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La oración de intercesión


Para la religión, la oración es esencialmente una petición «apoyada». La petición expresa aquello de lo que tengo necesidad y que sólo el poder divino puede proporcionarme, porque mis medios son insuficientes. Pero esa petición puede ir «apoyada» con súplicas, sacrificios, dones, promesas y esfuerzos por merecer que el poder divino tome nota de mi deseo, salga de su indiferencia, se deje conmover y pase a realizar la deseada intervención. Desde ese momento, el que dicha intervención la desee yo para mí, que soy el que reza, o para otro por quien yo rezo, es lo de menos. Basta con cambiar la dirección: en el paquete de méritos que envío al cielo en pago de la intervención deseada, borro mi nombre y escribo el de cualquier otro, vivo o muerto. ¡Y asunto arreglado!


1. La intercesión por los vivos

A diferencia de la religión, que pone en marcha la oración para que Dios actúe, el creyente, en cambio, se pone a orar porque Dios actúa y para encontrar él mismo el sentido de esa actuación —una Presencia que vivifica y atrae su libertad al corazón de la Ausencia—, para acoger él la vida de Dios, ponerse a actuar con El y acceder así a la acción de gracias.

Si tal es la oración de la fe, no hay razón alguna para pensar que pueda degenerar en religión cuando la oración se hace intercesión. La oración de intercesión del creyente funcionará, pues, porque Dios actúa —aunque según Su deseo, no según el nuestro— y para que nosotros (yo, que rezo, y aquellos por quienes rezo, unidos como estamos por distintos lazos de solidaridad) acojamos, actuemos y vivamos.

Respecto a la oración, ya hemos cotejado ampliamente la experiencia del Nuevo Testamento; pero ¿qué decir acerca de la intercesión?

«Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias (al igual que Flp 4, 6, la acción de gracias no se sigue eventualmente) por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad» (1 Tim 2,1 s.). Es una invitación clara a la intercesión. Y el motor de dicha intercesión es perfectamente precisado: «Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (2, 3-4).

No se intercede, pues, para hacerle ver a Dios casos desgraciados que se le hayan pasado por alto o que él haya olvidado o desdeñado; tampoco para convencerle de que cambie de actitud. No se intercede para que quiera la salvación de esos hombres; se intercede, al contrario, porque Dios quiere la salvación de todos los hombres y para acogerla. Y también para que, con nuestra forma de actuar, seamos, en medio de los hombres, hogueras que irradien justicia y paz.

Todas las cartas de Pablo incluyen una intercesión, por lo general a continuación del saludo. Una lectura atenta permite ver cómo funciona la intercesión en Pablo. No son «intenciones de oración» (u oración de los fieles) lanzadas en todas las direcciones, hasta llegar al número suficiente para llenar el hueco entre la homilía y el ofertorio. La intercesión brota de la existencia apostólica de Pablo, de los lazos que ha establecido con las comunidades y de la preocupación pastoral y fraterna que sigue sintiendo respecto de la fe y el progreso de las mismas.

Además, no se trata nunca de bienes materiales, de intervenciones de Dios que vendrían a transformar maravillosamente una situación dolorosa. Cuando hace «memoria» de sus comunidades lejanas, habla de crecimiento en la fe, en el conocimiento y en el discernimiento, para que su existencia siga orientada y atraída hacia el Señor y su Reino. En definitiva, ora siempre con la certeza de que «Quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando» (Flp 1,6). Intercede no para que Dios sea fiel, sino porque lo es: «Pues fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,9).

Así pues, en este punto de la intercesión, la oración, espontáneamente religiosa, debe convertirse a un nuevo sentido de Dios, a un nuevo espacio de relaciones, pero también a una nueva percepción de nuestro compromiso. En efecto, la crítica profética de la religión se aplica también a la intercesión: ¡qué fácil y qué superficial es prometer oraciones a quien sufre, y descargar en Dios lo que tendría que hacer uno mismo! La expresión «rezaré por ti» es muchas veces sinónimo de «¡Adiós, muy buenas, y arréglatelas como puedas!»


