Capítulo 6

EL AMOR COMO REALIZACIÓN DE LA FE


Durante su Ascensión, Cristo aseguró que estaría con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf Mt 28, 20). En la Iglesia permanece en los sacramentos, en particular en la Eucaristía, la cual nos hace presente su obra salvífica. También permanece en la Palabra, la cual dirige incesantemente a cada uno de nosotros. Así mismo, en nuestros semejantes, con quienes El se identifica: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Gracias a la presencia de nuestro prójimo, la vida cotidiana se convierte en un reto para nuestra fe, porque es la fe la que nos permite ver a Dios en el prójimo.

La fe «actúa por la caridad» (Ga 5, 6), y en el amor encuentra su plena vida e invita a la convivencia, a la «comunión» con Dios y con los hermanos, Dios te revela su amor (ágape), que recibes a través de la fe, para luego derramarlo sobre los demás. El abandono en Dios por medio de la fe, adquiere en el amor el carácter correcto y la dimensión de un don recíproco (Juan Pablo II).

 

El eros y el ágape

Existen dos tipos de lazos entre los seres humanos, que dan dos tipos de grupos, o dos tipos de comunidades; los cuales nacen de dos concepciones diferentes del amor. La primera, la concepción antigua, que nos transmitió Platón, define el amor con la palabra eros, mientras que la segunda concepción, la que es presentada por el cristianismo, define el amor con la palabra griega ágape. Existen, pues, el eros y el ágape, dos formas de amor, que sirven de base a dos clases de vínculos entre los humanos; dos formas de hacer comunidad. El eros de Platón es el amor que ama lo que considera digno de ser amado. Se trata del amor emocional. Si alguien o algo te gusta, por ejemplo, por su apariencia bonita y estética, o porque se trata de alguien simpático, o porque es para ti algo placentero; si te sientes a gusto con alguien o con algo, o te complace poseer algo, estás sintiendo los efectos del eros platónico, es decir, de algo que sale de tus sentimientos naturales. Amas algo que te produce placer, algo que te hace sentir bien. Ese amor es egocéntrico, porque siempre se trata de ti, de que tú sientas algo agradable.

Es muy fácil desorientarse y confundir ese eros platónico con el amor verdadero, que es el que debería existir entre las personas. Y es por esa razón que la Iglesia predica, de manera tan insistente y decidida, otro amor. E1 amor cristiano se proclama en el célebre himno del amor de San Pablo, quien escribió: «La caridad es paciente, es servicial; (...) no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; (...). Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7). Ese amor, en la lengua original griega, es definido con la palabra ágape. En la concepción cristiana, Dios es el Agape; es el Amor que desciende hasta el hombre y ama lo que no es digno de recibir amor. Se trata de un amor espontáneo, que por sí mismo se da, porque es amor. El ágape es el amor desinteresado que arrebata al hombre. A nosotros, a veces, nos parece que hay que agradar a Dios, que debemos hacer méritos para conseguir su amor. Pero El te ama, porque tú eres su hijo, y no por que seas digno. El ágape es el amor creador; un amor que te ama no porque seas digno de ser amado, sino para que llegues a ser digno de ese amor. El ágape desea crear en ti el bien, un bien cada vez mayor. Cuando alguien recibe gracias especiales de Dios, se asombra de haberlas obtenido; sin embargo, el amor-ágape desciende a los indignos, desciende a todos nosotros, porque todos somos indignos, y todos necesitamos ese amor creador que genera el bien. E1 drama de Dios, que es Amor, consiste en que no puede derramar su amor plenamente; en que no puede inundar el alma humana, a la que ama sin medida. Dios busca constantemente ese corazón en el que pueda derramar su amor inconmensurable. Para una madre que ama a su hijo, por feo que sea, éste siempre será el más bonito de los niños, porque es su hijito. No es, pues, importante cuántos defectos puedas tener, es posible que tengas muchos, es posible que te sientas abrumado por ellos, y es posible que ya no puedas soportarlo. Pero Dios quiere llenarte con su amor, quiere ir creando en ti el amor, quiere descender hasta ti, para hacer de ti, de un pecador indigno, una obra maestra de su amor.

