Segunda Parte

El dinamismo de la fe

 

La fe, como expresión de nuestra relación con Dios, es un fenómeno dinámico, es un proceso que constantemente sufre modificaciones. Ese proceso se realiza en nosotros por iniciativa de Dios y como resultado de una respuesta nuestra que contenga confianza en Dios. Dios destruye nuestra estabilidad y a través de situaciones difíciles, socava la confianza que teníamos, hasta el momento, en nuestros ídolos y apegos; o en nosotros mismos. Así, al someter nuestra fe a distintas pruebas, y al despojarnos, hace dinámica nuestra confianza en El. Las situaciones difíciles, tanto externas, como internas, que exige nuestra conversión, deberían dinamitar nuestra adhesión a Cristo, deberían conducirnos a apoyarnos en El, a confiar en El y a esperarlo todo de El.

La fe puede ser un talento enterrado si no crecemos en ella, pero Dios no está de acuerdo con esto, El no quiere que nuestra fe sea inerte. Por esa razón, Dios permite las situaciones difíciles que nos obligan a tomar decisiones constantemente, con la esperanza de profundizar y dinamizar nuestra fe. El dinamismo de la, fe ocurre corno consecuencia de las pruebas. Las pruebas definen la respuesta humana, al provocar situaciones en las que la fe hace crisis, o se acrecienta. Nuestra fe se modifica continuamente. Hace un año tu fe era distinta en cuanto a su profundidad, y dentro de un año también será diferente. Por consiguiente es muy importante la pregunta:¿ tu fe, aumenta o disminuye? No somos tanto creyentes, sino que llegamos a ser creyentes; no somos tanto cristianos, sino que llegamos a ser cristianos; no vivimos de acuerdo con el Evangelio, sino que intentamos madurar conforme al Evangelio

 

Capitulo 1

La conversión como dimensión de la fe


La conversión es una dimensión permanente y básica de la fe. Es ella la que hace que nuestra fe no sea algo estático, sino que pueda profundizarse en un proceso incesante. La conversión, como dimensión de la fe, no es un solo un acto sino un proceso. Significa la modificación de la forma de pensar y el cambio de actitud hacia el exterior. En el proceso de la conversión, se produce la reorientación hacia Dios dando la espalda al mal. Ese darle la espalda al mal, significa 'no solamente apartarse de los pecados, sino también de su fuente, la cual radica en el desordenado amor propio.

Cuando Jesús hacía reproches a los Apóstoles, casi siempre se refería a su falta de fe. Jesús con frecuencia les reprochaba que carecían de fe, o que su fe era insuficiente. Se puede advertir en esto una paradoja evangélica; Jesús acusa a quienes le siguen y creen en Él, de carecer de fe, y repite múltiples veces sus acusaciones. El objetivo de poner en tela de juicio la fe de los Apóstoles, fue su conversión. Tienes que cuestionar tu fe para que puedas ver que tiene que aumentar continuamente, y de que su grado actual muy pronto podrá resultar insuficiente; de acuerdo con la norma que dice: lo que has logrado hoy, puede ser insuficiente para mañana.

 

Feliz la culpa

Nuestra fe ha de desarrollarse gracias a un incesante proceso de conversión. Cristo resucitó, y eso significa que no se producen derrotas definitivas en nuestra vida, que no hay vida que esté ya perdida, y que no hay mal que sea definitivo.

Después de cometer cualquier culpa, después de haber tenido cualquier derrota, y después de haber pecado, Dios nos ofrece un plan de redención que es mejor que si no hubiéramos pecado. De eso nos habla una oración de la liturgia de la Santa Misa: < Padre lleno de amor, que creaste milagrosamente la dignidad de la naturaleza humana, y que la enmendaste de una manera aún más milagrosa (...)> Dios no nos permitiría el mal, si no fuera capaz de sacar cosas buenas de él . Nuestro pecado puede convertirse en «la feliz culpa» a la que hace referencia la liturgia del Sábado Santo. Dios nos propone, continuamente, la reparación maravillosa de lo que fue desvastado por el pecado. Todo puede resultar aún más bello -indica L. Evely- que si no hubiéramos pecado. Dios puede hacer de cada una de nuestras culpas una "feliz culpa"; que nos recordará y nos mostrará, a la luz de la fe, cuánto nos ama Aquel que murió y resucitó por nosotros; nos mostrará, a la luz de la fe, la paciencia, la ternura y el gozo, con los que el Señor perdonó nuestras culpas.

Si ves a tu alrededor, sobre todo el mal y el pecado, entonces tu fe es unilateral. No adviertes que esos pecados, constituyen una oportunidad para que la misericordia Divina se derrame, porque eso es lo más importante. Piensa: si toda la gente hiciera de sus culpas una «feliz culpa», el mundo se vería inundado por un océano de misericordia. ¡Cuánto cambiaría el mundo! Pero tú te desanimas y te encierras en ti mismo, piensas que Jesús ya no puede amarte porque eres malo. Esa es una deformación de su imagen y una deformación de tu fe, es una herida que causas a su amor.