2.
Interceder para vivificar la solidaridad

La oración de intercesión surge, lo mismo que la petición, en la segunda función de la oración, en la que uno se dispone a existir con Dios. Se trata entonces de hacer pasar a la vida concreta la justicia y el amor que uno recibe de Dios. Y esa vida concreta, yo, que rezo, no la vivo solo. La vivo con otros; ellos forman parte de mi vida, hay lazos que nos unen y que son casi tan fuertes como los que unen mis órganos entre sí. Su felicidad es mi felicidad, y su infortunio el mío.

Esa vida la vivo, además, con otros con quienes me voy a encontrar; yo podría pasar sin verlos, o bien crear vínculos y aceptar prolongar hacia ellos y recibir de ellos la vida que todos recibimos de Dios.

Todos esos seres surgen inevitablemente en mi oración, ya que es en ella donde se prepara la existencia en solidaridad activa y real, que es esencial a la fe: «practicar la justicia, amar la piedad». Las dificultades compartidas con esos seres serán también la ocasión de formular peticiones. El mero pensar en el infortunio de ciertas personas queridas, o simplemente de ciertos grupos de hombres, aun desconocidos, despierta en mí el temor: la ausencia de Dios, el abandono del hombre a sí mismo y a las fuerzas brutales de la historia, todo eso me llega, me hiere y me tienta no sólo a través del camino de mi propia vida, sino a través de todo lo que es humano y, sobre todo, a través de lo humano que me es cercano y querido.

Todo eso que forma mi vida, mis compromisos, mis fidelidades, mis solidaridades, surge en la segunda fase de la oración y debe ser —por ella— vivificado, pacificado. En la oración es donde hallaré la certeza de que ninguno de aquellos por quienes rezo es olvidado por Dios. Y descubriré además el sentido de la adversidad que ellos están viviendo, el gusto de la solidaridad activa y fiel para ayudarles a superar la prueba, y el valor para ir más allá de mis peticiones y aceptar la Ausencia, pero comprometiendo mi presencia.

Orar por los demás para permanecer en la solidaridad. Sin esta oración, en cambio, se corre el peligro de decirse enseguida: «¡Es un tipo acabado, es una situación desesperada; mira a dónde conduce siempre la vida! Así que, ocupémonos de nosotros mismos. ¡Provecho, egoísmo y seguridades!»

Orar por los demás también para irradiar, para difundir la fe en Dios, la esperanza y el sentido. Eso se difunde concretamente con la solidaridad activa y percibida. Pero también, y de un modo más misterioso, con lo que Pablo llama el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 12-16). Cristo es su cabeza, y nosotros los miembros. Los vínculos no son únicamente entre la cabeza y los miembros, sino también entre unos miembros y otros: «Crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,16).

No hay más solidaridades reales que las concretas. La mejor manera de engañarse es declararse solidario de todo el mundo, sobre todo de los que están lejos. Ser humano es sentirse solidario de toda la humanidad, ciertamente; pero no se llega a la humanidad más que por el camino de los seres concretos, próximos y lejanos, con quienes se entra en alianza y en solidaridad real. Lo mismo ocurre con el Cuerpo de Cristo. Es un hipócrita y un mentiroso el que hace funcionar esta solidaridad universal en su oración de intercesión, pero evita como la peste la solidaridad concreta que se le presenta.

¿Orar «por» los demás? Eso se parece a una transferencia de capitales: te mando un pequeño paquete de oraciones; no tardarás en recibirlas. Quizá fuera preferible decir: orar «con» los demás. Con los demás vivo yo esta existencia abandonada a sí misma por la Ausencia de Dios; con los demás oro yo para situar la fe en medio de esta existencia y hacer de ella, los unos con los otros, un camino hacia la Presencia, hacia el encuentro con Aquel que viene.

Se explicite o no, orar es siempre, en primer lugar, un diálogo entre Dios y yo, pero un diálogo en el que los demás se nos unen inmediatamente.


3. La intercesión por los muertos

La única forma eficaz de abordar la intercesión por los muertos es la ironía. Mi experiencia pastoral me lo dice: sólo la ironía tiene, en un primer momento, la virtud de hacer salir al pensamiento religioso de los automatismos del temor, de la impotencia ante lo desconocido.

