P. ÁNGEL PEÑA O.A.R.
SAN AGUSTÍN DE HIPONA,
EL BUSCADOR DE LA VERDAD
LIMA – PERÚ
ÍNDICE GENERAL
PRIMERA PARTE: INFANCIA Y JUVENTUD
Nacimiento de san Agustín.
Su madre. Infancia de Agustín.
Estudiante en Tagaste.
Estudiante en Madaura.
Regreso a Tagaste. Romaniano.
Estudiante en Cartago.
El Hortensio. Los maniqueos.
SEGUNDA PARTE: AGUSTÍN PROFESOR
Enseña retórica en Tagaste.
Muerte de un amigo.
De nuevo en Cartago.
Decepción de la astrología.
Decepción de los maniqueos.
Profesor en Roma.
Profesor en Milán.
San Ambrosio. Mónica.
Los neoplatónicos. Simpliciano.
Los dos relatos de Ponticiano.
TERCERA PARTE: CONVERSIÓN Y APOSTOLADO
La conversión. Casiciaco.
El bautismo. Éxtasis de Ostia.
Muerte de Mónica. Vuelta a África.
Agustín, sacerdote en Hipona.
Agustín obispo.
Fundador de conventos.
Agustín polemista.
a) Pelagianos. b) Semipelagianos.
c) Pelagianos. d) Semipelagianos.
e) Arrianos. f) Paganos.
Los malos católicos.
Pastor y guía de su pueblo.
Los pobres. Milagros.
Agustín místico.
Última enfermedad y muerte.
Milagros después de su muerte.
La Orden de san Agustín.
Escritos de san Agustín. Obras principales.
Pensamientos de san Agustín. a) La amistad.
b) El alma. c) La vida es una lucha. d) La ociosidad.
e) Libertad. f) Camino de la interioridad. g) Humildad.
h) El amor. i) Buscando a Dios.
Cristo. La Virgen María.
Sagrada Escritura. Iglesia católica.
Salvación de las almas. El cielo.
Citas famosas.
Orar con san Agustín.
Agustín, genio de Europa.
Mensaje a los hombres de hoy.
CRONOLOGÍA
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
San Agustín fue un incansable buscador de la verdad. Sentía en su corazón un hambre inmensa de ella y de la felicidad. Y buscaba la verdad en los filósofos de su tiempo y buscaba la felicidad en los placeres de la vida, especialmente en el amor carnal. Y no se sentía satisfecho. En su corazón había un vacío profundo que no le dejaba descansar en paz. Él no era de los hombres que se contentan con poco. Buscaba la plenitud, buscaba a Dios sin saberlo y, sólo cuando lo encontró, pudo por fin respirar y decir en las Confesiones: Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está insatisfecho hasta que descanse en Ti (Conf. 1, 1).
Él es un buen ejemplo para tantos hombres de nuestro tiempo que buscan también sinceramente la verdad, pero por caminos equivocados. Al igual que Agustín, quizás desprecian a la Iglesia católica o las santas Escrituras, pero fue por este camino por donde san Agustín llegó a encontrar a Dios y la verdad que tanto anhelaba.
Toda la vida de Agustín fue una continua búsqueda. Ni siquiera cuando encontró a Dios en la fe católica, se quedó estancado. Fue un caminante empedernido, siempre quería profundizar más en su fe y compartirla con los demás. Sentía verdadero celo apostólico para convertir a aquellos que estaban extraviados por los caminos del error como los pelagianos, donatistas, maniqueos, arrianos y paganos.
Agustín fue un peregrino por la vida, siempre en camino, que ha dejado a las generaciones futuras la gran noticia de que se puede llegar a conocer la verdad, pues ésta no es una meta imposible; y de que Dios es un Padre, que siempre nos espera y se hace el encontradizo donde menos lo esperamos. Pero sólo lo hallaremos por el camino de la humildad.
A tantos hombres que se quedan estancados o desanimados en el camino, les dice: Somos caminantes, camina siempre, avanza siempre. Si dices basta, estás perdido [1]. Canta y camina. No te extravíes, no vuelvas atrás, no te detengas[2].
San Agustín es un hombre siempre actual, el hombre de corazón inquieto y de corazón de fuego, dotado de gran simpatía personal e intenso calor humano. Por eso, decía: Hombre soy y entre los hombres vivo [3]. Mi corazón es un corazón humano [4]. Me gusta reír y disfrutar de la risa [5].
Se ha dicho de él que es el padre espiritual de occidente por la influencia universal de sus escritos en la espiritualidad cristiana de Europa. Si conoces a san Agustín, él te guiará a encontrar a ese Dios amoroso que te sigue esperando en el camino de tu vida.
ACLARACIONES
Al citar Conf. nos referimos a las Confesiones.
Enarrat. in ps. al libro Enarrationes in Psalmos o Comentarios sobre los salmos.
In Io. ev. tr. al Tratado sobre el evangelio de san Juan (In Ioannis Evangelium tractatus).
Posidio al libro de san Posidio, Vida de san Agustín, editado por la BAC, Madrid, 1979.
INFANCIA Y JUVENTUD
NACIMIENTO DE SAN AGUSTÍN
Nació san Agustín, Aurelius Augustinus, el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, pequeña ciudad del norte de África, que actualmente se llama Souk Ahras, en Argelia, en los confines de Túnez y a unos 80 kms. de Hipona. En tiempos de san Agustín su pueblo tenía unos 35.000 habitantes.
Su padre se llamaba Patricio y era un pequeño burgués de escasos recursos que pertenecía al concejo municipal de Tagaste y era pagano, Agustín nos dice de él: Mi padre era un hombre sumamente cariñoso, pero también extremadamente colérico [6]. Lo envió a estudiar a Madaura, pensando en que continuara después sus estudios en Cartago. Dice: A mi regreso de Madaura ya se estaban haciendo los preparativos para un viaje más lejano, a Cartago. Estos corrían por cuenta de mi padre que vivía en Tagaste y era de una posición muy modesta, pero con un temple digno de todo elogio… ¿Quién no iba a alabar a aquel hombre que era mi padre que, por encima de sus posibilidades económicas, se gastaría en el hijo todo cuanto fuera necesario, tanto para un viaje tan largo como para los estudios que iba a realizar? Había personas mucho más ricas que no hacían igual por sus hijos. Cierto que mi padre no tenía especial interés en los progresos que yo pudiera hacer en tus caminos, Señor. Tampoco le preocupaba el problema de mi castidad. Lo que a él le importaba era que yo llegara a ser un personaje capaz de disertar [7].
Patricio murió el año 372, habiéndose convertido al catolicismo antes de morir, cuando Agustín tenía unos 18 años y estudiaba ya en Cartago, debido a la generosidad de su gran bienhechor Romaniano, pues su padre no había podido conseguir el dinero para que continuara sus estudios.
Por su parte, su madre Mónica había nacido probablemente hacia el año 331 de una familia católica y tenía unos 23 años cuando nació Agustín. Ella misma lo crió de sus propios pechos, lo que no era habitual entonces, y al recién nacido lo inscribieron entre los catecúmenos y le hicieron la señal de la cruz y le dieron la sal bendita [8].
No lo bautizaron porque era costumbre aplazar el bautismo hasta la edad adulta para que así pudieran borrarse todos los pecados, que seguramente iba a cometer. Pero su madre, desde niño, le hablaba de Cristo. Él nos dice: El nombre de Cristo lo había mamado piadosamente mi tierno corazón con la leche de mi madre, lo había mamado por tu misericordia, Señor, y lo conservaba metido en los más hondo de mi ser [9].
SU MADRE
Con relación a su madre refiere en las Confesiones: Tal como me contaba tu sierva a mí, su hijo, el gusto por el vino llegó a penetrar en mi madre de una manera solapada. Cuando sus padres, considerándola una muchacha moderada, la mandaban a sacar vino del tonel, ella después de sumergir el jarro por la parte superior de éste, antes de echar el vino en la botella, sorbía un poquito con la punta de los labios. Y no tomaba más porque sentía repugnancia del vino. Evidentemente no hacía este gesto incitada por la pasión del vino, sino más bien por esa libertad excesiva propia de la edad que hierve de impulsos juguetones y que en la infancia suelen ser reprimidos por la gente adulta. Sucedió, pues, que añadiendo cada día un poquito más a lo poquito de los anteriores —ya que el que se descuida en las cosas pequeñas, pronto caerá (Eclo 19, 1), vino a caer en aquella costumbre, hasta el punto de llegar a beber con verdadera avidez las copitas casi llenas.
¿Qué remedio podía aplicarse y que fuera eficaz contra una enfermedad oculta, si tu medicina, Señor, no vigilara sobre nosotros? ¿Qué es lo que hiciste entonces, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es cierto que te valiste de otra alma que le diera una reprimenda dura y aguda, como el bisturí de un médico sacado de tus reservas ocultas, y de un solo golpe operaste aquella gangrena? Cierto día, entre ella y la criada que solía acompañarla a la bodega, riñeron, como sucedía cuando estaban solas, y la criada le echó en cara su vicio calificándola con el ofensivo insulto de “borrachina”.
Herida en lo más hondo por esta injuria, reflexionó en la fealdad de su vicio, lo reprobó al instante y se libro de él. Al igual que los amigos corrompen con sus adulaciones, los enemigos nos corrigen insultando. Y Tú no les pagas, Señor, lo que por medio de ellos realizas, sino lo que ellos pretenden hacer. Lo que aquella criada pretendió hacer, en su arrebato de cólera con la señorita, fue exasperarla, no curarla. Por eso la injurió en privado. Y lo hizo en privado porque así les sorprendieron las circunstancias de lugar y tiempo, o para evitarse complicaciones personales por haber denunciado este vicio tan tarde.
Pero Tú, Señor, que diriges las cosas celestes y terrestres, que encauzas para tus fines las aguas profundas del torrente, que ordenas el flujo turbulento de los siglos, también te has servido de la fogosidad pasional de una persona para curar a otra, para que nadie, al considerar este caso, lo atribuya a su propio poder, cuando por sus palabras se corrige alguna persona a la que se pretende corregir [10].
Mi madre fue educada en la modestia y en la sobriedad, y estuvo sujeta más por Ti a sus padres que por sus padres a Ti. Tan pronto como llegó a la plenitud de la edad núbil, se le dio un marido al que sirvió como a su señor (Ef 5, 22). Se esforzó en ganarlo para Ti, hablándole de Ti con el lenguaje de las buenas costumbres. Con ellas la ibas embelleciendo y haciéndola amable y admirable a los ojos del marido. Toleró los ultrajes de sus infidelidades conyugales hasta el punto de no tener en este aspecto la más mínima discusión con él. Esperaba que tu misericordia descendiera sobre él. La castidad conyugal vendría como consecuencia de su fe en Ti.
Consciente de ello, mi madre había aprendido a no contrariarle cuando estaba con ira, no sólo con los hechos, sino ni siquiera con la palabra. Pero al verlo tranquilo aprovechaba la oportunidad para hacerle ver su comportamiento cuando su irritación se había pasado de la raya…
Las amigas, conociendo la ferocidad del marido de Mónica, estaban realmente maravilladas de que jamás se había oído el más pequeño rumor de que Patricio la hubiese pegado, ni de desavenencias domésticas que hubieran degenerado en líos ni por una sola vez. Cuando en confianza le pedían una explicación de este hecho, ella les indicaba su modo de proceder, tal como lo he dicho antes. Las que ponían en práctica este método, le quedaban agradecidas tras la experiencia. Las que no tomaban su consejo seguían sufriendo malos tratos.
Incluso su suegra se mostró irritada con ella, sobre todo en la época que siguió a su casamiento, debido a los chismes de unas malas criadas. Pero logró hacerse acreedora de sus respetos mediante su afabilidad y su continua tolerancia y mansedumbre. Se granjeó su simpatía de tal modo que ella misma denunció a su hijo que eran las lenguas intrigantes de las criadas las que perturbaban la paz doméstica entre nuera y suegra. Así que, después que él, sea por obediencia a su madre, sea para proteger el orden familiar y la armonía de los suyos, azotó a las criadas, ésta aseguró que éste era el premio que podía esperar de ella quien, bajo el pretexto de conseguir sus favores, hablase mal de su nuera. Nadie se atrevió en lo sucesivo a andar con chismorreos. Las dos vivieron en franca y suave armonía, digna de narrarse.
A ésta tu buena sierva en cuyas entrañas me creaste, Dios mío y misericordia mía (Sal 59, 18), le habías regalado también este hermoso don: siempre que le era posible se las ingeniaba para poner en juego sus habilidades pacificadoras entre cualquier tipo de personas que estuvieran en discordia. De la cantidad de reclamos ásperos que suele respirar el desacuerdo tenso y desagradable cuando afloran los odios fuertes por medio de un lenguaje lleno de amargura, mi madre no refería de una parte a la otra sino lo que sirviera para reconciliarlas a ambas.
Este bien no me pareciera tan grande si yo no tuviera la triste experiencia de tantas personas que (por no sé qué horrible contagio de pecado que se ha extendido ahora por todas partes) no sólo van a contar a los que están peleados lo que dijeron sus enemigos, sino que, además, añaden por su cuenta cosas que éstos no dijeron; cuando al contrario creo que un hombre que se califica de humano debería estimar como poca cosa limitarse simplemente a no fomentar ni aumentar las enemistades humanas, sino que debe tratar de eliminarlas mediante palabras de comprensión. Así lo hacía mi madre. Se lo habías enseñado Tú, maestro interior, en la escuela de su corazón.
Por último, también conquistó para Ti a su marido, que ya se hallaba en los últimos días de su vida temporal. Siendo ya creyente, no tuvo que llorar en él las ofensas que se vio obligada a tolerar antes de serlo. Además, era sierva de tus siervos. Todos cuantos la conocían, encontraban en ella motivos sobrados para alabarte, honrarte y amarte. Sentía tu presencia en su corazón por el testimonio de los frutos de una conducta santa.
Había sido mujer de un solo hombre, había reverenciado a sus padres, había dirigido su casa piadosamente y contaba con el testimonio de las buenas obras. Había criado a sus hijos volviendo a darlos a luz tantas veces cuantas les veía apartarse de Ti.
Finalmente, Señor, ya que como don tuyo permites que hablen tus siervos, diré que cuidó de todos aquellos que, antes de morir ella, vivíamos ya unidos en Ti, después de recibir la gracia de tu bautismo, y lo hizo de tal modo que es como si nos hubiera dado a luz a todos. Y se puso a nuestra disposición como si fuera hija de todos [11].
INFANCIA DE AGUSTÍN
Él nos dice: Siendo un niño, un día me subió de repente la fiebre como consecuencia de una oclusión intestinal y estuve en trance de muerte. Tú, Dios mío, que eras mi custodio, viste con qué empeño mi corazón y con qué fe solicité de la piedad de tu Iglesia, madre mía y madre de todos nosotros, el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Asustada mi madre carnal, que con más amor en su corazón puro me estaba dando a luz para la vida eterna, trabajaba atenta y preocupada para que fuese iniciado y purificado con los sacramentos de la salvación, para que recibiera el bautismo y, confesándote, Señor Jesús, para que se me perdonasen los pecados. Cuando, de pronto, comencé a mejorar.
Fue así como se quedó postergada mi purificación, como si fuera inevitable que la vida fuera ensuciándome de lodo y pensando que después del lavado bautismal sería mayor y más peligrosa la recaída en las salpicaduras de los pecados.
Por esa época yo era ya creyente, lo era mi madre y todos los de la casa, menos mi padre. Este no contrarrestó en mi corazón las influencias del amor maternal al extremo de llevarme a dejar de creer en Cristo, en quien mi padre no creía. Mi madre se preocupaba para que Tú, Dios mío, fueras mi padre e hicieras sus veces y en este punto contribuías a que ella fuera más fuerte que su marido a quien ella servía, aún siendo mejor que él.
Yo quisiera saber, como favor tuyo, Dios mío, si tal es tu voluntad, qué razones hubo para postergar mi bautismo. ¿Resultaba más provechoso darme rienda suelta para pecar o ponerme freno? ¿Qué explicación darle a la expresión, ahora tan de moda, y que de manera indiscriminada se escucha por todas partes: “Déjale que haga lo que le venga en gana, porque aún no está bautizado”? Cuando se trata de la salud corporal, no decimos: “Déjale que se agrave más, porque aún no está curado”.
¡Cuánto mejor hubiera sido sanarme cuanto antes, y que esta cura se hubiera llevado a cabo en mi persona por esfuerzo propio y de los míos, para que, una vez recuperada la salud de mi alma, estuviera a salvo bajo tu protección, ya que eras Tú quien me la habías dado!
Claro que habría sido mejor. Pero qué bien conocía mi madre el oleaje de las grandes tentaciones que me amenazarían una vez pasada la niñez [12].
Agustín desde niño dio muestras de vivo ingenio. Le gustaba jugar y destacaba como un líder entre sus compañeros. Su madre le instruía en la fe y él aceptaba sus enseñanzas con la sencillez de la niñez, que cree todo lo que les dicen los mayores. Su madre tuvo mucha influencia en él y toda su vida se sintió preocupada por su futuro, sobre todo desde que él tenía unos 18 años, cuando ella quedó viuda, al frente de la familia. Tuvo dos hijos más. Navigio, que le siguió a Agustín en su retiro de Casiciaco más tarde y que estuvo en su edad adulta a su lado; y Perpetua, que casada y con hijos, al quedar viuda, también se quedó al lado de Agustín, que la nombró Superiora de su primer monasterio femenino.
ESTUDIANTE EN TAGASTE
Agustín era un niño muy inteligente y estudió en Tagaste hasta los 11 años. Allí aprendió a leer, escribir y contar. Pero era un niño rebelde, desobediente y juguetón. Veamos lo que él mismo nos dice: Dios mío, ¡cuántas miserias y engaños experimenté cuando, siendo niño, se me proponía como norma de buen vivir la obediencia a mis profesores, para hacerme famoso y sobresalir en el Arte del lenguaje! Con este fin me mandaron a la escuela a estudiar las letras de cuya importancia no tenía yo, pobre infeliz, ni la más remota idea. Con todo, cuando era perezoso en aprenderlas, me ganaba buenos azotes. Este rigor recibía el apoyo de los mayores, muchos de los cuales que, cuando eran niños habían sufrido este género de vida, nos trazaron caminos tan difíciles por los que se nos obligaba a pasar, multiplicando de este modo el trabajo y el dolor de los seres humanos [13].
Y no es que me faltase memoria ni talento, pues Tú me habías dotado de ellos en abundancia para la edad que tenía. Pero me gustaba jugar. Y me castigaban por esto, precisamente aquellos que hacían lo mismo que yo. Pero claro, las distracciones de los adultos se llaman “negocios”, mientras que las de los niños, que son simplemente distracciones, son objeto de castigo por parte de los adultos... De niño jugaba a la pelota y eso era un obstáculo para aprender rápidamente aquellas letras que, cuando fuera mayor, me abrirían el camino para juegos más sucios. Pero, ¿actuaba de otra manera el profesor que me propinaba la paliza? Si un colega suyo le ganaba en cualquier disputa de poca importancia, seguro que le daba más rabia y sentía más envidia que cuando me veía derrotado en un partido de pelota [14].
Yo seguía pecando, Señor Dios mío, actuando contra las órdenes de mis padres y de aquellos maestros. Podían serme útiles para el día de mañana aquellas enseñanzas que ellos, al margen de su intención, pretendían que yo aprendiese, porque yo era desobediente, no por pretender algo mejor sino sencillamente por mi afición al juego.
En las competiciones, lo que más me atraía eran los triunfos resonantes y que hubiera quien halagara mis oídos con relatos fabulosos que fomentaban en mí una comezón que me consumía cada día más [15].
En mi niñez, para mí menos alarmante que la adolescencia, no me gustaba estudiar ni que me obligaran a ello. Sin embargo, me obligaban, y con ello me hacían un bien ya que estoy convencido de que, si no me hubieran obligado, no hubiera aprendido nada: No se hace bien lo que se hace a desgana, aunque sea bueno lo que se hace. Tampoco hacían bien los que me obligaban; el único que me hacía bien eras Tú, Dios mío. Los que se empeñaban en que yo estudiara, no tenían otro fin que satisfacer los apetitos insaciables de una opulenta miseria y de una gloria denigrante.
Pero Tú, que tienes contados los cabellos de nuestra cabeza (Mt 10, 30), te servías del error de todos los que me presionaban a aprender, y lo hacías para mi bien. También te aprovechabas de mi error en no querer aprender y lo hacías para castigarme, lo que yo tenía bien merecido, siendo como era tan chiquito y un pecador tan grande.
Así pues, te servías de los que no obraban bien para hacerme el bien a mí. Y a mí, que era pecador, me dabas mi merecido. En efecto, Tú has establecido una ley que no falla: toda alma desordenada lleva dentro de sí su propio castigo.
Desconozco aún los motivos que me hacían odiar el griego, que me enseñaron desde niño. En cambio, me gustaba mucho el latín, no el que enseñan los profesores de primaria, sino el que explican los llamados gramáticos. Pues la enseñanza de la lectura, de la escritura y de la matemática en la primaria, se me hacían tan aburridas como el griego. ¿Qué explicación darle a este hecho?...
No cabe duda de que los primeros estudios eran mejores, porque ofrecían mayores garantías. Con ellos iba adquiriendo y logrando algo que ahora conservo: leer todo lo que cae en mis manos y escribir lo que se me ocurra. Esos primeros estudios eran mejores que los otros, porque me eran más útiles y porque, olvidándome de mis propios errores, me obligaban a memorizar los caminos equivocados de un tal Eneas, y a llorar la muerte de Dido y su suicidio por amor. Mientras tanto, yo, miserable, ni lloraba ante mi propia muerte que, lejos de Ti, que eres mi vida, encontraba en esa literatura.
¿Qué mayor miseria que la de un miserable que no tiene piedad de sí mismo? ¿O del que llora la muerte de Dido, motivada por el amor de Eneas, y no lloraba su propia muerte producida por no amarte a Ti, Dios mío?...
Pecaba pues, siendo niño, al preferir las realidades vanas o inútiles en vez de las útiles. Mejor dicho, al preferir a aquéllas y tener manía a éstas. Pero ya entonces, el uno y uno dos, dos y dos cuatro, me resultaba una cantilena tediosa, mientras el caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya y el fantasma de Creusa eran para mí un entretenido espectáculo de vanidad [16].
En los concursos, me preocupaba por no cometer un barbarismo; pero no evitaba los celos o la envidia contra quienes no lo cometían. Te digo esto, Dios mío, y reconozco ante Ti aquellas pequeñeces que eran objeto de felicitación por parte de aquellos cuyo aprecio equivalía entonces para mí a vivir honradamente.
Yo no veía entonces el remolino de mi torpeza, que me estaba tragando lejos de tu mirada. ¿Podía haber algo más repugnante a tus ojos que mi persona tramando cantidad de mentiras, no sólo ante los profesores, sino incluso ante los propios padres cuando trataba de engañarlos?
A todos estos extremos me llevaba la pasión por el juego, la afición a los espectáculos frívolos, y el gusto por estos juegos dramáticos. También practicaba pequeños hurtos de la despensa casera, unas veces por gula, otras por tener algo que dar a los amigos a cambio de los juegos que me vendían, y de los que disfrutábamos juntos. En estos mismos juegos, en que con frecuencia me ganaban, usaba de artimañas para conseguir victorias, todo por afán de sobresalir. Y la cosa que peor me caía y más me alteraba, era sorprenderles en las mismas trampas que yo les hacía a ellos. Pero si el sorprendido era yo, prefería pelearme, pero no ceder [17].
ESTUDIANTE EN MADAURA
Su padre Patricio, viendo que su hijo tenía futuro, le dio todas las facilidades y Agustín, con 11 años, el año 365, fue enviado a Madaura, pequeña ciudad universitaria llamada hoy M´daurûsh, en la provincia de Constantina, en Argelia, a unos 30 kilómetros de Tagaste. Madaura se enorgullecía de ser la patria del gran orador Apuleyo, autor del Asno de oro y de Sobre el demonio de Sócrates. En Madaura debía estudiar la lengua latina con un maestro de gramática, que les hacía leer y analizar los escritos de los historiadores y poetas latinos. Agustín aspiraba a lo máximo que podía aspirar un hombre culto de su tiempo: la profesión de la retórica. En Madaura tuvo que estudiar la literatura romana, especialmente a los autores: Virgilio, Cicerón, Plauto, Terencio, Séneca, Salustio, Horacio y Apuleyo.
Pronto brilló entre sus compañeros por su inteligencia. Un día tuvo que declamar un discurso que él mismo había compuesto. Se trataba del dolor y de la cólera de Juno, que no podía impedir que los troyanos arribaran a Italia. Lo hizo tan bien que sus compañeros lo aplaudieron. Todos se sentían orgullosos de sus cualidades intelectuales.
Pero en Madaura, a la vez que estudiaba, descubrió Agustín el mundo de los vicios. La mayor parte de la población era pagana y el cristianismo era considerado como religión de pueblos bárbaros. En ese ambiente pagano el jovencito Agustín se fue olvidando de las lecciones de su madre y se fue contagiando de las costumbres paganas.
Él nos dice sobre esta etapa de Madaura, con sus 15 y 16 años. Quiero hacer memoria de mis torpezas pasadas y de la desolación en que los vicios dejaron mi alma. No lo hago para deleitarme, sino por amor tuyo, Dios mío. Y lo hago por amor de tu amor. Voy a recordar mis caminos llenos de perversión con toda la amargura que supone remover esos recuerdos. Los evoco para que Tú sigas siendo bueno conmigo, que eres bondad sin engaño, bondad dichosa y garantizada y me recojas de la dispersión en que anduve dividido cuando lejos de Ti, que eres Unidad, me disipé en la variedad de las cosas.
Hubo un tiempo en mi adolescencia en que me abrasé en deseos de hartarme de las cosas más bajas. Tuve asimismo la audacia de liarme en la espesura de amores diversos y sombríos. Quedó quebrantada mi hermosura y me convertí en un ser infecto ante tus ojos, por darle gusto a los gustos personales y por desear quedar bien ante los ojos de los hombres.
¿Y qué era lo que me deleitaba sino amar y ser amado? Pero me faltaba ese justo equilibrio en el amor recíproco entre alma y alma, dado que las fronteras de la amistad son algo luminoso. Lo cierto es que, desde los deseos turbios de mis pasiones y la efervescencia de mi pubertad, surgían jirones de niebla que cubrían y nublaban mi corazón al extremo de no distinguir la paz del amor, de la oscuridad de la pasión. La mezcla confusa de ambas cosas hervía en mí e iba a malograr mi edad aún sin consistencia por lo escabroso de las pasiones, que la sumían en el remolino de la perversión…
Iba alejándome cada vez más de Ti y Tú hacías la vista gorda. Me veía entregado sin freno al vicio, diluido y en estado de ebullición a consecuencia de mis fornicaciones, y Tú callabas. Oh alegría mía tardía, Tú callabas entonces y, mientras tanto, yo iba alejándome de Ti en busca de semillas de dolor a cual más estéril, en una degradación arrogante, y con un agotamiento lleno de frustración.
¿Quién iba a moderar mis desórdenes? ¿Quién iba a hacer que las bellezas pasajeras, producto de la última moda, redundaran en mi propia utilidad? ¿Quién me iba a detener ante sus encantos, de manera que el oleaje de mi edad fuera a desvanecerse en la playa del matrimonio?...
Pero, dejándote en el olvido, seguí, pobre infeliz, en este estado de ardor, con los impulsos de mis pasiones, y pasé por encima de todos tus mandatos, aunque sin conseguir librarme de tus azotes. ¿Qué mortal se libra de ellos? Tú siempre estabas a mi lado, piadosamente duro, rociando de amarguísimos sinsabores todos mis placeres prohibidos, para que yo acudiera al gozo verdadero. Si hubiera sido capaz de satisfacer esta aspiración, seguro que no habría encontrado ningún goce fuera de Ti, Señor, que matizas tus mandamientos con el dolor, que hieres para curar.
¡Dónde estaba yo y qué lejano era mi destierro, apartado de tranquilidad de tu casa a lo largo de mis dieciséis años, que era esa la edad de mi carne! La furia pasional se apoderó de mi persona. Hice una entrega incondicional, atacado por la locura de mis apetitos, de esos apetitos que para la degradación humana gozan de carta blanca, pero que ante tu ley son prohibidos. Mis padres no se preocuparon de hacerme casar para evitarme el precipicio. Su única preocupación era que yo aprendiera las mejores técnicas de la oratoria y de la persuasión por medio de la palabra [18].
