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Por unos hombres libres y liberadores


1. Cuando el religioso se hace creyente

La teología que se ha hecho de Dios y de sus relaciones con el mundo no es inocente. Pondremos un ejemplo, tanto más válido cuanto que ha sido vivido y formulado por gentes muy sencillas y en un medio social primitivo. ¡Qué maravillosa es la teología cuando deja de ser discurso abstracto y especializado y se convierte en palabra que ilumina la vida real, introduciendo en ella la liberación que viene de Dios y que es la única que le da gloria!

El texto que sigue proviene de un grupo de campesinos indios del Paraguay que enviaron este mensaje a los obispos de la Conferencia de Puebla (cf. I. C. I., 535 [1979], p. 44):

Antaño, en nuestra vida religiosa, todos nuestros sufrimientos personales y comunitarios, familiares y sociales, se pensaba que eran pruebas enviadas por Dios que había que sobrellevar y hasta ofrecer para la gloria de Dios y para nuestra santificación. Llegábamos incluso a soportarlas con fervor y con alegría, siendo así que iban contra nuestra vida y la de nuestra familia.

¡Cuántas veces hemos enterrado a nuestros hijos con resignación porque creíamos que Dios quería hacer de ellos ángeles en el cielo! ¡Cuántas veces hemos desfallecido de hambre en nuestras casas y lo hemos ofrecido a Dios! ¡Cuántas veces hemos regalado el fruto de nuestro trabajo pensando que era la voluntad de Dios! Todas estas ideas se habían hecho carne de nuestro pueblo desde hace mucho tiempo, y nos fueron transmitidas por nuestros padres. Y los sacerdotes no decían lo contrario.

Pero Dios, en su inmensa bondad y justicia, ha hecho oír su Palabra a algunos de nuestros hermanos, «pequeños profetas» populares. Con la Biblia en la mano, han empezado a descubrir en ella otro rostro de Dios. Un Dios justo y bueno que incluso tiene un plan de salvación preparado desde el principio de la historia para todos los hombres. Ellos descubren y empiezan a dar a conocer que Dios ha acompañado siempre a los hombres; signo vivo de ello es la venida de Cristo, que viene a iluminar y a reforzar el plan de salvación. Dios no quiere que el hombre sufra; en su plan encontramos la justicia, el amor entre los hombres y, como término, la felicidad del hombre. Nosotros, sobre esta base y acompañados por algunos sacerdotes, hemos empezado a practicar la vida de amor fraterno, sabiendo que Dios no era el responsable de nuestras desgracias y de nuestros sufrimientos.

Espiritualidad y sumisión

Entra dentro de la lógica de la religión segregar en la existencia de los hombres una red de relaciones hecha de sumisión y de resignación para la mayoría de ellos, y de dominio y de lucro para quienes detentan el poder, ya sea éste moral, intelectual, político o económico.

En efecto, la religión consiste fundamentalmente en proyectar sobre Dios las relaciones humanas entre el débil y el poderoso y, al mismo tiempo, hacer que dichas relaciones encuentren ahí su legitimación universal y definitiva: partiendo de Dios, fundándose en él, es toda una red jerárquica de dominio la que se introduce en la existencia. El hombre no puede sino aguantar y resignarse, porque Dios ha definido así fundamentalmente su ser. Aguantar y resignarse con respecto a las situaciones de la vida —puesto que todo depende del gobierno de Dios— y con respecto a la relación con los poderosos, con los que detentan el poder en el grado que sea —puesto que ese poder participa del poder de Dios.

En esta construcción religiosa de la vida, la piedra angular es Dios, Poder de supremo dominio: ella es la que fundamenta y legitima todos los demás dominios y mantiene a los hombres en la actitud adecuada: la sumisión.

Siendo esto así, la espiritualidad, por la que el hombre cultiva y alimenta en sí mismo el sentido de Dios, se convierte en la ocupación y la preocupación primordial de la religión.

La Iglesia no tiene que hacer política, se dice; su empresa es espiritual. Lo que ha de hacer es ayudar al hombre a alimentar el sentido de Dios y a darle el culto que le conviene y el amor que le es debido. De este modo, busca el bien del hombre, porque es tratando de agradarle mediante su sumisión, en el grado que sea menester, como el débil puede sobrevivir ante el Poderoso. Tal es la actitud que la religión debe mantener con su espiritualidad y sus prácticas religiosas.

El opio para el pueblo

Era, pues, inevitable que el movimiento de liberación social conllevara casi siempre la crítica y el rechazo violento de la religión. Su cima se alcanza con el marxismo ateo. Aquí la religión es percibida y analizada en su funcionamiento social real; de hecho, la religión organiza en torno al hombre una red de relaciones que le hunde en la sumisión al orden establecido y le hace incapaz de tomar la historia en sus manos y de transformar cualquier situación de opresión para promover lo más ampliamente posible una existencia hecha de dignidad y de plenitud.

