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Ensayo de una tipología actual


El estudio del esfuerzo profético por liberar la fe de la religión, esfuerzo que culmina en san Pablo, nos ha permitido encontrar ya dos tipos bien característicos: el «pagano» y el «judío». Acabamos de descubrir otros dos: el ateo existencialista y el ateo práctico. Deberemos ahora reunir y completar estas indicaciones intentando extraer de ellas una tipología apta para poder leer la realidad actual de los posibles comportamientos a propósito de Dios.


1. «Retratos». Clave de lectura

El religioso del temor

¿Qué ha sido en nuestros días del «judío» de Pablo? Es el religioso del temor en general o, en forma más precisa y más abierta: el integrista.

Lo que, en el fondo, anima su relación con Dios es el temor. Es, pues, extremadamente importante que entre él y Dios se alce la fortaleza-Iglesia: institución sólida, inmutable e inamovible; dotada de una jerarquía cuyo poder se hace fácilmente visible en los signos de la casta sagrada: indumentaria, lenguaje, saber, etc.; dotada de una ley (lo que hay que creer, lo que hay que hacer —y, sobre todo, lo que no hay que hacer—, los ritos que hay que celebrar, las oraciones que hay que decir, etc.) igualmente inmutable e intangible. Y para acabar de exorcizar el temor, común a todos los hombres en medio de su fragilidad, es preciso que esa Iglesia se alce con la intolerancia y el anatema —lo cual acaba dándole a uno la certeza de que es justo, de que no tiene nada que temer y de que la operación-supervivencia ante Dios es un éxito, ya que es sobre los demás sobre quienes caerá el castigo divino.

Entre los religiosos del temor, están los que, con toda dulzura y suavidad, se quejan simplemente de que se les cambia la religión. Pero, o bien serán recuperados gracias al nuevo estilo postconciliar (no es únicamente en el modo de obrar en lo que el espíritu puede cambiar), o bien, con toda dulzura, se harán ateos, una vez desaparecido el temor.

Y hay también otros en quienes el temor es demasiado profundo: privarles de esa Iglesia-fortaleza, es tanto como desollarlos vivos, al abandonarlos a su temor sin protección alguna. Eso no lo soportarán y reconstruirán la fortaleza. La reforma conciliar es una vasta conversión a la fe que aprovecha las provocaciones acumuladas desde hacía tiempo por la cultura moderna para desligar a la religión cristiana de la «religión» y ponerla al servicio de la fe. Es conversión a la fe o no es nada.

Aunque en grados distintos, el valor común a estas gentes sigue siendo el medio de satisfacer las exigencias de un Dios implacable y, en cualquier caso, peligroso. Su binomio fundamental es la Ley y el Castigo: «Si no rezáis, también entre nosotros habrá catástrofes; si no vas a misa, Dios no te ayudará a encontrar una buena esposa, etc.». En diversos grados, vuelven a verificarse las palabras de Pablo: son unos estupendos religiosos, tienen un prodigioso celo de Dios, pero se equivocan de Dios (cf. Rm 10,2)

No hay que olvidar, dentro de esta categoría, al religioso político. Lobo disfrazado de oveja, defiende el integrismo, no ¡válgame Dios! por la necesidad de someterse él mismo a la Ley, sino por el servicio que presta esta religión manteniendo a la sociedad dentro del orden jerárquico, y al pueblo llano en el temor y la sumisión. Por este camino se ha sellado muchas veces la alianza contranatura entre la religión cristiana y el poder, económico o político. Tampoco es una casual, sino, más bien, profundamente lógico, que allí donde la Iglesia postconciliar lleva a cabo su conversión a la fe, rompe dicha alianza. Para estos religiosos políticos es legítimo tachar entonces de impíos, de enemigos de la religión y de izquierdistas a los promotores de esa ruptura.

¡También Jesús soliviantaba al pueblo llano! (cf. Lc 23,5).

