I
Primer artículo de la fe:
el Padre

1
Creo en Dios Padre

1. La fe en Dios, hoy

Al inicio de nuestra reflexión sobre la primera frase del símbolo de los apóstoles o profesión de fe formulada en el bautismo cristiano, es lógico que nuestras expectativas sean elevadas. Se trata, nada menos, de que se realice en nosotros lo que la Carta a los efesios desea a sus lectores con tanta vehemencia: «Que el Dios de Jesucristo, nuestro Señor, el Padre que posee la gloria, os infunda el espíritu de sabiduría y de revelación para que lleguéis a conocerle» (Ef 1, 17).

a) La peculiaridad de la confesión cristiana de Dios

La continuación de esta extensa plegaria sobre la iluminación de Dios perfila, por lo demás, de un modo originario todo el esquema de la confesión cristiana de Dios: el que reconoce a este Dios, tiene que hablar de sus grandes gestas en Jesucristo y en el Espíritu santo. «El iluminó los ojos de vuestro corazón para que comprendáis la esperanza que abre su llamamiento, el tesoro de la gloriosa herencia destinada a sus consagrados y su extraordinaria potencia en favor de los que creemos, mediante la eficacia de su poderosa fuerza. El demostró esa poderosa fuerza en Cristo, al que resucitó de la muerte y elevó al cielo para ocupar el puesto a su derecha, por encima de todos los principados y potestades, poderes y dominaciones, y por encima de cualquier nombre que se pronuncie no sólo en este mundo, sino también en el venidero. Sí, todo lo sometió bajo sus pies y a él lo hizo, por encima de todo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, el complemento del que llena totalmente el universo» (Ef 1, 18-23).

La historia y el destino de Jesucristo, el «Hijo del hombre», y la proximidad palpable de Dios en la comunidad de los discípulos ponen de manifiesto a quién se reconoce y se testifica aquí como fundamento y meta de nuestra conciencia cristiana: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición de su Espíritu» (Ef 1, 3)1. Este Dios no es otro que el Dios único, al que también los musulmanes «adoran con nosotros», al que aspiran los adictos de las más diversas religiones cuando «buscan en la sombra y en imágenes al Dios desconocido»2. No obstante, la novedad y la heterogeneidad de esta confesión cristiana de Dios, que tuvo su concreción escandalosa en la interpretación «teológica» del destino de Jesús de Nazaret y de su movimiento, produjo desde el principio una gran impresión: los «seguidores de este camino» (Hech 9, 2) fueron juzgados y excluidos en el ámbito de la fe mosaica como desviados e innovadores (cf. Hech 8, 3), y en el área de la religión estatal romana y de sus cultos fueron perseguidos y maltratados como ateos, como negadores de Dios3.

Confesar al «Dios cristiano», hablar como cristiano sobre Dios significa ante todo hablar de Yahvé, el «Dios de Israel», como habló Jesús, que le llama Padre (Abba) de modo tan ostensible y desacostumbrado. Este Dios es también el «nuestro» según la experiencia de los discípulos de Jesús, porque se da y se entrega como el Dios uno y único en su palabra y en su amor a todos los hombres, y aparece también como Padre nuestro en su Hijo Jesús y en el Espíritu santo.

Se podría presentar ahora la frase introductoria «creo en Dios Padre» como un símbolo, como un signo de identidad para responder a las expectativas de los que desean un comentario sobre la realidad específicamente cristiana de Dios, comenzando inmediatamente con la exposición pormenorizada de la revelación histórica de Dios tal como se decantó en los escritos sagrados del antiguo y del nuevo testamento.

b) El obstáculo del ateísmo

Sin embargo la concepción cristiana de Dios se encuentra desde el principio y a lo largo de los siglos en un contexto histórico concreto que varía según las épocas y que es factor determinante del pensa-

1. Cf. los textos que celebran de modo similar la acción de Dios Padre (por medio de Jesucristo y el Espíritu): Gál 4, 6; 1 Cor 8, 5 s; 2 Cor 1, 3s; Jn 14, 6. 16.23; 15, 26s; 1 Jn 1, 3.

2. Lumen gentium, 16.

3. «Confesamos ser negadores de Dios en relación con esos falsos dioses, pero no respecto al verdadero Dios» (Justino, Primera apología, 6). Cf. N. Brox, Zum Vorwurf des Atheismus gegen die Alte Kirche: Trierer Theologische Zeitschrift 75 (1966) 274- 282.

miento y del lenguaje sobre Dios. Es muy importante para la práctica de la fe actual y, sobre todo, para el testimonio misionero tener presente que la conciencia contemporánea no cuenta ya, obviamente, con la realidad de los poderes y los seres divinos, como contaba la Antigüedad, sino que hoy nos azota de lleno el vendaval del ateísmo.

1. ¿Inviabilidad del lenguaje sobre Dios? —No es éste el lugar adecuado para exponer la historia moderna en el aspecto de alejamiento de la fe tradicional en Dios4. Tampoco podemos intentar aquí el debate argumentativo con las diversas formas del ateísmo y del agnosticismo actual5. Pero ¿podemos recorrer tranquilamente el paisaje bíblico, caminar por las sendas seguras de Tierra Santa para explorar los lugares clásicos de la experiencia y del lenguaje judeo-cristiano sobre Dios, cuando innumerables personas se atormentan, a sabiendas u oscuramente, con la pregunta de si Auschwitz no es la demostración irrefutable de la ausencia total de Dios en nuestra existencia humana? El lugar central del genocidio organizado burocráticamente se convierte así en la cifra de esos destinos humanos absurdos e inconcebibles causados por la maldad y la ceguera humana, que parecen ahogar en sangre cualquier posible respuesta positiva a la pregunta por el sentido de la vida humana. El ateísmo que, según el último concilio, es «uno de los fenómenos más graves de este tiempo»6, ¿no se está convirtiendo

4. Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Salamanca' 1990; H. Küng, ¿Existe Dios?, Madrid 1979; H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967.

5. Cf. E. Coreth/J. B. Lotz (eds.), Atheismus kritisch betrachtet. Beitrdge zum Atheismusproblem der Gegenwart, München 1971; K.-H. Weger, Der Mensch vor dem Anspruch Gottes. Glaubensbegründung in einer agnostischen Welt, Graz 1981; H. R. Schlette (ed.), Der moderne Agnostizismus, Düsseldorf 1979.

6. «La palabra <ateísmo> designa fenómenos muy diversos entre sí: algunos niegan a Dios expresamente; otros opinan que el hombre no puede afirmar nada sobre él; otros formulan la cuestión de Dios con unos presupuestos metodológicos que parecen despojarla de sentido a priori. Muchos rebasan el ámbito de competencia de las ciencias empíricas y declaran que todo es objeto exclusivo de esas ciencias, o rechazan, a la inversa, cualquier posibilidad de una verdad absoluta. Parece que algunos se interesan más por la afirmación del hombre que por la negación de Dios, pero ensalzan al hombre de forma que su fe en Dios no resulta ya una fuerza vital. Otros se forjan tal imagen de Dios, que ese esquema que ellos rechazan no es el Dios del evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de Dios, ya que no parecen tener experiencia de la inquietud religiosa y no ven razón alguna para preocuparse de la religión. El ateísmo nace, además, no pocas veces de la violenta protesta contra el mal en el mundo o transfiriendo injustificadamente la noción de absoluto a ciertos valores humanos, que ocupan así el lugar de Dios. También la civilización actual puede dificultar el acceso a Dios, no por su naturaleza, sino por su atención unilateral a las realidades terrenas.

Es cierto que hay quienes, desoyendo la voz de su conciencia, alejan intencio-

cada vez más en la cosmovisión universal de una «sociedad de las necesidades» que puede criticar «al Dios de nuestra esperanza como reflejo inútil, como supuesta realización ilusoria de necesidades frustradas, como engaño y como falsa conciencia»?7 ¿O van a dar la razón los próximos decenios a aquellos que suponen que el ateísmo es una especie de etapa intermedia de un proceso que aboca en el agnosticismo8, una actitud espiritual de resignación que, desconfiando de toda «especulación filosófica», no admite demostración a favor ni en contra de la existencia de Dios y deja pendiente la cuestión del Absoluto con el pretexto de los estrechos límites del conocimiento humano? ¿Logra algo el pensamiento humano condenándose definitivamente, en el tema decisivo, a la incertidumbre?9

Se puede observar de hecho cómo la pregunta occidental por el «ser del ente», que desde Platón y Aristóteles ha ocupado y marcado de los modos más diversos a la filosofía y a la teología hasta hoy, ha alcanzado, en una consecuencia trágica, el punto donde también el ser de Dios se desvanece y escapa al esfuerzo intelectual serio10. «¿Hasta qué punto podemos decir: Dios "es"? Sin duda, no como una constatación objetiva y neutral al estilo de la frase <no hay Dios>. ¡El Dios que <hay> no existe! Sólo se puede hablar de Dios en una fe comprometida que no dice <hay>, con sujeto impersonal, sino que ve

nadamente a Dios de su corazón y tratan de evitar las cuestiones religiosas, no sin culpa; pero también los creyentes mismos tienen una cierta responsabilidad. En efecto, el ateísmo, considerado en conjunto, no es un fenómeno original e independiente; nace de diversas causas, entre las que cuenta también la reacción crítica contra las religiones, y en algunos países contra la religión cristiana. Por eso los creyentes pueden tener una parte notable en esta génesis del ateísmo, cuando por descuido en la educación de la fe, por exposición ambigua de la doctrina o también por las deficiencias de su vida religiosa, moral y social encubren, en vez de manifestar, el verdadero rostro de Dios y de la religión» (Gaudium et spes, 19).

7. Unsere Hoffnung 11, en Synode I, 1976, 87.

8. Cf. H.R. Schlette, Vom Atheismus zum Agnostizismus, en Id. (ed.), Der moderne Agnostizismus, 207-223.

9. «A pesar de todas las diferencias existentes entre los agnósticos y los creyentes, ambos tienen algo en común: preguntas y dudas. A mí me cuesta imaginar —prescindiendo de los agnósticos ignorantes— que el agnóstico no llegue a preguntarse si no hay razones para tomar en consideración la fe religiosa. Y, a la inversa, también la fe como libre decisión está amenazada constantemente por la increencia. Al menos sobre esto habría que mantener el diálogo» (K.-H. Weger, Aktualittit des Skepsis: Orientierung 44 [1980] 176).

10. Cf. H. Mühlen, Die abendldndische Seinsfrage als der Tod Gottes und der Aufgang einer neuen Gotteserfahrung, Paderborn 1968; E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984; W. Maas, Univerdnderlichkeit Gottes. Zum Verhültnis von griechisch-philosophischer und christlicher Gotteslehre, Paderborn 1974.

en Dios un <él> y un <tú>. El que habla de Dios sin ser afectado por él, ya ha perdido en el fondo a Dios»11. En la medida en que se concibe y describe no sólo el «ser», sino también su «fundamentación» última en sentido neutral-objetivo, entitativo y apersonal, en la medida en que «la ausencia de un tú en la pregunta tradicional por el ser» 12 determinó el lenguaje cristiano sobre Dios (ens a se, summum ens, causa prima) terminológicamente y en el contenido, la experiencia bíblica personal de Dios quedó cada vez más encubierta y reprimida. Así pudo desaparecer en una concepción científico-técnica del mundo la pregunta por la causa última o por un ser supremo; ese concepto se utilizó inicialmente como un «tapaagujeros», pero más tarde fue eliminado como una superestructura superflua, añadida a una naturaleza investigable y manipulable sin necesidad de él.

2. La pregunta permanente sobre Dios. —Pero justamente este callejón sin salida histórico pone de manifiesto que la cuestión de Dios no queda abolida13, que una «conciencia antropocéntrica» reforzada, la reflexión implacable sobre las condiciones y determinaciones de la vida humana, puede alumbrar una «nueva aparición de Dios en la pregunta radicalizada que el hombre se hace sobre sí mismo»14. Sor-

11. W. Kasper, Unsere Gottesbeziehung angesichts der sich wandelnden Gottesvorstellung, en Id., Glaube und Geschichte, Mainz 1970, 101-119; aquí 118. Kasper continúa: «Cuando decimos que sólo por la fe sabemos que Dios existe, ello no significa que Dios exista sólo dentro de nuestra fe; al contrario, por la fe sabemos que Dios existe, que existe antes y fuera de nuestra fe, que existía ya cuando nosotros nada sabíamos de él, que nos amaba y solicitaba nuestro amor cuando aún no lo conocíamos... Si atribuimos así la existencia a Dios, no le aplicamos un concepto de existencia neutral que abarca a Dios y al mundo, como se reprocha a veces, sino que hacemos de esta afirmación de la existencia una afirmación de fe. La afirmación de la existencia es entonces, en el fondo, doxología, alabanza, es eucaristía y liturgia: "Te damos gracias por tu inmensa gloria". Entonces es una confesión del Dios siempre mayor, que siempre es mayor y más rico de lo que nosotros podemos pensar y creer. También con la afirmación "Dios existe" intentamos ensalzar y alabar a Dios a nuestro modo humano» (o.c., 118).

12. H. Mühlen, Die abendldndische Seinsfrage als der Tod Gottes und der Aufgang einer neuen Gotteserfahrung, 11.

13. Cf. W. Kasper, Posibilidades de la experiencia de Dios en la actualidad, en Id., Fe e historia, Salamanca 1974, 49-81; O.H. Pesch, Heute Gott erkennen, Mainz 1980; J. Sudbrack, Hunger nach Gotteserfahrung. Literaturbericht: Geist und Leben 55 (1982) 310-319; P. Hünermann, Die Menschen unserer Zeit und die Frage nach Gott, en A.Th. Khoury/P. Hünermann (eds.), Wer ist Gott? Die Antwort der Weltreligionen, Freiburg/Basel/Wien 1983, 7-9.

14. G.L. Müller, Der Auf-gong Gottes in anthropozentrischen Bewusstsein. Eine Alternative, en A.J. Buch/H. Fries (eds.)., Die Frage nach Gott als Frage nach dem Menschen, Düsseldorf 1981, 25-50, aquí 42; D. Grothues, Wo ist Gott zu finden? Fragen und Antworten von heute, Essen 1971.

prendentemente, el «grito desde lo hondo» se puede hacer oír también allí donde se encuentra con todo menos con manifestaciones elementales de la cuestión de Dios en figura de un combate desesperado en torno al sentido y al fin de la propia vida. La prensa divulgó hace algún tiempo un testimonio impresionante producido en la China comunista15. Yo no conozco ningún otro relato personal de nuestros días que en menos espacio, en una pura descripción del camino personal, pero con una penetración existencial que recuerda las Confesiones de Agustín, aborde concretamente, desde la propia búsqueda, todos esos aspectos que la teología intenta reivindicar desde los días de Pablo hasta la actualidad como signos de la referencia estructural de nuestra existencia a Dios. Una «teología fundamental narrativa» no podría ser más exacta ni más acertada que este historial de la joven china Pan Syau, del que reproduzco aquí algunos fragmentos importantes:

15. «El relato de Pan Syau, joven chica de 23 años, apareció en mayo de 1980 en la revista oficial de la confederación juvenil de la China roja Chung-kou ch'ingnien (<Juventud China>) y pronto despertó gran interés más allá de las fronteras del país. Llegaron a la revista, cuya redacción estaba en Pekín, más de 40.000 cartas de lectores. Este artículo fue debatido con una apertura inusitada en otros medios de la China roja, en la televisión, por ejemplo (Christ in der Gegenwart 33 [1981] 373).



Tengo ahora 23 años. Se suele decir que a esta edad uno hace su entrada en la vida. Mas para mí la vida no guarda ya ningún secreto y ha perdido todo atractivo. Parece como si hubiera alcanzado ya el final de mi existencia. Al volver la mirada a la trayectoria que dejo atrás, veo un arco que pasó del rojo brillante al gris pálido, de las elevadas expectativas a las profundas decepciones; una evolución que empezó con una actitud desinteresada y desembocó en un egocentrismo solitario.

