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Dios, ¿una proyección
del hombre?


Es imposible probar la existencia de Dios.

Probar, lo que se dice probar: establecer una argumentación de tal naturaleza que sólo un estúpido o una persona de mala fe podría no aceptar la conclusión. Se han acabado los tiempos en los que la religión encerraba al ateo en la alternativa siguiente: o bien había de tenérsele por poco dotado intelectualmente, o bien su vida moral amparaba vicios secretos que le incitaban a negar a Dios para no tener que someterse a su ley.

Pero es igualmente imposible probar la no-existencia de Dios. ¡Probar, lo que se dice probar!


1. Una ausencia que agarrota la argumentación

Acerca de Dios, de su existencia o no-existencia, no se puede probar nada, porque las dos hipótesis son igualmente impensables por el hombre; ambas sobrepasan nuestras posibilidades de comprensión; ambas hacen que estalle nuestra inteligencia.

Tomemos el argumento del origen del mundo, que demuestra a Dios como causa primera de todo lo que existe.

Nosotros observamos un mundo reglado por el encadenamiento causal: el efecto depende de su causa, la cual, a su vez, es efecto de una causa anterior. Pregunta: ¿hasta dónde se puede llevar la serie?

Respuesta —y esto habría de ser una prueba de la existencia de Dios—: la cadena causa-efecto no puede remontarse indefinidamente; es precido, pues, que haya una causa primera, que es Dios.

De hecho, la cosa no es tan sencilla. Lógicamente, hay que atenerse a tres hipótesis:

  1. o bien la cadena causa-efecto sigue indefinidamente —y el mundo, por lo tanto, habría existido siempre;

  2. o bien hay una causa primera, una causa que no sería efecto de otra causa y que estaría, por tanto, por encima de la cadena —y esa causa primera sería Dios, principio sin principio, misterio de una existencia que no viene de otra alguna, sino que todo proviene de ella;

  3. o bien hay un efecto primero, un efecto sin causa —y en tal caso el mundo habría comenzado por sí mismo, espontáneamente. Algo muy pequeño al principio, que se fue haciendo más grande y complejo por su desarrollo.

De estas tres hipótesis lógicas, ninguna es verdaderamente constatable, pensable por mi espíritu. Cada una de ellas supera mi entendimiento. Ya piense en Dios creador, o en un mundo eterno, o en un mundo que empieza por sí mismo, quedo superado, nada queda probado, ninguno de estos elementos puede, por sí solo, arrancar mi adhesión. Pienso, y quedo indeciso.

Otro argumento: la observación y el estudio del mundo en su desarrollo y en su situación actual revelan una realidad tan formidablemente rica y maravillosa, desde el microcosmos al macrocosmos, pasando por el hombre, que postula la existencia de un ser superior, cuyo poder y sabiduría planifican, disponen y dirigen semejante conjunto.

De hecho, para que un argumento de esta clase funcione, hay que fijarse sólo en una parte del espectáculo que ofrece el mundo. Junto a las maravillas, hay horrores tanto en la evolución como en la historia. La profusión de la vida es tanto signo de un pensamiento rector como de un ciego tanteo. El espectáculo de la historia, con sus catástrofes y sus guerras, con sus violencias y sus desgracias incesantemente renovadas, es un argumento que funciona tanto a favor como en contra de la existencia de Dios. Ante un Dios cuyo ser escapa a nuestras categorías y cuya acción se señala tanto, si no más, por su ausencia como por su presencia, el pensamiento no puede menos de quedar indeciso.


2. Cuando todo está carcomido por la sospecha

No sólo no puede el creyente, por tanto, probar —lo que se dice probar— la existencia de Dios, sino que además su propia fe se encuentra agredida en sí misma, diluida como efecto de la crítica atea que siembra la sospecha y la duda.

La iniciativa viene ahora del pensamiento ateo: Dios no es más que una proyección del hombre. El corazón del hombre es como una cámara: Dios no es más que la proyección sobre la pantalla celeste de los temores y los deseos del hombre.

«La naturaleza, el tiempo y la salud escapan dolorosamente a tus deseos: y entonces ¡imaginas a un Todopoderoso al que tu oración hará obrar en tu favor! Tienes miedo de tu fragilidad, de la muerte; deseas vivir una felicidad sin fallos; tienes sed de ser amado y reconocido para poder dar sentido a tu existencia: y entonces ¡das consistencia a un Dios cuya Providencia vela por ti! Ejerces un poder de dominio sobre las personas y deseas mantenerlo: y entonces organizas una Iglesia que ponga a los poderosos al abrigo del Todopoderoso, que conserve el orden con la sumisión jerárquica y remita a un lejano futuro la realización ahora subversiva de los deseos del hombre. Dios es una proyección del hombre, y la religión es una alienación del hombre, inconsciente u organizada».