El ateo existencialista

Es la reacción a la religión del temor, reacción violenta las más de las veces, porque, con ella, el hombre se libera de una alienación, y porque una liberación así no se produce nunca sin dificultad y sin provocar hostilidad. Sus formas son muy diversas: cambio doloroso y angustioso durante la adolescencia o al comienzo de la edad adulta, toma de conciencia fácil y evidente a partir de la adolescencia o más tarde, o tal vez sublevación brutal y repentina provocada por un acontecimiento y que hace que se manifieste una saturación muy antigua.

Es la negativa a entregar el deseo del hombre a un Poder externo que aliena mediante la ley (lo que hay que hacer y no hacer para mantenerse en orden) y mediante el temor (lo que ocurre si no estás en orden). Ese Poder es tanto Dios mismo como el aparato religioso que administra ese ciclo del temor y mantiene en él al hombre: ley, pecado, culpabilidad, temor, rito compensatorio; ley, pecado..., etc. Es la negativa, asimismo, a encerrar la existencia del hombre en un binomio: ley-castigo, o pecado-gracia; es resistirse a desnaturalizar esa existencia en una especie de angustiosa marcha a través de un campo minado.

Es la determinación de abrirla, por el contrario, a todos los valores humanos, a la aventura, a la experimentación, al futuro personal, a la duda, a la búsqueda, a la responsabilidad, a los datos reales de la vida, a la libertad.

Es la negativa, en fin, a permitir que el hombre se aliene en un dios hipotético, en unos quehaceres religiosos que le distraigan de su verdadera tarea de hombre, en una creencia religiosa que le aparte de su compromiso y de su responsabilidad para con el futuro del mundo. «O Dios existe, y el hombre no es nada; o existe el hombre...»: así formulaba Sartre el violento dilema en que la religión del temor sume inevitablemente a todo hombre que se hace consciente del valor fundamental: su existencia.

El religioso de lo útil

Heredero del «pagano» de Pablo, el religioso de lo útil tiene al rito en muy alta estima, porque le atribuye el poder de atraerse a Dios y obtener de él una ayuda útil: encontrar vivienda o trabajo, tener salud... Se percibe a Dios fundamentalmente desde el ángulo de lo útil.

Esta religión funciona sobre la base de un contrato muy simple: el trueque, el intercambio, alimentado a veces por la creencia en el valor mágico del rito. Sus formas son también muy diversas. Hay quienes cultivan la religión de lo útil de manera regular: «practican», mantienen buenas relaciones, porque nunca se sabe cuándo puede sobrevenir la desgracia, y no conviene estar en números rojos ni andar falto de crédito. Otros llegan a lo mismo esporádicamente, sobre todo cuando el infortunio de una enfermedad o de un fracaso hace que reaparezca la fragilidad del hombre y, con ella, la torpe esperanza de dar con el rito paliatorio.

Pero lo útil no se reduce sólo a lo físico o a lo económico: salud, trabajo, éxito. En nuestros días es también observable en unas dimensiones totalmente nuevas, reveladas por las ciencias sociales o psiquiátricas. El rito es necesario para que se constituya la personalidad social de una comunidad, para que los individuos puedan apropiarse el misterio angustioso de las grandes etapas de la vida: nacimiento, iniciación, matrimonio, muerte.

Evitar la neurosis, personal o colectiva, pertenece también a lo útil.

Si lo que se pretende es su eficacia interna, psicológica, cualquier rito vale, con tal de que esté bien hecho. Porque no se trata de imaginar un rito cargado de revelación divina y de respuesta del hombre creyente, es decir, de un sacramento de la fe.

Si, por el contrario, lo que se busca es influir en Dios, a fin de obtener su protección, su ayuda eficaz, entonces se incurrirá más bien en integrismo, aunque únicamente en este punto. Es muy curioso observar la absoluta ambigüedad del apoyo prestado a los integristas postconciliares por determinados medios altamente intelectuales y liberales: la exigencia litúrgica es precisamente la única que ellos aceptan, y desean una Iglesia estrictamente ritual. Pero esta complicidad parcial es comprensible: cuanto más se exprese el rito en signos extraños a nuestra cultura actual, en una lengua desconocida, cuanto más se comporte el sacerdote como un druida, como un personaje sacro, más evidente será que esa misteriosa acción debe tener también una eficacia misteriosa. Porque este religioso no es creyente: para él, el hombre no tiene acceso a Dios en lo vulgar y cotidiano. Más aún, no tiene acceso a Dios en absoluto, a no ser por una especie de violencia mágica, por un rito protector y por la mediación de un especialista de lo divino.