Antes soñaba, llena de nostalgia, con una vida humana ideal. Cuando era escolar, oí contar la historia del mineral que se ennoblece hasta que llega a ser acero, y me hablaron del diario de Lei Feng. Aunque no entendía aún muchas cosas, me emocionaban tanto las gestas de los héroes que durante la noche no podía conciliar el sueño... Vivía como embriagada en una atmósfera de sacrificio y entrega. Mi diario estaba repleto de frases bellas. Yo intentaba seguir de palabra y de obra el ejemplo de los héroes.

Pronto, sin embargo, sentí en mí un dolor secreto. Constataba, en efecto, a menudo una contradicción entre lo que mis ojos veían y las ideas que me inculcaban... Sentí progresivamente que el entorno no era tan atractivo como se pintaba en los libros. Yo me preguntaba: ¿Debo creer a los libros o a lo que ven mis ojos? ¿Debo confiarme a los profesores o confiar en mí misma? Estaba llena de contradicciones. Pero como aún era pequeña, no era capaz de analizar estos fenómenos sociales. Además, la educación escolar me había conferido una extraña capacidad. Yo había aprendido a cerrar los ojos, a engañarme a mí misma, a grabar en la memoria algunas citas y a refugiarme en mi mundo psíquico ideal.

Pero más tarde este recurso no surtió efecto. La vida me dio duros golpes. Al finalizar la enseñanza secundaria murió mi abuelo. Una casa que antes estuvo llena de amor y afectividad quedó de pronto vacía y fría. Me pasaba todo el día discutiendo de dinero. Mi madre, que trabajaba fuera, se negaba a ocuparse de mi manutención... Me sentí herida. ¡Cielos! Si esto ocurre entre los parientes más próximos, ¡cómo serán las relaciones interhumanas en la sociedad! Enfermé gravemente...

Busqué la amistad. Pero una vez que cometí un pequeño error, una buena amiga a la que había confiado mi corazón redactó por escrito todo lo que le había dicho en la intimidad y lo refirió palabra por palabra al jefe. Busqué el amor. Conocía a un compañero de la brigada. Su padre había sido perseguido cruelmente por la «banda de los cuatro». Yo le rodeé del más puro amor y de la más profunda compasión. Tomé mi corazón herido y le sané las heridas... Cuando tuve que recibir tan duros golpes de fuera, el amor me procuró consuelo y dicha.

Pero ¡quién hubiera pensado que mi amigo, una vez destruida la <banda de los cuatro>, se iba a apartar de mí y no me iba a hacer ya ningún caso. Me sentí deprimida! Pasé dos días y noches sin comer ni dormir. Eché pestes y maldiciones. Mi corazón estaba tan lleno de cólera y furor que amenazaba estallar. Ah, Vida, me has enseñado realmente tu careta más hosca y desagradable. ¿El misterio de la vida consiste en lo que tú me has mostrado?

Para dar una respuesta a la pregunta por el sentido de la vida, observé con atención a la gente. Fui a pedir consejo a ancianos de cabello blanco, busqué una lección en niños que vivían en tugurios, escuché doctos profesores, aprendí cosas de trabajadores sudorosos y sucios. Mas no encontré una respuesta satisfactoria. Unos decían que el sentido de la vida era la revolución. Pero esto me parecía a mí pura palabrería y nada más.

Otros decían que el sentido de la vida consistía en alcanzar la fama. ¿Cómo se puede evitar entonces el distanciamiento de la gente ordinaria? Se dice que <el buen nombre perfuma cien generaciones>; pero también hay un proverbio que dice: <el mal nombre apesta durante diez mil años>...

Otros creían que la vida encontraba un sentido en el servicio a la humanidad. Pero este alto ideal difícilmente se puede conciliar con la realidad. Cuando uno choca con los jefes por una unidad de trabajo, cuando uno corre por calles y callejuelas barbotando denuestos por un pequeño asunto, ¿se puede hablar en serio de servicio a la humanidad? Me aconsejaron que gozase de la vida, que comiera y bebiera, que jugara y me divirtiera, que el hombre viene desnudo al mundo y lo abandona con las manos vacías. Pero el sentido de la vida no puede consistir en venir al mundo y andar por él sin objetivo. Muchas personas me aconsejaron no cavilar ni romperme la cabeza. La vida es para vivirla; muchas personas no la entienden y, a pesar de todo, siguen viviendo. Pero yo no soy capaz de eso. <Vida humana>, <sentido>: estas dos palabras me bullían en el cerebro, eran como un lazo puesto alrededor de mi cuello para forzarme a tomar inmediatamente una decisión... Estaba acostada y me revolvía en la cama de un lado a otro. Seguía pensando, cavilaba y me devanaba los sesos...

Mis observaciones de la vida humana desdoblaron mi personalidad: por un lado me defendía contra la realidad trivial; por otro, nadaba a favor de la corriente...

Se dice a menudo que cuando uno tiene una profesión se siente realizado, alegre y fuerte. No es ese mi caso. Yo sufro, yo lucho, me desgarro. A mí me gustaría mostrarme fuerte, pero sé perfectamente lo débil que soy... A veces pienso: ¿qué estoy haciendo? ¿por qué tropiezo con tantas dificultades? Yo también soy un ser humano. Tendría que vivir un matrimonio feliz, ser una esposa solícita y una buena madre. ¿Para qué tanto escribir? ¿Qué puedo ya escribir? ¿Puedo cambiar la vida con todos mis folios escritos, influir en la sociedad? No lo creo. Algunos dicen que nuestro tiempo progresa; pero yo no logro asirme a su fuerte brazo. Otros dicen que este mundo tiene por delante una gran misión. Pero yo no sé dónde puedo encontrar esa misión. El camino del hombre se va estrechando cada vez más y yo estoy tan cansada... He entrado ya en una iglesia católica para ver la función religiosa. Sí, he pensado incluso raparme la cabeza y hacerme bonza budista. También he pensado en suicidarme... Mi corazón está confuso hasta el extremo, repleto de contradicciones.

Compañeros redactores, os escribo esta carta en medio de mi gran indigencia... Si tenéis el valor de publicar mi carta, me gustaría que todos los jóvenes de nuestro país la leyeran. Creo que los corazones de la juventud me comprenden...16.

3. La solución aparente: la esencia divina de la humanidad (Ludwig Feuerbach). —Si nos referimos aquí a la explicación psicológica de la religión dada por Ludwig Feuerbach (1804-1872), la figura clave del ateísmo moderno17, y recordamos brevemente el punto central de la crítica feuerbachiana a la idea de Dios, es únicamente para poner en claro que tenemos motivos y razón para estar convencidos de que la crítica moderna a la religión tampoco liquida en modo alguno la cuestión de Dios. La cuestión queda abierta y es lógico afrontar la fe bíblica en Dios. El ateísmo moderno en modo alguno nos deja desarmados argumentativamente.

Todas las corrientes del ateísmo actual están influidas o dependen directamente de la reinterpretación que hace Feuerbach del cristianismo y de la religión; tanto Nietzsche como el marxismo, Sigmund Freud como Jean-Paul Sartre18.

El intento feuerbachiano de demostrar que la religión es una ilusión parte de una clara distinción entre el género «hombre» y cada uno de los seres humanos. Como enseña la experiencia, los individuos son

16. Ibid., 373 s.

17. Cf. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975; Id., Ausgewdhlte Texte zur Religionsphilosophie, introd. y edic. por A. Esser, KSln 1967.

18. Cf. W. Pannenberg, Das Glaubensbekenntnis, ausgelegt und verantwortet vor den Fragen der Gegenwart, Hamburg 21974, 26-34.

imperfectos, limitados y finitos; el género «hombre», en cambio, la «humanidad», es infinita. Toda limitación del pensar, querer y obrar de cada ser humano queda absorbida por el progreso histórico de la humanidad y está superada en él. Pero cada ser tiende, en su estrechez de miras y en su egoísmo, a mirar sólo por su propia existencia. Por eso no percibe la «infinitud» de la humanidad ni su propia plenitud, sino que toma lo infinito por otro ser completamente distinto del ser humano. (Feuerbach hipostatiza, pues, el género «hombre» hasta el punto de presentar la «esencia humana» como un sujeto de acción, un sujeto junto a los individuos, adicional a ellos y con independencia de ellos). El autoengaño religioso, la ilusión, consiste, según Feuerbach, en tomar nuestra propia realidad como algo ajeno: transfigurar la plenitud infinita del género hombre en un ser infinito distinto del hombre. Y por hacer eso y en la medida en que lo hacemos, este «ser divino» no es sino la proyección de nuestro propio ser en su supuesto cielo. De ahí la necesidad de convertir de nuevo al sujeto divino en el predicado del ser humano. En lugar de decir «Dios es el amor», hay que decir que el amor (del hombre) es divino. El hombre está alienado mientras atribuya su ser a otro, a un ser contrapuesto a é119.

19. No obstante, sería ignorar el núcleo de la teoría feuerbachiana de la religión el ver en su pensamiento fundamental sólo el matiz negativo y destructivo. El título La esencia del cristianismo tiene sentido positivo en tanto que expresa la intención de exponer «la esencia verdadera, es decir, antropológica, de la religión». Feuerbach no niega simplemente lo divino, sino que trata de recuperarlo para el hombre para poner fin a la escisión del hombre consigo mismo, a la pérdida de sus propiedades realmente divinas reconociendo que el verdadero sentido de la teología es la antropología. Tal es exactamente la quintaesencia de su obra y de su crítica a la religión: no la desdivinización, sino la divinización del hombre. En el prólogo a la segunda edición se defiende contra la acusación de ateísmo: «yo no afirmo —qué fácil hubiera sido hacerlo— que Dios no sea nada, que la Trinidad no sea nada, que el Verbo de Dios no sea nada, etc.; sólo hago ver que no son lo que son en la ilusión de la teología... que no son misterios foráneos, sino domésticos, los misterios de la naturaleza humana» (La esencia del cristianismo, 43).

Que Dios no es sino la proyección de la propia esencia significa, pues, para Feuerbach que el contenido de la «proyección», lo infinito, lo divino, pertenece esencialmente al hombre: el dogma de la Trinidad viene a expresar la significación ontológica de la comunidad humana; el dogma de la creación demuestra la espontaneidad y la riqueza de la voluntad humana; la fe en el cielo y en una inmortalidad personal es la expresión más clara del amor a la propia vida y a su valoración... «Sólo se necesita interrumpir el curso ordinario de las cosas para otorgar a lo común una significación no común, a la vida como tal una significación religiosa. Por eso, que el pan y el vino sean sagrados para nosotros, pero que lo sea también el agua. Amén» (La esencia del cristianismo). Y estas palabras de Feuerbach no son una ironía, sino un nuevo talante religioso.

«Nietzsche, Nicolai Hartmann y Sartre exigieron, en la línea de este pensamiento, el abandono de toda idea de Dios en aras de la libertad del hombre; la libertad divina es incompatible con la creencia en Dios. Marx y Freud desarrollaron la idea fundamental de Feuerbach en otra dirección. Marx profundizó en la explicación de la proyección religiosa por Feuerbach partiendo del egoísmo del individuo, atribuyendo la autoalienación religiosa del hombre descrita por Feuerbach a su autoalienación social y económica y concibiéndola como expresión de la misma, y Freud sustituyó el género <hombre>, que la gente considera ilusioriamente, según Feuerbach, como un ser ajeno, por la figura del padre primigenio, que después de su suplantación por los hijos pasó a ser el ideal del poder y del dominio absoluto, no logrados ya por ninguno de ellos. Freud presupone, como Feuerbach, una situación originaria del hombre no religiosa. Siguió asimismo la idea de Feuerbach al buscar el origen de la divinidad en los deseos del hombre. Sólo en la descripción de la génesis de estos deseos y en la explicación de la ilusión religiosa propone una interpretación propia».

«También la idea, tan corriente hoy, de la muerte de Dios está relacionada con la crítica de Feuerbach a la religión; en cualquier caso, conecta con ella a través de Nietzsche. En realidad, hablar de la muerte de Dios es una contra-dicción: un Dios que ahora no sea ya Dios, nunca ha podido ser Dios. Hablar de muerte de Dios es un lenguaje mítico que expresa el fin de la ilusión religiosa, el descubrimiento de que las ideas sobre Dios son sueños de los hombres, reflejos de sí mismos y de sus deseos»20.

4. La «muerte de Dios» y el «tema de Jesús».—No necesitamos aquí dedicar un análisis detenido a la absurda moda, ya desfasada, de la teología de la muerte de Dios21. Pero el hecho de que esa corriente pudiera articularse como dirección teológica, como «teología», como «lenguaje sobre Dios que cree poder declarar que ese Dios ha muerto, que no existe o que ya no existe, muestra a las claras hasta qué punto ha penetrado la idea de Feuerbach en el ámbito del pensamiento teológico cristiano. La defensa de la idea de Dios puede parecer a una mirada superficial como un combate en retirada, sumamente onerosa. ¿No sería mejor la situación del cristianismo en el mundo moderno si intentáramos plantear directamente como tema teológico central, sin el empleo del vocablo «Dios», la salvación del hombre y el manda-miento del amor de Jesús? Es evidente que este tema posee cierta fuerza seductora y que ha ofuscado a más de uno.

Pero el que así argumenta se basa realmente en una ilusión. No advierte, en efecto, lo poco que se puede aclarar y justificar lo específico de Jesús, su ejemplaridad y su pretensión, si se elimina la idea de Dios. Sólo cabe pensar así dejando de lado elementos capitales

20. W. Pannenberg, Das Glaubensbekenntnis, 27 s.

21. Cf. J. Schmitz, Totengrtiber Gottes? Zur «Gott-ist-tot-Theologie», Trier 1970; H. Fries, Abschied von Gott?, Freiburg 1971; H. Zahnt, Gon kann nicht sterben. Wider die falschen Alternativen in Theologie und Gesellschaft, München 1970.

de los escritos bíblicos. Hay que mencionar ya aquí, al menos, los dos elementos más importantes:

Jesús mismo se presenta al servicio del reino de Dios, como mensajero del mismo, y esto hasta tal extremo y tan exclusivamente que no se ve cómo sea posible tomar en serio a Jesús y su mensaje prescindiendo de ese punto central, para ceñirse a la autoconciencia y la existencia humana de Jesús. Relegar la cuestión de Dios significaría declarar la autoconciencia del Jesús terreno, en tanto que es verificable históricamente, como mera fantasía e ilusión. La fe en Jesús depende de la creencia en su relación especial con Dios.

Pero también eso que suele llamarse el «tema de Jesús» , su mensaje explícito de amor, que incluye a todos, máxime a los débiles y también a los adversarios y enemigos, apenas deja otro resultado que una exigencia ética a ultranza si se intenta prescindir de la idea de Dios y de la fe en Dios. El mensaje de amor de Jesús —esto se averigua con los recursos exegéticos más sencillos— es primariamente un mensaje sobre el amor de Dios a nosotros. Y el nuevo testamento describe nuestra respuesta como el intento de aceptar y asumir este movimiento y esta actitud de amor. Así, pues, sin la fe en Dios el mensaje de amor cristiano perdería su verdadera raíz y su condición de posibilidad.

