2

El Dios de la Resurrección
y de la Parusía


Entierro de un joven de veinticuatro años. En la introducción de la liturgia, el sacerdote habla (con pinceladas ciertamente discretas, pero sumamente incisivas en un momento así) de la voluntad de Dios, de la impenetrable sabiduría de la divina Providencia «que ha querido hacernos pasar por esta prueba». En la homilía se abordarán dos tesis: la de la experiencia y la de la fe.

La experiencia: la muerte brutal de un joven de veinticuatro años es un sin-sentido insoportable, y verdaderamente no se ve por qué Dios lo quiere o lo permite. ¿Será que Dios es malo y sádico, que le gusta hacer sufrir y sentir su omnipotencia destrozando arbitrariamente los proyectos del hombre?

La fe: Dios es bueno, Dios nos ama. Hay que creerlo. Aun en contra de toda evidencia: ¡Dios es bueno!

El sacerdote no dice más. Deja, pues, a la gente a merced de esas dos afirmaciones irreconciliadas. Eso es condernarlos a no hacer ningún progreso en la fe, a sufrir para nada, en el mejor de los casos; o a hundirse resueltamente en la religión: «¿Qué hacer en adelante para que Dios no se ensañe más con nuestra familia?»; o a volcarse de pronto en el rechazo de un Dios así, en la rebeldía o en el ateísmo.

Sin embargo, hace casi 2.000 años dijo Pablo que la clave de todo está en la resurrección, que nuestro discurso será vacío si no habla de la resurrección (cf. 1 Cor 15, 14-17), ¡que nuestra fe es vana a no ser que viva la resurrección!

Resurrección: existencia, sentido, más-allá de la muerte, plenitud del hombre vivo por el poder de Dios, Parusía (es decir, Presencia, Venida, Encuentro) del Dios vivo, una vez caídas todas las mediaciones, que siempre son al mismo tiempo ocultaciones.

¿Cómo reconciliar la afirmación de la experiencia —«Dios se desinteresa de las cosas, deja morir, a veces brutalmente»— con la de la fe —«Dios es bueno»—, sin anunciar la realización de esta bondad en la resurrección?

La muerte es el límite absoluto para la acción del hombre: más allá de la muerte, ya no hay sentido alguno que dar, ni a nadie a quien hacer existir. Pero si esa persona se ha desligado de todas nuestras mediaciones, trabajos, cuidados y ternuras, para unirse, al fin, a Aquel que hace vivir, entonces el sentido de la muerte consiste en abrirse a la resurrección. El sentido de un entierro consiste en dar gracias —«verdaderamente es justo y bueno, siempre y en todo lugar»— porque uno de los nuestros, por el acontecimiento que sea, se ha unido a Aquel que hasta entonces únicamente estaba cerca, para nacer en esa Parusía a la vida cumplida de la resurrección.

¿Un incoloro «cocktail» o el agua de la vida?

Todavía son demasiados los discursos que son como un «cocktail» insípido, propio de la malcreencia. Más de un tercio de religión: los caminos misteriosos de la Providencia que ha querido, que ha permitido (Dios da y Dios quita; Dios tiene el poder de la vida y de la muerte, etc.). Otro tanto de frases vacías, dichas con calor humano o con indiferencia, según los casos. Y unas pocas gotas de bondad de Dios, limaduras tomadas del Evangelio pero perfectamente inasimilables en semejante mezcla.

Es preciso dejar de mezclar religión y fe. No es posible decir a la vez: «Dios te envía esta desgracia» y «Dios es bueno». E invocar el misterio para hacer aceptable un «coktail» tan nauseabundo.

Una vez, un arquitecto recién salido de la universidad recibió el encargo de construir un chalet en un maravilloso paraje, entre un río y un bosque. Enseguida inició las obras, y el paraje quedó completamente arruinado: excavaciones, caminos embarrados, charcos de agua sucia, sacos reventados, pedazos informes de madera, ruidos continuos, e incluso accidentes de trabajo. Al ver aquello el propietario expresó su malestar con el arquitecto: «¡Vaya individuo: tantos años estudiando para aprender a hacer casas bonitas, y no se le ocurre nada mejor que destruir y contaminar el maravilloso terreno que he puesto en sus manos...!».

¿Podrá el arquitecto defenderse, justificarse de otra forma que no sea evocando el futuro? Un futuro que ya está en sus planos, ¡pero que hay que saber leer! Un futuro que será realidad, una vez concluido el chalet, limpios los caminos y replantado el césped, para lo cual hay que seguir con el arquitecto hasta el final de la obra.

Es absurdo querer justificar a Dios y su bondad sin leer correctamente su plan, sin ir con él hasta el final de su obra. Y su plan no consiste en dejarse utilizar en función de nuestra comodidad presente, sino en atraernos hasta la Vida junto a él. Si se olvida la resurrección, ya no es posible hablar correctamente de Dios. Porque al presente, para curarse, para saciar el hambre, para salir de la prisión o de la depresión, para encontrar trabajo, ¡Dios no funciona!

La «abscondeidad» de Dios es el sin-sentido, la ruina de la religión, el ateísmo, a no ser que sea ése el camino obligado hacia la Parusía. Dios ausente, discreto, cercano, pero nada más que cercano..., para poder ser el que viene, a quien deseo, busco y espero, y cuya venida preparo.

La no-intervención de Dios es el sin-sentido, la ruina de la religión, el ateísmo, a no ser que sea ésa la pedagogía necesaria e indispensable para que el hombre llegue a ser aquel que lucha por existir y hacer existir: y de esta lucha extrae progresivamente su palabra de fe en Dios, que hace existir más allá de todo, al día siguiente de la muerte; en Dios que resucita.

La religión, producto humano, preocupado, por tanto, del bienestar humano actual, se niega a ver la «abscondeidad» de Dios y fuerza hasta el límite de lo inverosímil y lo ridículo su loca esperanza, su absurdo intento de poner a Dios al servicio del hombre. El ateísmo rechaza las humillaciones que exige la solución religiosa y contempla la realidad cara a cara: el mundo no está gobernado por un poder superior, infinitamente sabio y bueno. De ser así, seria un mundo completamente distinto.

La fe se deja provocar por esa misma experiencia y la acepta plenamente, sin sentirse decepcionada ni ver trastocado su sentido de Dios, porque comprende que el fin justifica el esfuerzo del camino, que la ausencia es preparación de la presencia, que la proximidad es preparación de la Venida: es el único camino por el que puede advenir el hombre con toda su grandeza de ser de deseo y de deseo infinito. Es realmente la última confidencia que nos hace la Biblia, la que ha de liberarnos de los «coktails» y de las drogas para dejar que aflore en nosotros la sed del deseo: «El Espíritu y la Esposa (la Iglesia) dicen: `¡Ven, Señor!' Y el que oiga, diga: `¡Ven!' Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida» (Apoc 22,17).

¿Gobierno o Reino?

El shah huye de su país; un reinado de treinta y siete años se desploma; tras un enfrentamiento político muy duro, el ayatollah Jomeini publica un comunicado de victoria que termina con estas palabras: ¡Alá es grande! En realidad, ¿quién es grande, Alá o Jomeini? ¿Estará Dios involucrado en las luchas del poder humano? De ser así, pertenecería automáticamente al partido del más fuerte, del vencedor...

Si Dios gobierna el mundo disponiendo todos los acontecimientos a su antojo y de acuerdo con sus propios planes, entonces el poderoso encontrará su justificación en su triunfo; y el débil, el vencido, aprenderá de su humillación que Dios no está con él.

Así procede el pensamiento religioso, y el Espíritu de Dios tendrá necesidad de todo el Antiguo Testamento para, poco a poco, ir sacando a la luz el pensamiento de Dios, cuyo proyecto no consiste en un gobierno de fuerza y dominación, sino en un «Reino» diferente, «no conforme a los criterios de este mundo», sino de «verdad» (cf. Jn 18,35 ss.). Ese «alumbramiento» del Reino de Dios culmina en Jesús, en su palabra y en su acción, en sus Bienaventuranzas y, especialmente, en la cruz, cuando los jefes «religiosos» se burlan: «Que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el Elegido» (Lc 23,35). ¡Ah, cómo desea el hombre religioso, el hombre naturalmente religioso, ver al Dios poderoso gobernando poderosamente el mundo mediante un rey poderoso! ¡Y qué decepción y qué venganza cuando ese Mesías es impotente, simplemente «manso y humilde de corazón!» (Mt 11,29). Entonces ya no se gritará: «¡Yahvé es grande!», sino «¡Muerte al impostor!». Y sin embargo, ya Isaías lo había enseñado: ««En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados» (Is 57,15).