El padre Huvelin, confesor de Carlos Foucauld, dijo un día, que Dios le había dado la gracia de ansiar ardientemente dar la absolución. En ese deseo, que Dios despertó en el padre Huvelin, se manifestaba precisamente el ansia, constante e insaciada, que Dios tiene de perdonarnos. Por eso, deberías luchar contra tu tristeza. Si te apartaste de Dios, siempre puedes retornar a El, independientemente del grado que esa separación haya alcanzado. Después de una caída no olvides que El te espera, y que, cuando retornas a El y le pides perdón, le causas gozo, porque a través del perdón le permites amarte.

Alguien dijo que una caída, que constituye una ruptura de los vínculos con Dios, es un corte del lazo que simboliza esos vínculos. Pero, cuando le pides perdón a Jesús, y retornas a El, ese lazo es atado otra vez. Al ser atado nuevamente, surge un nudo, pero el lazo que fue cortado es ahora menos largo, y tú, por consiguiente, estás más cerca de Dios.

Todos tus pecados han de transformarse en «la feliz culpa». Y no entrarás en el cielo, si no se convierten todos tus pecados en felices culpas; porque la feliz culpa, es el descubrimiento, en la fe, de la ternura, de la delicadeza, del amor y de la alegría de Jesús; que abre sus brazos para estrecharte contra sí. Esto es descubrir, en la fe, la locura de Dios, que tanto te ama y tanto desea perdonarte.

 

Las consecuencias del mal

La parábola del hijo pródigo, nos muestra el extraordinario amor que Dios tiene por los pecadores, y es un ejemplo de la pedagogía que el Señor aplica con nosotros. Si tu fe pierde ardor, si se hace mediocre, Dios puede dejar que caigas en el pecado. Dios no quiere el mal, pero sí puede querer sus consecuencias, porque los efectos del mal traen la gracia y el llamado a la conversión. E1 ejemplo del hijo pródigo, nos permite advertirlo con gran claridad. En el relato que nos hace Cristo, aparecen el padre, que ama, y dos hijos, que no aman. El hecho de que el hijo mayor no ama a su padre, queda en evidencia al final de la parábola; cuando se pone de manifiesto su impertinencia con el padre y la envidia que siente por su hermano menor. El hijo menor tampoco ama al padre, porque lo abandona, y no por un breve tiempo, sino para siempre. El padre aunque pudo oponerse a la partida de su hijo, no lo hizo. Le permitió que se fuera con la parte que le correspondía, y es que a nadie se le puede obligar a amar. Sabemos cuáles fueron las consecuencias de la salida del hijo de su hogar paterno. Sabemos que fue cayendo cada día más bajo y que su vida era cada vez más difícil.

En nuestro comentario podemos tratar de investigar ciertos elementos no expuestos, de manera directa, en la parábola. Por ejemplo, podemos suponer que el padre se enteró por sus sirvientes de lo que hacía su hijo menor, que se enteró que se estaba muriendo de hambre, de que carecía de cobijo y de que la estaba pasando muy mal. Supongamos también que el padre, con el fin de evitar que su hijo viviera en semejante desgracia, enviara a su siervo, a escondidas, o tal vez de manera abierta, con una bolsita de dinero que hiciera posible el retorno del hijo a la vida normal, pero también a la vida licenciosa. ¿Podría el padre conseguir el regreso de su hijo, con ese tipo de ayuda, aunque se la concediera permanentemente? Todo parece indicar que no. Eso significa que el padre que ama al hijo, no debe protegerlo de las consecuencias del mal que el propio hijo genera. Lo que sí debe hacer el padre, es asumir el dolor que le causa en el corazón el comportamiento de su hijo. Como resultado del mal que comete el hijo pródigo, quedan « crucificarlas» dos personas: el padre, que se duele de la mala vida y de los pecados de su hijo; y el propio hijo como consecuencia de los pecados cometidos. Pero el padre, al amar al hijo, debe esperar, incluso cuando ello conlleve un riesgo, esperar, hasta que el mal llegue hasta tal punto, en que sus consecuencias empiecen a obrar en él. Fueron precisamente las consecuencias del mal, las que actuando sobre el amor propio del hijo, le impulsaron a regresar. Sabemos que llegó un momento en que la medida del mal llegó a tal límite, que la caída del hijo no fue sólo una grave caída moral, sino también una degradación física. El hijo empezó a robarles el alimento a los cerdos. Los cerdos, según las creencias de los habitantes de Palestina eran animales impuros. Se trata, pues, de algo que simboliza el colmo de la caída. Nada podía ser peor. Y entonces empezaron a surtir sus efectos las consecuencias del mal. El hijo empezó a sufrir tanto, que se puso a hacer fríos cálculos de que era mejor volver a la casa del padre, porque su padre era mejor con los siervos y trabajadores que tenía, que el señor al que él servía.