En la línea de esta crítica, la espiritualidad es rechazada por alienante. Entre vida espiritual y compromiso temporal, la oposición es total. La primera está hecha esencialmente de sumisión; es, pues, un freno para el segundo, que tiende a la lucha y a la transformación. La primera aliena al hombre, haciendo de él un engranaje de un sistema preestablecido; el segundo pretende, por el contrario, abrirle lo más ampliamente posible los espacios que le pertenecen: los del desarrollo en la libertad y la acción en la liberación recíproca.

Aguantar una situación opresora, consagrándola además con la «voluntad de Dios», y resignarse a ella, o luchar contra cualquier situación de opresión para que se produzca el máximo de humanidad posible: entre estos dos términos, la oposición es radical.

Espiritualidad frente a compromiso:
un problema de malcreencia

Una vez más, la religión ha alimentado el ateísmo, y la oposición entre ambas actitudes crea una incómoda situación de malestar, indecisión, duda y endurecimiento.

Provocado por los evidentes valores humanos y por el sentido del hombre que transmiten los movimientos de liberación, el fiel y hasta el sacerdote despiertan de pronto del sueño religioso, consagran toda su vida a la acción por los demás y se desligan cada vez más de la vida espiritual. Es algo que se repite hoy muy frecuentemente: el descubrimiento de la acción y de su importancia ocasiona el retroceso de la vida espiritual. Lo que lo provoca es la toma de conciencia de una contradicción entre el mundo de sumisión y de dominio que segrega la práctica religiosa, y el mundo de libertad y de liberación que el acceso a la acción hace descubrir.

Pero esa prioridad concedida a la acción y ese retroceso de la vida espiritual, de pronto se le antojan peligrosos a otros, y no sin cierta razón. Sienten que semejante evolución ha de conducir inevitablemente al ateísmo. Incluso constatan que éste ha sido ya frecuentemente el desenlace, y muchas veces entre los militantes más comprometidos; y entonces empiezan a retroceder a la religión, a afirmar los valores de la práctica religiosa, de la piedad y de la espiritualidad.

No nos referimos aquí a los que utilizan el argumento religioso con fines políticos, a aquellos a quienes el deseo de que no cambie en lo más mínimo el sistema que les favorece, impulsa a llamar marxistas e impíos a los que se comprometen por una mayor justicia.

En medio de esa incomprendida oscilación que se opera entre religión y ateísmo, la malcreencia da lugar a dos desviaciones actuales, cada vez más acusadas y opuestas.

Por un lado, la desviación espiritualizante, carismática, piadosa, para la que todo se centra principalmente en la espiritualidad y en la celebración, y para la que el compromiso supone el peligró, bien porque se ve que muchos se pierden en él, bien porque uno mismo ha llegado a rozar el ateísmo, o bien porque se ha perdido el entusiasmo ante tal compromiso.

Por otro lado, la desviación politizante, activa, para la que todo se centra principalmente en la acción en favor de los demás y de la sociedad; para ella, la piedad es sinónimo de descompromiso, y la oración equivale prácticamente a pérdida de tiempo.

Mientras se permanezca en la malcreencia, en esa incomprendida oscilación entre religión y ateísmo, la tensión entre espiritualidad y compromiso no hará sino crecer y conducir a rupturas definitivas.

El sentido de la espiritualidad que esgrimen unos será siempre percibido por los otros como algo alienante y descomprometedor que segrega un sentido del mundo ya superado y obsoleto.

La llamada a la acción por la que los otros claman será siempre vista por los primeros como un riesgo de perderse lejos de Dios, en una orgullosa escalada de los deseos y proyectos del hombre.

La llamada de Dios a la libertad

No existe solución ni síntesis serena si no es más allá de la malcreencia, en la fe. Porque, aunque la religión alimente el ateísmo y aunque la oscura tensión entre ambos provoque la malcreencia, todo ese proceso puede ser también la ocasión inesperada de pasar al fin, decidida y claramente, de la religión a la fe.

Ahora bien, ya hemos visto que, en la fe, la relación con Dios no segrega sumisión y resignación, sino libertad y provocación dinamizadora de una existencia confiada por completo al hombre. Las dos primeras funciones de la fe son: por un lado, acoger la justicia y la piedad que vienen de Dios; por otro, prolongarlas activamente en la vida. Estas dos funciones, la primera de las cuales es la espiritualidad y la segunda el compromiso, son inseparables: lejos de oponerse, se condicionan la una a la otra, se compenetran y se animan mutuamente. Pero para ello hay que dejar de mirar religiosamente a Dios y, al mismo tiempo, liberarse de la alternativa que vehicula la crítica atea: o Dios o el hombre. Y para ello es también preciso acceder a la fe, que es, ante todo, espiritualidad, es decir, experiencia incesantemente mantenida del encuentro con el Dios que hace vivir, pero para ser inmediatamente prolongada en la acción real. Sin ella, la espiritualidad no es más que fachada. Y sin espiritualidad, la acción no se desencadenará, o'lo hará con el riesgo de carecer de patria y de aliento.