Dios es diferente: él es el «todopoderoso», no el más poderoso de entre todos y con todos los poderosos, sino el que es «poderoso-de-un-modo-totalmente-distinto». Sólo la fe puede percibir esta diferencia, y nosotros queremos deducir de ella, en cuanto al conocimiento de Dios, todas las consecuencias que implica.


1. El plan de Dios: unificarlo todo en Jesús

El Antiguo Testamento está plagado de páginas que describen el gobierno de Dios, el plan de Dios sobre su pueblo, sobre las naciones circundantes y sobre el mundo entero. A él se debe la gloria o el ocaso de los reyes, el triunfo o la derrota en las batallas, la destrucción o la reconstrucción de las ciudades, el saqueo o la prosperidad de los campos, la liberación o el destierro y la cautividad del pequeño pueblo. El es quien decide el hambre o la prosperidad, la salud o la enfermedad, la lluvia o la sequía, la vida o la muerte: todo, literalmente todo, está en las manos de Dios, y Dios lo dispone todo y dispone de todo según un plan preciso y universal.

Preparado ya por el Antiguo Testamento, en particular por las profecías de la Alianza nueva, el Nuevo Testamento ofrece un horizonte totalmente diferente. Dios no aparece ya como el gran actor de la historia (el único actor, en el fondo), reducidos los hombres al papel de marionetas. Abandonada la historia a sus fuerzas internas, Dios se interesa por atraerla a su Reino. Dios ya no tiene un gobierno ni una política concreta, ya no sigue a la historia para imponerle su voluntad en cada acontecimiento. La domina con un único y vasto proyecto que, desde la creación, la rodea, la atrae y la habita y, a partir de Jesucristo, le habla, la provoca y la anima: «Dios nos ha hecho conocer el misterio de su voluntad, el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: reunir a todo el universo bajo una sola Cabeza, Cristo» (cf. Ef 1, 3-14).

Cuando el Antiguo Testamento hablaba de un Dios que «conducía todo según su voluntad», se escuchaba el fragor de los ejércitos o el estruendo de las tormentas. Para el Nuevo Testamento, tales palabras se refieren sólo a los acontecimientos misteriosos, discretos e interiores de la historia de la salvación. Dios lo «rige todo» porque conduce a su Cristo a la gloria, y hace de él la Cabeza de la humanidad nueva. Dios lo «rige todo» porque, tras haber revelado esta esperanza a un pueblo, Israel, la extiende después al mundo entero mediante la Iglesia universal. Dios lo «rige todo» porque precede, rodea y atrae a todo hombre y a toda la historia para engendrar a los hermanos del Hijo primogénito (cf. Rm 8, 28-30).

¿Por qué esa diferencia entre Antiguo y Nuevo Testamento? Se trata de una diferencia dentro de un proceso de progreso continuado, el proceso por el que el Espíritu conducía al hombre desde la religión hasta la fe; proceso que, con Jesús, hace que, de pronto, toda la anterior ambigüedad pase a ser una evidencia definitiva: Dios no interviene en la historia para ejecutar en ella un plan de gobierno, sino que atrae a los hombres desde el corazón de su libertad para reunirlos en el Reino de su Hijo resucitado. Dios no pretende ser el actor único de la historia, sino que deja ésta en manos de los hombres para que sean ellos sus actores, juntamente con él, bajo la atracción de su horizonte de vida, de libertad y de amor.

Sin embargo, para interpretar debidamente el Antiguo Testamento hay que tener en cuenta que, junto a concepciones todavía religiosas, relata también verdaderas intervenciones de Dios. A través de un prolongado acercamiento, mediante acontecimientos y palabras, Dios preparaba ya su gran intervención en la historia: el Acontecimiento-Jesús. Es ciertamente imposible hacer una división exacta entre ambas clases de acontecimientos, como si unos fueran producto de un discurso religioso y otros, por el contrario, de una verdadera intervención de Dios. La misma reflexión podrá hacerse a propósito de los milagros de Jesús en los evangelios. No obstante, sigue en pie el hecho de que ambas dimensiones existen y permiten leer el conjunto de la Biblia en su marcha progresiva, con tal de que no deje de percibirse su desenlace como la norma de todo el conjunto.

El hombre del Nuevo Testamento se mueve —y seguirá así durante varios siglos— en una cultura precientífica; habla, pues, un lenguaje que no podía aún resistir nuestra crítica. Después de todo, hasta el siglo XX no ha podido decir un concilio: «El hombre obtiene hoy por su propia destreza gran número de bienes que antiguamente esperaba alcanzar sobre todo de fuerzas superiores» (Gaudium et spes, 33). Era Dios quien hacía el tiempo, la salud, la prosperidad y la paz. Y no es pequeño mérito del Nuevo Testamento el haber llevado a la Biblia a una visión tan liberada del Dios de la fe, a pesar de que sus instrumentos de lenguaje no eran mejores que los del Antiguo Testamento.

Así pues, el plan de Dios es llevar su revelación al conocimiento de todos los hombres para conducirlos a la obediencia de la fe (cf. Rm 16,26) y reunirlos en el Reino de su Hijo (cf. Col 1, 13-30) a fin de que participen en su plenitud de vida.


2.
La acción de Dios: hacer y dejar existir

Semejante plan, tan vasto e infinito, puede realizarse por los más diversos métodos, y Dios deja que los hombres pongan en práctica los suyos propios. En ningún plan o decreto de Dios está escrito que la Tercera Guerra Mundial vaya o no a tener lugar, que la sociedad vaya o no a ser atómica, que la cultura vaya o no a expandirse fuera de la tierra.

A nivel personal, el plan de Dios me llama a «la unión con su Hijo Jesucristo» (1 Cor 1,9), a ser «santo e inmaculado en su presencia, en el amor» (Ef 1,4); pero eso puede lograrse por caminos muy diferentes y que nunca dejarán de diferenciarse. No hay sobre mí una voluntad precisa de Dios que me «etiquete» y me programe. Hay una gran atracción que yo debería incesantemente —especialmente en ciertos momentos decisivos— incorporar a todos mis datos concretos para discernir en ellos una opción que yo pudiera denominar «conforme a la voluntad de Dios». Pero «la voluntad de Dios es nuestra santificación» (1 Tes 4,3): la concreción de esa voluntad está en nuestras manos. La vocación no es una etiqueta, sino un diálogo con Dios.

La acción de Dios no consiste en hacerlo todo (o mandar hacerlo todo), salvo, a veces, ciertas menudencias, que, por otra parte, tampoco quedarían realmente fuera de su control, toda vez que las permite».

Esta noción de «permisión» se ha hecho particularmente inutilizable y escandalosa. Implica, en efecto, un mundo en el que, en general, todo se desarrolla correctamente, según el bondadoso plan de Dios y con el «confort» que garantizan su bondad y su divina Providencia. La excepción son algunos acontecimientos desgraciados, ciertos detalles que a veces se le escapan. Pero esto no tiene mayor importancia y, de todas formas, nada se le escapa realmente, puesto que lo «permite», siempre en orden a un bien mayor. El discurso religioso no se deja sorprender: en principio, todo funciona, salvo la evidencia de la experiencia. Hablar de permisión equivale, pues, a hablar de excepción; de excepción a una situación ampliamente constatada. Pero si, por el contrario, la excepción es el caso normal o la regla general, si Dios deja hacer, si «abandona» (cf. Rm 1, 24.26.28) el mundo y la historia a sus propias fuerzas internas, entonces resulta vano hablar de permisión —la experiencia, el espectáculo del mundo, es una demostración de su inanidad— y hay que hablar de no-intervención, de la «abscondeidad» de Dios. Dios hace existir, pero luego deja que las cosas sigan su curso.


3. Una
Providencia «de inspiración»

Hemos hablado más arriba de esa especie de «indiferencia» en que se mueve la acción creadora de Dios. La expresión es demasiado fuerte por lo que se refiere a Dios: su corazón no es ciertamente indiferente al empleo que nosotros hagamos de su creación. Pero no es tan fuerte dicha expresión desde el punto de vista del hombre-víctima, que implora a Dios que intervenga y reduzca a la nada a los violentos y a los verdugos... y ve cómo nunca ocurre nada.

Dios utiliza esa misma «discreción» —la palabra es más adecuada— en su Providencia, en su manera de acompañar a los hombres que ha creado. No es una Providencia «de organización».