Si el padre pudiera hablar con el hijo pródigo, para que no se volviera a ir de su casa, podría apelar a dos motivos: al amor del hijo hacía el padre, o al amor propio del hijo, o sea, a su egoísmo. En el primer caso le diría: « Si tú me amas, no me causes ese dolor», pero si el hijo no ama al padre, ese argumento no tiene ningún valor. En el segundo caso le diría: «No me causes ese sufrimiento, porque tú mismo la pasarás muy mal, tan real que tendrás que sufrir, halo por tí mismo, ahórrate tu propio sufrimiento». Sin embargo, no fue el amor por el padre lo que determinó el regreso al hogar, del hijo pródigo, sino que lo determinó el simple amor propio, un frío cálculo: iba a estar mejor él, no su padre sino él mismo. Cuando vió a su padre salirle al encuentro corriendo, cuando vió sus lágrimas de alegría, cuando sintió su abrazo, cuando fue vestido con el mejor vestido, cuando recibió un anillo y cuando vió que su padre preparaba una fiesta y un novillo cebado para él, entonces surgió la oportunidad de que el hijo descubriera el amor del padre. De ahí que digamos que las consecuencias del mal pueden estar vinculadas con la gracia. Dios puede desear esas consecuencias para que nos conduzcan a la conversión, para que el mal se transforme en culpa» una «feliz

 

No se puede conocer a Cristo sin el hombre

Para que nuestro pecado pueda llegar a ser la «feliz culpa», tiene que haber primero un reconocimiento de que lo hemos cometido. San Juan, en su Evangelio, nos transmite la promesa de Jesucristo de que el Consolador, el Espíritu Santo, cuando llegue, convencerá al mundo en lo referente al pecado (cf. Jn 16,8). Eso significa que una de las funciones del Espíritu Santo, que desciende a la tierra, es convencernos de que pecamos. Esta es una gracia fundamental y preliminar de la vida interior, que nos es concedida por el Espíritu Santo para que podamos convencernos de que pecamos, de que somos pecadores.

Pero no basta con la aceptación de esta primera gracia del Espíritu Santo. Tenemos que tener apertura a sus siguientes dones, al descubrimiento, a través de la fe, del amor que Dios nos tiene

No podemos comprender quién es Dios, y tampoco estamos en condiciones de creer en su grandeza y en el amor que nos tiene, si primero no nos descubrimos a nosotros mismos. El Papa Juan Pablo II, en su homilía en la Plaza de la Victoria en Varsovia, pronunció palabras muy elocuentes: « El hombre no puede ser comprendido totalmente sin Cristo, o mejor dicho, el hombre no puede comprenderse totalmente a sí mismo sin Cristo». Eso quiere decir, que si no tenemos en cuenta que nuestra vida no tiene sentido sin Cristo, la imagen que tengamos de nosotros mismos será una imagen reducida y, en consecuencia, falsa. Si el Espíritu Santo nos muestra que somos pecadores y no descubrimos a Cristo, que nos ama, podemos derrumbar

nos. Ciertas relaciones son tan importantes para el hombre, que forman parte de su propia esencia. Una de esas relaciones es la del amor. No podemos conocernos a nosotros mismos sin Cristo, porque sin Cristo no sabremos que somos amados, que fuimos elegidos. Esa elección, ese amor, constituye una parte esencial de nuestro «yo» y no podemos oponernos a ello.

Existe también un segundo aspecto de la verdad indicada: no se puede conocer a Cristo sin conocer al hombre. Si Cristo te amara, porque eres digno de ese amor, nada habría de extraño en ello. Cualquier hombre, incluso uno que no cree, es capaz de amar a alguien que es digno de ser amado. El amor de Dios, como ágape Divino, es un amor que baja de las alturas y ama lo que es indigno para que se vuelva digno. Cuanto mejor percibas tu pecaminosidad y la reconozcas, tanto mejor descubrirás a Cristo y creerás en El de una manera más plena. Esa es la paradoja de la fe. No se puede conocer a Cristo sin conocer al hombre. Por eso se puede decir que solamente los santos conocen de verdad a Cristo, porque ellos se han conocido a sí mismos hasta lo más profundo, y se han dado cuenta de lo inmenso de su pecaminosidad. Eso les permitió descubrir la locura de Dios, a la que hicieron referencia, en más de una ocasión, en sus oraciones, al decir: «Dios te has vuelto loco si me amas de tal manera a mí, un m pecador corto yo». En ese momento se produce el instante de asombro característico de toda auténtica vivencia religiosa. El hombre que reconoce que es un pecador, empieza también a advertir que Dios realmente enloqueció en su amor hacia él. Sin embargo, si a través de la fe y el conocimiento de ti mismo no descubres el amor de Dios, lleno de locura hacia ti, no seguirás sus huellas, serás el ser más infeliz del mundo, porque vivirás como si fueras huérfano, pues no descubres que tienes padres. La realidad del pecado se nos manifiesta como una forma de autoconocimiento. Pero si conociéramos únicamente esa realidad, ella podría destruirnos. Nuestra vida se vería abrumada, porque llevaríamos la carga de nuestro propio mal. Nuestra vida estaría marcada por la inquietud, por la tensión y por la tristeza.

