2-1 PRIMER ANUNCIO DE LA PASIÓN Y RESURRECCIÓN
OPOSICIÓN Y REPROBACIÓN DE PEDRO
Mc/08/31-33 Mt/16/21-23
/Lc/09/22
J/PASION/ANUNCIO-1
Empieza una enseñanza nueva
Hay que empezar precisamente por el verbo «empezó» (v. 31) y no se trata de un
juego
de palabras, todo lo contrario: nos encontramos ante algo terriblemente serio.
Estamos ante un cambio de rumbo. No sólo en la vida de Jesús, sino también en la
de los
discípulos.
La proclamación de Pedro, cierra la primera fase del evangelio.
Ahora se abre un capítulo nuevo, el decisivo. Mt (16, 22) lo subraya aún más
claramente
con la expresión «desde entonces».
Hasta este momento Jesús ha insistido en su predicación sobre todo en el reino
de Dios
-aunque sus palabras y sus gestos implícitamente planteaban la pregunta
fundamental:
¿quién es este?-. A partir de ahora su enseñanza se referirá más explícitamente
al misterio
de su persona y de su destino.
El reconocimiento de Pedro concluye la pregunta sobre las opiniones de la gente
y de sus
discípulos. Pedro atribuye a Jesús el título más grande que conoce: Mesías.
El Maestro en este momento se decide a revelar el propio secreto.
No hay duda. Es una jornada decisiva.
«Comenzó a enseñarles...» No es sencillamente un suplemento de información que
se
inserta en lo que los discípulos saben ya. Es el principio de una enseñanza
nueva, que
contrasta, en cierto modo, con los datos y, sobre todo, con las esperanzas que
poseían los
apóstoles.
Anota puntualmente J. Delorme: «así comienza el debate central del libro. Se
trata nada
menos que de la correcta interpretación de la misión de Jesús, según el punto de
vista de
Dios».
No basta ver. Hay que ver en la perspectiva de Dios. Los discípulos van
curándose, poco
a poco, de la ceguera que tienen.
Su curación será total cuando vean las cosas desde el punto de vista de Dios.
Jesús sustituye el título de Mesías -aún prematuro, porque sería fuente de
malentendidos-
por otro más arcaico y menos cargado de aspiraciones terrestres e inmediatas,
como hijo
del hombre, y aclara su itinerario, decididamente desconcertante:
-Rechazo oficial por parte de la clase dirigente, compuesta de ancianos
(exponentes de la
aristocracia laica), sumos sacerdotes (es decir, los representantes de las
familias
sacerdotales -el elemento más conservador de la nación, según Lagrange-),
letrados (los
teólogos de entonces, los maestros de la más rígida ortodoxia). En otras
palabras: Jesús es
«rechazado» por la gente que cuenta. Y este rechazo incluye un elemento de
desprecio.
Muerte violenta
-Resurrección. La expresión «a los tres días» en el lenguaje religioso hebreo,
indica
comúnmente un breve período de prueba y de sufrimiento, al que sigue una vuelta
de la
situación en sentido positivo y se manifiesta la intervención salvífica por
parte de Dios. «El
tercer día lleva consigo una situación nueva y mejor que la precedente, en donde
la
misericordia de Dios y su justicia crean un renovado tiempo de salvación, de
vida y de
victoria» (K. Lehmann). Por ejemplo: «En dos días nos hará revivir, al tercer
día nos
restablecerá y viviremos en su presencia» (Os 6, 2).
«Debía»
Lo que caracteriza este primer anuncio son dos elementos. En primer lugar la
claridad del
lenguaje. Cristo no habla más en «parábolas» (4, 11, 33), sino «con toda
claridad» (v. 32),
para desbrozar el terreno de todos los equívocos acerca de la interpretación del
sentido de
su misión y de la suerte que correrá.
El otro elemento viene dado por el «debía» (v. 31) Podríamos decir «es
necesario».
Con una simple valoración humana de los hechos era lógico esperarse que el
contraste
entre Jesús y el partido dirigente desembocase en un drama.
Pero lo que forma la novedad paradójica de la revelación es que este drama no se
debe
a una cruel fatalidad, a un destino ciego ligado a la maldad de los hombres
-atrincherados
en sus prejuicios- sino que forma parte del plan de salvación querido por Dios y
que puede
leerse a la luz de la Escritura.
«Jesús no pensaba ser el Mesías aunque debiera sufrir; pensaba ser el Mesías
porque
debía sufrir. Esta es la gran paradoja, la gran originalidad de su evangelio» (Goguel).
Hay que tener presente además que el lenguaje utilizado en la profecía de la
pasión,
muerte y resurrección del hijo del hombre está claramente emparentado con el de
la
predicación cristiana y representa el núcleo del kerigma primitivo. Esto no
prejuzga, de
hecho, la posibilidad de que Jesús haya efectivamente preparado a los apóstoles
en este
sentido, aunque hubiere sido con expresiones diversas. Es decir, los
acontecimientos
históricos siguientes pueden haber influido en la formulación de la profecía, no
en su
sustancia.
Pedro, corazón y presunción
La reacción de Pedro resulta bastante previsible.
Hay que entenderlo. Gracias a lo que ha visto, ha podido leer los signos del
mesianismo
de Jesús. Ha utilizado las pruebas, más que convincentes, que se le habían
ofrecido para
declarar «Tú eres el Mesías». Es natural que el ideal mesiánico de Pedro esté
contaminado
por elementos mundanos, desde el momento que coincide con el de su pueblo. El
espera
que Jesús ejerza el poder en una dirección temporalista, de éxito, de victoria.
No puede
ciertamente imaginar que aquella gloria -de la que ha tenido intuición- tenga
que ser
conseguida a través de la ignominia de la cruz. Que la exaltación sea la
consecuencia del
rebajamiento.
Sobre todo es natural que Pedro encuentre absurdo el hecho de que Cristo sea
rechazado y muerto precisamente por los jefes de aquel pueblo, que debe unificar
y salvar.
Percibe en esto una contradicción insalvable.
PEDRO/SATANAS SAS/PEDRO «Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a
reprenderle» (v.32). Frente al hablar a las claras de Jesús, contrasta el hablar
de Pedro a
solas. Alguno interpreta como «apartado» de la gente; pero es probable que se
refiera a los
compañeros. Pedro no quiere regañar al Maestro en presencia de los demás
discípulos.
Su gesto, que parece protector, tiene una discreta dosis de presunción.
Paternalista y
presuntuoso al mismo tiempo.
La reacción de Jesús es durísima. El epíteto «Satanás», pone en evidencia la
tentación
de Pedro de hacer volver a Cristo al camino de los hombres, en el sentido de los
deseos
terrenos, de las ambiciones triunfalistas, desviándole del camino querido por el
Padre y
aceptado por amor.
No olvidemos que Mt más... diplomático, coloca la expresión en boca de Jesús,
pero
anticipándola al momento de las tentaciones en el desierto y dirigiéndola al
demonio.
Es significativo el detalle «se volvió y, mirando a los discípulos...» (v. 33).
Jesús dirige su
reprimenda a Pedro, sin embargo quiere advertir también a los demás. Es un
momento
delicado. Se trata de un punto capital de su pedagogía.
Intencionadamente se utiliza el mismo verbo "reprender". A la reprimenda de
Pedro
corresponde otra, mucho más dura, del Maestro.
El «quítate» indica antes de nada el mandato de despejar el camino. Pedro no
puede ser
un obstáculo para seguir el camino trazado por el Padre, sin intercalar
obstáculos.
También es importante el interpretar este «quítate de mi vista» como «ponte
detrás de
mí». El discípulo tiene la obligación de seguir al Maestro, no debe pretender ir
delante, ni
mucho menos enseñarle el camino.
Por tanto Jesús establece una contraposición muy clara entre los pensamientos de
Dios
y los pensamientos de los hombres (v. 33).
Se trata del pensamiento traducido en actitudes prácticas, en elecciones
concretas.
Podríamos traducir libremente pero con igual exactitud en cuanto a la substancia:
mentalidad. Hay una mentalidad según Dios -capaz de calcar los designios y
descubrir las
intenciones- y una mentalidad según los hombres -que valora según criterios que
no son
los de Dios-. Entre las dos existe una oposición, inconciliabilidad radical.
De tal modo que la mentalidad según los hombres puede ser parangonada a una
tentación demoníaca.
El hijo del hombre, por su parte, se adhiere totalmente a la manera de pensar de
Dios,
acepta su voluntad, sigue el camino «querido» por él: el camino de la pasión.
La ambigüedad de la posición de Pedro consiste en que se detiene únicamente en
el
aspecto del dolor, la humillación, la derrota, sin tener en cuenta el anuncio de
la
resurrección.
Evidentemente para él los «tres días» constituyen un tiempo demasiado largo
respecto al
trauma inmediato, provocado por el impacto de una perspectiva de desprecio.
Pedro
advierte sólo el escozor de las heridas, la confusión por la ruina de sus
proyectos, la
oscuridad porque se apagan sus esperanzas humanas y no capta la luz de la
Pascua, que
ya en este momento empieza a vislumbrarse.
Además, y aún es más paradójico, Pedro está convencido de que habla desde el
punto
de vista de Dios, de su honor, de su gloria.
Según la mentalidad del discípulo, la idea de un Mesías sufriente, rechazado, es
contraria al honor de Dios, es algo impío, un atentado a la grandeza divina.
Por ello Pedro debe sufrir un choque increíble cuando escucha a Jesús decirle
que lejos
de ser defensor de los derechos de Dios, como él se creía, está en cambio de
parte de su
«adversario».
Hay aún otros dos anuncios de la pasión (9, 30-32; 10, 32-34).
Pues es probable que Cristo haya tenido que remachar frecuentemente este clavo
que se
resistía a entrar. «¿Quién podrá precisar el numero de veces que Jesús, ante sus
discípulos, habrá hablado directa o indirectamente de su itinerario hacia la
humillante
condena a muerte?» (K. Gutbrod).
Cristo deberá echar mano de todos los resortes de su propia pedagogía para
educar a
los discípulos en el modo de pensar de Dios.
Hijo-del-hombre
Para nuestra mentalidad es el título más misterioso. A pesar de ello aparece
numerosas
veces en los evangelios -y no aparece en ningún otro texto del nuevo testamento,
excepto
una vez en los Hechos de los apóstoles-. Jesús se atribuye a sí mismo este
título, aunque
lo hace en tercera persona -no dice nunca «yo soy el hijo del hombre», sino «el
hijo del
hombre tiene que... será entregado... aparecerá"-.
Los problemas que se plantean son muchos y las discusiones están todavía
abiertas,
dando origen a una variedad de hipótesis, ninguna de las cuales resulta
totalmente
convincente. La literatura sobre el tema es inmensa.
Casi todos los estudiosos están de acuerdo en agrupar los textos en torno a tres
núcleos:
-En el primero, el hijo del hombre aparece como proyección futura, cual juez
escatológico.
Esta figura es típica de la literatura apocalíptica. Es famosa en este sentido
la visión de
Daniel, que presenta al hijo del hombre como juez de los imperios de la tierra
simbolizados
en las cuatro bestias (Dan 7, 13).
-El segundo grupo hace referencia a la actividad presente del hijo del hombre.
-En el tercer grupo, la figura del hijo del hombre se relaciona con la pasión y
la muerte.
Desde un punto de vista filológico la denominación no dice gran cosa. El término
arameo
bar-nasha significa sencillamente el hombre o un hombre. Indica, genéricamente,
a quien
pertenece a la raza humana.
Limitémonos al uso que hace Mc o mejor el Jesús de Mc.
En este evangelio el término aparece catorce veces.
Más detalladamente: tres veces en clave escatológica -juez final-.
Dos veces para precisar la misión de Jesús en medio de los hombres: el hijo del
hombre
es aquel que «tiene potestad en la tierra para perdonar pecados» (2, 1-12) y
esto le vale la
acusación de blasfemia, un crimen penado con la muerte. Además es «señor del
sábado»
(2, 23-28). En esta perspectiva, el hijo del hombre reivindica para sí un poder
soberano, da
pruebas de «escandalosa» libertad y dispone de una palabra de gracia en
oposición a la
palabra rígidamente legalista que detentan los escribas.
Pero el título de hijo del hombre, en el evangelio de Mc, aparece nueve veces en
relación
con la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En la página que hemos comentado,
aparece por primera vez en este sentido. Nota C. Masson: «Cuanto más detallados
son los
anuncios de la pasión, hasta llegar en el tercero a un auténtico compendio (10,
33 s), más
el hijo del hombre ha medido anticipadamente el horror de la propia muerte y más
crece su
obediencia, acto de soberana libertad. Todo anuncio de la pasión se concluye con
el
anuncio de la resurrección del hijo del hombre «después de tres días». Se trata
de algo
muy importante, porque sólo esta resurrección testifica la victoria del hijo del
hombre en su
aparente derrota».
Es significativo el hecho de que en el evangelio de Mc se hable siempre de la
muerte
redentora de Jesús en cuanto hijo del hombre. Jesús es el que a través de su
humanidad
está unido a todos los hombres. Y todos los hombres se pueden reconocer en él.
Pero hemos de precisar en qué sentido se aplica Jesús esta figura del hijo del
hombre,
refiriéndonos a la tradición bíblica.
Me parece que hay que tener en cuenta la hipótesis propuesta por E. ·Schweizer-E,
quien sostiene que el personaje, no es tanto el familiar de las visiones
apocalípticas
-Daniel, Esdras, Enoc-, sino más bien el de Ezequiel. Este profeta es llamado 87
veces
«hijo del hombre». Y se presenta con las siguientes características: animado por
el espíritu
de Dios, tiene el oficio de centinela de Israel, medita y asimila la palabra de
Dios para
devolverla después al pueblo, está encargado de tener ojos por aquellos que no
ven, de
tener oídos por los que no escuchan, tiene que hablar aunque no le tomen en
serio,
anuncia el juicio, pero también la salvación.
Además de con esta figura, Cristo se ha identificado con el justo sufriente, con
el siervo
obediente (Is 53) sabiendo que la obediencia a Dios lleva necesariamente al
sufrimiento y a
la muerte.
Naturalmente, como observa también E. Schweizer, Jesús interpreta su propia
misión
más allá del itinerario indicado por Ezequiel e Isaías. «El tenía que llevar a
término los
sufrimientos de Israel, de sus profetas y de sus justos».
Pero en el destino del justo sufriente está implícita también la idea de juicio.
El que se ha
identificado con los hombres, en el juicio tomará partido a favor o en contra de
aquellos que
le han reconocido o rechazado.
«La espera de un hombre justo que después se mostraría como el siervo y el Hijo
de
Dios mediante el sufrimiento inocente, que habría sido rechazado y muerto por
los hombres
pero exaltado por Dios y que habría aparecido para juzgar a sus enemigos, estaba
ya
difundida en el judaísmo antes de Jesús (Sab 2, 12-20; 4, 10-17; 5, 1-5).
Naturalmente
Jesús no se ha considerado jamás como uno de tantos, sino como aquel que habría
llevado
sobre sí y para siempre los sufrimientos de Israel. En este sentido él es el
«hijo del
hombre», el «Hombre» en quien la ceguera de los hombres ante la realidad de Dios
y su
lucha contra él llega a su punto culminante, el «Hombre» que ellos encontrarán
de nuevo
en el juicio. El reino de Dios es sólo de Dios y será inaugurado por él. Sin
embargo el hijo
del hombre intercederá por sus seguidores y testificará contra quienes no han
reconocido
abiertamente a Dios. El será quien pronuncie el juicio. Es fácil entonces
comprender cómo
en la tradición posterior fue identificado con el juez mismo que llegaba sobre
las nubes del
cielo» (E. Schweizer).
Precisamente en la escena del juicio final descrita por Mt (25, 31 s). Jesús
aparece como
hijo del hombre que juzga a los que le han acogido o rechazado como pobre,
hambriento,
sufriente, perseguido. El comportamiento de los hombres ante los pequeños y
humildes
determina la actitud que el hijo del hombre tendrá el último día ante ellos.