Dios libera liberadores. Y liberación es toda forma de acción que, en cualquiera de los numerosos ámbitos de la existencia, permite al hombre y a la mujer crecer hacia una mayor dignidad, felicidad, posesión y expresión de sí mismos: crecer hacia una mayor capacidad de divinización.

Dios libera liberadores. Cuando los campesinos indios del Paraguay comprenden esto y hacen de ello el contenido de su palabra y de su acción, entonces es que la teología está renaciendo como sierva del Evangelio anunciado a los pobres. Ciertamente, América del Sur no es Europa, y a veces es exageración de círculos tercermundistas —aunque puede también tratarse de cansancio— pretender que no hay fe ni Iglesia auténtica más que en la acción en favor del Tercer Mundo. ¿Coartada de un compromiso lejano para eludir las exigencias de aquí? El descubrimiento del Dios de la fe se ha encarnado entre esos campesinos en la acción muy concreta en pro del desarrollo local. ¿Cuál es la obra de liberación en la que debería encarnarse para nosotros, en Europa, ese mismo descubrimiento del Dios liberador? ¡Liberar al hombre del sin-sentido de la vida! ¡Liberar del poseer y del éxito agresivo! ¡Liberar del temor, del aislamiento, de la marginación! ¡Liberar de una economía que saquea y oprime en otras partes para hacer aquí hombres obesos e hipertensos! ¡Hacer de la gran máquina técnica que nuestra sociedad ha puesto en marcha y de las maravillosas virtualidades de conocimiento y de producción que ha adquirido, instrumentos para el hombre, y no armas de dominación y de guerra!

Pero estaremos ignorando todas estas posibilidades mientras permanezcamos en la alternativa «religión o ateísmo» y, de ese modo, se perpetúen las vanas querellas de la malcreencia.


2.
Cuando el ateo se hace creyente

Es maravillosa también la conversión de quien, sin regresar a la religión y sin renegar en absoluto de su experiencia humana, pasa del ateísmo a la alianza con el Dios vivo.

¡Sin regresar a la religión! No es que se haya vuelto a apoderar de él un temor que le haya arrastrado a la religión para encontrar en ella los medios de afianzarse ante Dios.

No es que el infortunio le haya hecho perder el sentido de la existencia ni paliar la debilidad humana intentando'obligar a Dios a intervenir.

Sigue siendo hombre en toda la dimensión —descubierta con su experiencia— de su libertad y de su lucha. Y ese hombre reencuentra a Dios como «el sentido de la libertad»:

El sentido y yo mismo
somos de tu mundo, ¡oh Eterno!

Semyon Glouzman, psiquiatra ruso nacido en 1946, perseguido y encerrado en un campo de trabajo por haberse opuesto radicalmente al internamiento psiquiátrico policial, consiguió hacer que llegara a nosotros un salmo. No tiene ningún otro título. Pero, al igual que todos los cantos personales de hombres y de mujeres a quienes el encuentro con el Dios del sentido ha llenado de una vida y, por lo tanto, de una palabra nueva, este salmo merece un número

SALMO 151

A ti, Eterno, alabanzas y gracias,
en medio de la agitación y desde el fondo de las tinieblas,
de las tinieblas paganas.

Tú, Eterno, indescriptible,
incomparable,
invisible y omnipresente.
Pero yo hablo del sentido de la vida.
Del sentido de mi vida en tu creación.
Detrás de mí, el derecho de decisión,
la elección y la acción.
Tú eres la palabra y el sentido,
tú eres el vigilante.

Amo tu hierba que crece, oh Eterno,
el sol y el murmullo de la noche,
y a la mujer que todavía no he encontrado,
el libro no escrito.
Amo los perfumes, los colores y el aspecto de las flores,
el mar, los pájaros.
La libertad.

Pero amo más la sabiduría:
que un árbol brote de la tierra,
que el niño se haga hombre,
que de la verdad venga la palabra.
La dulce uva,
la mar salada
y la oscura nube.

Pero no el dulzor de la mentira
ni la libertad amarga.
He aprendido a distinguir
la suavidad de las espinas del alambre de púas.
He comprendido que puede ser dulce
ayunar cuatro meses sin uvas,
sin el olor del mar,
con los sonidos y las imágenes del campo de concentración.
He experimentado y vivido con el pensamiento
la dulzura de la libertad.

Mi palabra nacida de mi libertad,
el sentido y yo mismo
somos de tu mundo, oh Eterno.
Y he escogido,
sin haber encontrado a una mujer,
sin haber escrito un libro,
en el frío,
bajo la violencia,
he escogido, oh Eterno,
el sentido de la libertad.

(cf. Choisir, 231 [19791, pp. 28-30).