El amor-ágape que desciende hasta ti desde las alturas, desde Dios, y que recibes a través de la fe, no puede quedar encerrado en ti. El amor, siendo un bien, tiene que derramarse, tiene que difundirse. El Agape es Cristo, quien vive en ti, y quien a través de ti y en ti, quiere amar a los demás. El hombre obsequiado con el amor-ágape, con el amor desinteresado, empieza a amar, o mejor dicho, Cristo, que está en él, empieza a amar a los demás. El ágape, es el amor que surge de la voluntad deseosa de dar el bien a los demás, y no el que nace de las emociones. Los vínculos humanos que nacen de ese amor son tan fuertes, que perduran más allá de la muerte. No importa cómo pueda ser el otro, feo o guapo; desagradable o simpático; lleno de defectos y pecados, o sin ellos; lo importante es que el amor quiera amarlo para que pueda irse convirtiendo. Ese amor, el ágape, que crece en ti como resultado de que Cristo descendió a tu corazón, se manifiesta con frecuencia en pequeños detalles, en gestos, en miradas. Es muy importante que repartas ese amor con el calor de tu mirada, con tu aceptación, con tu admiración y con tu acogida afectuosa a tu prójimo.

 

El papel de los sentimientos

El ágape no es solamente un amor creador, es también un amor que une y crea la comunión, la comunidad humana. El contacto entre las personas sucede, con frecuencia, en la esfera de los sentimientos, es decir, en la esfera del eros, del amor emocional. Básicamente hay tres variantes en las relaciones emocionales: en la primera, las relaciones son regidas por sentimientos positivos, como cuando alguien es para ti entrañable, te sientes a gusto con él, le tienes afecto y quieres estar con él. Esos sentimientos positivos podemos experimentarlos tanto en la relación con Dios, como con otras personas. Puedes sentirte, por ejemplo, bien con Dios . A veces alguien se apasiona por el contacto con Dios durante horas, durante días, e incluso durante meses. Los sentimientos positivos están en condiciones de inundar el alma humana. En la segunda variante, los sentimientos positivos desaparecen, y surge una especie de vacío emocional, nada te atrae en una determinada persona. Eso puede producirse de manera repentina, o manifestarse progresivamente. Desde el punto de vista psicológico, se puede hablar de una cierta desintegración emocional. Y puede existir una tercera variante, la más difícil, cuando aparecen los sentimientos negativos. Por ejemplo, en forma de aversión, la cual puede sentirse tanto en la relación con los demás como con Dios. El sentimiento de aversión hacia Dios, tiene lugar con frecuencia durante los períodos de purificación. Puede ser que algo te «expulse» en esos momentos de la Iglesia, puedes sentir aversión por la Reconciliación o por la Santa Comunión, y puedes tener dificultades para orar. De la misma manera, pueden aparecer los sentimientos negativos hacia otras personas. De pronto, alguien que fue para ti entrañable, o que fue tu amigo, empieza a irritarte y sientes rechazo hacia él.