De esta forma, según esa hipótesis, la idea del hijo del hombre contiene en sí,
tanto la
idea de humillación como de glorificación, de sufrimiento como de juicio.
«Exactamente como el justo sufriente, rechazado y humillado por los hombres, al
final, un
día, exaltado junto a Dios, se sentará para el juicio frente a los que lo han
aceptado o
rechazado» {E. Schweizer).
Vamos a exponer aún algunas observaciones generales:
-Que Jesús hable del hijo del hombre siempre en tercera persona y jamás en
primera, no
prueba de hecho, como quisieran algunos estudiosos radicales, que piense en una
persona
distinta de él.
Las pruebas aducidas para sostener esta tesis no son nada convincentes. Pero ni
siquiera las explicaciones dadas para explicar la distinción -expresada por el
uso de la
tercera persona- me parece satisfactoria. Jeremías, por ejemplo, dice:
«La tercera persona expresa la «misteriosa relación» entre Jesús y el hijo del
hombre: él
no es todavía el hijo del hombre, pero lo será cuando sea glorificado». En tal
caso no se
explicaría, al menos, la utilización del término respecto a la actividad
presente de Jesús.
Será mejor dejar abierto el problema.
-J. Guillet advierte que el uso del título hijo del hombre está siempre asociado
a una
acción hecha o sufrida. Jamás se emplea la palabra para definir la esencia de
Jesús, su
identidad, sino siempre para decir lo que hace, lo que deberá padecer, lo que
hará o dirá.
-La relación entre los gestos del hijo del hombre sobre la tierra y los que se
sitúan en el
cielo se podría definir como «simetría al revés». Es decir,
rebajamiento-exaltación en el
trono; humillación-gloria; rechazado-triunfador, acusado-juez,
debilidad-poder...
-En los tres grupos de textos relativos al hijo del hombre -en clave de parusía,
pasión,
actividad presente-, se nota una absoluta independencia. Por ejemplo, los textos
que
anuncian su aparición final no aluden para nada a la pasión. Y los que anuncian
la pasión
no contienen ninguna indicación acerca del papel de juez universal.
-«No sería pertinente querer ver expresada en este título, a diferencia del
título de hijo de
Dios, la verdadera humanidad de Jesús. De cualquier modo el título no se puede
interpretar
en el sentido de la doctrina de las dos naturalezas, porque «hijo del hombre» e
«hijo de
Dios» como predicados cristológicos, han nacido independientes uno del otro. Es
cierto, sin
embargo, que en este título se expresan al mismo tiempo tanto la exaltación como
la
humillación de Jesús» (G. Schneider).
-La opinión según la cual el título de hijo del hombre se debería atribuir a la
iglesia
primitiva tropieza con muchas dificultades.
La primera, esta: la expresión en los evangelios se pone única y exclusivamente
en boca
de Jesús. Nadie lo llama de esta forma.
Por eso concluye Cullmann: «Jamás ellos le llaman así y jamás quien habla con
Jesús se
dirige a él con este apelativo. Esto sería inexplicable si hubieran sido ellos
los que
atribuyeron a Jesús esta autodenominación. En realidad han conservado con
memoria
precisa el hecho de que sólo Jesús mismo se ha llamado así».
Más bien es cierto que en tiempos de la primera comunidad cristiana, la
expresión
resultaba bastante difícil de comprender.
De hecho no la encontramos en ninguna profesión de fe ni en ninguna plegaria
litúrgica.
Que se haya conservado en los evangelios, a pesar de la dificultad para entender
su
sentido exacto, quiere decir sólo que se sabía claramente que tal denominación
había sido
empleada por Jesús.
Por qué Jesús eligió preferentemente este título más bien obscuro, es un
problema hasta
ahora insoluble. Quizá también esto forma parte del comienzo de una enseñanza
nueva. El
término «Mesías» servía poco a este cambio de enseñanza, porque estaba cargado
de
demasiadas hipótesis temporalistas, difíciles de eliminar.
Se puede sólo concluir, con toda probabilidad, que hijo del hombre es un «título
de
gloria». El que lo sea, a pesar de las apariencias en contrario, forma parte del
misterio de la
persona y de la misión de Jesús, sobre el cual no sólo los discípulos, sino
también nosotros
estamos llamados continuamente a preguntarnos.
PROVOCACIONES
1. Algunos estudiosos niegan que Jesús haya tenido conciencia de la propia
muerte y por
tanto haya podido hablar de ella, al principio, de manera explícita. Los tres
anuncios serían,
por así decir, profecías al revés, ex eventu, es decir habrían sido formulados
por la
comunidad cristiana después que se habían realizado los hechos.
Personalmente creo lo contrario. Es más, creo que, incluso desde un punto de
vista
humano, Jesús advertía hacia dónde iba. Las oposiciones y los contrastes que se
profundizaban cada vez más, entre él y los notables, encaramados en la defensa
de sus
privilegios, amenazados por la novedad, eran avisos, bastante claros, del trato
que le
darían.
Mi opinión cuenta poco. Más bien me parece que la insistencia de Jesús no se
dirigía
exclusivamente a los discípulos. También la iglesia primitiva, que asimismo era
azotada por
los primeros vendavales, encontraba terriblemente difícil el «digerir» aquellos
anuncios.
Incluso post eventum, es decir al realizarse la profecía de Cristo, tanto en los
acontecimientos de su vida como en los de sus miembros, los primeros cristianos
eran
refractarios a aceptar aquellas profecías y esperaban siempre que hubieran
comprendido
mal.
Sí, de acuerdo, la resurrección. Pero la dificultad estaba en el camino para
llegar. Era el
a través de lo que molestaba. Era el «debía» lo que se intentaba descartar. ¿Era
posible
que no se pudiera llegar a la gloria sin pasar a través del rebajamiento,
encontrarse
inmersos en la luz sin tener que atravesar las tinieblas?
Sin embargo, Jesús continuaba hablando «abiertamente» a través de las
persecuciones,
las tribulaciones de toda clase, las tempestades que descargaban sobre las
primeras
comunidades cristianas.
Es siempre difícil aceptar la evidencia de las cosas que no son de nuestro
gusto.
Es arduo admitir las razones que no nos dan la razón, los argumentos que
desbaratan
nuestros sueños, las pruebas que destruyen nuestras ilusiones.
Las profecías que contrastan con nuestros deseos, aunque se cumplan, las
acogemos
con desconfianza y nos resistimos a reconocerlas, esperamos siempre que se trate
de una
equivocación.
Quizá nos fiamos del primer mago falso que pasa junto a nosotros y alimentamos
dudas
sobre si Jesús habrá dicho la palabra exacta, o si habrá exagerado.
Nos alimentamos de mentiras, justificamos las hipótesis más absurdas,
acariciamos
ilusiones vanas, miramos inexorablemente en dirección de lo improbable y no nos
decidimos a acoger el categórico «debía» de Dios.
También nosotros, como Pedro, dispuestos a todas las aperturas, menos a la de
ingerir
ese indigesto «es necesario».
Qué difícil es dar la razón a Dios cuando descubrimos con despecho que él no
tiene en
cuenta lo que nosotros pensamos; que al trazar sus designios no consulta primero
con
nosotros, seguros proyectistas de caminos (equivocados) de Dios.
2. A propósito de construcciones. El verbo utilizado por Jesús «ser rechazado»
(v. 31)
hace referencia a una imagen famosa del salmo 117:
La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular: es el
Señor quien
lo ha hecho, ha sido un milagro patente (v. 22-23).
Advierte agudamente un autor: «Antes de hacer una cristología es decir expresar
su fe en
Jesús a partir del título de «Cristo» los cristianos han hecho una petralogía,
es decir han
expresado su fe a partir de la «piedra».
Los expertos en doctrina religiosa, las personas influyentes de entonces, los
letrados no
han sabido qué hacer con Jesús. Su palacio estaba ya rematado. Aquella piedra no
tenía
ya sitio en una construcción acabada. Además no aceptaba ser una piedra
ornamental, un
añadido superfluo al edificio -para esto siempre habría un arreglo adecuado-,
sino que
pretendía ser colocada como cimiento, piedra angular. Cuando uno se ha instalado
cómodamente en el palacio, ¿cómo puede tener ganas de cambiar todo, comenzar de
nuevo?
Ciertos retoques al edificio pase, pero esa piedra pretende una colocación que
pondría
todo en discusión...
Sin embargo, ésta es precisamente la línea de separación entre el pensar a la
manera de
Dios y el pensar a la manera de los hombres.
DISCIPULO/CR Discípulo es quien acepta colocar a Cristo como piedra
angular de la propia construcción. Y esto también cuando el material ofrecido
por él es el
que normalmente es descartado y rechazado por los hombres -y que también yo
estoy
tentado frecuentemente a rechazar-.
Cristiano es el que edifica con una piedra descartada por los sabios de este
mundo. Por
ello su construcción tiene una característica de solidez. Y también por eso
puede dar
gracias por una obra maravillosa que no es debida a mano de hombre.
Dios no sólo es capaz de escribir derecho con líneas torcidas.
Es capaz de fabricar cosas importantes con piedras inútiles.
3. Pedro ha superado brillantemente el examen de ortodoxia. Ha reconocido en
Jesús al
Mesías. Sin embargo, se ha ganado el título de «Satanás». Antes de él hasta los
demonios
habían llegado a tal reconocimiento, incluso habían llegado más lejos. A este
nivel Pedro no
tiene nada que hacer con el Maestro.
El examen decisivo es el de la mentalidad.
4. Continuemos con el contraste entre el Maestro y el portavoz de sus
discípulos.
Pedro no se equivoca acerca de la identidad de Jesús.
En donde se equivoca de medio a medio es en el modo de entender su misión.
El error de fondo no se refiere a la gloria, sino al camino para llegar.
Pedro está ciego, no porque no perciba la luz, sino porque es incapaz de
soportar la
obscuridad.
Pienso que su actitud se prolonga hasta hoy y determina la radical oposición
entre la
mentalidad de Cristo y la de muchos que dicen seguirle y se definen como
«suyos».
No basta que los fines sean santos y píos, que las intenciones sean buenas y
dignas de
alabanza. Es necesario que los medios empleados sean los adoptados por Cristo.
No basta que las batallas sean justas, es necesario combatirlas con los medios
«pobres»
elegidos por Jesús: debilidad, humillación, sufrimiento, derrota,
inconsideración, oposición
por parte de los jefes de este mundo.
No basta estar de parte de Dios, proclamar su gloria, reivindicar sus derechos.
Hay que
pasar a través del mismo camino por el cual ha pasado él: la pasión.
No basta decir «voluntad de Dios», o «Dios está con nosotros». Tengamos presente
que
Dios está con nosotros sólo cuando nosotros estamos con él, es decir cuando nos
colocamos en su mismo itinerario de pequeñez, de amor que acepta el riesgo de
ser
rechazado y no recurre jamás a la fuerza para imponerse.
Cuando se deja la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante
del
éxito, no nos engañemos: aquella no es la gloria de Dios, sino la mofa del
«adversario».
Jesús no tiene nada que decir sobre nuestra verdad. Pero con frecuencia tiene
bastante
que decir sobre nuestro modo de afirmarla.
Casi siempre nos puede aprobar en ortodoxia. Lo cual no impide el que tengamos
un
suspenso en mentalidad.
5. Algunos exegetas de gran fama sostienen que Mt se ha servido de la expresión:
«¡Quítate de mi vista, Satanás!», dirigida originariamente a Pedro,
retrotrayéndola al
episodio de las tentaciones en el desierto y dirigiéndola al mismo demonio. Se
trataría en
este caso de una transposición más bien inquietante y sobre la que, por
desgracia, si
observo dentro de mí, no puedo estar de acuerdo.
Es decir: para hablar del adversario, Jesús no tiene nada más que mirar en su
casa...
6 . Se dice pronto «mentalidad» según Dios y no según los hombres, pero no es
una
cosa que se improvisa. Ni fácil de aceptar.
Se trata de un largo y doloroso trabajo de purificación.
Es necesario que desaparezcan de nuestras agendas los cálculos de la prudencia
humana, los atajos de la facilidad, los itinerarios que tenemos la pretensión de
imponer a
Dios, las imágenes que nos hemos construido de él, de su gloria y de su honor.
Solamente cuando desaparecen nuestros «es mejor», «se podría», «sería oportuno»,
en
definitiva toda la gramática de las buenas maneras y de la comodidad, aparece
nítidamente
el «tiene que» de Dios. Y siempre es una sacudida de nuestro orgullo.
Pero todo esto no llega de improviso. El categórico «es necesario» de Dios se
sobrepone
y no se mezcla con mis palabras usuales -con el riesgo de quedar confundido con
ellas o
incluso engullido por ellas-. Ese es un imperativo que resuena sólo cuando se
callan otras
voces, cuando somos realmente pobres de espíritu, desprovistos de consejos que
dar a
Dios.
Ciertamente en este campo la seguridad no se consigue jamás.
Sin embargo, se pueden dar grandes pasos en esa dirección.
El primero consiste en reconocer que los pensamientos según la mentalidad de los
hombres no son los de los otros, sino los míos.
El segundo puede ser el miedo cuando parece que Dios está de acuerdo conmigo.
No. El
Dios que está de acuerdo conmigo no es Dios, sino su «enemigo». Y hay que
ponerse a
salvo.
CONFRONTACIONES
Cuando Dios es Dios
Dios es Dios en cuanto hace lo que el hombre no puede hacer: dejarse rechazar,
rebajarse y hacerse pequeño, sin dejarse invadir por un complejo de
inferioridad, que sería
en realidad una prueba del deseo opuesto, de la aspiración a una mayor grandeza.
Quien entiende la pasión del hijo del hombre ha entendido a Dios en ella y no en
el
esplendor celeste es donde se puede ver el corazón de Dios (E. Schweizer, Das
Evangelium nach Markus, Gottingen 151978).
Un cambio de rumbo decisivo
Los evangelios subrayan como un cambio de rumbo decisivo en la vida de Jesús, el
momento en que ha comenzado a anunciar abiertamente a sus propios discípulos que
debía sufrir y morir víctima de sus adversarios. Este momento coincide con la
confesión de
Cesarea: la revelación del Mesías no sería otra cosa que ilusión si se rechazase
el aceptar
su auténtico rostro, destinado al odio y a la muerte... Los evangelistas suponen
como un
hecho cierto y subrayan como una enseñanza fundamental, que Jesús tenía
conciencia de
la suerte que le estaba reservada y del sentido de ese acontecimiento. Hoy
nosotros nos
interrogamos sobre esta conciencia que nos parece constituir un atentado a su
humanidad
y a la realidad concreta de su vida y de su muerte. Si Jesús conoce ya
previamente lo que
va a sucederle, entonces todo estaba ya decidido para él, y su pasión sería sólo
un
momento terrible que hay que pasar, un túnel en el que ya se vislumbra la salida
con luz.
Pero esta perspectiva simplista no es la que dimana de los evangelios: la visión
que Jesús
tiene de su propia pasión, el anuncio que nos da es, por una parte, cierto,
porque se refiere
al hecho, dependiente de las previsiones y de las intuiciones naturales sobre el
desarrollo
del acontecimiento futuro, y misterioso, porque se refiere al significado de
este
acontecimiento.
Si se tienen en cuenta los procedimientos literarios y la composición de los
evangelios, el
lenguaje de Jesús que anuncia la propia pasión implica, sin duda, un acento y
realce únicos
y supone una conciencia cuyo misterio nos supera; sin embargo esta conciencia es
la de un
hombre y nosotros podemos acceder a ella {J. Guillet, Jesús devant sa vie et sa
morte).
