Capítulo 5

La oración como actualización de la fe

La oración siempre está estrechamente relacionada con la realidad de la fe, es un encuentro del hombre con Dios en la fe, es, en definitiva, la forma en que se actualiza la fe. La oración y la fe no son realidades separadas, ni sólo coexistentes. Si la fe es la adhesión a Cristo y el abandono en E1, la oración es el acto de este abandono; es la ofrenda que se hace de uno mismo a Cristo. Ofrenda que se hace con el fin de que El nos reciba de una manera especial y nos transforme. Si la fe es el reconocimiento de nuestra impotencia, y la espera de que todo nos llegue de Dios, la oración es el llamado existencial de la pobreza espiritual, y del vacío interior del hombre, que pide que el Espíritu Santo lo llene con su presencia y con su poder. A medida que se desarrolla la fe, la oración se hace más pura y más ferviente. Como actualización de la fe, marcada por el dinamismo de la conversión, la oración, al igual que la Eucaristía, conduce al hombre hacia la transformación y la conversión.

 

El ejemplo de Cristo

Cuando leemos las páginas del Evangelio, rápidamente nos damos cuenta de que la Buena Nueva nos desorienta. Los contenidos del Evangelio son tan distintos a nuestras tendencias naturales, que nos parece que son una incesante paradoja. El Evangelio, así como la vida del propio Cristo, echan por tierra nuestras nociones humanas comunes y corrientes.

La humanidad lo esperó miles de años. Todos estaban con la atención puesta en ese acontecimiento de la historia del mundo, que sería la llegada del Mesías, la llegada de Aquél que iba a realizar la obra de la Redención. Y después de una espera tan larga, la llegada de Jesús fue revelada solamente a unos pastores y a los reyes magos. Luego durante treinta años, vivió aislado y sin actuar, al menos sin actuar de la manera que se esperaba del Mesías. El mundo puede considerar, según sus criterios, que esos años fueron un tiempo perdido. Cuando alguien es esperado durante miles de años, se espera también que dé el máximo de sí. Sin embargo, las multitudes estaban esperando, mientras que Cristo «malgastaba» treinta años en Nazaret. Y cuando concluyó aquel «tiempo perdido», nuevamente otro acontecimiento nos desconcierta, Jesús aparece a orillas del Jordán, proclamado por el Espíritu Santo, e inmediatamente se retira y se va al desierto. Eso tampoco lo entendemos. Desearíamos tomarlo de la mano, como lo hizo Pedro el Apóstol, y decirle: ¿Señor qué haces, allí hay multitudes que te están esperando, y Tú quieres ir otra vez a orar, después de haber estado orando treinta años? Sin embargo, Aquél que más tarde diría: « La mies es mucha, y los obreros pocos» (Lc 10, 2), dejó la mies y se fue al desierto a orar cuarenta días sin interrupción. ¿Puede no sorprendernos esa conducta?

San Marcos, el Evangelista, escribió: « de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Me 1, 35). Fijémonos en ese detalle: «cuando todavía estaba muy oscuro», es decir, que todavía era de noche. Cristo deseoso de orar se despojaba de su propio sueño. Y nuevamente asombrados, desearíamos preguntarle: ¿de verdad, Señor, necesitas tanto esa oración, que tienes que dedicarle parte de la noche a costa de tu salud? La jornada de trabajo apostólico de Jesús era agotadora. También por la noche llegaba gente de la ciudad o de sus alrededores, llevándole a enfermos y poseídos. Es difícil decir cuándo terminaba su trabajo cotidiano, posiblemente a media noche, ya que la gente no quería dejarlo. Y después de un día y una noche tan extenuantes, Jesús aún se despojaba de parte de su corto sueño.

Cuando hablamos del asedio del que era objeto Jesús de manera constante, debemos hacer hincapié, asimismo, a que este asedio estaba estrechamente ligado a su aislamiento durante la oración. Y en esto está escondida una indicación muy importante para ti: para que el asedio que sufras por parte de la gente pueda ser fructífero, primero tienes que aprender a estar en la soledad, tienes que aprender a valorar los momentos de desierto en tu vida. Hay que ver el gran valor que esto desempeñó en la vida de los santos. Baste recordar la gran necesidad de soledad en el desierto que tuvo Juan el Bautista; o cuán decisivo fue el período en Manresa, en la vida de San Ignacio de Loyola; o en la ermita de Subiaco, en la vida de San Benito.