REGRESO A TAGASTE
Por falta de dinero tuvo que regresar a Tagaste en vez de seguir estudiando en Cartago la tercera etapa que le faltaba y que abarcaba la retórica y la filosofía. Durante este año de vacaciones forzadas en su pueblo, teniendo ya 16 años, se juntó con algunos amigos que lo llevaron por mal camino. No hacía caso de los consejos de su madre. Quería vivir como un jovencito independiente como había vivido en Madaura.
En las Confesiones reconoce sus errores durante este año pasado en Tagaste y nos dice: A mis dieciséis años, cuando por falta de recursos tuve que tomar unas vacaciones forzosas en casa de mis padres, es cuando las espinas de mis pasiones tomaron fuerza y crecieron por encima de mi cabeza. Y no había mano que las arrancara de raíz. Más bien al contrario. Porque recuerdo que cierto día, estando yo en los baños, mi padre vio los signos de mi pubertad y de mi inquieta adolescencia, y se le caía la baba de satisfacción ante la ilusión de los nietos que yo podría darle. Así se lo insinuó a mi madre. Él estaba como embriagado de esa borrachera que le hace al mundo olvidarse de su Creador y amar a la criatura. Mi padre estaba borracho con ese vino invisible de una voluntad maleada e inclinada a las cosas de aquí abajo.
Pero Tú, Señor, ya habías inaugurado tu templo y puesto los cimientos de tu morada en el corazón de mi padre. Mi padre se estaba preparando al bautismo desde hacía poco. Mi madre, por su parte, se estremecía de tanto temor, porque, aunque yo no estaba bautizado aún, temía que me metiera por sendas tortuosas que son el camino ordinario de los que te vuelven la espalda y no te dan la cara.
¡Ay de mí! ¿Y tengo el atrevimiento de decir que Tú guardabas silencio, Dios mío, cuando era yo el que me iba alejando más y más de Ti? ¿Es cierto que te hacías el callado conmigo? ¿Y de quién sino tuyas eran aquellas palabras que me decía mi madre, tu sierva fiel, y que susurrabas a mis oídos? Cierto que ninguna de ellas caló hondo en mi corazón como para ponerlas en práctica.
Ella quería verme evitar la fornicación. Así me lo recalcó con gran interés, haciendo especial hincapié en que me alejara del adulterio con mujeres casadas. Me parecía humillante hacer caso de los consejos de una mujer. Pero eran avisos tuyos a los que no hacía ningún caso. Es más, estaba convencido de que Tú seguías mudo y era ella la que hablaba. Gracias a ella, no estabas callado conmigo, pero yo te desaprobaba en ella. Yo, que era su hijo, el hijo de tu servidora y servidor tuyo también.
En mi ignorancia, iba cayendo en el precipicio con una ceguera tal que el hecho de ser menos libertino que mis compañeros de edad, constituía para mí un motivo de humillación. Los oía vanagloriarse de sus pecados, y su arrogancia era tanto mayor cuanto mayores eran éstos. Y la garra de estos pecados descansaba no sólo en la acción por la acción, sino, sobre todo, por gozar de cierta popularidad.
¿Hay algo más reprensible que el vicio? Sin embargo, para evitar que me humillaran, me iba enviciando progresivamente. Y cuando no tenía razones para ser igual que los más sinvergüenzas, inventaba cosas que no había hecho, para no dar la imagen de menos degradación por ser más inocente, ni de menos prestigio por ser más casto.
Así eran los amigotes que andaban conmigo por las “plazas de Babilonia”. Me revolcaba con ellos en su fango como si fuera aroma y perfume costoso. Para tenerme más identificado con la maldad, el enemigo invisible me pisoteaba y seducía, pues yo era débil por naturaleza.
Ni siquiera aquella mujer, que era mi madre… se ocupó de esto para no entorpecer con el vínculo conyugal las expectativas que tenía puestas en mi persona. No me refiero a la esperanza en un mundo futuro, que mi madre tenía profundamente arraigada en Ti, sino a la gran ilusión que tenía puestas en mis estudios literarios que tanto mi padre como mi madre deseaban que yo cursara con el mejor aprovechamiento. Mi padre, porque casi nunca pensaba en Ti, y lo que de mí pensaba era pura cosa inútil. Mi madre, porque estimaba que mis estudios no sólo no me iban a perjudicar, sino que me serían de gran ayuda para llegar a Ti.
Partiendo de los recuerdos actuales sobre mis padres, el esbozo que puedo hacer de ellos es éste. De todas maneras, creo que frente a la pasión que yo tenía por los juegos, me dieron demasiada rienda suelta y no supieron unir rigor y bondad. Tal actitud contribuyó a mantener mis caprichos por las aficiones variadas, donde siempre me estrellaba con una noche muy oscura que me impedía ver tu verdad serena, mientras simultáneamente la malicia brotaba de mi ser…
Quise robar y robé. No lo hice obligado por la necesidad, sino por carecer de espíritu de justicia y por un exceso de maldad. Porque robé precisamente aquello que yo tenía en abundancia y aún de mejor calidad. Ni siquiera pretendía disfrutar de lo robado, sino del robo en sí mismo, del pecado de robo.
Al lado de nuestra huerta, había un peral bien cargado de frutas, no muy atractivas por cierto, ni por su aspecto ni por su sabor. A altas horas de la noche, una pandilla de traviesos muchachos nos fuimos a sacudir el árbol y llevarnos las peras. Habíamos alargado intencionalmente nuestros juegos en los jardines, siguiendo una costumbre dañosa. Sacamos un gran cargamento de peras, no para saborearlas, sino seguramente para botárselas a los cerdos. Y aunque probamos algunas, para nosotros lo principal fue darnos el gustazo de hacer lo que estaba prohibido.
Aquí está mi corazón, Dios mío, aquí está mi corazón del que tuviste lástima cuando se hallaba en el abismo más profundo. Que hable ahora mi corazón y que te diga lo que entonces pretendía: ser malo sin nada a cambio, y que las motivaciones de su maldad fueran la maldad misma. Era repugnante y la amé. Amé mi perdición, amé mis propias deficiencias, pobre alma alocada, que daba un salto desde tu seguridad a la muerte. Y para colmo, deseaba la maldad por si misma [19].
¿Por qué no me gustaba estar solo en las malas acciones? ¿Será por lo poco común que es reírse a solas? Es cierto que uno no se ríe a solas, pero alguna vez se han dado casos en que le viene a uno un ataque de risa, sin que esté nadie presente, al ocurrírsele a los sentidos o al venirle al pensamiento un hecho o caso que provoca la explosión de risa. Sin embargo, yo no lo habría hecho a solas. Yo solo jamás lo habría realizado.
Aquí están en tu presencia, Señor, los recuerdos vivos de mi alma. Yo solo no habría cometido aquel robo. En él no me gustaba lo robado, sino el robo en sí. Y aún este robo no me hubiera gustado hacerlo solo, lo repito. No lo habría hecho.
¡Oh amistad descaradamente enemiga! ¡Oh fascinación incomprensible del espíritu! Ganas de hacer daño por burla y por diversión, ganas de hacer el mal a otros sin beneficiarse personalmente, sin afán de revancha, sino por confirmar la expresión: “Vamos, manos a la obra” y por sentir vergüenza, de no ser un sinvergüenza [20].
No te amaba sino que fornicaba lejos de Ti y mientras fornicaba llegaban a mis oídos las exclamaciones de aplausos: ¡Bravo! ¡Muy bien! Así es la amistad de este mundo, que constituye un verdadero adulterio contra Ti. Las exclamaciones ¡bravo! ¡muy bien! no persiguen otra cosa que avergonzar a los que no son igual que los aplaudidos [21].
ROMANIANO
Felizmente, ante la falta de recursos para poder seguir estudiando en Cartago, Romaniano le ofrece ayuda. Romaniano era un hombre muy rico que concedía a sus conciudadanos de Tagaste muchas gracias y beneficios como juegos públicos y espectáculos. Era respetado por todos y considerado como su principal bienhechor. Su nombre estaba grabado en una placa de bronce y le habían erigido estatuas en su honor. Romaniano quiso ayudar a Agustín a quien veía con futuro y le ayudó económicamente para continuar los estudios.
Agustín lo convertiría al maniqueísmo y luego lo convertiría al catolicismo. Dos de sus hijos serían discípulos suyos. El año 374 al regresar Agustín de Cartago lo recibió en su casa. En su libro Contra los académicos, dedicado a él, le manifiesta su agradecimiento y le dice: Siendo adolescente pobre y emigrante por causa de mis estudios, tú me diste alojamiento y subvención para mi carrera, y lo que se aprecia más, una acogida cordial. Cuando perdí a mi padre, tú me consolaste con tu amistad, me animaste con tus consejos, me ayudaste con tu fortuna. Tú, en nuestro municipio, con tus favores, tu amistad y el ofrecimiento de tu casa, me hiciste partícipe de tu honra y primacía. Y al partir a Cartago con propósito de más ilustre profesión, al descubrirte a ti solo y a ninguno de los míos mi plan y esperanzas… te convertiste en mi apoyo. Tú me proveíste de lo necesario para el viaje, y tú, de nuevo, cuando, durante tu ausencia y sin avisarte, embarqué para Italia… seguiste inquebrantable en tu amistad, considerando los íntimos propósitos y la rectitud de mi corazón… Tú me has animado, tú has sido mi estímulo, a ti te debo la realización de mis anhelos [22].
El año 408 quedó viudo. Era ya católico y se había casado con una mujer católica. Al quedarse viudo le encomendó a Agustín el panegírico de su esposa difunta, pero Agustín se enteró de que había conseguido una concubina que lo consolase de la pérdida de su esposa y se negó a hacer el panegírico hasta que saliera de su casa la concubina. Le recordó las palabras de Cicerón: Deseo ser clemente, pero en tan grave peligro de la República, no quiero parecer negligente (dissolutum) [23].
Agustín fue siempre amante de la verdad y no se dejó manipular ni siquiera por su gran amigo y bienhechor. Para él era más importante la verdad que los honores o los halagos o el dinero.
ESTUDIANTE EN CARTAGO
Cartago era una gran ciudad de unos 500.000 habitantes, a 200 kilómetros de Tagaste, la ciudad más importante del África romana del norte de África. Tenía teatro, anfiteatro y un gran circo capaz para 200.000 espectadores. Era un prodigio de gracia y belleza arquitectónica con el famoso pórtico de mármol de 46 columnas acanaladas de doce metros de altura, formando un rectángulo de 88 metros de longitud y 32 de anchura. Después de Roma ninguna otra ciudad del Imperio la aventajaba en bellezas monumentales.
En Cartago abundaba el paganismo con un fervoroso culto a la diosa celeste Tanit o Venus cartaginesa. En la gran ciudad se sentía un perfume lascivo y tentador. Había innumerables diversiones: juegos circenses, combates de gladiadores, espectáculos teatrales; y hechiceros y charlatanes por doquier. La licencia de costumbres era normal y Agustín se contagió del ambiente con toda la fogosidad de sus 17 años. Él nos dice en las Confesiones: Recuerdo que en cierta ocasión me atreví a desear y poner en práctica dentro del recinto de tu iglesia y en medio de la acción litúrgica el modo de procurarme frutos de muerte [24].
Siendo obispo, aclaró este punto el 22 de enero del año 404 al celebrar la fiesta de san Vicente de Tarragona en la catedral de Cartago, donde manifestó: Cuando yo acudía a las vigilias de las fiestas en esta ciudad, me pasaba la noche rozando a las mujeres junto con otros muchachos, deseosos de impresionar a las chicas, a ver si surgía la oportunidad de tener algo con ellas [25].
Él no era católico, pero aprovechaba las fiestas en las que las iglesias estaban llenas de gente para buscar a las chicas dentro de la iglesia. Felizmente para él, muy pronto, probablemente el mismo año de su llegada a Cartago, se buscó una joven concubina de baja condición social con la que no podría contraer matrimonio plenamente legal y con ella convivió durante 15 años, siéndole fiel. En cuanto a sus estudios, los tomó con seriedad.
Le disgustaba la compañía de muchos de sus compañeros estudiantes, llamados eversores, que eran una especie de gamberros que hacían desórdenes en las clases y tenían costumbres groseras. Agustín era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que por ese camino nunca podría triunfar y él quería hacerse digno de la confianza que sus padres y su bienhechor Romaniano habían puesto en él.
Pero veamos cómo él mismo nos habla de sus experiencias en Cartago: Llegué a Cartago (año 371), y a mi alrededor hervían aquellos amores impuros. Por aquella época no amaba todavía, pero deseaba amar y, hallándome en un estado de pobreza íntima, estaba resentido conmigo mismo. Andaba en búsqueda de un objeto de amor, deseoso como estaba de amar. Odiaba la seguridad, y me aburría el camino sin peligros. Amar y ser amado era para mí una dulce ocupación, sobre todo si lograba disfrutar del cuerpo de la persona amada. Lo que hacía, pues, era manchar la fuente de la amistad con las impurezas de la pasión y oscurecer su esplendor con mi infernal pasión sensual. Feo y deshonesto, sentía un orgulloso deleite ante el hecho de que me consideraran como un personaje elegante y un hombre de mundo.
Por fin, caí también en las redes del amor, en que quería ser atrapado. Dios mío y misericordia mía, ¡qué bueno fuiste al rociar de tanta amargura aquella suavidad! Porque mi amor fue correspondido y llegué a disfrutar de un enlace secreto. Una gran satisfacción me iba atando con lazos angustiosos. Pero, como era de esperar, pronto vinieron los azotes de hierros candentes, provocados por celos, sospechas, temores, cóleras y peleas…
En los espectáculos teatrales, disfrutaba haciendo causa común con los enamorados cuando se gozaban en sus vicios. Disfrutaba aunque se tratara de una representación teatral, producto de la imaginación. Pero cuando la desgracia separaba a estos amantes, me invadía una especie de tristeza llena de compasión. Ambas situaciones eran de mi agrado [26].
En cuanto a mis estudios, tenían como meta la carrera de abogado, los tribunales y los pleitos. Uno sobresalía tanto más en esas profesiones cuanto con mayor éxito recurría a procedimientos fraudulentos. La ceguera humana es tan grande que llega a gloriarse de su misma ceguera. Yo era el número uno de mi promoción en la escuela de retórica, y disfrutaba de mi vanidad soberbiamente, y me hinchaba de pedantería.
De todas maneras, Tú sabes, Señor, que yo era mucho más tranquilo y me mantenía al margen del libertinaje de los “eversores” o perturbadores del orden, calificación triste y diabólica que llegó a ser distintivo de finura y elegancia. Entre ellos mantenía una actitud medio cínica, medio decente, porque en el fondo ni era ni me consideraba uno de ellos. Frecuentaba sus reuniones, a veces disfrutaba de su camaradería, pero siempre desaprobaba su conducta, aquellas fechorías con que cínicamente abusaban de la timidez de los ingenuos. Sus ultrajes no obedecían a otros móviles que los de alimentar sus juergas y sus orgías. Creo que no hay nada que más se parezca a las acciones de los demonios.
Así pues, ¿qué calificativo podría cuadrarles mejor que el de mal educados o perturbadores del orden, perturbados ellos en primer lugar y pervertidos por los espíritus burlones, seductores y maliciosamente embaucadores, que les hacían caer en la misma trampa del ridículo y del engaño que ellos mismos maquinaban para los demás? [27].
Al año siguiente de su llegada a Cartago (372) nació su hijo Adeodato, que significa dado por Dios o regalo de Dios, a quien llegó a querer mucho, aunque no lo había deseado. Pero Dios le seguía sus pasos y se le hizo el encontradizo el año 373 al leer el libro Hortensio de Cicerón, donde descubrió un camino para encontrar la verdad y la felicidad que tanto anhelaba.
EL HORTENSIO
En este libro encontró una exhortación para buscar la verdad en la filosofía. Al leer este libro fue tal el estímulo recibido que, a partir de ese momento, se convirtió en un incansable buscador de la verdad. Algunos autores han denominado a este momento la primera conversión de san Agustín.
Veamos cómo lo explica él mismo: Siguiendo el programa normal de mis estudios, me di de repente con un libro de un tal Cicerón, cuyo lenguaje todos admiran, aunque no admiren su contenido. Este libro contiene una exhortación a la filosofía y lleva por título “Hortensio”. Su lectura realizó un cambio en mi mundo afectivo. También encaminó mis oraciones hacia Ti, Señor, e hizo que mis proyectos y deseos fueran otros. De golpe todas mis expectativas de frivolidad perdieron valor, y con increíble ardor de mi corazón ansiaba la inmortalidad de la sabiduría. Y comencé a levantarme para iniciar el retorno a Ti. Ya no leía para depurar mi estilo, a expensas del dinero que mi madre me hacía efectivo cuando tenía ya diecinueve años y dos años después de la muerte de mi padre. No releía aquel libro para dar más brillo a mis expresiones, ni me interesaba ya tanto su estilo elocuente como lo que contenía esta elocuencia.
¡Qué ardor sentía, Dios mío, qué ganas tenía de retornar por el vuelo hacia Ti desde las realidades terrenas, sin darme realmente cuenta de lo que estabas haciendo conmigo! Porque de hecho en Ti tiene su morada la sabiduría, y este amor a la sabiduría recibe en griego el nombre de filosofía. Aquel tipo de literatura me iba encendiendo en ese amor. Lo único que entibiaba en mí un fuego tan grande era no hallar en aquel libro el nombre de Cristo… Por eso, aunque este libro fuera una obra literaria seria y bien escrita, en el fondo no acababa de entusiasmarme del todo [28].
LOS MANIQUEOS
A raíz del fuego interior que sintió el leer el Hortensio se dedicó en cuerpo y alma a buscar la sabiduría verdadera, en la que esperaba encontrar la felicidad. Leía y leía libros de filosofía, preguntaba y preguntaba a sus profesores. Por fin, ese mismo año 373, encontró unos hombres que le prometían descubrirle la Verdad. Eran los maniqueos, una secta fundada por Manes, que, en aquel tiempo, estaba muy extendida en el norte de África.
Cuando escribe el libro de las Confesiones, con la perspectiva de los años y con la experiencia vivida, dice de ellos: Vine a caer en manos de unos hombres sumamente orgullosos, superficiales y charlatanes a más no poder. En su boca sólo había trampas diabólicas y una especie de cinta pegajosa hecha a base de las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo Paráclito, consolador nuestro. Estos nombres estaban en sus labios, pero no pasaban de ser puros sonidos articulados por su boca y su lengua.
Por lo demás, su corazón estaba hueco y vacío de toda verdad. Y repetían insistentemente: verdad, verdad. Me hablaban muchas veces de ella, pero nunca se hallaba en ellos, sino que sus palabras eran pura falsedad. No sólo lo que decían de Ti, que eres realmente la Verdad, sino también de los elementos de este mundo, creación tuya. Acerca de estos elementos, tuve que dejar de lado los argumentos de los filósofos, incluso cuando han formulado la verdad sobre ellos. Debí hacerlo por amor tuyo, Padre mío, Bien supremo, Belleza de toda belleza.
¡Ay Verdad, Verdad! ¡Cuán íntimamente suspiraban por Ti en aquel entonces las fibras más íntimas de mi corazón, cuando aquellos hombres repetían a mis oídos, frecuentemente y de mil maneras, los ecos de tu nombre, primero sólo de palabra y luego en numerosos y enormes libros!
Estos eran los platos en que me servían a mí, hambriento de Ti, un manjar que no eras Tú, sino el sol, la luna, bellezas salidas de tus manos, pero, al fin y al cabo, obras tuyas… De este tipo de boberías yo me alimentaba por aquel entonces y en realidad me quedaba en ayunas. Pero Tú amor mío, ante quien me siento cansado para ser fuerte, no eres ninguno de estos cuerpos que contemplamos aunque sea en el cielo, ni ninguno de los otros que no veamos allí, porque eres el creador de todos ellos y no los cuentas entre tus creaciones más perfectas…
¡Pobre de mí! ¡Por qué escalones fui descendiendo hasta las profundidades del infierno! Estaba cansado y ardía de fiebre por la falta de verdad cuando te buscaba, Dios mío, no con el entendimiento del alma, sino con los sentidos de la carne. Pero Tú eras más íntimo que mi propia intimidad y más alto que lo más alto de mi ser…
Me vi sutilmente inducido a hacerles el juego a aquellos engañabobos que me hacían preguntas como éstas: ¿Cuál es el origen del mal? ¿Está Dios demarcado por una forma corporal? ¿Tiene pelo y uñas? ¿Son justos los que practican la poligamia, el homicidio y el sacrificio de animales? Y yo, que era analfabeto en esos temas, estaba hecho un lío [29].
AGUSTÍN PROFESOR
ENSEÑA RETÓRICA EN TAGASTE
El año 374, terminados sus estudios en Cartago, regresó a su pueblo natal para enseñar. Se hallaba en todo su entusiasmo por la secta maniquea. Convirtió a los maniqueos a sus amigos Alipio, Romaniano y Honorato entre otros.
Mónica, su madre, podía tolerar que trajera una concubina, pero no pudo soportar su audacia y su fervor maniqueo y que pudiera hacer de su casa un lugar de reunión para ellos. Por eso le negó la entrada en casa, y Romaniano, su bienhechor, le ofreció la suya.
Mónica estaba profundamente preocupada por la salvación de su hijo. Él nos dice: Mientras tanto mi madre, tu fiel servidora, lloraba en tu presencia por mí mucho más de lo que lloran las madres la muerte física de sus hijos, porque por la fe y el espíritu que le habías dado ella veía mi muerte. Y Tú la escuchaste, Señor. La escuchaste y no despreciaste sus lágrimas que profusamente regaban la tierra allí donde hacía oración. Tú la escuchaste. Porque si no, ¿cómo explicar aquel sueño con que la consolaste hasta el punto de readmitirme a vivir y compartir con ella la mesa y el hogar que había comenzado a negarme ante el horror y el rechazo que le provocaban las blasfemias de mi error? [30].
Lo que vio en sueños es que ella se encontraba sobre una regla de madera y un joven resplandeciente, alegre y risueño, se le acercaba a ella, que estaba llena de tristeza y amargura. Al preguntarle este joven el porqué de su tristeza y de sus lágrimas de cada día, no con ánimo de enterarse, como ocurre de ordinario, sino con intención de aconsejarla, y al responderle ella que lloraba mi perdición, le mandó qua se tranquilizase y observara con atención que donde ella estaba ahora, allí estaba yo también. Cuando ella fijó su vista en este punto, me vio a su lado de pie sobre la misma regla…
Recuerdo que, al contarme mi madre esta visión, y al tratar yo, por mi parte, de convencerla de que no perdiera las esperanzas de que un día andando el tiempo ella sería lo que yo era en la actualidad, al momento y sin dudar lo más mínimo, me respondió: “No me dijo que donde está él también estas tú, sino donde estas tú, allí esta él”…
Me impresionó más esa respuesta que el sueño mismo con que anunciaste a esta piadosa mujer con tanta anticipación y para consolar sus inquietudes, lo que había de realizarse mucho más adelante.
Transcurrieron casi nueve años. Seguí revolcándome en el barro y en las tinieblas de la falsedad con débiles intentos de levantarme. Pero la caída era cada vez más grave. Ella seguía siendo la viuda casta, piadosa y sobria, como tú las quieres. La esperanza la tenía más animada, pero no por ello descuidaba sus lágrimas y lamentos, ni cesaba de llorar por mí ante Ti, en todos sus momentos de oración. Y sus plegarias llegaban a tu presencia, aunque Tú dejabas que me revolcara en aquella oscuridad que me envolvía.
En este lapso de tiempo, volviste a dar otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote tuyo, obispo además, educado en tu Iglesia y conocedor de tus Escrituras.
Al rogarle mi madre para que hablara conmigo, rebatiera mis errores, me desengañara de mi mala vida y me adoctrinara en el bien —costumbre que practicaba cuando se encontraba con alguien dispuesto a escucharle—, este hombre no consideró oportuno acceder a sus demandas, y creo que con buen criterio por lo que pude observar más adelante. Por toda respuesta le dijo que yo me oponía a todo consejo, porque estaba orgullosamente convencido de la herejía maniquea, que consistía en atribuir la creación a dos principios, uno esencialmente bueno, Dios, y el otro, esencialmente malo, el diablo, la materia, las tinieblas. Además, tenía referencias de que yo había confundido y envenenado a muchos ignorantes suscitando algunas polémicas de menor cuantía. Las referencias, ella misma se las había dado. “Déjale como está, dijo. Limítate a pedir al Señor por él. Él mismo en sus lecturas irá viendo por sí mismo en qué errores y en qué clase de impiedad se halla metido”.
Al mismo tiempo le contó el obispo su experiencia personal: siendo niño, su misma madre engañada, le había puesto en manos de los maniqueos. Y eso que él no se había limitado sólo a leer la casi totalidad de sus libros, sino que incluso los había copiado. Pues bien: él mismo, sin necesidad de argumentos ni convicciones ajenas, había visto clara la necesidad de apartarse definitivamente de aquella secta. Por eso la abandonó.
Pero como mi madre no se tranquilizaba ni a pesar de las manifestaciones de este hombre, sino que seguía insistiendo y llorando mucho para que tuviera una entrevista conmigo para tratar este asunto, ya cansado de su insistencia, le dijo: “Anda, vete y que vivas muchos años. Es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Esta respuesta sonó en sus oídos como un anuncio celestial, según me contó muchas veces cuando charlaba conmigo [31].
MUERTE DE UN AMIGO
Durante su estadía en Tagaste como profesor de retórica, tuvo lugar un acontecimiento muy triste en la vida de Agustín. Un íntimo amigo suyo, de su misma edad, murió. Esto le afecto muchísimo. Él lo cuenta así: Apenas comencé a dar clases en mi ciudad natal, adquirí un amigo que llegué a querer mucho por ser condiscípulo de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos habíamos crecido desde niños, juntos habíamos jugado. Pero entonces no era tan amigo como lo fue más tarde. Aunque, a decir verdad, ni siquiera después fue el amigo que pretende la verdadera amistad, porque ésta no es auténtica sino entre los que Tú unes entre sí por medio de la caridad derramada en “nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5, 5)”.
Sin embargo, esta amistad forjada al calor de esos estudios era muy agradable. Yo había apartado a mi amigo de la verdadera fe que, al ser él adolescente, no tenía en él base ni raíz. Había logrado arrastrarlo hacia las fábulas supersticiosas y fatales que eran la causa de las lágrimas de mi madre. La mente de este joven estaba conmigo en el error y mi alma no podía vivir sin él.
Pero he aquí que Tú, yendo al alcance de estos dos fugitivos tuyos, te lo llevaste de esta vida cuando apenas hacía un año que yo disfrutaba de su amistad. Este amigo mío era para mi más entrañable que todos los placeres de aquella época de mi vida…
Al estar atacado por una fuerte fiebre, privado de sentido y con un sudor mortal, se temió por la vida de mi amigo y se le administró el bautismo en estado de inconsciencia. Yo apenas si le di importancia a este gesto, convencido de que su alma conservaría con mayor firmeza lo que había aprendido de mí y no lo que había recibido mediante ese rito sin él saberlo.
Pero sucedió exactamente lo contrario. Luego que se repuso y pasó la convalecencia, le volvieron las fuerzas y pude hablar con él, pues no me aparté ni un momento de su lado y nuestro grado de dependencia mutua era muy grande. En presencia suya y creyendo que iba a estar de acuerdo conmigo, traté de ridiculizar el bautismo que había recibido inconscientemente y privado de los sentidos, una vez que le habían informado ya de la administración del sacramento.
Reaccionó ante mí con horror, mirándome como a un enemigo, y me advirtió con una espontaneidad tan admirable como inesperada que, si quería seguir siendo amigo suyo, me abstuviera de hablar de este modo. Yo, lleno de asombro y confusión, calmé mis ímpetus esperando que mejorara y que, una vez recuperada la salud, estuviese preparado y dispuesto a tratar conmigo todos los temas que fueran de mi agrado. Pero Tú, Señor, le salvaste de mi locura y te lo guardaste para mi consuelo. Pocos días después, en ausencia mía, le volvió la fiebre y murió.
¡Qué angustia ensombreció mi corazón! Todo cuanto veía era muerte. Mi ciudad natal se convirtió en un suplicio, la casa de mis padres era un tormento insufrible. Todo lo que con él había compartido se convirtió en una tortura espantosa. Mis ojos lo buscaban con ansia por todas partes, pero estas ansias se frustraban. Llegué a odiarlo todo, porque todo estaba vacío sin él. Ya no podían decirme: “Mira, ahí está”, como cuando él regresaba después de alguna ausencia.