(·PRONZATO-3/2.Págs. 13-26)
2-2
- PARA SEGUIR A JESÚS
Mc/08/34-09/01 Mt/16/24-28
Lc/09/23-27
SGTO/CAMINO-CR
No hay dos caminos
«El camino trazado por Dios al hijo del hombre determina también el camino del
discípulo,
de quien se adhiere a Jesús y le sigue» (K. Gutbrod). La figura del discípulo se
caracteriza
por un esfuerzo de conformidad con las elecciones, actitudes y estilo de vida
del Maestro.
No hay dos caminos. El único camino es el recorrido por el hijo del hombre. Al
cristiano no
se le permite inventar otro.
Las vicisitudes del hijo del hombre, en cierto sentido, deben prolongarse en la
existencia
de todos aquellos que se empeñan en vivir las exigencias del evangelio.
Desde el principio se da la circunstancia de que las palabras de Jesús no se
dirigen sólo
al grupo reducido de los suyos, sino también a la gente.
Todos están llamados a ser discípulos, es decir -si de privilegio se trata- a
entrar en el
círculo de los privilegiados de la cruz, siguiendo a Jesús. No hay dos
categorías de
cristianos. Aquellos a los que se pide más y de los que se pretende menos. Las
exigencias
de Cristo son iguales para todos.
Estos «dichos» constituyen la verificación más comprometida de la distinción
entre el
pensar a la manera de Dios y el pensar a la manera de los hombres. Es una
distinción que
no puede definitivamente tranquilizar a nadie (los pensamientos, de hecho,
pueden pasar
fácilmente de un campo a otro) y que quiebra muchas otras menos comprometidas y
más
rígidas.
Cristo había presentado su propio destino en tres momentos: ser rechazado,
muerte,
resurrección.
Luego la trayectoria del discípulo debe tocar estas tres fases. Puede
encontrarse en
contraste con la mentalidad corriente y ser rechazado a causa de su testimonio
por Cristo.
También se indica un elemento de muerte (comenzando por la muerte del propio yo,
para
llegar a «dar» la vida). Y existe también la «glorificación», siempre que el
discípulo no se
avergüence jamás ante nadie de su propia pertenencia al hijo del hombre.
Esta trayectoria se expresa en cinco «dichos». Son máximas que Cristo
probablemente ha
pronunciado en momentos y situaciones diversas y que Mc ha puesto juntas en un
perfecto
trabajo de montaje. Incluso la colocación (después de la confesión de Cesarea y
el primer
anuncio de la pasión) resulta particularmente atinada.
Se tiene la impresión de que se encuentran en el lugar exacto y sirven para
ilustrar
perfectamente este concepto: la revelación progresiva del misterio relativo a la
misión de
Jesús, se desenvuelve paralelamente con la revelación de itinerario que deberá
seguir el
discípulo.
Son cinco sentencias que expresan otras tantas consecuencias de un compromiso de
fondo que podemos expresar con el término «fidelidad».
Examinémoslas detalladamente, una a una.
1. Renuncia y cruz (v. 35) ABNEGACION/QUÉ-ES NEGARSE/QUÉ-ES
¿Qué significa renegar de sí mismo? Literalmente el verbo quiere decir «no
reconocer»),
«considerar como extranjero», «no tener nada que ver con alguien», «desaprobar».
Viene a la mente la escena de la negación de Pedro: «No conozco a ese hombre» (Mc
14, 71).
Se subraya aquí la exigencia de no reconocerse más en aquello que se ha sido
hasta
ahora, no querer saber nada de un sí mismo con intereses concretos, ideales,
valores. Es
decir, un cambio radical en la propia vida, que toca al ser en su profundidad.
Algo así como
«pero vivo... no yo» (Gál 2, 19). Una especie de «descentramiento y libertad de
sí mismos»
(R. Fabris), que lleva a establecer otro centro de la vida que no sea el yo.
Como puede verse mucho más que un simple «perderse de vista a uno mismo», como
interpretan algunos. No. Se trata de una orientación absolutamente nueva de la
existencia,
con consecuencias incalculables.
Dice E. Schweizer: «Se quiere indicar una libertad de sí mismos y de todas las
seguridades (bien sean bienes terrenos o la consecución de una recompensa
celeste), en
la que no se quiere ya reconocer al propio yo; una libertad que es posible en
donde el
hombre se abandona completamente a Dios. Pablo la llama crucifixión de la carne
en una
vida según el Espíritu (/Gá/05/24 s). Juan un ser nacidos de los alto y no de la
carne (3, 5
s). Algo parecido ha ocurrido cuando los discípulos han abandonado barca,
familia, oficio
de recaudadores, para recibir la oferta de una nueva vida siguiendo a Jesús.
Sólo con esta
actitud se puede captar un discurso que hable de Dios de modo no figurado».
E. J. Radermakers precisa: «Negarse no significa rechazar lo que Dios nos
concede ser,
sino precisamente aceptar el recibir la propia vida de él y llevar, día a día,
el peso de los
acontecimientos humanos, unido al de la voluntad salvadora de Dios».
Se trata precisamente de no conocerse más. Renunciar al propio proyecto para
asumir el
proyecto de Jesús, que da la vuelta a todas las valoraciones precedentes, toda
perspectiva
humana y deseo de autoafirmación. Es la verdadera conversión, la que toca las
raíces del
ser. que cambia la orientación de fondo de mi existencia.
CZ/LLEVAR: «Cargue con su cruz...» Es una de las expresiones más citadas del
evangelio. De tal modo se ha usado y abusado que ha sido vaciada de su sustancia
más
ruda. Así como la cruz puede convertirse en un objeto ornamental, así «llevar la
cruz»
puede convertirse en un modo de hablar, una frase que no cuesta nada
(pronunciarla se
entiende), de la que ha desaparecido el peso real del objeto que, en cambio,
debería doblar
la espalda.
Intentemos redescubrirla en su originalidad.
Antes de nada, el verbo utilizado indica el gesto de «levantar», «alzar».
Algún comentador retiene como anacrónico que Jesús hable aquí de cruz. En las
mismas
profecías de la pasión, incluso muy precisas, no se hace mención jamás de la
cruz. Sería la
comunidad primitiva que refiriéndose a la pasión de Cristo, habría añadido esta
exhortación
a la precedente de negarse a sí mismo.
Puede ser. Sin embargo, no hemos de olvidar que para los que escuchaban a Jesús,
la
imagen evoca una escena más bien frecuente y asumía a sus ojos los contornos de
una
realidad cruel en toda su evidencia. Muchos, sin duda, habían asistido al
espectáculo de un
condenado -malhechor o agitador político- cargado con el peso de la cruz (el
madero
transversal) que se encaminaba, entre dos filas de gente curiosa, hacia el lugar
del suplicio
para ser después clavado y alzado en el patíbulo en medio del escarnio de los
espectadores.
En esta perspectiva el discípulo es un condenado por la mentalidad de los
hombres, por
el buen sentido de los sabios, uno que puede ser objeto de abandono, expuesto al
linchamiento de los bienpensantes, considerado como un renegado, un fracasado o
peligroso para la sociedad y, por tanto, marginado, desaprobado, alejado de la
«ciudad»,
mandado a morir fuera de las murallas.
Algunos estudiosos observan una tautología en las dos frases «si alguno quiere
venir en
pos de mí»... «me siga». Me parece, en cambio, una llamada de Jesús a ponderar
bien la
decisión: antes de decidirte a ser discípulo, valora bien todos los riesgos que
corres,
examina las exigencias de semejante elección, toma conciencia de lo que te puede
tocar.
Se trata de algo extremadamente serio, no es un juego... Y ahora, si eres capaz,
sígueme...
2. Salvar o perder la vida (v. 35) V/SALVAR-PERDER
El término griego empleado -psyché- se traduce habitualmente por «alma». Pero
«esta
palabra puede indicar la vida física o la persona en sentido espiritual: aquí
parecen
entendidos y fundidos los dos significados» (G. Nolli).
Sería abusivo ver una contraposición entre cuerpo (mortal) y alma (inmortal), un
dualismo
típico de la filosofía griega, pero totalmente ajeno a la concepción
antropológica de la
Biblia. Si existe alguna contraposición, ésta se coloca entre vida «dada» a Dios
y vida
«tenida» para sí.
No olvidemos que Jesús no habla como un filósofo griego. La concepción semítica
del
hombre, en la que se inspira el Maestro, no es dualista, sino que considera la
persona
humana en su totalidad, alma y cuerpo juntos, la vida en su unidad.
El término hebreo correspondiente a alma puede ser nefes, que puede traducirse
por
vida y que es un término fundamental de la antropología bíblica.
Veamos, por ejemplo, lo que dice la Sabiduría:
«Quien me alcanza, alcanza la vida (nefes) y goza del favor del Señor. Pero
quien me
ofende, hace daño a su alma (nefes); los que me odian aman la muerte» (Prov 8,
35-36).
Cito solamente dos de las interpretaciones más acertadas del pasaje.
R. ·Schnackenburg: «... Su significado es el del hombre todo entero con su
exuberancia,
sus ganas de vivir, las propias manifestaciones de todos los días o, para
decirlo en
términos modernos, con la propia existencia. Quien únicamente se preocupa de dar
vueltas
a su yo o de poner a salvo su propia existencia por amor de sí mismo, perderá su
vida y
errará la meta a que esta tiende, sin esperanza de recuperación. En cambio,
quien estima
el seguimiento de Cristo mucho más que el vivir terreno y le sacrifica a éste
por aquel,
salvará la propia vida logrando con ella su verdadera meta».
·Schweizer-E: «En el seguimiento de Jesús aparece, por tanto, un cambio de
valores:
afirmarse a sí mismo lleva a la pérdida, renunciar a sí lleva a la ganancia de
la vida. La
palabra griega pyché así como su equivalente semita, significa tanto el alma
como la vida.
Es, por tanto, claro que no se puede sencillamente separar la vida natural y la
vida
religiosa. El dicho de Jesús afirma que la verdadera vida, incluso en el plano
terreno,
natural, se encuentra sólo en el don de sí mismos. Precisamente el que quiere
aferrar para
sí solo la vida, pierde la posibilidad de una auténtica vida que le haga feliz.
La vida, en el
sentido en que la ha concebido el Creador, sólo se puede encontrar en el don de
sí
mismos; sólo así es una vida libre, desinteresada, abierta, a la que Dios y el
prójimo tienen
acceso. Una vida de este género no cesa al morir, porque pertenece a Dios y él
permanecerá cercano incluso en la muerte».
El Talmud conoce una paradoja equivalente a la de Jesús: «¿Qué debe hacer el
hombre
para vivir? Morir a sí mismo ¿Qué debe hacer el hombre para morir? Vivir a sí
mismo». Lo
que es nuevo en Jesús es la motivación: «por mí y por el evangelio».
«Por el evangelio», usado en sentido absoluto, es una expresión exclusiva de Mc
y
puede considerarse un añadido propio. Quizá haya pensado en la comunidad
primitiva que,
a diferencia de los apóstoles, no estaba ya en relación personal con Jesús.
Es impresionante, sin embargo, la equivalencia entre «por mí» y «por el
evangelio». Pero
hay que explicar qué se entiende con esta última expresión. Explica J. Delorme:
«Observamos que aquí «evangelio» presenta el sentido dinámico de la acción a la
que es
necesario dedicarse. No se trata sólo de perder la propia vida por la fe en el
evangelio o en
el mensaje recibido, sino por el evangelio que nosotros debemos anunciar».
E. Trocmé: «No basta estar convencidos de la mesianidad de Jesús, sino seguir a
Jesús
por el camino al que lleva la gran noticia, es decir convertirnos nosotros en
evangelistas,
cualquiera que sea el precio. Recordando la misión de la que Jesús estaba
encargado, Mc
quiere arrancar a los lectores de una vana especulación y empujarles a esa
misión».
B. Maggioni, después de haber sintetizado la tarea del discípulo que consiste en
«proyectar la existencia en términos de donación, no posesión», pone en guardia
contra
otro tipo de interpretación dualista de este pasaje, según la cual sería
necesario «renunciar
a la vida terrena por la celeste, a los valores materiales en favor de los
espirituales. Nada
de esto. Jesús afirma que la vida entera, material y espiritual, se posee
únicamente en el
don de sí. Merece la pena insistir: Jesús no manda la renuncia a la vida -a esta
vida para
conseguir otra-, sino que exige que se cambie el proyecto de esta vida. No
renuncia a la
vida, sino proyección de ella en la línea del amor».
Como conclusión hay que decir que esta paradoja evangélica se puede comprender
sólo
a la luz del modelo ofrecido por la muerte y resurrección de Cristo.
3. El ganador del juego,
es decir, una elección entre plenitud y vacío (v. 36-37)
Refiriéndose probablemente a un proverbio popular, Jesús saca las consecuencias
de
los principios antes enunciados.
Si el seguimiento-fidelidad, si la vida-don representan el valor supremo, todos
los otros
valores palidecen o al menos están subordinados a este.
Sobre todo las riquezas, las conquistas terrenas, los éxitos mundanos amenazan
con
perder lo más importante, la única ocasión que se le ofrece al hombre: vivir en
plenitud.
Uno puede jugarse todo a la afirmación de sí mismo, al goce, a abrirse camino
por
cualquier medio, a apostar por sobresalir sobre los demás a cualquier precio. Y
puede
incluso tener éxito, según el parecer humano. Al final, sin embargo, se
encontrará con que
ha perdido la vida. El que apuesta sobre los bienes terrenos, resultará
necesariamente un
jugador que pierde, a pesar de la apariencia de éxito.
La muerte le sorprenderá con un cúmulo de cosas inútiles, con una vida fallida,
no vivida
verdaderamente, frustrada en sus objetivos esenciales.
Ha hecho el tonto, porque ha ganado todo lo que no sirve para la vida. Así, en
el juicio,
no tendrá nada que ofrecer a Dios para obtener una vida irremediablemente
«perdida» (v.
37). Este último versículo hace referencia al salmo 48:
«... nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate.
Es tan caro el rescate de la vida,
que nunca les bastará para vivir perpetuamente... {v. 8-10).
Hay que advertir que el término mundo (kosmos) en las palabras de Jesús no
indica el
mundo ordenado según la razón y los valores morales y religiosos, sino más bien
el
complejo de los valores económicos y sociales, los bienes materiales y las
alegrías que
procuran.
En la misma frase de Cristo se puede leer también la idea de que el dinero no
sirve para
adquirir la verdadera vida. Esta se compra sólo con la pérdida de sí.
Como se ve, el problema de fondo consiste en el ser o no ser del hombre, en una
vida
realizada o fracasada.
El que apuesta todo en el tener queda empobrecido en el ser, quien vive en el
horizonte
restringido de lo inmediato suprime el porvenir, la vida futura le está vedada.
Y todo esto
repercute necesariamente también en el presente.
Advierte justamente B. Maggioni: «Ninguna oposición entre alma y cuerpo,
espíritu y
materia. La oposición está entre el proyecto del hombre y el proyecto de Dios,
entre dos
modos posibles de realizar la existencia. No está en juego una vida por otra; la
elección no
es precisamente entre la vida presente y la futura. Está en juego toda la
existencia; la
elección entre una vida plena y una vida vacía. Puedes jugarte la existencia
apostando por
la posesión, en la lógica del tener siempre más; o bien puedes jugarte la
existencia
apostando por la solidaridad, según la lógica del discípulo. La primera
elección, a pesar de
las apariencias, contiene la negación de la vida: porque en su entramado más
profundo el
hombre está hecho de amor y no de soledad. La segunda, aunque aparentemente sea
un
fracaso, contiene la plenitud de la vida».
4. Reconocer para ser reconocidos (v. 38)
Aquí Jesús parece que da marcha atrás y hace referencia a la decisión inicial
del
discípulo.
Se trata de tomar posición en favor de Jesús. Y esta determinación no puede
cesar o ser
atenuada o puesta en discusión al verificarse situaciones desfavorables.
Quien se avergüenza o abochorna de Jesús ante los hombres -es decir no se
compromete por él- en el juicio también el hijo del hombre se avergonzará de él.