El hombre contemporáneo, contaminado por el « activismo» , cree que tiene que dar cada vez más, pero ¿qué puede dar? Se podría pensar que Cristo, tan estrechamente unido al Padre, no necesitaba orar. El, sin embargo, lo hacía a costa de su sueño. Y siempre ocurría así: el asedio de la gente era siempre el resultado de su aislamiento para ir al encuentro con Dios. Si tú no te aíslas para practicar la oración y el recogimiento, y huyes de la gente sólo para dedicarte a tus asuntos, entonces, «conocerás otro asedio, el de tu propio egoísmo. Ese también será para ti un desierto, pero no un desierto vitalizador; cobro fue el desierto de Cristo y de los santos; será un desierto de destrucción y no de vida» (A. Pronzato).

 

La prioridad de la oración

Aquí nace el cuestionamiento fundamental: ¿cuánto tiempo dedicas en tu vida cotidiana a la oración?, ¿qué lugar ocupa la oración en la lista de tus quehaceres más importantes?, ¿qué colocas por delante?, ¿es algo que se encuentra en primer lugar?, o ¿se encuentra entre tus actividades marginales?, ¿cómo son tu día de meditación y tu examen de conciencia?, es decir, ¿cómo haces para examinarte interiormente ante los ojos de Dios? Las respuestas a estas preguntas permitirán establecer qué es más importante que Dios en tu vida.

Aquí puede aparecer la objeción de que, dada la enorme cantidad de obligaciones que hay que cumplir con urgencia, es muy difícil encontrar un momento libre para orar. El Cardenal Lercaro, Arzobispo de Bolonia, era un hombre extraordinario que supo anularse totalmente. En un encuentro con sacerdotes de su diócesis, habló, con el fervor y el ardor que le caracterizaban, de la necesidad de dedicar cada día media hora a la oración. Después de la conferencia, ya durante la discusión, se levantó un joven sacerdote y dijo: Eminencia, es evidente que desde el punto de vista teórico eso es algo muy sencillo y claro... Hay que practicar la oración, pero... ¿cuándo? Ocurre que yo tengo las siguientes obligaciones durante el día: Me levanto a las 6:30, tengo la Misa a las 7:00, luego desayuno y doy clases de religión, almuerzo y me pongo a trabajar en la oficina, hago visitas a los enfermos y me dedico a las conversaciones pastorales; después de la cena tengo que reunirme con los jóvenes en el oratorio, más o menos hasta la medianoche. ¿De dónde puedo sacar media hora para la oración, si apenas tengo tiempo para el breviario? Después de exponer sus razones miró triunfante al Cardenal y al resto de los reunidos. Tienes razón -le dijo el Cardenales cierto que no tienes tiempo para dedicar media lora a la oración. Tus ocupaciones te abruman de tal manera que no te queda tiempo para orar. Tú no puedes permitirte el lujo de orar durante media hora, tú tienes que hacerlo durante hora y media... Es evidente que el Cardenal no dio esa respuesta para brillar con una formulación paradójica ocurrente. El dramatismo de nuestro activismo cristiano, consiste en que las ocupaciones que tenemos realmente nos abruman. El joven y celoso sacerdote de nuestro relato, que tanto se sacrificaba por Dios y por las almas, estaba tan abrumado por el activismo que necesitaba un antídoto.

Si te examinas a la luz de la fe, entenderás que cuanto más abrumado te sientas por las ocupaciones que tienes, tanto más tiempo deberás dedicar a la oración. En el caso contrario, te quedarás vacío y solamente tendrás la ilusión de que das algo a los demás. Nadie da lo que tiene. Al joven sacerdote que discutió con el Cardenal Lercaro, se le podría decir: qué importa que dediques tanto tiempo a los jóvenes en el oratorio, que visites a los enfermos y que tengas turnos en la oficina; si todas esas ocupaciones son tan infructuosas como tratar de llenar un colador con agua. El sacerdote agobiado de trabajo, extenuado y sudoroso, intenta trasvasar agua con un colador; no entiende Quién es el que realmente lo decide todo.

