Conclusión:
Ese Dios ausente
que inspira confianza


Es el Evangelio de Jesús el que nos ha conducido hasta aquí. Y es también al Evangelio al que le corresponde concluir, respondiendo (tal vez con dureza, pero con toda claridad) al interrogante que plantea el título de nuestro libro. Ese Dios ausente, tan problemático, es el que, al mismo tiempo, inspira confianza. «El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que, al irse de viaje, llamó a sus siervos y les encomendó sus bienes» (Mt 25,14).

Por supuesto que la vida sería más fácil y más segura si el Amo no partiera. Pero Dios desea estar ausente para ser el que libera el espacio de la historia, de la dificultad, del fracaso y del éxito; el único espacio que puede elaborar el hombre.

Dios quiere estar ausente para ser «el que viene» (Apoc 1,4), para ser, por lo tanto, aquel a quien el hombre espera tomando parte real y arriesgada en la inmensa obra de la vida.

Dios quiere estar ausente para ser aquel a quien escogemos, no por miedo ni por interés, sino por exigencia del deseo, cada vez mejor reconocido.

Dios quiere estar ausente para que el hombre pueda acceder a la felicidad: «Dichosos los siervos a quienes el amo, a su regreso, encuentre despiertos» (Lc 12,37).

Así pues, todo nuestro trabajo se ha polarizado en un único punto: el futuro de la Resurrección, del hombre perfectamente consumado en el encuentro con el Dios Vivo. «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación» (1 Cor 15,14). Toda búsqueda de sentido que no se oriente a la Resurrección está condenada al fracaso. En auténtico cristianismo, en un cristianismo que sea fe y no simple religión, la Resurrección es la única fuente de sentido para la vida, para el pensamiento y para cualquier problema.

Únicamente el futuro con el Dios-que-Viene puede iluminar esa mirada que ningún hombre puede evitar dirigir al misterio del Dios Ausente.