Estas breves alusiones bastan para conocer desde el principio la estrecha correlación existente entre el primero y el segundo artículo de la fe, su interconexión hasta cierto punto y, por tanto, cómo la fe en Dios y la fe en Jesús se apoyan y se interpretan mutuamente. Las objeciones inconscientes, secretas, subliminales, de la época contemporánea contra la fe en Dios, y tanto más los diversos argumentos de la crítica a la religión desde la posición atea apuntan, pues, al conjunto de la fe cristiana. Hubo un período de tiempo en que la teología dialéctica evangélica quiso hacer de la necesidad virtud e intentó perfilar, con ayuda del ateísmo moderno, una teología radical de la revelación: sólo cuando fracase el pensamiento humano sobre Dios, cuando toda «teología natural» y todas las demostraciones pretenciosas de la existencia de Dios hayan fracasado, estará preparado el terreno para la palabra pura de Dios, para el mensaje del Dios totalmente otro. La fe cristiana no es la «religión» a la que Feuerbach se refería y por eso no le afecta su crítica en el fondo. Es obvio que esta argumentación contiene un núcleo de verdad, pero en el punto decisivo se muestra superficial e incurre en sospecha de «ideología de inmunización», que no admite ya ningún argumento. Y cuando esa argumentación afirma la total heterogeneidad de la fe cristiana frente al resto de la experiencia religiosa, corre incluso el riesgo de deformar o enmascarar hechos históricos. En efecto, comenzando por los escritos bíblicos, se puede perseguir a través de la historia la influencia confirmadora que han ejercido las ideas sobre Dios y el lenguaje religioso de cada época en la figura del mensaje cristiano. Y, sobre todo, ¿ese exclusivismo no imposibilita cualquier comunicación intelectual? «Estad dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida una explicación» (1 Pe 3, 15). Este principio de teología fundamental, de la primera carta de Pedro, dice lo esencial sobre la autocomprensión de la fe cristiana y de su teología: el mensaje del Dios cristiano no es una doctrina esotérica para personas que no están acostumbradas a pensar, sino que es preciso afrontarlo, en la medida de lo posible, a nivel argumentativo, de suerte que la dificultad para asentir al evangelio de Dios resida sólo en la cosa misma: en la decisión de responder a esa exigencia y no en la desfiguración o la tabulación de la doctrina cristiana sobre Dios22.

5. ¿Qué valor tiene la «tesis de la proyección»? ¿Cómo entender y neutralizar la objeción decisiva de ilusión y de proyección? En este contexto es un factor importante la visión que se tenga del hombre, de su existencia, de su realización vital, la idea de su apertura a la totalidad tanto en el plano del conocimiento como en el plano de la acción ética, y, sobre todo, la idea de su tendencia a la conformación y modificación del mundo. «Cuando se caracteriza al ser humano como el ser abierto al mundo, se entiende que el hombre está abierto más allá de una determinada figura de su mundo; que es capaz de modificar esa figura, pero está referido también a una plenitud que él no encuentra en el mundo presente. El hombre, en su apertura al mundo, aparece remitido a una realidad infinita que lo sustenta, que supera la limitación de todo lo presente, que es diversa de todo, una realidad que es el origen de su libertad, origen de la posible elevación del hombre por encima de cualquier límite de su situación.

Estas reflexiones permiten enjuiciar fundamentalmente la crítica atea a la idea de Dios que se ha desarrollado desde Feuerbach. Pero la realidad de Dios no queda demostrada por haber descubierto que la esencia del hombre, la estructura de su subjetividad, presupone una realidad divina superior a él y a todo lo finito y que fundamenta y sustenta todo este mundo de la finitud. Quedaría siempre la posibilidad de que el hombre esté predispuesto por su naturaleza a una ilusión inevitable para él. No obstante, si la formación de la idea de una realidad divina supramundana se basa en el ser del hombre, entonces

22. Desde hace algún tiempo se cultiva de nuevo la «teología fundamental» en el campo de la teología evangélica. W. Pannenberg ha argumentado con especial énfasis en este punto, como veremos a continuación, y ha ofrecido a esta temática uno de los más importantes esquemas contemporáneos con su libro Wissenschaftstheorie und Theologie, Frankfurt 1973 (ed. cast.: Teoría de la ciencia y teología, Madrid 1981).

la formación de esta idea sería inevitable aunque se tratara de una ilusión. La argumentación atea, en cambio, afirma poder demostrar que la idea de Dios es una ilusión superable, derivada de la peculiaridad de una fase transitoria del desarrollo humano. El nervio de esta argumentación es la demostración de la superfluidad de la temática religiosa para una concepción adecuada del ser humano. Si esta de-mostración fuese correcta, cualquier otro lenguaje sobre Dios perdería sentido» 23. Pero no es, al pronto, sino una mera afirmación contraria a la tesis de todas las religiones y de muchos grandes filósofos de todos los tiempos, incluidos Kant, Hegel y, a su modo, también Heidegger24: la tesis de que el hombre, a la luz de la experiencia y de la reflexión desde los comienzos de la historia de la humanidad, es un ser fundamentalmente religioso que en sus esperanzas y anhelos y en su conducta busca un fundamento entitativo global que pueda ser el origen, apoyo y meta de su existencia. Es evidente que esto no implica aún la demostración de la existencia de Dios; pero está claro que tal exigencia no puede excluirse. Y si no puede excluirse, es posible en principio que los hombres lleguen al convencimiento de la existencia de Dios invocando una revelación divina. Entonces es tarea de la teología hacer ver que la creencia en una automanifestación de Dios tiene sentido ante el fuero de la razón.

c) La «racionalidad» de la fe en Dios25

1. Ambivalencia de nuestra experiencia del mundo. —El punto de partida de nuestra reflexión es la ambivalencia de nuestra experiencia del mundo: la experiencia del absurdo y del error, de la ausencia de sentido, de la maldad y la crueldad, de las catástrofes naturales, del fracaso y la impotencia, va siempre acompañada de la experiencia de la belleza y la felicidad, de la alegría, el entusiasmo, el amor y la fidelidad, hasta tal punto que muchas veces sólo es el talante de cada momento o la predisposición personal lo que hace destacar los colores claros o los oscuros. Esta ambivalencia es una base empírica que impulsa a formular la pregunta sobre la realidad de Dios, ya que en la medida en que tal experiencia puede remitir a Dios, lo pone en cuestión al mismo tiempo.

Ante esta ambivalencia de nuestra experiencia del mundo, que induce y moviliza, por un lado, una «precomprensión» general de Dios

23 W. Pannenberg, Das Glaubensbekenntnis, 32 s.

24. Cf. R. Schaeffler, Frómmigkeit des Denkens? Martin Heidegger und die katholische Theologie, Darmstadt 1978.

25. Cf. H. Küng, Christ sein, München 1974, 61-80; Id., Existiert Gott?, 471-640 (ed. cast. de ambas obras: Cristiandad, Madrid).

y plantea, por otro, una cuestionabilidad radical, la argumentación racional choca con una barrera infranqueable: tanto el ateísmo como la fe en Dios son indemostrables e irrefutables; no se pueden funda-mentar con una argumentación radical, pero tampoco se pueden dejar de lado. Ambos, en efecto, constituyen una opción, una toma de postura que puede aducir razones importantes a su favor, pero que tiene también en contra unas experiencias y unos argumentos de peso. ¿Todo queda en tablas? ¿Los platillos de la balanza están en perfecto equilibrio o cabe poner sobre uno de ellos un peso adicional decisivo?

2. La «confianza básica». —Conviene señalar a este respecto el fenómeno que la psicología llama «confianza primigenia» o «confianza básica». Se refiere a la actitud positiva ante la vida que todo ser humano toma en cierto modo como punto de partida, al menos mientras no se abandone a una desesperación total. En la medida en que una persona que argumenta en sentido ateo, intenta dar una determinada dirección a su vida, a su familia, a la sociedad, de cara a un objetivo que considera razonable y digno, tal persona vive espontáneamente de una confianza fundamental en el sentido de su quehacer y su vida, y de la vida de su nación y de la humanidad. Pero la cuestión es cómo fundamentar esta confianza fundamental. La opción positiva, el «sí» a la realidad implicado en la confianza fundamental ¿no resulta infundado e inconsecuente desde el ángulo del ateísmo? Y aquel que justifica esta confianza fundamental por la creencia en Dios -que aparece obviamente cuestionada por la ambivalencia insalvable del mundo empírico— ¿no puede aducir una razón incuestionable para presuponer y confiar en el sentido de la totalidad? La confianza fundamental del ateo es irracional en última instancia. «La creencia en Dios como confianza radical puede ofrecer la condición de posibilidad de la realidad incierta. En ese sentido presenta una racionalidad radical...» 26. En el platillo de la balanza de la argumentación atea falta al menos la fundamentación de una confianza fundamental. En el platillo de la balanza de nuestra creencia en Dios colocamos, con la confianza fundamental, su fundamentación27. Esto no significa en

26. Id., Christ sein, 67.

27. «También la fe en la consumación del amor en la resurrección significa más que la mera ensoñación de un país provisionalmente lejano e inaccesible. Afirma lo que ahora es válido y tiene peso: la alegría por el amor logrado, la experiencia de sentido justamente cuando la apuesta por el prójimo costaba inconvenientes y heridas y a pesar de ello se mantuvo, cuando la reconciliación se producía con toda libertad aunque hubiera que saltar sobre la propia sombra, todo esto se puede valorar como experiencia inicial de resurrección, como experiencia de que el amor es más fuerte que la muerte. Una consideración meramente fenomenológica no da mucho de sí; sólo puede registrar experiencias de felicidad y de sentido y contraponerlas a las experiencias de tragedia, angustia y frustración. Sólo la fe en la resurrección permite afirmar que el postulado de un compromiso amoroso tiene más razón que el miedo de perderse en él» (F.-J. Nocke, Liebe, Tod und Auferstehung. Über die Miste des Glaubens, München 1978, 155).

modo alguno, como sabemos por numerosos ejemplos, que un «ateo» ponga menos empeño y menos confianza en el resultado positivo de la totalidad que un «cristiano». Pero es obvio que el ateo no puede justificar esta apuesta, su confianza fundamental, ante su posición atea.

3. Amenaza permanente por parte de nosotros mismos. —De ese modo hemos puesto en claro, partiendo de la posición negativa, que es razonable y tiene sentido examinar la concepción de Dios propuesta en la Biblia y atender a su mensaje. En cualquier caso, debemos recordar que esa planta invasora, aparentemente «foránea», que es el ateísmo, brotó en nuestro propio suelo, degradado y asolado por nuestro comportamiento defectuoso: el suelo de una creencia en Dios alterada por formas cognitivas erróneas y por unas graves deficiencias en la praxis. Y esto no es un mero asunto del pasado.

En efecto, el modo de abordar nuestra fe «en la teoría y en la práctica» induce directamente un riesgo de contaminación de la creencia en Dios, en nosotros mismos y en los otros. Es exactamente la prudente observación que hicieron los participantes del concilio Vaticano II: los cristianos comparten la culpa en la aparición del ateísmo por «haber oscurecido la verdadera imagen de Dios con las deficiencias de su vida religiosa, moral y social»28. Si la especulación teológica y la vaga con-ciencia del «entorno» cristiano han deformado el lenguaje bíblico, vivo y concreto, sobre el dominio de Dios en la historia, para convertirlo en el concepto abstracto de un «teísmo» desvaído, en un lejano «cuasi superyó», en una figura legitimadora de las condiciones y los valores establecidos, esa deformación necesita del «purgatorio de Feuerbach» (Arnold Ruge): la crisis saludable de la impugnación atea.

No debemos olvidar que una concreción bienintencionada hecha por la religiosidad popular puede rebajar el misterio de Dios y anularlo por efecto del ridículo. En este aspecto, el «trono de gracia», tan representado en la Edad Media tardía —el anciano rey barbudo sentado en el trono, sosteniendo al Hijo crucificado, y una paloma suspendida sobre la cabeza— es algo más que un testimonio, a veces de gran valor artístico, de una época pasada. Es una advertencia sobre el permanente riesgo que corre la fe de concebir la unidad misteriosa del Padre, el Hijo y el Espíritu mediante un triteísmo primitivo, condicionado e influido a su vez por un determinado tipo de especulación trinitaria y por la recepción acrítica de su lenguaje, demasiado obvio, sobre las

28. Gaudium et spes, 19.

«tres divinas personas». El misterio de la vida divina trina y una sólo se puede expresar en un lenguaje análogo y figurado; pero no es válida cualquier «imagen» para tales efectos.

No menos destructivos que las formas equivocadas del lenguaje teológico y de la religiosidad popular es el «culto a los ídolos» que profesa un materialismo práctico, instalado cómodamente en nuestras latitudes detrás de la fachada de un bienestar de apariencia cristiana. El comentario de Martín Lutero al primer mandamiento conserva a este respecto toda su vigencia y rigor:

«Pues la fe y Dios se correlacionan perfectamente. Ahora bien, digo yo que aquello que ocupa tu corazón y conquista tu persona es en realidad tu Dios... Lo explicaré con ejemplos cotidianos de conducta contrapuesta para comprenderlo mejor. Hay algunos que creen que Dios y todo lo demás están de más si poseen dinero y bienes; se entregan al dinero y lo cuidan con tanto mimo que no dan nada a nadie. Mira, ésos tienen un dios: se llama Mammon, es decir, dinero y bienes; en él ponen su corazón. Es el ídolo más extendido en la tierra... Otro tanto ocurre con aquel que cree poseer mucho saber, mucha prudencia, mucho poder, mucha libertad, muchas amistades y muchos honores. También ese tiene un dios, mas no el Dios único y verdadero. Esto lo puedes comprobar en la vanidad, seguridad y orgullo que muestran los poseedores de esos bienes y en la cobardía que delatan cuando les faltan o los pierden. Por eso repito que el sentido correcto de este fragmento es: <tener un solo Dios> significa tener algo que ocupa totalmente el corazón»29.

4. Vigilancia paradójica. —Nuestro intento de dejar hablar al Dios de la revelación bíblica y de hacerlo «presente» sin alterarlo ni denigrarlo con la manipulación de su testimonio no es, pues, una empresa fácil. Además de la disposición a aceptar la aventura de este encuentro, se precisa a nivel intelectual una vigilancia en cierto modo paradójica: por una parte, la sobria tenacidad de un esfuerzo mental que no se conforma con ciertos saberes provisionales ni subestima la posibilidad de las preguntas humanas; y por otra, la honestidad de reconocer y tomar en serio el hecho de que el misterio divino no se ajusta a ninguna definición, ningún concepto o argumentación lógica, sino que brilla en todo caso a través de todo eso como misterio inaccesible: «La oscuridad persiste; pero se sitúa allí donde tiene que estar con toda humildad: no en la renuncia al esfuerzo cognitivo, sino en el reconocimiento de sus límites... En lugar de rebelarse y erigirse a

29. M. Lutero, Der grosse Katechismus (1529) (Calwer Lutherausgabe I), MünchenlHamburg 1964, 22 s.; redacción original: WA 30/1, 133 s.

sí misma como medida de todas las cosas, la razón reconoce que ella misma depende del misterio. Reconocer el misterio significa aceptar la arbitrariedad ilógica de los hechos y apreciarla como soporte de un sentido que va más allá de la lógica de la razón y de la ciencia con su tendencia a la universalización y la absolutización de los hechos. La razón se realiza en el contexto del misterio y no fuera de su ámbito. Sabe que está iluminada por la opacidad de la penumbra divina. Aquí reside el carácter teologal de la teología, en tanto que ésta se entiende como racionalidad dentro de la fe. La teología no pretende en modo alguno poner fin al misterio. Ella proclama su profundidad insondable. La teólogía se convierte entonces en doxología: "Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios. Qué insondables son sus juicios, qué inescrutables sus caminos. ¿Quién ha conocido el sentido de los planes de Dios? ¿O quién ha sido su consejero? ¿O quién le dio algo para que él tuviera que restituírselo? Todo viene de él, es por él y va hacia él. A él el honor por siempre. Amén" (Rom 11, 33-36). Esto sólo puede entenderlo el que supera el espíritu de geometría y se orienta en el espíritu de comprensión intuitiva, el que va más allá de la razón analítico-instrumental, predominante en nuestro mundo científico y técnico, y da un margen al pensamiento sapiencial y sacramental»30.