Decir que ese sacerdote no tiene fe, sería una exageración; pero su fe evidentemente es poca. Con su actitud parece decir: Yo, el hombre, soy quien hago la historia, al menos en < mi terreno», o sea, en la parroquia o en otro determinado lugar. Yo soy quien decide quién ha de creer, y solamente de mi trabajo depende la salvación de otros. Sin embargo, todo depende Dios. Es El quien decide, y quien puede dar las fuerzas necesarias. Y si te invita a colaborar en su trabajo, no lo hace porque te considere indispensable. ¡Cuántas veces Dios ha demostrado que sabe arreglárselas perfectamente sin nosotros! Si lo has advertido en tu propia vida, puedes considerar qué has recibido una enorme gracia. Nosotros le hacemos falta a Dios únicamente cuando El así lo ha dispuesto. El puede salvar a las personas sin necesidad de catequesis, cosa que en más de una ocasión hemos podido comprobar. A la iglesia y al confesionario, acuden personas que antes jamás recibieron clases de religión, pero en sus almas germinó la semilla sembrada por Dios. Dios no necesita la injerencia de los hombres, pero quiere incorporarnos a la obra de la salvación del mundo. Mas cuando consideramos que todo depende de nosotros y de nuestro trabajo, entonces, nos ponemos a llenar de agua el colador. Cuando se está demasiado atareado, es muy fácil olvidar que, ante todo, hay que acudir al encuentro con Alguien que realmente tiene el poder de decidir, con ese Alguien que tiene en sus manos los destinos del mundo y de cada uno de nosotros.

A la luz de la fe, la ocupación más importante de nuestra jornada tiene que ser la oración. La oración tiene que ocupar el primer puesto entre todas las actividades que llevamos a cabo. El contacto con Dios determina el valor y la importancia de nuestro trabajo. Su eficacia depende de lo que hay detrás, es decir, del dolor que puedas sentir en tus rodillas, por haber permanecido hincado durante un largo tiempo.

No importa lo que haces -dijo Juan Pablo 11- sino lo que eres. Lo importante es que seas, como lo es el Papa, un hombre de fe y oración. El cristiano, como discípulo de Cristo, cuando deja de ser hombre de oración, deja de ser útil para el mundo, se convierte en sal desvirtuada, que puede ser pisoteada por los hombres (cf. Mt 5, 13).

El problema de la oración es, en nuestra vocación cristiana, un problema fundamental. A1 orar no solamente rendimos homenaje a Cristo, sino que lo adoramos también en nombre del mundo que, o no sabe, o no puede, o no quiere orar. Y hay algo que es seguro: si no oramos nadie nos necesitará. El mundo no necesita almas y corazones vacíos. Cuando preguntamos sobre la relación que existe entre los actos y las oraciones, hay que recalcar que la oración y el sacrificio están por encima de la actividad. A los niños que catequizamos en el hogar, o en las escuelas, les damos a Dios en la medida en que primero conseguimos tenerlo mediante la oración. La relación entre la oración y la actividad, podemos definirla de la siguiente manera: toda acción auténtica nace de la oración y de la contemplación. Todo lo que es grande en este mundo proviene de Dios, y, visto desde el ángulo del ser humano, proviene de la oración y del sacrificio.

  

Tipos de oración

El problema de la oración es el problema central para todo cristiano. Eres cristiano en la medida en que sabes orar. La oración y cada una de sus etapas, marcan y determinan tu cercanía o distanciamiento de Dios. Las distintas etapas de tu camino hacia Dios, están determinadas por las etapas de la oración. En cada etapa hay una forma distinta de orar, porque la oración es la expresión de los lazos que te unen a Dios.