¡Hay personas para quienes Dios es como el «Club Mediterranée». Uno paga el precio que haya que pagar, y el Club se encarga de todo. «¡Dios dirige mis asuntos!»: es como el título de un libro. Pero ¿qué dirá de Dios esa persona cuando llegue la recesión o sobrevenga la enfermedad? ¿Y qué deberían decir todos los que —y son multitud ni son ricos, ni felices, ni amados, ni tienen buena salud? ¿Y los que no lo han sido nunca y nunca lo serán? En el «Club Mediterranée», cuando la cocina falla, se organiza un tumulto...

¡Se trata de una Providencia «de inspiración»! Cuando uno es organizado por otro, encuentra las cosas hechas, muestra su agradecimiento —al menos al principio— y se infantiliza. Un padre que sea digno de tal nombre se guarda muy mucho de infantilizar. Inspirar —más que organizar— es la acción propia de Dios, después de haber creado. Hay, pues, como dos planos inseparables: en primer lugar, crear; por tanto, hacer existir para dejar existir. En segundo lugar, inspirar, acompañar al hombre creado, hacerle presentir (y después sentir, y más tarde gustar) la Vida de Dios y, de este modo, hacer de él un ser motivado, deseoso y capaz de actuar. Para colaborar con Dios en su creación. Para tomar iniciativas, para decidirse a «practicar la equidad y amar la piedad» (Miq 6,8). La Providencia no organiza, sino que inspira a los actores, y es a través de las mediaciones humanas como, en definitiva, resulta eficaz para tal persona o tal situación. Es por medio del Samaritano como se ocupa Dios del hombre que ha caído en manos de los salteadores. La parábola no lo dice, pero es muy probable que el sacerdote y el levita, con sus fervientes oraciones, se pasaran el resto de su viaje encomendando a Dios a aquel pobre hombre.

Dios está y sigue estando cerca del hombre al que ha creado. Pero no para hacer de él el ejecutor de su plan, ni para infantilizarlo, ni siquiera para ser el «comodín» de emergencia cuando se produce un desgarrón demasiado profundo para el hombre en la red de sus proyectos y actividades.

Cerca, para inspirar. El Padre enseña: «Serán todos enseñados por Dios» (Jn 6,45, citando a Is 54,13; cf. también Jer 31,33). El Hijo atrae e ilumina a todos los hombres (Jn 1,9 y 12,32). Y el Espíritu, revelando el amor de Dios (cf. 1 Cor 2, 9-12), desencadena en el hombre una manera de ser: «amor, alegría, paz, aguante, servicialidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gal 5,22 s.).

Pero le corresponde al hombre dar formas concretas e históricas a esa inspiración de Dios, en la medida —inmensa, en el siglo XX—de su información, de su conocimiento y de sus medios.

¿Qué es orar por el Tercer Mundo? ¿Qué es orar por mi vecino, por mi amigo?

Providencia de Dios en favor del mundo entero, lo mismo que en favor de su Iglesia. Y también aquí nada de milagros, nada de «ya está todo hecho». Dios da a la Iglesia hombres (cf. Ef 4,7); con los dones naturales que poseen, Dios los habita por su Espíritu y por su Palabra para que ellos se aficionen a «dar cuerpo» a la Iglesia. Pero se convierten en administradores de la múltiple gracia de Dios, cada cual por su parte y los unos en favor de los otros (cf. 1 Pe 4,10). Y quien dice «administrador» en el lenguaje evangélico, dice también «dueño ausente» que ha confiado la casa a sus siervos durante su ausencia (Lc 16, 3-8).


4.
Un conocimiento de atrayente benevolencia

En una clase, se hablaba un día de la libertad del hombre. De las veintidós jóvenes, ninguna creía que el hombre fuera libre. Al contrario, todas se reconocían perfectamente en la siguiente imagen: la vida es como un teatro en el que cada actor, por bueno que sea, nunca hace más que recitar su papel.

Habían aprendido la lección de la religión: Dios lo sabe todo, el pasado, el presente y el futuro. Tan bien lo habían aprendido y retenido que sacaban la única conclusión posible: si Dios conoce mi futuro, aun el más lejano, es que ese futuro existe ya en alguna parte, en el pensamiento o en los decretos de Dios; y si ya existe, entonces ya no depende de mí, yo no soy libre, tengo un papel.

Todas afirmaban —y se negaron a dar su brazo a torcer— que la vida no es más que una apariencia de libertad; que, de hecho, cada cual representa un papel ya pensado por otro, por Dios.

«Los casamientos vienen del cielo» — «Era su hora» — «Estaba escrito». En medio del temor ante los grandes acontecimientos, ante las grandes opciones, ante el gran vacío de la muerte, es ciertamente comprensible, humano y natural, que nos digamos a nosotros mismos: «yo no tengo nada que ver con eso», «eso no depende de mí», «eso ha sido pensado y previsto por otro»... ¡Qué alivio! Pero también, ¡qué deserción! ¡Qué alienación!

Religión y omnisciencia determinista

La omnisciencia de Dios es una pieza maestra de la religión humana, uno de los puntos en los que a la fe le cuesta más hacerse entender. Porque la fe comporta esencialmente la libertad, la colaboración, la responsabilidad, la dignidad del «caminar-con-Dios». La mayoría de las veces, también en esto recurre la gente al «cocktail» de la malcreencia: para las ocasiones banales, cotidianas, se retiene gustosamente el dato de fe de que uno es libre, co-actor y responsable; pero cuando surge el vértigo de la gran decisión, del paso decisivo, la religión es la única que funciona.

Porque lo propio de la religión, de esa relación humana, espontánea y natural con el Poderoso, es hacer de ese Poderoso el único Actor real de la historia, Aquel ante quien hemos de hacernos valer para que su Gobierno nos favorezca. En el fondo, y por encima de la banalidad de lo cotidiano, que él no tiene inconveniente alguno en dejar en nuestras manos, Dios es el único Actor real; para dominar todas las cosas de su gobierno, es necesario que Dios lo conozca todo. Que todo esté expuesto ante él, el Eterno, el Inmutable, el Absoluto. Nada le aportan el mundo ni el tiempo; nada podrían aportarle sin limitarle al mismo tiempo. Si no lo conociera todo, su gobierno no sería absoluto; podría extraviarse aquí, equivocarse allá, hacer una mala elección, dejarse sorprender por una situación no prevista, reaccionar apresuradamente: acciones todas indignas del Poder infinito.

No, el Poderoso lo sabe todo para poder gobernarlo todo. El tiempo no le aporta nada, porque Dios es el Inmutable y lo abarca todo. Cualquier fotógrafo lo sabe: cuando se revela una película, se necesita un tiempo de reacción química para que la imagen aparezca. Pero la imagen que aparece es exactamente la que estaba impresa en la película. El tiempo de reacción no crea nada nuevo; no hace sino revelar lo que ya estaba impreso. Lo mismo sucede con el tiempo y la historia: en ellos nunca se hace otra cosa sino el «revelado» de los grandes decretos de Dios. Tal es el pensamiento religioso. El gran Fotógrafo puede estar seguro: nada se le escapará, jamás se producirá nada que sea nuevo.

Dios deja al hombre a su arbitrio

El Dios de le fe se revela completamente distinto. El es el Poderoso-totalmente-otro; no desea, pues, gobernar todo dominándolo todo, imponiéndose como el único gran Actor de la historia.

Ciertamente, también a este nivel el Antiguo Testamento está lleno de afirmaciones que todavía dependen de la religión. Tanto para el individuo como para las naciones, se trata del determinismo más completo: desde su morada eterna, Yahvé lo ve todo, lo conoce todo, lo dirige todo. Pero sobre ese fondo religioso aparecen otras afirmaciones que prevalecerán definitivamente en el Nuevo Testamento. La historia se convierte entonces en un espacio de libertad, de creación y de combate, entregado y confiado al hombre.

Es digno de recordarse lo que el Sirácida percibe de la libertad del hombre y, sobre todo, su manera totalmente sorprendente de fundamentarla precisamente en la Omnipotencia de Dios.

El fue quien al principio hizo al hombre,
y le dejó en manos de su propio albedrío.

Si tú quieres, guardarás los mandamientos,
permanecer fiel es cosa tuya.
El te ha puesto delante fuego y agua,
a donde quieras puedes llevar tu mano.
Ante los hombres la vida está y la muerte,
lo que prefiere cada cual, se le dará.
Porque
grande es la sabiduría del Señor,
fuerte es su poder, todo lo ve.
Sus ojos están sobre los que le temen,
él conoce todas las obras del hombre.

(Eclesiástico 15, 14 ss.)