Quien, en
ciertos casos, no quiere saber nada con el maestro, tendrá la sorpresa de
encontrar a un
maestro que en el último día tomará distancias respecto de él. Es decir, la toma
clara de
posición en favor de Jesús, con todos los riesgos que comporta, determina y
decide el
destino último del creyente.
FE/TESTIMONIO: «La fe no es una cuestión privada y en modo alguno
obligante, sino que exige el testimonio en favor de Jesús y su reconocimiento
ante los
hombres, incluso cuando ello comporta dolor y muerte. La fe debe ser una fuerza
que rige
la entera existencia humana, no es posible deshacerse de ella como si fuese un
hábito
molesto al llegar la hora de la prueba» (R. Schnackenburg).
En este «dicho», la referencia al martirio, al testimonio supremo, no es algo
vago. Aquí
asume una cruda evidencia la necesidad de «perder la vida» a causa de Jesús.
La expresión «generación adúltera» significa «lejana de Dios».
La tradición bíblica habla de las relaciones de Dios y su pueblo en términos de
unión
esponsal. Por ello toda ruptura de los compromisos de la alianza se convierte en
infidelidad,
traición, prostitución.
De esa forma la fidelidad a Jesús se traduce esencialmente en el coraje de la
propia fe,
en la capacidad de confesarlo incluso cuando lleva consigo burlas, ultrajes,
persecuciones.
Quizá este «dicho» se refiere explícitamente al primero. De hecho, el hombre en
su
debilidad está más próximo a renegar de Jesús, a no reconocerle, que a renegar
de sí
mismo, especialmente cuando se vislumbran en el horizonte las amenazas de la
tormenta.
Es lo contrario de las exigencias del seguimiento. La adhesión a uno mismo
prevalece
con demasiada frecuencia sobre la adhesión al Maestro en situaciones difíciles.
5. El que ve el reino (9, 1)
La última máxima es la más difícil y continúa suscitando un sinfín de polémicas.
Jesús, cuando habla de algunos presentes que no gustarán o probarán la muerte
«sin
haber visto que el reino de Dios ha llegado ya con fuerza», parece entender un
acontecimiento inminente. ¿Se ha engañado? ¿Ha aproximado demasiado el tiempo de
la
venida «con fuerza»? En todo caso, ¿qué entendía con esta frase misteriosa y
desmentida
por la realidad de los hechos?
El que el «dicho» sea introducido por la fórmula típicamente marciana «y
añadió», indica
ya, que la unión con lo anterior es bastante problemática. Por otra parte, la
fórmula expresa
una afirmación solemne.
Alguno resuelve este espinoso problema refiriéndose al episodio de la
transfiguración,
que sigue inmediatamente. De esta forma, los tres apóstoles privilegiados serían
aquellos a
quienes es concedido ver el reino en el esplendor de su fuerza, sólo seis días
más tarde.
Algún otro sostiene que no se trata de una palabra auténtica del Señor, sino de
una
formulación de la comunidad necesitada de consuelo en medio de las pruebas más
atroces,
que hacían disminuir la esperanza y crecer la impaciencia en muchos cristianos.
Existen aún otras soluciones más convincentes. Cito algunas que me parecen
especialmente significativas.
J. Radermakers: «Desde aquí y ahora el hombre se juega el destino: toda acción
tiene un
valor decisivo para el reino y en la sucesión histórica de los compromisos de
cada uno, se
realiza la venida del hijo del hombre en la gloria del Padre. Adherirse a Cristo
significa, por
tanto, estar seguros de no gustar la muerte sin haber visto que el reino de Dios
ha llegado
ya con fuerza. No es una promesa de huida de la muerte física, sino una certeza
dada al
discípulo que se compromete a seguir al Maestro: la certeza de compartir desde
ahora su
sufrimiento y su muerte y de esperar de forma decisiva la fuerza de su
resurrección».
R. Fabris: «Antes de nada hay que considerar la honestidad de la tradición
evangélica,
que ha conservado una sentencia de Jesús a pesar de su obscuridad y la
contradicción con
la experiencia histórica. Segundo, el lenguaje usado es típico de la tradición
profética y
apocalíptica, por tanto, la interpretación tiene que tener en cuenta aquella
perspectiva y
mentalidad. Cuando los profetas quieren poner en evidencia la seriedad de la
respuesta
humana a la llamada de Dios o la certeza de la intervención divina, sobreponen
las
perspectivas de tiempo y espacio: Dios está aquí ahora.
«...En la sentencia de Jesús el acento está puesto en la seriedad o urgencia de
la
decisión y en el contraste entre el reino de Dios, que se revela de forma oscura
y embrional
en los signos, gestos y palabras de Jesús y su manifestación definitiva. La
colocación que
Mc ha dado a esta sentencia en el centro de su evangelio, después de la
revelación
histórica del proyecto de Jesús que culmina en su muerte y resurrección, nos
invita a no
congelar el reino de Dios en un venerable pasado de recuerdos, ni a alejarlo en
un
evanescente y fantástico porvenir, sino a tenerlo presente para dejarse plasmar
por su
fuerza crítica y estimulante. En el presente de la vida de sus discípulos, el
hijo del hombre
continúa su destino de muerte y resurrección; y en el presente histórico de la
comunidad, el
reino con fuerza determina la seriedad del compromiso y de la decisión».
E. Schweizer: «Para nosotros la dificultad viene dada por el hecho de que las
cosas no
han sido así, pero quien tiene una confianza viva en la intervención de Dios no
puede
rechazarlo en una lejanía infinita, como si no fuese algo para tomarse en serio.
Por esta
razón también los profetas han visto siempre el día del Señor en el futuro
inmediato y en
estrecha relación con los acontecimientos de la historia contemporánea, un poco
como
nosotros, mirando desde un punto panorámico, vemos las cadenas de montes, que
con
frecuencia distan muchos kilómetros una de otra, como si estuvieran todas
adosadas una a
la otra. Jesús no habla con la perspectiva de 9, 1, sino que enseñaba que el
acontecimiento
futuro se decide ahora, cuando la palabra de Jesús llega al hombre (8, 38). El
sentido de 9,
1 es el mismo: el hombre no debe engañarse respecto a la cercanía inminente de
Dios. La
forma del enunciado, sin embargo, que responde a la mentalidad de la época, no
puede ser
lo mismo que en nuestro tiempo».
Finalmente, me parece muy bella esta página de G. Dehn: «Hay que luchar con esta
afirmación hasta que honestamente se llegue a esta alternativa: o poner a Jesús
entre la
fila de sus compatriotas, con las ideas de su tiempo, que para nosotros son
completamente
extrañas, o ver en estas palabras la clave misma del evangelio. Precisamente el
acento
puesto en la proximidad del retorno nos indica de qué se trata. De esto: Jesús
no es el
punto culminante de un desarrollo humano-historico, ni siquiera el punto de
llegada de un
lejano futuro hacia el que la humanidad se esforzaría progresivamente, sino más
bien el
cambio, el fin de cada cosa, el principio radicalmente nuevo que viene de Dios.
Si hubiera
dejado su retorno para un futuro lejano, esto no habría significado para la
cristiandad
antigua nada más que lo que significa habitualmente para la mayor parte de
nosotros: la
última conclusión que corona un gran desarrollo religioso, es decir, en el
fondo, el espíritu
humano llegado a la posesión interior de sí mismo. Pero este no es el sentido
del mensaje
evangélico, que no quiere elevar al hombre sobre la cima de su conciencia
religiosa, sino
hacerlo descender de esa cima para ponerlo sólo ante la gracia de Dios. Nada nos
haría
comprender mejor este pensamiento que el anuncio de la venida de Dios,
inminente, no
situada en un futuro lejano, sino preparada en cada instante para abolir el
mundo de los
hombres tanto en lo que tiene de bueno y grande como en su maldad y en su
pequeñez,
para crear uno nuevo».
PROVOCACIONES
1. «Después llamó a la gente...» Lo sé, muchos no saben dónde colocar a esta
gente.
Dicen que no cabe, que no entra. Está fuera de lugar.
Estoy convencido, en cambio, de que la gente aquí es necesaria.
Por dos motivos.
En primer lugar, como testigo.
Los discípulos, además de estar comprometidos con Jesús, lo están con la gente.
Debe
ser revelado a todos el misterio de su misión.
Todos deben saber qué es lo que comporta, en cuanto a conducta, a
comportamientos
prácticos, seguir al Maestro.
Es justo que todos tengan a mano los elementos para juzgar quién es discípulo y
quién
aparenta serlo. Para distinguir quién tiene el nombre de Jesús en los labios de
quien tiene
la cruz sobre la espalda.
Todos son informados de que cualquier otro camino, fuera del recorrido por
Jesús, es un
camino abusivo, equivocado.
Así, el ser discípulo significa quedar expuesto al juicio y al reconocimiento de
la gente,
además de el del Maestro.
El desertor, gracias a estas informaciones, puede ser descubierto en todo
momento, a
pesar de los disfraces y los documentos en regla.
Cualquiera, a partir de ahora, tiene capacidad para acertar si uno sigue a Jesús
o sólo va
de paseo, si está de su parte o sigue sus intereses, si uno lo confiesa o no
tiene nada que
ver con él.
Dime a dónde vas y te diré quién eres.
Discípulo, el condenado a la libertad de un solo camino...
Pero la gente no es sólo la que está allí. Se pueden ver las innumerables
personas a las
que, en todos los tiempos, continúa dirigiéndose la invitación de Jesús: «Si
alguno quiere
venir en pos de mi...».
Yo también soy uno de aquella gente. También yo estoy «convocado», hoy. Llamado
a
tomar una decisión clara, hoy.
Invitado, sobre todo, a valorar las consecuencias de mi gesto, sabedor de que
este es un
momento «irreparable» que lleva lejos.
Quizá esperase que él me sacase fuera, a la fuerza, me echase a la espalda aquel
palo
transversal.
En cambio, él continúa repitiendo: «Si alguno quiere...» Por eso me siento
terriblemente
molesto. Si él quisiera por mí, en mi puesto, no pondría tantas dificultades.
Siempre estamos desprevenidos para una propuesta, cogidos de improviso ante una
invitación.
Ante alguien que no se impone por la fuerza, sino que respeta la libertad, no se
sabe
nunca qué hacer. Siempre se llega con retraso.
Mucho más si aquel no pretende algo para él, sino para ti. Esto complica
endiabladamente las cosas.
2. A pesar de todo creo que sé por qué dudo tanto en salir de entre la gente.
Jesús ha pronunciado cinco «máximas». Y yo espero la sexta, menos comprometida,
más
tranquilizante.
Ha indicado un camino. Pero yo espero que tenga uno de reserva para mí,
destinado a
los que tienen miedo de no ser capaces; un atajo que evite el punto escabroso,
aquel
«paso» peligroso, aquel encuentro desagradable.
En definitiva, una especie de examen de suficiencia -con menos exigencias- para
discípulos no muy dotados.
Este es otro modo de perder la vida, de dejar escapar la ocasión favorable el
esperar que
él mitigue las propias exigencias, cierre los ojos ante uno que no respeta las
reglas del
juego y evita el itinerario obligatorio.
Pero el que dice «si alguno quiere», es por desgracia el mismo que dice
«puedes».
Si no se mueve, si continúa únicamente «llamando» y esperando, es por que sabe
que
«puedo». Y esto es lo que me molesta. Esto es lo que no quiero.
¡Qué diferencia con muchos hombres que tienen poder! Estos, desde el momento que
tienen el poder, quieren. Diré que tienen solamente el poder de querer: de mí y
a mí. Yo
después, debo querer. Porque ellos quieren.
Jesús, en cambio, da la vuelta a las cosas. Debo ser yo el que quiere. «Si
alguno
quiere...». El poder queda en él. Pero es un poder-debilidad porque está
inscrito en una
lógica de amor y condicionado por mi decisión libre. En el sentido de que si yo
quiero (y
sólo si yo quiero) el poder en -el sentido de posibilidad- me lo ofrece él, me
lo pone él a
disposición.
No quiere por mí.
Pero está dispuesto a poder por mí y conmigo.
Lo contrario. Los hombres ponen el querer y pretenden de mí el poder.
Jesús pone el poder y espera de mí el querer.
Algo insoportable para quien busca siempre excusas para dispensarse del hacer.
Solamente que en el primer caso yo puedo tener todas las razones.
Mientras que con Jesús quedan abolidas las exigencias.
Quedándome perdido entre la gente puedo cultivar una vocación sin compromiso.
Con Jesús, por desgracia, estoy llamado a responder, gozosamente, a la
invitación.
3. No. No me prohíbe realizarme, no me impide afirmarme.
Sólo que la realización pasa a través de la renuncia, la afirmación a través de
la negación
de mí mismo.
Debo tener una personalidad, sin duda. Pero es la que recibo de él, en él.
Ciertamente, debo vivir en plenitud. Pero antes he de morir al vacío.
Jesús no me impide, de hecho, que me abra camino.
Sólo que el camino debo hacérmele con la cruz, no con otros medios.
4. «Pues quien se avergüence de mí y de mis palabras...».
Me parece que Jesús no ha previsto la malicia de cierta gente, sea dicho con
toda
reverencia.
Hay individuos que de palabra no se avergüenzan para nada de él.
Es más, tienen siempre su nombre en la boca.
En algunos casos, ese nombre les autoriza a dominar a los demás, a
instrumentalizarlos,
a hacerles chantaje, a juzgarlos (en contradicción con el discurso de Jesús, que
habla de
ser juzgados por causa de él y no de autorizar a juzgar a los otros en nombre
suyo...).
Existen personas que empiezan y acaban impecablemente un discurso en su nombre.
Sólo que dentro introducen falsedades, maldades, palabras lejanas al evangelio.
Cristianos que se declaran como tales, que no soñarían en renegar jamás de
Cristo, de
palabra. Pero que sus comportamientos no tienen nada que ver con su enseñanza.
Astutos que utilizan su nombre para sacar más partido a sus negocios.
Todos estos no se avergüenzan de él.
Y son condenados precisamente porque no se avergüenzan.
Un poco de sonrojo, una duda en utilizar ese nombre, sería el principio de la
salvación
para ellos.
5. La solución del enigma de 9, 1 no puede confiarse a los estudiosos, éste no
es su
campo; sea dicho sin ofensa.
Cada uno de nosotros posee la clave del misterio.
Cada uno de nosotros, si es honesto, debe reconocer que Jesús ha visto con
precisión,
no se ha equivocado en sus cálculos, no ha tenido demasiada prisa.
Somos nosotros los que pecamos de excesiva lentitud.
El no está adelantado; sino que nosotros vamos con retraso.
Si el reino no está cercano, la culpa es nuestra que estamos lejos, lo tenemos
distante.
Por parte de Cristo, el reino es siempre inminente, aquí, ahora.
Hoy quiere ofrecernos la posibilidad de gustar su poder, de captar su esplendor,
de
experimentar la realidad.
Solamente que nosotros hemos establecido que será «después»...
(Y tenemos incluso la osadía de sostener que no ha visto con precisión, que ha
exagerado, que no ha calculado bien las fechas. Es nuestro antiguo juego de
juzgar como
retrasos de Dios nuestras indecisiones, de retardar las citas decisivas y
después
lamentarnos porque no le vemos, de huir y después porfiar que él está lejano,
ausente...).
6. Quizá solamente desde esta perspectiva se aclara definitivamente el
significado de la
curación del ciego de Betsaida.
«¿Ves algo?...» (Mc 8, 23).
Si somos capaces de «ver» la cruz, no hay duda, estamos totalmente curados.
Y podemos comenzar a caminar.
7. El aspecto paradójico de estos «dichos» no está en su contenido: cruz, perder
la vida,
comprometerse por Jesús, arriesgar la propia existencia por él.
La paradoja consiste en el hecho de que, según la manera de pensar de Dios, a
todas
estas realidades escandalosas según la mentalidad de los hombres es necesario
darles un
nombre: vida.