En el camino hacia Dios, cada vez hay que aprender << orar de diferente forma. Esa es una tarea que siempre le tenemos que realizar. Nuestra forma actual de oración puede no ser ya suficiente. Siempre debemos de avanzar y de tratar de desarrollar nuestra oración. Cuando hablamos de oración, por lo regular nos referimos a la oración verbal. En esa forma de oración, debemos prestar una atención especial a los actos en los que: nos humillamos delante de Dios, expresamos nuestro agradecimiento y pedimos la santidad. Asimismo al hacer la oración verbal, recordemos pedir solamente que se haga lo que Dios quiera de nosotros, y que nuestra oración no esté afectada por la palabrería. Jesús advierte claramente que no recemos como los paganos, que piensan que < por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6, 7).

La fe tiene una influencia decisiva sobre la intensidad y el contenido de las oraciones. Si la fe modifica nuestra mentalidad, y nos obliga a colocar a Dios en primer lugar, entonces, a medida que se desarrolle nuestra fe, nuestra oración se simplificará cada vez más. Se verá sometida cada vez más a la acción del Espíritu (cf. Rm 8, 26-27), y cada vez estará más comprometida con los asuntos del Reino; «Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33). La palabra «primero» tiene aquí una gran importancia. Se trata de que Dios sea colocado en primer lugar, y de que, sin renunciar a tus propios esfuerzos, le dejes a El la preocupación por ti mismo, y por los resultados de tu actuación, porque su voluntad es darte un amor sin límites. En tu oración, entonces, se debe realizar el llamado de Jesús dirigido a Santa Catalina: «tú piensa en Mí, que Yo pensaré en ti».

Además de la oración verbal, que puede tener la forma de ruego, de acción de gracias, o de acto de adoración, hay otra forma de contacto con Dios más simple. Dios quiere que vayamos simplificando cada vez más nuestra forma de orar-. Si el postulado evangélico dice que debemos orar permanentemente, nuestra oración tiene que simplificarse; porque si oramos de una manera complicada, no estaremos en condiciones de hacerlo durante un largo tiempo. En nuestra vida interior, aparecen momentos en los que nos es más fácil pensar en Dios que hablarle. Es entonces cuando podemos pasar a una forma más simple de contacto con Dios: la oración mental; la cual puede ser definida como el «recuerdo de la presencia de Dios».

Esta forma requiere mucho menos esfuerzo, basta con que dirijas tus pensamientos hacia Jesús, y tengas conciencia de que El, que tanto te ama, se encuentra junto a ti. De la misma manera, cuando nos preparamos para la Sagrada Comunión, bastará que en las horas que la preceden, dirijas toda tu voluntad y todos tus pensamientos llenos de amor, hacia la Eucaristía. La oración mental, cuando consiste en tratar de pensar como Jesús y María pensaban, se convierte en una expresión de fe. Desde luego, estos pensamientos deberán estar llenos de serenidad y de gozo, porque María es «la causa de nuestra alegría». A1 incorporarnos al pensamiento de María, nuestro pensamiento será optimista en sentido sobrenatural. La oración mental es algo simple, aunque requiere de mucha atención y vigilancia para que sea un fenómeno frecuente en nuestra vida. De ahí que has de procurar simplemente recordar y pensar que Jesús te ama, que ama a aquellos a los que tú amas, y de quienes te preocupas. Esa oración de fe, te asegurará la paz interior.

Dios puede querer simplificar aún más nuestra oración. Puede querer que guardemos un silencio absoluto. Porque de la misma manera que oramos con palabras o con pensamientos, podemos orar con el silencio. Sin embargo, no todos aprueban este tipo de oración. Muchos piensan que el tiempo usado en orar con el silencio, es un tiempo perdido, porque no ocurre nada. Sin embargo, la permanencia silenciosa ante el Santísimo Sacramento. o ante la imagen de la Santísima Virgen María, es una forma de orar bastante avanzada. Carlos de Foucauld escribió: «orar significa mirar a Jesús amándolo». Este tipo de oración puede adquirir la forma de la llamada oración de la sencillez, o de la simple mirada. Si estás con alguien, y tienes que entretenerlo con palabras, eso significa que, en un grado mayor o menor, se trata de una persona extraña para ti. Porque cuando estás con una persona cercana, puedes guardar silencio sin que ese silencio sea molesto. Es precisamente el silencio, tan elocuente en su sencillez, el criterio de la estrecha relación que une a dos personas. Jesús desea que en su presencia sepamos guardar silencio, que sepamos mirarlo y estar con El sin palabras superfluas.