 

2. La experiencia plural de Dios en el pueblo de Israel

Intentemos profundizar más en el sentido de la primera frase del símbolo de los apóstoles: «Creo en Dios Padre». Hemos señalado ya que el texto de este enunciado fundamental habla de Dios como Padre de Jesucristo, que por medio de Jesús se manifiesta también como Padre nuestro. Si buscamos una comprensión más exacta de este credo básico, nos encontramos con dos grandes conjuntos.

El primer conjunto (capítulo primero) aparece cuando contemplamos con los ojos del Jesús terreno la experiencia de Dios que tuvo el pueblo veterotestamentario, el pueblo de cuya tradición religiosa vive Jesús: ¿cuál es el mensaje fundamental del pueblo elegido sobre su Dios vivo? A esta pregunta hay que añadir otra complementaria: ¿no pone Jesús su nota propia e inconfundible a ese mensaje israelita sobre Dios? ¿dónde y cómo lo hace? Pero también esta pregunta se refiere a la conducta y la predicación del Jesús prepascual.

30. L. Boff, Erfahrung von Gnade. Entwurf einer Gnadenlehre, Düsseldorf 21985, 174 (edit. cast.: Gracia y liberación del hombre, Madrid 21980).

El segundo conjunto (capítulo segundo) está determinado, en cambio, por la necesidad pospascual de percibir y descubrir el destino de Jesús, sobre todo su muerte ignominiosa y su elevación a la vida de Dios, como relevante para la «imagen de Dios» y para la fe en Dios. En efecto, la conjunción de los términos «muerte en cruz» y «Dios» conduce, en forma mucho más radical que una teología de la encarnación, a un cambio drástico en la idea de Dios.

Cuando el Jesús adolescente fue iniciado y se ejercitó en la fe de su pueblo, tenía casi dos mil años de historia detrás de sí. Esta historia aparece en los libros del antiguo testamento en un orden cronológico que está determinado en parte por el esquema de «promesa y cumplimiento». Lo cierto es que la ciencia veterotestamentaria ha constatado desde tiempo atrás que la serie y la coordinación de los diferentes fragmentos y elementos de la tradición no en último lugar deben leerse como una «historia evolutiva» de la creencia en Dios en el antiguo testamento. Hay que comprender y tomar en serio, sobre todo, la exposición del hexateuco: es preciso tomar en serio los libros desde el Génesis a Josué, es decir, los relatos bíblicos desde el comienzo de la creación, pasando por la expansión de la humanidad y la génesis del pueblo de Israel hasta la conquista de Canaán, como un testimonio creyente de la interpretación del mundo y de la historia31. Como el marco temporal ofrecido en esos libros no se puede tomar sin más como un esquema histórico-cronológico, la exégesis actual tiende a partir, en la descripción del desarrollo de la fe israelita, no de una línea evolutiva fija al nivel de la historia de las ideas, sino de diversos campos de experiencia religiosa y a analizar el precipitado lingüístico de tales experiencias: Yahvé posibilita la vida en el desierto del Sinaí (Jue 5, 4 s; Dt 33 2; Sal 68, 8-11). Los textos conciben la liberación de la esclavitud en Egipto como una nueva libertad otorgada por Dios. En los enfrentamientos bélicos se impone la idea de que Dios crea un derecho para los suyos mediante la guerra: «Nuestro Dios es un héroe guerrero» (Ex 15). La vida de las tribus y familias de los «padres» da origen, al margen del ambiente cultural, a la experiencia de protección divina, ya que Dios abre y mantiene el espacio vital necesario y posibilita, sobre todo, la perduración mediante una numerosa descendencia32.

31. Cf. por ejemplo O.H. Steck, Stremungen theologischer Tradition im Alten Israel, en Id., (ed.), Zu Tradition und Theologie im Alten Testament, Neukirchen-Vluyn 1978, 27-56; W.H. Schmidt, Alttestamentlicher Glaube in seiner Geschichte, Neukirchen-Vluyn 21975.

32. Cf. E. Zenger, Wie spricht das Alte Testament von Gott?, en H. Fries y otros, Mdglichkeiten des Redens über Gott, Düsseldorf 1978, 57-79.

a) Reunidos en el nombre de JHWH

«La importancia del fenómeno, desde la perspectiva de la historia de las religiones y la perspectiva teológica, consiste... en que las diversas raíces de Israel concluyeron en un único tronco. El nombre de Yahvé, como principio impulsor, no significa sólo un sujeto susceptible de recibir un nombre, capaz de unir en sí las numerosas experiencias, sino que pasó a ser el fundamento de ese lenguaje religioso, y las otras experiencias impedían, por su parte, la congelación del marco de experiencias sugerido con el nombre de Yahvé»33

1. La zarza ardiendo: «Estoy por vosotros».—Este marco de experiencias, su amplitud y profundidad y la capacidad asimiladora resultante se expresan de modo singular en el célebre relato de la zarza ardiendo (Ex 3)34:

Moisés apacentaba el ganado en la estepa de Madián, donde se había refugiado huyendo del Faraón. Educado en la alta sociedad egipcia, renegó de su arraigo social con su acción impulsiva contra la opresión brutal de que eran objeto sus compatriotas, pero dejó también desasistido a su pueblo para salvar la propia vida. El relato del libro del Exodo sitúa en el desierto de Madián el encuentro con Dios junto a la zarza ardiendo. Moisés, atraído por la extraña llama, escucha una voz: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob... Conozco la situación desesperada de tu pueblo, oigo su clamor, veo sus sufrimientos... Voy a liberarlos de los egipcios y llevarlos a un país hermoso y dilatado. Y ahora escucha: Ve a Egipto, que quiero enviarte al Faraón».

¿Quién es el que afirma que conoce directamente los sucesos de Egipto? El relato lo llama enfáticamente el Dios de «su padre», el Dios de los ante-pasados. Es el Dios conocido desde antiguo, con el que tuvieron contacto los antepasados, el Dios de la tradición, del pasado, de los orígenes. No es aún el Dios de Moisés, el Dios del presente inmediato, el Dios de la liberación. Pero ahora interpela a Moisés. Quiere liberar a Israel, y quiere hacerlo por medio de Moisés. ¿Dios es más fuerte con Moisés que sin él? ¿Con un Moisés ya fracasado? Moisés responde: «¿Quién soy yo para presentarme ante el Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?». Aquél replicó: «Yo estaré contigo...». Y Moisés repuso: «Si yo me presento ante los hijos de Israel y digo: el Dios de vuestros padres me ha enviado, y ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les voy a contestar?». A Moisés no le basta la referencia a un Dios de antaño, a un Dios de los padres, del pasado. Ese Dios ¿tiene un nombre? ¿Puedo nombrarlo, hablarle? ¿Es un interlocutor? ¿Significa algo aquí y ahora?

33. Ibid., 63.
34. Cf. para lo que sigue A. Stock, Gesellschaftliches Engagement und Gotteserfahrung: Trierer Theologische Zeitschrift 82 (1973) 339-350.

Y Dios responde a Moisés: «Yo seré el que seré. Así dirás a los israelitas: <Yo soy> me ha enviado a vosotros».

La versión habitual de este pasaje es: «Yo soy el que soy», y la tradición occidental ha interpretado siempre el texto refiriéndolo al Ser absoluto, infinitamente superior al mundo y al hombre. Pero el texto no dice eso exactamente. Utiliza un verbo que no posee un carácter estático, absoluto, sino dinámico y referencial. Significa tanto como llegar a ser, suceder, acontecer, comportarse. Y lo utiliza en el tiempo hebreo de la acción inacabada; abarca, pues, el presente y el futuro e implica directamente el «ahora» y el «pronto». Moisés descubre, según este relato, que puede dirigir la palabra, ahora, al Dios de los padres, que él está presente ahora, que lo estará también en Egipto, que estará siempre presente para Moisés y los israelitas... a su modo y con plena libertad, pero sin lugar a dudas y de modo eficaz. El Dios de los padres es también el Dios de Moisés; el Dios de antaño es el Dios de ahora, el «Yo soy»; el Dios del pasado es también el Dios del presente y del futuro.

Y Moisés regresa a Egipto. Su intervención impulsiva y esporádica en favor de los hermanos débiles se convierte en un compromiso fundamental para la liberación de su pueblo. Moisés recupera el valor, no porque se vuelva de pronto más fuerte que antes, sino porque confía en el «Yo soy». Con la confianza puesta en el «Yo soy», también el pueblo intenta el desencadenamiento y conquista la libertad.

2. Historia del pueblo con Dios.—La salida de Egipto, el suceso y su interpretación, conformaron decisivamente la conciencia de los creyentes del antiguo testamento y quedaron grabados en su memoria. Desde que ellos se confiaron al «yo estaré por vosotros», hay una esperanza común ligada al destino del pueblo. «Yo seré», significa: Yo os salvo de la esclavitud, estoy con vosotros, os hago fuertes. Allí donde vayáis, estaré a vuestro lado. Yo soy el que acude a vosotros, soy vuestro futuro, hacia el que os encamináis, soy el que está llegando, hacia el que vosotros avanzáis.

Esta experiencia: Dios es «Yahvé», un Dios para su pueblo, confiere también la cohesión interna al ya mencionado y pequeño «credo de la historia de la salvación» de Israel (Dt 26, 5 b-10)35. Este texto confesional, de la época de la amenaza asiria durante los siglos VIII

35. Cf. N. Lohfink, Heilsgeschichte. Die Geschichtstheologie emes heilsgeschichtlichen Paradebeispiels der letzten Jahrzehnte, en Id., Unsere grossen Wdrter. Das Alte Testament zu Themen dieser Jahre, Freiburg 1977, 76-91; cf. también o.c., 27-34.

y VII, comprende todo el arco de las tradiciones históricas de Israel desde el Génesis hasta el segundo libro de Samuel, utilizando una determinada técnica compositiva: dentro de una antigua plegaria de acción de gracias por la cosecha, «la teología deuteronómica insertó como texto intercalado ciertas fórmulas que <extrajo> de diversos fragmentos narrativos previos porque figuraban en ellos en lugar destacado y se podían entender como fórmulas abreviadas para unos bloques de hechos más amplios. La compilación de tales fórmulas enfáticas dio como resultado una versión abreviada del gran arco de acontecimientos que abarca en sentido narrativo-confesional la historia de los antepasados, la emigración a Egipto, la historia del sufrimiento en este país, la liberación, la entrega de la tierra prometida y la construcción del templo... como una única acción de Yahvé» 36

Israel guardó como un preciado tesoro este conocimiento adquirido y verificado en una experiencia histórica plural, e intentó vivir de él: «Tú, Señor, eres un Dios compasivo y piadoso, paciente, misericordioso y fiel. Vuélvete a mí y sé propicio» (Sal 86, 15 s; cf. Ex 34, 6; Joel 2, 13; Núm 14, 18). Esta frase formula la quintaesencia de la experiencia yahvista, alrededor de la cual, como centro, se agrupa el variado lenguaje religioso del antiguo testamento37. Dios es para nosotros, es un Dios para el hombre y para el mundo: esta experiencia fue el fruto del destino común y el patrimonio transmitido a las siguientes generaciones: «Cuando tu hijo te pregunte el día de mañana —leemos en el libro del Deuteronomio (Dt 6, 20)— <¿por qué observáis los preceptos... que Yahvé, nuestro Dios, os dio?>, responderás a tu hijo: <Nosotros éramos esclavos del Faraón en Egipto, y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte...>».

36. E. Zenger, Wie spricht das Alte Testament von Gott?, 65.
37. Cf. N. Lohfink/J6rg Jeremias y otros, «Ich will euer Gott werden». Beispiele biblischen Redens von Gott, Stuttgart 1981; cf. M. Limbeck, Zum Gottesbild der Bibel, en G. Bitter/G. Miller (eds.), Konturen heutiger Theologie. Werkstattberichte, München 1976, 144- 160.

 

3. La cercanía misteriosa de Dios.—Hay cuatro aspectos de la misteriosa cercanía de Dios que aparecen incluidos en la experiencia yahvista y en su formulación e interpretación peculiar en Ex 3, 14:

1. Seguridad: <Yo estoy con vosotros, y vosotros podéis contar siempre conmigo. Aunque caminéis por el valle de la muerte, podéis confiar que yo estaré allí. Aunque os alejéis de mí con la duda, la protesta o el silencio, habéis de saber que yo estaré con vosotros, aunque ya no me reconozcáis>».

2. Indisponibilidad: <Yo estaré con vosotros, de forma que tenéis que contar conmigo cuando y como yo quiera... quizás incluso aunque os moleste. Podrá haber situaciones y etapas de vuestra trayectoria vital en que no os guste recordar que yo quiero estar con vosotros o en que preferiríais tener otro Dios>».

3. Exclusividad: <Yo estoy con vosotros, y sólo podéis contar conmigo para salvaros. El contar conmigo exige de vosotros la clara decisión de tomar en serio que yo soy el único que puede ayudaros. Sólo en mí encontraréis el verdadero amor, el verdadero bien y la verdadera vida>».

4. Inmensidad: <Yo estoy ahí y mi proximidad no conoce fronteras locales, institucionales ni temporales. El estar con vosotros no excluye que pueda estar también con vuestros enemigos. Mi presencia salvadora transciende la tierra donde vivís y que vosotros convertís tantas veces en centro de vuestra vida. Ni siquiera la muerte es para mí una frontera que pueda poner límites a mi fuerza vital...>»38.

b) Dios penetra y abarca el espacio y el tiempo

La experiencia intensiva de la comunicación y proximidad de Dios está, pues, rodeada y acompañada de la idea, cada vez más clara, de que Dios puede estar siempre presente a su pueblo precisamente porque no puede quedar recluido ni limitado por ningún espacio ni tiempo. Yahvé es el que sobrepasa y abarca siempre el lugar y la hora, la patria y el extranjero, el pasado doloroso y el futuro prometedor. Y por eso está presente íntimamente en la vida del individuo y en el destino del pueblo.

1. Supraespacial e inabarcable.—Dios no reside en el monte Horeb, sino que «descendió a él» (Ex 19, 18.20) para ofrecer su alianza. En la visión vocacional del profeta Isaías, el templo sólo llega a contener «la orla de su manto» (Is 6, 1). El autor profético de la plegaria recitada en la consagración del templo pone en boca del constructor una frase que sigue siendo memorable para nosotros: «Si el cielo y los cielos de los cielos no pueden abarcarte, cuánto menos esta casa» (1 Re 8, 27)39. Para poder adorar a Yahvé en país extranjero no es necesario pasar de Samaria a Damasco, ya que Dios no está ligado a esta tierra, como parece suponer Naamán, el «arameo pagano»

38. E. Zenger, Der Gott der Bibel. Sachbuch zu den Anfdngen des alttestamentlichen Gottesglaubens, Stuttgart 1979, 111.

39. A. Deissler, Die Grundbotschaft des Alten Testaments, en B. Dreher/N. Greinacher/F. Klostermann (eds.), Handbuch der Verkündigung I, Freiburg 1970, 154-183, aquí 158 s.