El ateo práctico

Debido a un progresivo relajamiento a partir, quizá, de la adolescencia, o tal vez por causa de una revisión tajante del asunto tras algún fracaso particularmente contundente, la práctica religiosa ha sido abandonada: persiste, eso sí, la búsqueda de lo útil, pero ésta se orienta hacia los verdaderos medios de eficacia. La dimensión religiosa se tolera tadavía en los demás, pero sólo en la medida en que se concreta en dedicación y en una eficacia determinada. La práctica religiosa ha sido totalmente abandonada por inútil, porque proviene de la ignorancia acerca del funcionamiento de la realidad, de una ingenua voluntad de rehuir la condición humana, hecha a la vez de poder y de impotencia—motivaciones, por lo demás, de las que, en su opinión, se sirven las autoridades religiosas para ejercer un oficio rentable. Desde la lamparilla «de a duro» hasta la gran operación financiera de un jefe de secta que promete la curación, abundan los ejemplos que justifican esta crítica de la religión y, desgraciadamente, bloquean a esas gentes a ese estéril nivel de la reacción.

El malcreyente

Estas figuras-tipo que nosotros intentamos describir, en la realidad se encuentran de forma muy mezclada. Religión del temor y religión de lo útil no se excluyen mutuamente: se pueden mezclar ambas y se puede pasar de una a otra. Y es posible que religión y ateísmo tampoco se excluyan pura y simplemente, sino que se mezclen ciertos restos de práctica religiosa, pequeños residuos de crítica y de rechazo y hasta elementos de fe. ¡Un auténtico cocktail! En estos tiempos de crítica, de sospecha, de incertidumbre y de violencia verbal de unas opiniones contra otras, el malcreyente es probablemente el tipo más difundido. Su característica principal es el desasosiego. Su actitud, la de nadar entre dos aguas. Aún sigue rezando, pero se limita a la oración «oficial», a asistir a la misa dominical, porque no ha perdido el miedo al pecado mortal. Permanece en la Iglesia, pero justamente el mínimo necesario para no cortar los puentes, porque «...nunca se sabe». Se considera «creyente», pero se refiere con ello a restos de conocimiento transmitidos antaño y que tienen muy poco que ver con su existencia real. Puede hasta ser sacerdote, pero se limita simplemente a desempeñar una función y a emplear un lenguaje que él no vive personalmente.

Se encuentre al nivel en que se encuentre, el malcreyente puede deslizarse con mucha facilidad hacia el ateismo: a base de desprenderse progresivamente de elementos de la religión cristiana, llega un momento en que la evidencia de su ateísmo resulta innegable.

O bien, repentinamente enajenado por ese desmoronamiento que se produce en él y en torno a él, regresa violentamente —a falta de percepción y de experiencia personal, la violencia, sobre todo contra los demás, puede por algún tiempo proporcionar certezas— y renueva en él y en torno a él la religión del temor.

Es ésta, a la vez, la oportunidad y el drama de nuestra época: el entorno es tal que el religioso, en uno u otro momento, se encuentra inevitablemente privado de la evidencia sosegada de la religión. Se descubre «malcreyente».

La malcreencia es un estado inestable y transitorio. Es preciso hacer de la malcreencia un camino hacia la fe.

El creyente

Es el último retrato de nuestra «galería». Pero no hagamos del creyente un personaje definitivamente instalado en la fe. De hecho, el hombre real se mueve siempre entre los tres polos de la religión, el ateísmo y la fe. La conversión no es algo adquirido de una vez por todas, aunque es cierto que, si se progresa en la verdad, se da una experiencia y, por tanto, una certeza que poco a poco, piedra a piedra, va formando una morada en la que uno puede vivir y acoger pacífica y serenamente.