Puede ocurrir que la oración del silencio también sea para nosotros demasiado difícil. Entonces podemos hacer uso del cuarto tipo de oración, la oración del gesto. Por ejemplo, podemos orar con una simple sonrisa, aunque eso parezca a primera vista algo extraño. Dios desea, de verdad, que nuestro contacto con El sea muy sencillo, que sea como el contacto del niño con su padre, del niño con su madre. Cuando se ama a alguien se le puede decir muchísimo con una sonrisa, y se puede entrar en una relación perfecta. Entonces, ¿por qué no sonreírles a Dios y a María? Esta es la oración del gesto. La sonrisa es un gesto simbólico por el que le expresamos a alguien nuestra intimidad, nuestro agradecimiento, nuestro amor y nuestra alegría. Se trata de un símbolo que puede contener mucho, de manera que cada sonrisa signifique algo diferente. No tienes, pues, por qué esforzarte para expresarlo todo con palabras. Dios sabe que le sonríes, y sabe por qué lo haces. Tu sonrisa dirigida a Dios, y la alegría que dimana de tu fe, son, por excelencia, una oración.

Hay, otros gestos simbólicos. Por ejemplo, San Leopoldo Mandic, gran confesor de nuestro tiempo, sacerdote que se pasaba diariamente horas enteras en el confesionario, oraba con el gesto de las manos vacías. Cuando escuchaba las confesiones, ponía ante sí sus manos vacías para decirle a Jesús con ese gesto: « Ya ves, Señor, no estoy en condiciones de ayudar a esta persona arrodillada junto a mí, nada puedo darle, llena mis manos con tu gracia». Si hubiera querido repetirle constantemente con palabras todo aquello a Jesús, hubiera acabado por renunciar a su esfuerzo. Además, le hubiera sido imposible elevar un ruego verbal al Señor, y escuchar a la vez la confesión. Tú también puedes en distintas ocasiones, hacer el mismo gesto con las manos, consciente de que es un gesto que implora a Jesús, para qué llene con su gracia tus manos vacías y te convierta en instrumento de sus obras.

El gesto de las manos vacías era algo muy apreciado por Santa Teresa del Niño Jesús. Uno de los libros dedicados a esta santa, se titula: «Las manos vacías». Santa Teresa nos muestra otra figura más conmovedora de la oración del gesto. Cuando estaba gravemente enferma, en los momentos de más grande sufrimiento, sin poder hablar, tomaba entre sus manos la cruz y con los dedos hacía el gesto de sacar los clavos de las manos y pies de Jesucristo. Ese es un gesto que no se puede reemplazar. Esa oración manifiesta su deseo de aliviar, con su propio sufrimiento, el sufrimiento de Jesús crucificado. E1 gesto de sacarle los clavos de las heridas, es una expresión del singular amor que sentía por Aquél, el Amado de su alma, crucificado por ella, por sus pecados.

 

La oración del hombre pobre

Hay una relación muy estrecha entre la fe y la oración, y también entre la humildad y la oración. Alguien dijo: se aprende mejor a orar en los momentos en los que no es posible hacerlo. Se trata, pues, de algo que es opuesto a lo que creemos normalmente. Cuando te es muy difícil orar, cuando tratas y no puedes, estás recibiendo de Dios la extraordinaria oportunidad de aprender a orar. El secreto de la oración consiste en el ansia de Dios, en el ansia de ver a Dios. Ansia que nace en nosotros en capas mucho más profundas, que al nivel de los sentimientos y del habla. El hombre cuya memoria e imaginación están afligidas por un gran número de ideas, o imágenes inútiles e incluso nocivas, puede, a veces, bajo esta presión orar mucho mejor con su corazón atormentado, que aquél cuya mente se deleita con claras nociones y fáciles actos de amor. Esas experiencias hacen nacer en nuestro corazón la oración de fe del hombre pobre. Durante la oración debemos ser impotentes y pobres. Si no pudiéramos orar, descendería hasta nuestra pobre alma el Espíritu Santo y oraría en ella, como dice la Sagrada Escritura, «con gemidos inefables» (Rm 8, 26).