Los vínculos humanos basados en los sentimientos positivos son algo natural. Ese tipo de sentimientos y de lazos, pueden nacer en cualquier grupo humano, incluso entre los delincuentes. Puede tratarse, por ejemplo de, una banda que se une solidariamente para lograr sus fines. Puede tratarse, asimismo, de grupos de amigos. Cuando con frecuencia optas por la compañía de aquéllos con los que te gusta hablar, y los demás no te interesan, te estás dejando llevar por el eros platónico, por el amor egocéntrico. A veces, podemos encontrar personas que se entienden perfectamente sobre la base de los vínculos naturales, de intereses comunes, sin embargo, los sentimientos positivos naturales son algo muy inestable. Pueden manifestarse, por ejemplo, en los comienzos del matrimonio, y posteriormente desaparecer. ¿Y qué sucede cuando desaparecen? Surge la crisis provocada por un creciente vacío emocional, lo cual es muy difícil de soportar. En lo que concierne a tu actitud frente a Dios, eso se manifiesta en una especie de aridez, no sientes nada en el contacto con Dios; nada te atrae a la oración, a la Reconciliación, a la Eucaristía. La misma situación surge cuando desaparece el sentimiento que se tenía por otra persona, cuando de pronto algo deja de atraerte en la persona que antes era para ti entrañable. En esos casos surge un cierto vacío hacia los amigos y conocidos. Y por último, puede suceder la situación más difícil, cuando se siente aversión hacia Dios, o hacia otra persona. En esos casos hace falta, a veces, una actitud incluso heroica para sobreponerse. Cuando desaparece, se quebranta, o, al menos disminuye el vínculo natural, precisamente entonces surge la oportunidad de que aparezca el vínculo sobrenatural.

En el matrimonio puede darse la situación de que la pareja es tan armoniosa, que se asemeja a dos mitades de un todo, que cuando se juntan encajan a la perfección. Desde el punto de vista de la fe, ese no es el ideal. Se trata únicamente de una armonía puramente natural, de sentimientos positivos. No es ese el amor cristiano, el ágape. En tal relación puede no haber ni pizca de amor, ni de relación sobrenatural. Lo mismo ocurre en el caso de los niños en la familia. Los niños no tienen por qué encajar con plena armonía, y no se trata de que no haya problemas con ellos. De lo que se trata es de que intenten amarse a pesar de sus defectos y de sus diferencias, y no de que encajen perfectamente unos con otros.

 

La crisis de los vínculos naturales

Toda comunidad, tanto la matrimonial, como las de amigos, o cualquiera otra, si se basa exclusivamente en los vínculos naturales no tiene mayores probabilidades de subsistir, y algún día, tarde o temprano, tiene que desintegrarse, o pasar a un nivel superior en su existencia. Desde el punto de vista de la fe, se puede decir que es bueno que en nuestra vida se manifiesten crisis de esa naturaleza. Es bueno que de pronto alguien nos sea menos simpático, menos agradable, porque en esto hay una gracia extraordinaria. El llamado de Cristo a vivir el Evangelio, adquiere en esos momentos una especial actualidad. Eso sucede, asimismo, en la relación con Dios durante la purificación, que a veces es muy violenta. Y es entonces cuando no sientes afecto por Dios, cuando te parece que no lo amas, cuando hay algo que hace que sientas rechazo por El; pero tú, a pesar de todo. tratas de seguir siéndole fiel. Cuán valiosa es entonces la Reconciliación, precisamente cuando no tienes ganas de hacerla; cuán valiosa es entonces la Eucaristía, porque nada te empuja hacia ella, pero tú vas; porque sabes que El, Cristo, que te ama, está allí y te espera Tu ofrenda crece en la misma medida en que te faltan los vínculos naturales, porque es mayor el esfuerzo que pones en ello. Que bueno es que por no encajar bien entre las personas aparezcan las crisis, o haya malentendidos entre los cónyuges, o los niños se peleen a veces; porque precisamente por esas grietas, por esas hendiduras, puede nacer el vínculo y el amor sobrenatural. Ese amor es obra de Cristo, y si, se desarrolla, garantiza la subsistencia del vínculo por siempre. Solamente ese amor es fuerte, porque tiene la fuerza de Cristo. El matrimonio con la fuerza de Dios, es el que ya ha sufrido la fase de la desintegración, y ha sabido reintegrarse en un nivel superior. Bienaventurado sea todo aquél que ha vivido momentos difíciles con Dios, y no lo ha traicionado, sino que ha seguido siéndole fiel, porque ha sido entonces cuando su amor, «en verdad», ha echado raíces.