 

Qué actitud tomar ante el propio mal

La lucha por la fe, como un proceso de conversión, abarca el combatir el apresuramiento, la inquietud y la tensión; y sobre todo la tristeza. La tristeza es una evidente manifestación del amor propio, que corta las raíces de la fe, las raíces de la confianza. Aquí también se trata de la tristeza que se manifiesta en las situaciones difíciles en lo temporal, por ejemplo, cuando se nos despoja de algo, cuando perdemos algo; pero aún más, de la tristeza ante las dificultades espirituales, por ejemplo, cuando caemos, cuando somos infieles. La tristeza paraliza nuestra fe. Después de nuestra caída no debemos derrumbarnos espiritualmente, porque causamos a Dios un dolor aún mayor que con el pecado en sí. Más aún, los santos dicen que, después de la caída debemos esperar obtener mayores gracias que antes de la caída.

La lucha por la aceptación de los fracasos y derrotas en nuestra vida, debe abarcar incluso las cosas más pequeñas.

San Maximiliano, cuando jugaba con los hermanos al ajedrez, solía alegrarse mucho de las derrotas. Era su «agere contra», es decir, el rechazo del amor propio, para poder volverse plenamente de cara hacía el Señor. Santa Teresa del Niño Jesús nos enseña qué actitud hay que tomar ante las propias imperfecciones a la luz de la fe, de manera que no nos entristezcan. Cristo te acepta tal como eres. Puedes ir a E1 con toda tu imperfección y debilidad. El hará que todo cuanto hayas hecho mal sea reparado, y El suplirá lo que te falta.

Ante nosotros se plantea un problema de extraordinaria importancia: por un lado tenemos que odiar nuestro mal, pero por otro, tenemos que aceptarnos a nosotros mismos. No puedes, sin embargo, amar tu propia imperfección como tal, lo único que puedes amar en ella son sus consecuencias. Esa imperfección ha de ayudarte únicamente para que seas más humilde y más confiado. El hecho de que cometas pecados no debe desanimarte, no debe sorprenderte. Es más conveniente que te sorprendas de que no has caído. E1 niño que no sabe andar no se sorprende de sus tropezones y caídas. Incluso las caídas, si son causa de arrepentimiento, nos fortalecen, porque Cristo sabe transformar el mal en bien. Después de cada caída te reharás como un ser más humilde, más confiado y más fervoroso. Si todo pecado se te convierte en oportunidad para que manifiestes tu contrición y tu confianza, y a través de esto, descubras el deseo que E1 tiene de perdonarte; verás que todos tus pecados no son más que peldaños en la escalera que te permite subir hacia Su Amor (J.d' Elbée). A Santa Teresa de Lisieux le gustaba contarle a Jesús sus propios defectos con detalle. Decía que de esa manera quería atraer Su misericordia, porque El vino por los pecadores y no por los justos. Todo esto es muy importante para nosotros, los que sentimos tristeza por nuestras caídas.

«¿Es importante, Señor Jesús -pregunta Santa Teresa de Lisieux- que constantemente tropiece? Gracias a ello veo mi debilidad y eso me reporta muchos provechos. Gracias a ello Tú ves, Jesús, cuán mínimas son mis posibilidades y por eso me tomas con mayor deseo en Tus manos».

Al aproximarnos al objetivo fundamental, que es Dios, nos parece que nos alejamos. Eso es normal y correcto. Santa Teresa, al advertir su creciente alejamiento del Señor, no se entristeció por ello: «Cuán feliz soy viendo lo imperfecta que soy y lo mucho que necesitaré la misericordia Divina en el momento de la muerte».

Si te sientes pecador y débil tienes un derecho especial a estar entre los brazos de Jesús. El es el Buen Pastor que busca las ovejas perdidas, débiles y desvalidas; las que no consiguen mantener el paso del rebaño. Permítele a Jesús que te tome en Sus brazos, permítele que te ame, cree en Su Amor.

Para que tengas derecho a estar entre Sus brazos, tiene que haber en ti una actitud de humildad. Debes reconocer que eres pecador y débil. Pero, al mismo tiempo, tienes que creer en Su Amor, en que El te toma en Sus brazos, precisamente porque eres pecador, débil y desvalido. La fe hará que le seas agradecido por su incesante amor hacia ti: pecador, débil y desvalido; tanto en lo temporal como en lo espiritual.

 

El "sacramento de la conversión"

Siempre que te acercas con sincero arrepentimiento al Sacramento de la Reconciliación, que puede ser calificado también como «sacramento de la conversión», tu fe atraviesa por una gran oportunidad de crecimiento. E1 Sacramento de la Reconciliación, con frecuencia, no es eficaz en nuestra vida, porque lo impide la rutina, la monotonía, la falta de preparación y disposición; porque no recuerdas, como es debido, que además de la Eucaristía, el Sacramento de la Reconciliación es un canal especial para las gracias que te pueden llegar, y para tus encuentros con Dios. Es posible que tampoco recuerdes, como es debido, la obligación de orar por tu confesor o director espiritual, para que él se convierta en un instrumento Divino cada vez más perfecto para ti; en un auxiliar eficaz en el proceso de tu conversión.