Dios deja al hombre «a su albedrío»; el hombre es, por lo tanto, libre; no está determinado de antemano a asumir este papel o el de más allá; la historia entera no está programada previamente por Dios, aun siendo su creador. Pero Dios procede así —y esta lógica desconcierta del todo a la religión— porque es todopoderoso. Si, sólo fuera muy poderoso, el más poderoso de los poderosos, entonces, al igual que ellos, tendría que dominar. Lo mismo que los reyes, tendría que hacer de los hombres sus cortesanos, los ejecutores de sus designios. Y eso es lo que piensa espontáneamente la religión, proyectando sobre Dios los comportamientos de los grandes de la sociedad.

Dios, en cambio, es único, diferente, poderoso de un modo totalmente distinto. No tiene, pues, que defender su poderío: libre, supremamente libre desde este punto de vista, él puede liberar también la libertad del hombre. Del dominio propio de un gobierno, puede pasar a la atracción de un Reino de libertad, de confianza, de colaboración, de agradecimiento. Y de amor. Con el riesgo, muchas veces hecho realidad, de la ingratitud, de la violencia de los poderosos, del aplastamiento de los pequeños, del desprecio por la libertad, de todo lo que es el pecado. Pero esto constituye una historia real que oscila constantemente entre «la vida y la muerte», entre «el agua y el fuego», una aventura en la que los deseos del hombre pueden tomar cuerpo, o pueden un día descubrir y optar por el Deseo de Dios, a saber, reunir a todos en su Casa, al final de sus vidas, al término de sus caminos y más allá de sus insalvables dificultades.

Y atraerlos participando en la historia de ellos. 

Dios «deviene» con la historia

«Y entonces, Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). ¡Dios será! Se trata del Padre en persona. No del Hijo: él sí se encarnó y entró en nuestro devenir. No del Espíritu, atraído por Jesús a la historia y que habita a partir de entonces el deseo de acabamiento perfecto de la humanidad: «El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven!» (Apoc 22,17). No, se trata del Padre, del Dios por excelencia, con toda la plenitud intangible de su misterio: hay para Dios un futuro y, por lo tanto, un porvenir y, consiguientemente, un devenir. ¡Será!

Aquí la religión se atasca una vez más. ¿No es indigno, antimetafisico, pensar en Dios de otra forma que como el ser inmutable, a quien nada puede enriquecer, perfeccionar, dilatar?

El tiempo, la historia, la humanidad y cada uno de los hombres, ¿podrían aportar a Dios la plenitud que él desea? Así lo cree la fe, la fe que vive de la alianza cuya iniciativa tomó Dios. ¡El Eterno, el Inmutable, aquel cuyo ser está plenamente realizado en comunión de luz con el Hijo en el Espíritu, el Eterno, ha hecho alianza con lo temporal! Desde el momento de la creación, se trata de una aventura común que empezó entre auténticos compañeros, aunque no entre iguales: Dios y el hombre. La Encarnación del Hijo es el punto culminante de tal misterio, su realización definitiva e irreversible y su revelación.

Así pues, la Eternidad no anula el tiempo. El tiempo no es el «desarrollo», francamente enojoso para el gran Solitario eterno, de sus solos decretos. Dios vive con nosotros, se interesa por nuestros logros e inspira nuestras imaginaciones creadoras. Sin ser nunca el superman que interviene cada vez que hay peligro, drama o iniquidad, él acompaña a cada ser para atraerlo hacia las más altas cotas de existencia y de don, de generosidad y de acción. Hacia la mayor capacidad de divinización, de filiación divina, de agrupación en torno al Hijo Jesús.

Nada, pues, está conseguido de antemano. Todo surge de manera nueva en esa maravillosa, oscura y arriesgada imbricación de seres y de situaciones, creada y animada incesantemente por la Vida de Dios.

Y no es hacer ninguna injuria a Dios verle depender así de la historia. Es él mismo quien ha querido sumergirse en ella, formar cuerpo con ella. La injuria sería no reconocerlo. El Evangelio está lleno de gentes que defienden su noción religiosa de Dios y claman contra el blasfemo, en tanto que el Señor está allí, en medio de ellos, para revelarse tal como realmente es: «Quien me ve, ve al Padre».

Dios mira al corazón

En la perspectiva religiosa determinista, el hombre experimenta de distintas maneras la omnisciencia divina. En forma de «dimisión» y consuelo infantilizantes: «¡Dios se ocupa de ello!». También esta forma de «dimisión» es peligrosa: si todos los acontecimientos, todas las situaciones experimentadas, son fruto de un decreto de Dios, queda la puerta abierta para las justificaciones más aberrantes. Así es como se ha empleado la Biblia para justificar el dominio humillante del hombre blanco sobre los hombres de color.

O en forma de fatalidad aplastante, a la que generalmente nos resignamos: «¿Qué quiere usted? ¡Hay otro que dirige nuestras vidas!». Como un decreto ante el que quizá pudiera lograrse una pequeña excepción: «Si ofrezco a mi primogénito, tal vez se retracte de su cólera, de su ensañamiento contra nosotros».

Pero, sobre todo, en forma de Ojo que elimina todo secreto, viola toda intimidad, detecta y advierte la falta desde su germen primero. La omnisciencia divina equivale a vivir en examen perpetuo, a sentirse objeto de observación, a convertirse en objeto escudriñado por ese Ojo de contable.

O bien, a desear de pronto existir y a dejar que aflore mi propio deseo para poder reconocerme en él. Y matar a Dios. O, por lo menos, abandonarlo. Y buscar verdaderamente la Mirada que me contemplará de otra manera, la Mirada que reconoce, acoge y hace existir.

Hay un salmo maravilloso en el que un hombre habla de su lucha por descubrir la Mirada de Dios y por aprender a dejarse mirar por Dios, en la fe y en la oración. Es el salmo 139.

Al principio, el ojo viola y paraliza, presciencia que determina y anula toda existencia humana.

Yahvé, tú me escrutas y me conoces...
mi pensamiento calas desde lejos...

Que no está aún en mi lengua la palabra,
y ya tú, Yahvé, la conoces entera...
Mis acciones tus ojos las veían,
todas ellas estaban en tu libro;
escritos mis días, señalados,
antes de que ninguno de ellos existiera.

La vigilancia por televisión en los grandes almacenes, las más absurdas previsiones de los relatos de ficción sobre la sociedad policial de la era postatómica, son juegos de niños a su lado. Siempre se encontrará un pequeño rincón para escapar de la cámara, mientras que

el Ojo estaba en la tumba y miraba a Caín.

El hombre, pues, va a rebelarse o, al menos, a intentar escapar de ese Ojo:

¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu,
a dónde de tu rostro podré huir?
Si hasta los cielos subo, allí estás tú,
si en el sol me acuesto, allí te encuentras...
Aunque diga: «¡Que me cubra al menos la tiniebla,
y sea noche la luz en torno a mí!»,
la misma tiniebla no es tenebrosa para ti,
y la noche es luminosa como el día.

Hay en estas palabras el eco de una rebelión pasada, de un intento de escapar del Ojo. Pero el salmista ha caído en la cuenta de su inutilidad. ¿Por qué camino? El poema se limita a cantar sólo el final. El religioso se ha hecho creyente; el Ojo se ha convertido en Mirada; el Libro de Dios, en el que está inscrito todo de antemano, ha dado paso al Camino del hombre, camino peligroso, en absoluto trivial, que hay que inventar constantemente. Pero sobre este hombre en camino está la Mirada, y el hombre se ofrece a ella y le suplica que no mire a otra parte, porque ella es la única que puede hacer existir eternamente.

Sondéame, oh Dios, mi corazón conoce,
pruébame, conoce mis desvelos;
mira no haya en mí camino de dolor,
y llévame por el camino eterno.

El conocimiento de Dios
en medio del respeto al tiempo

Sumando ahora todos estos datos, ¿es posible situar concretamente el conocimiento de Dios?

La dura y simple interpretación religiosa describe el conocimiento de Dios de tal forma que implica consecuencias totalmente deterministas para el hombre. Lo veremos más tarde, al hablar de predestinación y de reprobación. Todo está escrito, toda la realidad está ya en Dios, el hombre no tiene más que apariencia de libertad; en realidad, y por lo que se refiere a todos los hechos importantes de su vida, no es más que un ejecutor. El mecánico de una locomotora puede muy bien llamarse conductor: rueda por unos raíles y en unos tiempos estrictamente medidos y programados por un ingeniero.