En todo esto hay una gran esperanza, sobre todo para aquéllos que se afligen porque sienten que a veces la pasan muy mal. El prójimo a menudo o es fácil, parece hacer todo lo posible para que nos apartemos de él. Pero es precisamente entonces, cuando este prójimo te está ofreciendo una gracia especial, porque trae consigo el llamado a que superes los vínculos naturales y establezcas los vínculos sobrenaturales; sólo entonces llegarás al ágape. Desde el punto de vista de la fe, las personas que menos nos agradan son para nosotros las más valiosas. Ellas son las que te ofrecen la mayor oportunidad para que definas tus actitudes, y para que puedas convencerte de que amar no significa lo mismo que sentir afecto.

 

Permitir que Cristo ame en nosotros

Un rasgo específico del amor cristiano es su Cristocentrismo, en el doble sentido de la palabra. En el primer sentido, Cristo es el modelo supremo y único del amor. Haz de amar como El: « Os doy un mandamiento nuevo... Que, como Yo os he amado, así os améis también vosotros, los tinos a los otros» ( Jn 13, 34 ). Pero para que puedas amar como Cristo, tienes que ir descubriendo su imagen a través de la fe, esa imagen que se manifiesta en la Palabra revelada. No basta con conocer teóricamente la figura de Cristo. A medida que vaya creciendo en ti la fe, irá creciendo el amor, irá creciendo el vínculo existencial con Jesucristo, el ideal del amor. Conocerás al modelo del amor que es Cristo, y desearás amar como El amó, hasta el extremo. Lo desearás a través de la fe, porque la fe te permite escuchar con atención la Palabra revelada, y adherirte a la persona de Cristo. Así mismo, a través de la fe, irás asimilando sus ideas y deseos; pensarás como El; desearás como El; y como El amarás.

 

En el segundo sentido, el amor cristiano es el amor de Cristo en nosotros. El es nuestro Camino, Verdad y Vida. Es Aquél que piensa, ora, vive y ama en nosotros con su amor. Del grado de fe que tengas, y que te permita participar en la vida de Dios, depende el nivel de tu amor. La imitación de Cristo, no es tanto la imitación superficial de sus actos, cuanto adherirse a su persona a través de la fe; de manera que su voluntad sea nuestra voluntad; y su vida en nosotros, se manifieste continuamente en nuestra vida. Abandonarse a Cristo a través de la fe, significa recibir el amor de El, que desciende hasta nosotros; significa permitir que El nos ame, y que pueda amar a los demás en nosotros y a través de nosotros.

La fe permite adherirse a Cristo, permite abandonarse a El , de manera que esa fe se convierta en un todo con la confianza y con el amor. La fe, que penetra la totalidad de la existencia cristiana, contiene en sí la esperanza y el amor, como dos formas de realización de la propia fe.

Amar a alguien por quien sentimos aversión no es fácil. Por eso debemos abrirnos a Cristo, y, ante la ola abrumadora de sentimientos negativos, sentirnos impotentes como los niños. En nosotros tiene que aparecer la actitud del niño, del niño impotente ante los asuntos que se relacionan con Dios y con los hombres, con el ambiente y con la realidad que nos rodea. Lo que nos permitirá pasar al amor-ágape es solamente la actitud de fe confiada, que espera el milagro de que Jesús vendrá, y amará en nosotros a los demás; incluso a aquellos por los que no sentimos simpatía.

A fin de cuentas, en las situaciones en las que nacen y crecen en nosotros los sentimientos negativos, o, al menos, desaparecen los sentimientos positivos, es cuando nos damos cuenta de que solamente Cristo es capaz de amar en nosotros. Nuestra voluntad debe sentirse libre de los sentimientos, o, al menos, debería tender a alcanzar esa libertad. Nuestra libertad es precisamente Cristo. Su Presencia en nosotros nos aporta la conversión, nos libera, nos obsequia la gracia, y, por consiguiente, también la libertad. Pero esa Presencia se realiza sólo en la medida en que somos pequeños e impotentes, porque solamente así estamos en condiciones de recibir y de dar el amor de Jesús a través de la fe. En este sentido, la dificultad en nuestras relaciones con los demás, es una oportunidad de recibir la gracia y el amor especial de Jesús, quien viendo lo impotentes que somos ante nuestros sentimientos, desciende hasta nosotros como el Agape Divino.

