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La oración y las peticiones


Existe oración cuando se encuentran el deseo de Dios y el deseo del hombre. El deseo del hombre es lo que en él hay de mejor. Y es, además, por donde le agarra el Evangelio: «Si quieres ser grande, si quieres ser perfecto...». Pero el deseo del hombre es una construcción muy misteriosa, muy compleja, profundamente estratificada.


1. Descubrir el propio deseo

En apariencia, el deseo se anuncia a través de lo que podemos llamar «necesidades». Comer, beber, tener un techo, vestido, trabajo, disponer de coche, de frigorífico, etc. Lo propio de la «necesidad» no es ser algo secundario o superfluo: hay necesidades absolutamente vitales que son, por tanto, elementos necesarios e importantes del deseo humano. Lo propio de la «necesidad» es, más bien, el poder ser rápidamente satisfecha.

Si necesito agua, la busco, y mi necesidad queda satisfecha. La necesidad se refiere a un objeto tal que una simple acción, a corto plazo, puede obtenerlo y satisfacer así la necesidad.

Tras las «necesidades» está el estrato de los «deseos». Para satisfacer un «deseo» se necesita tiempo, mucho trabajo, una larga búsqueda, una etapa de la vida: deseo de tener la propia parte de amor y de felicidad, deseo de lograr el propio proyecto de vida, de curarse, de salir bien librado, de evolucionar más armoniosamente, etc. Todos estos deseos se escalonan en distintos grados de importancia, según la persona y según la etapa de su vida.

En el fondo, finalmente, misterioso, ilimitado, dando aliento, fuerza y hasta violencia a los deseos y a las necesidades, está el deseo, en singular. El deseo de existir. Impulso formidable que lanza al hombre por todos los caminos de las necesidades y de los deseos, que exige toda clase de cosas al precio que sea, que suscita la generosidad más grande o la violencia más cruel. Impulso que nada puede satisfacer jamás, puesto que todo es parcial, provisional y frágil. El deseo del hombre quizá no sea percibido más que en las capas superiores; hasta puede que sólo lo sea en la superficie: entonces llega a perderse y a hundirse en las necesidades y en los deseos, esperando, exigiendo de ellos que le satisfagan. Y si no, se angustia y enloquece al constatar que de allí no saca ni sacará jamás provecho.


2.
Reencontrar el deseo de Dios

A través de la experiencia de la vida, poco a poco, el hombre puede aprender también a descender a lo más hondo de su ser, a reconocer allí, más allá de las necesidades y de los deseos, el deseo, y a no confundirlo ya con las necesidades y deseos que él alienta. Entonces se hace capaz de mantener el deseo, su deseo, a falta del único ser que puede satisfacerlo: Dios. Se hace entonces capaz de encontrarse con el deseo de Dios, de percibir la misteriosa correspondencia entre ambos deseos y de gozar con ello. Se hace capaz de orar. P' que existe oración cuando se encuentran el deseo de Dios y deseo del hombre: el deseo del hombre: deseo infinito de eyibur en el amor; y el deseo de Dios: deseo de comunicar infinitamente la existencia en el amor.

Al hablar de la «abscondeidad» de Dios, expusimos largamente que este encuentro entre el deseo de Dios y el deseo del hombre no es evidente. Dios está ausente, inoperante, inútil en lo que a las necesidades y a los deseos del hombre se refiere; no interviene para satisfacerlos; no hace que actúe su poder para satisfacerlos. Pero ésa es la pedagogía de la libertad, el único camino que conduce al hombre al descubrimiento de su deseo ilimitado, de su deseo de Dios. Inaprehensible a sus necesidades y deseos, Dios se descubre como lo que atrae el deseo del hombre: revelación que es recibida en la conversión a la fe, y ejercitada y profundizada en la oración.

Creer es, en primer lugar, descender en mí hasta el nivel del deseo, y allí, en lo más hondo de la libertad, y a pesar del abandono a mí mismo en lo referente a necesidades y deseos, reconocerme beneficiario de la ternura de Aquel que me hace existir, y confiar en él absolutamente. Acogerlo y reconocerlo: son las funciones 1 y 3 de la fe.

Orar es, pues, volver a descender en mí hasta el nivel de mi deseo, captarlo de nuevo y volver a colocarlo bajo ese horizonte de fe, a la luz del encuentro con Dios, para que allí se dilate, respire, se libere y estalle en acción de gracias (funciones 1 y 3 de la oración). Y también para que se prepare (función 2) a afrontar nuevamente el complejo ámbito de las necesidades y los deseos, donde, de momento, tiene que realizarse concretamente cada día.
 