Estaba yo hecho un lío. Me dirigía a mi alma para preguntarle por qué estaba triste y alterada hasta ese punto, pero mi alma no tenía respuestas que darme. Y si yo le replicaba: “Espera en Dios”, se me rebelaba, y no le faltaba razón, porque aquel amigo íntimo que había perdido era más real y auténtico que el fantasma del dios de los maniqueos. Sólo el llanto me resultaba dulce…
Al haber muerto aquel a quien yo había amado como si nunca fuera a morir, me parecía raro que el resto de los mortales siguiera viviendo. Y mi extrañeza era aún mayor ante el hecho de seguir viviendo yo mismo, que era como un doble de su persona. ¡Qué expresión más feliz la de aquel que dijo de su amigo que era la mitad de su alma! Siempre tuve la impresión de que mi alma y la suya era una sola alma en dos cuerpos. Por eso, la vida me resultaba terrible. Por un lado, no me sentía con ganas de vivir a medias. Por otro, le tenía mucho miedo a la muerte, quizá para que no muriera en su totalidad aquél a quien yo había amado tanto [32].
Todo me resultaba repulsivo, hasta la misma luz. Todo lo que no era él me resultaba pesado, abrumador. Todo menos los lamentos y las lágrimas. Sólo en ellas encontraba un pequeño alivio. Y cuando a mi alma se le impedía poder llorar, entonces era cuando sentía el agobio tremendo de mi miseria.
Yo sabía, Señor, que tenía que elevar mi alma hasta Ti para que sanara. Pero ni quería ni podía, porque cuando pensaba en Ti, no eras para mí algo sólido y consistente, porque no eras Tú. Mi Dios era un fantasma hueco y mi propio error.
Y si trataba de instalar mi alma en Dios para que descansase, resbalaba en el vacío y volvía a desplomarse sobre mí. Mi alma era para mí un lugar miserable donde no era posible estar, pero de donde tampoco podía escaparme. ¿Adónde iba a ir yo huyendo de mí? ¿Adónde iba a ir yo sin seguir mis propias huellas? [33].
DE NUEVO EN CARTAGO
Agustín, tremendamente apenado por la muerte de su amigo, quiso huir de su pueblo y, con la ayuda de Romaniano, se estableció en Cartago, donde abrió una escuela de retórica.
Él manifiesta que, poco a poco, se fue consolando de la perdida del amigo con la compañía de otros amigos y discípulos. Lo que más me ayudaba a levantarme era la paz que me proporcionaban mis nuevos amigos…
Había en mis amigos cosas que me hacían cautivadora su compañía: charlar y reír juntos, servirnos mutuamente unos a otros, leer en común libros bien escritos, bromear dentro de los límites de la estima y respeto mutuos, discutir a veces, pero sin aspereza, como cuando uno discute consigo mismo. Incluso esta misma diferencia de pareceres, que por lo demás era algo poco frecuente, era la salsa con que aderezábamos muchos acuerdos. Instruirnos mutuamente en algún tema, sentir nostalgia de los ausentes, acogerlos con alegría a su regreso: estos gestos y otros por el estilo, que proceden del corazón de los que se aman y se ven correspondidos, y que hallan su expresión en la boca, lengua, ojos y otros mil gestos, muy gratos, eran incentivos que iban fundiendo nuestras almas en una sola [34].
Por aquellos años enseñaba yo oratoria. Víctima de la ambición, vendía palabrerías destinadas a cosechar laureles. Sin embargo, Tú sabes, Señor, que prefería tener buenos discípulos, pero buenos de verdad. Y yo sin engaños les enseñaba el arte de engañar, no para que lo utilizaran contra los inocentes, sino para valerse de estas técnicas de modo eventual en favor de algún culpado [35].
DECEPCIÓN DE LA ASTROLOGÍA
Había entonces un hombre prudente, muy conocedor de la medicina y por eso muy famoso. Fui familiarizándome poco a poco con él, escuchaba con toda atención sus conversaciones, agradables y profundas, no por su lenguaje culto, cosa que no tenía, sino por la agudeza de sus expresiones. Pronto se dio cuenta, por el tono de mi conversación, que yo era adicto a la lectura de los libros de los astrólogos. Me aconsejó benévola y paternalmente a que los dejara a un lado y no gastara inútilmente en aquellas necedades mi atención ni mis esfuerzos, necesarios para tareas más provechosas.
Luego añadió que también él se había dedicado al aprendizaje de la astrología hasta el punto de haber querido abrazar esa profesión en sus años mozos, como medio de ganarse la vida. Pensaba que si había logrado entender a Hipócrates, también podría entender este tipo de literatura. Finalmente, acabó por dejar tales libros y por dedicarse a la medicina. Llego a darse cuenta de que eran falsísimos, y que no estaba bien que un hombre, que se considerara serio, se ganara la vida engañando a los demás.
Y dirigiéndose a mí, me dijo: “Pero tú tienes el sustento asegurado con tus clases de oratoria y buscas estas falacias, no por necesidad económica, sino por pura curiosidad. Razón de más para que creas lo que te he dicho sobre la astrología. Personalmente me esforcé en estudiarla tan a fondo e hice tantos progresos que quise vivir exclusivamente de ella”.
Le pregunté por qué muchos de los pronósticos de la astrología resultaban ciertos. Me respondió que eso era producto del poder del azar, extendido por todos los rincones de la naturaleza. Estos son los consejos que me diste por medio de este hombre, dejando en mi memoria las huellas de lo que iba a constituir el objeto de mi ulterior búsqueda. Pero entonces ni este anciano ni mi querido amigo Nebridio, un jovencito muy bueno y muy casto que se reía de todas estas técnicas adivinatorias, fueron capaces de persuadirme de que dejara de una vez todos esos disparates. En aquellos momentos era para mí mucho más convincente la autoridad de los autores que habían tratado estos temas. Por otra parte, andaba buscando, y todavía no lo había encontrado, un argumento irrefutable que me demostrara sin ambigüedades que la certeza de los horóscopos astrológicos se debía a la casualidad o al azar y no a las técnicas de observación de los astros [36].
DECEPCIÓN DE LOS MANIQUEOS
Durante nueve años estuvo metido en la secta de los maniqueos, buscando la verdad y la felicidad. Él nos manifiesta: En este período de nueve años, que abarca desde los diecinueve hasta los veintiocho, fuimos seducidos y seductores, engañados y engañadores, como juguetes de nuestros apetitos contradictorios. En público, a través de aquellas disciplinas que se llaman liberales. A escondidas, a nombre de una seudo religión. En un sitio éramos orgullosos; en otro, supersticiosos; y en todos estábamos vacíos. Por un lado, andábamos a la caza de fama popular vacía, de los aplausos del teatro, de los certámenes poéticos, de la lucha por coronas de paja, de los espectáculos, de las frivolidades y del desborde de las pasiones. Por otro, deseábamos la purificación de semejantes inmundicias, llevando alimentos a los llamados “elegidos” y “santos” para que fabricaran ángeles en sus estómagos y dioses que nos liberaran. También yo iba detrás de esas aberraciones maniqueas y las practicaba con mis amigos, engañados conmigo y por mí [37].
Voy a declarar en presencia de Dios lo que me ocurrió a los veintinueve años. Acababa de llegar de Cartago cierto obispo maniqueo, llamado Fausto, gran trampa del diablo. Eran muchos los que caían en sus redes, hechizados por su elocuencia y estilo elegante. También yo era de los que alababa en exceso su bello modo de hablar, pero sabía distinguir bien entre la oratoria y la verdad real. Y lo que a mí me interesaba era la verdad. No me llamaba la atención el valor artístico de los recursos con que me servía el manjar del lenguaje. Lo que me importaba era el contenido doctrinal que me ofrecía aquel mentado Fausto.
Ya tenía yo referencias sobre la fama de este hombre. Me lo habían presentado como un personaje muy conocedor de todas las bellas artes y especialmente erudito en las artes liberales.
Como yo había leído mucho sobre temas filosóficos y retenía muchos de sus contenidos en la memoria, hacía que me sirvieran parcialmente como punto de referencia frente a las confusas invenciones de los maniqueos. Me parecían más dignas de crédito las reflexiones de los filósofos ya conocidos. Estos fueron capaces de aproximarse a una concepción bastante acertada del mundo, aunque no llegaran a descubrir a su autor. Porque Tú eres grande, Señor, y fijas tu mirada en los humildes, mientras que a los que son orgullosos los miras desde lejos.
No te acercas sino a los que sienten remordimiento de corazón, ni te dejas encontrar por los orgullosos, aunque su capacidad de observación les lleve a contar las estrellas del cielo y las arenas del mar, y aunque midan los espacios siderales y rastreen las órbitas de las estrellas [38].
En estos nueve años aproximadamente en que como un vagabundo presté oídos a los maniqueos, estuve esperando con ansiedad la llegada de aquel anunciado Fausto [39].
Tan pronto como llegó Fausto, vi que era un hombre lleno de simpatía, de grata conversación, que decía lo mismo que los otros, pero con más dulzura y desenfado. Pero, ¿cómo satisfacía mi sed aquel refinadísimo servidor de copas excelentes? Mis oídos estaban ya saturados de este tipo de palabras. Ya no me parecían mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor presentadas. Aplicando este criterio, tampoco su alma era más sabia por ser más expresivo su rostro y más pulido su lenguaje…
Cuando, por fin, se me ofreció una oportunidad, en compañía de unos amigos, comencé a hablarle en ocasión y lugar más oportunos. Le puse algunas objeciones que me tenían preocupado. Entonces fue cuando me di cuenta, por vez primera, de que era un sujeto que carecía de la cultura que dan las artes liberales. De gramática entendía algo, pero se limitaba a los conocimientos más corrientes. Sin embargo, como había leído algunos discursos de Marco Tulio, algún que otro libro de Séneca, fragmentos aislados de poetas y algunos libros que la secta tenía escritos en latín elegante, y como, por otra parte, practicaba a diario el ejercicio de hablar, había llegado a adquirir facilidad de palabra. A esta facilidad de expresión había que añadir la agudeza de ingenio y cierta gracia natural. Todo ello contribuía en conjunto a complacer y seducir más al auditorio [40].
Una vez que pude comprobar que aquel tipo era ignorante en aquellas artes en que yo le creía una eminencia, comencé a perder las esperanzas de que fuera capaz de despejar y resolver las incógnitas que me tenían angustiado…
Rotas, pues, las ilusiones que tenía depositadas en los libros de Manes, y desconfiando mucho más del resto de los sabios maniqueos, visto que el más famoso de todos había demostrado su ignorancia en muchos de los problemas que me tenían preocupado, continué mis relaciones con él dado el interés que había mostrado por las enseñanzas literarias, que por aquel entonces yo impartía a mis jóvenes alumnos de Cartago, en calidad de profesor de Oratoria. También hacíamos lecturas que unas veces escogía él y otras yo, seleccionando las más adecuadas a su nivel cultural.
Todos los proyectos que me había forjado acerca de mi promoción personal en la secta se vinieron abajo. Sin embargo, no rompí del todo. Al no encontrar otra cosa mejor que aquellas doctrinas en que me había precipitado un poco a lo loco, tomé la resolución de quedarme de momento en la secta hasta que apareciera algo mejor. De manera que aquel Fausto, que fue una trampa mortal para muchos, sin quererlo ni saberlo, fue quien comenzó a aflojar los lazos que me tenían preso [41].
PROFESOR EN ROMA
Agustín había sido profesor de retórica en Cartago desde el año 374-375 hasta el 383. Este año decidió ir de profesor a Roma, donde los alumnos eran más tranquilos que en Cartago. Él lo cuenta así: Mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni alcanzar mayor reputación como me prometían mis amigos —aunque también esto pesaba en mi ánimo—, sino que la razón principal y casi única era la referencia que me habían dado de que los estudiantes de allí eran más pacíficos en clase, debido a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos. Así, por ejemplo, no les estaba permitido entrar en las aulas de quien no era su maestro en desorden y cuando les diera la gana. Ni eran admitidos a ella bajo ningún pretexto sin el debido permiso del maestro.
En Cartago sucedía todo lo contrario: irrumpían descaradamente en las aulas y, como verdaderos energúmenos, perturbaban el orden y las normas que cada profesor había establecido para sus alumnos pensando en su bien. Cometían un sinnúmero de atropellos con descarada estupidez, que la ley debería castigar, pero que no castiga por ser ya toda una tradición…
Yo, que en Cartago aborrecía la verdadera miseria, anhelaba en Roma una falsa felicidad. Pero las verdaderas razones de mi marcha de Cartago y de mi viaje a Roma las sabías Tú, Dios mío. No nos las dejabas traslucir ni a mí ni a mi madre, que lloró amargamente mi partida y que me fue siguiendo hasta el mar. Yo la engañé cuando estaba fuertemente abrazada a mí tratando de convencerme de que desistiera de mi propósito o le permitiera venir en mi compañía. Inventé el pretexto de que no quería dejar solo a un amigo que esperaba vientos favorables para zarpar…
Como, a pesar de todo, mi madre se negaba a volver sin mí, apenas si logré convencerla de que aquella noche se quedara en un lugar cercano a nuestra nave, donde había una capilla dedicada a la memoria de san Cipriano. Y aquella misma noche me escapé a escondidas, y ella se quedó en tierra rezando y llorando…
Y, después de acusarme de mentiroso y de inhumano y de volver a pedirte por mí una vez más, se volvió a sus quehaceres habituales, y yo me fui a Roma [42].
Cuando llegué a esta ciudad, me azotó una grave enfermedad corporal. Ya me veía ir al sepulcro con la carga de todas las maldades que había cometido, no sólo contra Ti, sino también contra mí y contra el prójimo. Estas maldades eran muchas y graves, además del vínculo del pecado original por el que todos morimos en Adán. Ninguna de ellas me habías perdonado en Cristo todavía, ni éste había dado muerte en su cruz a la maldad que contigo había contraído por mis pecados. ¿Cómo iba a darle muerte aquel fantasma que colgaba de la cruz, tal como concebía yo a Cristo por aquel entonces? Cuanto más falsa me parecía la muerte de su cuerpo, más verdadera era la muerte de mi alma. Y cuanto más verdadera era la muerte de su cuerpo, más falsa era la vida de mi alma. Pero no creía en nada de esto.
Al agravarse la fiebre, me sentía a punto de irme y de morir. Pero, ¿adónde iba a irme, de producirse mi muerte, sino al fuego y a los tormentos que había ganado con mis malas acciones, según la norma de tus mandamientos?
Mi madre no estaba enterada de esta situación, pero ausente oraba por mí. Tú que estabas continuamente presente donde ella estaba, la oías. Donde estaba yo, tenías piedad de mí para que recobrase mi salud corporal, pero continuando aún la enfermedad de mi corazón impío.
El caso es que ni siquiera en aquel trance tan peligroso, deseaba tu bautismo. Era más bueno de niño, cuando con insistencia lo solicité de mi buena madre, como ya lo he señalado en mis recuerdos y confesiones. Había crecido para vergüenza mía, pero Tú no consentiste que muriera en tal estado, lo que hubiera sido como morir dos veces. Si el corazón de mi madre sufría un desgarrón de este tipo, ya no tendría recuperación posible. No tengo palabras para describir el gran amor que me tenía y ponía más empeño en darme espiritualmente que cuando me dio a luz en mi cuerpo.
Así que no acabo de ver cómo hubiese podido sanar, si mi muerte en tal estado hubiese traspasado las entrañas de su amor. ¿Dónde estarían ahora tantas y tantas oraciones que sin cesar te dirigía? Por supuesto que muy cerca de Ti y en ninguna otra parte. Tú, Dios de las misericordias, ¿ibas a despreciar el corazón apenado y humillado de una viuda casta y sobria, que hacía tantas limosnas, que era la obsequiosa servidora de tus santos, que ni un solo día se olvidaba de presentar su ofrenda ante tu altar, que mañana y tarde iba a tu iglesia, sin fallar nunca, y no para dedicarse a conversaciones tontas ni a chismes de viejas, sino para oír tu palabra en los sermones y para que Tú escucharas sus oraciones?...
Me sanaste, pues, de aquella enfermedad y salvaste al hijo de tu servidora. Por entonces te limitaste a restablecerme corporalmente, esperando la oportunidad de regalarme una salud mejor y más segura [43].
Al recuperarme comencé a reunir en mi casa a un pequeño grupo de estudiantes para introducirme a ellos y a través de ellos darme a conocer a los demás. Me di cuenta de que en Roma los estudiantes practicaban otro tipo de travesuras que yo desconocía entre los estudiantes de Cartago. Es cierto que me habían asegurado que en Roma los adolescentes no hacían aquellas mataperradas. Pero también me dijeron que los estudiantes de aquí, para no tener que pagar al maestro, se unían y se pasaban en bloque a otro maestro, faltando así a la palabras dada y no haciendo caso de la justicia por amor al dinero.
Comencé a odiarlos de corazón, mas no con odio refinado. Quizá los odiaba más por el perjuicio que me iban a hacer a mí que por el modo legal con que procedían con los demás [44].
Por aquellos días frecuentaba en Roma los círculos de quienes se decían “santos”, y que eran a la vez engañados y engañadores. Yo no me limitaba a tratar con los oyentes, entre los que se contaba el dueño de la casa donde yo había estado enfermo y convaleciente, sino que frecuentaba también los círculos de los que llaman “elegidos”.
Aún seguía pensando que no somos nosotros los que pecamos, sino que la que peca en nosotros es una naturaleza extraña que no puedo definir. Así mi orgullo se sentía feliz por verse libre de culpa. Lógicamente, tampoco tenía que confesar mis pecados cuando obraba mal para que Tú sanaras mi alma. Me gustaba excusarme y prefería acusar a no sé qué otro elemento extraño que estaba en mí y que no era yo.
Mi pecado más incurable era el no creerme pecador. Seguía frecuentando los círculos de los elegidos maniqueos. Pero en el fondo, ya había perdido la esperanza de toda responsabilidad de progreso en aquella falsa doctrina. Es más, ya no era tan intransigente en defender aquellos puntos o proposiciones que había decidido mantener en caso de no hallar otra cosa mejor.
Además, comenzó a obsesionarme la idea de que aquellos filósofos, que llaman académicos, habían sido los más prudentes y ponderados al adoptar como principio que se debe dudar de todo y de todos, y que ninguna verdad puede ser totalmente comprendida por el hombre. A pesar de que yo no había profundizado todavía en su pensamiento, creía que esto lo pensaban con toda sinceridad, porque hasta entonces no había captado su intención.
En cuanto a mi anfitrión, le reproché la excesiva credulidad que vi tenía en los temas de ficción de que están llenos los libros maniqueos. Con el resto de los integrantes de esta secta tenía una familiaridad mayor que con las demás personas que no pertenecían a ella. Ya no la defendía con el entusiasmo de antes, es cierto. Pero el trato con sus adeptos, de los que muchos se ocultaban en Roma, aumentaba en mí la flojera por buscar otra cosa, sobre todo en aquel momento en que había perdido la esperanza de hallar la verdad en tu Iglesia, de la que ellos me habían apartado…
Cuando mi espíritu intentaba recurrir a la fe católica, al momento sentía un rechazo, porque lo que yo pensaba no era la fe católica [45]. La Iglesia católica no enseña lo que pensábamos y sin razón censurábamos [46].
PROFESOR EN MILÁN
Agustín estaba decepcionado de los maniqueos y pensó que quizás los académicos tenían razón: de que nunca el hombre podrá descubrir la verdad. Se sentía insatisfecho consigo mismo, buscaba y buscaba y no encontraba.
Después de casi dos años en Roma, decidió ir a Milán, la capital del imperio romano de occidente en ese tiempo. Los emperadores establecieron allí su residencia desde el año 305 hasta el 402, en que el emperador Honorio estableció la corte en Ravena.
Una de las causas de su partida de Roma era que sus alumnos, aunque no eran tan bulliciosos como los de Cartago, no pagaban. Por eso, al presentarse la oportunidad de quedar vacante la cátedra de retórica de Milán, después de un examen y con la influencia de sus amigos maniqueos, consiguió que el prefecto de Roma, Símaco, se la concediera. Así pasaba de profesor privado a profesor oficial, lo cual le daba derecho al viaje gratuito a costa del Estado en la posta oficial.
Era el año 384, Agustín tenía unos 30 años, tenía un buen puesto y un buen sueldo y soñaba en llegar a gobernador, pero Dios lo esperaba en Milán. Se fue a Milán con sus dos grandes amigos: Alipio y Nebridio.
A este respecto nos dice: De manera especial compartía (mi vida) con gran familiaridad con Alipio y Nebridio. Alipio había nacido también en Tagaste, de padres pertenecientes a la aristocracia del lugar. Era más joven que yo, pues lo había tenido de alumno en los comienzos de mi profesorado en nuestra villa natal y posteriormente en Cartago. Me quería mucho, porque me consideraba bueno y preparado académicamente. Yo también sentía aprecio por él, debido a su gran personalidad y a su fondo de virtud muy notable para sus pocos años [47].
Cuando lo encontré en Roma, Alipio se apegó a mi persona con un lazo de amistad muy fuerte. Partió conmigo a Milán por dos razones: para no separarse de mí y para hacer algunas prácticas de derecho, pues había acabado la carrera más por agradar a sus padres que por gusto propio. Por tres veces había ejercido el cargo de asesor jurídico con una integridad que causaba admiración en todos. El se extrañaba de que hubiera magistrados que anteponían el dinero a la honestidad profesional…
También Nebridio había venido a Milán sin otra razón que la de vivir conmigo para participar en la búsqueda ardiente de la verdad y de la sabiduría. Para ello había abandonado su ciudad natal, cerca de Cartago. Había dicho adiós a la misma Cartago adonde viajaba con frecuencia, había abandonado una magnífica finca de su padre, había dejado su casa y había dicho adiós a su madre, que no le acompañaría en el viaje.
Al igual que nosotros, Nebridio también andaba perplejo y anhelante. Era un investigador apasionado de la felicidad humana y un explorador muy profundo de las cuestiones más intrincadas. Éramos tres bocas ansiosas. Éramos tres indigentes que compartíamos nuestra hambre y nuestra miseria. Teníamos nuestra esperanza puesta en Ti, en que nos dieras alimento en el tiempo oportuno. En el mal sabor de boca que tu misericordia hacía aparecer en nosotros como consecuencia de nuestra actividad mundana, tratábamos de averiguar el motivo de por qué sufríamos semejantes angustias. Pero alrededor de nosotros amenazaban las tinieblas. Entonces torcíamos el gesto, lamentándonos y diciendo: ¿Hasta cuándo va a durar esta situación? Una y otra vez nos repetíamos esta misma pregunta, pero sin acabar de decir adiós a la clase de vida que llevábamos. No teníamos ni un poquito de luz ni de certeza adonde sostenernos en caso de dejar a un lado nuestro género de vida.
¡Cómo me llenaba de estupor cuando recordaba nervioso el tiempo transcurrido desde mis diecinueve años, cuando empecé a arder en deseos por la sabiduría, cuando decidí que, una vez hallada ésta, abandonaría todas las expectativas vanas y las locuras engañosas de las pasiones!
Contaba treinta años y seguía vacilando en el mismo barro. Estaba lleno de deseos por disfrutar las realidades presentes que se desvanecían y que al mismo tiempo me iban desintegrando.
Mientras tanto, yo me decía: “Mañana hallaré la verdad. Mañana aparecerá con toda claridad y me abrazaré a ella. ¡Oh grandes hombres de la Academia! ¿Es cierto que no hay ninguna certeza posible que nos sirva de apoyo para defendernos en la vida?”.
Lo que hay que hacer es buscar con mayor interés y no desanimarse. Mira, para comenzar ya no me parecen absurdos aquellos pasajes de los libros eclesiásticos que antes me parecían absurdos. Admiten otra interpretación distinta y razonable. Fijaré mis pies en aquel peldaño donde me instalaron mis padres, hasta que encuentre la verdad pura y cristalina.
Pero, ¿dónde y cuándo buscarla? Ambrosio no dispone de horas libres. Yo no tengo tiempo para leer. Por otra parte, ¿dónde voy a encontrar libros? ¿De dónde voy a sacar dinero para adquirirlos? ¿Cuándo podré comprarlos? ¿Quién puede prestármelos?
Con todo, señalemos un horario y hagamos una distribución del tiempo de modo que podamos atender a la salud del alma. Estamos en los albores de una gran esperanza: las enseñanzas de la fe católica no son las que pensábamos, ni las que como necios le atribuíamos. Sus expertos consideran algo despreciable creer que Dios esta configurado por los perfiles del cuerpo humano. ¿Y aún dudamos en llamar a su puerta para que a la vez se nos descubra todo lo demás? El horario de la mañana lo tengo ocupado con las atenciones al alumnado. ¿Y qué hago con el resto del tiempo? ¿Por qué no emplearlo en estas ocupaciones?
Pero en este caso ¿cuándo voy a saludar a los amigos importantes cuya ayuda tanto necesito? ¿Cuando voy a preparar los materiales que me pagan los alumnos? ¿Cuándo reparar energías y aliviar la tensión mental producida por las preocupaciones?
¡Que se vaya todo al diablo: dejémonos de cosas vacías y sin importancia! ¡Consagrémonos exclusivamente a la búsqueda de la verdad! La vida es miserable, la muerte es incierta. Si nos asalta de improviso, ¿en qué situación saldríamos de este mundo? ¿Dónde vamos a aprender aquello que aquí desatendimos? Mirándolo bien, ¿no tendremos que reparar el castigo de este descuido? Pero, ¿y si la muerte trunca y pone fin a todas las preocupaciones al dar término al mundo de los sentidos? También hay que estudiar este punto.
Pero eso no es posible. Lejos esté de mí pensar que esto sea así. No es absurdo ni carece de fundamento el hecho de que la autoridad única de la fe cristiana se haya abierto camino por el mundo entero. Nunca habría hecho Dios tantas y semejantes cosas si al morir el cuerpo se consumara también la muerte del alma. ¿A qué vienen esas dudas en abandonar las expectativas mundanas y en dedicarnos totalmente a la búsqueda de Dios y de la vida feliz?
Pero vamos poco a poco: también el mundo tiene su encanto y no pequeño. No hay que precipitarse en cortar radicalmente el impulso que nos lleva hacia él, porque el gesto de volver de nuevo a las realidades mundanas resultaría algo indecoroso. Mira, ya te queda poco tiempo para obtener algún título honorifico. ¿Hay más que pedir? Cuento con un buen numero de amigos influyentes. Sin llevar las cosas con demasiada precipitación, te pueden dar una presidencia. Me casaré con una mujer de buena posición económica, para no cargar excesivamente mis gastos. Todo ello será la culminación de mis ambiciones. Ha habido muchas y grandes personalidades, hombres muy dignos de imitar quienes, en compañía de sus mujeres, se han consagrado al estudio de la sabiduría.
Mientras me expresaba en semejantes términos y daban vueltas estos vientos, llevando mi corazón de un lado para otro, iba pasando el tiempo y tardaba en convertirme al Señor. Iba aplazando día tras día vivir en Ti, pero no aplazaba el morir en mí mismo cada día. Amaba la vida feliz, pero me asustaba verla en su propio lugar y la buscaba huyendo de ella. Pensaba que iba a ser muy desgraciado, privándome de las caricias de una mujer, pero no pensaba en la medicina de tu misericordia que podía curar esta enfermedad. Carecía de experiencia y creía que la continencia dependía de las propias fuerzas. Yo no era consciente de contar con esas fuerzas. Era tan tonto que desconocía el testimonio de las Escrituras, según el cual, nadie puede ser casto, si Tú no se lo concedes. Sé también que Tú me lo habrías concedido, si hubiera llamado a tus oídos con el gemido de mi corazón y si, con una fe sólida, hubiera proyectado en Ti todas mis preocupaciones [48].
SAN AMBROSIO
El año 382 había habido un gran revuelo en Roma, porque el emperador Graciano había dado unas leyes ordenando la supresión del ara de la Victoria, uno de los más venerables símbolos del paganismo que estaba en decadencia. También ordenó la abolición de las rentas que se entregaban a las vestales y a los otros cuerpos sacerdotales de Roma.
El prefecto de Roma, Símaco, que era pagano, se opuso con un grupo de paganos influyentes. El año 384, al llegar Agustín a Milán, estaba la polémica en un momento difícil; ya que, al morir el emperador Graciano, Símaco y una legación del senado de Roma, se presentó ante el emperador Valentiniano II demandando la revocación de los edictos de Graciano. La relación presentada por Símaco ha pasado a la historia como Relatio Symmachi (Relación de Símaco).