El examen de conciencia debe ser una profunda mirada hacia tu interior, un cuestionamiento de la orientación que tiene tu vida: ¿qué es lo más valioso para ti y quién es Jesucristo para ti? Sobre todo de esto hay que confesarse: ¿Quién es Jesucristo para ti? ¿Cuál es tu elección fundamental? ¿Estás seguro de que has elegido a Dios radicalmente? Por todas estas cosas hay que comenzar el reconocimiento de todos los pecados, porque eso es lo más importante. Si no has elegido a Jesucristo, puedes estar seguro de que tus demás pecados, no son nada más que el resultado de esa culpa fundamental.

Los pecados pueden ser de distinto tipo, los cometidos y los de omisión. Y estos últimos son, por lo general, los peores. Es entre ellos donde aparece el pecado en que tú abandonas a Cristo, lo dejas, y le asignas apenas un rinconcito muy modesto en tu corazón. Y ese es el mayor mal que haces, esa mediocridad, esa falta de radicalismo, ese no reconocer a Cristo es el valor supremo, que lo es todo; esa situación en la que tu fe sigue siendo tibia.

Entre las cinco condiciones del Sacramento de la Reconciliación, la más importante es el acto de contrición o arrepentimiento. ¿Cómo te preparas antes de hacer la confesión? E1 arrepentimiento debe prepararte de manera directa para el encuentro con Cristo, porque te abre mejor al canal de gracias del «sacramento de la conversión». Es posible que no valores adecuadamente el tiempo que tienes antes de acercarte al Sacramento de la Reconciliación, pero has de saber que se trata de un tiempo precioso. Deberías de invertirlo en suscitar en ti el arrepentimiento. El arrepentimiento debe ser tu actitud ante la cruz, la confirmación de que te aflige el haber herido a Cristo con tu pecado; y de que deseas pedir perdón a Dios y reparar el daño causado. Tu arrepentimiento debe ser cada vez más profundo, porque de ello depende la eficacia del Sacramento de la Reconciliación. No puedes convertirte, mientras no estés plena y sinceramente arrepentido.

Existen dos tipos de religiosidad: una de ellas podría ser calificada de «egocéntrica» y la otra «teocéntrica». En el primer caso el hombre centra su atención en sí mismo. No toma en consideración a Dios y lo que tiene en cuenta es su propia situación. Va a confesarse con la idea de purificarse, porque le es difícil vivir con el pecado a cuestas. Lo hace también para estar bien delante de Dios. Para el hombre así, la confesión puede funcionar como una especie de «aspirina» que aplaca el «dolor de conciencia», que calma y permite recuperar el buen estado de ánimo. Se trata, pues, de un hombre permanentemente concentrado en sí mismo. Ese hombre, cuando recibe la absolución, se retira del confesionario sin tristeza, pero también sin alegría, porque sigue centrado en el mal que momentos antes descargó de su conciencia.

Cuando observamos a Judas y su comportamiento después de haber traicionado a Jesucristo, vemos en él muchos elementos de la confesión. Hay examen de conciencia, porque Judas reflexiona sobre lo que hizo, y toma conciencia de que obró mal. Aparece asimismo, el arrepentimiento, porque efectivamente, Judas está contrito por lo que hizo. Incluso quiere cambiar su actitud, lo que significa que también tiene propósito de enmienda. Hay también confesión de los pecados, cuando Judas le dice a los sacerdotes: «Pequé entregando sangre inocente» ( Mt 27,4). Hay también una reparación del mal hecho, porque les tira a los sacerdotes las monedas de plata que de ellos recibió. No quiere que se le pague por la sangre. En realidad, en la actitud y el comportamiento de Judas aparecen casi todos los elementos de una confesión. Pero faltó uno, el más importante, la fe en la misericordia de Jesús. Precisamente por eso la «confesión» de Judas es tan triste, tan trágica, y termina con la desesperación y el suicidio.

Nuestra confesión debe ser como la de San Pedro, quien creyó en la misericordia de Cristo, y se centró, no tanto en su pecado, sino en el perdón. El hombre de religiosidad «teocéntrica», no se fija tanto en sus propios pecados, sino que toma el pecado como punto de partida, para que, a través de la fe, descubra la misericordia de Dios. Al acudir al confesionario piensa, ante todo, en que hirió a Cristo; y quiere renovar la amistad que hirió voluntariamente. Quiere, con su arrepentimiento, darle a Cristo la posibilidad de perdonar, y con esto darle alegría. «Crucificamos a Cristo» -dijo el Santo Cura de Ars pero cuando vamos a confesarnos, vamos a liberarlo de la Cruz».

Si heriste a Cristo, sus heridas sangran, y es necesario que acudas al Sacramento de la Reconciliación, para que cicatricen. Debes acudir para El, no para calmar tus inquietudes, sino para darle a El la alegría de formar en ti a un hombre nuevo y renacido, a través de la gracia del Sacramento.

