Tercera Parte
LA ORACIÓN


A tal Dios, tal oración

Cuando uno ama profundamente a alguien, cuando este amor alienta una comunión que permite conocer bien a ese alguien, no soporta uno oír hablar mal de él. Lo mismo le ocurre al creyente con Dios. Nuestro propósito de desenmascarar a Dios, de arrebatarle las máscaras con que le ridiculizan la religión y el ateísmo, se inspira en esta lógica.

Dios es un poder, dice la religión; y el hombre, débil ante el poderoso, ha de afanarse por merecer subsistir ante él, por captar un poco de ese poder en beneficio de sus deseos.

Dios es una proyección del hombre, dice el ateísmo; una proyección de su temor, de su debilidad, de su deseo de seguridad y de poder.

El creyente, según hemos visto, acepta ampliamente esta crítica, a condición de que quede bien claro que afecta al Dios de la religión, de ninguna manera al de la fe.

Porque la fe se distingue de la religión por una doble ruptura en cuanto al sentido de Dios. Primera ruptura: en la fe, Dios se revela como un poder de vida en favor del hombre; la relación hombre-Dios se ve totalmente trastocada por ello, y se accede a ella mediante una conversión radical. Fue el objeto de nuestra primera parte.

Segunda ruptura: en el corazón mismo de la fe ya descubierta, y para que quede bien claro que Dios no es una proyección del deseo del hombre, Dios se afirma siempre, y a veces duramente, como el Inaprehensible, el Ausente, el Inútil, El que no se mueve ni interviene, El que abandona al hombre en su combate en el momento mismo en que va a ser abatido. A este Dios se accede mediante una conversión constantemente reemprendida: Dios escapa al deseo del hombre a la vez que lo atrae. Dura pedagogía; pero ¿qué otra cosa puede hacerse? ¿Cómo aprendería el deseo del hombre a proyectarse más allá de todas sus necesidades, hasta Dios mismo en lo que El es, si se encontrase constantemente satisfecho en sí mismo por lo que Dios hace? ¿No exigimos también nosotros ser amados por nosotros mismos y no por la utilidad que tengamos, ser elegidos y nunca poseídos?

Este fue el objeto de nuestra segunda parte. Con ella terminaba, en el fondo, la exposición de la tesis que guiaba nuestro estudio. Pero todavía es preciso añadirle un complemento necesario, a la vez prueba y explicación. En efecto, si las cosas son así con respecto a Dios, ¿en qué queda la oración? Acto fundamental de toda religión, la oración es el lugar en que se revela, se ejercita y se desarrolla el sentido que se tiene de Dios. ¡A tal Dios, tal oración!

Hablar de la oración en esta última parte es, pues, acabar de descubrir, con una última argumentación, ese rostro distinto del Dios de la fe; y es también situar, en el corazón de la experiencia de la fe, la función fundamental de la oración.