Entonces san Ambrosio entró a luchar y consiguió que no se revocaran esos edictos. Todos los católicos milaneses amaban al arzobispo Ambrosio, que era su defensor y una gran fuerza moral y política, pues era hijo del prefecto del pretorio de las Galias y había sido anteriormente él mismo gobernador de la Provincia de Emilia y Liguria. Por ello, era muy respetado incluso por las autoridades.
Agustín quedó impresionado por la valentía de Ambrosio y dirá en las Confesiones: Llegué a Milán y me encontré con Ambrosio el obispo, célebre y popular en todas partes entre los mejores y tu servidor piadoso. Sus elocuentes sermones proporcionaban generosamente a tu pueblo la flor de la harina, la alegría de tu aceite y la sobria embriaguez de tu vino. Inconscientemente me veía llevado a él por tu mano para que, siendo yo consciente, él me encaminara hacia Ti. Aquel hombre de Dios me acogió paternalmente y con afabilidad se interesó por los pormenores de mi viaje. Por mi parte, comencé a estimarle, pero inicialmente no lo hice como a maestro de la verdad, pues no tenía la más mínima esperanza de hallarla en la Iglesia. Lo estimé principalmente por su benevolencia para conmigo…
No tenía interés en aprender lo que Ambrosio decía sino en escuchar cómo lo decía. Desilusionado y escéptico de que el hombre hallara un camino que le llevara hasta Ti, ya sólo contaba con esta inútil preocupación… Luego me fui convenciendo de que no era aventurado sostener la fe católica, aunque hasta la fecha hubiera estado convencido de la imposibilidad de responder a las impugnaciones maniqueas. Principalmente después de oír resolver repetidas veces algunos pasajes enredados del Antiguo Testamento, que interpretados literalmente por mí me estaban causando la muerte. Pero al recurrir a la interpretación espiritual de muchos pasajes de aquellos libros, comencé a censurar aquella desconfianza personal mía que me llevaba a creer imposible de resistir a quienes se burlaban y ridiculizaban la Ley y los profetas…
Y tomé la resolución de abandonar a los maniqueos. Pensaba que, mientras siguiera el proceso de mi duda, no debía permanecer en aquella secta... Y a la espera de que surgiera algo seguro adonde encaminar mis pasos, tomé la resolución de ser catecúmeno en la Iglesia católica, que me había sido recomendada por mis padres [49].
MÓNICA
Mónica seguía siempre orando y llorando por su hijo Agustín, esperando que Dios cumpliera la palabra que le había revelado en un sueño sobrenatural de que se había de convertir. Pero para no estar angustiada por su lejanía, en el verano del año 385 se fue hasta Milán para estar con él.
Él nos dice: A mí me encontró en una situación realmente crítica, cuando ya desesperaba de encontrar la verdad. Sin embargo, cuando le conté que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano católico, no exteriorizó su alegría, como si la noticia no constituyera novedad alguna. Como si ya estuviera segura que iba a ocurrir así. Desde hacía tiempo estaba tranquila respecto a esta parte de mi desventura, que le hacía llorarme en tu presencia como a un muerto, pero como a un muerto que iba a resucitar…
Por eso su corazón no se estremeció de alegría incontrolada al enterarse de la realización parcial, pero importante, de lo que diariamente te pedía con lágrimas que sucediera: yo no había conquistado aún la verdad, pero ya me había liberado de la falsedad. Más aún, como ella estaba segura de que también le ibas a conceder lo que faltaba, ya que lo habías prometido todo, me respondió con la mayor tranquilidad del mundo y con el corazón lleno de confianza que estaba segura en Cristo de que antes de salir de esta vida, iba a verme católico creyente.
Esa fue la respuesta que me dio a mí. Pero, por otro lado, frente a Ti, fuente de misericordias, intensificó sus oraciones y sus lágrimas para que aceleraras tu ayuda y alumbraras mis tinieblas.
Asimismo acudía con mayor entusiasmo a la iglesia, quedando extasiada ante los labios de Ambrosio como ante un surtidor de agua viva que brota hasta la vida eterna. Amaba a aquel hombre como a un ángel de Dios desde el momento en que supo que por medio de él yo había llegado a aquella situación de incertidumbre, que iba a ser como una etapa transitoria entre la enfermedad y la salud, una vez superado el momento de mayor peligro, algo así como ese momento de la enfermedad que los médicos califican de crítico [50].
En esos días Mónica demostró obediencia a la Iglesia. Dice Agustín: Sucedió que mi madre, siguiendo las costumbres de África, fue a llevar a las tumbas de los mártires una ofrenda de manjares, pan y vino. El guardián le salió al paso y se lo impidió. Cuando ella se enteró de que el obispo había prohibido este tipo de ofrendas, acató esta decisión con espíritu de fe y obediencia. Yo mismo quedé admirado de la facilidad con que mi madre se convirtió más en acusadora de aquella costumbre que ella tenía que en censuradora de semejante prohibición.
Ella, por el contrario, al llevar la canasta con los manjares rituales que habían de ser repartidos y comidos, no ponía más que un vasito de vino rebajado, muy de acuerdo con sus gustos harto sobrios. De este vasito iba haciendo pequeñas libaciones para hacer los honores. Si eran muchos los sepulcros de los difuntos a los que tenía que rendir este tipo de homenaje, iba paseando el vaso, este mismo vaso, por todos ellos. En este caso, colocaba un vino aguado y sin fuerza, que ella repartía en pequeños sorbos entre los allegados presentes, porque buscaba la devoción y no su propio gusto.
Pues bien, tan pronto como averiguó que este popular predicador y maestro de piedad había determinado que la práctica no siguiera adelante, ni siquiera por parte de aquellos que la realizaban dentro del marco de la sobriedad, para no dar ocasión a los excesos de embriaguez de algunos, y también por el hecho de que estas prácticas, al estilo de las fiestas en honor a los muertos, se parecían muchísimo a la superstición de los paganos, ella se abstuvo de buen grado. En vez de la canasta llena de frutos de la tierra, aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires su corazón lleno de ofrendas más puras. Aprendió asimismo a dar lo que podía a los pobres. De este modo, celebraba allí la comunión del cuerpo del Señor, a ejemplo de cuya pasión fueron inmolados y coronados los mártires [51].
Mónica obedeció también en la cuestión del ayuno. Dice Agustín: Cuando mi madre fue en pos de mí a Milán, halló que aquella Iglesia no ayunaba los sábados. Comenzó a turbarse y vacilar en su práctica. Yo no me preocupaba entonces de tales problemas, pero por ella fui a consultar sobre este punto a Ambrosio. Este me respondió que no ayunásemos en sábado… Cuando se lo comuniqué a mi madre, lo aceptó de buen grado[52].
Por otra parte, Mónica estaba preocupada por el porvenir de su hijo, le habló seriamente de arreglar su vida matrimonial y él aceptó la necesidad de casarse legalmente con una mujer de su categoría social, pues con la concubina nunca podría contraer un matrimonio plenamente legal. A principios del año 386, Mónica encontró una niña de una familia rica. Agustín la conoció y le agradó; y ambas familias acordaron el matrimonio, cuando la niña llegara a la edad núbil, a los doce años. Agustín tomó la decisión de despedir a su conviviente y quedarse con su hijo Adeodato. Esta decisión fue muy dolorosa para él, ya que se había acostumbrado a ella y llevaban 15 años juntos, pero lo vio como una necesidad ya que él, en ese momento, aspiraba a ser gobernador u otro alto cargo público.
Sobre este suceso nos dice: Cuando apartaron de mi lado, como impedimento para el matrimonio a aquella mujer con quien solía compartir lecho, el corazón, rasgado precisamente en la parte por la que estaba pegado a ella, quedó llagado y manando sangre. Ella se marchó a África, tras hacer la promesa de no conocer a otro hombre y dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido de ella.
Yo, desventurado, incapaz de imitarla y sin poder soportar la espera de los dos años que me restaban para casarme con la joven que había pedido, y porque no era un enamorado del matrimonio, sino un esclavo de la pasión, me busqué otra mujer. Claro que no me la procuré en calidad de esposa, sino para fomentar y prolongar la enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre, mientras llegaba el deseado matrimonio.
Pero no por eso se curaba aquella herida mía originada en la pérdida de la compañía precedente; sino que, después de una elevada fiebre y de un dolor inaguantable, comenzaba a gangrenarse. A medida que iba enfriándose la herida, iban haciéndose más desesperados mis dolores [53].
LOS NEOPLATÓNICOS
Agustín no conseguía llenar el vacío que sentía en su alma. Buscaba la verdad y la felicidad y le parecía que era una meta inalcanzable. En medio de sus incertidumbres, leyó el libro de las Enéadas de Plotino (234-305) que le devolvió la esperanza. Este libro de filosofía neoplatónica abrió su alma hacia las alturas del espíritu y pudo así desembarazarse definitivamente de la concepción materialista de Dios. El neoplatonismo estaba muy difundido en ese tiempo e, incluso, san Ambrosio y muchos grandes filósofos cristianos abrazaron el neoplatonismo como un camino para llegar a Dios, haciendo algunos retoques y trasposiciones.
La obra de las Enéadas la pudo leer Agustín en la traducción latina que había hecho Mario Victorino, un gran convertido a la fe católica. La lectura de éste y otros libros neoplatónicos provocó en Agustín, un incendio increíble, pues pudo concebir por primera vez a Dios como un ser absoluto, verdad eterna, espíritu puro y cuyas obras eran todas buenas.
Dice: Amonestado por aquellos escritos que me intimaban a retornar a mí mismo, penetré en mi intimidad guiado por Ti. Lo pude hacer porque Tú me prestaste apoyo. Entré y vi con el ojo de mi alma, tal cual es, sobre el ojo mismo de mi alma, sobre mi inteligencia, una luz inmutable. No esta luz vulgar y visible a todo ser creado, ni algo por el estilo. Era una luz de potencia superior, como sería la luz ordinaria si brillara mucho y con mayor claridad y llenara todo el universo con su esplendor. Nada de esto era aquella la luz, sino algo muy distinto, algo muy diferente a todas las luces de este mundo.
Tampoco se hallaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua, ni como el cielo está sobre la tierra. Estaba encima de mí, por ser creadora mía, y yo estaba debajo por ser creación suya. Quien conoce la verdad, conoce la eternidad.
¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y amada eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti suspiro día y noche. Cuando te conocí por vez primera, Tú me acogiste para que viera que había algo que ver y que yo no estaba aún capacitado para ver. Volviste a lanzar destellos y a lanzarlos contra la debilidad de mis ojos, dirigiste tus rayos con fuerza sobre mí, y sentí un escalofrió de amor y de terror. Me vi lejos de Ti, en la región de la desemejanza, donde me pareció oír tu voz que venía desde el cielo: “Yo soy manjar de adultos. Crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas corporalmente la comida, sino que tú te transformarás en Mí”.
Entonces caí en la cuenta de que Tú has aleccionado al hombre sirviéndote de su maldad. Tú hiciste que mi alma se secara como una tela de araña. Y yo me pregunté: ¿Acaso la verdad carece de entidad al no estar extendida en el espacio, sea finito o infinito? Y Tú me respondiste desde lejos: Al contrario. “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14).
Estas palabras las oí como se oye dentro del corazón. Ya no había motivos para dudar. Me sería mucho más fácil dudar de mi propia vida que de la existencia de aquella verdad que se hace visible a la inteligencia a través de las cosas creadas [54].
Entonces, comprendió el origen del mal, no en un principio eterno malo y material, que hacía al hombre pecar sin responsabilidad de su parte, como decían los maniqueos, sino que el mal era la perversidad de la voluntad que se aparta de Ti, suma sustancia, Dios mío, la perversidad de la voluntad que se vacía por dentro y se hincha por fuera [55].
Pero no pudo llegar a reconocer en Cristo a Dios, porque no era humilde. Así lo dice él: Yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios. Tampoco comprendía de qué podía ser maestra su debilidad… La idea que yo tenía de mi Señor Jesucristo era la de un hombre extraordinariamente sabio, de un hombre inigualable [56].
En ese momento, si no me ponía a reconocer tu camino en Cristo, Señor Nuestro, de ser instruido iba a pasar a ser destruido. Había comenzado a querer parecer sabio y me hinchaba con la ciencia [57].
Entonces comenzó a leer las cartas de San Pablo y se dio cuenta de que todo lo que había aprendido de los neoplatónicos estaba en san Pablo y mucho mejor, con la autoridad de las Sagradas Escrituras. Dice: Me concentré con toda avidez en las Escrituras, con preferencia en el apóstol Pablo, y fueron desapareciendo todos aquellos problemas en que a veces me parecía descubrir: contradicciones e incoherencias entre sus palabras y el testimonio de la Ley y de los profetas… Inicié la lectura y descubrí que todo cuanto de verdadero había leído allá (en los neoplatónicos), también se decía aquí, pero con la garantía de tu gracia [58].
SIMPLICIANO
En el estado de emoción en que se encontraba Agustín, después de haber descubierto el mundo espiritual a través de los neoplatónicos y de confirmar ese camino con las cartas de san Pablo, quería comprender mejor la fe de la Iglesia católica, pues ya estaba muy cerca de creer firmemente en la divinidad de Jesús. Para seguir adelante en su búsqueda fue a consultar al sacerdote Simpliciano, un santo sacerdote que sucedería a san Ambrosio en la diócesis de Milán.
Agustín lo refiere en las Confesiones: Me sugeriste la idea, que me pareció excelente, de acudir a Simpliciano, que me parecía un buen servidor tuyo, y en quién resplandecía tu gracia. A mis oídos habían llegado comentarios de su vida piadosísima consagrada a Ti desde la juventud. En la actualidad era ya un anciano. Por eso pensé que una existencia tan larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado e instruido en muchas cocas. De hecho así era. Por eso quería entrevistarme con él y exponerle mis inquietudes, para que me indicara el método adecuado para caminar por tus sendas en el estado de ánimo en que yo me encontraba…
Me dirigí, pues a Simpliciano, padre espiritual del entonces obispo Ambrosio, y a quien éste amaba como a verdadero padre. Le conté el recorrido de mi error. Cuando hice una referencia a mis lecturas de algunos libros de los platónicos, en la versión latina de Victorino, antiguo retórico de Roma y muerto después de convertirse al cristianismo, me felicitó por no haber tropezado con los escritos de otros filósofos, llenos de errores y engaños, a base de los elementos del mundo. En los platónicos, por el contrario, hay múltiples alusiones a Dios y a su Palabra.
Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los sencillos, evocó la personalidad de Victorino a quien él había conocido y tratado muy de cerca en Roma. De él me refirió algo que no quiero pasar por alto, porque constituye un estupendo motivo para confesar tu benevolencia. Este hombre poseía una vasta erudición y bien probada competencia en todas las disciplinas liberales. Había leído y criticado a un número extraordinario de filósofos, había sido maestro de muchos y nobles senadores. Por todo ello se había hecho digno de que le levantaran una estatua en el foro, como distinción a su ilustre magisterio, honor que los hijos de este mundo consideran como algo extraordinario.
Hasta aquella edad había sido adorador de los ídolos y había tomado parte en los sacrificios sacrílegos de que alardeaba la casi totalidad de la orgullosa nobleza romana… A todos estos dioses los había defendido durante muchos años el anciano Victorino con voz atronadora. Y este mismo anciano no tenía reparo alguno en hacerse ahora siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, doblando su cuello bajo el yugo de la humildad y agachando su frente ante el oprobio de la cruz...
Le confesaba a Simpliciano, no en público, sino más bien en privado y de modo confidencial: “Quiero comunicarte una cosa: ya soy cristiano”. Pero el otro le contestaba: “No me lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo”. Victorino le replicaba medio en broma: “¿Acaso las paredes hacen cristianos?”. Solía repetir con frecuencia que ya era cristiano. Y Simpliciano le contestaba siempre del mismo modo, mientras Victorino repetía una vez más la broma de las paredes. En realidad Victorino tenía miedo de ofender a sus amigos, orgullosos adoradores de los demonios. Estimaba que desde las cumbres de su dignidad mundana y pagana, iban a caer sobre él como cedros del Líbano que aún no había quebrantado el Señor, sus terribles enemistades.
Pero luego que, tras intensas lecturas e impaciencias, adquirió solidez y tuvo miedo de que Cristo le negara delante de sus ángeles si él se acobardaba de confesarle ante los hombres (Lc 12, 9), al sentirse culpable de un gran crimen por avergonzarse de los sacramentos, de la humildad de tu Palabra y no avergonzarse de los sacrificios sacrílegos a los demonios orgullosos que él había aceptado e imitado con ánimo soberbio, depuso su actitud vergonzosa ante la vanidad y se ruborizó ante la verdad.
De pronto y como por sorpresa, tal como nos cuenta Simpliciano, le dijo a éste: “¡Vamos a la iglesia!, quiero ser cristiano”. Éste, loco de contento, se fue con él sin hacer preguntas. Tan pronto como en la iglesia adquirió instrucción sobre los misterios sagrados, sin pérdida de tiempo, dio su nombre para ser regenerado por el bautismo, ante la sorpresa de Roma y la alegría gozosa de la Iglesia. Los orgullosos lo veían y se ponían furiosos, rechinaban los dientes y se impacientaban. Pero tu siervo había puesto su esperanza en el Señor, y ya no reparaba en vanidades ni en locuras engañosas.
Llegó, por último, el momento de hacer la profesión de fe. En Roma suele hacerse en presencia del pueblo fiel, desde un lugar elevado y con determinada fórmula que aprenden de memoria los que van a recibir tu gracia. Pero los sacerdotes, contaba el amigo, le propusieron a Victorino que formulara esta profesión de fe en una ceremonia de carácter más privado, como se proponía de ordinario a aquellos de quienes se tenía fundadas sospechas que iban a tener vergüenza.
Pero Victorino prefirió hacer profesión de su salvación en presencia de la plebe santa, porque la salvación no estaba en la retórica que él enseñaba, y, sin embargo, la había profesado públicamente. ¡Tanto menos debía temer a aquel manso rebaño tuyo al pronunciar tu palabra aquél que en sus propios discursos no se atemorizaba delante de las masas enloquecidas!
Así que, tan pronto como pronunció la fórmula de profesión fe, todos los presentes pasaban su nombre de boca en boca con murmullos de aprobación…
A partir del momento en que tu siervo Simpliciano concluyó su relato sobre Victorino, sentí un inmenso deseo de imitarle [59].
LOS DOS RELATOS DE PONTICIANO
Agustín en su camino de búsqueda de Dios, seguía atado a los deseos carnales y convivía con la segunda mujer, pero el Señor le hizo sentir deseo de dejar todo para seguirlo a tiempo completo y para siempre en una vida de castidad en un monasterio.
Él dice: Cierto día, —no recuerdo los motivos de la ausencia de Nebridio—, llegó a casa a visitarnos a Alipio y a mí un tal Ponticiano, africano y compatriota nuestro, que entonces desempeñaba un alto cargo en la corte. En realidad no sé lo que pretendía de nosotros. Casualmente, encima de la mesa de juego que teníamos delante, vio un códice. Lo cogió, lo abrió y vio que se trataba de las cartas del apóstol Pablo. Se quedó sorprendido, porque había estimado que se trataría de uno de tantos textos que mi profesión me obligaba a consultar. Sonriéndose y mirándome en actitud complaciente, manifestó su sorpresa por haberse topado de improviso precisamente con ese libro y con ningún otro más. Él era cristiano, estaba bautizado y muchas veces se postraba ante Ti, Dios nuestro, en la iglesia, con frecuentes y largas oraciones.
Tan pronto como le expresé mi interés personal por aquellos escritos, tomando él la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre gozaba de merecida fama entre tus fieles, pero que nosotros desconocíamos hasta ese momento. Al darse cuenta de que así era, se demoró en aquella conversación, dándonos a conocer a una personalidad tan importante, que nosotros desconocíamos, cosa que a él le causó profunda extrañeza.
Quedamos sorprendidos oyendo tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos quedamos maravillados: nosotros por tratarse de hechos tan notables; él de nuestra ignorancia sobre el particular.
De aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y sobre sus costumbres y del divino perfume de sus virtudes, de la fertilidad del desierto, de la vida solitaria, de todo lo cual no teníamos la más remota idea. Lo que es más extraordinario: incluso fuera de Milán había un monasterio poblado de buenos hermanos bajo la dirección de Ambrosio, y nosotros no lo sabíamos.
Alargaba él la conversación y nosotros le escuchábamos en silencio. Vino a decirnos que en cierta ocasión —no recordaba ahora la fecha exacta— él y tres compañeros suyos, en la ciudad de Tréveris, mientras el emperador se entretenía asistiendo a los espectáculos del circo en la tarde, salieron a dar un paseo por unos jardines vecinos a las murallas. Se pusieron a pasear en parejas formadas al azar: uno en compañía de Ponticiano, y los otros dos formando grupo aparte. Tomaron caminos diferentes. Estos últimos, paseando sin rumbo fijo, encontraron una cabaña donde habitaban siervos tuyos, de quienes es el reino de los cielos. En esta cabaña encontraron un códice en que se hallaba escrita la “Vida de Antonio”. Uno de los dos comenzó a leerla y, acto seguido, a admirarse, a entusiasmarse y a pensar, mientras leía, en abrazar aquel género de vida y en servirte a Ti y en abandonar las ocupaciones mundanas. Ambos pertenecían a la escala de funcionarios que se denominan agentes de negocios públicos…
Se quedaron en la cabaña con el corazón anclado en el cielo. Ambos tenían novias y, cuando éstas se enteraron de lo sucedido, ellas también te consagraron su virginidad [60].
Y yo, joven miserable, sí, desventurado de verdad, en los mismísimos comienzos de mi adolescencia había llegado a pedirte incluso la castidad y te había dicho: “Dame la castidad y la continencia, pero no ahora”. Temía que me escucharas enseguida y me sanaras de la enfermedad de la concupiscencia, porque lo que yo quería era satisfacerla, no extinguirla…
Pensaba yo que la razón de diferir de un día para otro el momento de seguirte únicamente a Ti, desdeñando toda esperanza mundana, era la falta de algo seguro adonde encaminar mis pasos. Pero había llegado el día en que me hallaba desnudo ante mí mismo y en que mi conciencia me echaba en cara: “¿Dónde está tu palabra? Tú andabas diciendo por ahí que no estabas dispuesto a sacudir la carga de la vanidad por no estar seguro de la verdad. El caso es que ya estás seguro de la verdad y, sin embargo, la vanidad sigue oprimiéndote”…
En medio de estas reflexiones me consumía interiormente. Me invadía una confusión tremenda, mientras Ponticiano continuaba su relato. Una vez que acabó de hablar y que ventiló el asunto que le había traído, se marchó. Fue entonces cuando yo me encaré conmigo mismo. ¡Qué cosas me dije! ¡Con qué pensamientos, fuertes como azotes, flagelé mi alma para ver si me seguía en mi intento de ir en pos de Ti! Pero ella se resistía. Rehusaba acompañarme, sin dar excusa alguna. Ya estaban agotados y rebatidos todos los argumentos. Sólo quedaba un temblor mudo. Mi alma sentía verdadero pánico de verse apartada de la costumbre que la consumía hasta matarla.
Entonces, en medio de aquella encarnizada pelea de mi casa interior, y que yo había avivado fuertemente en la intimidad de mi propio corazón, alterado tanto mi rostro como mi mente, me acerco a Alipio exclamando: “Pero, ¿qué es lo que nos pasa? ¿Qué significan esas palabras que acabas de oír? ¡Se levantan los que no han estudiado y conquistan el cielo, y ahí tienes: nosotros, con toda nuestra ciencia pero sin corazón, nos revolcamos en la pasión y la sangre! ¿O es que sentimos vergüenza de seguirlos, porque se nos han adelantado y no nos da vergüenza siquiera el no seguirlos?” [61].
CONVERSIÓN Y APOSTOLADO
LA CONVERSIÓN
Veamos lo que nos dice por experiencia propia: En la residencia donde nos hospedábamos había un pequeño huerto. Disfrutábamos de él como del resto de la casa al no ocuparlo su propietario. Hasta este huerto me había lanzado la tormenta de mi corazón, donde nadie interfiriera el encarnizado combate que había entablado conmigo mismo y cuyo desenlace Tú conocías y yo ignoraba. Lo único que hacía era volverme loco, pero con una locura saludable. Estaba muriendo para vivir. Sabía lo malo que estaba, pero no sabía lo bueno que iba a estar dentro de poco.
Me retiré al huerto, Alipio iba detrás de mí, pisándome los talones. Su presencia no me impedía sentirme solo. ¿Cómo iba a abandonarme él, viéndome presa de tal agitación? [62].
Yo decía para mis adentros: “¡Rápido! ¡Ya! ¡Ahora mismo!”, y de la palabra casi pasaba a la obra. Casi lo hacía, pero no lo hacía…
Vacilaba entre morir a la muerte y vivir a la vida. Podía más conmigo lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado. Y cuanto más se acercaba aquel momento en que yo iba a cambiar, tanto mayor horror me invadía. Cierto que no me hacía volver atrás ni cambiar de propósito, pero me dejaba en suspenso.
Me retenían frivolísimas frivolidades y vanísimas vanidades, antiguas amigas mías que tiraban de mi vestido de carne y me decían por lo bajo: ¿Nos dejas? ¿Desde este momento jamás te será lícito esto y aquello? Y qué cosas me sugerían en lo que llamo esto y aquello. ¡Qué inmundicias me sugerían, qué indecencias! Yo las oía poco menos que a media voz, como en sordina. Ya no me replicaban cara a cara ni de frente, sino que murmuraban a mis espaldas, llamándome furtivamente al alejarme para que volviese la cara hacia ellas. De todos modos, retrasaban mis decisiones de romper con ellas y de quitármelas de encima. Constituían verdaderas vallas quo me impedían dar el salto hacia donde oía la llamada. La costumbre brutal y agresiva continuaba diciéndome: “¿Tú crees quo podrás vivir sin ellas?”.
Pero estas últimas palabras se escuchaban muy apagadas. Hacia el lado donde dirigía mi vista y tenía vuelto el rostro, y donde temía dirigir mis pasos, se me revelaba la casta dignidad de la continencia, serena y sonriente, sin malicia. Con cautela y suavemente me invitaba a que me acercara a ella sin miedo, extendiendo sus manos piadosas, llenas de infinidad de buenos ejemplos, dispuestas a acogerme y darme el abrazo. Allí había infinidad de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes de blancos cabellos. En todos estos grupos la continencia no era algo estéril ni mucho menos, sino madre fecunda de hijos, que eran los gozos obtenidos de Ti que eras su esposo.
Con una sonrisa alentadora a flor de labios, es como si me dijera: “¿No podrás tú lo que éstos y éstas han podido? ¿Acaso lo pudieron por sí mismos y no en el Señor su Dios? ¿Por qué te apoyas en ti mismo si careces de estabilidad? Arrójate en Él. No temas, que no se retirará para que caigas. Arrójate seguro, que Él te acogerá y te sanará”.
Yo me sentía muy avergonzado. Seguía oyendo un ruido de fondo. Era el murmullo de aquellas frivolidades que me tenían perplejo y suspenso. De nuevo intervenía la continencia, y es como si me ordenara con palabras como éstas: “Cierra tus oídos ante el reclamo de tu carne terrena y sucia, para mortificarla. Esta te habla de placeres, pero no están de acuerdo con la ley del Señor tu Dios”.
Esta era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Alipio se mantenía continuamente a mi lado, esperando en silencio el desenlace de mi insólita emoción.
Se formó una borrasca enorme que se resolvió en abundante lluvia de lágrimas. Para descargarla en su totalidad con todo el aparato de truenos, me levanté para separarme de Alipio, pues me pareció que para llorar era más conveniente la soledad, y me retiré lo más lejos que pude para que incluso su presencia física no me fuera un estorbo. Tal era mi situación en aquellos momentos. Él se dio cuenta del estado en que me hallaba, por no sé qué expresión que formulé al levantarme y donde se notaba que mi voz estaba cargada de lágrimas.
Él se quedó en el lugar donde estábamos sentados. Estaba aturdido. No sé cómo caí derrumbado a los pies de una higuera, y mis ojos era dos ríos de lágrimas. Si no con estas precisas palabras sí con este sentido, te dije cosas como éstas: “Tú Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar eternamente enojado? No te acuerdes, Señor, de mis maldades pasadas”. Al sentirme prisionero de ellas con voz lastimera gritaba: “¿Hasta cuándo voy a seguir diciendo mañana, mañana? ¿Por qué no ahora mismo? ¿Por qué no poner fin ahora mismo a todas mis torpezas?”.
Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si de niño o de niña, que decía cantando y repetía muchas veces: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. En ese momento, con el semblante alterado, comencé a reflexionar atentamente si en algún tipo de juego los niños acostumbraban cantar algo parecido, pero no recordaba haberlo oído nunca. Conteniendo, pues, la fuerza de las lágrimas, me incorporé interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase.
Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, que había oído por casualidad, la había tomado como dicha expresamente para él. La lectura era ésta: “Anda a vender todo lo que posees y dáselo a los pobres. Así tendrás una riqueza en el cielo. Y luego vuelves y me sigues” (Mt 19, 21). Este texto provocó su inmediata conversión.
Así pues, me apresuré a acudir al sitio donde estaba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del Apóstol. Lo tomé en mis manos, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos: “Nada de banquetes ni borracheras, nada de prostitución o de vicios, o de pleitos, o de envidias. Más bien, revístanse de Cristo Jesús el Señor. No se conduzcan por la carne, poniéndose al servicio de sus impulsos” (Rom 13, 13-14). No quise leer más ni era necesario tampoco. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mis dudas.
A continuación, registrando el libro con el dedo o con no sé qué otra señal, con ademán sereno, le conté a Alipio todo lo sucedido. Por su parte, me contó lo que también a él le estaba pasando y que yo desconocía. Me rogó le mostrara lo que había estado leyendo. Se lo enseñé y él prosiguió leyendo el pasaje que venía detrás, y que seguía así: “Reciban al que es débil en la fe”. Él se aplicó a sí mismo estas palabras y así me lo dio a entender. Esta orden le dio ánimo para seguir en su honesto propósito, tan de acuerdo con sus costumbres en las que tanto distaba ventajosamente de mí desde siempre. Sin turbación ni vacilación de ningún tipo se unió a mí.
Acto seguido, nos dirigimos los dos hacia mi madre. Le contamos cómo sucedió todo y saltó de gozo y de júbilo, bendiciéndote a Ti que eres poderoso para hacer más de lo que pedimos y comprendemos. Estaba viendo con sus propios ojos que le habías concedido más de lo que ella solía pedirte con sollozos y lágrimas piadosas.
Me convertiste a Ti de tal modo que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo. Por fin, ya estaba situado en aquella regla de fe en que hacía tantos años le habías revelado a mi madre que yo estaría. Cambiaste su luto en gozo, en un gozo mucho más pleno de lo que ella había deseado; en un gozo mucho más íntimo y puro que aquel que ella esperaba de los nietos de mi carne [63].
¡Qué agradable me resultó de golpe dejar la dulzura de mis frivolidades! Antes tenía miedo de perderlas y ahora me gustaba dejarlas. Eras Tú quien las ibas alejando de mí. Tú, suavidad verdadera y suprema, las desterrabas lejos de mí y entrabas en lugar de ellas. Tú, que eres más suave quo todos los deleites, aunque no para los sentidos corporales. Tú, que eres más resplandeciente que toda luz, más escondido que todos los secretos y más alto que todos los honores, aunque no para los que están elevados a sus propios ojos.
Mi espíritu estaba por fin libre de las angustias de la ambición, del dinero y del revolcarse de las pasiones. Y hablaba contigo, Señor, Dios mío, claridad mía y mi salvación [64].
CASICIACO
Agustín, ya convertido, quiere dejar el trabajo y dedicarse enteramente a Dios. Él no era de los hombres mediocres que dan un poco y se quedan contentos. Agustín quería amar a Dios con todo su corazón y con toda su alma y para siempre. Y Dios vino en su ayuda.
Aquel verano (del año 386) comenzaron a enfermarse mis pulmones debido al exceso de trabajo académico. Comenzaba a tener dificultades respiratorias. Los dolores de pecho eran síntoma de que tenía una lesión que me impedía hablar con voz clara y prolongada. Al principio esta situación me puso en aprieto porque era casi como forzarme a abandonar el ejercicio del magisterio… Hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera presentado esta excusa, no fingida, para calmar el malhumor de aquellas personas que en atención a sus hijos pretendían que yo no gozara nunca de libertad. Lleno, pues, de este gozo, aguantaba con paciencia que pasara aquel tiempo de aproximadamente 20 días (para las vacaciones) [65].
Finalizadas las vacaciones de la vendimia, anuncié a los milaneses que buscaran a otro vendedor de palabras para sus estudiantes, porque yo había optado por dedicarme a tu servicio, y porque ya no estaba en condiciones de hacer frente a esa profesión por mis problemas respiratorios y por mi afección de pecho.
Por otra parte, por carta avisé a tu obispo, el santo varón Ambrosio, de mis errores pasados y mis proyectos actuales, rogándole que me aconsejara cuál de tus libros sería preferible para mis lecturas, en vistas a una preparación más adecuada para recibir una gracia tan grande. Me recomendó la lectura del profeta Isaías, porque según creo, es entre todos los profetas el que preanuncia con mayor claridad el Evangelio y la vocación de los gentiles. Pero, al no entender lo primero que leí y al pensar que todo el resto sería igual, dejé su lectura para más adelante, cuando estuviera más capacitado en el lenguaje del Señor [66].
En otoño de ese mismo año 386, Agustín, con un pequeño grupo de amigos, va a prepararse para el bautismo a la finca de Casiciaco [67] de su amigo Verecundo. Dice: Estaba en primer lugar nuestra madre a quien le corresponde, de ello estoy convencido, todo el mérito de mi vida; Navigio mi hermano; Trigetio y Licencio, mis conciudadanos y alumnos; también mis primos Lartidiano y Rústico, a los que no quise excluir, aunque nunca se habían sometido a las enseñanzas del gramático. Estaba también entre nosotros el más joven de todos, pero dueño de una inteligencia que, si mi afecto no me engaña, promete grandes cosas: mi hijo Adeodato [68]. Alipio llegó un poco después.
En esos días de retiro Agustín dirigía y programaba las actividades. Mónica se preocupaba de los asuntos de la cocina y de que no les faltara nada, aunque, a veces, también participaba en sus reuniones y discusiones filosóficas. Tenían ratos de oración en común y momentos de reflexión. El día empezaba y terminaba con la oración, sin faltar el rezo de los salmos y el estudio de las Sagradas Escrituras. Como resultado de sus disquisiciones filosóficas escribió Agustín los llamados Diálogos de Casiciaco, que incluyen el libro Contra los académicos, De la vida feliz y Del orden. También escribió el famoso libro de los Soliloquios.
En su libro de las Retractaciones, escrito ya al final de su vida, refiere que en estos libros ensalza demasiado a la filosofía neoplatónica, no cristiana. Todavía no había madurado lo suficiente en la filosofía y teología católica.
Sobre esos días de Casiciaco dice: ¡Qué voces te di, Dios mío, leyendo los salmos de David, esos cantos de fe, esas cadencias de piedad que están en tan marcado contraste con todo espíritu de orgullo! Todavía no era más que un aprendiz en tu auténtico amor, un catecúmeno que estaba de vacaciones con Alipio, también catecúmeno, y en compañía de mi madre que se había asociado a nosotros con ropa de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, amor de madre y piedad cristiana [69].
Dice de su madre: Con nosotros se hallaba nuestra madre, cuyo ingenioso y ardoroso entusiasmo por las cosas divinas había observado yo con larga y diligente atención. Pero entonces, en una conversación que sobre un grave tema tuvimos con motivo de mi cumpleaños y asistencia de algunos convidados y que yo redacté y puse en un volumen (De beata vita o sobre la vida feliz), se me descubrió tanto su espíritu que ninguno me parecía más apto para el cultivo de la sana filosofía[70].
Palabras muy elogiosas en aquel mundo romano del siglo IV, en el que las mujeres eran personas de segunda categoría y que no podían dedicarse a la filosofía y menos entre grupos de hombres. Pero Agustín amaba y admiraba a su madre como una mujer inteligente, creyente y ejemplar.
EL BAUTISMO
Después de prepararse durante nueve meses para el bautismo en la finca de Casiciaco regresó a Milán donde fue bautizado por san Ambrosio en la noche del 24 al 25 de abril del año 387 junto con Alipio y Adeodato.
Veamos lo que él mismo nos dice: Tan pronto como llegó la fecha en que tenía que dar mi nombre para el bautismo, abandonamos la finca y retornamos a Milán. También Alipio quiso recibir el bautismo junto conmigo. Ya estaba revestido de la humildad conveniente a tus sacramentos. Domaba con tanta violencia su cuerpo que anduvo con los pies descalzos por el suelo helado de Italia, cosa que requiere un valor poco común. También llevamos en nuestra compañía al joven Adeodato, nacido de mi carne y fruto de mi pecado. Tú, Señor, lo habías hecho bueno. Tenía unos quince años y superaba en inteligencia a muchas personalidades renombradas y doctas. Dones tuyos eran, te lo confieso, Señor y Dios mío. Por lo que a mí toca, en este muchacho nada tenía sino mi pecado…
En aquellos días (después del bautismo) no me hartaba de considerar, lleno de una asombrosa dulzura, tus profundos designios sobre la salvación del género humano. ¡Cuántas lágrimas derramé escuchando los bellos himnos y cánticos que resonaban en tu Iglesia! Me producían una honda emoción. Aquellas voces penetraban en mis oídos, y tu verdad iba penetrando en mi corazón. Fomentaban los sentimientos de piedad, y las lágrimas que derramaba me hacían bien.
ÉXTASIS DE OSTIA
Mónica estaba feliz por la conversión de Agustín. Él la amaba con todo su corazón y ambos tuvieron un éxtasis en Ostia del Tíber, donde esperaban el barco para ir a su tierra africana.
Agustín lo relata así: Estando ya cercano el día de su partida de esta vida —y ese día sólo lo conocías Tú, nosotros lo ignorábamos— sucedió por tus disposiciones misteriosas, que ella y yo nos hallábamos asomados a una ventana que daba al jardín de la casa donde nos hospedábamos. Era en las cercanías de Ostia Tiberina. Allí, apartados de la gente, tras las fatigas de un viaje pesado, reponíamos fuerzas para la navegación.
Conversábamos, pues, solos los dos con gran dulzura, y, olvidándonos de lo pasado y proyectándonos hacia las realidades del mas allá, profundizábamos juntos, en presencia de la verdad que eres Tú, en un solo punto: cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre (1 Cor 2, 9). Abríamos con avidez la boca del corazón al agua fresca de tu fuente, de la fuente de la vida que hay en Ti para que, rociados por ella según nuestra capacidad, pudiéramos en cierto modo imaginarnos una realidad tan maravillosa.
Y nuestra reflexión llegó a la conclusión de que, frente al gozo de aquella vida, el placer de los sentidos corporales, por grande y luminoso que pueda ser, no tiene punto de comparación y ni siquiera es digno de que se le mencione. Tras elevarnos con el afecto amoroso más ardiente hacia el Ser mismo, recorrimos gradualmente todas las realidades corporales, incluyendo el cielo desde donde el sol, la luna y las estrellas mandan sus destellos sobre la tierra.
Seguimos ascendiendo aún más dentro de nuestro interior, pensando, hablando y admirando tus obras y llegamos hasta nuestras mismas almas, y seguimos nuestro avance remontándolas hasta llegar a la región de la abundancia inagotable, donde apacientas a Israel eternamente en los pastos de la verdad, allí donde la vida es la Sabiduría por la cual todo fue hecho, las cosas presentes, pasadas y futuras, mientras que Ella no es creada por nadie, sino que hoy es como ayer y como será siempre. Mejor dicho, en Ella no hay un fue ni un será, sino sólo un es, porque es eterna.
Mientras hablábamos y suspirábamos por Ella, llegamos a tocarla un poquito con todo el ímpetu de nuestro corazón y, suspirando, dejamos allí cautivas las primicias del espíritu [71].
MUERTE DE MÓNICA
Después del éxtasis, apenas pasados cinco días, no muchos más, cayó con fiebre. Estando enferma, cierto día sufrió un desmayo, y se quedó sin reconocer a los que la rodeaban. Acudimos corriendo, pero pronto recuperó el sentido. Viéndonos presentes a mi hermano y a mí, nos dijo como quien pregunta algo: “¿Dónde estoy?”. Luego, viéndonos abatidos por la tristeza, nos dijo: “Sepulten aquí a su madre”. Yo estaba callado mientras contenía mis lágrimas, en tanto que mi hermano decía no sé qué palabras alusivas al deseo de que la muerte no la sorprendiera en tierra extranjera, sino en su patria. Ella, al escuchar esta sugerencia, mostró en su rostro una gran ansiedad, y le lanzó una mirada reprochándole esta manera de pensar. Fijando los ojos en mí, dijo: “Mira lo que dice”. Y luego, dirigiéndose a los dos, exclamó: “Pongan mi cuerpo en cualquier sitio, sin que les dé pena. Sólo les pido que donde quiera que estén, se acuerden de mí ante el altar del Señor”. Y habiéndonos comunicado esta resolución como pudo, guardó silencio. Poco a poco, al agravarse el mal, creció también su fatiga [72].
Mi madre no anduvo pensando en que su cuerpo recibiera sepultura en medio de ceremonias suntuosas, ni que fuese embalsamado con aromas ni en un monumento selecto, ni siquiera se cuidó de tener sepultura en su patria. No fueron estas las disposiciones que nos dejó. Sólo expresó el deseo de que nos acordásemos de ella ante tu altar a cuyo servicio había estado ininterrumpidamente, sin dejar ni un solo día. Sabía muy bien que en él se dispensaba la víctima santa [73].
Finalmente, el día noveno de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de edad y treinta y tres de la mía, aquella alma fiel y piadosa quedó liberada de su cuerpo [74].
Tras levantar el cadáver, la acompañamos y luego volvimos sin llorar. Ni siquiera en aquellas oraciones que te dirigimos cuando se ofrecía por ella el sacrificio de nuestro rescate (misa), con el cadáver al pie de la tumba y antes de su entierro según costumbre de allí, ni siquiera en estas oraciones, repito, lloré, sino que toda la jornada me invadió una profunda tristeza interior. Mentalmente desconcertado te pedía, como me era posible, que curaras mi dolor. Pero Tú no lo hacías, según creo, para que fijara en mi memoria al menos con esta única prueba la fuerza que tiene cualquier costumbre incluso para un alma que ya no se alimenta de palabras engañosas.
Pensé incluso en ir a darme un baño, porque había oído decir que los baños recibieron esta denominación porque el “balneum” latino, deriva del griego “balaneion” (arrojar) en cuanto elimina todo tipo de tristezas del espíritu. Pero resulta que —también esto lo confieso a tu misericordia, Padre de los huérfanos— después del baño me encontré como antes, porque mi corazón no botó ni siquiera una gota de amargura de su estado de aflicción. Poco después logré conciliar el sueño. Al despertar noté que el dolor estaba parcialmente mitigado…
Luego volví poco a poco a mis pensamientos de antes, centrados en tu sierva y en su santa conversación. Entonces sentí ganas de llorar en tu presencia sobre ella y por ella, sobre mí y por mí. Di rienda suelta a mis lágrimas reprimidas, poniéndolas como un lecho a disposición del corazón. Este halló descanso en las lágrimas. Porque allí estabas Tú para escuchar, no un hombre cualquiera que habría interpretado desconsideradamente mi llanto.
Ahora, Señor, te confieso todo esto en estas páginas. Que las lea el que quiera y que las interprete como quiera. Y si estima pecado el que yo haya llorado durante una hora escasa a mi madre de cuerpo presente mientras ella me había llorado durante tantos años para que yo viviera ante tus ojos, que no se ría. Al contrario si tiene caridad, que llore también él por mis pecados en presencia tuya [75].
Descanse Mónica [76] en paz con su marido, antes y después del cual no tuvo otro. A él sirvió ofreciéndote el fruto de su paciencia, a fin de conquistarle para Ti. Inspira, Señor y Dios mío, a todos cuantos lean estas palabras que se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su marido, por los cuáles no sé cómo me trajiste a este mundo [77].
VUELTA A ÁFRICA
Después de la muerte de su madre, Agustín, en vez de ir directamente a su tierra, decide quedarse un tiempo en Roma. Quizás ya había llegado el invierno y el viaje por mar era muy peligroso o quizás también pudo tener noticias de que las costas de África estaban bloqueadas por la flota del usurpador Maximino, en lucha con el emperador Teodosio, y podían ser capturados por el enemigo. Lo cierto es que decidió postergar su viaje hasta el año siguiente.
Regresó a Roma y se dedicó con el entusiasmo de su nueva fe a convertir a todos sus amigos, a quienes había convertido anteriormente a los maniqueos. A la vez, aprovechó el tiempo para visitar algunos conventos de la capital, estudiando sus normas para el futuro monasterio que pensaba fundar. Durante este tiempo, escribió varios libros. No podía estar ocioso, debía emplear todo su tiempo al servicio del Señor. Sus libros escritos en este año de permanencia en Roma fueron De moribus manichaeorum (Sobre las costumbres de los maniqueos), De moribus Ecclesiae catholicae (Sobre la costumbres de la Iglesia católica), De quantitate animae (De la dimensión de alma) y De libero arbitrio (Del libre albedrío).
En esos momentos tuvo la gran tristeza de la muerte de su amigo Verecundo, que le había prestado la granja de Casiciaco para su retiro, pero también tuvo la alegría de saber que, antes de morir, se había convertido y recibido el bautismo como católico.
En otoño del año 388 se va definitivamente de Italia. Nunca más volverá. Desembarcó en Cartago y, después de descansar unos días, se fue a Tagaste con su hijo Adeodato, Alipio, Evodio y Severo. Sólo Nebridio se quedó en Cartago, pero estaba en constante comunicación epistolar con él.
Lo primero que hace es vender su modesto patrimonio familiar y entregarlo a los pobres. Después organiza sin demora la vida monacal en un pequeño fundo de su propiedad, que tenía casa y huerta. Sus primeros compañeros monjes fueron los anteriormente nombrados, a quienes pronto se añadieron dos hermanos: Privato y Emiliano, y poco a poco algunos otros.
Agustín, como Superior perpetuo, organizó la vida de comunidad con estudio, oraciones y trabajo. Él, personalmente, se dedicó a estudiar la Biblia con fervor, aprendiendo de memoria páginas enteras. Se consiguió varios códices de la Biblias en latín, especialmente el llamado Vetus latina, que fue el que más usó, para poder comparar las traducciones y, buscando el texto más conforme con el original, escribió más tarde a Belén, a san Jerónimo, para que le enviara un texto traducido del original.
El año 389 tuvo la tristeza de la muerte de su hijo Adeodato y de su gran amigo Nebridio.
AGUSTÍN SACERDOTE DE HIPONA[78]
Llevaba ya tres años viviendo como monje en Tagaste y en el año 391 hizo un viaje a Hipona, a unos 80 kilómetros, con el fin de convencer a un amigo para que le acompañara en el convento de Tagaste. Pensaba regresar en cuatro días y probablemente hizo el viaje a caballo, llevando sólo la ropa puesta.
Él mismo cuenta en un Sermón lo que sucedió: Vine a esta ciudad (Hipona) a ver a un amigo a quien quería ganármelo para Dios y para nuestro convento. Venía seguro, porque teníais obispo. Pero sorprendiéndome, me forzaron a recibir las sagradas órdenes, y por esta grada, he llegado a la dignidad episcopal. No traje nada aquí; sólo vine con lo puesto. Y como aquí quería vivir en comunidad con mis hermanos, el anciano Valerio, de feliz memoria, conociendo mi propósito, me dio el huerto donde ahora está el convento. Comencé a reclutar algunos hermanos que tenían vocación, pobres como yo, pues nada poseían, e imitando lo que hice cuando vendí y di a los pobres el precio de mi hacienda, siguieron mi ejemplo los que quisieron adherirse a mí para vivir en vida común, siendo grande y ubérrima heredad de todos, Dios, nuestro Señor [79].
Ya no pudo volver a Tagaste y se quedó como sacerdote al lado del obispo, pero le pidió unos meses de descanso para prepararse al ministerio sacerdotal, estudiando intensamente la Biblia. Valerio, al conocer que deseaba vivir en comunidad, le dio un huerto donde fundó otro convento de monjes. Por su parte, el obispo le encargó la instrucción de los catecúmenos que se preparaban para el bautismo. Al año siguiente, 392, se preocupó de convertir a un amigo suyo maniqueo, llamado Honorato, y para él escribió el libro De utilitate credendi (De la utilidad de creer). Este mismo año tuvo disputas públicas en las termas de Sosio, en Hipona, en el mes de agosto, con el maniqueo Fortunato.
El año 393, en el Sínodo de Hipona, donde se reunieron los obispos de África, le encomendaron que les hablara sobre el credo o símbolo de los apóstoles. Él, por su parte, vivía en el convento de monjes que fundó en Hipona. Dice san Posidio, su primer biógrafo que llegó a ser obispo de Calama, y tuvo una gran amistad con Agustín durante 40 años: Ordenado sacerdote fundó un monasterio junto a la iglesia y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y regla establecida por los apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie en aquella comunidad poseyese bienes, que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su menester, como lo había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria. Y el santo Valerio, su obispo ordenante, como varón pío y temeroso de Dios, no cabía en sí de gozo, dando gracias al cielo por haber escuchado sus peticiones tan favorablemente; porque, según contaba él mismo, con mucha instancia, había pedido al Señor que le diese un hombre capaz de edificar con su palabra y su doctrina saludable la Iglesia, pues, siendo griego de origen y no muy perito en lengua y literatura latina, se tenía por menos apto para este fin. Y dio a su presbítero (Agustín) potestad para predicar el Evangelio en su presencia y dirigir frecuentemente la palabra al pueblo, contra el uso y costumbre de las Iglesias de África… Después, propagándose la fama de este hecho, como de un buen ejemplo precursor, algunos presbíteros, facultados por sus obispos, comenzaron también a predicar al pueblo delante de sus pastores [80].
Normalmente predicaba los domingos y fiestas, sentado en la cátedra. Los hombres a un lado y las mujeres al otro lado. La mayoría de sus feligreses eran artesanos y pescadores.
Muchos de los oyentes escribían las homilías, que se difundieron en colecciones, más o menos voluminosas, e influyeron hasta en las predicaciones de la Edad Media. De modo que llegó a ser común el dicho: Mesa sin vino, sermón sin Agustino. Así como una comida sin vino, no era considerada buena, lo mismo un sermón sin citar a san Agustín.
AGUSTÍN OBISPO
El obispo Valerio estaba contentísimo de la gran ayuda que le brindaba el joven sacerdote Agustín, ordenado a los 35 años. Pero comenzó a temer que se lo arrebatasen para alguna otra Iglesia, consagrándole obispo. Y así hubiera sucedido sin duda a no haberlo evitado el vigilante pastor, ocultándolo en un lugar donde no dieron con él los que vinieron a buscarlo. Por lo cual, acudió con letras secretas al primado de Cartago, rogando que nombrase obispo auxiliar de Hipona a Agustín. Por rescripto consiguió lo que deseaba y pedía con insistencia. Más tarde, reclamado para la visita y presente en la basílica de Hipona el primado de Numidia, Megalio, Valerio sorprendió con la manifestación de su propósito a todos los obispos presentes, y a todos los clérigos y fieles de Hipona, siendo acogida la propuesta por todos los oyentes con alegría, congratulaciones y clamores de aprobación y deseo. Sólo Agustín rehusaba la consagración episcopal, alegando la costumbre en contra, mientras viviera su obispo [81].
Así pues, fue elegido obispo auxiliar a finales del año 395 con 41 años y consagrado por Megalio, Primado de Numidia. Al año siguiente, Valerio murió y Agustín asumió toda la responsabilidad con 42 años. Como obispo tuvo que preocuparse de las propiedades de la Iglesia, sobre todo después que las autoridades traspasaron a la Iglesia católica muchas propiedades de los donatistas. Muchos lo criticaron por ser demasiado desinteresado por los bienes materiales y fácilmente devolvía a quienes los reclamaban, otros lo tildaban de bonachón y fácil de dar a los pobres. Decían: Episcopus Augustinus de bonitate sua donat totum, non suscipit (El obispo Agustín por su bondad lo da todo, sin quedarse nada) [82].
Él nos habla varias veces de la sarcina episcopatus, de la mochila o carga del episcopado, es decir, de la responsabilidad episcopal que llevaba a cuestas al igual que los soldados llevaban su sarcina (mochila), cuando iban a la guerra.
San Agustín celebraba misa y predicaba cada día. Aconsejaba la comunión diaria y que comulgaran en ayunas. Parece que algunos podían llevar la eucaristía a su casa para atraerse las bendiciones divinas e incluso algunos la llevaban en sus viajes como protección contra los salteadores o viático en los peligros, sobre todo en viajes por mar. Pero se opuso a que pusieran la eucaristía en la boca de los difuntos como algunos hacían para protección en el viaje al más allá
Una de sus cruces más pesadas fue la administración de justicia. Según el código del emperador Teodosio, el obispo tenía potestad de juzgar como juez, y no sólo a los cristianos, sino a todos, incluso aunque el proceso se hubiera debatido ante el juez imperial. La gente acudía a él, porque consideraba que había más confianza y justicia en la sentencia que en los tribunales civiles. Él decía: Son tantos los pleitos que caen sobre mí que apenas puedo respirar [83].
Normalmente se le iba toda la mañana en solucionar pleitos y, a veces, también hasta la tarde. Tenía que solucionar toda clase de problemas, incluso sobre paredes divisorias de las casas con ventanas abiertas sin autorización o construcciones elevadas que robaban el aire y el sol [84].
Nos dice: Con frecuencia me critican y dicen: ¿A qué tendrá que ir a casa de tal autoridad? ¿Qué busca el obispo en ella? Pero vosotros sabéis que son vuestras necesidades las que me obligan a ir adonde no quiero y aguardar de pie en la puerta a esperar, mientras entran dignos e indignos; a hacerme anunciar, a ser admitido con rara frecuencia, a sufrir humillaciones, a rogar, a veces, para conseguir algo y, otras veces, a salir de allí triste. ¿Quién querría sufrir todo eso de no verse obligado? Dejadme libre, que nadie me obligue a padecer tales cosas; concedédmelo, dadme vacaciones al respecto. Os lo pido, os lo suplico: que nadie me obligue. No quiero tener nada que ver con las autoridades. Sabe Dios que lo hago obligado. Trato a las autoridades lo mismo que a los cristianos, si entre ellas encuentro cristianos; a quienes son paganos, como debo tratar a los paganos: queriendo el bien para todos [85].
Por otra parte, como obispo fue un gran predicador. Un día san Agustín no explicó en el sermón el tema que les había prometido y, al terminar, se lo hizo notar diciendo que el Señor lo había llevado por otro camino. A los dos días se presentó ante él un negociante, llamado Firmo, quien le dijo que había sido maniqueo y, al oír su sermón, se había convertido. Y repitió el sermón con un orden verdadero y con gran estupor admiramos todos el profundo consejo del Señor, glorificándolo y bendiciendo su nombre, porque Él, cuando quiere y como quiere, por instrumentos conscientes o inconscientes, obtiene la salvación de las almas… Y aquel hombre dejó la profesión del comercio, fue promovido a la dignidad de sacerdote y conservó firme siempre su propósito de santidad [86].
Por otra parte, tuvo que defender la fe católica contra los distintos herejes de su tiempo con libros y promoviendo discusiones públicas con ellos, pero también tuvo que enfrentarse a sus propios fieles para corregir malas costumbres arraigadas o para animarles a vivir la fe en plenitud. Podemos decir que fue un gran polemista contra los herejes, un gran pastor de su rebaño, un gran Padre para todos, aconsejando y haciendo justicia como juez ordinario y, sobre todo, un gran escritor, profundizando cada vez más en su conocimiento de Dios y de la fe católica y transmitiendo a la generaciones futuras un gran tesoro de ciencia hasta el punto de llamarlo el padre espiritual de Occidente.
FUNDADOR DE CONVENTOS
Una vez que fue ordenado sacerdote, fundó en el huerto que le dio el obispo Valerio otro convento de monjes. Dice: En Hipona comencé a reunir hermanos con el mismo buen propósito (de Tagaste), siendo pobres, sin nada, para que me imitasen. Yo había vendido mi escaso patrimonio y había dado a los pobres su valor. Así debían hacerlo quienes quisiesen estar conmigo, viviendo todos de lo común. Dios sería para nosotros nuestro grande, rico y común patrimonio [87].
En estos conventos suavizó el ascetismo de los monjes del desierto con un programa de cultura y apostolado. Se preocupó de que tuvieran una buena biblioteca y les hizo estudiar de modo especial la Sagrada Escritura. En estos conventos no debían recibir mujeres para evitar escándalos, ni aceptar regalos personales, ni vestir de modo diferente.