El discípulo es un condenado a la vida.
El que carga la cruz a sus espaldas es quien se dirige hacia la gloria, el
poder.
El que entiende algo de esto es... cristiano.
CONFRONTACIONES
Un dinamismo paradójico de salvación
Incluso la psicología moderna reconoce que el dinamismo que conduce a la madurez
y
salva de la neurosis y descentramiento es una actitud oblativa. La vida retomada
en la
personalidad consciente y libre no es un bien que conservar para sí, sino para
dar. Pero
sólo el compromiso y la solidaridad radical con Cristo y su tarea histórica, que
se prolonga
en la comunidad, hacen posible al hombre este dinamismo paradójico de salvación.
No sólo
le hacen posible sino que le ofrecen el modelo y la garantía histórica: Jesús,
que se ha
desprendido de sí, de su vida, la encuentra en plenitud en el esplendor de la
resurrección.
La misma ley y el mismo compromiso vale para el discípulo, que debe
continuamente
confrontar su fidelidad a Jesús y al evangelio con las persecuciones y las
resistencias
interiores (R. Fabris, Il vangelo di Marco, en I vangeli, Assisi 1978).
Un hombre sobre el que se ha hecho una cruz
Se podría entender esa expresión de Jesús en sentido muy genérico, partiendo de
la
imagen de la cruz: la cruz es un madero al que se clava otro, el transversal. El
seguidor de
Jesús es por tanto un hombre sobre el que se ha hecho una cruz. El hombre, en su
actitud
natural, no es una cruz, es más bien una cuña, no es un hombre sobre el que se
hace una
cruz, sino un hombre que se expande, que busca penetrar en la masa para ganarse
un
puesto.
El seguidor de Jesús no puede tener nada en común con este tipo de hombre. Para
él la
orden de mando no es: afirmarse, sino sacrificarse. El «renuncia a sí mismo».
Como Pedro,
al traicionar a Jesús, se obstina en su «yo no conozco a este hombre», así el
seguidor no
tiene ya nada que ver consigo mismo, no se conoce ya a sí mismo. Si se puede
hablar así,
es alguien que ha cambiado su orientación, que ha sufrido una conversión de 180
grados
en su actitud interior: ha perdido lo que en la vida de los hombres es el centro
de todo
pensamiento, el propio yo no le interesa ya .
Pero no se malentienda la imagen del hombre sobre el que se ha hecho una cruz:
no se
convierte en un hombre anonadado, cerrado, destruido. Las concepciones budistas
son
extrañas al pensamiento bíblico. Seguir significa recibir el don de la vida
eterna, que Dios
promete a quien ha renunciado a sí mismo (G. Dehn, Der Gottessohn. Eine
Einfurung in
das Evangelium des Markus, Hamburg 6. 1953).
No cualquier cruz
La cruz no es el mal y el destino penoso, sino el sufrimiento que resulta para
nosotros
únicamente del hecho de estar vinculados a Jesús. La cruz no es un sufrimiento
fortuito,
sino necesario. La cruz es un sufrimiento vinculado no a la existencia natural,
sino al hecho
de ser cristianos. La cruz, no es sólo y esencialmente sufrimiento, sino sufrir
y ser
rechazado; y, estrictamente, se trata de ser rechazado por amor a Jesucristo y
no a causa
de cualquier otra conducta o de cualquier otra confesión de fe. Un cristianismo
que no
tomaba en serio el seguimiento, que había hecho del evangelio sólo un consuelo
barato de
la fe, y para el que la existencia natural y la cristiana se entremezclaban
indistintamente,
debía entender la cruz como un mal cotidiano, como la miseria, y el miedo de
nuestra vida
natural. Olvidaba que la cruz siempre significa ser rechazado... (D. Bonhoeffer,
El precio de
la Gracia, Salamanca 31983).
Está preparada, hay que llevarla
Está preparada desde el principio, sólo falta llevarla. Pero nadie piense que
debe
buscarse una cruz cualquiera... dice Jesús; cada uno tiene preparada su cruz,
que Dios le
destina y prepara a su medida. Debe llevar la parte de sufrimiento y de repulsa
que le ha
sido prescrita. La medida es diferente para cada uno. Dios honra a éste con un
gran
sufrimiento, le concede la gracia del martirio; a otro no le permite que sea
tentado por
encima de sus fuerzas. Sin embargo, es la misma cruz. Es impuesta a todo
cristiano (Ibid.).
Varias cruces
Estará bien que la teología de la cruz aprenda a distinguir, conforme a lo que
se dice de
la cruz de Cristo, que murió por los impíos, entre las siguientes realidades:
1. Entre la cruz apostólica de la implantación de la obediencia a la fe en un
mundo lleno
de ídolos, demonios, fetiches y supersticiones.
2. Entre la cruz de los mártires, que testifican corporalmente ante los
dominadores del
mundo el señorío del Crucificado,
3. Entre el sufrimiento del amor a los abandonados, despreciados y traicionados,
4. Entre los «sufrimientos de este tiempo», el gemido de la criatura
esclavizada, la tristeza
apocalíptica de un mundo impío.
La teología de la cruz tiene que hacer estas distinciones, para descubrir y
realizar las
relaciones de un modo auténtico y lleno de esperanza en el sentido de la
liberación
escatológica del mundo. El cristiano se encuentra en el entretejido de estos
cuatro
sufrimientos distintos, teniendo que representar en ellos teórica y
prácticamente el
significado de la cruz de Cristo, si es que quiere responder adecuadamente a la
cruz sobre
el Gólgota en el horizonte del mundo (J. Moltmann, El Dios crucificado,
Salamanca 2.
1977).
(·PRONZATO-3/2.Págs. 27-43)
2-3
- LA TRANSFIGURACIÓN
Mc/09/02-10 Mt/17/01-09
Lc/09/28-36
J/TRANSFIGURACION
En la montaña los instrumentos «enloquecen»
Lo confieso. Esta vez los estudiosos me han desilusionado. Este episodio les
resulta
embarazoso, les aparta de sus perspectivas habituales. Se diría que se
encuentran
cansados, sin resuello para subir a este «monte alto». Y una vez que han llegado
arriba, los
instrumentos «enloquecen», no sirven para medir la luz y para registrar la voz.
No quisiera ser injusto con ellos. Pero tengo la impresión de que del episodio
de la
transfiguración pasarían de largo con gusto. Existen excepciones, naturalmente.
La lástima es que el Señor decide a causa de las exigencias de la propia misión
y de sus
discípulos y no parece preocuparse demasiado de las molestias causadas a quienes
deberán comentar ciertos acontecimientos.
Les vemos discutir sobre la naturaleza del episodio: hecho real, alucinación,
sugestión de
los discípulos, visión parecida a la de Juana de Arco, leyenda, narración
simbólica...
No vamos a examinar las distintas hipótesis. Me limitaré a una consideración
elemental.
Toda interpretación que se proponga tiene necesidad, para sostenerse, de
eliminar
alguna parte de la narración que no está de acuerdo con la explicación aducida.
He intentado hacer un experimento sencillísimo: tachando, uno a uno, todos los
elementos
«inconciliables» con las distintas tesis, se descubre finalmente que de la
narración se salvan
solamente los nombres de Jesús, Pedro, Santiago y Juan, además de los de Moisés
y Elías
(pero estos últimos encuentran dificultades de colocación).
¿No sería mejor, entonces, aceptar sin tantas complicaciones, el hecho histórico
que
además tendría la ventaja de estar de acuerdo con todos los detalles de la
narración?
Por supuesto no es necesario ser ningún experto para darse cuenta de que las
palabras
de Pedro, con su timbre de ingenuidad, se asemejan bastante a su temperamento y
no se
adaptarían a una narración en clave mitológica o simbólica (por otra parte, en
caso de
invención se esperaría el apelativo «Señor» y no «Maestro» como se encuentra en
la
narración de Marcos). Esa frase tan espontánea, tan «equivocada», tan fuera de
lugar,
como ciertamente el comentario no muy lisonjero que provoca («no sabía lo que
decía»), se
adaptan perfectamente sólo a un episodio acaecido realmente y que es narrado tal
como ha
sucedido.
Incluso la duda, propuesta por alguno, de que se trata de una aparición pascual,
«anticipada» aquí por Mc por razones teológicas, se deshoja en distintas
lecturas de los
textos. En aquellas apariciones, de hecho Jesús ocupa totalmente la escena en el
papel de
protagonista, en el sentido de que es él quien interviene, habla, explica,
pregunta, actúa.
Aquí en cambio no actúa (el verbo es significativamente pasivo), sólo habla
después que ha
pasado todo, no existe ningún anuncio de la pasión, muerte y resurrección.
Finalmente, los hay que niegan la autenticidad de esta página resaltando que la
narración
evangélica sufre aquí una brusca interrupción. Cualquiera de nosotros puede
darse cuenta
de que si se parte del v. 9, 1 se comprueba inmediatamente que la narración se
desenvuelve con mayor continuidad uniendo a este versículo la pregunta sobre la
venida
de Elías (9, 11 ) y saltando por tanto la transfiguración. Por lo que
efectivamente el episodio
interrumpe el hilo lógico de la narración.
El hecho es que el episodio reivindica la característica esencial de
«interrupción». Sólo
se le puede explicar en este sentido.
La transfiguración como interrupción
Bastará con una aproximación. Después de la vuelta de los doce, Jesús dice:
«Venid
vosotros solos a un sitio tranquilo y descansad un poco...» (6, 31).
Aquí tenemos: «... subió con ellos solos a una montaña alta y apartada» (9, 2).
Quizá no es casual la coincidencia entre el «vosotros solos a un sitio
tranquilo...» y este
«ellos solos a una montaña alta y apartada».
El motivo puede ser el mismo: el cansancio y la consiguiente necesidad de
descanso.
En el primer caso es el cansancio físico después de la misión apostólica. Aquí
es otro
cansancio, al que podemos dar el nombre de desilusión, abatimiento,
desconcierto,
incertidumbre. Jesús ha hablado con extrema claridad de la propia pasión y
muerte, ha
subrayado sin medias tintas la exigencia para los discípulos de recorrer el
mismo itinerario
doloroso.
El choque provocado por aquel anuncio debió ser fuerte y no había sido aún
asumido.
Los apóstoles tienen necesidad de «rehacerse», reanimarse, recobrar fuerza y
coraje, de
ser capaces de un «si» después de este cambio imprevisto. Así también en esta
circunstancia, como en la anterior, el descanso se da en torno al Maestro.
Que se trata de un reposo benéfico y agradable en todos los sentidos, lo
demuestra
Pedro, que querría prolongarlo quién sabe por cuanto tiempo.
Por tanto, interrupción-pausa en vista de un largo itinerario.
En este sentido se puede también interpretar la presencia de Moisés y Elías, dos
personajes que han tenido una experiencia excepcionalmente íntima de la
divinidad en
momentos dramáticos, de cansancio, incluso de crisis, de su misión.
Interrupción pero también inicio. El anuncio explícito de la pasión señala, como
hemos
dicho, un cambio decisivo en el ministerio de Jesús, así como en el seguimiento
de sus
discípulos.
Al comienzo de la primera fase se coloca el bautismo. Aquí la transfiguración.
Dos
manifestaciones epifánicas.
Los puntos comunes entre los dos episodios son numerosos. Sobre todo hay un
elemento central: la voz-relación. El Padre es siempre quien acredita a Jesús
como Hijo, el
amado (agapetos) y quien garantiza, por tanto, su misión divina. La única
diferencia es que
se pasa de la segunda persona («tú eres mi Hijo») a la tercera («éste es mi
Hijo»). En el
bautismo la revelación se diría que está destinada esencialmente a Jesús. Aquí
es, sobre
todo, para los discípulos, que tienen necesidad de ser «confirmados» para seguir
al
Maestro a lo largo de ese camino extraño a su mentalidad y a sus perspectivas,
que había
sido indicado hacía poco.
Muy bonito es el comentario de ·Dufour-LEON: «Es Dios quien responde al anuncio
de
la pasión que Jesús ha hecho un poco antes. Con ocasión del bautismo Dios había
declarado que Jesús, presentado ante Juan Bautista como cualquier otro pecador
israelita,
era auténticamente el propio hijo predilecto. En la transfiguración, a los
discípulos que
habían comprendido hacía poco cómo Jesús se atribuía el destino del siervo
sufriente, Dios
les confirma que es realmente su propio hijo».
Otro paralelismo digno de tener en cuenta. El episodio del bautismo va seguido
del de la
tentación por parte del diablo en el desierto. Después de la narración de la
transfiguración,
tenemos el episodio del muchacho epiléptico poseído por un espíritu mudo. En
ambos
casos, después de la teofanía, Jesús afronta las fuerzas del mal.
Las precisiones sirven para... esconder el misterio
Mc introduce el episodio con dos precisiones, una cronológica, otra de carácter
geográfico. Pero esto no satisface nuestra curiosidad, al contrario.
«Seis días después...» Es el único dato exacto dado por Mc en todo su evangelio,
si
exceptuamos el relato de la pasión. Pero esto no nos ayuda mucho.
Seis días después de qué. ¿Hay que partir de la proclamación de Pedro o más bien
del
anuncio de la pasión y resurrección?
Personalmente creo más probable esta segunda hipótesis, especialmente si se
considera
el versículo 8, 31 como el núcleo esencial del evangelio de Mc (1).
Tampoco la «montaña alta» es fácilmente identificable. La tradición
sucesivamente -a
partir sobre todo del siglo IV- ha creído reconocerla en el Tabor, que se
encuentra en
Galilea hacia el suroeste del lago, una colina que no supera los seiscientos
metros, pero
que ofrece una panorámica excepcional, desde la que se domina la llanura del
Esdrelón.
Observa R. Schnackenburg, que debe sentir debilidad por este lugar: «El monte,
que se
alza sugestivo desde una vasta altiplanicie (562 metros), da verdaderamente la
sensación,
a quienes lo suben, de llevarles hacia lo alto, fuera de las bajezas y del
bullicio de la vida,
cercanos al cielo, en un clima de soledad, de luminosidad y de espacio, muy
adaptado para
una semejante revelación del mundo celeste».
El único inconveniente que se presentaba en tiempos de Jesús eran las
fortificaciones
militares. A pesar de todo no debía ser muy difícil encontrar arriba un lugar
apartado.
Otros, en cambio, proponen el Hermón, no lejos de Cesarea de Filipo, por el
hecho de
que no se dice explícitamente que Jesús haya vuelto a Galilea. Este monte
tendría la
ventaja de una altura considerable, que se acerca a los tres mil metros. Pero la
referencia a
la presencia de los escribas (improbable en aquella región prevalentemente
pagana) en el
episodio inmediatamente después de la bajada del monte, hace tambalear un poco
esta
hipótesis.
Quizá el silencio de los evangelistas es consciente y tiene su significado.
También la
indeterminación del lugar sirve para conservar la característica de misterio que
es peculiar
de este episodio.
El único hecho cierto es que no es la colina sobre la que está construida
Jerusalén. Dios
ha rechazado el monte Sión, que hasta entonces había sido el lugar privilegiado
de la
presencia de Yahvé en medio de su pueblo.
Los tres discípulos son los mismos que serán testigos «adormilados» de la agonía
de
Jesús, en Getsemaní, epifanía de la humillación del hijo del hombre. También
habían
asistido a la resurrección de la hija de Jairo. «Siempre que aparecen como
comparsa en
estas escenas es porque se da siempre una revelación importante y secreta
concerniente a
la persona de Jesús. En estos tres pasajes se trata siempre de cuestiones de
pasión y
muerte» (G. Becquet).
Los elementos de la teofanía
Es evidente que la tradición primitiva, reviviendo el hecho histórico vivido por
Pedro,
Santiago y Juan, un hecho que para la iglesia de los primeros siglos adquiría un
significado
del todo particular, y debiéndolo conservar, no ha podido por menos de contarlo
sirviéndose
del esquema clásico ofrecido por las teofanías y por las revelaciones
apocalípticas.