3. Superar las necesidades y los deseos

Pongamos el ejemplo de un hombre gravemente enfermo que vive con Dios una relación de religión, no de fe. Su enfermedad supone un duro golpe contra su deseo de existir: su deseo profundo viene, pues, a identificarse con su deseo de curarse. Puede resultar curado o desahuciado. Como religioso que es, utilizará los medios de la religión para influir en Dios, el Todo-Poderoso, hacerle ver su desgracia y convencerle para que intervenga. Pide curarse; toda su oración no es más que petición. Pone a Dios entre la espada y la pared, le intima a que se muestre útil.

Si se cura, dará gracias a Dios. Pero su enfermedad habrá sido inútil, no habrá aprendido nada de ella, no habrá aprovechado su situación para descubrir mejor su deseo. Al contrario, identificará aún más su deseo profundo de existir con tal o cual valor actual: tener buena salud, poder gozar de la vida... Se habrá curado en cuanto a la salud, pero, en cuanto a su libertad, se habrá vuelto más frágil todavía, más replegado en su «tener».

Si no se cura, si ve que va cada vez peor, se desesperará, maldecirá a Dios o no volverá a hablar de él, esperando, en medio de una angustia creciente, ver definitivamente frustrado su hermoso pero vano deseo de existir. El religioso, centrado en la petición, sale perdiendo en cualquier caso.

Imaginemos a este mismo hombre, pero creyente. Como creyente, sabe que su deseo de existir está a salvo junto a Dios. Pero la enfermedad es también para él una terrible provocación. También él se ve perdido; su deseo de sanar amenaza, también en él, con recubrirlo todo. Pero allí está la oración para protegerle y sacarle de este peligro. En la oración descubre la certidumbre de que el hombre es más que el acontecimiento que le asalta; reencuentra su deseo y al Dios que lo satisface. Con la fuerza de la oración aprenderá a vencer su temor, a superar la petición de curarse (petición que, en principio, tal vez formula con tanta vehemencia como el religioso). Con la fuerza de la oración, y en virtud de este encuentro valerosa y fielmente practicado con Dios, y a pesar de la ausencia que la enfermedad hace más abrumadora, el hombre va a ver cómo se dilata su deseo de existir: sin identificarse ya con tal o cual «tener», sino volcándose totalmente en la relación con Dios, en su amor y en su poder de vida.

Si se cura, saldré de la enfermedad crecido sobre todo en su libertad, más cercano-ásu deseo profundo, más libre con respecto a todos los valores provisionales que lo realizan, más creyente, más habitado por el amor de Dios. Y por todo ello dará gracias.

Si no se cura, si ve que va cada vez peor, no se empecinará en requerir a Dios que . cure, ni se desesperará. La oración de la fe, al intensificarse, se ir' desprendiendo cada vez más de la petición, para irse llenando pro cesivamente del único y maravilloso deseo de existir y de la fe única ,i Aquel que atrae y acoge ese deseo en la Vida. La acción de grac' is le acompañará hasta prorrumpir definitivamente gozosa en la .esurrección.


4. La oración: un «taller» del deseo

Ante el deseo del hombre hay algo más que la perspectiva extrema de la vida o de la muerte. Están las perspectivas cotidianas de las tareas que hay que realizar, de los compromisos que hay que asumir, de las personas con las que hay que tratar, en medio de ese inmenso trenzado de necesidades y de deseos que cada hombre teje en torno a sí, animado en lo más hondo de su persona por el deseo, cuya medida exacta percibe con mayor o menor perfección.

El ateo no ora; reflexiona y se concentra. El religioso sí ora; de hecho, pide, comercia, esperando añadir a la panoplia de los medios naturales para satisfacer sus necesidades y deseos, este otro medio mágico de la oración para granjearse el favor divino.

El creyente también ora; y si su oración incluye todavía peticiones que expresan sus necesidades y deseos, es que no es aún perfectamente creyente de una vez por todas. Creyente se hace uno y sigue haciéndose sin cesar. Por la oración del creyente tiende a no conocer más que una única petición: la de poder adherirse totalmente con todo su deseo al deseo de Dios; la de poder equilibrar cada día sus necesidades y deseos de tal modo que su acción sirva para existir verdaderamente y para hacer existir a los demás. En una palabra: para llegar a ser colaborador del deseo de Dios.

Es por este camino de la liberación del deseo, y únicamente por él, como la oración resulta eficaz y cambia de algún modo la vida de la gente. Y no por la petición, por muy acompañada que vaya de sacrificios y ofrendas para desencadenar la intervención maravillosa de Dios en provecho de las necesidades y los deseos de los hombres. ¡Tal oración no puede menos de resultar decepcionante!

La oración es, pues, un taller del deseo. La vida es el otro. Pero la vida se halla también en la oración, ya sea en su preparación (fase 2) ya en su culminación oblativa (fase 3). Taller del deseo: allí es donde el hombre entrega su deseo al fuego del amor de Dios para que el martilleo de la vida forme debidamente al hombre nuevo que está llamado a ser.