Luego, una vez más, está el «cocktail» de la malcreencia: mucho de religión y una pizca de fe. De la religión se mantiene todo; de la fe, la libertad del hombre, pero sobre todo con miras a mantener su responsabilidad y, en consecuencia, su pecado. ¿Cómo conciliar entonces la omnisciencia divina y la libertad humana? Es conocida la imagen clásica: Dios, desde lo alto de su eternidad, puede observar al hombre en su lugar actual, con su pasado detrás de él y todo su futuro delante; y la presencia de este observador divino no impide que, a su nivel, el hombre avance libremente. ¡Eso es todo!

Pero el tiempo no es el espacio. Mi pasado no es una cosa que yo he dejado detrás de mí. Mi futuro no es algo que voy a encontrar en mi camino, más allá del punto en que ahora me encuentro.

Mi pasado lo llevo en mí mismo; es lo que yo he llegado a ser a través de mis sucesivos actos. Mi futuro no está «delante» de mí, en el sentido espacial del término. Está oculto en mí; está constituido por los actos que habré de realizar por mí mismo. Las decisiones que yo «tome», no es que vaya a recogerlas del borde del camino, como si estuvieran allí esperándome, sino que las produciré por mí mismo.

Es un problema de lenguaje: si yo digo que ahora Dios conoce lo que yo haré dentro de veinte años, ese futuro, toda vez que es conocido, tiene ya una realidad, no depende ya de mí; la conclusión determinista es inevitable, con todas sus lastimosas consecuencias para la imagen de Dios y para la concepción del hombre. Algunos se las arreglan estupendamente para emplear este lenguaje sin sacar las debidas consecuencias. Sin embargo, sigue existiendo un divorcio que frecuentemente da lugar a la malcreencia, se resuelve en ateísmo y obstaculiza el acceso a la fe.

Diálogo entre un sacerdote y una persona que, ante la certeza de que iba a quedarse sin trabajo a los tres meses, preveía que debía reciclarse en otra profesión y cambiar de lugar de residencia, y a quien angustiaba semejante perspectiva:

«¿Qué será de mí dentro de dos años?

—¡Sabe Dios...!

—¿Así que no me queda sino adivinarlo? ¡Pues sí que me sirve de mucho...!»

Si Dios lo sabe, al hombre no le queda sino adivinarlo y ejecutarlo. O añadir además a su propia angustia la de no corresponder un día a la voluntad de Dios. O intentar obtener de Dios su intervención para que acuda a solucionar nuestros asuntos.

¿Por qué no va a ser ese futuro algo que Dios y el hombre van a hacer juntos: Dios regocijándose al ver lo que ese hombre, superada su angustia tras beber en Su Amor, va a lograr producir de vida nueva en la historia?

Es necesario, pues, encontrar un lenguaje que permanezca fiel a la alianza, que no disuelva lo temporal en beneficio de lo eterno. Por supuesto que nuestro lenguaje, como nosotros mismos, siempre estará hecho de espacio y de tiempo. Es imposible, pues, hablar de Dios correctamente. Pero al menos hay que hacerlo de tal manera que, con El y según Su palabra, se hable correctamente del hombre.

Cuando se transforma el tiempo en espacio, cuando se presenta el tiempo desde la perspectiva del observador eterno, el lenguaje no es correcto. Lo real es lo que es ahora. Este real-ahora supone unos hombres temporales y un Dios eterno. Dios se autocomprende y conoce plenamente en su acto: no necesita, por tanto, poner incesantemente un nuevo acto para completar el anterior. En él no hay sucesión. En el hombre, cada acto es parcial y tiende hacia el siguiente: Dios es, el hombre se hace; Dios es eterno, el hombre temporal.

La realidad es, en cada instante, el acto de Dios y el acto humano, el acto eterno y único y el acto temporal inmerso en la sucesión. La realidad no es el acto de Dios más todos los demás actos temporales desplegados ante él, del principio al fin de la historia, sino únicamente el acto de Dios y el acto presente del hombre: son los dos únicos que existen ahora.

Hablar de otro modo es tanto como anular el tiempo mediante la eternidad. Dios es el que crea la historia para hacerla existir, no para hacerla vana.

Lo que todavía no es, el futuro, no es algo real que esté situado diez años más allá y que el hombre, que es poco más alto que las margaritas, no podría percibir, pero que Dios, desde su altura eterna, podría observar en ese lugar de su trayectoria que aún se le escapa al hombre, porque todavía no ha llegado a él.

Lo que todavía no es, no es en modo alguno; no es nada en absoluto. Y la nada no es para nadie objeto de conocimiento, ni siquiera divino. ¡«Nada» es «nada»!

O puede ser que, tratándose de un futuro menos lejano, lo que no es «todavía», esté ya, sin embargo, en marcha, o esté ya decidido, o represente una posibilidad contemplada, o sea una eventualidad contenida en la evolución actual, etc. Hay muchos grados del «todavía-no» que le hacen participar ya de la realidad, acercarse a la realidad; que le hacen cada vez más real y, por lo tanto, conocible. Y sobre todo por Dios, porque el Creador no necesita como nosotros encuestas, análisis y prospectivas para percibir el futuro que lleva en sí la realidad actual. Nuestros condicionamientos, nuestras posibilidades, nuestras fragilidades, nuestros deseos, nuestros proyectos aún secretos (secretos a veces incluso para nosotros mismos), Dios los «ve», porque en él se hunden las raíces de toda existencia. Y en torno a nosotros ve las ocasiones que se avecinan, las convergencias de pensamientos y de corazones, de violencia y de codicia, todas esas interferencias que hacen o deshacen las existencias, los grupos, las sociedades y las naciones: Dios no necesita un ordenador para reunirlas. Dios lo ve todo. Todo cuanto existe.

O, mejor, lo mira y su Mirada es benevolencia atrayente, animación por el Espíritu; llamada de atención hacia todo cuanto aún está oculto y es rico en futuro; repulsa y movilización contra todo cuanto sea falso; perdón y aceptación de todo cuanto signifique regeneración, conversión y esfuerzo de vida.

Por los caminos de esta alianza y a través del tiempo (de nuestro tiempo y nuestra historia, pero también tiempo e historia suyos), 'es como Dios se hace, según su proyecto, «todo en todos».


5. La predestinación salvífica universal

¡Predestinación maravillosa de Dios, indispensable enraizamiento de nuestras existencias en la maravillosa predestinación de Dios! Y, sin embargo, la religión ha hecho de ella el colmo del horror y de lo inadmisible, la más dura máscara de Dios, la quintaesencia de la violación y de la inanidad de la existencia humana delante de Dios.

Los avatares de la predestinación

La religión concibe a Dios proyectando sobre él los comportamientos humanos de los poderosos. Todos conocemos a personas que nos agradan y a otras que no. Pero, cuando se trata de un poderoso, habrá en torno a él unos favoritos, que disfrutan de su gracia y de sus favores, y otros, los que han caído en desgracia o que nunca han sabido agradar, que son rechazados, privados de todo y abandonados a su miseria. Gracia y desgracia dividen a los hombres en torno al poderoso según el capricho de éste, y además sin apelación posible.

¡Cuánto más terrible, más irrevocable y más impenetrable será la división que haga en torno a sí el Todopoderoso según su propio capricho! ¡Elegidos y malditos, predestinación y reprobación, cielo e infierno! Es el colmo del determinismo, porque ya no es únicamente para la vida y sus principales etapas, sino también para la eternidad, como dispone Dios todo y de todo según su eterno capricho.

También aquí se ha intentado hacer el «cocktail». A la religión se le añade un poco de fe: se corrige lo odioso del mero capricho divino precisando que es en previsión de los méritos o de los pecados de los hombres, ya que Dios conoce todo el futuro; unos, pues, son predestinados y otros condenados con toda equidad.

He ahí el panorama. Hay, por tanto, hombres marcados con una P (predestinación) y otros marcados con una R (reprobación). Dios, que observa desde arriba, es el único que puede distinguir las P de las R. Y yo le veo lleno de tierna ironía o de fría piedad —según el caso—ante el espectáculo de una R que se esfuerza por proceder bien, o de una P que se lanza al ateísmo militante. Es comprensible que la religión conduzca un día a los hombres a pensar que, «si Dios existe, el hombre no es nada» y que, si el hombre quiere existir, es preciso que muera Dios. Sobre este particular de la predestinación, la violencia tanto de la visión religiosa como de la reacción atea deja a la gente desconcertada. Es un punto en el que ya nadie se atreve a entrar. Hay demasiados cadáveres en ese armario, de hombres muertos y hasta de Dios muerto; por eso no hay que volver a abrirlo. La malcreencia silencia simplemente el tema. ¡Silencio y olvido en torno a la predestinación!