(cf. 2 Re 5, 17). En la esclavitud del lejano Egipto, en la soledad de la región desértica del Sinaí, en la cultura urbana de Canaán o en los «ríos de Babilonia», del gran exilio, Dios oye y ve a su pueblo. No se le puede circunscribir entre el cielo y el reino de los muertos ni entre la cima del Carmelo y el fondo del mar (cf. Am 9, 1-4); según el relato de la creación en el escrito sacerdotal (Gén 1, 14-18), él en su soberanía cósmica cuelga el sol y la luna como lámparas del firmamento. Los israelitas intentaron reflejar en sus plegarias esta transcendencia de Dios salvadora y desafiante al mismo tiempo:

«Sabes cuándo me siento y cuándo me levanto.
Conoces mi pensamiento desde lejos;
esté yo en camino o acostado, tú lo adviertes;
familiares te son todas mis sendas...
Me rodeas por todas partes
y tienes puesta sobre mí tu mano.
Demasiado misteriosa, demasiado elevada
es esta ciencia para mí;
no puedo abarcarla
¿Adónde puedo huir de tu espíritu?
¿adónde escapar de tu rostro?
Si subo al cielo, allí estás tú;
si en el
sheol me acuesto, allí te encuentras.
Si tomo las alas de la aurora

y me poso en el extremo del mar,
allí me sostendrá tu mano,
tu diestra me asirá...» (Sal 139)

2. Supratemporal e inmensurable. —Yahvé abarca, además de las profundidades y las alturas del espacio, las generaciones y los milenios. Domina todos los tiempos y por eso nunca es un ser pretérito que pueda quedar desfasado. «Sólo el mundo tiene comienzo. Dios no. La existencia es una nota sustancial del ser de Yahvé, hasta el punto de que el autor de Gén 1,1 no necesita referirse a la <existencia de Dios desde el principio>. El Salmo 90, 2 dice expresamente: <Antes de surgir los montes, antes de nacer la tierra y el orbe, desde siempre hasta siempre tú eres Dios>. La frase del versículo 4 sobre los mil años que para Dios son <como el ayer que ya pasó> da a entender figuradamente que la existencia y la vida de Yahvé no discurren temporalmente, sino que transcienden todo tiempo terreno. En este sentido Isaías II llama a Dios <el primero y el último>» (Is 44, 6; 48, 12)40.

40. /bid., 159 s.

«La extensión de su ser es lo inmensurable, que rebasa todas las medidas. Pero la intensidad incomparable de su vida se manifiesta en... esa majestad, ese esplendor, ese brillo deslumbrante que hace velarse el rostro a los mismos serafines celestes, comparados a los relámpagos en la visión de Isaías (Is 6)»41.

3. Ninguna imagen le cuadra. —El conocimiento de esta misteriosa inabarcabilidad e inconmensurabilidad de Dios se expresa, por ejemplo, en la prohibición de cualquier imagen en el culto veterotestamentario. La «imagen de Dios» que tiene Israel se caracteriza, como es sabido, por la exclusión total de una imagen en el sentido propio del término. Esta actitud es inusual y significativa, ya que las religiones que se practicaban en los países vecinos a Israel incluían como algo esencial y obvio las imágenes cultuales. Ese culto y sus imágenes correspondientes se inspiraban en el pensamiento mitológico, que consideraba que la naturaleza y el cosmos eran el hogar y el fundamento existencial de los dioses. La severa prohibición que impone la fe yahvista de adorar al Dios vivo o a los ídolos en una imagen hecha por mano humana viene a concretar la conciencia de la singularidad de Dios, de su transcendencia y de su eminencia sobre el mundo. Dios no puede ser captado por la facultad representativa o figurativa del hombre, ni cabe esbozar una imagen unitaria de su ser. «Mirad, las naciones son como gotas de un cubo y valen lo que el polvillo de balanza. Las islas pesan juntas lo que un grano... ¿Con quién compararéis a Dios, qué imagen vais a contraponerle?... ¿No sabéis, no lo habéis oído? El Señor es un Dios eterno que creó la ancha tierra. El no se cansa ni desfallece, insondable es su inteligencia... ¿con quién queréis compararme, a quién me voy a parecer? —dice el Santo» (Is 40, 15-25).

 

c) La singularidad y unicidad de Dios

1. Lenguaje de los amantes.—El mensaje sobre Yahvé como el Dios singular y «único» es la base de la fe bíblica42. Hemos aludido ya a esa fórmula enfática, lapidaria, «Yahvé es nuestro Dios». «Yahvé es el Unico» (Dt 6, 4), y a su relevancia en la conciencia y en la

41. A. Deissler, Antworten des Alten Testaments, en H.J. Schultz (ed.), Wer ist das eigentlich-Gott?, München 1969, 101-110, aquí 102.

42. Cf. G. Fohrer, Glaube und Leben im Judentum, Heidelberg 1979, 12-28; A. Deissler, Ich bin dein Gott, der dich befreit. Wege zur Meditation aber das Zehngebot, Freiburg 41975, 67-70; H. Schüngel-Straumann, Der Dekalog-Gottes Gebote?, Stuttgart 21980, 107-109.

oración diaria del israelita fiel43. La exclamación enfática «Yahvé es único» no deriva en modo alguno de la lógica argumentadora a nivel de filosofía de la religión; su contexto es el «lenguaje de los amantes» (cf. Cant 6, 8 s: «...Salomón tiene muchachas sin cuento, pero una sola es mi paloma, sin defecto...»).

Estos textos no expresan sólo (ni primariamente) la conclusión de un razonamiento humano sobre la «exclusividad» conceptualmente necesaria de lo divino, sino la vinculación emocional del pueblo, prendado del amor de su Dios Yahvé. La unicidad y singularidad de la relación de Yahvé con su pueblo se expresa, pues, sobre todo en esos sorprendentes textos de la Biblia que hablan del amor inefable de Dios, de sus deseos, su galanteo, sus celos y sus desengaños, su ira y su arrepentimiento (cf. Jer 2 y 3). Israel es la novia y la elegida de Yahvé: «Pues el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así se desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará Dios contigo» (Is 62, 4s). Además de las imágenes expresivas del amor entre novios y entre esposos (y en el caso de infidelidad y caída de Israel, las imágenes de adulterio y de prostitución), la ternura paternal y maternal sirven de comparación para explicar la entrega peculiar de Yahvé a Israel: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo... como los padres que levantan al lactante hasta sus mejillas. Me incliné hacia él y le di de comer» (Os 11, 1 y 4). La constante confesión de la unicidad de Yahvé es, pues, por lo pronto y sobre todo una llamada a la fidelidad del pueblo, una exhortación al estilo de vida de convivencia y reciprocidad que deriva necesariamente de la paternidad de Yahvé para sus hijos e hijas.

2. El celoso.—Los celos y la ira de Dios, el anuncio de la des-gracia y la amenaza del castigo son elementos constitutivos de esa relación singular: «No siendo Yahvé el motor inmóvil, autosuficiente, de una teoría filosófica, se ve afectado profundamente por lo que hace Israel. En virtud de su apuesta total por el bien, no puede permanecer neutral y distante cuando Israel degrada la libertad que él le otorga... De ahí su cólera, ese impulso de su ser, que no está dispuesto a admitir la injusticia, la brutalidad, el egoísmo y el endiosamiento autocomplaciente en nombre de los seres humanos oprimidos y alienados. Para que el bien no degenere en mal, se enciende la ira de Yahvé... la ira santa del Yahvé amante, que no quiere encubrir las enormes injusticias con el manto de la falsa generosidad o del tibio desinterés»44. El profeta

43. Cf. Fundamentación, III, 2 c.
44. E. Zenger,
Wie spricht das Alte Testament von Gott?, 75.

Oseas describe la profundidad inefable del amor de Dios a su pueblo cuando presenta a Yahvé, en monólogo consigo mismo, preocupado por la supervivencia de Israel, dominando su cólera y su deseo de exterminio y transformándolos en voluntad gratuita de perdonar a su pueblo culpable, que sin esta entrega renovada caminaría a la ruina segura (Os 11, 1- 11)45.

Anotemos también aquí dos puntos: cómo la fe israelita en Yahvé marcó indeleblemente la conciencia del pueblo y cómo esta experiencia y este lenguaje sobre Dios van adquiriendo un perfil singular en el contexto del politeísmo antiguo. Ambos aspectos permiten acceder a la visión bíblica de la «personalidad» de Dios.

3. La «familia» de Yahvé.—Más de 350 pasajes del antiguo testamento demuestran que la expresión «pueblo de Dios» significa «pueblo de Yahvé» (sólo hay dos excepciones: Jue 20, 2 y 2 Sam 14, 13), y ponen de manifiesto cómo la palabra «pueblo» está fuertemente marcada por el sentido de «parentesco» y de «linaje», de forma que en la mayoría de los pasajes habría que traducir la expresión «pueblo de Yahvé» por «familia de Yahvé» 46.

La conciencia de ser «la familia de Yahvé» viene a ser, pues, el trasfondo del lenguaje sobre el amor celoso de Dios. Llama la atención que el verdadero contexto de este lenguaje sea la plegaria y la proclamación profética. La conciencia de ser familia de Yahvé se expresa en el lenguaje dirigido a Dios y procedente de Dios; dentro, pues, de la invocación y de la llamada, sobre todo en las situaciones extremas: «Nos has rechazado, oh Dios, nos has deshecho, estabas irritado. Vuélvete a nosotros... Has sometido a tu familia a una dura prueba» (Sal 60, 3-5). «¿Por qué, Yahvé, arde tu cólera contra tu familia, que sacaste de Egipto con gran poder y mano fuerte?... Cesa en tu ardiente cólera y arrepiéntete del mal que quieres hacer a tu familia» (Ex 32, 11 ss). «He visto la aflicción de mi familia. Su grito de auxilio ha llegado hasta mí» (1 Sam 9, 16). La expresión «familia de Yahvé» adquiere su verdadero tono y especial colorido por la situación de pobreza y miseria, por el clamor desesperado (vg. Is 3, 12-15), tanto que en esa expresión la experiencia de la singularidad de Dios se convierte en una especie de «evangelio» del antiguo testamento: «El término <familia de Yahvé> alude al misterio de la entrega divina precisamente a las personas indigentes, pobres y oprimidas. En fórmula

45. Cf. Jórg Jeremias, Die Reue Gottes, Neukirchen 1975, especialmente 52-59; G. von Rad, Die Botschaft der Propheten, Gütersloh'1977, 108-114.

46. Cf. N. Lohfink, Gottesvolk. Alttestamentliches zu einem Zentralbegriff im konziliaren Wdrtfeuenverk, en Id., Unsere grossen Wdrter, 111-126.

extrema, la <familia de Yahvé>, en su origen y en casi todo el antiguo testamento, no es un concepto eclesiológico, sino un concepto soteriológico. El nuevo testamento asume su contenido especialmente cuando Jesús se entrega a los pobres, enfermos y socialmente marginados y los reúne en un nuevo Israel. Como una traducción del antiguo término a un lenguaje más comprensible, Jesús habla a tales personas de su Padre del cielo, cuyos hijos deben ser ellos y lo son ya realmente»47.

4. Entre muchos dioses.—Volvamos aún, brevemente, al tema del lenguaje veterotestamentario sobre los celos de Yahvé, que sólo tiene sentido en el marco politeísta que los propios israelitas presuponían como algo obvio: «Pues ¿qué nación grande tiene dioses tan cercanos como está el Señor, nuestro Dios, cuando lo invocamos?» (Dt 4, 7). La peculiaridad de esta experiencia de Yahvé y del trato con él preparó sin duda el estricto monoteísmo de Israel, pero se expresó y se abrió paso ya en el marco del antiguo politeísmo. Es demasiado simple relegar el politeísmo antiguo como mero error de una etapa cultural primitiva y no tomarlo en serio como reflejo de una profunda experiencia humana:

El conocimiento de Dios desde la realidad terrena se produce siempre en el contexto de una experiencia intramundana concreta y única. Esta experiencia consistió para el hombre antiguo, sobre todo, en el encuentro con el cosmos: el cielo estrellado, la tempestad, el mar, el sol, la luna, el despertar de la naturaleza en primavera, la tormenta, el parto de los animales, el nacimiento de un nuevo ser humano. También ejercieron influencia ciertos lugares y objetos especiales: montes, colinas, árboles corpulentos, fuentes, ciertas piedras. En fin, algunas circunstancias y acontecimientos de la vida personal. Cuando una persona o un ser humano sentía en tal contexto concreto la experiencia de la transcendencia, u ocurría que esa realidad concreta ocultaba una profundidad infinita y una benevolencia transcendente, esta experiencia religiosa se resolvía, con la ocasión con-creta, en la figura de una deidad. Era una experiencia del más allá. Para poder nombrar y adorar el más allá, éste se condensaba en la figura divina. Como tales experiencias eran múltiples, surgían muchas figuras divinas. Muchos dioses, por tanto. A ello hay que añadir que el hombre es un ser social e histórico. No vive sólo en el instante, sino que recuerda las experiencias pasadas y conserva las presentes para el futuro. No vive sólo de la experiencia propia, sino aún más de la experiencia de sus semejantes, que le llega a través del lenguaje y de los usos e influye en él. Los grupos y sus intercambios implican también la comunicación de las experiencias religiosas. La tradición de las experiencias religiosas más remotas y extrañas acontece en la Antigüedad en forma de nombres de dioses y de usos cultuales asimilables para la adoración de los distintos dioses.

Se puede afirmar, pues, con cierta razón que una deidad politeísta nunca fue un ser existente, sino el nombre de una posibilidad concreta, entre muchas,

47. /bid., 124.

de afrontar la transcendencia inaccesible de Dios, del Uno. Si tal es la esencia de un dios politeísta, se comprende que esos dioses puedan cambiar, que puedan desdoblarse y reunificarse y, sobre todo, que un dios único, entre los muchos dioses en los que se cree, pueda acumular de pronto todo lo divino en el momento en que se le adora. Entonces resulta lógico que la experiencia religiosa y el acto religioso se asocien casi necesariamente, en otra situación vital o al menos en otro lugar y entre personas diferentes, a otro dios distinto.

Esta es, obviamente, una descripción de la experiencia politeísta de Dios con los recursos conceptuales del monoteísmo48.

Si este análisis del politeísmo concreto es correcto, no podemos eludir la consecuencia de que la sorprendente tolerancia de las religiones entre sí, que llevó siempre a amalgamas, al «sincretismo», fue como una propiedad natural de la religiosidad antigua: «Cada dios distinto puede ser un descubrimiento nuevo y enriquecedor del misterio transcendente e insondable, y en el acto concreto de adoración de cada dios convergen todas las dimensiones. Ahora bien, ¿qué significa el hecho de que aparezca en tal contexto un Dios intolerante, un Dios que es «celoso» de sus fieles y les prohíbe adorar a los otros dioses?»49. Es evidente que la preocupación monolátrica de la fe israelita no se puede considerar aún como el primer signo de un monoteísmo en sentido estricto. La prohibición absoluta, cada vez más rigurosa y reivindicada, de la adoración de «otros dioses» significa también el rechazo severo de todo intento de tantear de modo fecundo otros modos del encuentro con la transcendencia, la profundidad misteriosa de la realidad. Este precepto riguroso sólo tiene sentido «si la experiencia de Yahvé contiene algo que falta en la experiencia de otros dioses. Yahvé tiene que significar algo más que el conocimiento y el encuentro con Dios accesible a todos en cualquier tiempo, más que el conocimiento diverso, pero siempre igual, del lejano Dios único traspuesto detrás de las cosas. De ese modo, la traducción objetiva de los celos de Yahvé dentro del lenguaje monoteísta viene a ser la teoría de una revelación especial que se produce sólo en Israel»50

d) «Personalidad» de Dios

1. La revelación como autoapertura personal. —Nos encontramos aquí ante la verdadera raíz del concepto tardío, complicado y sutil de una revelación especial («sobrenatural»)51, que presenta clara y

48. N. Lohfink, Gott. Polytheistisches und monotheistisches Sprechen von Gott im Alten Testament, o.c., 127-144, aquí 139 s.
49. Ibid., 141.
50. Ibid., 142.
51. Cf. P. Eicher, Offenbarung. Zur Prdzisierung einer überstrapazierten Ka
tegorie, en G. Bitter / G. Miller (eds.), Konturen heutiger Theologie, 108-134; Id., Offenbarung. Prinzip neuzeitlicher Theologie, München 1977; J. J. Petuchowski / W. Strolz (eds.), Offenbarung im jüdischen und christlichen Glaubensverstündnis, Freiburg 1981.

conscientemente la experiencia bíblica de Dios como algo distinto de la eterna pregunta humana sobre el fundamento último del ser y del atisbo («natural») de la realidad y el poder de lo divino que puede alcanzarse por esa vía. «Si hablamos en términos de mono-teísmo, hay que decir que los celos de Yahvé están relacionados con la idea de una revelación especial. Quizá haya que ir aún más lejos. La exclusividad que aquí se postula indica que lo especial tiene mucho que ver con el encuentro con Dios que se produce en Israel. Esa revelación no transmite conocimientos nuevos sobre las profundidades de Dios. Tendrían que aparecer nuevos dioses para llegar a ese resultado. Lo decisivo parece ser justamente el encuentro mismo con Dios asumido en tal punto del tiempo y del espacio... Ese encuentro parece ser constitutivo de la <revelación especial>. Si aquí, y precisamente aquí, accedió al hombre el Dios transcendente, lejano, esta experiencia no fue ya similar a otras y era necesario preservarla celosamente»52.