Cristo al descender hasta tu corazón quiere amar, quiere darse a los demás y desear su bien. Quiere amar cada vez más, y , en ti, desear para los demás el mayor bien; lo que a la luz de la fe significa desear su santidad. Cuando amas a alguien de manera que solamente te preocupas por sus asuntos materiales, por sus asuntos temporales, debes ser conciente de que, en realidad, te falta el auténtico amor. No basta la atención a los problemas de la vida temporal: de la educación, de la salud, y del bienestar; sólo puedes amar auténticamente, cuando tú mismo anheles la santidad, y cuando anheles ir inculcando ese deseo a los demás.

 

No se puede amar al hombre sin amar a Dios

De esa verdad que dice que Cristo ama en nosotros al prójimo, resulta que no se puede amar al hombre sin amar a Dios. Tú solo no eres capaz de amar, es Cristo quien ama en ti. A1 amar a Cristo abriéndote a El, abriéndote a la venida del Agape Divino, permites que El te ame y que en ti ame a otras personas. Tu proceso de apertura a que Cristo venga a ti, tanto en los Sagrados Sacramentos como en la oración, te permite amar a los demás. En la medida en que aceptas a Cristo, en la medida en que le permites abarcarte, puedes darlo a los demás. Amar a otro hombre significa darle a Cristo. Pero no se puede dar lo que no se tiene. Cuanto más amas a Dios, y lo recibes en este amor; cuanto más le permites vivir en ti, y actuar en ti, tanto mayor es tu capacidad de amar a los demás.

Amar significa darse, dar el bien a los demás. Pero no basta con dar bienes materiales. A la luz de la fe son más importantes los bienes espirituales. Si no se los das a tus seres queridos se produce un cierto « robo » espiritual, un cierto « perjuicio » espiritual. Ellos tienen derecho a esos bienes. Los que te rodean tienen derecho a que tú, creciendo en la gracia santificante y en la aspiración a la santidad, te conviertas para ellos en un canal puro de gracias. Tu crecimiento en la santidad, a la luz de la fe, se convierte en el don más precioso que puedes ofrecer a tus seres queridos . Tienes que cuestionar tu amor, tienes que colocarte en la verdad y preguntarte si de verdad amas. Con seguridad estás absolutamente convencido de que amas a tu hijo, porque no te preocupas solamente de sus asuntos temporales, sino que también oras por él. Pero el valor y la eficacia de tu oración dependen, no de los sentimientos, sino del grado de la gracia santificante, del grado de tu fe y amor a Dios. Si no hay en tí vida interior, si no hay en tí crecimiento de la fe y del amor Divino, te conviertes para quienes te rodean en un « ladrón » en el sentido espiritual.

Una madre que practica un cristianismo « tibio », y por tanto no se adhiere a Cristo a través de la fe, debe ser concierte, de que al no amar a Cristo, tampoco ama a su hijo. Al no recibir ella la Sagrada Comunión, priva también a su propio hijo de gracias especiales. Aunque ese hijo sea para ella un tesoro, de manera inconsciente le roba las gracias que fluirían hasta él, a través de las Comuniones de ella. Cada participación en la Eucaristía, cada participación en el Sacramento de la Reconciliación, cada recepción de otros sacramentos y cada oración basada en el « el sistema de vasos comunicantes», es decir, en nuestra estrecha y múltiple vinculación con el Cuerpo Místico de Cristo, siempre es un donar el bien a los demás. Amas a tu cónyuge, a tu hijo o hija, a tus padres y a otras personas, más o menos entrañables, en la medida en la que te vuelves hacia Dios; en la medida en que aspiras a la santidad y permites que ya no seas tú el que vive, sino que sea Cristo quien viva en ti.