En sí misma, además, la fe no es un estado petrificado. Conoce la confianza, pero no la seguridad. Es una circulación, un movimiento, una manera de invertir la vida, con su misterio y su realidad. Es fuente inagotable y aventura infinita. Es centro y horizonte, pero también marcha en equilibrio inestable. Es fuerza y certidumbre, pero también ternura y vulnerabilidad. Es experiencia viva de esa vida y esa «circulación» de vida que la Biblia, con su esquema constantemente repetido, nos ha descrito suficientemente. Para el creyente no hay, de momento, más retrato que el rostro de Zaqueo bajando de su sicomoro.


2.
En el flujo y reflujo de la vida

Estos seis tipos forman, todos ellos juntos, una clave de lectura que sirve para descifrar mejor el comportamiento propio y el de los demás. Para reaccionar, hay que entender lo que pasa. Nadie puede jactarse de responder plena y únicamente a uno de esos retratos. La realidad personal es siempre más movediza y más enmarañada. Y, sobre todo, la historia de nuestras vidas nos hace movernos constantemente entre esos tres polos que son la religión, el ateísmo y la fe.  

¿Como una cadena de montaje?

En la forma de representarse el modelo ideal de un fiel de la Iglesia hay una cierta ingenuidad no carente de peligro. Dicho modelo tiene más de cadena de montaje que de aventura propia de la existencia humana. Una cadena de montaje son unidades —un frigo, un coche— todas absolutamente idénticas y que a lo largo de un recorrido idéntico y perfectamente organizado, un riel, siguen un proceso que las lleva hasta la construcción acabada.

Con el bautismo, en el que son infundidas las virtudes teologales —fe, esperanza y caridad—, se constituye la estructura cristiana de base. Durante la infancia, esa estructura dispuesta a funcionar es programada. Es el caso del catecismo, que proporciona las verdades que hay que creer, los mandamientos que hay que respetar y los ritos religiosos que hay que cumplir. Un equipaje para la vida. Como el propio término lo indica, un equipaje es una maleta que contiene ya todos los elementos necesarios para llevar a cabo con éxito la propia vida religiosa.

El fiel así programado va, en principio, a funcionar hasta su muerte en el marco de una parroquia, rodeado, por tanto, de personas que, también en principio, funcionan todas de la misma manera. Todavía habrá un importante hito que franquear: el matrimonio religioso. Y más tarde, por último, el entierro religioso. Todo ello, conforme a un plan de fabricación bien establecido, como por una especie de contrato con Dios, da derecho, en principio, a la vida eterna.

Este falso modelo ideal no carece de peligros, porque sobreviene la extrañeza, el temor y, enseguida, el abandono o el endurecimiento de quienes, de pronto, descubren que ellos no «funcionan» así. Añádase a esto la reacción brutal de quienes pretenden imponer a toda costa ese «funcionamiento» y exigen una pastoral en esa línea. Piénsese en la escandalizada extrañeza de quienes ven que el catecismo de los niños no produce una mayoría de jóvenes sensatos y practicantes, y acusan por lo mismo a esa catequesis de no proporcionar ya a los niños el «equipaje» necesario para afrontar victoriosamente todas las etapas de su vida.

La realidad es que el hombre no está sujeto a un circuito de montaje, sino que se adiestra en una existencia, y es al ritmo de esa existencia como se constituye poco a poco. Podemos esbozar a grandes rasgos las etapas fundamentales de este proceso.

La infancia: espontáneamente religiosa

El niño prolonga hasta Dios las motivaciones profundas que animan su relación con sus padres: «ve» a Dios en la línea de la mirada que dirige a sus padres. Por ser totalmente debilidad y necesidad, el niño mantiene, inevitablemente, una doble relación con sus padres: la relación de dependencia y la relación de utilización.

La dependencia produce el temor a ser abandonado y, por tanto, una situación de «tener-que-agradar». Con su buen comportamiento, el niño ha de merecer de sus padres que no le dejen en el abandono, que sería su perdición.

Pero, por otra parte, los padres son además los mayores, los todopoderosos: ellos lo arreglan todo; el niño puede confiar absolutamente en ellos, puede «utilizarlos» totalmente.

