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La crítica moderna de la religión


En el plano de la cultura antigua, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, al que se ha dirigido nuestra investigación hasta ahora, el debate se detiene en esta posición entre religión y fe, entre esos dos mundos de sentido y de relaciones: el que proyecta el deseo humano concibiendo la religión a partir de sí mismo, de aquello que le habita, y el que propone a la conversión del hombre el deseo de Dios revelado en Jesucristo. No existen todavía otras posturas, aún no ha surgido el ateísmo moderno, y todo gira en torno a la religión.


1. Cada generación tiene su propia ambigüedad religiosa

Entre la religión y la fe, aunque hay ciertamente ruptura (una ruptura llevada por el movimiento profético a su más alta expresión en la figura de Jesús, y más tarde en la de Pablo), hay también compenetración, por lo que fácilmente hay además confusión y ambigüedad. Lo hemos oído en palabras de Pablo: «Tienen el celo de Dios, pero no según el conocimiento». Es el mismo clima en que se mueve la polémica entre Jesús y los fariseos: entre esos hombres que afirman ser todos hombres de Dios, es difícil percibir con exactitud lo que les enfrenta tan violentamente.

Desde el comienzo de nuestro trabajo hemos tenido en cuenta esta compenetración entre religión y fe, y hemos distinguido entre religión objetiva y subjetiva. Es dentro del corazón —«este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí, vana es su religión» (Mc 7,6)— donde se oponen fe y religión subjetiva. En el plano de la religión objetiva —oraciones pronunciadas, ritos celebrados, mandamientos observados— reina la más completa ambigüedad. Pablo lo constataba ya en el antiguo Israel: se puede descender de Abraham y no ser hijo suyo en cuanto a la fe: «los hijos de la carne no todos son hijos de Dios» (cf. Rm 9, 6-12).

La compenetración existe también por el hecho de que incluso entre religión (subjetiva) y fe no hay sino ruptura en la realidad. La exposición teórica de estos dos espacios los opone y los separa necesariamente, como hemos visto en nuestros esquemas.

En el hombre real habrá de darse ciertamente una ruptura, pero mediante el paso de una a otra. Ningún hombre —a no ser Jesús, por ser Hijo de Dios, y María por una gracia especial— nace creyente, sumergido ya en el espacio de la fe, sino que todo hombre debe llegar a serlo, realizando la experiencia del callejón sin salida de la religión, sacando provecho de esa situación para abrirse así a la llamada del Espíritu y avanzando poco a poco por los caminos por donde le lleva la Revelación. Se trata de un largo éxodo, de una conversión nunca lograda, en la que se suceden con frecuencia avances y retrocesos. Y todo ello bajo el manto de la religión objetiva. Unos mismos ritos, actos, palabras y comunidades contienen y ocultan actitudes perfectamente contradictorias: la religión del temor o la fe, la voluntad del dominio sobre Dios o el servicio humilde.

Mientras perdura la aceptación de la religión, tales contradicciones internas no la hacen estallar. En cada generación, antes y después de Cristo, la llamada profética a la fe, la crítica a la religión (subjetiva), se deja oír con mayor o menor energía, pero siempre en el seno de la religión (objetiva). Para que se dé el estallido, es preciso que surja un elemento nuevo: el ateísmo y su crítica de la religión. Ese estallido de la religión, por nefasto e impío que les parezca a muchos, lleva en sí mismo también una promesa: provoca irresistiblemente a salir de la ambigüedad.

No puede encubrirse cualquier cosa con el sagrado manto de la religión.

Puede significar el final del «contrabando». En cualquier caso, constituye la novedad y la oportunidad de nuestro tiempo: liberar la fe, poner la religión (objetiva) al servicio de la fe.


2.
Cuando el hombre se encuentra...

Lo propio del desarrollo moderno de la cultura es haber permitido al hombre un mayor dominio sobre sí mismo y sobre cuanto le rodea. Este movimiento está ciertamente lejos de haber concluido. Tras una primera fase en la que el Progreso justificaba un absoluto optimismo al palpar el éxito de las conquistas humanas, se llegó a una conciencia mucho más matizada de los resultados obtenidos. La posibilidad que el hombre adquiere de regirse a sí mismo y al mundo que le rodea se revela cada vez más ambigua, porque lo mismo es fuente de orgullo, de entusiasmo, de auténtico enriquecimiento y de tareas maravillosas, como de vergüenza, de temor, de incertidumbre y de servidumbre. Ahora que el desarrollo de la vida no está, decididamente, en las solas manos de las fuerzas naturales; ahora que, de espectador, beneficiario o víctima, el hombre se convierte en actor responsable a todos los niveles, la cuestión fundamental de la cultura humana tiene mucho que ver con la calidad de la vida y con el modo de administrarla —algunos, más pesimistas, piensan incluso que con la supervivencia misma de la vida. Ecología, debate atómico, subdesarrollo, democracia, salud, eugenesia, urbanismo, relaciones, trabajo, sentido de la vida... son otros tantos campos abiertos —según algunos, otros tantos campos ya irremediablemente deteriorados— a la aventura humana y en los que puede medirse el formidable dominio del hombre sobre sí mismo. Se puede y se debe tomar conciencia, por ello, de que una dimensión del hombre terriblemente nueva ha surgido. Dicha toma de conciencia, ocultada muchas veces por la religión y sus afirmaciones sobre el gobierno del mundo por Dios, será objeto de una reflexión más detenida en la segunda parte. Pero constituye el telón de fondo de la crítica de la religión de que hablamos aquí.

Si esta potestad sobre la vida se ha podido generalizar, se debe a que la cultura moderna ha desarrollado dos sentidos nuevos; el sentido de la libertad y el sentido científico y técnico, que, por otra parte, se influyen mutuamente.