Cada una de las vidas se inscribe constantemente en una cuenta. Antes de la muerte del hombre, se apuntan en ella todas las operaciones, como haber o como debe, hechas por él o por otros a nombre suyo. En cambio, a partir de la muerte del titular se registran sólo los ingresos efectuados por terceras personas. Esa es la razón de que las personas prudentes y avisadas —y que disponen de medios, sea cual fuere su origen— asignen en su testamento una cantidad con la que sufragar durante mucho tiempo abundantes oraciones. Después de haber pasado toda una vida en un mundo en el que el rico se las arregla siempre divinamente —prueba palpable de que Dios está con él—, no existe verdaderamente razón alguna para pensar que el otro mundo funcione de forma distinta.

Y hay en el otro mundo personas que han muerto hace ya muchísimo tiempo. Imaginaos un Nabucodonosor o, más lejos todavía, un cazador de dinosaurios. Son millones y millones todos esos hombres desconocidos, olvidados, que han pasado inadvertidos y que ahora se limitan a esperar. Ya nadie ora por ellos, sus cuentas ya no conocen más ingresos que el de las escasas migajas que les corresponde cada 2 de noviembre.

Y cada año también, Dios viene a inspeccionar las cuentas. «Mi querido Nabucodonosor, te quiero mucho; personalmente, hace mucho que no tengo nada contra ti. Pero, al ritmo que lleva tu cuenta desde el último milenio, tienes para rato...» A otros, por el contrario, puede anunciarles: «Mi querido amigo, alguien se ha ocupado de ti. Fuiste listo y, antes de dejar tu última función terrena, te las arreglaste para que otros trabajaran por ti rápidamente y bien. Aquí tienes hoy la recompensa a tu previsión».

¿Humor negro o realidad ampliamente extendida? Orar por los muertos, ¿no es alimentar sus cuentas? Dios no es más que un contable; nada escapa a sus cálculos; y ¿no es la carga más sagrada de los supervivientes no abandonar a sus muertos a su impotencia, a la dura y fría indiferencia del contable celeste? Ya se hable de Dios en términos de amor o de severa justicia, tras las diferentes palabras late la misma percepción: la muerte entrega al hombre al Enemigo. Y constituye la más sagrada solidaridad humana el proporcionar al muerto las armas que ya no puede forjarse él mismo.

Conscientes de los errores que encubre este pensamiento religioso, otros consideran correcto eliminar totalmente la oración por los muertos. Cuando una persona muere, su suerte ha quedado echada, el asunto está cerrado y ya es inútil rezar por él.

Si yo entiendo bien esta reacción, la diferencia con los primeros no se refiere a la oración de intercesión religiosa, la cual no es criticada y funciona para los vivos. La diferencia se refiere únicamente al hecho de que se piensa que la muerte bloquea la cuenta. El asunto, pues, concluye antes: justamente a partir de la muerte; pero hasta entonces se ha desarrollado conforme a los mismos principios religiosos: el hombre debe hacerse valer ante Dios y triunfar sobre este implacable Enemigo. Para los primeros, esa acción puede proseguirse más Allá de la muerte, mediante la oración por los difuntos; para los segundos, la acción se detiene con la muerte. Ambos están de acuerdo, sin embargo, acerca del proceso de esa acción.


4. Interceder para que triunfe la esperanza

Al igual que toda oración, la oración por los muertos no se hace para que Dios se acuerde de su fidelidad, de sus promesas de misericordia, ni para obligarle a hacerlas valer ahora en provecho de tal o cual difunto. Se hace, por el contrario, aun a riesgo de que deje de ser una oración de la fe, porque Dios es misericordioso y fiel y para que nosotros (yo, que vivo la muerte del otro, de un ser querido, y que me siento amenazado y ya afectado por ella, y él, que ya ha muerto) sepamos acoger esa misericordia y esa fidelidad de Dios para sacar de ella, yo la esperanza, y él la vida definitiva.