Naturalmente, esas dos relaciones producidas por el niño se verán equilibradas por las producidas por los padres: la dependencia, el temor y el tener-que-agradar se verán transformados por la seguridad en la confianza del amor; y la utilización se trocará, poco a poco, en un sentido más lúcido de la realidad y de su propia responsabilidad.

Pero, aun equilibradas, tales relaciones no dejan de existir, dando lugar en el niño a una primera captación de Dios espontáneamente religiosa. Dios es un ser maravillosamente vivo, del que yo dependo: si no le agrado, él me abandonará, y eso sería terrible. Dentro de esta perspectiva, es bien conocida la actitud moralizante y perfeccionista de los niños en su «edad de oro», alrededor de los diez años. Dios es también un ser maravillosamente poderoso y benefactor: quiere el bien para nosotros y soluciona nuestras vidas; basta con pedírselo. ¡Oraciones de niño!

Religión del temor y religión de lo útil: ambos movimientos están espontáneamente presentes en el niño. Por supuesto que pueden verse equilibrados, por una parte, por la seguridad que proporciona el amor y, por otra, por la creciente conciencia de la propia responsabilidad —y estos elementos serán inestimables para la evolución de la persona, tanto en el plano psicológico como en el religioso—; pero la infancia no incita todavía a salir de esa ambigüedad. La mejor educación, la mejor formación del mundo, no puede hacer del niño un fiel dispuesto a «funcionar», provisto de su «equipaje» para la vida, porque el niño no ha empezado aún a existir de verdad.

De su infancia recibe elementos, ciertamente fundamentales, para su desarrollo humano y religioso; pero todo se mueve aún dentro de una ambigüedad igualmente fundamental que sólo la confrontación personal con la existencia habrá de resolver en un sentido o en otro.

La juventud: afortunadamente crítica

Crítica, en el sentido de crisis. Con la adolescencia empieza el enfrentamiento consigo mismo como persona, libertad, proyecto y responsabilidad. Está la profesión: aprendizaje o estudios, elección de un porvenir, proyecto de una vida. Están las relaciones, el despertar de la sexualidad, la entrada en relación con los demás, constitutiva de uno mismo.

En cuanto a la profesión, el adolescente, y después el joven, se encuentra con la realidad, dura y sólida: aprende a conocerla con sus mecanismos reales, con sus exigencias de eficacia, de resultados. Es la primera provocación a la crítica: en la medida en que su religión de infancia era portadora de una confianza ingenua en un Dios todopoderoso que, en respuesta a sus oraciones, solucionaba sus problemas, el joven va teniendo, cada vez más, la experiencia de que no hay tal cosa; descubre progresivamente y aprende a dominar los verdaderos medios para llegar a ocupar su lugar en este mundo de la eficacia y del trabajo. La religión, con su motivación de utilidad, se ve en crisis a partir de ahora. Ateísmo práctico

En el campo de las relaciones y de la sexualidad, el adolescente, y después el joven, se encuentra con la libertad y con el temor. La religión de su infancia comporta una fuerte connotación moral, como hemos visto. Y en el tema de la sexualidad, el lenguaje religioso es claro: su ejercicio está prohibido, es pecado antes de que se haya creado —y la cosa va para largo...— el estatuto conyugal que lo autoriza.

El despertar a la sexualidad, y toda la vida sexual, lleva consigo ya un aspecto de temor, de inquietud, debido a la hondura y la globalidad que le son propias. Si a esta delicada situación se añade el temor de lo prohibido-religioso en general, las cosas, también aquí, no tardarán en estar maduras para que, en este plano del temor y de la Ley, la religión entre en crisis. Ateísmo existencialista.