Para que el canto no cese

Pero, si se silencia la predestinación, entonces ¿quién podrá seguir cantando con la Iglesia del Nuevo Testamento, y siguiendo la melodía del Espíritu, los grandes himnos de Rm 8, 28-39 y 16, 25-27, Ef 1, 3-14, Col 1, 12-20 y 1 Pe 1, 3-9? ¿Quién seguirá bendiciendo al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo por haberle bendecido predestinándole a ser hijo suyo en el amor (Ef 1,3 ss.), a entrar en la multitud de hermanos reunidos en torno al Primogénito (Rm 8,29)?

Si se olvida la verdadera predestinación, o se desemboca en el ateísmo, en la ausencia de toda relación con otro que me precede, o se recae en la «religión de las obras», en la «postdestinación»: si trabajo bien, el cielo será mi recompensa. Sólo después (post) de haber constatado mis buenas obras, Dios me destina a la salvación. No veo, pues, por qué habría de estarle especialmente agradecido: ¡él se ha limitado a aplicar el Código!

El agradecimiento y la alegría de vivir están absolutamente ligados a la predestinación. Los himnos del Nuevo Testamento lo atestiguan. Así, por ejemplo, el himno de Ef 1,3 ss. es una muestra de lo que más arriba hemos llamado «tercera fase de la experiencia de la fe», la del reconocimiento.

Conocimiento y reconocimiento. Yo reconozco que he sido conocido. Que alguien se acercó a mí para conocerme y, por lo tanto, para al mismo tiempo revelarme a mi a mí mismo; y yo reconozco, conozco a mi vez a Aquel que me conoció primero. ¿Cabe en alguna otra parte o de alguna otra manera, entre los hombres, una alegría como la que se da entre el hombre y Dios?

La predestinación es el Amor que me precede, que me asedia, que me forma, que me atrae, por sí mismo y por el gusto de hacerme vivir, antes incluso de que yo lo sepa y tome conciencia de ello. La predestinación es la tierra en que el árbol hunde sus raíces; es el sol, que está ahí y que nos llama a salir de la niebla.

Hacia los seis o siete años, el niño empieza a entrar en una relación razonable con sus padres, porque es entonces cuando descubre que un comportamiento amable hace amables a sus padres. Pero debe descubrir, sobre todo, que sus padres le han amado antes de que él fuera amable, le han amado para que pudiera hacerse amable, le han amado porque le veían ya tal como sería: amable. El amor de los padres predestina al hijo a la vida: ahí están sus mejores raíces.

Lo mismo nuestro Dios y Padre. Nosotros aparecemos un buen día en un espacio ya habitado y caldeado por un Amor infinito, cuyo Proyecto nos abre un horizonte de existencia infinita. Y ese día estallan nuestro gozo y nuestro himno de reconocimiento. La predestinación es el sol de la libertad.

Y no hay reprobación al lado de la predestinación. La humanidad no está dividida en P y R. En Dios no hay más que voluntad salvífica.

Leyendo los dificiles capítulos 9-11 de la Carta a los Romanos, puede tenerse, de entrada, la impresión de lo contrario. Parece que allí el pensamiento es dualista: Dios ama a uno y odia a otro, endurece a uno y es misericordioso con otro, trata a uno como vaso de cólera y a otro como vaso de misericordia. Pero ese dualismo aparente queda definitivamente superado por el final de todo este desarrollo, donde aparece claramente la voluntad salvífica de Dios en su universalidad: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (11,32). Pero este paso a la Misericordia, este acceso a la revelación, se realiza gradualmente y en diferentes etapas, primero unas y luego otras. Es el caso de Pablo en el momento en que los creyentes procedentes de Israel, para escándalo suyo, veían cómo la inmensa mayoría del pueblo judío caía en la incredulidad, en tanto que los paganos, los increyentes de antaño, accedían a Cristo. Para aplacar aquel escándalo, Pablo hace ver que muchas veces, ya en el Antiguo Testamento, determinadas situaciones concretas daban lugar a ambas reacciones de parte de Dios, que respondía a unos con su repulsa y a otros con el don de la fe, a unos con dureza y a otros con la revelación. De ahí el aparente dualismo; aparente, porque, de hecho, se trata de una situación momentánea. En realidad, todos —si bien a través de etapas y por caminos diferentes—están predestinados, todos existen bajo el signo del amor, nadie está reprobado.

Para que viva la aventura

Sin reprobar positivamente a nadie, ¿no sabe Dios ya desde ahora quiénes se salvarán y quiénes se condenarán? Conocimiento divino de lo que «aún no» es: hablar de este modo significa anular el tiempo, invalidar la aportación real que Dios, en su alianza, espera de los hombres en el tiempo.

Puesto que existe una alianza, puesto que hay una obra de vida que está llevándose a cabo ahora con nosotros, su resultado «aún no» está conseguido. Cristo sigue creciendo para alcanzar la estatura de Hombre pleno (cf. Ef 4,12); Dios está siendo todo en todos; la humanidad está avanzando, aunque penosamente, hacia su unificación en el Hijo; cada hombre está creciendo, animado por el más alto deseo de vida (y, por lo tanto, de Dios), hacia la más elevada capacidad de divinización y de resurrección. La medida exacta de la consumación última no existe todavía. Todo está aún «haciéndose».

«Señor, ¿son pocos los que se salvan?». —«Esforzaos por entrar por la puerta estrecha...» (Lc 13,22 ss.).

La revelación no viene para ofrecernos, por anticipación profética, un «reportaje» sobre el resultado de la historia: 18 % de elegidos, 40 % de condenados, 42 % en el limbo. Nada del futuro es conocido. Ni por la fe ni de ninguna otra manera se sabe que vaya a haber condenados al infierno. Lo único que se sabe es la actual alianza entre un Dios salvador universal y una historia que se está haciendo a duras penas.

La revelación rechaza toda pregunta nacida de la curiosidad y dependiente de un pensamiento determinista, y remite al hombre a la actualidad de su vida, la única instancia en la que se hace algo: el combate de la propia existencia. Por eso la revelación no dice más que lo esencial para tomarle gusto a esta aventura de la vida y tomársela a pecho.

  1. La revelación nos dice, en primer lugar, que Dios es poder de vida para el hombre, voluntad de hacer vivir y de salvar, que sólo él salva. De este modo, la aventura del hombre se sitúa bajo el signo de la confianza, de la esperanza y del amor. Bajo el signo de la fe, en una palabra. El hombre puede salir del desconocimiento de Dios y no tiene que intentar desesperadamente hacer valer su propia justicia contra el Dios enemigo, porque Dios salva.

  2. Nos dice además, e inseparablemente, que el hombre debe acoger y prolongar activamente en el mundo la vida que recibe de Dios. Sin esta segunda afirmación, el hombre se establecería en el quietismo y en el desinterés por las cosas. Por el contrario, el hombre puede negarse. El amor de Dios no es verdaderamente percibido y recibido más que cuando es prolongado activa y concretamente hacia los demás. Si no, el hombre se establece en la mentira (cf. Jn 4,20).

  3. Pero esta segunda afirmación tiene, entonces, el peligro de anular la primera y de volver a hundir al hombre en el pánico religioso de no dar abasto, de no poder satisfacer las exigencias de Dios. Queda, pues, una tercera afirmación, síntesis de las dos primeras y que devuelve la prioridad a Dios: Dios puede salvar al hombre del peor de los rechazos, del peor endurecimiento; puede seducirle, revelarse a él y liberar su deseo para que se dirija hacia Dios. Dios atrae.

Así pues, nada está adquirido, todo sigue abierto, la aventura está en marcha. Y al igual que la andadura humana, se trata de un equilibrio que hay que rehacer a cada paso. El equilibrio de la alianza entre las dos partes, Dios y el hombre; partes desiguales, ciertamente, pero la más fuerte de las cuales no anula a la más débil.

El vicio profundo de la religión es éste: que Dios anula al hombre. Con su gobierno poderoso, su omnisciencia determinista, su acción interventora, su providencia organizadora, su predestinación dualista, el Dios de la religión anula al hombre por todos los costados de su existencia.

El verdadero Dios se revela al creyente en su «filantropía» (cf. Tito 3,4). Un reino de libertad y de poder para el hombre, un conocimiento que es mirada amistosa y atrayente, una providencia de inspiración en un contexto de «abscondeidad», una predestinación salvífica y universal, porque la gloria de Dios es el hombre viviente.