Al quedar obispo titular, hizo de la casa episcopal una especie de Seminario. No ordenaba a nadie que no viviera con él. Más que un Seminario era un verdadero convento de clérigos en el que había, no sólo sacerdotes, sino también clérigos: acólitos, lectores, subdiáconos y diáconos. Todos vivían en común, teniendo todo en común, sin nada propio. Un reflejo del fervor intelectual con que se estudiaban en este monasterio de clérigos las cuestiones teológicas o morales, es su libro Sobre las 83 cuestiones, que le propusieron para que las resolviese. En este convento se discutían problemas como el libre albedrío, la providencia de Dios, la Santísima Trinidad, las diferencias entre pecados, la naturaleza del Verbo de Dios, la Santísima Trinidad y otras cuestiones teológicas y morales de actualidad.
En un sermón explicó el motivo por el que fundó este convento de clérigos: Vi la necesidad que tenía de ofrecer hospitalidad a los clérigos que sin cesar iban y venían, ya que, de no hacerlo, parecería inhumano. Delegar esta función al monasterio de monjes me parecía inconveniente. Por esta razón, quise tener en esta casa episcopal el monasterio de clérigos. A nadie le está permitido tener nada propio [88].
En este convento de clérigos, en vez del trabajo manual de los monjes se dedicaban al estudio y a la actividad pastoral. La comida y la cena eran actos de comunidad donde se leía algún libro piadoso. Todos debían estar ocupados. Él odiaba la ociosidad. Por eso, dice: No debe uno estar tan libre de ocupaciones que no piense en medio de su ocio en la utilidad del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la contemplación de Dios [89].
Si la Iglesia reclama vuestro concurso, no os lancéis a trabajar con orgullo ávido ni huyáis del trabajo con torpe desidia. Obedeced a Dios con humilde corazón, llevando con mansedumbre a quien os gobierna a vosotros. No antepongáis vuestra contemplación a las necesidades de la Iglesia, pues si no hubiese buenos ministros que se determinasen a asistirla cuando ella da a luz, no hubieseis encontrado medio de nacer. Amad la contemplación, carísimos, de modo que os moderéis en toda terrena satisfacción, recordando que no existe lugar alguno donde no pueda tender sus lazos el diablo, que teme vernos volar a Dios [90].
Os confieso con sinceridad, por la experiencia que tengo, que no he conocido personas mejores que los que han progresado en los monasterios y que no he conocido personas peores que los que en ellos cayeron [91].
Por eso, os anuncio algo que os debe llenar de alegría. A todos mis hermanos clérigos, que viven conmigo, los sacerdotes, diáconos, subdiáconos y a mi sobrino Patricio, los encontré como deseaba [92].
En el Sermón 356, que predicó el año 426 en Hipona, da la lista de los clérigos que con él vivían en el palacio episcopal: su sobrino Patricio, Valente, Lázaro, Faustino, Severo, Jerano, Leporio, Bernabé y Heraclio, que le sucedió como obispo en Hipona.
Es muy interesante anotar que entre sus monjes y clérigos salieron grandes obispos como Alipio, obispo de Tagaste; Profuturo, obispo de Cirta; Posidio, obispo de Calama; Evodio de Uzalis, Severo de Milevi, Urbano de Sicca Veneria, Peregrino de Thena, Bonifacio de Catagua y otros más.
Sin embargo, no le faltaron problemas con algunos clérigos que no vivían el espíritu de pobreza. Dice: Entró con nosotros el presbítero Jenaro. Lo que poseía, al parecer justamente, lo dio casi todo, pero no absolutamente todo. Le quedó una cierta cantidad de dinero que afirmaba ser de su hija. Ella, por misericordia de Dios, vive en el monasterio de mujeres y es una mujer de buena esperanza. Como era menor de edad y no podía disponer de su dinero, se guardó el dinero como si fuese para la muchacha a fin de que, cuando llegase a la edad legal, hiciese con él lo que conviniera a una virgen de Cristo, capacitada ya plenamente para hacerlo. A la espera de tal momento, se sintió cercano a la muerte e hizo testamento como si fuese dinero de su propiedad y no de la hija. Repito: Hizo testamento un presbítero compañero nuestro que permanecía con nosotros, se alimentaba de la Iglesia y había profesado la vida común. Hizo testamento e instituyó un heredero. ¡Qué dolor para nosotros! Dejó a la Iglesia como la heredera. No quiero estos regalos, no amo el fruto de la amargura. Yo le buscaba a él para Dios. Había profesado vivir en comunidad, a ella debió ser fiel y manifestarlo. ¿No tenía nada? No hubiera hecho testamento. ¿Tenía algo? No debía haber fingido que era compañero nuestro como pobre de Dios. Hermanos, esto me produce un gran dolor. Lo confieso, debido a este dolor, determiné no aceptar esa herencia para la Iglesia. Pienso que, si la acepto, me hago cómplice con él. Su hija se halla en el monasterio de mujeres; su hijo en el de varones. Los desheredó a los dos: a ella con alabanzas, a él condenándolo, es decir, con un reproche. He recomendado a la Iglesia que no acepte esta herencia[93].
En cuanto a mujeres, fundó al menos un monasterio. El año 423, con motivo de algunas discordias, les dirigió la famosísima carta 211. En ese momento era Superiora la madre Felicidad que ya llevaba varios años en el cargo. Su predecesora y fundadora había sido la hermana de san Agustín, Perpetua.
En su carta hace referencia a la velación o ceremonia donde emitían el voto de virginidad. Y les exhorta a todas a dejar de pedir el cambio de Superiora. Les dice: Ella es la madre que os recibió. Todas las que vinisteis al monasterio la habéis encontrado, o bien sirviendo y complaciendo a la santa prepósita mi hermana, o bien siendo ella la prepósita que os recibió. Bajo su dirección fuisteis instruidas [94].
Este convento femenino de Hipona lo fundó entre el año 395 y el 400. También se sabe que fundó otro monasterio de monjes en Cartago, ya que en una carta agradece al Primado Aurelio la cesión de un campo para fundar un monasterio [95]…
Su biógrafo san Posidio nos dice: Sus vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y convenientes: ni demasiado preciosos ni demasiado viles… La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes y a personas delicadas. No faltaba el vino en ella[96]…
Usaba sólo cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o de mármol. Y esto no por una forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza. Se mostraba siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso: “Quisquis amat dictis absentum rodere vitam, hac mensa indignam noverit esse suam” (El que es amigo de roer con sus palabras las vidas ajenas, no es digno de sentarse en esta mesa). Y en una ocasión, en que unos obispos muy familiares suyos daban rienda suelta a sus lenguas, contraviniendo lo escrito, los amonestó muy severamente, diciendo con pena que o habían de borrarse aquellos versos o él se levantaría de la mesa para retirarse a su habitación. De esta escena fuimos testigos yo y otros comensales [97].
Dentro de su casa, nunca permitió la familiaridad y la permanencia de ninguna mujer ni siquiera de su hermana carnal que, viuda y consagrada al Señor, hasta la muerte fue Superiora de las siervas de Dios… Nunca debían cohabitar las mujeres con religiosos, aun siendo castísimos, para no dar pretexto de escándalo a los débiles. Si alguna vez acudían a él mujeres a verlo o saludarlo, nunca se presentaba ante ellas sin acompañamiento de clérigos ni conversaba con alguna de ellas a solas, a no ser que hubiera algún secreto [98].
AGUSTÍN POLEMISTA
San Agustín fue el gran polemista contra los herejes de su tiempo. Estaba devorado por el celo del amor de Dios y no podía consentir que hubiera a su alrededor muchos de sus feligreses que, no sólo estaban en el error, sino que desviaban a sus ovejas del verdadero camino de la fe católica. Por eso, para mantener la unidad de la fe católica, luchó desde que fue nombrado sacerdote hasta su muerte contra los errores de los maniqueos, donatistas, pelagianos, semipelagianos, arrianos y paganos, especialmente.
Agustín enseñaba y predicaba privada y públicamente en casa y en la iglesia la palabra de la salud contra las herejías de África, sobre todo contra los donatistas, maniqueos y paganos, combatiéndolos, ora con libros, ora con improvisadas conferencias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los católicos, los cuales divulgaban donde podían, a los cuatro vientos, los hechos de que eran testigos. Con la ayuda del Señor comenzó a levantar cabeza la Iglesia de África que, desde mucho tiempo yacía seducida, humillada y oprimida por la violencia de los herejes, mayormente por el partido donatista, que rebautizaba a la mayoría de los africanos [99].
Les decía: Nosotros, que hemos experimentado los dolores de la división, busquemos el lazo de la unidad [100]. Nada odiamos en vosotros, nada detestamos, sino el error humano. Lo que proponemos es traerlos a nuestro lado para que disfruten con nosotros de la herencia [101]. Vuestras oraciones, hermanos míos, secunden la solicitud que nos tomamos por vosotros, por vuestros enemigos y los nuestros, por el bien de todos, por el sosiego y paz de la Iglesia, por la unidad que el Señor nos recomienda y ama [102].
Veamos ahora las principales herejías a las que combatió:
a) Maniqueos
Esa secta fue fundada por Manes (215-276) en Persia, pero pronto se extendió por todo el mundo romano antiguo. San Agustín los conocía bien, pues había creído en sus ideas durante 10 años hasta que conversó con el gran maestro de la secta, Fausto, y se sintió decepcionado. Ellos decían que en la eternidad del tiempo existían dos reinos independientes e incomunicados: la luz y las tinieblas, pero un buen día la materia caótica se enamoró de la hermosura de la luz y quiso unirse a ella, invadiendo su reino. Así vino la unión y mezcla de un universo luminoso y tenebroso a la vez, como es el que vivimos. En este nuestro universo los seres están compuestos de partículas de luz y de tinieblas. El ser humano también tiene una parte luminosa y divina, y otra tenebrosa y diabólica, que combaten entre sí.
Decían que Dios era un corpus lucidum et inmensum et ego frustum de illo corpore (Dios es un cuerpo inmenso y luminoso y yo (el hombre) una porción de él). Esta concepción materialista de Dios y del alma fue el principal obstáculo de Agustín para poder concebir a Dios como espíritu puro. Otro punto importante de sus ideas era decir que el ser humano no tiene libertad de obrar y, por tanto, no puede pecar. El mismo Agustín nos dice en las Confesiones: Yo no sabía que Dios es espíritu, que no tiene miembros a lo largo y a lo ancho y que carece de masa [103].
Yo creía que no somos nosotros los que pecamos, sino que la que peca en nosotros es una naturaleza extraña, que no puedo definir. Así mi orgullo se sentía feliz por verse libre de culpa [104].
Otra de sus opiniones era que el matrimonio era malo, pues sólo servía para multiplicar las prisiones del alma, ya que consideraban al alma aprisionada por el cuerpo. Por ello, propiciaban el celibato, pues el acto sexual lo consideraban malo, ya que fomentaba las prisiones del alma. San Agustín en su libro Sobre las costumbres de los maniqueos, les echa en cara sus vicios y pecados sexuales con ejemplos concretos.
Otra de sus ideas peregrinas era que Jesús no había podido encarnarse en María ni nacer de la Virgen, porque eso hubiera sido una degradación. Jesús, como Dios, no tenía un cuerpo humano, sino sólo apariencia y, por tanto, fue falsa su muerte y las heridas de su pasión. Lo que llevaba a considerar que todo el Evangelio era mentira. Para ellos Jesús era sólo un enviado celestial. La salvación la realizó sólo con su predicación, pues no hubo verdadera muerte ni resurrección.
Además de esto, prohibían matar animales y beber vino, pero en la práctica comían carne y bebían vino como todos. Por otra parte, calumniaban a la Iglesia católica diciendo que era supersticiosa y llena de contradicciones, basada en la autoridad de las Escrituras y no en la razón.
Agustín los atacó con fuerza. Publicó varios libros como De Genesi contra manichaeos (Comentario del Genesis contra los maniqueos) en 388-389; Contra Faustum manichaeum (Contra Fausto maniqueo) en 398-404; Contra Felicem manichaeum (Contra Félix maniqueo) en 404; y Contra Secundinum manichaeum (Contra Secundino maniqueo) en 405-406.
También los provocó a discusiones públicas. El año 392 disputó en Hipona contra Fortunato en las termas de Sosio.
Dice san Posidio que en la controversia pública con el maniqueo Fortunato, éste no supo qué responder y se escurrió diciendo que consultaría a los jefes de la secta, lo que no pudo refutar. De este modo, el que era tenido por eminente y sabio entre los suyos, apareció a los ojos de todos como incapaz de mantener las posiciones de su secta, y lleno de confusión, al poco tiempo desapareció de Hipona. Así, por medio del mencionado varón de Dios (Agustín), fue extirpado el error de los corazones de todos los presentes y ausentes, a quienes llegó la noticia de este hecho y se arraigó y confirmó la verdadera religión católica [105].
También disputó contra Félix el año 398 en la iglesia de Hipona con gran concurso del pueblo de ambas partes. Se levantaron actas de lo ocurrido y, después de la tercera discusión, el error quedó rebatido y Félix se convirtió a la fe católica [106].
b) donatistas
El donatismo apareció al terminar la persecución de Diocleciano el año 305. No pocos clérigos, y aún obispos, habían entregado a las autoridades paganas objetos de culto y las Sagradas Escrituras. A ellos se les llamó traditores (traidores). Al morir el obispo de Cartago, nombraron para sucederle al diácono Ceciliano, pero algunos lo tomaron a mal y unos obispos de Numidia, reunidos en Sínodo en Cartago el año 312, no reconocieron a Ceciliano, alegando que su consagración episcopal había sido inválida por ser uno de los consagrantes Félix de Aptunga, un traidor, y nombraron como obispo a Mayorino, que murió poco después. A Mayorino le sucedió Donato el grande, que gobernó la diócesis del 316 al 347. Fue tan grande el influjo de Donato que, incluso, puso nombre a su secta llamada de los donatistas. El año 330 ya contaban 270 obispos y por más de un siglo agitaron profundamente a las cristiandades del norte de África. La controversia entre donatistas y católicos era algo de todos los días. Algunas veces, Agustín, al pasar por la calle, debía oír gritos como: ¡Abajo el traidor! O cosas parecidas.
Los donatistas se consideraban los santos y puros; y a los católicos les llamaban traidores, porque habían aceptado en sus filas desde el comienzo a los traidores arrepentidos. Los donatistas eran mayoría en muchas ciudades como Hipona, hasta el punto de que el obispo donatista había prohibido a los panaderos que vendieran pan a los católicos, como así lo hicieron.
Para ellos los sacramentos administrados por los católicos eran inválidos, porque eran pecadores. Por eso, rebautizaban a los católicos que se convertían a su secta.
Los donatistas, además, incluían un aspecto social de lucha de los campesinos contra los terratenientes. Todo esto llevó a una situación de violencia generalizada. El emperador Teodosio entre 379 y 392 dio diferentes edictos contra los herejes, incluidos los donatistas, pero su aplicación no fue muy efectiva.
En Hipona la lucha entre católicos y donatistas era muy fuerte. Los católicos eran minoría y hasta la llegada de Agustín estaban en desventaja. Agustín quiso establecer diálogos y debates públicos con los obispos donatistas, pero ellos se negaban, conociendo sus victorias contra los maniqueos.
Tenían los donatistas en casi todas sus iglesias una clase inaudita de hombres maleantes y perversos, que hacían profesión de continencia y eran llamados circunceliones [107]. Estaban repartidos en cuadrillas por casi todas las regiones de África. Envenenados por falsos doctores, soberbios, audaces y temerarios hasta la ilicitud, ni a los suyos ni a los demás perdonaban nunca, impidiendo hasta el legítimo ejercicio del derecho entre los hombres. Los que no se doblegaban a sus caprichos recibían gravísimos daños y, aun la muerte, porque iban armados con diversas lanzas, en correrías por los pueblos y campos, esparciendo sangre. Hacían particular blanco de su ira y agresiones diurnas y nocturnas a los sacerdotes y ministros católicos, entregándose a la rapiña y atropello. Muchos siervos de Dios quedaron malparados por causa de sus agresiones; a algunos les vertieron en los ojos vinagre y cal; a otros asesinaron. Por estos excesos cundía el descontento y desaprobación entre los mismos partidarios de Donato [108].
Más de una vez, armados los circunceliones, prepararon emboscadas al siervo de Dios Agustín, cuando a petición de sus diocesanos, hacía la visita pastoral, y esto era muy frecuente con el fin de instruir y fortalecer en la fe a los católicos [109].
Él mismo dice: A mí mismo me ha sucedido equivocarme en una bifurcación de caminos y no pasar por donde se había ocultado un grupo de donatistas armados, que esperaban mi paso; y así sucedió que llegase a donde me dirigía tras un largo rodeo. Conocidas después las asechanzas, me regocijé de haberme equivocado, dando gracias a Dios [110].
Un día, pasando por Espaniano, me salió al encuentro un sacerdote donatista en medio del campo de una señora católica, gritando detrás de nosotros: “Tú eres un traidor, un perseguidor”. Tales injurias lanzó igualmente contra la señora en cuya finca estábamos. Cuando oí aquellas voces, no sólo me contuve para no reñir, sino que frené el enojo de la multitud que me seguía [111].
El año 395, en Hasna, donde está de presbítero el hermano Argencio, invadieron nuestra basílica y desmantelaron el altar. Se les ha incoado el proceso [112].
Los donatistas violentos también persiguieron a Alipio, obispo de Guelma, en una de sus visitas pastorales. Rodearon la casa donde se alojó, la apedrearon, la incendiaron, pretendieron forzar la puerta para matarlo, pero los colonos que vivían allí apagaron las llamas por tres veces y los donatistas mataron a todos los animales, robaron todo y maltrataron casi hasta matarlo a Alipio [113].
Agustín pidió celebrar una conferencia para buscar la paz entre los dos obispos, católico y donatista, de Guelma. En esa conferencia el obispo donatista fue convencido de hereje y obligado por la ley imperial a una multa, que por intercesión de Alipio no se cobró.
Agustín, hallándose por orden pontificia con otros colegas en Cesárea de Mauritania, tuvo ocasión de entrevistarse con Emérito, obispo donatista de aquella ciudad, y retarle a pública discusión en la iglesia con el concurso de católicos y disidentes… Pero él no aceptó la propuesta, quedando sin eficacia las instancias de sus parientes y ciudadanos, los cuales le prometían volver a su comunión, si lograba rebatir las aserciones de los católicos[114].
Agustín recomendó a los católicos atraerlos por las buenas. Les decía: En la medida que podamos les recomendamos a los laicos de nuestra Iglesia que no agredan a los donatistas que caen en sus manos y que nos los traigan para que podamos instruirlos. Algunos de nuestros laicos nos escuchan y, en lo posible, siguen nuestros consejos. Otros actúan con ellos como si fueran malhechores, ya que el trato que han recibido de ellos es propio de malhechores. Viéndose físicamente amenazados, hay quienes previenen los ataques dando el primer golpe por temor a ser golpeados primero[115].
El año 405 un edicto imperial declaró al donatismo como herejía que debía ser perseguida. Muchos se convirtieron a la fe católica y san Agustín se preocupó de instruirlos.
En lo que nunca estuvo de acuerdo fue en que los mataran, pues de acuerdo a las leyes imperiales, llegaron a ejecutar a algunos donatistas. San Agustín escribió varias cartas a los oficiales de la administración imperial para que no hicieran ejecuciones, y les decía: No buscamos venganza de nuestros enemigos. Amamos a nuestros enemigos y rezamos por ellos. Deseamos corregirlos, no matarlos, para que no incurran en la condenación eterna [116].
Hablando con los donatistas, les decía: Volveré al redil a la oveja errante, buscaré a la descarriada, queráis o no queráis, éste es mi plan. Y aunque para ir donde están me laceren los pinchos del matorral, me colaré por todas las angosturas y derribaré las vallas [117].
Contra los donatistas escribió el libro Sobre el bautismo (404-407), Contra las cartas de Petiliano (401-405), Contra la carta de Parmenio (404-407), y Sobre la unidad de la Iglesia (año 405).
El año 410, a raíz del saqueo de Roma, el emperador Honorio convocó a una conferencia pública en Cartago. Se reunieron 270 obispos donatistas y 286 católicos el 1 de junio de 411 en Cartago bajo la presidencia del comisario imperial el tribuno Flavio Marcelino. El 9 de junio Flavio Marcelino dio su veredicto contra los donatistas. Los que quisieron unirse a la Iglesia católica tuvieron todas las facilidades y se les reconocía su bautismo, pero los donatistas irreductibles fueron puestos fuera de la ley. El donatismo continuó, aunque con pocos adeptos hasta la toma de Cartago por los árabes el año 679.
c) Pelagianos
Pelagio era un monje inglés que negaba la existencia del pecado original y negaba la necesidad del bautismo y de la gracia de Dios para ser buenos. Escribió un libro explicando sus ideas, titulado De natura, al que Agustín respondió el año 415 con otra titulado De natura et gratia (De la naturaleza y de la gracia).
Con los pelagianos luchó san Agustín durante 10 años, publicando varios libros y refutando sus errores en sus predicaciones ante el pueblo. Los pelagianos hablaban tanto del libre albedrío o libertad personal que, para obrar bien, decían que no necesitaban la gracia o ayuda de Dios. Agustín les hizo entender que era necesaria la gracia de Dios, pero también el esfuerzo personal. Por eso, Agustín escribió la frase lapidaria: Quien te hizo a ti, sin ti, no te salvará sin ti [118].
Les decía a sus fieles: Los enemigos de la gracia pretenden persuadir que ni la oración del Señor es necesaria para que no entremos en tentación. Se empeñan en defender el libre albedrío de tal modo que con él solo, sin contar con la ayuda de la gracia de Dios, podemos cumplir sus mandatos, de donde se sigue que en vano dijo el Señor, “Vigilad y orad para no entrar en tentación”[119].
Pelagio era muy astuto y consiguió que un Sínodo de 14 obispos, reunido en Dióspolis (Palestina) el 20 de diciembre de 415 aceptara como válida su doctrina. Pelagio le envió a san Agustín, sin añadir una sola palabra, las Actas del Sínodo.
Agustín comprendió la gravedad del asunto y decidió con su amigo el primado de África, Aurelio, obispo de Cartago, convocar dos concilios africanos, uno dirigido por Aurelio y otro por Agustín y Alipio. Los 300 obispos de África aceptaron unánimemente los decretos redactados por Aurelio, Agustín y Alipio; y enviaron las Actas al Papa Inocencio el año 416.
En la carta de Agustín al Papa Inocencio I, suscrita también por los otros obispos africanos, pidiendo la condenación del pelagianismo, pone Agustín estas palabras en boca de Pelagio: Es como si dijera a nuestro Creador: “Tú nos haces hombres, pero nosotros nos hacemos justos”. Tan robusta y libre juzgan a la naturaleza que no buscan libertador; tan sana y vigorosa creen a la naturaleza que les sobra el Salvador [120].
El Papa Inocencio murió en marzo de 417 y su sucesor Zósimo, griego de origen, impresionado por el apoyo recibido por Pelagio en Tierra Santa, lo juzgó favorablemente.
Pero el año 418 se produjeron violentos motines en Roma y los partidarios de Pelagio dieron muerte un funcionario imperial. Entonces el emperador dio un edicto el 30 de abril de 418, condenando definitivamente a Pelagio y expulsándolo de Roma, donde Pelagio había vivido 30 años. Con estos acontecimientos el mismo Papa Zósimo condenó al pelagianismo como herejía con la famosa Epístola tractoria. Pelagio se refugió en Egipto y, desde ese momento, el nuevo dirigente de los pelagianos fue Julián, obispo de Eclana, quien con sus 35 años dirigió con 18 obispos italianos la resistencia, pero el año 419 fue expulsado de su diócesis y llevó una vida errante por el Oriente griego. Agustín escribió varios tratados y cartas contra Julián de Eclana, porque desde su exilio, Julián se dedicaba a escribir y hablar contra Agustín.
Dice san Posidio: Contra los pelagianos san Agustín luchó durante diez años, publicando multitud de libros y refutando con muchísima frecuencia sus errores en la iglesia ante el pueblo… Los obispos africanos trabajaron activamente en los concilios para desenmascarar sus errores, primero ante el Santo Padre de Roma, el venerable Inocencio, y después ante Zósimo, su sucesor, persuadiéndoles cuán abominable y digna de condenarse era para la fe católica la mencionada secta. Y aquellos prelados de tan ilustre sede, en diversos tiempos, los censuraron y separaron de la comunión católica con rescriptos dirigidos a las Iglesias africanas del Occidente y del Oriente, fulminando contra ellos la condenación y declarándolos vitandos para los católicos [121].
Los escritos de san Agustín contra los pelagianos fueron: De gestis Pelagii (Sobre las obras de Pelagio), De libero arbitrio (Del libre albedrio), De Spiritu et littera (Sobre el espíritu y la letra), De natura et gratia (Sobre la naturaleza y la gracia), y otros sobre el bautismo de los niños, sobre la concupiscencia, sobre la predestinación, sobre el don de la perseverancia, sobre el pecado original, sobre el alma y su origen… Su último libro, que dejó incluso, fue contra Julián de Eclana: Opus imperfectum contra Iulianum (Obra inacabada contra Julián).
El pelagianismo fue solemnemente condenado en el concilio ecuménico de Éfeso el año 431, pero todavía estuvo presente durante varios años en algunos monasterios del sur de Francia en los que se llamaron semipelagianos y que fueron condenados en el II concilio de Orange en 529.
d) Semipelagianos
El año 425 algunos monjes del monasterio de Adrumeto (en Túnez) no vieron con buenos ojos las doctrinas de san Agustín sobre la gracia. Algunos de estos monjes fueron personalmente a visitar a san Agustín para que les explicara su doctrina sobre la gracia. Para ellos escribió en 425 y 427 los tratados De gratia et libero arbitrio (Sobre la gracia y el libre albedrío) y De Correptione et gratia (Sobre la corrección y la gracia). Pero el año 428 algunos monasterios de la Galia meridional (Francia) no estaban de acuerdo con san Agustín y afirmaban que el hombre necesita de la gracia de Dios para comenzar una obra buena, pero no para culminarla. Se les llamó semipelagianos.
e) Arrianos
El arrianismo era una secta fundada por Arrio, que no creía en la divinidad de Jesucristo, ni en la Santísima Trinidad, al igual que los testigos de Jehová actuales. Contra ellos escribió precisamente el libro De Trinitate (sobre la Santísima Trinidad)
En Cartago tuvo una controversia con el arriano Pascencio, funcionario palatino, el cual, abusando de su poder y mordacidad de severísimo cobrador del fisco, continua y ferozmente combatía la fe católica, turbando muchas conciencias… Agustín, con verdaderas razones y autoridad de las Santas Escrituras, probó que las afirmaciones del arriano carecían de todo fundamento y apoyo en la divina palabra…También disputó en Hipona con un obispo arriano, Maximino, llegado con los godos a África. Lo que ambas partes dijeron se puede leer en los documentos [122]. Maximino, al día siguiente, se marchó de Hipona y Agustín le respondió con dos libros a sus herejías. A Pascencio le había respondido con la carta 238.
f) Paganos
También luchó con fuerza contra el paganismo y las costumbres paganas de su tiempo. Tenían fiestas populares como las de la diosa Flora, donde ofendían públicamente la moral y el pudor. El ideal de su vida estaba escrito en una inscripción que decía: Venari, lavari, ludere, ridere hoc est vivere (Cazar, ir a los baños, a los juegos y reírse, eso es vivir).
Sus ataques a los cristianos tomaron fuerza a raíz del saqueo de Roma el 24 de agosto del año 410 por los godos de Alarico. El saqueo duró tres días y tres noches. Nada se libró del furor de los vencedores. Hubo destrucciones, incendios, asesinatos, violaciones y torturas por todas partes. Y como tenían sed de oro, al marcharse, se llevaron consigo en sus carros de guerra cuanto pudieron.
Antes de la entrada de los godos en Roma muchas familias romanas ricas habían buscado refugio en África y Oriente, especialmente en Egipto. Y los romanos que se refugiaron en las ciudades del norte de África echaban en cara a los cristianos: Cuando ofrecíamos sacrificios a nuestros dioses, Roma era feliz. Ahora que los sacrificios están prohibidos, Roma ha sido destruida. Agustín les respondió con la carta 137; pero, para hacerlo de modo sistemático, escribió la gran obra de La Ciudad de Dios (De civitate Dei) entre 413 y 426. Esta obra es una apología del cristianismo contra el paganismo donde desarrolla una teología de la historia.
