió dicho mensaje es el mismo Jesús que dijo: «Tomad y comed: esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre».

Así pues, el depósito de nuestra malcreencia—nuestro depósito—está abierto. Y es aquí donde espero poder ofrecer una contribución seria y eficaz para redescubrir en toda su plenitud y sin ningún tipo de restricción a Jesús Salvador y, con él, a nuestro Dios Salvador; para redescubrimos a nosotros mismos como hombres salvados, evitando la alienación religiosa y sin caer por ello en el abandono ateo, criticando las perversiones religiosas sin sucumbir a las reducciones de la malcreencia; para redescubrimos como hombres salvados en la fe auténtica.
 

4. Redescubrir el sacrificio de Jesús en la fe

Nuestro itinerario consistirá, pues, en ver desde una perspectiva contraria los diferentes puntos que nuestro análisis ha revelado como constitutivos de la teoría religiosa de la satisfacción.

La satisfacción, en primer lugar, aísla la muerte de Jesús y hace de ella un «en-sí», un hecho cuyo sentido no le viene ya de lo que históricamente le rodea (la vida y la resurrección de Jesús), sino de una estructura jurídica tomada de otra parte: la relación compensatoria, exigida por Dios, entre el sufrimiento de Jesús y los pecados de los hombres. Nuestro itinerario ha de comenzar, consiguientemente (cap. 3.°), por descompartimentar la muerte de Jesús y ponerla en relación significante con su vida y su acción profética, de la que aquélla (la muerte) es el punto culminante (y culminante es un aparente fracaso). Y para entender debidamente esta acción profética de Jesús nos servimos, ante todo, de un modelo del Antiguo Testamento: el profeta Elías (cap. 2.0).

En cuanto al otro movimiento de des-compartimentalización —el que restituye la inquebrantable unidad entre muerte y resurrección—, trataremos de verlo (cap. 4.°) en la Carta a los Hebreos, y luego en la Carta a los Romanos. Descubriremos, concretamente, que el lenguaje sacrificial del Nuevo Testamento no es en absoluto religioso, y que es un auténtico error pretender fundar en él cualquier teoría de satisfacción. No hay en él huella alguna del postulado central de dicha teoría: la exigencia divina de una compensación por los pecados. Tampoco hay el más mínimo rastro de sustitución. De la estructura jurídica de satisfacción, reintroducida en el Nuevo Testamento por la religión —la cual no es otra cosa que proyectar en Dios las relaciones entre los hombres, en este caso las relaciones de derecho penal—, estos grandes textos nos obligan a pasar a una estructura de revelación, que es la acción propiamente divina que funda y anima la experiencia de la fe.

Una vez puesta esta estructura de revelación en el lugar de la satisfacción, será fácil extender su alcance y su significado hasta esa situación primera del hombre que la tradición cristiana, con no demasiada fortuna, denomina el «pecado original». En efecto, desde el momento en que entre el primero y el nuevo Adán no hay ya una relación de compensación y restitución, sino de revelación y consumación, surge una serie de nuevas perspectivas que resultan útiles en estos tiempos de malcreencia o de abandono generalizados en relación a este punto (cap. 5.°).

Queda, por último, el tema de la imputación: se considera que el hombre salvado percibe y vive su salvación en un plano puramente jurídico e individual. Jurídicamente, se encuentra en orden delante de Dios y puede persuadirse de que Dios no tiene nada contra él por el hecho de pertenecer a esa humanidad que tan mal se ha comportado y sigue comportándose con El. Y cada vez que tenga conciencia de haber desagradado también él a Dios, sabe que posee los medios para hacerse imputar de nuevo una dosis de los méritos de Cristo, gracias a la cual sus pecados serán, en cada una de las ocasiones, «blanqueados», «compensados» o «recubiertos», según que la imaginación se inspire en la limpieza doméstica, en las finanzas o en el vestir.

La consecuencia era inevitable: la reducción de la muerte de Jesús a objeto de un contrato jurídico no podía dejar de provocar una semejante reducción de la salvación que se supone que realiza dicha muerte: una imputación jurídica. Lo cual equivale a decir que la salvación resulta inexperimentable —salvo para la imaginación, siempre frágil y peligrosa—, porque se sitúa fuera de la vida real, fuera de una práctica real por la que el hombre (en su carne y en su sangre, en su ser-en-el-mundo y en su pertenencia a la Iglesia) se descubre y se experimenta activamente a sí mismo como salvado.

De este modo pasaremos, de la práctica profética de Jesús, a la práctica existencial del creyente (cap. 6.°), para descubrir que la salvación no consiste en una relación jurídica, en imaginar que se está «en regla» delante de Dios. Sobre todo, la salvación no tiene nada que ver con un dios que aplaca su sed de justicia objetiva o de venganza, de honor o de consuelo. Conforme al proceso de revelación, el lugar de la salvación es la vida concreta del hombre: la estructuración de su deseo, la lucha contra el absurdo, y su praxis real en el mundo y en la Iglesia. En suma, el lugar de la salvación es el deseo del hombre, porque lo que agrada infinitamente al Dios y Padre de Jesús no es la compensación de los pecados, sino la liberación del deseo del hombre.