En efecto, cuando un ser muere, está perdido, doblemente perdido: por ser pecador y porque ya ha muerto. Esa es la información que me dan la realidad y la experiencia.

Si se trata de un ser querido, se añade además una dolorosa amputación en mi propia vida, un inicio de muerte en mí mismo, la promesa de que un día, inevitablemente, la muerte acabará su obra. Es el miedo, la angustia, la reducción de mi existencia por desaparición de todo horizonte.

Esta primera información que me viene de la experiencia, de la evidencia, o bien es la única que recibo, y me hundo, o bien soy capaz de oponerle otra, más fuerte, y domino la muerte. Y esta otra información, más fuerte que la primera, me viene de la fe. Ella me dice: sí, este hombre muerto está doblemente perdido: es pecador y está muerto; pero está doblemente salvado, porque Dios perdona y Dios resucita. Y me dice también: sí, esta muerte es ya un poco, un mucho, tu propia muerte; pero también tú puedes, ya desde ahora, acceder a la esperanza. Pero ¿dónde recibiré yo esta información? ¿Dónde podrá alcanzarme a mí, personalmente, liberando lentamente mi corazón de la angustia y del temor, para poner en él la paz «que supera todo conocimiento» (Flp 4,7)? ¿Dónde, si no es en la oración?

He ahí un ser muy querido que la muerte acaba de arrebatarme. Un intercambio maravillosamente vivificador nos unía. El amor entre nosotros daba y recibía: toda mi alegría de vivir era hacer vivir al otro y recibir a cambio el mismo don. Y he aquí que la muerte ha acabado con todo: el otro ha desaparecido. Ya no puedo darle ni recibir nada de él. Es el otro quien ha muerto, pero la muerte se ha instalado también en mí, reduciendo a la nada cuanto me hacía vivir. Y entonces, ¿no es la oración «por los muertos», ante todo, una oración «contra la muerte»; contra una muerte que me amenaza doblemente, porque ni recibo ya nada de quien me hacía vivir, ni yo puedo darle nada?

La oración contra la muerte me parece que es la forma más radical de la oración de la fe, la que lanza al hombre a la confrontación más dolorosa con Dios, pero también la más verdadera, la más concluyente.

La muerte me arrebata a un ser querido: en adelante, ya no podré hacer nada por él, ya no podré hacerle existir; se me escapa, y ese vacío me hiere. En la oración contra la muerte, debo aprender a dejar marchar al ser querido junto a Dios. A partir de ahora, es El y sólo El quien le hace existir, y aprendo en la oración a darle gracias por ser, El sólo, más fuerte que la muerte. No se trata de resignarse, de someterse a la cruel voluntad de Dios: la oración degeneraría en religión. En una oración de la fe, se trata de confiar a Dios el cuidado de ese ser, cuidado que a mí se me escapa en tal medida que debo aprender, en la oración, a confiarlo a Dios. ¿Cómo no va uno a autodestruirse cuando intenta inútilmente retener o llamar de nuevo a la vida a quien ha muerto, a menos que aprenda a confiarlo a quien es más Viviente que uno mismo?

Pero la muerte me golpea también al privarme a mí de cuanto recibía del ser querido. Su ausencia abre en mí un vacío mortal: el que me hacía existir ya no llega a mí. En la oración contra la muerte debo aprender, pues, a transformar ese vacío en llamada de Dios, a descubrirle más como El que me hace existir. La oración contra la muerte se revela, así, como la cima del combate de la fe.

De las tres funciones que hemos reconocido a la oración, la segunda queda parcialmente anulada por la muerte: ya no tengo nada que hacer por esa persona a quien la muerte acaba de arrebatarme, nada que vivir; ya no tengo, pues, que prepararme para ello. Queda, sin embargo, la vida, que prosigue con los demás seres, y la oración contra la muerte me prepara, por tanto, a existir con Dios, sin el ser que ha fallecido, pero sí con los demás.

En cambio, las funciones primera y tercera alcanzan su paroxismo. «Dios me hace existir»: ¿qué mejor y más candente ocasión para reconocer mi pobreza, mi deseo y Su fidelidad que frente a la muerte? «Yo hago existir a Dios»: ¿qué reconocimiento más completo, más desgarrador y, por eso mismo, más auténtico que el de entregarle ese ser querido a quien hasta ahora me tocaba a mí hacer existir?