He aquí los distintos elementos, característicos de este tipo de relatos:
-montaña (lugar privilegiado del encuentro con Dios, punto de contacto entre el
cielo y la
tierra)
-gloria
-presencia de personajes-testigos, como garantizadores de la verdad de la
revelación
-nube luminosa
-temor sagrado
-palabra reveladora.
Veámoslos más detalladamente.
El prodigio es expresado con el característico verbo pasivo «se transfiguró» (v.
2). La
expresión significa, literalmente, cambio de forma, de semblante. Indica, por
tanto, que
Jesús aparece bajo un aspecto diverso del habitual.
Pero es algo más que una irradiación de luz, como podía ser el caso de Moisés
cuando
bajó del monte con el rostro radiante. Jesús no refleja simplemente un rayo de
la luz divina.
Revela, más bien, su ser profundo, la propia naturaleza divina.
«Decir que Jesús se ha transfigurado significa expresar su vida íntima; la
realidad
profunda de lo que se transparenta a través de su humanidad» (G. Becquet).
VESTIDO/BLANCO BLANCO/VESTIDO La gloria de Jesús es expresada mediante el
candor deslumbrante de los vestidos. Mc no hace referencia a la cara.
El detalle «como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (v.3)
quiere
subrayar que esta luminosidad es de origen celeste. «Penetrando hasta los
vestidos, esta
gloria significa que la carne de Jesús es su vestido», como en el paraíso, antes
de la caída
{X. L. Dufour).
Estamos ante el fulgor de las realidades celestes. La gloria pertenece
únicamente a Dios
porque él solo es santo.
Algunos ven también un signo de las dos naturalezas asumidas por la persona del
hijo de
Dios: «Hoy, sobre la montaña, el que se había revestido de estas miserables y
tristes
túnicas de piel, se ha puesto un vestido divino, "la luz le envuelve como un
manto" (Sal 103,
2)» (san Anastasio el Sinaíta).
Jesús aparece como el «Señor de la gloria» (I Tim 3, 16).
Esteban podrá contemplarlo así durante el propio martirio y Saulo será
deslumbrado en el
camino de Damasco.
Pero de esta gloria pueden también participar los creyentes, llamados a
«revestirse de
Cristo» (Gál 3, 27).
Se realiza ya en esta tierra la profecía descrita por el Libro de Enoc para el
juicio
universal: «Y el Señor de los espíritus vendrá a habitar en medio de ellos. Y
comerán, se
sentarán y tendrán un sitio con este hijo del hombre. Y los justos y los
elegidos serán
levantados de su postración en tierra y serán revestidos con el vestido de
gloria. Porque así
será su vestido: el vestido de vida del Señor de los espíritus. Y su vestido no
envejecerá y
su gloria no pasará ante el Señor de los espíritus» (62, 14-16).
El blanco será también el color de los salvados. «Es el color de los seres
transfigurados,
de los santos que, purificados de su pecado, blanqueados con la sangre del
cordero,
participan del ser glorioso de Dios. Ellos forman la "blanca escolta" del
vencedor, multitud
inmensa y triunfante que exterioriza su alegría en una eterna fiesta de luz: el
cordero se une
a la esposa revestida de "lino de un candor esplendoroso"».
La liturgia ha adoptado siempre el lino blanco como vestido e impone una
vestidura
blanca al neobautizado que, por medio de la gracia, participa en la gloria del
estado celeste
con la inocencia y la alegría que eso implica.
Las figuras de Moisés y Elías aparecen aquí, no solamente porque estos dos
personajes
han subido a la montaña santa de la revelación (Horeb o Sinaí) y ni siquiera
porque, según
la literatura bíblica, eran esperados para el final de los tiempos. Sino que, a
mi juicio, estas
dos figuras sirven para concentrar mayormente la atención sobre el personaje
principal.
Jesús es la realización de las promesas de Dios, el compendio de la Ley, la
actuación de
las profecías. El plan de Dios encuentra en él su cumplimiento.
La «conversación» entre ellos quizá nos indique la continuidad del designio
divino, el
paso de la antigua a la nueva alianza. La arquitectura del plan divino de
salvación
encuentra aquí su perfecta unidad.
«Las dos grandes figuras del Antiguo Testamento se inclinan ante el hijo del
hombre; la
ley y las profecías rinden homenaje al evangelio» (Loisy) )
Pedro proyectista
La frase-planchazo de Pedro «Maestro, ¡qué bien se está aquí!», hay que
entenderla
sobre todo en el sentido literal según se desprende del texto original: es bueno
que
nosotros estemos aquí. Es decir, afirma la utilidad de su presencia junto a la
de los tres
compañeros para poder alzar tres tiendas. En definitiva, sería una propuesta
totalmente
natural, de hospitalidad.
Junto a esto, también es evidente un sentido de plenitud y de felicidad que
quisiera
prolongar. Es el deseo de «eternizar un momento privilegiado» (X. L. Dufour).
La tienda es entendida frecuentemente como habitación de la divinidad (Ex 26,
7).
Podemos pensar en la intención de David de construir a Dios una vivienda
semejante a la
propia casa.
Hay algunos que vislumbran una referencia a la fiesta de los tabernáculos o de
las
cabañas. Era la fiesta por excelencia de los hebreos y duraba siete días. Al
principio era
una celebración agrícola, que más tarde se transformó incluyendo el recuerdo de
un
acontecimiento salvífico (la estancia «bajo las tiendas» durante el éxodo). Se
celebraba al
comienzo del otoño. Cada familia dejaba la propia casa e iba a habitar en
cabañas hechas
con ramas entrecruzadas y no bajo las tiendas.
Se daba también una interpretación sugestiva en clave mística de esta
permanencia
familiar bajo las cabañas: «Desde el momento en que el hombre va a residir en
esta
morada, la Shekinah (es decir, la presencia de Dios) extiende las propias alas
sobre la
cabaña y se instala allí en compañía de siete personajes bíblicos: Abraham,
Isaac, Jacob,
patriarcas, José el justo, Moisés el profeta, Aarón el sacerdote y el rey David.
Cada tarde el
fiel invita a uno, comenzando por Abraham y terminando en David. Estas almas
santas le
acompañan por turno durante los siete días que dura la fiesta. La cabaña reviste
de este
modo el aspecto de "templo de la espiritualidad"».
«No sabía lo que decía...». En otras palabras, lo que sucedía ante sus ojos era
incomprensible para él.
Pedro intervino sin que nadie le hubiera dirigido la palabra.
En cierto modo Mc excusa su salida intempestiva mezclando también a los demás:
«estaban tan espantados». Es el terror que atenaza al hombre ante las
manifestaciones de
lo divino.
La expresión es semejante a la que se empleará con ocasión de la agonía en el
Getsemaní: «y no sabían qué contestarle» (14, 40) Y repite un motivo muy grato a
Mc: la
incompresión de los discípulos.
«Las dos escenas están emparentadas: los mismos testigos privilegiados, el mismo
estupor ante la gloria y ante la humillación de Jesús. En los dos casos los
discípulos están
en presencia de un misterio incomprensible» (X. L. Dufour).
En vez de tiendas, hechas por mano del hombre, está la nube -obscura y luminosa-
que,
como en el éxodo, manifiesta la presencia de Dios en medio de su pueblo, la
indica y la
esconde al mismo tiempo.
«Se formó una nube que los cubrió con su sombra». Una especie de respuesta
divina a
la ingenua propuesta de Pedro. También los tres discípulos fueron «envueltos»
por la nube,
es decir fueron implicados en el acontecimiento.
Quizá la nube sirve aquí también para esconder parcialmente, una especie de
pantalla
protectora (un poco como la mano de Dios que cubre el rostro de Moisés en la
cavidad de
la roca), porque los ojos humanos no pueden soportar toda aquella luz.
Y salió una voz de la nube: "Este es mi Hijo amado, escuchadlo"» (v. 7).
La palabra celeste constituye el punto culminante de todo el acontecimiento.
Además de
renovar el reconocimiento divino del propio Hijo como en el bautismo, se inserta
un
elemento nuevo: «escuchadlo».
Se realiza aquí el anuncio profético: «Un profeta de los tuyos, de tus hermanos,
como yo,
te suscitará el Señor, tu Dios; a él le escucharéis» (Dt 18, 15).
Dios en persona ofrece la propia garantía a los representantes de los
discípulos: Jesús,
su hijo, el amado, es el profeta que deben escuchar (escucha-obediencia). Deben
tomar en
serio sus palabras, incluso cuando habla de sufrimiento. Deben seguirlo en un
camino que
a través de la cruz, conduce a la gloria.
Quizá en este momento Pedro comienza a comprender el absurdo de su palabra que
quería disuadir a Jesús de comenzar aquel itinerario doloroso.
«De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con
ellos» (v. 8).
Miraban alrededor porque probablemente esperaban aún alguna otra manifestación
excepcional. Pero volviendo a mirar a Jesús le encontraron «solo», no ya
triunfante sino en
su aspecto ordinario.
El velo que -como nota V. Taylor- está siempre extendido sobre la persona de
Jesús, ha
sido arrancado por Dios. Por un momento los apóstoles han vislumbrado el secreto
de su
grandeza. Ahora el velo vuelve a correrse.
La peregrinación continua. Pero a partir de ahora el camino será iluminado por
este rayo
de luz que han captado en el monte.
Hay que bajar. Quizá sea más costoso que subir.
Todo continúa como antes. Ellos continúan no comprendiendo («discutían qué
querría
decir aquello de "resucitar de entre los muertos"»).
Sin embargo, aquel rayo, unido a la luz que recibirán después de pascua,
constituirá un
elemento importante de la curación de su ceguera y les ayudará a familiarizarse
siempre
más con el misterio.
Las realidades dolorosas no son en ningún modo eliminadas, más bien confirmadas.
Sin
embargo, no podrán ya ser separadas de aquella luz.
Los apóstoles, sobre todo, se dan cuenta de que la experiencia hecha, a pesar de
ser
algo decisivo, no podrá jamás considerarse terminada.
PROVOCACIONES
1. No hay comparación. Mejor sin duda las páginas de san Juan de la Cruz que las
de
algunos estudiosos. Los místicos se encuentran mucho más a su aire en el monte
de la
transfiguración que los estudiosos. Sus balbuceos resultan mucho más
convincentes que
las doctas y complicadas explicaciones de los expertos.
Sobre el Tabor los contemplativos están en su ambiente familiar. Los exegetas,
en
cambio, se mueven con dificultad y no ven la hora de cerrar esta divagación
entre las
nubes.
El motivo me parece bastante evidente.
El estudioso parte del propio cerebro para penetrar e iluminar el misterio.
El místico parte del misterio para ayudar y esclarecer la propia inteligencia.
Por eso el primero ante el misterio se encuentra la obscuridad.
Mientras el segundo se siente aturdido, fuera de sí, pero con un exceso de luz.
El doctor se lamenta porque no se entiende nada y por eso se esfuerza por
explicar,
discutir, analizar, clarificar, sistematizar. El contemplativo normalmente
calla, porque lo que
vive no es expresable en palabras.
2. Extraño destino el de Pedro «proyectista». Se diría que no da una.
Traza para Jesús un camino «distinto», no siendo capaz de captar que el camino
está ya
trazado anticipadamente por Dios.
Propone la instalación de tres tiendas, sin darse cuenta de que la nube está más
adaptada para este fin.
Interpreta la señal como una señal de reposo (y quiere organizarse en tal
sentido)
mientras ésta constituye una señal de partida, una invitación a caminar
(mientras él no está
preparado).
No tenemos que escandalizarnos si aquí se añade otro rasgo característico del
discípulo:
además de ser «alguien que no entiende» es también «uno que no sabe lo que
dice».
No. No es cuestión de humillar al discípulo. Sencillamente se trata de precisar
y corregir
continuamente su posición respecto del Maestro.
«Escuchadlo».
Auténtico discípulo es el que sabe lo que dice el Maestro.
3. El rabí Judah solía explicar: «La luz que el Santo Bendito creó el primer día
debería
servir al hombre para contemplar el mundo de un extremo al otro. Pero el Santo
Bendito vio
la generación del diluvio y la generación de la torre de Babel, cuya conducta
era
degenerada; entonces decidió esconderla y reservarla a los justos para el mundo
futuro».
Señor, no pertenezco a la generación del diluvio.
Pero tampoco tengo la pretensión de estar en la categoría de los justos.
En cuanto a la torre de Babel hace tiempo que renuncié a ese proyecto.
¿Podrías darme una pequeña cantidad de esa luz que tienes escondida e
inutilizada? Me
sobra con poca. Una luz suficiente para desenvolverme en la confusión de mi
vida.
En el mundo futuro pienso que habrá suficiente luz. En el presente tenemos en
cambio
una terrible escasez.
Señor, reconocer que se está en la obscuridad ¿es ya un don de luz?
4. El equívoco de Pedro quizá tenga un nombre: separación.
El cree que la luz elimina completamente las tinieblas (pasión, humillación,
muerte,
sufrimiento). Y piensa que la obscuridad no tiene ninguna relación con la luz.
En definitiva entiende la propia existencia en términos o de luz o de obscuridad.
El episodio de la transfiguración sirve para hacerle comprender que la luz no
elimina
definitivamente las tinieblas. Aquella luz le ha sido regalada más bien para que
sea capaz
de caminar en la obscuridad.
¿Seré capaz de convencerme de que el cristiano debe llegar a la luz sin
pretender evitar
la obscuridad? ¿Que la luz es un punto de llegada, no un confort habitual? ¿Que
debo
recurrir a ella con mucha frecuencia no para estancarme, sino para salir y
afrontar el mundo
de la sombra y caminar en la esperanza de encontrarla?
Señor, haz que un rayo me baste para vivir sin miedo la noche interminable.
Que la memoria del acontecimiento sea suficiente para guiarme hacia el futuro,
sin dudar.
5. Es curioso cómo el hombre se preocupa siempre de construir una casa a Dios
que, en
cambio, ha descendido sobre la tierra precisamente para habitar en la casa del
hombre.
Mucha gente religiosa, cuando quiere honrar a Dios, cuando cree agradarle, no
encuentra nada mejor que construirle una iglesia. No se les pasa por la
imaginación que él
quiere instalarse en nuestra casa, en nuestra vida, en el centro de nuestros
«trabajos»
cotidianos.
«Dios tiene necesidad de metros cuadrados» se leía en un anuncio publicitario,
aparecido en los periódicos para la construcción de nuevas iglesias.
Es probable que se contente con menos y, al mismo tiempo, exija mucho más. El
corazón
del hombre es el «lugar» preferido por Dios. Y no es cuestión de ladrillos ni de
metros
cuadrados.
«No encontraron sitio en la posada» (Lc 2, 7). Hay gente que evidentemente se
siente
aún culpable de aquella descortesía y quisiera compensar.
Pero Jesús en este momento no acepta ya posada. La hospitalidad que pretende es
la
doméstica.
El proyecto de la tienda quizá responde al deseo inconsciente de tener a Dios a
distancia, circunscribir su presencia en lugares y tiempos bien definidos.
Pero él no sigue nuestro juego. Con la encarnación ha elegido otro juego, que es
más
bien serio, el de nuestra realidad de todos los días.
Me decía un cura viejo: «Créeme, el misterio más difícil de digerir no es el de
la Trinidad
-no cuesta nada-, sino la encarnación. Comprende, quien acepta tener un Dios
siempre
entre manos...».
Probablemente tenía razón.
Demasiados cristianos prefieren ir a buscar a Dios en su casa, más bien que
dejarse
encontrar por él en la propia habitación miserable.
Prefieren permanecer de rodillas por un cierto tiempo y después, una vez que se
han
levantado, hacer su vida sin el riesgo de encontrárselo cerca a cada momento.
Ciertamente, un Dios bajo la tienda no se interfiere ni estorba a nadie.