Tanto la conciencia del vínculo personal, fuertemente emocional, de todos los pertenecientes a la familia de Yahvé con aquel que puede remediar todas las necesidades, como también la firme creencia de que la existencia histórica de Yahvé «para su familia» constituye una revelación única, especial, una comunicación y promesa de Dios que rebasa todo atisbo mítico, desembocan en la certeza de que ese ser posee una «personalidad». El pueblo y el individuo se ven reclamados, emplazados ante la responsabilidad de la acción histórica. En este encuentro personal reside el verdadero origen del lenguaje sobre la personalidad de Dios y del concepto mismo de persona53: «Un examen atento de la génesis histórica de la noción de persona muestra que el término <persona> no es en modo alguno una transferencia antropomórfica de rasgos humanos al ser divino, sino que el proceso es el inverso: la vida divina, su comunicación al hombre, la experiencia de la <voluntad> divina y de su amor, el hombre como imagen de Dios y la idea de la elección preceden a la experiencia de persona y la han justificado plenamente. La idea de <persona> va ligada a una expe-

52. N. Lohfink, Gott, 143.
53. Cf. O. H. Pesch, Gotteserfahrung damals: Wort und Antwort 24 (1983) 1-8; G. Greshake, Die theologische Herkunft des Personenbegriffs, en G. P0ltner (ed.), Personale Freiheit und pluralistische Gesellschaft, Freiburg 1981, 75-86.

riencia concreta: la indisponibilidad e impenetrabilidad de Aquel que está aquí en juego»54.

2. Los antropomorfismos audaces. —Este trasfondo permite descifrar y comprender los audaces antropomorfismos del lenguaje veterotestamentario, que tantas veces nos chocan e irritan a los occidentales, como cifras para expresar el trato vivo y compro-metido de Yahvé con los humanos. Al reflejar la vitalidad de Dios, expresan lo que hoy llamamos personalidad. Esta forma aparente-mente humanizada del testimonio de fe queda preservada del malentendido grosero gracias a la confesión simultánea de la transcendencia de Yahvé más allá del espacio y el tiempo. Por otra parte, el núcleo y fundamento de esa forma antropomórfica es que los hebreos (que no teorizaron ni forjaron el concepto de espíritu o de personalidad) nunca conciben a Yahvé como un «ello», como «lo infinito», sino siempre como «él», como «yo», como «sí mismo»: «ciertas propiedades personales primigenias, como el conocimiento y el saber, la voluntad y la libertad, no se manifiestan sólo en el objeto, sino en el fenómeno del lenguaje, que es donde el antiguo testamento resume toda la <soberanía de Dios hacia fuera> y comunica así la palabra creadora, la palabra histórica y la palabra reveladora de Yahvé»55

3. Situación originaria de «encuentro».—Todo esto viene a expresar un punto relevante sobre el origen del lenguaje bíblico y sobre su lectura e interpretación correcta: el origen del lenguaje bíblico sobre Dios reside en el suceso de un «encuentro» producido en medio de la realidad concreta de la existencia humana. La palabra Yahvé «acontece», sucede como acción que altera la vida, que arranca de lo rutinario, que se salta los procesos anteriores, que empuja al hombre en otra dirección y lo pone en camino para asumir un mensaje y aceptar una tarea. Mantener viva esta situación originaria, abrirla una y otra vez, fue y es el verdadero objetivo de toda tradición viva. Todos estos textos fueron registrados y completados, ampliados y reinterpretados justamente partiendo de la firme convicción de que el Dios revelado y su palabra constituyen una interpretación permanente. «El que se aplica a estos textos, el que penetra en ella con docilidad, podrá ver cómo se realiza el

54. K. Lehmann, Kirchliche Dogmatik und biblisches Gottesbild, en J. Ratzinger (ed.), Die Frage nach Gott, Freiburg 1972, 116-140, aquí 137 (ed. cast.: Dios como problema, Madrid 1973).

55. A. Deissler, Die Grundbotschaft des Alten Testaments, 162.

acontecimiento que persigue: ser para él el lugar donde Dios le habla. El Dios-objeto como objeto histórico, cuya imagen contempla y describe desde la distancia la teología bíblica, se convertirá para él en el Dios sujeto de la situación profética originaria»56.

Esta vitalidad originaria, siempre renovada, de la experiencia bíblica de Dios genera la incomparable eficacia, la «capacidad de imposición» histórica de este Dios de la historia y de la libertad. En diversos lugares, en los más diversos acontecimientos, el «nombre» de Dios, es decir, su «ser-para- nosotros», su poder conductor, dominador de la historia, no constituye una magnitud fija, sino que aparece como presente y seguro e indefectible en una especie de «re-conocimiento» vivo. La confesión de Yahvé no es en modo alguno una mera garantía de los anhelos y deseos siempre idénticos del pueblo. Ejerce su función agitadora-salvadora e indicadora del futuro, a veces, justamente al poner en cuestión el modo de pensar y la conducta tradicional, censurando los extravíos, volviéndose contra el propio Israel —sobre todo, mediante los profetas— y amenazándole con terribles castigos. De ese modo Dios, el interlocutor que promete y exige, acompaña al pueblo en su camino histórico. «La imagen del Dios salvador que viene en ayuda de los suyos, que da forma a la honda experiencia fundamental, se fue diferenciando y desarrollando en el curso de la historia, sobre todo en su contenido, en diálogo constante con el entorno. La peculiaridad y singularidad de este Dios consiste en haber salido triunfador en este proceso de choque constante con elementos <extraños>. Todas las otras religiones desaparecieron en su mayor parte como fuerzas vitales concretas, mientras que ésta muestra justamente su superioridad (más que en aspectos de contenido) en su constante capacidad de imposición. El poder de este Dios se manifiesta en su capacidad para asumir el dominio sobre nuevas esferas de la vida humana y de dar respuesta segura a las cuestiones planteadas. Esta visión del desarrollo y enriquecimiento en la comprensión del nombre de Dios no debe concebirse únicamente como un proceso histórico que deberá decidir también sobre el futuro de este nombre divino de Dios. Liberando a su pueblo de la ruina y el aniquilamiento, Yahvé le otorga una historia, un porvenir, le da.confianza y seguridad y vida. Pero ese dominio de la historia ilumina y muestra también la <esencia> de Dios mismo»57.

56. F. Stier, Die Geschichte einer Tagung. Das Gottesbild des Alten Testaments: Bibel und Kirche 28 (1973) 110-114, aquí 113.

57. K. Lehmann, Kirchliche Dogmatik und biblisches Gottesbild, 130.

e) La inefabilidad permanente de Dios

1. Revelación en la paradoja. —Sin embargo, las conclusiones, tan estimulantes y valiosas, fruto de la múltiple experiencia de una fe viva, sobre la solidez de las promesas de Dios y sobre su poder y fidelidad, sólo podrán eludir el peligroso falseamiento de un «optimismo» ideológico manteniendo viva la conciencia de la condición misteriosa e inmanipulable de Dios, extremo que aparece expresado con igual claridad en los testimonios bíblicos. La «esencia» de Dios incluye su inefabilidad abismal y su libertad sorpresiva, atributos que se contraponen polarmente a las afirmaciones sobre su proximidad efusiva y sobre su amor inquebrantable, desautorizando cualquier insistencia petulante en las «promesas hechas a los antepasados». Justamente para que se pueda percibir en toda su fuerza iluminadora el mensaje sobre el Padre que se preocupa de su familia, la apertura viva y la imprevisibilidad de su trato con nosotros en el drama de nuestra historia vital y universal cósmica debe determinar de igual modo nuestra relación con él.

Sobre todo en este aspecto, los valiosos testimonios de fe de Israel son irrenunciables para nuestro lenguaje cristiano sobre Dios. Evidentemente, también la vida terrena de Jesús y su final atroz son una «noticia» inequívoca sobre Dios; pero el fulgor pascual quedó tan ligado a todo el fenómeno del «Hijo» en la conciencia cristiana (especialmente en el campo católico), que apenas llama la atención el contrasentido (aparente) de una «revelación» de Dios en la paradoja. En este sentido puede ayudarnos el recuerdo de los «ocasos» similares ocurridos en la historia de Israel y que pueden librarnos de deformar y pervertir la imagen de Dios conforme a nuestros criterios, deseos y planes. En cualquier caso, este «misterio» que es Dios nos demuestra que nuestro «creo en Dios» no puede recitarse en definitiva con pa-labras, sino que debemos realizarlo existencialmente, es decir, con nuestra vida y nuestra muerte.

2. El viernes santo de Israel. —El «viernes santo» de la fe yahvista fue lo ocurrido a Jerusalén el año 587: «La Biblia refiere en un capítulo dramático este acontecimiento (2 Re 25). Tras un asedio de dos años, el ejército del rey babilonio Nabucodonosor conquistó Jerusalén, cuyos habitantes estaban muriendo de hambre. El rey de Jerusalén, Sedecías, intentó fugarse de noche con sus hijos y un pequeño séquito, pero fue capturado en la llanura de Jericó, le condujeron a la presencia del rey de Babilonia y ajusticiaron a los hijos de Sedecías ante su vista. El rey de Babilonia cegó a Sedecías, le echó cadenas de bronce y lo llevó a Babilonia (2 Re 25, 7). Jerusalén fue saqueaday destruida; los babilonios <incendiaron la casa del Señor> (25, 9). Nebusardán, jefe de la guardia, se llevó cautivo al resto del pueblo que había quedado en la ciudad (25, 11). El relato dice acerca de los sacerdotes y del estamento dirigente de Jerusalén: <El rey de Babilonia los hizo ejecutar en Ribla, provincia de Jamat> (25, 21).

Tal fue el final de la realeza davídica. Para los judíos creyentes debió de ser un impacto que nosotros apenas podemos imaginar... <Yo mantendré tu casa y tu realeza; tu trono permanecerá por siempre> (2 Sam 7, 12.16).

Pero esa dinastía davídica tiene un final espantoso con Sedecías.

Dios había dicho a su pueblo: <Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios. El Señor, tu Dios, te eligió para ser el pueblo de su propiedad entre todos los pueblos de la tierra... Porque el Señor os ama y por mantener el juramento que había hecho a vuestros padres, el Señor os sacó de Egipto con mano fuerte y os rescató de la esclavitud, de la mano del Faraón, rey de Egipto. Así sabrás que Yahvé, tu Dios, es Dios, el Dios fiel: mantiene su alianza por mil generaciones y muestra su favor a los que le aman> (Dt 7, 6-9).

Ese pueblo es llevado ahora a la cautividad. Dios había dicho que el templo era el lugar donde residiría su gloria (1 Re 8, 16). Y ahora ocurre lo estremecedor: la convulsión. <Entonces la gloria del Señor abandonó el umbral del templo y volvió a ocupar su lugar encima de los querubines... y la gloria del Señor ascendió desde el centro de la ciudad>; así lo describe el profeta Ezequiel, testigo presencial del exilio (10, 18; 11, 23).

Tal fue el viernes santo de Israel... la mayor conmoción para los creyentes de entonces, como lo fue siglos más tarde el viernes santo de Jesús para sus discípulos. Experiencia de catástrofe total para la fe. Y el profeta Jeremías, testigo de este final en Jerusalén, hace saber que la catástrofe está relacionada con Dios: <Así dice el Señor: lo que yo he construido, yo lo destruyo; lo que yo he plantado, yo lo arranco> (Jer 45, 4)58». «Así dice el Señor: el destinado a la peste, a la peste; el destinado a la espada, a la espada; el destinado al hambre, al hambre; el destinado al destierro, al destierro. Os daré cuatro clases de verdugos —oráculo del Señor—: la espada para matar, los perros para despedazar, las aves del cielo y los animales de la tierra para devorar y destrozar. Los haré escarmiento de todos los reinos del mundo» (Jer 15, 2-4).

El ataque a la fe yahvista se refleja en el destino y en las palabras de los contemporáneos de Jeremías. Este lucha con signos y frases provocativas contra las predicciones tranquilizadoras de los «profetas de salvación», según los cuales la venganza de Yahvé contra Nabu-

58. J. Bours, Der Weg des Gottesvolkes in der sdkularisierten Welt, en J. Bours / F. Kamphaus, Leidenschaft für Gott, Freiburg 1982, 9-23, aquí 10- 12; cf. G. Fohrer, Geschichte Israels, Heidelberg 1979, 178-185; A. H. J. Gunneweg, Geschichte 1sraels bis Bar Kochba, Stuttgart 1976, 114-116.

codonosor se manifestará muy pronto y él no dejará de la mano a Jerusalén. Pero la amenaza profética de la desgracia y la ruina no abre los ojos al rey, sino que le acarrea a Jeremías el destierro y la cárcel, la soledad, el abatimiento y la lamentación amarga.

Lo sorprendente en estos acontecimientos y en su resultado es que la catástrofe no da al traste con la fe en Yahvé, sino que, por el contrario, es un elemento del diálogo y de la queja ante él, y de ese modo la catástrofe queda integrada en la fe yahvista, que no se extingue, sino que se refuerza. El profeta Jeremías compra un campo en Anatot como signo esperanzador en medio de su desolación personal59 Y sus paisanos del exilio ven aparecer un nuevo profeta, uno de los máximos profetas, de nombre desconocido. Los exegetas llaman Isaías II a este pregonero que desde el fondo del fracaso total (y en los cantos impresionantes del siervo de Yahvé) expresa la más profunda convicción de que Dios empieza de nuevo, no desde el poder, sino desde la impotencia.

3. Soportando la noche oscura. —El lamento de los profetas veterotestamentarios tiene un paralelo existencial en la experiencia dolorosa de muchos testimonios personales de nuestro tiempo. Pero su misma vehemencia ¿no impide a éstos superar la amarga lejanía de Dios?

«Hasta hace algunas semanas yo conocía el relato de Büchner, Lenz, únicamente de oídas... Los que conocen toda la obra literaria de Büchner saben que la violencia con que éste expresa el vacío existencial deriva claramente de su ateísmo. Este es el tema de Lenz, como he visto ahora... La novela narra la lucha del hombre turbado contra su turbación. Ese hombre parece tener necesidad de Dios después de haber probado todo lo demás. Y cuanto más desatiende a Dios, más se le impone. Se lanza con violencia a coger de las manos al niño muerto y exclama con voz firme: <levántate y anda>. No se puede ir más lejos. Sólo cabe la sonrisa sarcástica. La naturaleza hace muecas entre bastidores, el titán tambaleante reacciona con nervios y echa mano del más frío vocabulario del mundo para hacer el más frío diagnóstico: ateísmo... Büchner no afirma que Dios ha muerto; nos comunica de qué muerte muere Dios, todo Dios. Muere por su incapacidad para ayudarnos... Cuando Oberlin habla a Lenz sobre Dios, Lenz le mira <con una expresión de sufrimiento infinito y dice al fin: Mire usted, si yo fuera omnipotente, no podría tolerar el sufrimiento: yo salvaría, salvaría>... Su Dios muere por no poder ayudar al hombre. Büchner no puede ver sufrir al hombre: eso es todo. Un Dios que no ayuda no es Dios. Pero si no hay Dios, sólo queda el terror del vacío en el mundo del espacio y el tiempo. Y en un mundo donde ha desaparecido la

59. Cf.. W. Lambert, «Kauf Dir einen Acker in Anatot!» Adventliches Tun angesichts einer nahen Katastrophe: Geist und Leben 56 (1983) 415-421.

dimensión de Dios, este yo que parecía estar en la cumbre queda convertido en un punto yerto, solitario, doloroso»60.