Durante la oración puedes vivir diversas dificultades, pero no olvides que son ellas las que hacen que tu oración sea la de un hombre pobre. Por eso, deberías agradecer esas dificultades. Los problemas pueden tener distintas razones, y, por ejemplo, pueden estar originados por el cansancio. Santa Teresa del Niño Jesús escribió: «Debiera cacesarme desolación el hecho de dormirme (después de siete años), durante la oración y la acción de gracias, -durante el agradecimiento que se expresa después de la Sagrada Comunión-. Peces bien, no siento desolación. Pienso que los niñitos agradan a sus padres lo minino dormidos que despiertos (...). Pienso, en fin, que el Señor conoce nuestra tagilcdad, que se acuerda de que »o somos más que poleo». Así pues, el cansancio puede ser esa materia con la ayuda de la cual Dios conforma en ti la oración del hombre pobre, del hombre pobre de espíritu. ¿podrás también aprovechar otras situaciones similares, que convertirán tu oración en la oración del hombre pobre?.

Puede ser que te sea fácil orar, puede ser que hayas recibido ese don del Señor y no debes despreciarlo. Sin embargo, debes tener presente que tu oración se va a desarrollar, verdaderamente, solo cuando te «abras brecha» hacia Dios. Lo cual nacerá de tu ansia de Dios, que es la esencia de la oración, y que se manifiesta en tu deseo de entrar en contacto con El, de abrirte a El y de permitir que El, Dios, el Espíritu Santo, ore en ti. Este deseo es para la oración lo más esencial. ¿Son, entonces, importantes los resultados?... No, lo importante es que desees, que anheles orar. Cuanto mayor sea tu ansia de Dios, tanto mejor. A través de la oración debes «abrirte brecha» hacia Dios, y es necesario que lo hagas con vehemencia. Dios aceptará todas tus ansias, aunque te parezca que carecen de valor.

Si Dios ama las ofrendas pobres, y no quiere las flores más bellas, sino que prefiere las silvestres, las pequeñas, las insignificantes, porque no alimentan nuestro orgullo; esto también pasa con la oración. Dios acepta todos tus obsequios, aunque tengan menos valor que un puñado de arena. Tu oración puede ser como ese puñado de arena, y al mismo tiempo ser invaluable, sólo porque El, Dios, tu Padre que te ama, la acepta. La acepta con la alegría con la que una madre acepta cualquier florecita que le regale su hijo, porque lo que importa es el gesto y no lo que se obsequia.

También puede ocurrir, que no tengas nada que dar al Señor durante la oración. Entonces, deberás de darle esa «nada», tu total impotencia. Entrégale todo al Señor, ponte tu mismo a su disposición tal y como eres: insignificante, impotente, pobre de espíritu. Esa será la mejor oración, la mejor porque va de acuerdo con la primera bienaventuranza. La oración del hombre pobre es la oración de alguien vacío, vacío en el sentido de que clama por la llegada del Señor, por la venida del Espíritu Santo. Cuando Dios ve un alma así, despojada de su fuerza, entonces desciende hasta ella con su poder. Bienaventurados los pobres de espíritu: bienaventurados los que hacen la oración del hombre pobre.

 

El Rosario de María

En la solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, celebrada en la Basílica de San Pedro, Juan Pablo II elevó un ruego: «Dios te salve María, Tú la que has creído, bendita seas. El Evangelista dijo de ti: `María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón'. Tú eres la memoria de la Iglesia y la Iglesia aprende de ti, María que ser madre significa ser una memoria viva, es decir, guardar y meditar en el corazón las experiencias gozosas, dolorosas y gloriosas». Las experiencias de su Hijo, y las que ella vivió como Madre a su lado, siempre las recordó y meditó en su corazón. Desde entonces ella ha sido y sigue siendo la memoria de la Iglesia.