Permanecer con Dios en la montaña puede ser bonito.
La pena es que él desciende rápido. Nos lleva al asfalto, al olor de los tubos
de escape,
a la multitud que te pisa.
Y en medio de esa confusión, te lanza allí una propuesta: «Me gusta estar aquí»
(o «es
bueno que yo esté aquí contigo»). «Si quieres, entro bajo tu tienda...».
El sabe lo que dice...
Quizá por esto me molesta.
CONFRONTACIONES
Las dos caras del misterio
Tanto se trate del destino ejemplar del Maestro o de la suerte de los
discípulos, el
misterio es presentado con sus dos caras, tenebrosa y gloriosa.
Siempre los discípulos chocan contra la cara tenebrosa de la revelación y
siempre Jesús
permanece inflexible y asocia al propio destino, presente y futuro, a quien
quiera seguirle.
La situación está haciéndose trágica. La subida a Jerusalén que para Jesús es
indisolublemente una marcha hacia la gloria, es a los ojos de los discípulos un
camino hacia
la muerte. Lo que Jesús sabe en el secreto de su comunión con el Padre, los
discípulos no
llegan a comprenderlo. A pesar de todo lo que Jesús ha dicho y hecho en su
presencia,
ellos permanecen cerrados al designio de Dios, chocan contra el muro del
sufrimiento y de
la muerte, incapaces de superarlo para encontrar a Dios...
¿Cómo eliminar el escándalo? Manifestando el modo como superarlo: el único
camino
que Jesús abre a sus discípulos; al mismo tiempo proclama tanto la humillación
como la
gloria que seguirá...
...Muerte y resurrección, humillación y gloria: Jesús no separa las dos caras
del misterio
de la salvación; sus profecías no disocian los dos acontecimientos que deberán
suceder,
tanto para él como para sus discípulos. Pero, antes de pascua y de pentecostés,
hasta que
Jesús no haya asumido el escándalo viviéndolo de una manera típica, hasta que no
le haya
sido donado el Espíritu Santo, esta enseñanza permanece ineficaz; antes del día
que lo
verá atravesar las tinieblas de la muerte y levantarse en la luz de la
resurrección, Jesús no
puede realmente quitar el escándalo.
El Padre, sin embargo, tiene la posibilidad de dejar entrever la respuesta y
antes del
acontecimiento pascual hacer que los tres discípulos privilegiados puedan
contemplar, en el
espacio de un instante fugaz, la gloria misma de su Hijo (X. L. Dufour, Estudios
del
evangelio, Barcelona 1969).
La transfiguración, una confirmación
Podemos parangonar la transfiguración a lo que nosotros llamamos las
«confirmaciones», momentos claros que a veces encontramos en el viaje de la fe,
momentos gozosos dentro del cansancio cristiano. No son momentos que se
encuentran
automáticamente y en cualquier parte: hay que saber percibirles. Y, sobre todo,
no hay que
olvidar que su presencia es fugaz y provisional. El discípulo debe saber
contentarse. Estas
experiencias tienen que ser pocas y breves. Pedro deseaba eternizar aquella
imprevista y
clara visión, aquella gozosa experiencia. Es un deseo que manifiesta una
incomprensión del
acontecimiento, que no es el comienzo del definitivo, no es la meta, sino sólo
un anticipo
profético de ella. El camino del discípulo es aún el de la cruz. Dios ofrece una
confirmación,
unas arras: después hay que darle crédito sin límites (B. Maggioni, El relato de
Marcos,
Madrid 1982).
El discípulo no es un original
La escucha es lo que define al discípulo. Su ambición no es la de ser original,
sino la de
ser esclavo de la verdad, en actitud de escucha.
De acuerdo con toda la concepción bíblica, la palabra de Dios que hay que
escuchar no
tiene sólo un aspecto cognoscitivo, vehículo de ideas y conocimientos (en este
sentido
revela el plan de Dios: quién es Dios, quién somos nosotros, cuál es el sentido
de la
historia en la que estamos insertos); sino también, como consecuencia, un
aspecto
imperativo (lo que tenemos que hacer, la regla a seguir, el punto de vista que
hay que
asumir ante nosotros y ante la historia); finalmente la palabra de Dios es una
fuerza, una
promesa fiel que logra, a pesar de todos los obstáculos, su objetivo.
Comprendemos
entonces cómo la escucha de la que se habla es el resultado de la obediencia,
conversión
y esperanza. Requiere no sólo inteligencia para comprender, sino coraje para
decidirse: la
palabra que escuchas es de hecho una palabra que te envuelve y te arranca de ti
mismo
(Ibid.).
Dios deja los viejos métodos de enseñanza
A todas las peticiones para salir del silencio con revelaciones particulares,
Dios podría
ahora responder: «Como te he dicho ya todo en mi palabra, que es mi Hijo, no
tengo otra
palabra que pueda revelarte algo más. Pon los ojos en él, porque en él te he
dicho todo, te
he revelado todo. Más aún, en él encontrarás todavía más de cuanto pides y
deseas... Si te
fijas bien en él, encontrarás todo, pues él es toda mi palabra y mi respuesta.
El es toda mi
visión y toda mi revelación; todo por tanto ya ha sido dicho, respondido,
manifestado y
revelado, cuando yo os lo he dado como hermano, compañero y maestro, precio de
vuestro
rescate y recompensa.
Desde el día en que bajé con mi Espíritu, en el monte Tabor diciendo: «Este es
mi Hijo, el
elegido, en el que me he complacido: escuchadlo», yo he dejado todos los
antiguos
métodos de enseñanza y de respuesta; le he dado todo a él: escuchadlo, porque yo
no
tengo otra fe que revelar ni otras cosas que manifestar. Si he hablado antes de
que él
viniera, era para prometeros a Cristo; y si me preguntaban, siempre afloraba la
pregunta y
la expectativa de Cristo, de ese Cristo en que se encontraría todo, como declara
ahora la
doctrina de los evangelios y de los apóstoles (R. L. Bruckberger, La historia de
Jesucristo,
Barcelona 1966).
Te he regalado un rayo
Te he regalado mi voz, después... un rayo.
Me he manifestado a ti en mi amor como un resplandor.
Después me he convertido en pequeña nube que parecía de fuego.
Viniendo de arriba y parándome sobre tu cabeza,
te otorgaba sólo contemplar esta apariencia.
Consumía la opacidad de tu carne, la obscuridad de tu cabeza...
se difundió un olor, olor de carne quemada al fuego...
(Simeón el nuevo teólogo)
(·PRONZATO-3/2.Págs. 45-58)
.......................
1) Algunos ven una referencia a los «seis
días» de espera que pasó Moisés antes de la revelación en el Sinaí.
2-4
- DIÁLOGO SOBRE ELÍAS
CURACIÓN DE UN MUCHACHO EPILÉPTICO
Mc/09/11-29 Mt/17/14-21
Lc/09/37-43
MIGRO/HIJO-EPILEPTICO
Una corrección más
Al bajar de la montaña los tres privilegiados han recibido la imposición del
secreto. Esta
vez el silencio afecta a lo que han visto y está limitado a un tiempo: «hasta
que el hijo del
hombre resucite de entre los muertos».
Podemos preguntarnos por el motivo de esta orden. Lagrange dice que divulgando a
los
otros nueve el hecho de la transfiguración, sería aún más difícil el aceptar los
sufrimientos
del hijo del hombre. No es del todo convincente. Y mucho menos porque se podría
tranquilamente, con otros motivos válidos, dar la vuelta a la argumentación.
Será mejor dejar
esta orden, junto con el acontecimiento, envueltos en el misterio.
Queda, de todas formas, una comprobación válida para todos: sólo a la luz de
pascua es
posible comprender en toda la profundidad, en su significado más completo, y por
tanto
«divulgar», el hecho de la transfiguración .
Los apóstoles, siguiendo el hilo de su obscuro hablar sobre el sentido de la
expresión
«resucitar de entre los muertos», se enzarzan en una animada conversación sobre
el final
de los tiempos. Y. naturalmente, se comenta la opinión de los escribas según la
cual el
acontecimiento decisivo estaría precedido por la venida de Elías. Una discusión
semejante
debió darse entre la comunidad primitiva en contacto con ambientes judíos.
Preguntan, por tanto, a Jesús sobre este tema. La respuesta es sorprendente. La
opinión
es exacta. Pero es equivocado su modo de entender el papel de Elías. En realidad
Elías ha
venido ya, bien históricamente o bien en la figura del Bautista. Su tarea no
era, sin embargo,
la de «ponerlo todo en orden» (o sea, instaurar la paz), obteniendo consensos y
triunfos,
sino siendo maltratado (como le ha sucedido a Elías, cf. 1 Re 19, 2. 10) y
muerto (martirio de
Juan Bautista, Mc 6, 17-29). Advierte con agudeza J. Schmid: «El texto del
antiguo
testamento (1 Re 19) referido al Elías histórico, es decir, el relato de la
persecución de Elías
por parte de Jezabel, puede haber sido referido tipológicamente al Bautista, que
ha
encontrado en Herodías su Jezabel».
En la respuesta de Jesús, de todas formas, hay varias dificultades sobre todo en
relación
con el «está escrito». En efecto, en ningún pasaje del antiguo testamento «está
escrito» que
el hijo del hombre deba sufrir. Como tampoco podemos encontrar alguna alusión a
la
necesidad de que Elías en cuanto precursor deba sufrir (como hemos indicado, hay
sólo
una referencia a las «pruebas» que realmente encontró en su misión profética).
Más allá de estos problemas permanece el sentido de la respuesta de Jesús: si
Elías,
como vosotros pensáis, hubiese tenido la tarea de realizar una reconciliación
general, no
habría ya... puesto para un hijo del hombre despreciado y rechazado. En cambio,
el mismo
trato dado al precursor será destinado, en medida aún mayor, al Mesías.
Una vez más, en definitiva, Jesús se ve obligado a corregir las perspectivas de
los
discípulos en relación con su propia misión. Ellos se ilusionan con que el
Mesías deberá ser
acogido necesariamente por todos, para llevar a cabo su propia obra de
salvación.
Jesús, en cambio, se empeña en presentar al hijo del hombre como blanco de
persecución
y violencia, tanto en él como en quien le debía preceder.
«Ciertamente Jesús es el hijo del hombre, pero no según las esperanzas
apocalípticas.
El elude las aspiraciones sectarias que expresan necesidades de comprensión
religiosa. Es
el hijo del hombre glorioso, que viene como juez, pero a través de la condena y
de la
eliminación pública, lleva la cruz de todos los perseguidos de la historia, de
todos los hijos
de los hombres que aún continúan su destino; su justicia es la fidelidad y
solidaridad con
los hombres valientes y libres, con los que pierden su vida para salvarla» (R.
Fabris).
Una narración en tres cuadros
Sigue el episodio de la curación del chico epiléptico.
La narración de Mc es más detallada que la de los otros sinópticos. Menos
homogéneo
quizá desde el punto de vista literario (hay algunos hilos sueltos, algún
cosido; y también
varios dobles: la gente va corriendo dos veces, la enfermedad es descrita dos
veces por el
padre, dos veces Jesús interroga al padre...). Sin embargo no se puede negar que
está
caracterizada por una robusta estructura unitaria en cuanto a su significado.
La impresión que nos causa en una primera lectura es la de una narración
«dramática».
El diálogo, además, tiene una importancia particular.
X. L. Dufour distingue tres partes compuestas por algunos elementos idénticos:
una
escena y un diálogo dirigido por Jesús.
Puede invocarse en esta página de Mc la técnica cinematográfica, sin abusar
ciertamente
de ella.
Diálogo y lecciones a los discípulos se entrecruzan en el episodio. Hay una
narración de
una curación, pero también una magnífica catequesis sobre la fe.
He aquí la composición en las distintas secuencias:
Primer cuadro (14-19c)
La escena se abre con Jesús que cuando es visto por la gente, después de un
momento
de sorpresa, corre a saludarle. Sigue una pregunta de Jesús, por tanto su primer
diálogo
con el hombre.
Segundo cuadro (19d-24)
La escena comprende el encuentro directo de Jesús con el poseso que le han
llevado
delante siguiendo su indicación, y un segundo diálogo con el padre (21-24). Este
segundo
diálogo sirve para dar detalles de los síntomas del mal. Pero, en la segunda
parte, sirve
para que Jesús lleve al hombre de una fe aún débil a un acto de fe capaz de
obtener la
curación.
Tercer cuadro (25-29)
Es la escena que describe el exorcismo en sus distintas fases y en los
comentarios de la
gente, hasta el gesto de tomar de la mano al muchacho y levantarlo. Después la
escena se
presenta en el interior de la casa. Y aquí aparece un tercer diálogo con los
discípulos
(28-29), que sirve para precisar el significado auténtico del episodio.
Los protagonistas
La escena está llena de distintas personas que desempeñan un papel específico.
La gente. Este es un milagro hecho en público. La gente tiene un papel
importante de
testigo: testigo del fracaso de los discípulos, de la aparente muerte del
muchacho, de la
curación posterior. El triunfo de Jesús sobre Satanás queda patente a los ojos
de todos.
Los escribas. Son citados al principio, pero desaparecen en seguida. Quizá
fueron
capaces de sostener una disputa con los discípulos. Pero no están
suficientemente seguros
para enfrentarse con Jesús («¿De qué discutís?», v. 16). Sobre todo porque Jesús
responde con hechos.
Los discípulos. Están un poco en penumbra. Quizá sea el rubor del fracaso
sufrido lo que
les hace estar aparte.
El demonio. Parece una sola cosa con el muchacho poseso. De tal forma que el v.
18b
(«echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso») no se puede
distinguir si se
trata de acciones del muchacho o del espíritu inmundo. Es un espíritu mudo
(según el
diagnóstico del padre), pero también sordo (según la intervención siguiente de
Jesús).
Dotado de una fuerza espantosa. Pero, como los escribas, también tiene que
habérselas
con el «más fuerte».
El padre. Desempeña un papel de primer plano. Emprende un doble camino de fe:
hacia
los discípulos, y después desde los discípulos a Jesús.
Sin embargo, en su fe hay cabida para la duda: «si algo puedes...» (v. 22). El
diálogo con
Jesús sirve para conducirle a una fe más completa. Aquel hombre salta con una de
las
profesiones de fe más estupendas que se conocen y que ha merecido ser recordada
en
todos los comentarios del evangelio.
Jesús. El es, por supuesto, el verdadero protagonista de la narración. A él
corre la gente
cuanto lo divisa de lejos. A él se dirige el padre. Quiere que le lleven ante el
niño. En
efecto, es a él a quien llevan el epiléptico. Y también es Jesús quien pregunta,
se informa
de la situación, pone en evidencia su escasa fe, se muestra irritado...
Finalmente es Jesús
quien ordena al demonio, que en un primer momento parece salir victorioso en la
confrontación, porque deja al chico como muerto, pero realmente es obligado a
abandonar
la presa. Y de nuevo Jesús que levanta (¡resucita!) al muchacho. Hay que notar
que la
iniciativa de Jesús está muy acentuada especialmente en las narraciones de los
exorcismos
(como si quisiera jugar anticipadamente con el adversario). Y la escena final:
siempre Jesús
en primer plano que ofrece las explicaciones pedidas por los apóstoles.
Se diría que toda la narración, en sus numerosos detalles, encuentra su unidad
en la
convergencia de todos los elementos hacia la persona de Jesús.
Incapacidad de los discípulos, fuerza de la fe
«...Discutiendo con ellos» (v. 14). Hay una reunión de gente, la discusión debe
asumir
tonos más bien elevados. El tema se puede deducir tanto de la intervención del
padre -«he
pedido a tus discípulos que lo echen, y no han podido» (v. 18)- como de la
interrogación
privada con que concluye la narración -«¿por qué no pudimos echarlo nosotros?»
(v. 28)-.