6. Un mundo en obras

Un día se encontraron Jesús y sus discípulos con un ciego de nacimiento. Pregunta de los discípulos: «¿Quién pecó, éste o sus padres?». Nos encontramos en plena religión: Dios está en el acontecimiento, del cual dispone libremente. Si el acontecimiento es malo, la Sabiduría y la Justicia de Dios harán que inevitablemente concluyamos la presencia de un pecado que ha merecido tal castigo. ¿Dónde estaría, si no, el gobierno de Dios? Pero la alternativa es todavía más audaz y compromete la presencia de Dios: ¡el ciego podría haber nacido tal en previsión de sus futuros pecados!

Actitud característica de la interpretación religiosa de los acontecimientos: se busca en el pasado algo con lo que poder explicar el acontecimiento presente y darle un sentido. La pregunta religiosa es: ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío, esta muerte?, ¿por qué esta enfermedad...? Jesús, una vez más, barre la religión: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 1-3).

Al pasar de la religión a la fe, se pasa del pasado al futuro, del «¿por qué?» al «¿para qué?»: la fuente de sentido es el futuro. El futuro de la resurrección: si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es nuestra fe (cf. 1 Cor 15,14).

¿Por qué el mal físico?

Tal es la pregunta en la que, lamentablemente, se debate la religión, esperando que el ateísmo la abandone a sus contradicciones y a sus sofismas.

Se han dicho al respecto muchas cosas que recuerdan al famoso «cocktail»: mucho de religión y una pizca de fe. Lo esencial de la respuesta religiosa es: el sufrimiento existe porque el hombre debe «pagar». Pagar no es sino la acción determinante en la relación entre poderosos y débiles. Los verdaderos mecenas son raros entre los poderosos, y su favor siempre es muy limitado. ¡Con nada no se obtiene nada!

El hombre debe pagar; por eso sufre. Pagar, en primer lugar, por el pasado. El plan primitivo de Dios no incluía ningún sufrimiento para el hombre. Dios creó un mundo maravilloso en el que el hombre sería maravillosamente feliz. Pero el primer hombre pecó, y ese pecado, en el origen de la humanidad, mereció el castigo de Dios: sufrimientos y muerte formarían parte, en lo sucesivo, de la existencia de toda la humanidad. Todo hombre sufrirá y morirá para «pagar» la falta del antepasado.

La referencia bíblica corresponde al segundo relato del Génesis: si no obedeces, morirás (2,17) y, como has desobedecido, sufrirás (3,14-19). Y, al parecer, esta explicación justifica plenamente a Dios en su sabiduría y en su justicia: los términos del contrato eran claros; si Adán los incumplió, ¡a él hay que echarle la culpa, no a Dios!

Y pagar también por un pasado más próximo: por ejemplo, uno nace ciego porque sus padres pecaron. ¡Qué instructivo sería hacer un sondeo entre los padres de niños con graves deficiencias! ¡Cuántos estragos ha producido en ellos la religión! Pero se paga además por el futuro. El sufrimiento es la gran moneda de cambio, el dólar de la Banca celestial. Es un «valor» que no conoce inflación: Dios ama infinitamente el sufrimiento. ¡Cuántos más se le ofrecen, más contento se pone!

Y a fuerza de contentarle de ese modo, ¿quién sabe?, tal vez se consiga hacerle olvidar su enorme indignación original y todas las demás cóleras, grandes o pequeñas, que los pecados de los hombres no han dejado de provocar. Un Dios aplacado por los sufrimientos compensatorios, tal vez deje de condenar y se decida, por lo tanto, a salvar.

También el mal físico proviene de la maldad de los hombres. Pero esta violencia de los hombres la permite Dios precisamente como castigo por ese desorden en que el pecado original ha hecho que se hundiera el mundo. Y entonces, en un alarde de valor, se vuelve de nuevo al «cocktail», mezclando todo ello con una pizca de fe: Dios es bueno, Dios nos ama. Pero ¿quién ha logrado jamás hacer semejante síntesis? Es verdad que puede haber sadismo en el amor, pero ¿es verdaderamente necesario poner esa máscara en el rostro de Dios?

Hemos llegado a una curva dificil de sortear. Nuestro planteamiento de teología fundamental toca aquí dos temas de la teología de la salvación: el pecado original y la salvación por la cruz. Evidentemente, es imposible tratar dignamente estos temas en el marco de este libro, y es imposible también evitarlos. Pero espero, en un próximo libro, poder aplicar a esta teología de la salvación las categorías fundamentales religión-fe que hemos elaborado. Brotarán de ello perspectivas nuevas que no pueden dejar de aflorar aquí. Tenga paciencia el lector y reserve para entonces las preguntas que tal vez le susciten las presentes páginas.

En cuanto al pecado original, hay, sin embargo, algunas afirmaciones que no permiten demora y que pueden y deben ser dichas en este contexto. El origen del mundo puede concebirse de manera fixista o de manera evolucionista. En el primer caso, se imagina que el mundo surgió de una sola vez, y que ya entonces era aproximadamente igual que hoy, con todas las cosas y todos los seres con que ahora lo conocemos. Según esta hipótesis, resulta bastante imaginable que al principio, aunque por muy poco tiempo, fue un mundo maravilloso en el que no había sufrimiento ni muerte. Posteriormente, el pecado de Adán habría introducido en él todas las penalidades que ahora experimentamos.

Según la concepción evolucionista —y ya no es posible pensar de otra forma—, sabemos que el mundo no fue hecho de una sola vez. Por el contrario, su existencia está presidida por una muy lenta y larga evolución. El hombre, en concreto, aparece en un mundo que existía ya hacía millones de años, y su cuerpo es el fruto y el apogeo de un mundo orgánico, vegetal y animal, ya larga y plenamente constituido. Ese mundo de organismos funciona, desde hace ya mucho tiempo, según las reglas del crecimiento y la degeneración, de la lucha de individuos y razas, de la sensibilidad y el dolor. La gacela no tuvo necesidad de esperar al hombre y su pecado para sentir el pánico de ser presa de la leona y el dolor de verse desgarrada por ella. ¿Cómo admitir, en religión, que el sufrimiento y la muerte existen en el mundo a causa del pecado y a partir del pecado del hombre, cuando la ciencia nos muestra cómo el mundo animal vivía ya desde mucho antes esos ritmos, esas relaciones violentas y esos accidentes inherentes a toda vida orgánica?

Pero la imaginación creyente también tropieza a propósito de Dios. ¿Resulta justo y prudente de su parte hacer depender de un solo hombre, más aún, de un hombre apenas liberado de los instintos anteriores, la suerte de toda la humanidad? Si mi hija pequeña muere de cáncer hoy, es porque nuestro antepasado, pariente bastante próximo de los primates, prefirió comer la manzana y desobedecer a Dios. Dios no tiene nada que ver, y además nos ama, pero había que aplicar la sentencia; de lo contrario, ¡menudo descrédito y menudo desprestigio...! Sólo la religión, con su fondo secreto de desconocimiento, de temor y de enemistad para con Dios, puede explicar que el hombre pudiera llegar a pensar tan monstruosamente de Dios.

¿Para qué el mal físico?

De hecho, hay una perfecta continuidad entre el mundo de antes y el de después del hombre: existen desde hace ya mucho tiempo los organismos de carne, cuyo ritmo propio es organizarse para desorganizarse y morir después, y cuya sensibilidad, hermosa y necesaria, conlleva inevitablemente un reverso: el sufrimiento. Ese mundo existía ya; su origen, por tanto, no puede ser el pecado del hombre, y todavía menos un decreto punitivo de Dios. No se da en Dios esa escandalosa injusticia de hacer de la humanidad entera un mar de sufrimiento simplemente porque el primer hombre no pasó el test de obediencia que se le puso. El sentido no está en el pasado, sino en el futuro.

El plan creador de Dios —según su principio fundamental: hacer existir para dejar existir— implica para la humanidad un verdadero desarrollo, una verdadera historia. El mundo empieza por lo que está más lejos de Dios, lo más próximo a la nada: un paquete de energía. Posteriormente va a organizarse y a complicarse cada vez más, hasta ofrecer la maravillosa riqueza de seres diversos en cuyo seno aparece el hombre.

Con el hombre, lo que hasta entonces no era más que evolución se hace historia. En lo sucesivo, el hombre, puesto que es consciente y libre, produce su propio desarrollo. El ansia innata de ser, propia del mundo entero, puede convertirse en el hombre en deseo de plenitud, reconocimiento de la Plenitud que lo atrae todo: deseo y reconocimiento de Dios en cualquier forma, ya sea explícita o implícita.

Hasta la aparición del hombre, lo que había era el oscuro y cruel combate por la vida; combate dirigido por la mera presión natural de los instintos. Esto sigue presente aún en el hombre, es su herencia dentro de la evolución; pero a ello se añade ahora, y para superar cada vez más el puro instinto, la fe.