Pero anteriormente ya había escrito la carta 91 en defensa de los cristianos de Calama, insultados y perseguidos por sus compatriotas paganos. En la carta 232 a los habitantes de Madaura los anima a dejar las prácticas supersticiosas de los paganos.
El año 399 el emperador Honorio prohibió el culto pagano, mandando retirar los ídolos y las representaciones obscenas de los templos, y cerrarlos, destruyendo los altares de los sacrificios. Ese año cerraron muchos templos paganos en Cartago y en otros lugares, destruyendo las estatuas de los dioses de acuerdo a la ley. Pero en un pequeño pueblo llamado Colonia Sufetana, donde los paganos todavía eran mayoría, cuando los cristianos quisieron cumplir la ley y destruyeron la estatua de Hércules, se rebelaron y mataron a 60 cristianos. San Agustín tuvo que acudir en su defensa y escribió a los paganos la carta 50.
Nueve años más tarde, el año 408, los paganos de Calama, donde era obispo Posidio, el amigo de Agustín, se rebelaron contra la autoridad, organizaron un desfile, apedrearon y saquearon iglesias cristianas y quisieron prender fuego a la basílica, matando a un monje e hiriendo a muchos cristianos. San Agustín debió acudir en ayuda de Posidio. Los paganos, conscientes de que se les venía el castigo de la autoridad imperial, estaban atemorizados. Agustín calmó la situación. Él buscaba con amor paternal la conversión de los paganos, pues sabía que por su camino nunca encontrarían la verdad y la felicidad. Por eso, decía: Todos debemos querer que todos amen a Dios con nosotros [123]. El gozo que recibimos cuando algunos de ellos (paganos o herejes) se corrigen y mejoran, agregándose a la comunión de los santos, no se puede comparar con ningún gozo en la vida [124].
LOS MALOS CATÓLICOS
Había muchos católicos que llevaban vida de paganos y contra ellos tuvo mucho que luchar y que sufrir.
a) Comilonas y borracheras
El año 395, recién nombrado obispo, trató de desarraigar la costumbre de los banquetes profanos que se celebraban en honor de los muertos en los cementerios. También los feligreses profanaban la fiesta de san Leoncio, mártir y obispo de Hipona, patrono de la ciudad, celebrando la fiesta con abusos de comida y bebida dentro de la misma basílica.
A pesar de que el obispo Valerio había prohibido comer y beber en la iglesia, nadie hacía caso. San Agustín se lanzó a la batalla y durante tres días pronunció cuatro discursos.
Le escribía a Alipio: Después de tu partida me anunciaron que ciertos individuos se habían alborotado protestando que no podían tolerar la supresión de la solemnidad (de san Leoncio) que ellos llaman “laetitia” (alegría). Tratan en vano de enmascarar el nombre de borrachera. Ya anunciaban la protesta cuando tú estabas presente. Hube de hablar de perros y puercos, procurando obligar a los rebeldes a avergonzarse de sus costumbres e impertinentes ladridos contra los preceptos de Dios; hablé también de su entrega al placer carnal. La conclusión tendía a hacerles ver qué vergonzoso era ejecutar dentro de las paredes de la iglesia, o bajo el nombre de religión, lo que no podrían hacer durante mucho tiempo dentro de sus casas... Estas advertencias las recibieron con agrado, pero como la asistencia fue escasa, no se resolvía con ellas asunto tan importante. Y, cuando los presentes hablaron fuera sobre la homilía, hallaron numerosos contradictores. Al día siguiente, llamé la atención, planteando el problema de la embriaguez y les hablé sobre con cuánto mayor motivo e ira hubiese desterrado nuestro Señor del templo los convites y embriagueces siempre torpes, cuando así desterró el comercio ilícito de los sacrificios tradicionales...
Desenmascaré, cuanto el tiempo me lo permitió, el pecado de la embriaguez con textos de san Pablo..., y advertí que en la iglesia no se deben celebrar ni siquiera convites honestos y sobrios... Les obligué a considerar cuán vergonzoso y lamentable era que, no sólo viviesen de los frutos de la carne privadamente, sino que deseasen quitarle su honor a la iglesia y llenar todo el amplio espacio de esta gran basílica de turbas de tragones y borrachos, contando con una supuesta autorización... Al final, no fueron mis lágrimas las que provocaron las suyas, pues confieso que, mientras estaba hablando, ellos se adelantaron a llorar y yo no pude contenerme de hacer otro tanto… Al día siguiente, por la mañana, al ver que todos con un solo sentir manifestaban buena voluntad y repudiaban la mala costumbre, les exhorté a que asistiesen por la tarde a la lectura divina para celebrar así el día de fiesta con mayor pureza y sinceridad. Por la tarde la asistencia fue mayor. La plática fue breve para dar gracias a Dios. Mientras, oíamos en la basílica de los herejes el rumor de los acostumbrados convites celebrados por ellos. Allí seguían entregados a la bebida durante el tiempo de nuestras funciones. Hube de hacer constar que la hermosura del día resaltaba por el contraste de la noche y les exhorté a apetecer las cosas espirituales y a gustar cuán suave es el Señor. Refiriéndome a los herejes, dije al pueblo que eran dignos de lastima [125].
Precisamente, en uno de los sermones, descubierto por Dolbeau y que Agustín predicó en enero del año 404, se ve el esfuerzo que hizo para reformar el culto a los mártires, para abolir los bailes y banquetes en sus sepulcros. Y a la vez tomó la medida de que los varones y las mujeres estuvieran separados en estas fiestas para evitar acciones impropias.
b) La mentira
La mentira era también frecuente entre sus feligreses y sobre ella les escribe todo un libro, titulado Sobre la mentira. Dice que la mentira es decir una falsedad con intención de engañar [126]. Lo importante es la intención de engañar. Si uno dice una falsedad creyendo que es verdad, no miente; pero si dice una verdad, creyendo que es falsedad, está mintiendo. Muchos mienten para quedar bien o prometen cosas, que no cumplen. Por ese camino, hacemos mucho daño a los demás y nunca conseguiremos nuestra propia felicidad, que se encuentra en la suprema Verdad que es Dios.
Por eso, toda su vida fue un constante caminar hacía la Verdad divina. Y dice: Quien conoce la verdad, conoce la eternidad [127]. De ahí que el mentiroso no puede ser feliz. El mismo san Agustín le recuerda: La voz de la verdad no calla nunca. No mueve los labios, pero vocifera en el interior del corazón [128]. Es decir, que la Verdad, que es Dios, no te dejará tranquilo y clamará en tu conciencia hasta que te arrepientas y pidas perdón.
c) El robo
Sobre el robo habla en muchos de sus sermones para moverlos a ser honrados. Hay distintas maneras de robar como no haciendo bien los trabajos contratados, llegando tarde al trabajo, siendo perezoso o sacando cosas sin autorización; conseguir licencias en el trabajo con mentiras, no devolver lo prestado, recibir dinero (coimas) por trabajos que debo hacer, exigir más de lo justo, evadir los impuestos, mentir para conseguir donaciones… San Agustín dice: Absteneos vosotros hermanos; absteneos vosotros, hijos, de la costumbre de robar; incluso absteneos del deseo de robar. El que es poderoso roba y tú lloras bajo la mano del ladrón y, si no robas, es porque no puedes hacerlo. ¡Qué se te presente la ocasión! Y entonces alabaré tu deseo dominado... Dime ¿has devuelto lo que recibiste sin otra presencia que la de Dios? Si lo devolviste, si restituiste al difunto en la persona de su hijo, que nada sabía de ello, entonces te alabaré, porque pudiste obrar mal y no lo hiciste. Al igual que, si hallaste en la calle una bolsa de monedas de oro y se la entregaste a su dueño…
Os voy a contar lo que hizo un hombre muy pobre, cuando yo me encontraba en Milán. Era tan pobre que hacía de portero a un profesor de gramática, pero era cristiano a carta cabal, aunque el gramático era pagano. Era mejor quien estaba a la entrada que quien se sentaba en la cátedra. Encontró una bolsa con cerca de doscientas monedas de oro, si no me engaño en el número. Sabía que tenía que devolverla, pero ignoraba a quién. Puso un anuncio público: “Quien haya perdido monedas de oro, venga a tal lugar y pregunte por fulano de tal”. El que las había perdido, visto el anuncio, se acercó a aquel hombre. Éste, por temor a que viniese buscando lo que no era suyo, le pidió explicaciones, preguntándole por el tipo de bolsa, por la imagen e incluso el número de monedas. Y como sus respuestas se acomodaron a la realidad, le devolvió lo que había encontrado. El otro, a su vez, queriendo corresponder a su honradez, le ofreció una décima parte, es decir, veinte monedas, que no quiso recibir. Le insistió el otro y, al fin, aceptó lo que se le ofrecía; y, acto seguido, lo dio todo a los pobres, no dejando en su casa ni una sola moneda [129].
d) El adulterio
En aquellos tiempos en que las mujeres eran personas de segunda categoría, el adulterio de los hombres casi parecía normal. Pero san Agustín arremete contra los adúlteros y les aconseja: Se te dice: No cometerás adulterio, es decir, no buscarás otra mujer que no sea la tuya. Y tú exiges eso de tu esposa, pero no le correspondes en la misma forma. Cuando deberías preceder a tu mujer en la virtud, caes bajo el ímpetu de la libido. Quieres que tu mujer sea vencedora y tú caes vencido. Eres cabeza de tu mujer y ella es ante Dios más que tú. Si el varón es cabeza, debe preceder a su mujer en toda obra buena. ¿Por qué quiere ir el varón adonde no quiere que le siga su mujer? [130].
Cada día hay conflictos, aunque ya las mismas esposas no se atreven a quejarse de sus maridos. Así, en lugar de la ley, se observa ya una costumbre que lo invade todo, de modo que las mismas mujeres tienen ya la persuasión de que eso es lícito para los varones, no para las mujeres. Oyen que algunas han sido llevadas a los tribunales por haber sido sorprendidas con un esclavo, pero nunca han oído que un varón haya sido llevado a los tribunales por haber sido sorprendido con su esclava, aunque el pecado es el mismo. Siendo el pecado igual, hace que parezca más inocente el varón; no ante la divina verdad, sino ante la humana perversidad [131].
e) La maldición
En el sermón 322 presenta la historia escrita por uno de los interesados en que narra cómo su madre maldijo a sus diez hijos. El efecto de la maldición hizo que todos se enfermaran y ella, viendo la espantosa eficacia de sus maldiciones, no pudo soportar por más tiempo la conciencia de su maldad y, echando una soga al cuello, concluyó su deplorable vida de forma aún más deplorable… A mi hermana se le apareció en visión tu imagen tal como ahora te vemos. Por lo cual, se nos indicó que debíamos venir a este lugar [132].
f) Astrología
Eran muchos los cristianos que creían en los astrólogos y los horóscopos y les dice: Hay quienes cuentan las estrellas, atienden, describen y conjeturan los espacios del tiempo, los cursos, la volubilidad, la fijeza y los movimientos de los astros. Se creen grandes sabios. Todo este conocimiento experimental y altanero es defensa de pecados, pues dicen: “Eres adúltero, porque así lo quiere Venus”. “Eres homicida, porque así lo desea Marte”. Luego Marte es homicida y no tú. Tú no eres adultero, sino Venus. Cuida de que no seas tú condenado por Marte y Venus… Tú que despreciaste la vida gratuita dada por Cristo, compras con dinero la muerte propinada por el astrólogo [133].
Algunos dicen: No partiré hoy, porque es día nefasto o porque la luna se halla así, o bien partiré para lograr prosperidad, porque la posición de las estrellas es ésa; en este mes no me dedicaré al comercio, porque aquella estrella me influye en el mes; o bien me dedicaré, porque está en su mes. No plantaré la viña en este año, porque es bisiesto [134].
Es comunísimo entre los paganos que, al ejecutar una cosa o al esperar los acontecimientos de la vida y de sus negocios, tienen en cuenta los días, meses, estaciones y años señalados por los astrólogos y los caldeos… Sin embargo, llenas están nuestras reuniones de hombres que aceptan de los astrólogos los tiempos de las cosas que han de hacerse… ¿Cómo pueden llamarse cristianos y gobernar su vida náufraga por el horóscopo?.. Hay muchos entre los fieles que dicen con gran presunción a la cara, al día siguiente de las calendas, no me pondré en camino; y muchos no se atreven a prohibir esas cosas para no irritarlos… Muchas veces, viéndolos, los toleramos y no pocas veces, tolerando mucho, nos vemos obligados a cometerlos [135].
Alguno aparenta ser cristiano, cuando no sufre en sus bienes detrimento, pero cuando le viene alguna adversidad, corre al adivino, al astrólogo. Se le dice: “¿Eres creyente y consultas al astrólogo?”. Pero él contesta: “Apártate de mí, déjame en paz”. El adivino me encontró mis cosas; de otro modo las hubiera perdido y permanecería llorando. ¡Hombre bueno! ¿No te signas con la señal de la cruz de Cristo? La ley prohíbe todo esto. ¿Te alegras de encontrar tus cosas y no te entristeces por haber perecido tú? ¡Cuánto mejor hubiera sido que hubiese perecido tu vestido y no tu alma! [136].
g) Supersticiones y amuletos
Muchos cristianos, que se habían convertido del paganismo, conservaban algunas costumbres supersticiosas y llevaban amuletos. Muchos marinos, antes de partir, invocaban a Neptuno, el dios del mar. Las parturientas invocaban a la diosa Juno para un buen parto. Otros invocaban a Júpiter para obtener dinero. Y les dice: Eres cristiano y no abandonas la Iglesia, pero consultas a los astrólogos, arúspices, augures y maléficos. Con alma adultera, no dejas la casa de tu marido, y, quedándote en su compañía, fornicas [137].
Está uno enfermo con dolores y ora sin ser escuchado; mejor dicho, es escuchado, pero es probado. En medio del tormento del dolor, llega la tentación de la lengua y se acerca al lecho alguna mujerzuela o varón y dicen al enfermo: “Haz tal vendaje y sanarás”; “recurre a tal encantamiento y sanarás”. “Fulano y mengano y zutano curaron así, pregúntales”. Si no cede, no les obedece y no doblega su corazón, sino que lucha, vence al diablo [138].
Por otra parte, es execrable la superstición de los amuletos entre los que hay que contar los pendientes que los varones llevan en la parte alta de una de las orejas, no para agradar a los hombres, sino para agradar a los demonios… ¿Qué podrá hacerse con ellos si temen quitarse los pendientes y no temen recibir a un tiempo el cuerpo de Cristo y la señal del diablo? [139].
h) El circo
Muchos iban al circo a ver las luchas entre fieras hambrientas o los combates entre las fieras hambrientas y los cazadores, que debían atraparlas con redes. A veces los prisioneros o condenados debían luchar contra leones, leopardos, osos, panteras, tigres…O también había luchas entre hombres (gladiadores). En ocasiones eran luchas entre pequeñas naves en el puerto. Naves dirigidas por galeotes o condenados.
Afirma: Decís que sois cristianos, ¿cuánto dinero gastáis en espectáculos frívolos? ¿Cuánto dais a los cazadores (de las bestias salvajes en el circo)? ¿Cuánto a personas torpes? Dais a aquellos que os asesinan. Por la misma exhibición de los placeres asesinan vuestra alma… Decís: somos cristianos; y tiráis vuestros bienes por adular al pueblo y los retenéis contra lo que manda Dios. Ea, Cristo no manda, Cristo ruega, Cristo pasa hambre (en los pobres). Enmendad y redimid vuestros pecados [140].
¡Cuántos males causa la torpe curiosidad, la vana concupiscencia de los ojos, la avidez de espectáculos frívolos, la locura de los estadios, los combates sin premio alguno!... Siendo hombre de mala fama quien da el espectáculo, ¿puede ser honesto quien lo contempla? Contemplando lo que es infame, lo estás apoyando ¿por qué contribuyes a que exista lo que tú mismo acusas? ¿Osaré prohibir los espectáculos? Me atrevo a hacerlo, claro que me atrevo. Me da valor este lugar y quien me puso en él. ¿Temeré yo las ofensas que se me hacen por lo bajo?.. Tu placer ha de ir de acuerdo con tu dignidad. Elimina todas estas cosas. Quien no quiere asistir a esos espectáculos, se muestra misericordioso con ellos [141].
i) El teatro
En el teatro había representaciones escénicas obscenas con artistas que eran rameras y rufianes donde se presentaban historias de amoríos de los dioses o historietas pornográficas donde se exaltaban toda clase de vicios sexuales. Para san Agustín, el teatro era una escuela de deshonestidad y, por ello, luchó contra él, desaconsejando a los cristianos de asistir a él.
En una ocasión fue a la ciudad de Bula y les dijo: En nuestra ciudad de Hipona estas cosas casi han desaparecido por completo y nos llegan desde vuestra ciudad esas torpes personas. ¿No os avergonzáis de que sólo entre vosotros haya permanecido la torpeza venal? ¿Qué buscáis? ¿Comediantes? ¿Meretrices? En Bula los tenéis ¿Pensáis que es una gloria?... Con gran dolor os estoy diciendo esto. Ojalá que llegue el momento en que la herida de mi corazón se cure con vuestra corrección… Haceos este regalo, cristianos, no vayáis a los teatros [142].
j) Los chismes
Hay católicos que procuran averiguar la caída de algún obispo, clérigo, monje o monja. En seguida creen, discuten, pregonan que todos son lo mismo, aunque no en todos se pueda averiguar. Pero cuando alguna casada ha caído en adulterio, esos mismos no despiden a sus mujeres ni acusan a sus madres. Sólo cuando se descubre algún pecado verdadero en alguno que ostente una profesión santa, insisten, se interesan, se fatigan para que se crea que todos son lo mismo[143].
k) La vergüenza
Muchos cristianos se avergonzaban de decir públicamente “soy cristiano”. Por eso afirma: Hay quienes critican a otros. Pero tú, oh cristiano,… no temas ni escondas tus buenas obras por temor. Los que te reprenden, ¿qué te dicen? ¡He aquí a un gran apóstol! ¿De dónde vienes? Y temes responder: “De la iglesia” para que no repliquen: “¿No te avergüenzas, hombre barbado, de ir donde van las viudas y las viejas?”. Por no escuchar tales cosas temes decir: “Estuve en la iglesia”… ¿No os avergonzáis de avergonzaros de lo que es digno de glorificación? ¿No se avergüenzan ellos de sus torpezas y os avergonzáis de algo glorioso? [144].
l) La falta de fe
Algunos ni siquiera creían en la resurrección futura. Decían: Todo se paga en esta vida, después sólo hay nada y vacío. Por eso, escribe: No sólo niega la resurrección el pagano o el judío o el hereje, sino algunas veces el hermano católico que frunce el ceño, cuando se dan a conocer las promesas de Dios, cuando se anuncia la futura resurrección. Y, todavía más, este mismo dice: “Hasta ahora ¿quién resucitó? No he oído hablar a mi padre, levantado del sepulcro desde que lo sepulté… No veo, dice, ¿cómo voy a creer? Necio, ¿se ve tu alma? [145].
ll) La indiferencia
Hay un número y un sobrenúmero (de cristianos). El Señor conoce a los suyos, a los cristianos que temen, que son fieles, que guardan sus mandamientos y caminan por las sendas de Dios, que no cometen pecados y, si caen, se confiesan. Estos pertenecen al número. Pero hay un sobrenúmero… Son las turbas que llenan las iglesias, que empujan por decirlo así las paredes, que se agolpan en masa apiñada, de suerte que casi se ahogan debido a la multitud; pero, si hay espectáculos, corren al anfiteatro… Pocos son los convertidos, muchos los convertidos falsamente, porque se multiplicaron sobre todo número[146].
Sin embargo les dice a los herejes que no critiquen a la Iglesia por los malos católicos, sino a los buenos, que son los verdaderos católicos, cumplidores de su fe.
Que nadie, fijándose en el mal ejemplo de los malos católicos, hable mal de la Iglesia católica, pues ella misma desaprueba eso que critican y además corrige a los que lo hacen como a malos hijos [147].
Sed cristianos verdaderos y sinceros, no imitéis a los que son cristianos de nombre, pero vacíos de obras[148].
PASTOR Y GUIA DE SU PUEBLO
La vida de Agustín como obispo no fue fácil. Su diócesis no era un lago de aguas tranquilas y cristalinas. Había muchos problemas pendientes. Ya hemos hablado de su lucha hasta la muerte contra los herejes y de cómo tenía que soportar todos los días las querellas de los litigantes como juez ordinario, lo que le cansaba y le hacía perder un tiempo precioso, que hubiera deseado dedicar a escribir libros, a hacer más oración o a realizar otras tareas pastorales. De todos modos, hubo de solucionar muchos problemas que se le presentaron. Veamos algunos.
Siendo sacerdote tuvo que sufrir una grave calumnia. De modo que, cuando el obispo Valerio le pidió al Primado de Numidia que lo consagrara obispo, no quiso, porque había creído las calumnias que los enemigos de Agustín le habían contado. Le dijeron que al repartir algunas eulogias (o trozos de pan bendito) a una señora, le había hecho un maleficio amoroso con la aprobación de su esposo. Durante el concilio de Cartago del año 393, los demás obispos le pidieron al Primado pruebas de su acusación y, al no tenerlas, Megalio reconoció su culpa y pidió perdón.
Agustín dice sobre esto al hereje Petiliano que se lo echó en cara: Puedes desacreditar con el apelativo de venenosa ignominia y delirio las “eulogias” de pan dadas con sencillez y alegría, tú puedes tener tan bajo concepto que hasta presumas admitir unos filtros amatorios dados a una mujer, no sólo con el conocimiento, sino aun con la aprobación de su marido. Puedes admitir contra mí lo que escribió en un arrebato de cólera el que me había de consagrar obispo, y no quieres admitir en mi favor que este obispo pidió perdón al santo concilio por haber fallado así contra mí y que obtuvo el perdón. Eres tan desconocedor y olvidadizo de la mansedumbre cristiana y del mandato evangélico que llegas a acusar de lo que ya se le perdonó benignamente a un hermano, al pedir humildemente perdón [149].
Una costumbre bárbara que pudo suprimir era la llamada Caterva, que tenía lugar en Cesárea de Mauritania. Refiere: Trataba yo de disuadir al pueblo y evitar que se librara un combate digno de una guerra civil o, más bien, peor que una guerra civil y que ellos llamaban Caterva: combate en bandos. En efecto no eran solamente conciudadanos, sino personas cercanas como hermanos y hasta padres e hijos quienes, divididos en dos bandos, se enfrentaban ritualmente en un periodo determinado durante varios días, matándose unos a otros a pedradas, a cual más. Y ya son más de ocho años que se ha suprimido [150].
A los donatistas les escribió lo siguiente: Los vuestros (donatistas), no sólo nos atormentan con azotes y nos hieren a cuchillo, sino que por refinamiento increíble de brutalidad ciegan a las personas, echándoles en los ojos cal viva mezclada con vinagre. Desvalijan nuestras casas. Se han fabricado armas exóticas y terribles; armados con ellas merodean por doquier, amenazando, sedientos de sangre, de latrocinios, incendios y cegueras. Por todo esto, nos hemos visto obligados a querellarnos (pedir justicia). Vosotros donatistas, vivís seguros en vuestras posesiones y en las ajenas, bajo esas que llamáis leyes terribles de los emperadores católicos, mientras que nosotros padecemos los inauditos males que nos causáis. Y, no obstante eso, decís que padecéis persecución y nuestras casas son allanadas y desvalijadas por vuestros grupos de asalto; y nuestros ojos son calcinados con cal viva y vinagre de vuestra fuerza de choque. Es más, cuando vuestros fanáticos se suicidan, nos lo imputan a nosotros. Viven como bandidos, mueren como circunceliones y son glorificados como mártires [151].
Un grave problema se suscitó en los años 422 y 423, cuando las autoridades civiles, a pesar de llamarse católicas, dieron permiso para que en los puertos pudiera realizarse tráfico de esclavos. Estos esclavos eran gente libre, campesinos del norte de África, hombres, mujeres y niños, que eran raptados y después los vendían en los latifundios devastados de Italia y del sur de Francia. Los secuestradores iban en cuadrillas, vestidos con uniforme militar. Muchos de ellos pasaban por Hipona, llevando columnas de cautivos, para llevarlos a los barcos, atracados en el puerto.
El santo nos refiere en carta a Alipio, la carta 10 de las descubiertas en 1981: Yo, aunque quisiera, no podría hacer una lista con todos los crímenes cometidos por los mercaderes de esclavos, aquí en África. Te daré solamente un ejemplo por el cual podrás juzgar lo que está sucediendo por África, y a lo largo de sus playas. Unos cuatro meses atrás, había gente traída de diferentes lugares, especialmente de Numidia, para ser deportada desde el puerto de Hipona. Esto era hecho por los Gálatas, puesto que son ellos solamente quienes, por su codicia, se embarcan en tales negocios. Un miembro de nuestra Iglesia fue avisado de esto y, conociendo nuestra política de ayudar con dinero en tales circunstancias, trató de ponerse en contacto con nosotros. Por esos días, no me encontraba en Hipona, pero inmediatamente nuestros fieles liberaron a ciento veinte personas, algunos desde el barco donde ya estaban embarcados; a otros de las prisiones donde los tenían escondidos antes de embarcarlos. De estos excarcelados, unos cinco o seis habían sido vendidos por sus padres [152].
Pero las autoridades recibían jugosas ganancias y hacían la vista gorda a pesar de las denuncias de distintos obispos.
Por otra parte el año 413 Agustín puso todo su prestigio e hizo todo lo posible para salvar a su amigo Marcelino, ex-prefecto de Roma, de la muerte a que fue condenado por haber participado en una rebelión. Pero no pudo conseguirlo. Agustín se sintió decepcionado de las autoridades y consideró en sus últimos años que era mejor la separación de la Iglesia y del Estado, aunque hubiera colaboración mutua.
El año 414 quiso descansar un poco y dedicarse al estudio y dice: Ya no puedo sobrellevar tanto peso, pues aparte de mi debilidad, se me ha echado encima la vejez. Otra causa es la determinación que he tomado, si Dios me ayuda: Todo el tiempo que me dejen libre las ocupaciones que me exige la necesidad de la Iglesia a la que sirvo por obligación personal, pienso dedicarlo a cultivar el estudio de las ciencias eclesiásticas. De este modo pienso servir de provecho a la posteridad [153].
Pero no lo dejaron y sólo pudo hacer su deseo realidad el año 426. Ese año para evitar problemas de sucesión, convocó al pueblo y les dijo: Sé que, después de la muerte de los obispos, la ambición y las disputas perturban a menudo las Iglesias. Por eso, vengo a manifestaros mi voluntad y creo que es también la voluntad de Dios. Deseo tener como sucesor al sacerdote Heraclio. Heraclio no será consagrado obispo hasta después de mi muerte. Pero, desde ahora, administrará nuestra Iglesia y yo podré así quedar libre para terminar los libros que me han pedido que escriba [154].
Algo que le dolió mucho fue que, en su ausencia, no quisieron aceptar en la iglesia a un donatista arrepentido. Dice: Nos causó tristeza lo que hemos oído. Estando ausente, un donatista que venía a la Iglesia confesando su yerro, fue rechazado por algunos hermanos y no se le admitió. Digo a vuestra caridad, esto ha causado tormento a mi corazón, os lo confieso, no me ha agradado esto [155].
Pero lo que más le hizo sufrir fue un error suyo. En la ciudad de Fusala pensó en nombrarles un obispo y puso para ello los ojos en un sacerdote que sabía la lengua púnica, hablada en aquella región. Llamó al primado de Numidia para consagrarlo y todo estaba listo para la ceremonia, cuando el candidato elegido renunció a último momento. Entonces, Agustín, para que el anciano Primado no hubiera hecho el viaje en vano, designó a un joven llamado Antonio, a quien había educado desde niño y todavía era simple lector, y lo consagraron obispo de Fusala. Al poco tiempo, comenzó Agustín a recibir gravísimas acusaciones de robos, violencias y otros vicios. Tal fue el escándalo que lo suspendieron y le obligaron a restituir todo lo robado. El joven obispo destituido supo convencer al Primado de la supuesta injusticia y el Primado llevó el asunto al Papa Bonifacio, apoyando al joven obispo, pero anotando: Si se nos ha dado noticia fiel del orden de los acontecimientos [156].