No se trata, pues, de orar «por» los muertos, con ese sentido comercial de transferencia de méritos. Se trata de orar, ante todo, «contra» la muerte, y después «con» los que han muerto. Esa es la razón de que la liturgia de las exequias culmine, como toda liturgia, en la acción de gracias, y concretamente en un Prefacio, humanamente inverosímil, que nos hace decir: «En verdad es justo y necesario darte gracias siempre (por tanto, también en este tiempo de muerte) y en todo lugar (por tanto, aquí, junto a esta persona muerta), porque tú eres el Dios Vivo que nos hace a todos vivir y resucitar».

Orar contra la muerte y para que triunfe la esperanza —para que el Dios de la Vida triunfe en mí lo mismo que en todo hombre alcanzado o amenazado por la muerte— significa concentrar la oración del creyente en sus funciones esenciales: vivir en la fe la alianza con el Dios Vivo, y vivirla sin limites, ni siquiera el de la muerte.

De lo que ocurra con los muertos, de lo que suceda exactamente después de la muerte, se podrán decir muchas cosas más o menos ciertas. Pero sólo es seguro lo esencial: que ellos, los muertos, y nosotros, los que aún vivimos, somos todos beneficiarios del Poder de salvación o, de lo contrario, estamos perdidos. Y eso esencial sólo la oración nos lo proporciona, porque es en la oración donde Dios viene a «instruir al hombre» y donde el hombre aprende a escuchar esta instrucción: «Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí... y yo le resucitaré» (Jn 6,44 ss.).

Orar «contra» la muerte y «con» los muertos es abrirse a esta enseñanza del Padre, es acoger la muerte y superarla ya, es crecer en la esperanza que «no falla» (Rm 5,5).


5. ¡Acuérdate, Señor, de tu pueblo!

No, Dios no padece amnesia. Como antes decíamos a propósito de las palabras del Padrenuestro, decir a Dios: «Acuérdate de nosotros», y decírselo en la oración de la fe, significa recuperar por nosotros mismos la certeza de que para Dios jamás caemos en el olvido. El gran problema, la gran prueba, es la Ausencia. La gran oración, la de la tradición bíblica y cristiana, la que se da en el corazón mismo de la celebración eucarística, es la oración de memorial: «¡Acuérdate, Señor, de tu pueblo!»

Pueblo en marcha a través de la historia, a través de la muerte, hacia Dios, hacia la vida. A su cabeza va Cristo, que inauguró y reveló el camino de acceso al Padre y a la vida, que nos precede y nos atrae. «¡Acuérdate, Señor, de Jesucristo!»

Tras él, los que llamamos «santos»; la primera, la Virgen María, y luego tantos otros, de entre quienes podemos elegir a uno u otro que nos «diga» más. También ellos nos preceden, nos alientan, nos instruyen y nos atraen. «¡Acuérdate, Señor, de tus apóstoles, mártires y confesores!»

Después, todos los vivientes, todos los hombres de buena voluntad, y también todos los demás, a título de lo que sea, formando cuerpo con ese pueblo. «¡Acuérdate, Señor, de todos los hombres!» Y puesto que la solidaridad no es universal si no es concreta, «¡Acuérdate, Señor, de éste y del de más allá!».

Por último, todos los muertos. Es difícil decir exactamente lo que hacen, pero una cosa es cierta: la muerte no los ha separado del pueblo de Dios. Por eso, «¡acuérdate, Señor, de nuestros muertos!»

Y Dios se acuerda, y Dios atrae, y Dios salva. No porque nosotros oremos. Se acuerda porque él es el que se acuerda. Y cuando oramos, somos nosotros quienes recuperamos la memoria, quienes nos acordamos de Dios, de sus promesas y de su obra de salvación en Jesús, en los santos y en torno nuestro; somos nosotros quienes volvemos a descubrir el gusto de reemprender la marcha, para ir con toda la historia al encuentro de Aquel que Viene.