El, el único amor y el único bien, desea amarnos sin límites, y busca continuamente a las almas sobre las cuales pueda derramar su inconmensurable amor. No se puede amar al hombre sin amar a Dios. Únicamente los santos, aquellos que se abrieron plenamente a Cristo, y en los que Cristo puede vivir y amar a plenitud, aman de verdad al prójimo.

 

Encontrar la autorrealización en Cristo

Si te vas abriendo a Cristo a través de la fe, El se vuelve tu « Camino, Verdad y Vida» (cf. Jn 14, 6 ) ; El empieza a mostrarte tu « yo » ideal, al mismo tiempo que lo va realizando. El mismo va llevando a cabo tu autorrealización.

La psicología habla del « yo» ideal y del « yo» real. Cada uno de nosotros lleva adentro una imagen de lo que quisiera ser , de la persona cuya imagen y semejanza quisiera realizar en su interior. Estos deseos reflejan un «yo» ideal. En cambio, el « yo» real, a veces puede resultar tan repulsivo que provoca enojo y hasta rabia. Esta actitud no es correcta. Sin embargo, demuestra que el hombre no quiere ser tal como es, sino que tiene un «yo» ideal, desea ser diferente, desea autorrealizarse más.

En un hombre creyente la imagen del « yo» ideal, irá perfeccionándose en la misma medida en que vaya desarrollándose su vida interior, es decir, su identificación con Cristo. El proceso de conocer a Cristo y de adherirse a El suscita el deseo de identificarse con El; así Cristo se convierte en tu ideal como persona, en tu «yo» ideal. Tu crecimiento en la fe y en la gracia, es el resultado de que Cristo te concede una luz cada vez mayor y se te revela cada vez más plenamente; permitiendo que tu « yo» ideal sea cada vez más claro. También, El mismo fortalece tu voluntad para que puedas ir formando tu «yo» real, según el « yo» ideal.

Ya que todos estamos predestinados a « reproducir la imagen de su Hijo» ( Rm 8, 29), en verdad sólo Cristo puede ser nuestro ideal. Por eso, en la medida en que la imagen de tu « yo » ideal, se va acercando a la imagen de Cristo, tú te vas acercando a la verdad; Cristo mismo se vuelve tu camino y verdad.

Viviendo en la verdad y respondiendo al llamado de Dios al amor, se va efectuando nuestra autorrealización. No se puede hablar de amor sobrenatural fuera de la vida en la verdad, porque este amor es el amor del mismo Cristo en nosotros. El vive en mí, en la medida en que yo, viéndome en la verdad, es decir, conociendo mi debilidad, lo llamo y quiero que El mismo sea mi vida.

El hombre por sí mismo no es capaz de ningún bien sobrenatural. La Iglesia no dice que la naturaleza humana sea corrupta, pero deberíamos aceptar que por nosotros mismos no somos capaces de hacer el bien; que no somos capaces de amar; que no somos capaces de responder a este llamado de Dios, tan extraordinariamente difícil; sobre todo el llamado a amar al prójimo, que en algunos casos requiere hasta del heroísmo. Cristo hablando con el joven rico dijo: « ¿ Por qué me llamas bueno ? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc.l0, 18 ). Todo lo que hay de bueno en nosotros proviene de Dios. «¿Qué tienes que no lo hayas recibido?» (1 Cor 4, 7).