¿Se puede afirmar que la experiencia vital recogida y guardada en el antiguo testamento sigue interrogando tenazmente y sigue dando que pensar, con la queja y el sufrimiento, en casos como el de Lenz de Georg Büchner, que se abandona a la desesperación? De cualquier modo, el sufrimiento desmedido e insoportable no es objeción contra Dios, no es demostración de su muerte, en casos como el de Job, que lanza al Responsable universal duros reproches, exacerba el enfrentamiento con él y dialoga con él en lamentación conmovedora:

«¡Ah, si pudiera pesarse mi aflicción y juntarse en la balanza mis desgracias! Porque son más pesadas que la arena del mar; por eso desvarían mis palabras. Llevo clavadas las flechas del Todopoderoso y siento cómo absorbo su veneno, los terrores de Dios se han desplegado contra mí... (6, 2-4).

Estoy hastiado de la vida, doy rienda suelta a las quejas, voy a desahogar la amargura de mi alma. Diré a Dios: <no me condenes, hazme saber qué tienes contra mí. ¿Te sirve de algo oprimirme, arrojar la obra de tus manos>...? (10, 1-3a).

Pues sabed que es Dios quien me ha trastornado, envolviéndome en sus redes. Grito <violencia> y nadie me responde; pido socorro y no me defienden: él me ha cerrado el camino y no puedo avanzar, ha llenado de tinieblas mi sendero. Me ha despojado del honor, me ha quitado la corona de la cabeza. Ha demolido mis muros y tengo que marcharme; me ha arrancado la esperanza como un árbol. Su ira ardió contra mí, y me considera su enemigo (19, 6-11).

Quiero hablarle al Todopoderoso, deseo discutir con Dios... Aleja de mí tu mano; no me espantes con tu terror; después acúsame, y yo te responderé; o hablaré yo, y tú me replicarás... ¿Por qué ocultas tu rostro y me miras como enemigo? (13, 3.21-24).

Y Job dijo: <Hoy también me quejo y me rebelo... Ojalá supiera cómo encontrarlo, cómo llegar a su morada. Presentaría ante él mi causa con la boca llena de argumentos. Sabría las palabras de su réplica y comprendería lo que me dice...>» (23, 1-5).

Estas frases son parte irrenunciable del lenguaje de fe que los cristianos compartimos con los judíos, entre otras razones, porque ese lenguaje sigue vivo hasta nuestro presente brutal, hasta las cámaras de gas del genocidio organizado, y ha demostrado su solidez: «Yo soy un derrotado, mas no un desesperado; un creyente, mas no uno que

60. M! Walser, Woran Gott stirbt. Über Georg Büchner, en Id., Liebeserkldrungen, Frankfurt 1983, 227-235, aquí 227-231.

dice amén a ciegas... Dios de Israel: has hecho todo lo posible para que yo no crea en ti. Si pensabas que ibas a conseguir apartarme de mi camino, te aseguro, mi Dios y Dios de mis padres, que no lo conseguirás. Puedes golpearme, quitarme lo mejor y lo más querido que tengo en el mundo. Puedes torturarme hasta la muerte, que yo creeré siempre en ti. Te querré siempre... a tu pesar. Y estas son mis últimas palabras, mi Dios airado: no te saldrás con la tuya. Has hecho lo posible para que no crea en ti, para que desespere de ti. Pero yo moriré tal como he vivido, creyendo firmemente en ti» (palabras desde el gueto de Varsovia).

«Los acontecimientos históricos y personales rompen la interpretación obvia de la experiencia de Dios y la vuelven ambigua. Pero el israelita fiel no se convertirá por eso en filósofo escéptico. Su respuesta es: <Realmente tú eres un Dios oculto> (Is 45, 15). La experiencia <obvia> de Dios que tenía Israel incluye también esta <obviedad>: que Dios se da a conocer de un modo que no se comprende. Aquí conecta la experiencia de los cristianos»61.

f) La experiencia veterotestamentaria de Dios como base de la creencia cristiana en Dios

1. Dios de la historia. —La fe en Dios que nutre a Jesús y que los antepasados y los contemporáneos le transmitieron e infundieron está determinada por la combinación de estos tres aspectos: los acontecimientos históricos decisivos para Israel, la misteriosa vida de Dios reflejada en ellos y su ser personal manifestado de ese modo. «El Dios presente en el antiguo testamento es un Dios revelado en la experiencia. Una experiencia hecha en y desde la historia de Israel y una experiencia que afectó al individuo. Es una experiencia que no se puede inferir a modo de conclusión, sino que presupone un acontecimiento. Tales acontecimientos y su reflexión vienen a cuestionar las imágenes corrientes de Dios y también las teologías habituales. La teología del Dios veterotestamentario no se produce únicamente por un proceso mental. El mismo moviliza el pensamiento humano, él mismo enmienda y revisa el pensamiento y el lenguaje humano sobre Dios. Es un Dios que sólo es accesible en una serie de experiencias y hechos. Es siempre un misterio»62. El drama de estas experiencias históricas decisivas, que causa profunda emoción y una gozosa seguridad ante

61. O. H. Pesch, Gotteserfahrung damals, 5 s.
62.
R. Kilian, Gott und Gottesbilder im Alten Testament, en B. Kasper (ed.), Des Menschen Frage nach Gott, Donauwürth 1976, 96-114, aquí 113 s.

el amor divino, por una parte, y un terror agobiante ante su dureza y ante la dolorosa lucha con su justicia inefable, por otra, deja sedimentada en la «memoria» del pueblo esta certeza de fe: el totalmente Otro se acerca al hombre por amor. Es misteriosamente inefable y, sin embargo, se manifiesta en su entrega viva como el Dios para su «familia», en primer lugar para Israel; pero, además, como el Dios para los hombres y para el mundo. Su comunicación forma parte de su ser hasta el punto de constituir su «nombre», es decir, su esencia: «Yo soy el que estoy por vosotros» (cf. Ex 3, 14).

La revelación básica de Dios se puede condensar, pues, en un enunciado dialéctico, lleno de tensiones: el Dios único, transcendente, independiente del mundo e inefable, el poderoso y eterno en su autoposesión absoluta, se convirtió libremente en un Dios para el mundo y el hombre, y muestra esta libre autocomunicación como su verdadera esencia.

2. Dios de los hombres. —Esta «imagen de Dios» determina de modo inconfundible la «imagen del hombre»: la vida del pueblo de Dios pasa a ser un camino histórico con Dios, hacia Dios y detrás de Dios. Es un camino ajustado a la orientación que ofrece fundamentalmente el decálogo, que incluye bajo el nombre divino de «Yahvé», en la mayoría de sus preceptos, las formas fundamentales de una justicia y comunidad humana acorde con Dios. Dentro de esta revelación, el ethos humano queda incluido en el núcleo de la idea de Dios. Por ser Dios un Dios para los hombres y para el mundo, la afirmación de Dios implica siempre su afirmación de los hombres. Ya no se puede decir «sí» a Dios sin decir «sí» a los hombres. El amor del hombre a Dios afecta, pues, siempre al amor de Dios al hombre. Ya no se puede contraponer la adoración de Yahvé a las obligaciones ante los hombres. El destino de los hombres y de la comunidad humana no se puede dejar de lado en esta «religión». Ante este Dios, el servicio al hombre es también servicio a Dios y el servicio al mundo es servicio a Dios.

Aquí puede radicar la razón más profunda del hecho, ya mencionado, de que la imagen cultual de Dios en sentido propio estuviera severamente prohibida en Israel. No es posible plasmar la esencia viva de Yahvé en obras de arte producidas por el hombre. Su única verdadera imagen es el hombre; y Dios mismo ideó, proyectó y formó este icono viviente de sí mismo. En este sentido, la misteriosa frase de Jesús en el evangelio de Juan «el que me ha visto a mí, ha visto a mi Padre» (Jn 14, 9) contiene en su transparencia toda una antropología teológica, por ser la consecuencia de lo implicado en el nombre de Yahvé. En Jesús, el hombre «definitivo» (cf. 1 Cor 15, 45) y «originario» (cf. Col 1, 18), la «imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación» (Col 1, 15), el evangelio de la antigua alianza adquiere su figura definitiva e insuperable. Y esto significa para nosotros, los cristianos de hoy (para subrayarlo una vez más), que la revelación de Dios y la concepción de Dios en la antigua alianza, como hemos señalado brevemente, no constituyen únicamente la base desde la que vive y actúa Jesús, sino que forman parte del contenido de la fe cristiana. La experiencia de Dios en el antiguo testamento es parte integral del evangelio neotestamentario.

3. El Dios de Jesucristo

a) La idea de Dios en Jesús

1. La problemática «histórica». —No obstante, precisamente con vistas a la idea de Dios tiene sentido hablar de alianza «antigua» y alianza «nueva». ¿Qué es lo nuevo, lo adicional, lo cumplido, que nos da pie y nos autoriza a hablar del evangelio de la «nueva alianza»? La verdadera fundación de la «nueva alianza» se produce sin duda en su sangre, es decir, en la muerte de Jesús. Pero ya el Jesús terreno, prepascual, extrae de la imagen «veterotestamentaria» de Dios ciertos rasgos, ya su actuación y su predicación ostentan sus propias notas inconfundibles. Para ponerlas de manifiesto hay que utilizar un método histórico-crítico en sentido estricto. Esto significa que es preciso retrotraerse al patrimonio de tradiciones más antiguo, dejando de lado lo más posible la interpretación teológica de los evangelistas y de la comunidad transmisora»63. No se procede así porque la interpretación teológica pospascual hubiera introducido rasgos falsos en la imagen de la tradición, sino porque la pregunta «¿cómo habló de Dios Jesús mismo antes de Pascua?» debe plantearse como problemática «histórica» que sólo cabe contestar aproximándose lo más posible, con los recursos del historiador, a la vida de Jesús, a su conducta (ipsissima facta), sus palabras (ipsissima verba) e intenciones (ipsissima intentio).

Este aspecto se considera en la exégesis como uno de los principios heurísticos en la investigación histórica sobre Jesús: aquellos elementos de la tradición que no tienen ningún lugar paralelo en el judaísmo del tiempo de Jesús pertenecen muy probablemente a la auténtica tradición de Jesús, auténtica en el sentido de la predicación prepascual del Jesús terreno demostrada «his-

63. J. Blank, Antworten des Neuen Testaments, en H. J. Schultz (ed.), Wer ist das eigentlich — Gott?, 111-121, aquí 112.

tóricamente». La tradición jesuática contiene, a grandes rasgos, un conjunto de palabras y de logia y un conjunto de hechos de Jesús, como el relato de milagros y el relato de la pasión. El conjunto de palabras posee una mayor constancia histórica a su favor, mientras que los relatos de los hechos de Jesús están más expuestos a la remodelación interpretativa en la tradición. Hay que añadir la comparación con los escritos judíos de la época, especialmente la apocalíptica y la escatología, y la tradición rabínica. Sobre este trasfondo aparece con claridad lo peculiar de Jesús, pero se comprueba también hasta qué punto Jesús está arraigado en la tradición judía y en la problemática de su tiempo. «Este arraigo en la tradición judía condiciona en Jesús, a priori, un determinado horizonte lingüístico y mental. Este horizonte es, en Jesús, escatológico, influido por las expectativas judías sobre el tiempo final»64.

¿Qué se puede afirmar sumariamente en el aspecto histórico —más allá de la concepción judía general— sobre el Jesús terreno y su concepción de Dios?

2. Predicación de Jesús sobre el reinado (basileia) de Dios. —Una primera e importante observación se refiere a la predicación de Jesús sobre la llegada inminente del reino de Dios. Nadie duda hoy de que éste fue el tema central de la predicación de Jesús65

El no fue el autor de este «concepto», sino que lo recibió de su entorno. El judaísmo contemporáneo estaba familiarizado a diferentes niveles (político, rabínico, apocalíptico) con la idea del reinado de Dios (reino de Dios, reino de los cielos) como estado definitivo de salvación, el eón futuro al que se encamina la historia y que Dios mismo suscitará al final de los días como un nuevo cielo y una nueva tierra. Jesús utiliza el término «reinado de Dios» en este sentido escatológico, pero el modo como habla de la basileia difiere notablemente de la escatología judía. Esto se puede observar sobre todo en dos puntos, y ambos tienen una repercusión directa en la concepción de Dios.

a) Ha llegado el reino. —Cuando Jesús habla de la basileia de Dios, anuncia su proximidad inminente; está a punto de llegar. Jesús interpreta la salvación futura que aguardan todos los judíos como algo que «está llegando», pero que afecta ya ahora, en este eón, al hombre. La «expectativa» implica, pues, proximidad temporal y de contenido. El esquema de la apocalíptica judía, muy difundido, consideraba el presente eón, caracterizado por la infelicidad, próximo a un final catastrófico; y sólo después de esta tajante cesura del juicio final comenzaría el tiempo de salvación. La novedad en la predicación de

64. Las dos últimas citas: ibid.
65.
Cf. F.-J. Nocke, Eschatologie (Leitfaden Theologie 6), Düsseldorf 1982, 39-51.

Jesús sobre la llegada del reino de Dios es que invita al hombre, ya ahora, dentro del tiempo y del mundo marcados por la infelicidad, con la experiencia directa de culpa y corrupción y frente a las apariencias de la mala situación reinante, a vivir con la certeza del anuncio divino de salvación y de su próxima llegada. La voluntad salvífica de Dios actúa ya en el presente, de un modo oculto, pero eficaz, como poder salvador. Las parábolas de Jesús lo expresan con toda claridad.

Cabe afirmar, obviamente, que Jesús se limita a tomar en serio la certeza profunda expresada ya en el nombre de Yahvé: yo estaré siempre por vosotros. También en este punto Jesús remite «radical-mente» a los orígenes. El Dios del futuro que accede a nosotros nunca fue realmente un anuncio y llegada lejana y pendiente, sino la llegada que se está realizando en todo momento. El Dios y Padre de Jesús no es un consuelo ilusorio, sino una fuerza que da seguridad ahora. Para que Dios pueda venir, no es necesario que cambien previamente todas las circunstancias políticas, sociales y familiares. El está ya próximo a las prostitutas y a los publicanos, a los pastores y a los enfermos, a las viudas y a los huérfanos, con tal que quieran percibir y aceptar esa cercanía de Dios. El reino de Dios llegará: tal era la convicción general de los judíos. La llegada del reino de Dios ha empezado ya: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios» (Mc 1, 14): tal es el acento urgente, excitante, que pone Jesús.

b) La venida de Dios como salvación. —Otra importante diferencia en la predicación de Jesús respecto a la predicación más o menos análoga de Juan Bautista en el Jordán aparece ahora con claridad. Frente a la predicación del juicio, alarmista y amenazante, del Bautista, la venida de Dios adquiere un tono notablemente positivo en boca de Jesús: su predicación es anuncio salvador y mensaje alegre (eu-angelion) justamente para aquellos que por sus condiciones de vida no pueden vivir conforme a la voluntad de Dios, que por ignorancia y desconocimiento —como las gentes del campo— no pueden atender ni cumplir los numerosos preceptos que regulan la vida religiosa del fiel judío según la tradición sagrada. Aquellos que apenas pueden esperar salir bien librados en el juicio dé Dios, tienen motivo para alzar la cabeza y alegrarse de la redención: la tristeza se trueca en gozo; el que ahora llora, reirá; el que pasa hambre, se saciará; el que está enfermo de muerte, vivirá; pues viene Dios y él es la vida. Los ejemplos de la oveja perdida y de la dracma perdida dicen cómo Dios nos busca y nos encontrará. Sobre todo, la parábola del hijo pródigo pone de manifiesto el evangelio de Jesús: el hijo menor ha abandonado alegremente la casa paterna y ha vivido irresponsable y licenciosamente; pero cuando regresa, no oye ninguna palabra de reproche; el padre corre al encuentro del vagabundo harapiento y lo abraza. Hay queimaginar lo que eso significa sobre el trasfondo del orden familiar de Israel. Dios es como el padre misericordioso y no viene a condenar, sino a salvar.