Algunos se reprochan que después de haber hecho la confesión no se corrigen. Es posible que tú también consideres que la confesión es para que puedas ser mejor, y si no logras serlo, piensas que tus confesiones carecen de sentido. Es posible que pienses que si has de ser mejor y no lo consigues, entonces está de más acudir a la confesión, porque no logras progresar. Sin embargo, cuando tanto deseas perfeccionarte y progresar, resulta que lo que buscas no es a Dios y a su misericordia, sino tu propia perfección, con lo que demuestras que tu fe es deficiente. Vas a confesarte para ser luego tan bueno, que ya no necesites a Dios, a pesar de que El es la Misericordia. Vas a Dios en busca de su perdón, precisamente para no necesitarlo ya más, para prescindir cómodamente de E1; aunque El siempre desea perdonarte, perdonarte con alegría.

¡Qué poco creemos en esa ansia de Dios de perdonar incesantemente! Muy pocas son las caras que al apartarse del confesionario reflejan alegría. Sin embargo, después de haber hecho la confesión, el mundo debería ser distinto para ti, más radiante; iluminado por la fe en la misericordia de Dios.

En el Evangelio todas las «confesiones» terminan con un ágape: cuando el Señor visitó a Zaqueo; cuando Mateo el publicano y futuro Evangelista, le invitó a un banquete, junto con otros publicanos y pecadores, para que todos recibieran el perdón y se alegraran; cuando el padre del hijo pródigo perdonó a su hijo, le preparó un ágape; y también cuando María Magdalena, durante un ágape, le manifestó a Jesús su agradecimiento por el perdón. En el Evangelio siempre está vinculado el perdón con expresiones de gozo.

La conversión está determinada por el arrepentimiento, En el Sacramento de la reconciliación encontramos a Cristo que nos quiere perdonar y curar las heridas producidas por nuestro pecado. Pero si tú no le enseñas tus heridas a Dios, El no puede curarlas.

Si tu arrepentimiento es ilimitado, también lo será la misericordia de Dios. Examina cómo son tus confesiones. El arrepentimiento es un acto de humildad. Debes crecer continuamente en humildad y de ahí que tu arrepentimiento también deba crecer continuamente. Jamás hay demasiado arrepentimiento, jamás hay demasiada contrición. Cuanto más pecador y peor que los demás te veas, tanta más apertura tendrás para la gracia y para la fe.

El Sacramento de la Reconciliación debe ser un sacramento ansiosamente esperado, porque es un encuentro especial con Cristo. El amor quiere ser esperado, y cuando no lo es, queda herido.

 

Los Patronos del «sacramento de la conversión»

Uno de los Patronos del "sacramento de la conversión" es Zaqueo. Cuando hacemos referencia a ese extraño personaje, nos viene a la mente también, como contraste, la figura del joven rico. Al joven rico, por ser una persona «muy honesta» , le tenía que ser muy difícil arrepentirse de algo .x Cumplía estrictamente todos los mandamientos del Decálogo y no tenía razones para arrepentirse de algo. Sin embargo, Jesús dijo que a una persona como él, le sería muy difícil entrar en el Reino de los Cielos. El joven rico no advirtió en sí mismo , el mayor de los males, el apego que sentía por sus riquezas y cargos, el hecho de que no optó radicalmente por Dios. A él le parecía que con cumplir los mandamientos del Decálogo, ya se estaba «bien» delante de Dios. No sabemos lo que sucedió con él más tarde, pero aquel visible dolor de Jesús demuestra el mal estado del espíritu de aquel joven.

Al lado de aquel joven honesto, el Evangelio nos muestra un ejemplo singularmente opuesto: al canalla y villano Zaqueo. Y se pueden utilizar esos adjetivos, porque Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos, es decir, de los traidores y ladrones, era de verdad un ser digno de lástima, tanto desde su propio punto de vista, como a los ojos de quienes le rodeaban. Y cuando aquel gran pecador descubrió la mirada misericordiosa de Jesús, se estremeció y tuvo una extraordinaria reacción: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres y, si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc.19, 8). ¿Quién de nosotros sería capaz de dar la mitad de sus bienes a los pobres y de cuadruplicar la compensación por el daño causado? Hay en ello la locura de la generosidad de un gran pecador arrepentido, que ha descubierto que es amado. Zaqueo, realmente, se volvió loco de asombro y alegría.

Jesús se dirigió al joven «honesto», animándolo a que repartiera su riqueza, pero a Zaqueo nada le dijo, y éste todo lo hizo solo, sin presión alguna. Tenemos a un hombre «honesto» que no respondió a la «mirada amorosa» y se alejó triste, y tenemos a un jefe de ladrones que resultó ser sumamente sensible al amor de Dios.