De acuerdo con las palabras de Su Santidad, María es la memoria de la Iglesia. En su vida tuvieron lugar, entre otras cosas, la Anunciación, la Presentación de Jesús en el templo y el Hallazgo de Jesús entre los doctores. Si el Evangelio nos dice que ella todo lo guardaba y meditaba en su corazón, eso significa que ella componía su oración con estos acontecimientos. Es como si ella rezara su rosario, un rosario sin cuentas, volviendo siempre a lo importante en la vida de su Hijo y en su propia vida. María no podía olvidar el primer acontecimiento de gran importancia en su vida, que fue La Anunciación, ni tampoco los demás acontecimientos gozosos, ni aquellos que se relacionaran con la Pasión y la Resurrección de su Hijo. Y esa fue su oración.

Si rezas el Rosario oras como María, eres como una imagen de la Madre de Dios. La imitas en guardar y meditar los misterios del Hijo y de la Madre. Ella es la memoria de la Iglesia, nuestra memoria sobre aquellos acontecimientos que deben ser para nosotros algo vivo. A1 meditarlos entras en contacto con esos misterios, y así se convierten en canales de gracia para ti. Enamorarse del Rosario significa enamorarse del Evangelio, enamorarse también de María y de todas las cosas que ella guardaba y meditaba en su corazón, aquellas que fueron el contenido de su vida.

 

El hombre de la oración continua

Vito de Larigaudie fue un extraordinario hombre de oración. Fue un hombre del que podría pensarse que Dios nada le negó, un gran descubridor de continentes, que hizo el primer viaje en automóvil de Francia a Indochina. Líder de la juventud francesa, fue un hombre que amó a Dios de todo corazón, y de ahí que supiera también amar a sus semejantes y al mundo. Bajo su fotografía había una elocuente inscripción: "Una santidad sonriente". Su religiosidad se caracterizaba, ante todo, por la aprobación y admiración del mundo creado por Dios, ésta era su constante oración de fe. Y es que, si se ama a Dios, tiene que amarse también al mundo creado por El. «Todo - escribió en sus apuntes- tiene que ser amado: la orquídea que inesperadamente florece en fa selva, la belleza del corcel, el gesto del niño y el sentido del humor; o la sonrisa de la mujer. Hay que admirar- todo lo que es bello, y saber distinguirlo aun que este enlodado, y elevarlo hasta Dios». Naturalmente que todo eso no significa que en su vida no hubiera luchas y sacrificios, que su fe no se viera sometida a pruebas, y que no tuviera que tomar decisiones valientes; porque la santidad no puede ser algo fácil. «Sentir- en la profundidad de uno mismo toda la suciedad y el hervir de los instintos humanos, y saber mantenerse por encima de todo ello, no hundirse, andar por encima, como se anda por un pantano seco; dejándose llevar por la singular ligereza que dimana de la presencia de Dios»...

«Era seguramente una mestiza, tenía unos hombros preciosos, y esa belleza salvaje de los mestizos de labios gruesos y ojos enormes. Era bella, enloquecedoramente bella. En realidad se podía hacer solamente una cosa... Pero no la hice, salté sobre el caballo y huí al galope, llorando de desesperación y de rabia. Confío en que en el día del juicio, si me faltara algo para podérselo ofrecer a Dios, le ofrecería ese ramillete de besos que, por el amor que siento hacia El, no quise conocer».

La castidad es posible si está edificada sobre los cimientos de la oración... « Es factible, bella y enriquecedora, a condición de que se base en el principio del amor positivo, vivo y pleno de Dios; ya que únicamente ese amor puede satisfacer la inmensa necesidad de amor que tiene el corazón del hombre».