Es una crisis afortunada, porque libera de la ambigüedad de la infancia. Por distintos caminos, más o menos accidentados, lleva al joven a adoptar una postura personal. Su infancia —y ya veremos cómo se decantan sus elementos preponderantes, felices o desgraciados—, su entorno —ya veremos cómo aperece su capacidad de existir y de acompañar— y su propia dinámica marcarán al joven en su crisis. En su ateísmo, lo rechazará todo, liberándose violentamente de la Ley en el ateísmo existencialista, y abandonando el rito, despreciativamente, en el ateísmo práctico. O bien, volverá atrás y se encerrará en la religión, convirtiéndose, en el peor de los casos, en un ser débil y preocupado, mientras en el fondo de su ser van esbozándose ya las rebeldías, los desbloqueos y los terribles resentimientos de los cuarenta. Más vale tarde que nunca.

O también puede degenerar en un malcreyente, en un individuo tenso o en un sujeto tibio, según que su entorno le permita decantarse y le ayude a ello o, por el contario, le mantenga sencillamente en la mediocridad de una práctica religiosa socialmente aceptable.

O bien, por último, se convierte a la fe. Abandona al falso-dios del tener-que-agradar y del temor, al dios fácil y útil del rito eficaz, y accede —aunque no se trata más que del primero de una larga serie de éxodos— al verdadero Dios, Aquel que existe para que yo exista; Aquel que da Sentido global a mi vida para que yo la llene de sentido para mí y para los demás; Aquel que confia ese Sentido a mi responsabilidad, a mi búsqueda, a mis dudas y a mis proyectos; Aquel que me entrega a la vida y a los demás para hacer que florezca el que yo soy. Y ello para gloria nuestra: la de Dios y del hombre.

Hay que empezar a existir para llegar a ser creyente.

El adulto: el choque de las disociaciones

La vida del adulto, la etapa más larga y más movida, es ciertamente la que menos se parece a un raíl bien derecho y con un recorrido perfectamente previsto. Los acontecimientos de la vida, los encuentros con otras personas, los compromisos adquiridos o rehuidos: todo ello forma un verdadero complot en torno al hombre para hacerle llegar de pronto allí adonde no tenía previsto ir en absoluto.

A lo largo de esta confrontación —no en vano el tercer parámetro de la fe es, según el profeta, «caminar humildemente y, por lo tanto, permanece con su Dios»—, ¿sabrá el adulto alimentar su experiencia creyente: jamás dejarse arrastrar por nada, no llenarse como un cubo de basura, rehacer incesantemente la unidad de su vida bajo la Revelación de Dios? ¿Encontrará el adulto en su entorno, en su comunidad, lugares apropiados para realizar esa «humilde marcha» con Dios y con sus hermanos y hermanas?

Llamo «disociacióni a todo lo que viene a romper en un momento dado el buen equilibrio que el adulto ha conseguido. Existen, en primer lugar, las disociaciones morales: un buen día se encuentra uno atascado en el desorden, la marginalidad, el pecado. Experimenta entonces la propia debilidad, la vida que arrastra a situaciones no deseadas; tiene miedo, no se siente ya «en orden»... Se trata de situaciones de crisis que procovan nuevas síntesis, para mejor o para peor.

Fijémonos en alguien que se convertirá en ateo, paradójicamente, por una reflexión religiosa: hasta ahora me encontraba en orden; podía, por tanto, presentarme ante Dios con mis méritos; ahora que la vida me ha llevado al desorden (por ejemplo: un divorcio, un amor «irregular», o simples dudas), dejo de tratar a Dios, abandono toda práctica, ya no soy digno.

Habrá quien, por el contrario, regresará a la religión: es preciso que compense con toda clase de sacrificios este desorden que ha surgido en mi vida. Y helo ahí, endurecido consigo mismo y con los demás.

Más allá de estas reacciones, completamente naturales según «la carne y la sangre», puede darse la súbita escucha de la enseñanza del Padre. La crisis será la ocasión; la palabra de Dios —un salmo, un texto evangélico— puede ser el instrumento; tal hermano o tal comunidad, el lugar; pero el Espíritu es el actor: ese hombre va a realizar la experiencia de la fe. Durante años, cuando se encontraba «en orden», afirmaba su fe en Dios salvador. Ahora que se siente atascado, no en orden, pecador, puede vivirlo, llevar a cabo el sobrecogedor descubrimiento del Amor de Dios.