En el idioma polaco, a los candelabros laterales que hay en muchas iglesias se les dice «zaqneos». El simbolismo de esos candelabros es muy profundo, ya que recuerdan aquel acontecimiento singular, cuando Jesús, en vez de ir a comer con alguien honrado, como por ejemplo, el joven «honesto», dijo al jefe de los ladrones: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» ( Lc. 19, 5). En aquellos tiempos, cuando se llegaba a la casa de alguien como huésped, eso significaba que se entablaba con ese alguien una determinada relación espiritual. No se trataba, pues, de una simple visita, de un simple banquete. No se trataba tampoco de come¡- algo, sino de entrar, con una determinada persona, en una singular relación de intimidad. Y Jesús cogió a Zaqueo para entrar con él en una singular comunión personal. Y al entrar en la casa, del quizás mayor de los ladrones de Jericó, con su sola presencia la consagró. La casa de Zaqueo se convirtió de esa manera en una especie de templo, de santuario. A veces podemos sentir el deseo de decirle a Jesús: Señor, qué mal gusto tienes si escoges como santuario la casa y el corazón de un ladrón. Pero precisamente así es Dios, un loco en su amor por el hombre. Dios visitó a Zaqueo para llevar la salvación a su casa. A la casa significaba también al propio Zaqueo, a su familia, y a todos aquellos que frecuentaban su domicilió y se sentaban a su mesa; es decir, a otros cobradores de impuestos parecidos a él, a otros pecadores. Llegó para entrar con ellos en comunión, para acogerlos en el templo que El había consagrado. Y el corazón de Zaqueo se transformó en santuario de Dios, porque era un corazón verdaderamente arrepentido. Porque Dios puede hacer su verdadero templo, solamente de un corazón arrepentido .

El «buen ladrón» también es patrono del Sacramento de la Reconciliación. Su «confesión» se produjo en la cruz, reconoció su culpa cuando dijo: «Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos...» (Le 23,41). Lo que ocurrió posteriormente en el alma de aquel ladrón, será siempre un secreto para nosotros , pero por las consecuencias, podemos imaginar que tuvo lugar el gran milagro de la gracia. Aquel hombre debió estar sumamente arrepentido, y considerarse el peor de todos, ya que era un bandido, alguien condenado por quienes lo rodeaban. La crucifixión significaba no solamente la muerte física, sino también la privación de todos los derechos del condenado. El «buen ladrón» iba a morir, a la vista de la gente, duramente atormentado, pero lo aceptaba. Con su afirmación: «nosotros con ratón» sufrimos , dijo: «si, yo me lo merezco». Eso quiere decir que descendió hasta el fondo de su pecaminosidad y tuvo así un profundo arrepentimiento. Es seguro que fue esa actitud de arrepentimiento y de profunda humildad, la que hizo que su corazón estuviera dispuesto a acoger de Dios el don de la fe. Pues qué enorme tenía que ser su fe, si en Aquel moribundo apaleado, y al que se le había escupido y ridiculizado, que tenía a su lado, reconoció al Rey: «Jesús acuérdate de mí cuando vengas cocí tu Reino» (Lc 23,42). Nuestra conversión es tan difícil, porque en nuestros corazones hay poco arrepentimiento, y si tenemos poco arrepentimiento, también nuestra fe será muy superficial.

 

La conversión hacia el radicalismo

El proceso de tu conversión debería conducirte al radicalismo evangélico, al radicalismo de la fe, al que Dios nos llama con las palabras del Apocalipsis de San Juan: «s¡ Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16).

San Juan de la Cruz nos habla de lo importante que es nuestro radicalismo en la fe, haciendo referencia al ejemplo de dos pájaros atados; uno de ellos está atado con una cuerda gruesa y otro con un hilo fino, sin embargo, su situación es prácticamente igual, ya que ninguna de las aves puede volar. Cambiará cuando nada las tenga atadas.

Lo opuesto del radicalismo es la mediocridad, la mediocridad en los deseos, en la actitud, en la oración. Dios impone condiciones máximas. El quiere dártelo todo, pero tú constantemente deseas poco y poco pides. Tú no buscas lo más importante, lo que sería la realización del propósito de tu vida: que Dios pueda vivir y reinar plenamente en ella. ¿Sabes qué tanto le atas las manos a Dios, cuando le pides muy poco, cuando te sientes satisfecho con la medianía? Pero eso Dios no puede aceptarlo. Hay una escena conmovedora durante unas apariciones de la Virgen María. Cuando los niños iban a ir al lugar de las apariciones, alguien del entorno dio la idea de darles una lista de peticiones escritas en un papel, para que se las presentaran a la Madre de Dios. Y escribieron una larguísima lista de peticiones. Uno pidió una vivienda, otro un puesto de trabajo; algunos pidieron una mejor salud y otros calma y paz; también hubo que pidió que su hijo o su esposo volviera a la fe. De esa manera escribieron un buen montón de hojitas que los niños se llevaron. María examinó las hojitas y entristeció. Les dijo a los niños: «mi Hijo no confía en ellos». María no hizo caso de las peticiones. No podía hacer caso de ellas, porque aquella gente le pidió «demasiado poco». En las peticiones de la gente no se manifestó el radicalismo evangélico. Dios no puede conceder peticiones relacionada con la vivienda, el trabajo y la salud, si éstas conducen a una situación tal, en la que Dios resulta ya innecesario. Si esas peticiones no son para ayudar al hombre a seguir a Dios, hasta sus últimas consecuencias, entonces Dios no les hace caso.