Las prolijas y antiguas pruebas de la existencia de Dios, tan discutibles ya en sí mismas, se vuelven irrisorias cuando la crítica moderna se pone a desmontar el mecanismo humano y social de la religión y a desvelar los motivos profundos del recurso a Dios.

Por eso no se debe a casualidad, ni a mala voluntad, ni a falta de preparación personal, ni a decadencia teológica, el que ya apenas se hable de estas pruebas. No es con esas pobres armas como se opone resistencia a la sospecha moderna.

La sospecha ha de ser combatida en su propio terreno; de lo contrario, queda siempre ahí como una infección no localizada, como el gusano en la manzana. Además, no basta resistir a la sospecha; hace falta también ayudarse de ella para avanzar hacia una mayor verdad.


3. Una ausencia verificada por la experiencia

A Dios se accede no por un proceso exterior —prueba, argumentación y conclusión—, sino por un proceso interior —experiencia y verificación de la misma.

Un hombre no se enamora de una mujer por reflexión, argumentación y conclusión. (¡A no ser en los matrimonios de conveniencia!). Se enamora por un encuentro y una experiencia, por una exultación interior. Luego, desde el interior de esa experiencia, se acude a la razón para verificar, autentificar y acondicionar ese amor. ¿Por qué es así? Porque el hombre y la mujer constituyen una realidad que precede a la razón. Esta no funciona sino en el interior de aquélla; ¡de lo contrario, desvaría!

Lo mismo pasa con Dios: no es un objeto más de conocimiento entre tantos otros que, a través de un largo recorrido razonado, acabaríamos por lograr o perder. ¡Dios no es la América de Cristóbal Colón!

Dios y el hombre constituyen una realidad que precede al ejercicio de la razón y la engloba. La razón no puede funcionar más que en el seno de una experiencia, que se da gradualmente. Dios no puede ser conocido más que siendo reconocido: el hombre, pues, se hace creyente acogiendo, verificando y acondicionando su experiencia. Y Dios no puede ser pura y simplemente ignorado; siempre es —en diferentes grados— desconocido, malconocido. Es el desconocimiento lo que lleva al rechazo.

Hemos llegado al «quid» de nuestro asunto. La experiencia de Dios se encuentra hoy con su mayor enemigo: la sospecha. Hasta es posible que se haya producido un cambio de actitudes: antaño era el ateísmo el que pasaba por ser una actitud inquieta y torturada, mientras la religión era una actitud serena. Hoy es el creyente el que duda. La fe se ve minada desde el interior, y desde el interior ha de defenderse y verificarse.

¿Es Dios una proyección del hombre, sí o no? Si lo es, debería constatarse que la revelación cristiana no presenta ruptura alguna entre el deseo espontáneo del hombre y la función que esa revelación asigna a Dios: ¡Dios correspondería perfectamente al deseo del hombre, dado que sería su proyección!

Por el contrario, si se constata que la revelación cristiana conlleva esencialmente tal ruptura, ¡entonces es que no!: que no es proyección del hombre. ¡Dios ya no puede provocar la sospecha de ser proyección de un deseo con el que tan poco se corresponde!

Y ésta es la tesis que nosotros queremos establecer: entre el deseo espontáneo del hombre y la revelación cristiana hay ruptura, incluso una doble ruptura clara y fundamental:

  1. Ruptura en un primer grado: el Dios que se revela en la fe es completamente distinto del que segrega natural y espontáneamente la religión humana. Existe ruptura entre religión y fe. El Dios de la religión es una proyección del hombre, pero no el de la fe. Este es el objeto de la primera parte de este libro.

  2. Ruptura en un segundo grado: incluso después de revelado y creído como completamente distinto, el Dios de la fe sigue siendo inaprehensible para el deseo y las necesidades del hombre. El Dios de la fe sigue siendo para el creyente un Dios ausente. Paradójicamente, la mejor verificación de la experiencia creyente de Dios es su ausencia: ¡el deseo del hombre no proyectaría un Dios ausente! La relación Dios-mundo, caracterizada por la ausencia de Dios, constituirá el tema de nuestra segunda parte.

Toda experiencia humana necesita ser sometida a prueba, criticada, para que pueda ser verificada y madurar. Al no tener nadie el privilegio de hallarse totalmente en el error, la crítica atea que sospecha radicalmente de la experiencia de Dios tiene también sus ventajas, porque obliga a salir de la ambigüedad en lo referente a Dios y a la religión, y fuerza al cristianismo y a las Iglesias a no contentarse con administrar el fondo de religión humana que todo hombre lleva en sí.