Vito de Larigaudie amaba la aventura, el baile y el canto. Era un magnífico nadador y esquiador. Acogía todas las alegrías, pero todo lo que vivía estaba saturado del ritmo de su conversación, llena de fe, con Dios. « No podían entender las bellas extranjeras -confiesa- que incluso al sonar la música más apasionante, mi corazón seguía enarcando el ritmo de la oración, y que aquella oración era rnás fuerte que su belleza y encantos». En su oración por la belleza rogaba: «Dios mío, haz que nuestras hermanas, las muchachas, tengan cuerpos armoniosos, sean. sonrientes, .ce vistan con gusto; haz, que sean sanas y que sus almas se mantengan puras; que sean la pureza y el encanto de vuestra difícil vida. Haz que sean sencillas con nosotros, maternales, que no sean falsas ni coquetas. Haz. que nada malo se interponga entre nosotros, y que seamos, los unos para los otros, fuentes de enriquecimiento y no de pecados. (...) Entre Tahití y Hollywood, -señala seguidamente- en las playas de coral, en las cubiertas de los vapores, al danzar tuve entre mis brazos a las mujeres más bellas de este mundo. No tenía la intención de arrancar aquellas flores que ansiaban ser conquistadas, pero no renuncié a todo ello por razones humanas, sino por un amor, el amor a Dios». Al hablar de la Eucaristía confesó: «La Sagrada Comunión de cada día, fue -para mí como lavarme en el agua de vida; como la comida nutritiva antes de seguir el camino de la vida; como una mirada llena de ternura, que provoca confianza y valentía. Pasé por el mundo como por un jardín amurallado, busqué aventuras en los cinco continentes, sin embargo, permanezco encerrado; pero llegará el día en que entonaré el canto del amor y del júbilo; se apartarán todos los obstáculos y alcanzaré la eternidad».

¿Cómo era la oración de fe de ese santo de nuestros tiempos?... « Al ver la película más miserable -escribió- uno puede rezar por los actores, el director, las comparsas y el público que se divierte y aburre; por el vecino de la butaca de la derecha o de la izquierda. Cuando se actúa así, se consigue algún provecho». Vito de Larigaudie era -hubiera dicho Chesterton- un hombre de carne y hueso con sus dificultades también en la oración. «A veces hay horas difíciles -confiesa- en las que la tentación de pecar atenaza con tanta fuerza el cuerpo, que cínicamente de urea madera mecánica, casi sin separar los labios, y casi sin creer, somos capaces de decir: `Dios mío, a pesar- de todo te amo, pero ten compasión de mí'. Y hay anocheceres en los que estando .sentado en un lugar apartado de alguna iglesia, sin tender ni siquiera orar, no hago nada más que repetir esta frase, aferrándome a ella como el náufrago a caza tabla: a pesar de todo te amo, Dios mío pero ten compasión de mi'».

A Dios se le puede decir lo mucho que se le ama. hasta con los actos más insignificantes. Como dice Vito de Larigaudie: "Se le puede relatar cantando la vida pasada y los sueños del futuro. Todo esto se le puede decir a Dios; y se le puede decir bailando bajo el resplandor del sol en una playa, o deslizándose en ski por la nieve. Siempre se puede tener a Dios cerca, como compañero y como confidente de nuestros secretos. Tan acostumbrado estoy a la presencia de Dios, que en lo profundo de mi corazón, siempre tengo cena oración que está a punto de aflorar a los labios. Esa oración, tampoco se interrumpe por el bamboleo del tren, o por el ronroneo de la hélice del barco cuando estoy medio dormido. No se interrumpe ni cuando se estremecen el cuerpo o el alma, ni cuando me rodea el ajetreo febril de la ciudad, o mi atención queda absorta por cena ocupación muy interesante. En alguna parte de la profundidad de mi ser, hay aguas infinitamente puras y tranquilas. No pueden afectarme, pues, las sombras o los remolinos que aparecen en la superficie (...). Toda mi vida fue una gran búsqueda de Dios, en todas partes y a todas lloras, en todos los lagares del mundo busqué sus huellas. La muerte será sólo corno soltarme milagrosamente de la cadena que me tiene atado, y el fin de una asombrosa y estupenda aventura; será la consecución de esa plenitud que siempre perseguí".