En el centro mismo de un deseo de vivir que se ha hecho estrictamente personal, en medio del formidable combate orgánico (convertido también más tarde en combate fundamentalmente económico), frente a la perspectiva inevitable y orgánicamente normal de la muerte —y, por lo tanto, de la frustración del deseo—, el hombre es capaz de percibir la proximidad de Dios, y de percibirla como Poder para el hombre, el cual puede hacerse creyente, dar fe de Dios, liberar así su deseo, y después reanudar su combate por la vida con un corazón transformado.

Ahora bien, para que se dé esta situación de elección, de confianza y de fe, es preciso que el hombre quede abandonado a sí mismo, entregado a todos los combates, a todas las amenazas, a todos los sufrimientos y a todas las muertes del mundo orgánico. Y ello, no por-que el hombre haya hecho deméritos y, consiguientemente, haya perdido un paraíso original. El sentido reside en el futuro: el deseo del hombre colmado junto a Dios, pero al término de una historia real, como culminación de su propia existencia, de su opción, de su fe, de su combate, de su «devenir» simplemente atraído por Dios.

¿Es Dios inocente del mal fisico?

Para la pura religión, el poder de Dios sólo será favorable al hombre si éste se hace merecedor de él, si es capaz de arrancárselo a Dios. Dios es, pues, fundamentalmente hostil, o al menos indiferente al hombre; los sufrimientos y la muerte son la prueba de ello, a la vez que constituyen los límites crueles y amargos de la religión.

Cuando se hace el «cocktail» de la malcreencia, en realidad se mezclan dos informaciones sobre Dios: la de la religión (Dios es hostil, y el hombre debe vencerlo, o al menos intentarlo) y la de la fe (Dios es bueno, y el hombre puede confiar en él). Se intenta, pues, salvar la bondad de Dios, declararle inocente del mal fisico mediante el recurso al pecado y al necesario castigo: Dios es bueno y quería para el hombre un paraíso terrestre; es el hombre el que lo ha echado todo a perder.

Pero el «cocktail» resulta indigerible: si Dios es verdaderamente bueno, si quería verdaderamente que la humanidad viviera en un paraíso terrestre, bastaba con no emitir aquel insostenible decreto que ligaba la suerte de todos a la decisión de uno solo —decisión prevista por Dios y tomada por un individuo recién salido de la animalidad. Malcreencia, oscuridad, sofismas, malestar...

La fe tiene el mérito de ser clara y de colocar al hombre frente a una situación concreta, a la escucha de una llamada precisa.

1. Dios, ciertamente, no está en tal o cual acontecimiento, organizando aquí una curación, allá un accidente mortal, aquí una riada mortífera, allá una cosecha maravillosa. Los acontecimientos se desarrollan según su propia autonomía, afortunada o infausta para el hombre, y no hay relación directa entre Dios y tal acontecimiento. En este plano, es inocente: no es él quien me arrebata a mi hija, no es él quien me prueba enviándome el cáncer.

  1. Sin embargo, Dios no es totalmente inocente. Aunque no se halle directamente implicado en tal o cual acontecimiento, sí está plenamente implicado en este mundo, en el que ocurren inevitablemente tales acontecimientos. Dios «entrega» al hombre a este mundo orgánico, le deja en este condicionamiento de fragilidad, de sufrimiento y de muerte.

    Dios no es, pues, inocente de esta situación, que, por el contrario, forma parte de su plan. Pero si entrega al hombre, no es para hacerle pagar. Es en orden al futuro, por razones de pedagogía, podríamos decir. Para que, dejado a sí mismo, pueda ser el hombre el que elige a Dios, el que cree y vive de esta fe.

    Los padres conocen esta dolorosa pedagogía —dolorosa también para Dios—, pero necesaria, porque siempre llega un momento en que tienen que dejar al joven vivir su vida, aunque les gustaría tanto poder hacerlo ellos en su lugar, con toda la experiencia que ellos tienen... Pero no puede ser, porque entonces él ya no sería él.
     

  2. Dios no queda, por tanto, absuelto del mal físico; su bondad real para con el hombre no es perceptible más que al final de esa pedagogía. Sin referencia a la resurrección, a la divinización, sin percirbir intensamente que el deseo del hombre está hecho para eso y que hacia eso le atrae Dios, es inútil hablar de la bondad de Dios. Para quien pretenda reducir el deseo del hombre al simple confort de sus actuales instalaciones, físicas y afectivas, a la mera perspectiva de conservarlas el mayor tiempo posible, Dios será siempre el peligro, el poderoso de humor inestable e incomprensible. Y empezarán de nuevo los «¿por qué?» y los «¿qué le he hecho yo a Dios?» y las rebeldías o las tristes resignaciones.

La alternativa es cada vez más clara: o se es ateo o se es creyente en la resurrección. Para quien se atreva a pensar, la religión y la malcreencia, su producto, no son más que pescadillas que se muerden la cola.

La pedagogía del «devenir» infinito

Lo mismo que en matemáticas, hay que suponer el problema resuelto. La complejidad del mundo orgánico al que el hombre se ve entregado proporciona a cada hombre y a cada mujer una vida diferente, una existencia propia e intransferible. Cada cual habrá librado un combate distinto, física y moralmente diferente. Cada cual habrá establecido una red de relaciones diferentes que le habrán ayudado o le habrán abrumado. De este modo, se habrán constituido identidades perfectamente particulares y únicas. Cada cual, entregado a un combate que no podía acabar más que con el fracaso de la muerte, habrá creído, de maneras muy diferentes, que Dios es poder de resurrección. Y cada cual habrá extraído de esa fe el gusto de luchar sirviendo a la vida y a los vivientes.

Después, cada cual, también de muy distintas maneras, muere. Y tras la muerte, encuentra al Dios que resucita y diviniza; y eso ya es el embeleso cegador: alegría de Dios y alegría del hombre, alegría indescriptible al término de un largo camino en el que durante mucho tiempo se han buscado y merecido mutuamente. Porque tan doloroso es para el hombre el ser «entregado» como para Dios el «entregar»: pero ¡qué común alegría y qué satisfacción cuando la aventura ha culminado en una libertad perfectamente personal y plena! ¡Y qué forma tan distinta de mirar las penalidades del camino!

Sólo la fe nos enseña desde ahora esa mirada: «Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros)) (Rm 8,18).

Y sobre todo, sólo la fe nos enseña la verdadera mirada de Dios sobre nuestras vidas. En ellas se da el sufrimiento no porque el hombre haya pecado y porque Dios castigue, sino simplemente «para que se manifiesten las obras de Dios» (Jn 9,3), y la obra de Dios es la vida. Lo cual quiere decir, por lo tanto, que el hombre es un ser frágil no porque sea las ruinas de una obra maestra anterior, sino porque es la urdimbre de un ser por venir. Es preciso que el hombre se reconozca y se escoja a sí mismo como el ser en quien Dios espera hacer que se manifieste su poder de vida y de amor. Será hijo de Dios, cuyo deseo es engendrarlo, mientras que el deseo del hombre es reflejo de dicho deseo; por eso el hombre debe hacerse hijo de Dios en medio de la lenta, real y penosa andadura del mundo orgánico, al que el hombre pertenece ante todo. Para que la culminación de la historia sea ciertamente la obra de Dios, pero también la obra del hombre.

Cuando el hombre se ve afectado por el sufrimiento del mundo —ceguera de nacimiento o cualquier otra cosa—, no es en el pasado donde hay que buscar su sentido, atribuyéndolo al pecado y al castigo divino. En el pecado se encontrará únicamente la razón técnica, biológica. Por ese lado, el acontecimiento ya no tiene sentido. El sentido de todo sufrimiento, el sentido de ese paso a través de la fragilidad de la vida orgánica, es en el futuro donde hay que buscarlo.

Sólo el futuro absuelve a Dios de su plan, de su forma de no intervenir, de su «abscondeidad». Sólo el futuro da sentido al mal físico. «Para que se manifieste la Obra de Dios». Sólo Dios es capaz de iluminar al ciego, de hacer vivir al muerto; pero sólo un Dios que prime-ro deje al ciego en su ceguera, y al hombre en su vida orgánica; sólo un Dios oculto puede hacer que el hombre escoja la luz, busque el sentido, acepte la atracción, tienda hacia la vida y pueda un día alegrarse locamente de la consumación de su aventura en Dios.

¿Cómo sabré de dónde viene el día,
si no reconozco mi noche?
¿Cómo sabré cuál es tu vida,
si no acepto mi muerte?

(Didier Rimaud)