Cuando en nuestra relación con los demás todo va bien, no vemos la necesidad del heroísmo. Pero, en ocasiones la relación con el prójimo es tal, que sin heroísmo nos quedaría sólo la negación del amor. Amar al enemigo requiere de un amor heróico. Esta es una situación extraordinaria, pero también, en condiciones menos dramáticas. Dios varias veces nos llamará a un amor que nos puede costar mucho. Entonces, entenderemos que no somos capaces de amar, y nos será más fácil comprender el profundo sentido que tienen las palabras de Cristo : «Yo soy la vid ; vosotros los sarmientos. El que permanece en mi y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mí izo podéis hacer nada» (Jn I S, S ). Sin Cristo no podemos hacer nada; nuestra vida es Cristo. Sin E1, somos como el sarmiento, que se seca cuando es separado de la vid . El hombre no puede realizarse sin Cristo.

Nuestra autorrealización se va haciendo en la medida en que nos vamos abriendo a Cristo, en la medida en que dejamos que sea El mismo quien ame en nosotros, El mismo quien viva en nosotros . Si te abrieras plenamente a Cristo, podrías repetir lo que dijo San Pablo :« no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí » (Ga 2, 20 ) . Y Cristo realmente tiene este deseo tan extraordinario: quiere amar con el amor apropiado a cada uno de nosotros; quiere tener tantos rostros, cuanta gente hay en la tierra.

La Iglesia enseña que sin la Cruz no hay amor; para que yo pueda amar al prójimo, mi « yo» tiene que ser crucificado. Pero yo no puedo aceptar esto sin la gracia. Solamente la gracia puede hacerme capaz de ello. La gracia actúa de tal manera, que el mismo Cristo se incorpora a mi «quiero», a mi decisión humana: « quiero amar, quiero elegir el bien». «Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» ( Flp 2, 13 ).

Nuestra voluntad, gracias a la cual podemos escoger el bien y el amor, es débil. La voluntad del hombre es demasiado débil para elegir lo que es difícil, aquello que requiere renunciar al egoísmo. Si alguien no lo ha experimentado todavía, seguramente algún día verá que de verdad no es capaz de amar, no es capaz de morir a sí mismo. Y la verdad es que se llega a ser hombre pleno sólo a través del amor.

El amor es un acto de la voluntad, es nuestro deseo (Ir obsequiar con el bien a los demás. Pero este deseo en cada uno de nosotros tiene diferentes grados. Por ejemplo, mi «quiero" amar es sólo de un «10 por ciento», esto es poro, esto no es suficiente para crear armonía entre los hombres; ni para el proceso de la integración de las personas. Esto no basta para amar como Cristo amó. Sin embargo, mi, «quiero» puede ser intensificado cada vez más por la gracia de Cristo, hasta tal punto de querer realizar el « mandamiento nuevo»: « Que, como yo os he amado así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn. 13, 34). Ya no en un «10%», sino en un 70% o incluso en más. Si es así, la misma vida de Cristo se revela en nosotros.

Cristo, al incorporarse en mi < quiero», y de este modo en mi «yo», no obra alienación de mi personalidad. Al contrario, precisamente gracias a eso se va efectuando mi autorrealización, la autorrealización en Cristo. Cada quien se realiza a sí mismo sólo cuando ama. Yo puedo realizarme sólo gracias a los que amo. Así es la economía Divina, y tal es mi estructura psíquica. Nadie puede realizarse a sí mismo sin que haya en él una referencia a otra persona. Sin esta referencia nunca puede llegarse a la plena autorrealización.

Cristo no nos aliena. Descubrir a Cristo en los demás no disminuye en nada el valor del prójimo. Amando a Cristo, al mismo tiempo amamos al prójimo. Es gracias a Cristo que el prójimo empieza a atraernos, puesto que lo vemos cada vez mejor, cada vez más digno. Cristo, al incorporarse en nuestra voluntad, hace que deseemos cada vez, más el bien, y que este bien vaya aumentando en nosotros, sin que deje de ser Suyo. Aunque el responder a la gracia se volvió nuestro bien, al mismo tiempo sigue siendo el bien de Cristo. Cristo se incorpora en nuestra vida de una manera tan perfecta, que es El quien ama al prójimo con nuestro amor, y nosotros amamos con su amor. Aquí no existe ninguna separación, ni alienación; al contrario, gracias a que Cristo está en mi, me autorrealizo, amo y crezco en el amor.