En nuestra vida todo debe estar subordinado al único propósito de que Cristo crezca en nosotros, y alcance en nosotros la plenitud. Todo ha de estar al servicio de eso y, precisamente por ello, Dios exige de nosotros radicalismo; también en nuestras peticiones. Dios está «loco», El quiere dártelo todo. Quiere darte el Reino, pero tú, al pedirle tan poco, se lo impides.

« Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33). Alguien dijo que si no buscas ante todo el Reino de Dios, entonces todo lo demás te será arrebatado. Todo problema, toda dificultad que vives, no es más que un llamado de Dios para que desees más, infinitamente más, para que busques, ante todo, el .Reino de Dios, porque entonces todo el resto te será dado por añadidura; es un llamado de Dios para que te conviertas, para que tengas fe.

Sobre el radicalismo de Santa Teresa del Niño Jesús, su hermana María nos habla cuando le dice: «Estás poseída por Dios». «Poseída» significa en este caso, deseosa de entregárselo todo a Dios. Trata de imitarla y querer más, cada vez más; de manera que el radicalismo evangélico posea tu voluntad, y tú también estés «poseído» por Dios, para que puedas repetir las palabras de Santa Teresa: «yo lo escojo todo». Ella, el día de su muerte, por la noche del 30 de Septiembre de 1897 dijo: «¡No. nunca hubiera pensado que se pudiese sufrir tanto... nunca, nunca! No me lo puedo explicar, sino por los deseos ardientes que he tenido de salvar a las almas». Santa Teresa sufrió también por ti, para que como ella, seas poseído por Dios; para que con ella vivas con el radicalismo evangélico.

San Ambrosio dijo: « Dios no hace tanto caso de lo que le damos como ofrenda, sino de lo que nos guardamos para nosotros». Porque Dios es «un Dios celoso» (Dt 4, 24). El te amó hasta el extremo y quieres que te abras plenamente a su don, para poder ofrecértelo todo.

El encuentro de Jesús con el joven rico, relatado en los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas; fue un encuentro realmente extraordinario. Cuando Jesús se ponía ya en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante El, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna? Jesús le dijo: ¿Porqué me llamas bueno?, nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a tí mismo. El entonces le dijo: Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud. Jesús fijando en él su mirada, le amó y le dijo: Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo, y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme. Pero él abatido por estas palabras, se marchó entristecido porque tenía muchos bienes ( cf. Mt 19, 16-22 y Mc 10, 17-22)

En la descripción de esta escena, San Lucas, por su parte, nos trasmitió algo extraordinario y sorprendente: «Viéndole Jesús, dijo: ¡ Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!» ( Lc 18-24). Los discípulos se asombraron ante aquellas palabras. Nosotros también podríamos sorprendernos. El joven cumplía todos los mandamientos. Jesús, sin embargo, «viéndole» que cumplía todos los mandamientos dijo: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!». Este texto es estremecedor, Jesús les repitió a los Apóstoles: «¡Hijos - les habló como se entendiera que para ellos todo aquello era muy difícil de comprender- qué difícil es entrar en el Reino de Dios! es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios. Pero ellos se asombraron aún más y se decían unos a otros: y ¿quién nos podrá salvar?» (Me 10, 24-26).

De todo esto se desprende que no basta con cumplir los mandamientos de Dios y que el llamado de Cristo a la locura, es decir, al radicalismo evangélico, es un compromiso para nosotros. Esto exige nuestra constante conversión hacía ese radicalismo. Al comentar ese texto Santa Teresa de Avila dijo que al joven rico le faltó la partícula de la locura. Era -como dijo San Lucas- un jefe, es decir, que tenía un cargo público. Hubiera tenido que renunciar a muchas cosas o, propiamente dicho, a todo. En su situación hubiera tenido que ser un loco, hubiera tenido que aceptar que la gente dijera que había perdido la razón, hubiera tenido que abandonarlo todo y eso no era tan fácil. Jesús, sin embargo dijo: solamente entrará en el Reino de los Cielos el que lo deje todo por Dios. No basta con amar al prójimo como a uno mismo. El joven rico ya cumplía con eso.

Todos estamos llamados a la locura. Sin esa partícula de locura no podemos seguir al Señor hasta el fin. Tarde o temprano tendrás que dejarlo todo, tendrás que separarte de todo. Te sería más difícil dejarlo todo al final, cuando estés en el lecho de la muerte. Entonces tendrías que hacerlo, pero sufriendo terriblemente; sin embargo, Dios quiere evitarte ese sufrimiento. El desea que ya desde ahora dejes toda tu «riqueza», no en el sentido concreto, sino en el sentido de desapego de ella. Podríamos asombrarnos de que Dios exija tanto de nosotros, pero lo que Dios persigue con ello es que seamos libres y felices. La partícula de la locura, consiste en que nosotros, entreguemos a Dios todo lo que es nuestro, mientras que El nos da a cambio todo lo que es suyo. Nosotros le damos nuestro todo de miserias, mientras que lo que El nos da es su todo maravilloso, porque es un todo Divino. Hemos de ir aprendiendo de María, nuestro modelo, ella realmente se lo entregó todo al Señor, y le siguió hasta el fin. La Madre de nuestro abandono, la Madre de nuestro radicalismo.