Segunda Parte

DIOS Y EL MUNDO


Escándalo, aversión, prueba

Dios no es la proyección del deseo del hombre. Es el Dios de la religión el que sí es proyección del deseo del hombre; pero el creyente entrega gustoso a ese dios, como pasto, a la crítica atea. En la fe, es más bien Dios quien, mediante la conversión, proyecta al hombre, más allá de sus esquemas naturales de pensamiento, hacia una experiencia radicalmente distinta de Dios.

Nuestra primera parte ha dejado establecida una primera ruptura: para la religión, Dios es un poder que el hombre ha de hacer reaccionar en provecho propio. Para la fe, por el contrario, es Dios quien actúa, quien hace vivir al hombre, y éste ha de acogerlo. Sobre esta primera ruptura se esboza inmediatamente una segunda. La religión espera inducir a Dios a intervenir útilmente para hacer realidad los deseos y necesidades del hombre. La proyección es, pues, plausible para cualquier hombre para el que la religión no represente ya un hecho sagrado e intocable, para el hombre moderno en particular.

Para la fe, por el contrario, Dios hace ciertamente existir al creyente, da aliento a su libertad, luz a su búsqueda de sentido, pero no interviene útilmente en favor del hombre. Dios deja que el hombre cargue con todo el peso de su vida y del mundo y los lleve a su realización. No viene, una vez creído y aceptado por el creyente, a transformar los cactus en terciopelo: los abismos concretos de falta de sentido —muerte y depresión, violencia y hambre, esclavitud y cáncer—, todo ello permanece inmutado. Dios no interviene en función del deseo, ni siquiera en función de los gritos de sus creyentes «que claman hacia él día y noche».

Decididamente, no hay proyección que valga. Incluso para el creyente, el Dios de la fe sigue siendo un Dios ausente. La proyección que fomenta la religión, aunque durante algún tiempo suponga su felicidad, su mística tranquila —mientras duren el éxito, el amor y la salud—, no tarda en convertirse, cuando las cosas comienzan a ir mal, en un escándalo: «Pero bueno, ¿qué es lo que hace Dios?; ¿cómo puede permitir...?; ¿qué he hecho yo a Dios para que...?», etc.

Sí, escándalo para el hombre a quien le concierne; pero también problemas insolubles para el pensamiento religioso, para los defensores del sistema: ¿cómo justificar, «salvar» a Dios en este o en aquel caso? (Aunque es verdad que resulta muy fácil evocar el misterio, refugiarse tras «los secretos caminos de la divina Providencia»). Y también dudas, cada vez más profundas, por parte del malcreyente. Y además, aversión del ateo hacia ese misterio de Dios y hacia ese deseo del hombre, tan fácilmente manipulados por la religión y sus profesionales.

El creyente, por su parte, no vive de proyecciones. No es que sea insensible a ellas, contra las que no se ha inventado ninguna vacuna; además, cualquier infortunio siempre hará que, en un primer momento, brote el loco deseo de ver a Dios intervenir y el loco intento de arrastrarle a ello. El infortunio es camino de conversión y de crecimiento, no de evidencia y de facilidad. Después de todo, también Jesús tuvo miedo, un miedo horrible, hasta el punto de sudar sangre. También él gritó, fuera de sí: «Dios mío, ¿por qué este abandono?»

Porque, aunque penosa y lentamente, el creyente no vive de proyección; para él no hay escándalo: lo que hay es, simplemente, el combate de la libertad, la prueba. No existen problemas, razones que buscar para justificar a Dios y el acontecimiento que, aparentemente, él permite o provoca: hay simplemente espera del encuentro al final del éxodo, comunión con la presencia a través de la Ausencia, aceptación del obrar divino en el seno de la libertad, a pesar de la No-intervención en los acontecimientos.

¿Será mucho suponer el que semejante respeto por la realidad humana —su formidable deseo, su grandeza, su fragilidad, su autonomía y su infortunio— y el negarse así a manipularla, a rodearla de seguridades y a ocultarla en la creencia pueda ayudar al ateo a curarse de su aversión hacia Dios? Sin olvidar todo el bien que ello podría hacer a los malcreyentes...

Este es, en todo caso, nuestro objetivo en esta Segunda Parte, que será, ante todo, una reflexión sistemática. No será en nombre de una satisfacción intelectual o de una coherencia interna del pensamiento como podremos elegir entre esos sistemas, rechazando uno como falso y aceptando el otro como verdadero. Es en nombre de la Palabra de Dios, en nombre del Evangelio, como ha de hacerse tal elección. La cima de nuestro desarrollo se hallará, pues, en el capítulo bíblico. Es la Palabra de Dios la que nos hace elegir la fe y la que hos enseña lo que ésta comporta; la sistematización, por su parte, proviene de la Palabra y no pretende sino hacerla percibir mejor.

Es la Palabra de Dios la que nos libera y nos lanza a un nuevo éxodo, éste en plena existencia. Se trata de salir de la esclavitud de Egipto: de la religión que hace del hombre el ejecutor de un Plan preestablecido. Se trata de no detenerse en el desierto, el desierto de sentido, el hormigueo insensato de los granos de arena en que nos abandona el ateísmo. Se trata, en fin, de entrar en la Tierra prometida, Tierra confiada a los servidores libres de un Dueño ausente aunque próximo, puesto que atrae y es esperado.