Si Cristo llega a ser mi « yo» ideal, entonces se está efectuando mi autorrealización, y al contrario, cuando peco, cuando digo «no» a Cristo, estoy robando a mi propio « yo» , disminuyo la posibilidad de autorrealizarme. E1 pecado y el estar cerrado a Cristo me alienan. El cerrarme a Cristo me produce tristeza, depresión, enfado; y sin embargo no quiero estar así, no es así mi «yo» ideal. Cristo es el «yo» ideal, mío, tuyo, de todos nosotros; porque El quiere tener todos los rostros. Al mismo tiempo es El quien realiza este «yo» en cada uno de nosotros. Esta realidad maravillosa confirma las palabras de Cristo: « Yo soy el camino, la verdad y la vida». (Jn 14, 6). Tenemos que volver continuamente a estas palabras, puesto que no se puede hablar de la autorrealización en Cristo sin vivir en la verdad.

Cristo dijo sobre sí mismo: « Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Dios es sensible a la verdad de una manera muy especial. Viéndolo humanamente se puede decir que la verdad es « el punto débil» de Dios. Si quieres asemejarte a Cristo, no debe haber en ti hipocresía. Cristo, quien es la misma verdad, es inflexible ante la falsedad, y también ante el orgullo, el cual nos hace apropiarnos de lo que El mismo obra en nosotros. Cuanto más grandes son las gracias que nos apropiamos, tanto mayor resulta nuestra estupidez. Dios para defendernos de esto, tiene que limitar sus gracias.

La humildad es el fundamento de nuestra autorrealización; ella es tan importante porque Dios está dispuesto a darlo todo al hombre que no se apropia de nada. Si vives, en la verdad y reconoces que sin Cristo no puedes nada, es como si lo llamaras: ven y vive en mí... sólo entonces Cristo viene.

Para no apropiarte de lo que Cristo obra en ti, procura decir con frecuencia: Jesús, gracias a Ti me autorrealizo; gracias a Tí, mi cónyuge es tan atrayente; gracias a Tí , las personas que trato son tan buenas. Esta será la expresión de la humildad. Todo lo que admiro en el prójimo pertenece a Cristo, y al mismo tiempo al prójimo. Sería una ilusión considerar que el bien sobrenatural de alguien, por sí mismo, sea digno de admiración. Algún día, cada quien se dará cuenta de lo débil y pecaminoso que es. No obstante, Cristo quiere hacer de tí una obra maestra, que provocará la admiración de los demás, y entonces, te irás autorrealizando, y, a la vez, Cristo estará realizándose en ti.

En cada uno de los santos se realizó la imagen de Cristo de una manera diferente. Es algo extraordinario que tengamos santos tan diferentes. Por ejemplo, Santa Eduwiges, reina de Polonia era modelo de elegancia, fascinaba no sólo por su gusto estético y delicado, sino también por su nivel intelectual y espiritual. En cambio, San Benito José Labre murió en la miseria como un mendigo. San Camilo de Lelis en su juventud fue jugador de naipes y bandolero; y llevó una vida quizás peor que la de los soldados de la Legión Francesa. Un día, siendo ya alcohólico, vio a un monje, y de repente surgió para él un rayo de esperanza - también yo puedo ser diferente -pensó. Mas tarde, a causa de un partido de naipes que perdió, se vio obligado a mendigar. Esto era tan humillante, que cubrió su cara con un pañuelo; sintió que era una caricatura de hombre y que no estaba realizado. A raíz de esto nació en él el deseo de cambiar, empezó a soñar en ser un hombre normal, y fue entonces cuando Cristo obró en él su autorrealización; no solo hizo de él un hombre normal, sino una obra maestra.

Así procede Cristo con nosotros, porque quiere llegar a ser todo para nosotros: nuestro amor; nuestro camino, verdad y vida.