¡Saber hacer del desorden inevitable la ocasión para abandonar por fin el orden ante Dios!: «Ningún viviente se justifica delante de ti». Sólo el pecador (no el pecador de mentirijillas, el que se distrae en sus oraciones, sino el hombre verdaderamente «atascado») puede tener la experiencia del Dios Salvador, y luego recuperar su existencia, hasta entonces paralizada, para instalar en ella y no en otra parte el obrar con justicia, el amar con ternura y el humilde persistir en la acción de gracias. «Dios es quien justifica. ¿Quién condenará?» (Rm 8, 33-34).

Se dan también las disociaciones fisicas: el fracaso profesional, el penar de amor, la enfermedad, los achaques. Y entonces se ve cómo hay ateos prácticos que se vuelven fervientes religiosos: ¿y si, a pesar de todo, el rito pudiera ser eficaz, si un gran «complot» de oraciones pudiera arrancar de Dios su atención, su piedad y, por último, su necesaria intervención? La mayoría de las veces, esta regresión religiosa es momentánea: cesará cuando las cosas se hayan arreglado o, tras el fracaso definitivo, se tornará en rebelión (religiosa) o en ateísmo definitivamente convencido.

También ahí, más allá de «la carne y la sangre», la enseñanza del Padre, la ocasión de acceder cada vez más a la confianza absoluta: «Si no veis señales y prodigios, no creéis» (Jn 4,48). La ocasión de progresar hacia el Dios de la resurrección, la ocasión de aprender no la muerte, sino la vida a través de la muerte, la Presencia por encima de la Ausencia, Aquel que viene en el momento en que me deja a mí mismo. ¡Hacerse creyente!

Quedan, por fin, las disociaciones del mundo que me rodea. Cuanto más se avanza en la vida, más nos acosa y nos abruma el espectáculo del fracaso y del sufrimiento. También esto es una provocación, un puesta en crisis. Unos optarán por el repliegue religioso: «El mundo y la vida me dan cada vez más miedo, me refugio en un mundillo cerrado de prácticas, deberes y pensamientos piadosos, y me mantengo en orden delante de Dios; ya sabrá él reconocer a los suyos y protegerlos de la desgracia». ¡Qué pérdida de calidad!

Otros optarán por decir: «Si Dios existiera, no podría permitir un mundo como éste»; son los que se inclinan de pronto hacia el ateísmo. Egoísta («¡yo me ocupo de mis asuntos!») o altruista («no porque Dios no exista dejan los demás de ser interesantes y de merecer plenamente mi compromiso»). ¡Qué pérdida de sentido y de esperanza!

Y se puede también crecer en la fe y desarrollar en particular su capacidad de obrar conjuntamente con Dios, entregarse al compromiso socio-político, actuar con justicia y por la justicia: mediación activa entre el Sentido percibido y recibido de Dios y el mundo nuevo al que la esperanza nos impulsa.

La proximidad del fin

La mayor tristeza del mundo religioso, el mayor descrédito que se inflige a sí mismo, es su propio lenguaje acerca de la muerte:

—«¿Te has enterado?: Fulano tiene un cáncer incurable. Está en las últimas...»

—«¡Pobre hombre...!»

El religioso conoce la vanidad de su empresa: todos los ritos y todas las oraciones del mundo no le salvarán de la muerte. Y hay un momento en que —«¡Pobre hombre...!»— hay que reconocerlo. Y si es una persona religiosa de la Ley, sabe además (y ello supone un motivo más de angustia) que cuanto más envejece, más deméritos acumula y menos apto se ve para «dar la medida» delante de Dios.

Maravillosa tercera edad, importantísima tercera edad —aunque a cualquier edad hay tercera edad—, a condición de que no se instale uno en un desesperado lamentarse de la vida pasada (ateísmo) ni se lance a un sprint final para intentar todavía reequilibrar el propio balance ante Dios (religión), sino que, por duro que eso sea, siga adelante, consciente de la grandeza de esta última etapa, de esta última «humilde marcha en Su compañía», hacia el encuentro.

¡Bajar por fin, definitivamente, del sicomoro!