Por «sentido de la libertad» ha de entenderse aquí todo ese movimiento de análisis y de conocimiento que ha sabido desvelar los mecanismos secretos de la vida fisica, política y social, y todo el movimiento de conciencia y de investigación filosófica que, bajo toda clase de aspectos, a veces incluso aberrantes, se esfuerza por pensar al hombre, su misterio y su deseo. En una época más reciente se ha sumado a esta más antigua búsqueda el fenómeno global de la comunicación y de la vulgarización. De lo cual se sigue una adquisición de cultura, una atmósfera general, un «sentido» de la libertad: ya no es evidente que el deseo del hombre haya de soportar pura y simplemente la sujeción o la alienación como una fatalidad inevitable, como un dato natural, sin intentar al menos entenderlas, designarlas, denunciarlas y librarse de ellas. El análisis de las alienaciones del hombre por el hombre y del hombre por el sistema (económico, político, ideológico) ha echado abajo los absolutos, dejando el campo libre —peligrosamente libre— a la floración y el reconocimiento de los propios deseos.

No se necesita haber leído personalmente a Marx, Freud, Sartre o Marcuse. Ese «sentido» de la libertad se descubre en los jóvenes antes incluso de que sepan que tales personajes han existido. Sencillamente, es algo que «está en el aire» y que ya no es patrimonio de ciertos círculos de «iniciados», sino un logro cultural generalizado.

En cuanto al «sentido» científico y técnico, nosotros lo situamos también en el mismo plano. Hay, ciertamente, un abismo entre el conocimiento, la percepción de la realidad de un fisico o un biólogo y la de la gente en general. Pero el desarrollo de las ciencias y de las técnicas, la generalización de la instrucción y la constante vulgarización de los descubrimientos crean (también como logro cultural) un «sentido» científico y técnico en todo el mundo, aun en los más jóvenes. Ya no es evidente que el deseo del hombre deba limitarse, prudente y modestamente, al espacio de valores, a las posibilidades de acción y a los pequeños proyectos que la naturaleza le permite. Ya no es evidente que el hombre tenga que esperar de unas fuerzas superiores los bienes (particularmente la salud) que necesita. Al contrario, es evidente que de sus conocimientos y de su técnica el hombre va a obtener el poder necesario para realizar su deseo. Sabe dónde hay que poner la eficacia: en el conocimiento, la organización, la planificación, la técnica. Ese «sentido» científico y técnico es vivido y celebrado no sólo cuando un cohete lleva al primer hombre a la luna y la TV en color nos permite poder acompañarle, sino ya, y sobre todo, cuando el adolescente monta su primer velomotor y el joven su primera moto.

El día en que el hombre logró derribar un árbol, descubrió al mismo tiempo que el árbol no era, en el fondo, más que un gran trozo de madera.

El dominio del hombre sobre sí mismo y sobre el mundo, dominio generalizado bajo la forma de un logro cultural, de un «sentido» común, contiene inevitablemente una nueva forma de percibirse a sí mismo y al mundo. ¿Qué tiene de extraño que la religión experimente sus efectos?


3. ...la religión se
pierde

Sentido de la libertad: se han señalado todas las alienaciones que oprimen al hombre, no se ha aceptado que el deseo del hombre esté sometido, limitado, vejado por la referencia a una ley, a un sistema, a un poder, aunque sean lps de una muy venerable y divina religión.

Sentido científico y técnico: se han descubierto y se ha aprendido a utilizar las verdaderas fuerzas, los verdaderos medios eficaces, y se ha hecho evidente con ello que es ahí donde el hombre tiene que esforzarse por realizar su deseo y asegurar sus conquistas y su felicidad, y no precisamente mediante ritos, aunque fueran celebrados con arte y calidad.

De este modo se ha verificado una doble autonomía que golpea a la religión como un trallazo. Habíamos asignado a ésta dos motivaciones esenciales que pueden actuar separada o conjuntamente: la motivación del temor y la de lo útil. El choque entre estas actitudes tenía que desembocar en una crítica radical de la religión. El sentido de la libertad rechaza con violencia la relación de temor entre el hombre y Dios y conduce a la negación de Dios, en lo que nosotros denominaremos el «ateísmo existencialista». «Existencialista» en un sentido muy amplio y común del término: un ateísmo cuyo motor es el sentido de la libertad y, por tanto, un cierto sentido de la existencia libre, no-alienada. Un ateísmo no formulado por los especialistas, filósofos existencialistas, pero sí ampliamente extendido entre los jóvenes a partir del despertar de su autoconciencia y de sus deseos de libertad.


El sentido técnico, por su parte, encuentra en la religión la motivación de lo útil. Percibe la vanidad de apostar por la utilidad y la eficacia técnica de un rito y gira sin violencia —a diferencia del anterior— hacia un ateísmo práctico.

Rechazada con violencia y resentimiento, o simplemente abandonada por considerarla superada fuera de lugar, la religión se pierde en la misma medida en que el hombre se encuentra. Sin embargo, hace su aparición una evolución realmente nueva y significativa, si es que el futuro llega verdaderamente a confirmarla: el irresistible ascenso del temor y de la duda respecto a nuestras posibilidades de lograr un futuro dichoso para el mundo provocan, al parecer, un movimiento de reflujo hacia la religión. Primero se dijo: «Dios ha muerto»; y un poco más tarde: «¡Dios regresa!» Religión abandonada o reencontrada... ¿qué importa, en el fondo? No cantemos victoria: se trata de unos mismos mecanismos humanos que juegan en un sentido o en otro. ¿Cuándo, pues, el deseo del hombre hallará el verdadero Deseo del Dios verdadero, de ese Dios que, entre los religiosos y los ateos, «busca siempre verdaderos adoradores en espíritu y en verdad»?