Prólogo


La obra de F. Varone es valiente. Con un lenguaje siempre accesible y a menudo ornado de imágenes y hasta poético, trata un tema objetivamente dificil: nuestro conocimiento de Dios. Una larga práctica pastoral en la formación permanente le ha enseñado los múltiples escollos que estos temas ocultan. Y así, para dar claridad y sanear las desastrosas imágenes que con demasiada frecuencia se aplican a este conocimiento, ha avanzado una hipótesis de trabajo, a su parecer operativa: distinguir entre el Dios de la religión y el de la fe.

Sé que no faltará quien ponga objeciones contra esta hipótesis. Se recordará la utilización que de ella hizo K. Barth, su naturalización en la teología católica, especialmente por parte del P. Liégé, y las reservas que desde entonces se han levantado contra la oposición abstracta entre estas dos categorías.

Eso es cierto, pero estoy persuadido, por mi parte, de que, con idéntico vocabulario, nos hallamos ante problemáticas diferentes. En efecto, F. Varone no impone a la realidad pastoral o a la existencia cristiana unas categorías definidas a priori. Este es, sin duda, el motivo de que su hipótesis me parezca operativa: ha nacido de una práctica pastoral sobre la que ha reflexionado y de una investigación rigurosa de las imágenes y de los reflejos cuasi-espontáneos que obstaculizan el acercamiento a Dios.

La religión alude, según F. Varone, a todo lo que no entra en el campo delimitado por la acción de Jesús para con quienes, en la apreciación humana, se ven privados de toda esperanza y muchas veces de toda dignidad. La selección de las actitudes, los gestos, las creencias y las convicciones proviene, pues, de un análisis de los ejes fundamentales del Nuevo Testamento, siempre referidos a lo que los Evangelios nos cuentan de las actitudes de Jesús. Lo que no tiene cabida en este campo pasa al activo de la religión. Esta, por tanto, no queda en modo alguno definida a priori, aun cuando el autor establezca, justificadamente, correlaciones antre ambas nociones —«religión y fe»— en situaciones independientes de toda referencia concreta a la Escritura. No resulta abusivo que una noción inducida a partir del Nuevo Testamento pueda pasar a ser un principio de coherencia para toda la existencia cristiana.

La parte más importante de la obra ilustra esta ambición. El autor no teme adoptar posturas audaces, aunque siempre con muchas matizaciones, en problemas mil veces estudiados, como la relación entre la libertad humana y la de Dios. Admiro la facilidad con que hace intervenir en las más arduas cuestiones los principios surgidos del Nuevo Testamento, principios tan fundamentalmente liberadores.

Por mi parte, sin embargo, dudaría en suscribir determinadas afirmaciones acerca de la religión de Dios con el futuro, en orden a salvaguardar la autonomía humana. Yo sería más reservado en los puntos que se refieren a la condición del Absoluto. Resulta osado hablar de él como si uno estuviera situado en su punto de vista; nosotros no sabemos de Dios más que lo que él nos comunica. El autor lo sabe, y por eso combate a nuestras alocadas imaginaciones, que imponen a Dios nuestras neurosis y favorecen a los poderes que buscan otros intereses distintos del de la gozosa libertad de los hombres.

De la hipótesis de nuestro autor se desprende, pues, un «no sé qué» de sano que haría amar al cristianismo con entusiasmo si tantos falsos semblantes, tanta fatiga y tantas mezquindades no lo desfigurasen cada día ante nuestros ojos. Por eso este libro puede, por su seriedad y por la pasión que le anima, despertar a otras evidencias distintas de las evidencias comunes que nos ocultan el rostro del Dios de Jesucristo.

Christian Duquoc