Por tanto, probablemente, los escribas están poniendo en duda la eficacia del
poder
otorgado a los apóstoles.
No se precisa, en cambio, a quién se dirige la pregunta hecha por Jesús: «¿De
qué
discutís?» (v. 16).
Como nadie responde, se adelanta uno de entre la gente, que resulta ser el padre
del
epiléptico, el cual a las claras informa detalladamente al Maestro sobre el
hecho que ha
dado origen a la polémica, denunciando amablemente la incapacidad de los
discípulos (no
me parece que haya que hablar, como querría alguno, de una acusación impregnada
de
animosidad, ni mucho menos la intención de hacer recaer el reproche sobre el
Maestro), y
describiendo las manifestaciones del mal.
Mc hablará explícitamente de epilepsia. En efecto, los síntomas son claros. Son
expresados con cinco verbos: lo agarra, lo tira al suelo (y después también al
agua y al
fuego), echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso.
Ante un cuadro tan lamentable, sorprende en gran manera la respuesta de Jesús:
«¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros?, ¿hasta cuándo
tendré que
soportaros?» (v. 19). Se puede encontrar en la Biblia algún paralelo con esta
exclamación.
Podremos decir: el lamento y el desahogo del profeta.
El presente lamento-cansancio de Jesús no está en relación sólo con la situación
específica que tiene ante sus ojos, sino que abarca y casi compendia el conjunto
de su
misión, que va siempre a estrellarse contra la incredulidad de los hombres.
Comenta con mucha eficacia R. Schnackenburg: «Se diría que Jesús quisiera huir
de los
hombres y que está cansado, lo mismo que en otro tiempo los profetas se dolían y
se
mostraban exacerbados de tener que desarrollar su misión en medio de aquel
pueblo
recalcitrante (cf. Jer 5, 23; 9, 1s). El pesimista juicio de Jesús sobre sus
contemporáneos,
sobre esta generación que no tiene intención de convertirse (Mt 12, 41 s)
acumulando
culpa sobre culpa (Lc 1, 49 s) explica a la comunidad sus mismas experiencias
amargas y al
mismo tiempo se convierte en una admonición para no caer en la misma actitud de
torpeza
y obstinación.
«Por su parte Jesús, ante la resistencia y torpeza de los hombres, no se deja
sorprender
por una resignación pasiva, sino que permanece fiel a la divina misión de
anunciar la
salvación y de conducirla a cumplimiento. Un suspiro apenas perceptible, causado
por su
naturaleza humana, sale casi involuntariamente del corazón: él sufre ante esta
humanidad
y, sin embargo, se dirige inmediatamente a ella ofreciéndole una vez más la
misericordia y
el perdón. Es una invitación a los predicadores y, en general, a todos los
fieles, a no
rendirse ante la obstinada oposición promovida por el mundo circundante y a no
admitir
decaimientos dentro del propio corazón. Por esta razón Jesús hace que le lleven
ante el
chico enfermo...».
Es decir, después del desahogo, más que comprensible, a través del cual se
transparenta un rasgo de la humanidad de Jesús -y también su juicio preciso
sobre el
verdadero mal que debe afrontar y ante el cual, en cierto sentido, se siente
impotente, es
decir la incredulidad- Jesús se inclina de nuevo sobre las miserias del hombre.
Está
cansado pero sólo para comenzar de nuevo...
Depende de ti
El diálogo con el padre constituye una de las perlas del evangelio. Jesús quiere
que el
hombre tome conciencia de su poca fe. Y su pedagogía consiste en empujarle a
descubrir
que, para aumentar la fe, hay que darse cuenta antes de que no se tiene.
Por otra parte, la fe una vez más representa la condición indispensable para el
milagro.
En este sentido Jesús impide que el padre atribuya exclusivamente a los
discípulos la
responsabilidad de su fracaso. Tampoco él es capaz de curar al hijo a causa de
su
incredulidad.
«Si algo puedes...» (v. 22). Es decir, si realmente puedes, como dicen todos.
MIGRO/FE FE/MILAGRO Es significativo el que Jesús dé la vuelta a las partes.
Mira
que no depende de mí sino de ti.
Comenta en este sentido E. Bianchi: «Jesús no responde "tú deberías saber que
todo me
es posible" sino "todo es posible para el que tiene fe": Si tienes fe, todo es
posible para ti.
No desafía al padre sino que le hace una oferta: te basta creer».
Este se aferra inmediatamente a la oferta, aunque se da cuenta de su propia
debilidad e
implora que Jesús le ayude en su poca fe. En este momento parece casi que el
enfermo, a
quien hay que socorrer, sea él.
«El grito del padre revela su miseria: de esta nace su respuesta que quizá sea
la mejor
que pueda darse a esta pregunta. Quien se atreve a decir "yo creo" debe añadir,
al mismo
tiempo, que puede decirlo sólo como uno que tiene confianza en que Dios volverá
a
ayudarle a tener fe; que, por tanto, el sujeto último de esa fe puede ser
solamente Dios, no
"yo". Sólo siendo conscientes de la propia incredulidad se puede reconocer el
don divino de
la fe con alegría y con confianza; porque esta es cierta sólo cuando está
fundada sobre un
acto de Dios. La fe es, por consiguiente, una apertura incondicionada al acto de
Dios, una
firme espera por parte de quien, mirándose a sí mismo, podría siempre sólo
afirmar la falta
de fe, pero mirando a Dios reconoce, con alegría y certeza, que Dios vuelve
siempre a
sanar esa falta» (E. Schweizer).
En la narración de la auténtica y propia curación, Mc usa algunos términos que,
en la
comunidad primitiva, habitualmente eran usados al referirse al Jesús resucitado:
egeire, en
efecto, significa literalmente «despertar» y anistemi «resucitar». Por tanto, lo
despertó -de
hecho estaba como muerto y así aparecía a los ojos de la gente- y lo resucitó.
Además, el gesto de tomar de la mano al muchacho es el mismo que hemos ya visto
con
ocasión de la curación de la suegra de Simón (1, 31) y de la resurrección de la
hija de Jairo
(5, 41).
También hay que subrayar el verbo «increpar», que es típico de las narraciones
de
exorcismos, como si indicase que Jesús entabla una cerrada lucha contra el
adversario.
Por qué no han tenido fuerza
La escena final se desarrolla en casa. Y el diálogo es privado (v. 28). Los
discípulos, que
hasta entonces habían permanecido callados (probablemente aún humillados por no
haber
sido capaces de triunfar sobre un demonio mudo) ahora preguntan al Maestro sobre
las
razones de su fracaso.
¿Por qué no hemos tenido fuerza?
La pregunta es legítima desde el momento en que Jesús les había concedido
precisamente este poder (6, 7) y en otras ocasiones había dado resultado (6,
13).
Aquí se podría encontrar una dificultad imprevista en el hecho de que,
tratándose de un
demonio mudo y sordo, no se podía entablar un diálogo con él, que constituía un
elemento
fundamental del exorcismo.
Jesús, de hecho, admite que se trata de una raza particular de demonios, para la
que se
requiere una fuerza especial, que se puede obtener sólo con la oración (v. 29)
Algunos manuscritos añaden «y con el ayuno». Puede ser un añadido de la iglesia
primitiva. Aunque resulta perfectamente coherente con el espíritu de la
enseñanza impartida
por Jesús en esta materia.
En efecto, el ayuno es un signo muy elocuente de que Dios es nuestro alimento y
que él
solo puede saciar nuestra hambre, él solo puede venir en ayuda de nuestra
debilidad. No,
no sirve-como querrían algunos-para merecer la fuerza por parte de Dios. Esta es
un don
gratuito y no puede ser comprada con nuestras prácticas. Sin embargo, el ayuno
es signo
de nuestra espera y de nuestra esperanza.
«Abstenerse de comer durante todo un día, mientras se considera el sustento don
de
Dios, significa manifestar que se espera todo de él y no de los recursos
humanos» (X. L.
Dufour).
La Iglesia primitiva que luchaba a todas horas con una raza especial de demonios
que
intentaba «tirarla por tierra» y «acabar con ella» con el fuego de las
persecuciones, no
consideraba en realidad el ayuno como algo «extraño», sino como una necesidad y
estaba
convencida de su significado en relación con la oración.
Probablemente también hoy nosotros tenemos necesidad de recuperar este sentido
de
oración e incluso de ayuno, si no queremos encontrarnos faltos de fuerza.
Jesús no revela a los discípulos una técnica segura para exorcizar demonios,
pero ofrece
una enseñanza «aún más profunda, que invita a la comunidad cristiana a confiar
únicamente en Dios en todas las adversidades y necesidades. Será precisamente
dándose
cuenta de la debilidad de la propia fe, con la clara percepción de la propia
incapacidad,
como se producirá en la oración un auténtico acto de fe» (R. Schnackenburg).
PROVOCACIONES
1. «¿Hasta cuándo tendré que soportaros?».
En el lamento de Jesús hay ciertamente muchas cosas: la hostilidad de los
doctores de la
ley, la insaciabilidad de la gente en cuanto a prodigios, la incomprensión de
los discípulos,
la indiferencia y el rechazo de mucha gente.
Pero también soy yo la causa de este cansancio.
También yo formo parte de la «gente sin fe».
Yo, cansancio de Dios.
«¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros?».
Por supuesto hasta que desaparezca nuestra incredulidad.
«Traédmelo».
Te darás cuenta de que no puedes ir tan deprisa.
El médico tiene todavía mucho que hacer.
Por otra parte, Cristo no ha venido a la tierra de vacaciones.
La encarnación documenta la realidad de un Dios que está insatisfecho del
hombre.
Ha venido porque no estaba satisfecho.
Pedro estaba bien, arriba, en la montaña. «Maestro, qué bien se está aquí».
«¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros?».
Adelante, quizá sea este el momento para construir la tienda.
2. Es fácil reconocerse en el desahogo de Jesús. ¡Cuántas veces no hemos sido
atenazados por la desconfianza; nos hemos encontrado como vaciados por un
sentido de
inutilidad! Y hemos concluido que no valía la pena continuar, no había que
insistir, mejor
dejarlo en paz, para lo que se obtenía...
Solamente que Jesús, cuando está cansado, comienza de nuevo a luchar.
Mientras nosotros, muchas veces, nos sentimos cansados por el miedo de tener que
afrontar la lucha.
Tenemos que aprender también esta lección de Jesús que, cansado de los hombres,
hasta no poder más, comienza a trabajar para hacerles distintos.
«Traédmelo».
No puede soportarnos más.
Por eso decide mirarnos un poco más de cerca.
3. Pienso en aquel padre. Suerte que su hijo ha sido liberado. De otro modo,
aquella
tarde, al volver a casa, no habría podido decir que aquel Maestro y sus amigos
no habían
sido capaces de curarlo. Tendría que haber admitido: es culpa mía.
Yo, en cambio, puedo coleccionar, impertérrito, fracasos en serie, fallar en
todos los
frentes. Pero siempre hay algo o alguien a quien echar la culpa. Jamás una sola
vez se me
pasa por la imaginación que lo que ha sucedido puede ser debido a mi poca fe.
Capaz de llamar a Dios en ayuda por los motivos más diversos.
Ni una vez le he llamado en ayuda de mi incredulidad.
Sin embargo, si la fe significa estar unidos a él, la falta de fe, reconocida,
no es lejanía de
Dios, sino un acudir de Dios hacia mí.
No me siento seguro porque creo.
Puedo estar seguro sólo cuando Dios viene en ayuda de mi incredulidad.
4. Los discípulos se ilusionaban ya con creerse los poseedores de un poder del
que
habrían podido disponer casi automáticamente -y autónomamente- en cualquier
ocasión.
El fracaso y la sucesiva lección del Maestro les convence de que no basta haber
recibido
un poder para que este se revele necesariamente eficaz. Sin fe, sin oración y
sin ayuno, es
decir, sin una referencia continua a Dios, sin una dependencia total de él el
poder no sirve.
Permanece como bloqueado. Le tienen, pero no son capaces de actuarlo. Lo usan en
nombre propio. Es decir, lo usan en vacío.
Mis incapacidades, en el fondo, son faltas, en el sentido literal del término:
faltas de fe y
de oración.
Yo soy capaz solamente en Dios.
CONFRONTACIONES
La obstinación, grandeza de Dios
«¡Gente sin fe! ¿hasta cuándo tendré que estar con vosotros?, ¿hasta cuándo
tendré
que soportaros? Traédmelo». Esta primera palabra de Jesús no está dirigida sólo
al padre,
sino también a los discípulos y a la gente. Ni siquiera se limita al caso
preciso: parece, más
bien, una valoración de todo lo que Jesús ha hecho hasta ahora. ¿Qué resultado
ha dado
su predicación, su paciencia, los muchos signos realizados? Ninguno. Los
discípulos no
tienen la fe suficiente para echar un demonio (¡pobres discípulos perennemente
derrotados!). La gente está ávida de prodigios, como siempre, pero a pesar de
haber visto
muchos no entiende nunca la lección. Los escribas tienen siempre pruebas -parece
verles
sonreir con suficiencia ante la inútil tentativa de los discípulos- para ponerlo
en discusión.
El reproche de Jesús no significa rabia y mucho menos maravilla, sino más bien
sufrimiento
y cansancio. Algunos comentaristas perciben en la exclamación de Jesús una
alusión a
algunos textos célebres del antiguo testamento, como Is 42, 14; 46, 4; 63, 15.
Es el lamento
del profeta que se siente cansado de su situación -una situación que parece
repetirse sin
fin, monótona, sin salidas- y desilusionado ante Dios que esconde su poder.
Pero con todo esto Jesús comienza de nuevo: no se retira, no rechaza su ayuda.
Dice:
traédmelo.
En esta obstinación está la grandeza de Dios (B. Maggioni, o. c.).
La fe no es el producto del esfuerzo humano
Jesús subraya el «si puedes» del padre, para descubrir el sentido: La
posibilidad de Dios
no tiene otros límites que la condescendencia del hombre, la cual también es un
don que
hay que recibir. La fe recibe su fuerza de Dios, cuyo poder se manifiesta en la
debilidad
confiada de los creyentes, arrancando el grito: ««¡Creo, ayuda a mi poca fe!»
(9, 24).
¿Contradicción o paradoja? Nada de todo esto. Sino el descubrimiento de que la
fe es un
don que hay que acoger en medio de titubeos y dudas, más que el producto del
esfuerzo
humano. Es la palabra de Dios acogida, confiada a la tierra como una semilla,
destinada a
un crecimiento, a un florecimiento insospechado: lo que es imposible para el
hombre, lo
puede hacer Dios (Radermakers, n vangelo di Gesù secondo Marco, Bologna 1975).
Qué es fe FE/QUÉ-ES:
Fe es creer que allí donde el hombre comprueba sus límites, su impotencia, su
pecado,
Dios puede manifestar su poder. Fe es, por tanto, cesar de confiar en el hombre
para poner
la confianza en Dios...
...La fe es el acto con el que el hombre renuncia a contar consigo mismo, a
buscar su
realización, a fiarse de sí mismo y se declara pronto a recibir todo de Dios.
No es, pues, el hombre quien a través de la fe actúa sobre su salvación, sobre
su vida:
es Dios el que actúa. Pero el acto de fe es necesario para la intervención de
Dios y Jesús
une ambos: «tu fe te ha salvado». El hombre es incapaz de valorar la fe de forma
adecuada
y lo que el hombre llama poca fe, incredulidad, apistia , puede ser a los ojos
de Jesús ya
fe. La fe no es medible, pues la fe débil es ya fe en su totalidad: no es la
grandeza de la fe
la que obtiene el milagro, sino la potencia de Dios que obra en Jesucristo (E.
Bianchi,
Discepolato e Sequela, Spiritualità Bíblica n. 1, Comunità di Bose; apuntes
dactilografiados
y ahora recogidos en el volumen: Qualità e dignità della vita cristiana, Torino
1979).
(·PRONZATO-3/2.Págs. 61-71)