3. Tratamiento de Dios como Abba. —Volvemos así al texto de nuestra frase confesional: Dios es el Padre de Jesucristo y Padre nuestro. Hay que hacer aquí otra importante observación sobre la idea de Dios en Jesús, idea que ya en el tratamiento de Padre rebasa la con-ciencia general de la época. Es obvio que al fondo de esa designación de Dios como Padre hay un orden de sociedad «patriarcal»; pero si se pretende derivar de esta observación correcta un reproche, hablando de relaciones de «dominio» que habría que desmontar en una línea emancipatoria, el resultado es una deformación total de la relación fiducial que Jesús mantuvo con Dios. Nos encontramos en un punto decisivo. Desde la óptica de la historia de las religiones, Jesús mantuvo una relación totalmente singular con Dios. Se trata, en cierto modo, de la experiencia mosaica de la zarza ardiendo radicalizada. Para Moisés, Dios era Yahvé: él está por nosotros, hoy y en el futuro. Jesús siente y vive esta «cercanía» de un modo absolutamente confiado y familiar: la bondad de Dios es el «espacio» donde nace nuestra con-fianza originaria, donde nos acomodamos como un niño; Dios es un interlocutor materno-paterno, Dios es para Jesús el abba66. No es fácil traducir adecuadamente este tratamiento que Jesús da a Dios y que el nuevo testamento conservó en la forma aramea primitiva (en boca de Jesús, sólo en el terrible diálogo del huerto de los Olivos — cf. Mc 14, 36). El tratamiento que Jesús da a Dios fue inusitado para su época. Desde el exilio se pudo, en Israel, llamar a Dios, en diálogo reverente, «Padre mío (Abi) o Padre nuestro (Abinu)». Abba es la palabra con la que un niño se dirigía con toda familiaridad y confianza a su padre, a su papá. Alguien podría considerar la familiaridad que se expresa en este tratamiento como mera singularidad subjetiva; pero esa familiaridad es exactamente el suelo donde se asienta Jesús y desde el cual habla y actúa. Dios es Abba, no sólo para Jesús, sino también para nosotros, ya que hemos recibido el espíritu de Jesús, que nos convierte en hijos e hijas: «el espíritu que nos hace exclamar: ¡Abba! Padre» (Rom 8, 15; cf. Gál 4, 6).

66. Cf. infra, apartado segundo, 1. 5 c: El «hijo» que dice «Abba».

4. Representante de Dios. —Este tratamiento, con todo lo que implica —relación especial con Dios, conciencia de Jesús—, permite descubrir una tercera nota importante en la predicación de Jesús: su total identificación con la causa de Dios, su apuesta sin reservas por la llegada de este reinado de Dios. Jesús pretendió representar y realizar en su propia conducta la cercanía de Dios, su estar por nosotros, la comprensión y el perdón del Padre. Porque Dios ama a los pecadores, Jesús se sienta a la mesa con ellos, y al entregarse a ellos, les da a conocer y les ofrece la misericordia de Dios. En su pretensión de ser el mensajero de Dios, en su soberanía frente a la tradición, transgrede y quebranta conscientemente la sacrosanta ley mosaica en aspectos que oprimen a las personas en lugar de confortarlas. Curando y per-donando, aparece como representante del reinado incipiente de Dios Padre; por eso, no desvía la mirada de su persona para dirigirla al Padre, sino que la concentra en sí como medio para ir al Padre. La predicación pospascual expone de modo explícito esta «representación» que estaba implícita en la conducta y el lenguaje del Jesús terreno. Se puede afirmar que la significación histórica de Jesús consiste en haber convertido la venida de Dios, con una última radicalidad, en su propia «causa». Hace constar con una naturalidad asombrosa que la actitud hacia él implica la toma de postura frente a Dios. «La forma incondicional en que Jesús manifiesta la obra de Dios en su propia obra exige tal decisión. Uno de los rasgos de la imagen neo-testamentaria de Jesús es que no se puede permanecer neutral frente a él, sino que se impone la toma de postura»67. Y ya en la predicación prepascual del Jesús terreno queda claro que la adhesión a él, la «fe» en él, es necesaria para la venida de Dios, para que él sea dueño de la vida, para que el pensamiento y la conducta sean expresión de la fe en Dios Padre.

67. J. Blank, Antworten des Neuen Testaments, 120.

b) El enfoque soteriológico del lenguaje «trinitario»

Dada esta estrecha unión entre el «Hijo» y el «Padre» en el lenguaje y la conducta del Jesús terreno, no es posible establecer una separación entre Jesús y Dios en una perspectiva puramente histórica. Lo hemos comentado ya brevemente al principio. Pero esta afirmación encuentra su plenitud a la luz del destino ulterior de Jesús, que se inserta en esta relación con Dios y en la «imagen cristiana de Dios». Dicho en forma de pregunta: ¿qué significa para la imagen bíblica de Dios que este representante del reinado de Dios, el Hijo de Dios, sufra en la cruz la muerte de los malhechores y de este modo paradójico sea «con-sumado» por Dios? Basta aquí dar una respuesta muy breve a esta pregunta. En efecto, los distintos enunciados de nuestra fe en Jesucristo, que fue crucificado y sepultado y resucitó de la muerte al tercer día, nos ocuparán aún detenidamente en el segundo artículo de la fe (apartado segundo). Y todo lo que se dirá es de gran relevancia, obviamente, para nuestra fe en Dios Padre. Se trata aquí únicamente de una primera indicación sobre el punto decisivo y fundamental: ¿qué consecuencias derivan del destino de Jesús para nuestra imagen de Dios?

1. La conexión entre la vida y la muerte de Jesús. —La conexión externa e interna entre la vida y la muerte de Jesús ha suscitado una atención especial en la cristología de los últimos tiempos68. Un análisis histórico preciso permite considerar sin dificultad la muerte de Jesús como una consecuencia lógica de su conducta escandalosa, una conducta, bien entendido, que era expresión de la voluntad de Dios y de su venida. Esta conducta de Jesús chocó con la creciente resistencia de los círculos religiosos más influyentes, hasta que éstos decidieron eliminarlo por la violencia. La pregunta que surge es si esa muerte es sólo un «accidente», un penoso fracaso de personas (religiosamente comprometidas) ofuscadas, o si el fenómeno muestra el modo como se realiza concretamente la venida de Dios en las condiciones actuales del mundo. ¿Se puede triunfar en el fracaso? ¿La derrota puede ser una forma de soberanía, expresión de la soberanía de Dios, que no quiere imponer su bondad mediante la violencia, contradiciéndose a sí mismo? ¿El ajusticiamiento puede ser expresión de la soberanía del amor, que es más fuerte que la muerte y por eso no tiene por qué temer las barreras de la muerte? Pablo argumentó desde el principio en esta dirección. La fórmula cristiana de contraste inicial: vosotros le clavasteis en la cruz, pero Dios lo ha resucitado (cf. Hech 3, 15; 4, 10; 5, 30), es sin duda importante y valiosa, mas no profundiza lo bastante. Dios es capaz, según Pablo, de relacionarse directamente con esta muerte en cruz, y de hacer incluso de ella un signo de identificación de su propio ser. Este argumento teológico es como un caminar entre precipicios, corre el constante peligro de caer en el abismo del absurdo, pero Pablo lo utiliza con insistencia: «Dios nos demostró su amor haciendo que Cristo muriese por nosotros cuando nosotros éramos pecadores» (Rom 5, 8): la muerte en cruz como signo de lo lejos que Dios está dispuesto a ir en su paciencia y bondad sin límite. No se trata aquí de examinar el argumento en su contenido, sino su estructura formal: no hay que desligar la muerte en cruz de Jesús de la idea de Dios, sino que debe incluirse como nota esencial en la concepción de Dios. Hay que insertar el destino de Jesús en la intimidad de Dios. Dios es de tal naturaleza que puede permitir que

68. Cf. infra, apartado segundo, 3. 2 a.

Jesús sufra esa muerte. Dios es de tal naturaleza que este Jesucristo crucificado, después de su consumación en el Espíritu santo, puede estar cerca de nosotros.

La reflexión sobre la vida, muerte y resurrección de Jesús induce, pues, muy pronto a los cristianos a concebir a Jesucristo y su Espíritu desde Dios y en Dios, a nombrar y ensalzar a Yahvé, el Dios para el mundo y para el hombre, de forma que cuando se habla de Dios se hable también de Jesús y del Espíritu, y a la inversa.

2. Dios en Jesús y en su Espíritu.—La fe en el Dios trino —hay que destacar aquí claramente este hecho— no es, pues, fruto de una especulación filosófica sutil sobre el origen y la estructura interna de todo ser. Es más bien el resultado necesario del esfuerzo por tomar en serio y expresar ciertas experiencias históricas hechas con Dios: ya Israel había sido testigo de la vida inefable de Yahvé. Ahora aparece Jesús, un hombre que llama a este Dios su Abba y le trata familiar-mente, como un tú y un interlocutor que se siente, por otra parte, en relación directa con Dios, que es su enviado, su palabra, su imagen, de suerte que el Padre mismo nos habla en él y de ese modo Dios nos sale al encuentro en Jesucristo como Hijo y Hermano. A esta misteriosa manifestación del yo y el tú divino se añade, después de la muerte y la exaltación de Jesús, la experiencia desbordante del Espíritu divino, la vivencia de la presencia permanente y arrebatadora de Dios en nosotros, en nuestra comunidad y en nuestra interioridad. Este modo triple y uno de encuentro histórico de Dios fue proclamado desde el principio como la base de la existencia cristiana. Por eso la triple experiencia revela la estructura fundamental de la confesión bautismal, como hemos visto. Sin embargo, pronto resultó insuficiente, ante los interrogantes del pensamiento, repetir sin más las fórmulas de proclamación bíblica correspondientes. Se impuso con urgencia la cuestión del modo de hablar adecuadamente acerca del Padre, el Hijo y el Espíritu santo sin renunciar, de un lado, al dogma fundamental israelita del Dios único y sin reducir, de otro, al Hijo y al Espíritu a meros modos de aparición del Dios uno.

3. El alcance de la experiencia histórica.—En las fuertes controversias de la historia primitiva de la fe se pone muy claramente de manifiesto el dinamismo interno y el alcance de esta confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu: la tríada de la experiencia histórica sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu ¿se limita a decir algo sobre nosotros, los hombres, sobre nuestras posibilidades de conocimiento de Dios? ¿o viene a revelar cómo es Dios mismo? ¿se trata sólo de las propias experiencias del hombre con la transcendencia o éste seencuentra aquí, en efecto, con Dios mismo? La revelación tridimensional de Dios en la historia ¿tiene relación con Dios o es únicamente nuestro modo diverso de percepción de Dios? Si el modo de comunicación histórica de Dios a nosotros no tuviera nada que ver con el modo como Dios mismo vive, habla y ama, si el saber que él es Dios para el hombre y el mundo, no permitiera inferir conclusiones sobre el ser de Dios mismo, entonces perderíamos toda posibilidad de hacer afirmaciones sobre la autoapertura de Dios. Sólo podemos hablar de una «revelación» de Dios suponiendo que Dios mismo se nos manifiesta en estas experiencias de fe con Jesús y con su Espíritu. La fe en la trinidad de Dios afecta, pues, fundamentalmente a esta realidad triple en la historia. Pero —esta observación es decisiva— en ella accedemos misteriosamente a Dios mismo, a su ser más íntimo. Esta es la convicción fundamental de nuestra fe cristiana. La triple autorrevelación de Dios en la historia no sólo nos permite inferir unas conclusiones titubeantes sobre Dios mismo, que vive y habla y ama. Nuestra certeza descansa en este Jesús y en su venida y su cercanía, en la convicción de que el Dios trino se presenta y comunica como aquel que es: Padre, Hijo y Espíritu.

4. Historia de la revelación y «concepto de Dios».—La vía de conocimiento es tal que sólo a través de la experiencia de Jesús y de su Espíritu en la comunidad de los creyentes podemos acceder al misterio de la «trinidad». Pero en la perspectiva inversa, la doctrina trinitaria es el presupuesto conceptual necesario de toda cristología, pneumatología y eclesiología.

Es cierto que no podemos olvidar en ningún momento de estas reflexiones que se trata del verdadero y permanente misterio, de Dios mismo, que se manifiesta justamente como el misterio absoluto. En este sentido tiene razón Ratzinger al considerar la versión conceptual del dogma de la trinidad de Dios como una forma especial de theologia negativa: ese modo de lenguaje teológico que dice algo sobre la heterogeneidad de Dios mediante la negación, el rechazo y el distancia-miento de las evidencias humanas sobre Dios. La fórmula dogmática clásica «un Dios en tres personas» es, pues, una especie de cifra para expresar lo inescrutable del misterio que es Dios. Como enunciado límite, no es una «definición» como las usuales; es un gesto lingüístico de remisión, alusión más que interpretación, esquema más que concepto69

Cabe resumir lo dicho en los siguientes términos: «La confesión trinitaria es... <la> fórmula abreviada de la fe cristiana y el enunciado

69. Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 61987, 141 ss.

decisivo de la concepción cristiana de Dios. Ella determina el concepto de Dios mediante la historia de la revelación y ella fundamentó esta historia en la esencia de Dios... La confesión trinitaria dice, en cuanto al contenido, que Dios se manifestó en Jesucristo como amor comunicativo y que se hace presente permanentemente entre nosotros como tal en el Espíritu santo»70.

Walter Kasper lo ha expresado en una frase feliz que vale la pena retener: «La confesión trinitaria... determina el concepto de Dios por la historia de la revelación y fundamenta esta historia en la esencia de Dios». Yahvé se manifiesta definitiva e irrevocablemente en Jesús de Nazaret y en su Espíritu como al Amante; por eso se nos revela aquí su esencia. Y reflexionando sobre la historia, mirándola retrospectivamente, podemos establecer esta fórmula: el ser de Dios como autocomunicación libre y amorosa es el fundamento y la raíz de la creación y de la historia, que esa autocomunicación viene a completar y consumar. «Creo en Dios Padre»: la reflexión sobre este primer artículo de fe nos ha permitido trazar un arco y tocar varios aspectos. Esperamos que hayan quedado en claro los siguientes puntos:

Confesar a Dios sigue siendo hoy un acto responsable y razonable.

La revelación veterotestamentaria de Dios es la base de nuestra conciencia cristiana.

La confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu como Dios trino no es un juego superfluo, sino la fórmula abreviada de la fe cristiana.

70. W. Kasper, Jesús el Cristo, Salamanca '1989, 212.2

  1. Cf. W. Beinert, Ich glaube an Gott-den Schópfer des Himmels und der Erde. Schópfungsglaube heute: Theologisch-praktische Quartalschrift 124 (1976) 313-323, especialmente 317 s.

  2. DS 11; cf. DS 12.

  3. Se encuentra también la traducción «literal»: omniun dominator (DS 5) o dominator universi (DS 1).