Esto fue un duro golpe para san Agustín y para los católicos de Fusala, quienes presentaron sus quejas a Roma. Agustín pensó en dejar el episcopado y retirarse a llorar su imprudencia. Le escribió al Papa Celestino, sucesor de Bonifacio: He de confesar que en este peligro de ambos partidos me atormenta tal temor y tristeza que pienso retirarme de la administración del oficio episcopal y dedicarme a hacer penitencia conveniente a mi yerro, si veo que aquel que fue presentado al episcopado por mi imprudencia, devasta la Iglesia de Dios y, lo que Dios no permita, perece esa misma Iglesia con el devastador… Pero, si consuelas mi ancianidad con esa justicia misericordiosa, tanto en esta vida como en la futura, te pagará bien el que en esta tribulación nos socorre por mediación tuya y te puso en esa Sede [157].
El Papa suspendió al obispo de Fusala y apoyó a san Agustín.
LOS POBRES
Una de sus principales preocupaciones como obispo fueron los pobres. Organizó en Hipona un ropero para vestir a los pobres cada invierno y les decía a sus fieles: Ya se acerca el invierno. No os olvidéis de los pobres. Procurad vestir a Cristo desnudo [158].
Dad a los pobres, os lo ruego, os lo aviso, os lo ordeno, os lo mando. Dad a los pobres lo que os parezca. No quiero ocultaros el motivo de haber hecho este sermón. Desde que estoy aquí, al entrar y salir de la iglesia, me piden los pobres que os hable de esto para que hagáis caridad con ellos. Me han rogado que os hable y, al no recibir de vosotros, piensan que estoy trabajando en vano con vosotros. También esperan algo de mí. Doy lo que tengo, doy lo que puedo, pero no soy capaz de satisfacer todas sus necesidades. Y por no serlo, me presento ante vosotros como un legado suyo. Lo habéis oído y habéis dado señales de aprobación. Sean dadas gracias a Dios. Recibisteis la semilla, habéis dado la palabra. Vuestras alabanzas me hacen más responsable y me ponen en un peligro [159].
En una ocasión, cuando estaban vacías las arcas de la Iglesia, faltándole con qué socorrer a los pobres, mandó fundir los vasos sagrados para socorrer a los cautivos y otros muchísimos indigentes[160]. Y decía: Si das al hermano necesitado, das a Cristo. Si das a Cristo, das a Dios. Dios quiso necesitar de ti ¿y tú esconderás la mano? [161].
Escuchadme, pobres, ¿qué no tenéis, si tenéis a Dios? Escuchadme, ricos ¿qué tenéis, si no tenéis a Dios? [162].
Por otra parte, fustigaba a los malos ricos y les decía: Hay quienes roban lo ajeno y de lo robado dan limosna a los pobres, pensando que así cumplen lo mandado…, pero no es posible sobornar al juez, Cristo [163].
Si das limosna para seguir pecando impunemente, no sólo no alimentas a Cristo, sino que intentas sobornarlo como juez [164].
Las cosas superfluas de los ricos son las necesidades de los pobres. Cuando se poseen bienes superfluos, se poseen bienes ajenos [165].
Que nadie cierre sus oídos al necesitado. Si no puedes dar algo, no lo desprecies. Si puedes dar, da; si no tienes algo material que dar, dale afabilidad. Que nadie diga: Yo no tengo nada que dar [166].
Por eso, a sus monjes les recalcaba en la Regla: Es mejor necesitar poco que tener mucho [167].
MILAGROS
Dios está vivo y presente en la vida de los hombres y los dirige con su providencia amorosa. No es un Dios lejano, desinteresado de sus problemas. Agustín refiere en las Confesiones el sueño sobrenatural de su madre en el que Dios le da a conocer a ella que él se convertiría, como así sucedió. El mismo Agustín contará que, en una ocasión, mientras explicaba algunos pasajes de la Biblia para responder a las preguntas que Simpliciano le había formulado, tuvo, según sus propias palabras, una revelación inesperada acerca de la lectura de la primera carta a los corintios. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1 Co 4,7).
Este pasaje le convenció que la voluntad humana depende por entero de la gracia divina. Agustín admitió que en su intento de encontrar una solución al problema de la relación entre la gracia y el libre albedrío, en un primer momento, dio supremacía a la libertad humana, pero, tras madura reflexión comprendió la supremacía absoluta de la gracia divina. A partir de esa revelación, se convenció de que todo el bien de que es capaz el hombre no puede ser sino el resultado de la gracia previamente concedida [168].
Él dirá: El libre albedrío no queda abolido por recibir ayuda, sino que recibe ayuda precisamente, porque no se ha abolido [169]. No es del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia (Rom 9, 10-16).
En sus Confesiones habla de los milagros de san Protasio y Gervasio. En una visión, Señor, le manifestaste al obispo Ambrosio el lugar en que yacían sepultados los cuerpos de los mártires Protasio y Gervasio. Tú los habías mantenido ocultos e incorruptos durante muchos años en tu secreto, para sacarlos a la luz pública en esta oportunidad, y así apaciguar la cólera de una mujer que por añadidura era la emperatriz. Tras su descubrimiento y exhumación, al proceder al solemne traslado con los debidos honores a la basílica ambrosiana, no sólo se produjeron curaciones de personas atormentadas por espíritus inmundos y reconocidas por ellos mismos, sino que un ciudadano conocidísimo en la ciudad, que llevaba varios años ciego, al preguntar por las razones del alboroto del pueblo que exteriorizaba ruidosamente su alegría, y al enterarse del hecho, dio un salto e hizo que su guía le condujera al lugar. Una vez que llegó, rogó que se le permitiera el acceso para tocar con su pañuelo el féretro de tus santos cuya muerte es preciosa a tus ojos. Tan pronto como realizó este gesto y aplicó el pañuelo a sus ojos, éstos se abrieron al instante. En seguida corrió la noticia y resonaron tus alabanzas cálidas y radiantes. Aunque con este suceso aquella mujer hostil no se acercó a la fe salvadora, por lo menos sirvió de freno en su persecución. ¡Gracias a Ti, Dios mío! [170]
Por aquellos días me estabas haciendo sufrir con un dolor de muelas. Cuando el dolor estuvo al punto de impedirme hablar, se me ocurrió la idea de avisar a todos los amigos presentes, para que te rogaran por mí, Dios de mi salud. Escribí mi deseo en unas tablillas de cera, y luego se las di para que las leyeran. Apenas nos pusimos de rodillas en ademán de súplica, desaparecieron los dolores. ¿Qué clase de dolores eran? ¿Cómo desaparecieron? Confieso que me quedé boquiabierto, Señor mío. Nunca me había ocurrido nada parecido desde mi nacimiento. En lo más profundo de mi ser abriste camino a tus insinuaciones. Yo, radiante de gozo en tu fe, alabé tu nombre. Sin embargo, esta misma fe no me dejaba vivir tranquilo respecto de mis pecados pasados, porque aún no me habían sido perdonados por medio del bautismo [171].
Cuando el año 388 regresó a Cartago para nunca más volver a Italia, se alojó en casa de una familia muy cristiana, donde estaba enfermo un antiguo abogado de la prefectura, llamado Inocencio, que llevaba varios años enfermo. Todos los días lo visitaba Saturnino, obispo de Uzala, el presbítero Geloso y algunos diáconos de Cartago.
Para curarle unas fístulas, los médicos le habían hecho una carnicería espantosa, pero sin resultado alguno. Y cuando le prometieron la salud con una nueva intervención quirúrgica, le entró pánico. Deba pena verlo. Oraba, gemía, sollozaba y temblaba de miedo. Todos los asistentes oraban por él. Y Agustín manifiesta: Yo apenas podía orar, viendo aquella escena. Sólo recuerdo que dije al Señor brevemente en mi corazón: “Señor, ¿qué preces de tus siervos vas escuchar si no escuchas éstas?”.
Al día siguiente aparecen los médicos, aprestan los temibles instrumentos, estando todos atónitos y suspensos [172], pero al quitar los vendajes encuentran la llaga perfectamente curada. Y termina Agustín diciendo: No serán mis palabras las que expresen la alegría, alabanza y acción de gracias al Dios omnipotente y misericordioso, que fluyeron de la boca de todos con lágrimas de gozo; es mejor dejarlo a la imaginación que tratar de expresarlo con palabras[173].
El año 416 hubo una oleada de milagros en Hipona, el sacerdote español Orosio había traído de Jerusalén las reliquias del cuerpo de san Esteban, recientemente descubierto. Por todas partes de África se diseminaron unas pequeñas capillitas con algunos restos del santo. Y la gente hablaba de milagros al contacto directo con su sepulcro o con objetos que lo habían tocado.
Dice san Agustín: Todavía hoy se realizan milagros tanto por los sacramentos como por las oraciones o reliquias de sus santos… Si quisiera reseñar solamente los milagros que por intercesión del gloriosísimo mártir Esteban han tenido lugar en la colonia de Calama y lo mismo en la nuestra, habría que escribir varios libros… No hace dos años aún que está en Hipona Regia la capilla de este mártir y, sin contar las relaciones de las muchas maravillas que se han realizado y que tengo por bien ciertas, de sólo las que han sido dadas a conocer al escribir esto, llegan casi a setenta; y en Calama, donde la capilla existió antes, tienen lugar con más frecuencia y se cuentan en cantidad inmensamente superior. También en Uzala sabemos que se han realizado muchos milagros antes que la que tuviéramos aquí. Pero allí no existe, o mejor, no existió la costumbre de publicar esas informaciones. Quizás ahora hayan comenzado… Así que se realizan todavía hoy muchos prodigios; los realiza el mismo Dios a través de quienes le place y como le place, lo mismo que realizó los que tenemos escritos. Pero los actuales no son muy conocidos ni se menudea su lectura como un repiqueteo de la memoria a fin de que no caigan en el olvido. Porque a pesar del esmero que se empieza a poner entre nosotros para relatar al pueblo esas narraciones hechas por los interesados, las escuchan una vez los presentes, pero la mayoría no lo están; y los mismos que las oyeron, pasados unos días, se olvidan de lo que oyeron; y apenas se encuentra quien comunique lo que oyó a quien sabe no estuvo presente [174].
San Agustín refiere con detalle 22 milagros realizados por intercesión de san Esteban y de san Cipriano [175].
Para él estos milagros eran una prueba más de la veracidad de la fe católica. Para hacer las cosas bien, exigió una declaración por escrito de los milagros por parte de las personas curadas y que después fueron leídos en las iglesias en presencia de sus autores para bien de todos y gloria de Dios. A continuación los archivaba en la biblioteca episcopal para testimonio de las generaciones venideras. De esta manera sólo a los hechos bien comprobados se les dio la máxima publicidad. Este sistema de comprobación y registro lo recomendó Agustín también a otros obispos. Pero pedía a todos los fieles que divulgaran estos milagros para reafirmar la fe católica.
El mismo Agustín no se desdeñaba en rezar por los enfermos y algunos quedaban curados. Dice san Posidio: Si algún enfermo le pedía que rogase por él y le impusiese las manos, lo cumplía sin dilación [176]. Me consta que él fue suplicado para que orase por unos energúmenos (endemoniados), y con llanto oró al Señor, y quedaron libres del demonio. En otra ocasión, un hombre se acercó a su lecho con un enfermo pidiéndole que le impusiera las manos para curarlo… E hizo el Señor que aquel enfermo, al punto partiese de allí sano [177].
El mismo san Agustín refiere dos casos de endemoniados, pero no dice su nombre por humildad. Dice simplemente: Sé de una doncella de Hipona que, habiéndose ungido con el aceite en que había dejado caer sus lágrimas un sacerdote, que oraba por ella, al punto se vio libre del demonio. También sé de un adolescente que por solo una vez que un obispo sin conocerlo, oró por él, de pronto quedó libre del demonio [178].
Así pues, Dios le concedió la gracia de liberar demonios y sanar enfermos para gloria de Dios y bien de las almas.
AGUSTÍN MISTICO
San Agustín fue un gran santo y un gran místico, aunque quizás no se hayan manifestado en él como en otros santos algunos carismas sobrenaturales como la bilocación o las llagas de Cristo, pero sí podemos apreciar en su vida dones místicos como éxtasis (éxtasis de Ostia), el don de hacer milagros como ya hemos anotado, el conocimiento sobrenatural para entender los grandes misterios de la fe, como la Santísima Trinidad y, sobre todo, el don más grande de todos y que abarca a todos los demás: el don del amor.
Toda la vida de san Agustín, desde su conversión fue una entrega total al AMOR. Dios era para él la meta y fin de todo el amor de su corazón. A los demás los amaba por él y para él. Sentía en su interior una fuerza poderosa que no le dejaba vivir tranquilo, era un deseo insaciable de amar y de que todos amaran al AMOR. Su búsqueda incansable de la Verdad era en el fondo la búsqueda incansable de conocer y amar más al Amor, que es Dios.
Su corazón era un horno ardiente, que no podía saciarse con las cosas de este mundo y luchaba y trabajaba con incansable constancia por encender en los demás el fuego de su amor. Por eso su mayor alegría era la salvación de los herejes y la conversión de los pecadores.
Cuando se hace católico, siente el deseo impostergable de convertir a todos los amigos a quienes había convertido al maniqueísmo. Y, encendido en el celo por la gloria de Dios, siente que África le parece pequeña para sus deseos y, por la palabra y sus escritos, quiere llegar al mundo entero y a todas las generaciones venideras para llevarles la luz de la Verdad.
Escribió las Confesiones para reconocer sus errores y pecados pasados. No quería que lo tomaran como un santo, se sentía un pobre pecador y quería que todos supieran lo que había sido. Sentía la tentación de la soberbia, cuando todos lo aplaudían, y él hacía actos de humildad al publicar sus pecados. Él trataba de decir a todo el mundo: Por mucho que me ensalcéis no olvidéis que fui un orgulloso y ambicioso, corrompido por las pasiones humanas. Fui una peste y un perro rabioso que, durante 10 años, no cesó de ladrar contra la Iglesia, cuando era maniqueo. Si algo soy, lo debo a la gracia de Dios.
Se identificó tanto con Dios VERDAD-AMOR que para él la mentira era algo odioso. Durante toda su vida no cesó de clamar contra la mentira, a la que sentía un horror casi instintivo. Él era por naturaleza esencialmente sincero y amigo de la verdad.
Toda su vida fue una ascensión hacia Dios por medio de la oración continua. Él nos dice: Tú, Señor, eres la luz permanente a quien yo acudía para consultar… y sigo haciéndolo con frecuencia. Me llenas de alegría. Por eso, tan pronto como tengo posibilidad de liberarme de los quehaceres forzosos, me refugio en este gozo [179].
En ocasiones el Señor le hacía sentir en la oración su amor de modo extraordinario como a los grandes místicos y sentía que su corazón era demasiado pequeño para amarlo y le decía: La casa de mi alma es demasiado estrecha para que entres en ella, agrándala Tú [180]. Oh, amor, que siempre ardes y nunca te apagas, Dios mío, abrásame [181]. Me haces sentir dentro de mí mismo una dulzura que no sé definir y que, si llegara a alcanzar su plenitud, no sé qué sería, pero no algo de esta vida [182].
Entraré en mi estancia secreta y allí te cantaré canciones de amor mezcladas con gemidos inenarrables (Rom 8, 26)… a Ti… que eres el único, verdadero y soberano bien [183].
San Agustín ha sido llamado el doctor del amor, porque la línea maestra de su vida fue el amor y la verdad. El era un enamorado de Dios y por Dios también de los demás. Al punto de poder decir a sus fieles: Ojalá me conceda el Señor fuerzas para amaros hasta morir por vosotros, ya en la realidad, ya en la disponibilidad [184].
El corazón de san Agustín era un verdadero volcán de fuego, que no podía saciarse con las pequeñas cosas de este mundo. Tenía un amor insaciable, sin medida. Quería con el fuego de su amor calentar e iluminar al mundo entero y a todas las generaciones venideras. Por eso, pudo decir también: Soy plenamente consciente y estoy totalmente seguro de que te amo, Señor. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé[185]. Por Ti suspiro día y noche[186]. Dios mío, vida mía, dulzura mía[187].
ÚLTIMA ENFERMEDAD Y MUERTE
San Agustín tenía varios problemas de salud. Él mismo dice que era muy sensible al frío[188]. Tenía problemas de voz. En Casiciaco tenía dificultad de respiración y dolor del pecho. También sufrió de dolor de estomago (Conf. 1, 11), de dientes (Conf. 11, 12), de un tumor hemorroidal que no le dejaba estar de pie, ni sentado, ni caminar [189] y algunas veces diversas fiebres como en su última enfermedad.
Sus últimos días los pasó triste, pues veía las ciudades destruidas y saqueadas, los moradores de las granjas pasados a cuchillo o dispersos; las iglesias sin ministros ni sacerdotes; las vírgenes sagradas y los que profesaban vida de continencia, cada cual por su parte, y de ellos, unos habían perecido en los tormentos, otros sucumbieron al filo de la espada; muchos cautivos, después de perder la integridad de su cuerpo y alma y de su fe, gemían bajo la dura servidumbre enemiga… De las innumerables iglesias, apenas tres quedaban en pie, a saber: la de Cartago, la de Hipona y la de Cirta… Después de su muerte la ciudad de Hipona fue reducida a cenizas, siendo antes evacuada [190].
En el tercer mes del asedio, el santo enfermó con unas fiebres, y aquélla fue la última prueba de su vida. No privó Dios a su buen siervo del fruto de su plegaria. Porque para sí y para la misma ciudad alcanzó oportunamente la gracia que con lágrimas pidiera [191].
En su última enfermedad mandó copiar para sí los salmos de David, que llaman de la penitencia, los cuales son muy pocos, poniendo los cuadernos en la pared ante los ojos. Día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente; y para que nadie le distrajera de su ocupación, unos diez días antes de morir, nos pidió en nuestra presencia que nadie entrase a verle fuera de las horas en que lo visitaban los médicos o se le llevaba de comer. Al fin, conservando íntegros los miembros corporales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido de nosotros, que lo veíamos y orábamos con él, se durmió con sus padres… Asistimos nosotros al sacrificio, ofrecido a Dios por la deposición de su cuerpo, y fue sepultado. No hizo ningún testamento, porque como pobre de Dios, nada tenía que dejar… Al morir dejó a la Iglesia clero suficientísimo y monasterios llenos de religiosos y religiosas, con su debida organización y su biblioteca provista de sus libros y tratados y de otros santos; y en ellos se refleja la grandeza singular de este hombre, dado por Dios a la Iglesia, y allí los fieles lo encuentran inmortal y vivo [192].
Murió el 28 de agosto del año 430 a los 76 años de edad. Al conocer su muerte, el Papa Celestino, escribió el año 431: La vida y los méritos de Agustín, de santa memoria, siempre lo tuvieron en nuestra comunión sin que jamás haya pesado sobre él la más mínima sospecha. Lo recordamos como un hombre de inmenso saber que mis predecesores siempre lo consideraron como uno de los más grandes maestros [193].
Después de su muerte san Agustín quedó como la única autoridad teológica de referencia indiscutible. En el siglo VI se podía leer en un fresco de la basílica de Letrán, donde estaba representado san Agustín: Los diferentes Padres han explicado diferentes cosas, pero sólo él dijo todo en latín, explicando los misterios con el trueno de su voz.
MILAGROS DESPUÉS DE SU MUERTE
Después de su muerte, el cuerpo de san Agustín fue colocado en la basílica de la Paz. En el año 504 sus restos fueron llevados por sus monjes a Cagliari en Cerdeña. El año 722 fueron comprados por el rey longobardo Luitprando a precio de oro para que no fueran profanados por los musulmanes que habían invadido la isla. Luitprando trasladó los restos de Cagliari a Pavía, colocándolos en la basílica de San Pietro in Ciel d´Oro. A fines del siglo XIV la familia Visconti mandó construir en la misma iglesia un arca, una especie de mausoleo de mármol de Carrara, para colocar allí los restos del santo.
Este mausoleo tiene 3.95 m. de alto, 3.07 de ancho y 1.68 de profundidad. En él hay 50 bajorrelieves, 95 estatuas y 420 cabezas de ángeles y santos. Todos estos componentes están divididos en cuatro pisos. En el piso cuarto hay escenas sobre la conversión, bautismo y milagros atribuidos a san Agustín. Algunos de estos milagros fueron hechos en vida y otros después de su muerte. Estos milagros fueron tomados de la Leyenda aurea del beato Jacopo da Varazze (Jacopo della Voragine), que en español suele traducirse como Santiago de la Voragine (1230-1298)[194].
Veamos algunos de estos milagros relatados por Jacopo della Voragine en el siglo XIII. Se dice en general que san Agustín hizo muchos milagros y liberó a endemoniados. Concretamente se habla de un joven con el mal de piedra, a quien su madre encomendó a la intercesión de san Agustín y quedó curado. Y lo mismo de un ciego, que lo invocó con fe.
El rector de cierta iglesia llevaba tres años en cama, aquejado de una grave enfermedad. Como era muy devoto de san Agustín, el día anterior a su fiesta, por la tarde, al oír que tocaban a Vísperas, comenzó a invocarlo y a encomendarse a él. San Agustín se le apareció vestido de blanco y le dijo: “Tú me has llamado. Aquí estoy, levántate y celebra con fervor la fiesta en mi honor”. Y el enfermo, completamente curado, se acercó a la iglesia con gran admiración de todos.
Hacía el año 912, más de cuarenta hombres procedentes de Alemania y Francia, todos ellos enfermos, emprendieron una peregrinación a Roma para visitar la tumba de los Apóstoles… Al llegar a Pavía y enterarse de que allí estaba el cuerpo de san Agustín, comenzaron a gritar: “San Agustín, ayúdanos”. Se acercaron a su sepulcro y quedaron todos curados. De modo que la fama del santo se esparció por todas partes y muchos enfermos comenzaron a acudir a esa iglesia y quedaban curados.
Lo cierto y real es que muchos enfermos eran curados en su sepulcro y dejaban ex-votos en agradecimiento. Y era tal la cantidad de ellos que la capilla del mausoleo se llenaba y los religiosos debían llevarlos a otro lugar, porque impedían el paso [195].
Un milagro más reciente sucedió en el pueblo de Arafo, de Tenerife Sur (España). Se había cegado el manantial de agua de Añavingo, debido a un gran derrumbamiento de tierra y piedras. Los trabajos realizados para destaparlo no dieron resultados. Después de casi seis años, el 21 de setiembre de 1751, los vecinos colocaron una imagen de san Agustín en una cueva del barranco. A la mañana siguiente, quedó todo destapado y del manantial comenzó de nuevo a brotar agua limpia. Todos lo consideraron un milagro. Dejaron la imagen permanentemente en la cueva y, desde entonces, cada cuatro años realizan una romería para recordar el milagro. Y bajan la imagen de la cueva hasta el pueblo. El año 2009 asistieron más de 3.000 personas [196].
Por otra parte, recordemos que en la iglesia de san Pietro in Ciel d´Oro de Pavía todos los años, el 24 de abril, fiesta de su conversión, y el 28 de agosto, fiesta de su muerte, los restos de san Agustín son expuestos a la veneración de sus fieles en una urna de cristal y bronce dorado, donde se colocaron en 1833. Y Dios sigue concediendo por su intercesión gracias extraordinarias, no sólo en Pavía, sino en todos los lugares del mundo, donde se le invoca con fe.
LA ORDEN DE SAN AGUSTÍN
San Agustín fundó conventos de monjes en Tagaste, Hipona y Cartago. Otro de clérigos en Hipona y otro de religiosas también en Hipona. Pero otros de sus amigos y discípulos fundaron otros conventos con el espíritu agustiniano en Milevi, Calama, Uzala, Cirta, Sitifi o Subsana, como se ve por algunas cartas de Agustín en las que saluda al obispo y a los hermanos que allí moran al igual que manda saludos de parte suya y de los hermanos que están conmigo. Todos se regían por la Regla escrita por él hacia el año 397 según afirman algunos autores, aunque en esto hay división de opiniones.
También se sabe que san Fulgencio (468-533), al salir desterrado de África, fundó un convento en Cagliari y otro en Cerdeña.
Con la invasión de los bárbaros, algunos de estos monasterios desaparecieron, pero volvieron a surgir, cuando el emperador de Bizancio recuperó el África romana entre 533 y 534 y vinieron al norte de África algunos monjes orientales, que hicieron resurgir la vida monástica, según el espíritu de san Agustín.
A mediados del siglo VII vino la invasión árabe del África bizantina y, después de una relativa tolerancia inicial, en el año 717, el califa Omar impuso pena de destierro a quien no se convirtiera al Islam. Los pocos restos cristianos que quedaban en el norte África desaparecieron al llegar los almohades en el siglo XII.
Ante la invasión árabe, muchos monjes huyeron a España, Italia y Europa meridional. Fundaron un monasterio en Mérida y otro en Ercávica, cerca de Cuenca, en España, según san Ildefonso. Teniendo en cuenta que venían de África es muy probable que se rigieran por la Regla de san Agustín como verdaderos agustinos. Más tarde los Papas impusieron como Regla para todos la de san Benito, identificándose monje con benedictino. Algunos autores consideran que hay suficientes pruebas para creer que quedaron algunos monasterios regidos por la Regla de san Agustín, distintos de los canónigos regulares.
Además del monasterio de Mérida y del fundado por Donato con 70 monjes en Ercávica, hay referencia de dos conventos agustinos existentes, uno en Burgos y otro en Salamanca, según documentación conservada en San Isidoro de León. Más documentada es la presencia de colegios de canónigos regulares en las catedrales, que se regían por la Regla de san Agustín. Durante la Edad Media, según Van Bavel, la Regla de san Agustín tuvo amplia difusión en Francia, España e Italia.
Aparte de algún monasterio aislado, especialmente en España, que conservó vivo el espíritu agustiniano, había en otros países como Italia grupos de ermitaños y de canónigos regulares que vivían según la Regla de san Agustín. En el siglo XII, el Papa Inocencio II (1130-1142) asignó la Regla de san Agustín a todos los grupos de canónigos regulares.
En el siglo XIII, en Italia, había muchos grupos de ermitaños que seguían también esta Regla y, deseando que hubiera unidad entre ellos, enviaron cuatro representantes en 1243 al Papa para unirse en una sola Orden. El Papa Inocencio IV aprobó el proyecto para los ermitaños de Toscana (Italia) en 1244. Ésta es la llamada pequeña Unión.
Pocos años más tarde se unieron los grupos de ermitaños del beato Juan Bueno (1169-1249), los ermitaños de Bréttino, los guillermitas (fundados por san Guillermo de Malavalle) y los ermitaños de Monte Favali, que eran otra rama de guillermitas.
En el capítulo general tenido bajo la iniciativa del Papa Alejandro IV en 1256 se realizó la GRAN UNIÓN de todos los mencionados y se constituyó oficialmente la Orden de ermitaños san Agustín. Así pues, la nueva Orden era fundada por la Iglesia por medio de los Papas el año 1256. Al poco tiempo se retiraron los guillermistas y los ermitaños de Monte Favali, pero ya estaba formada la nueva Orden como Orden mendicante, a semejanza de los dominicos y franciscanos, sin tener propiedades. No se dedicarían estrictamente a la vida eremítica y contemplativa, vivirían en ciudades y se dedicarían al apostolado y al estudio. Podrían ser sacerdotes y vivirían unidos en comunidad bajo Regla de san Agustín, considerándolo como su fundador. Por eso, desde el principio pusieron a san Agustín como titular de muchas iglesias y conventos.
Es interesante anotar que todos los santos agustinos han considerado a san Agustín como su Padre y le han tenido mucha devoción. A algunos de ellos se les aparecía, como a san Nicolás de Tolentino [197], a la beata Ana Catalina Emmerick de las canonesas regulares de san Agustín [198], también a santa Rita [199], a san Alonso de Orozco [200], a la beata Inés de Benigánim [201] y otros. Incluso el gran santo Antonio de Padua, que había sido canónigo regular de san Agustín en su juventud, conocía perfectamente sus obras y lo quería como a un Padre.
SU PENSAMIENTO
ESCRITOS DE SAN AGUSTÍN
Sus obras no fueron escritas sistemáticamente siguiendo un orden. Muchos de sus tratados son circunstanciales, respondiendo a cuestiones planteadas en carta o tratando de responder a los grandes problemas del momento.
Por ejemplo al diácono cartaginés Deogracias, que le pide ayuda para hacer la catequesis más atractiva, le escribe el libro De catechizandis rudibus (Sobre cómo catequizar a los principiantes). Otro día es Quodvuldeus, también diácono cartaginés, que le pide ayuda para discernir las herejías, y le escribió el libro De haeresibus (Sobre las herejías) en el que hace un recuento de 88 herejías.
Las consultas le venían de distintos países como Italia, Francia, España, y de distintas partes del norte de África y hasta de Palestina. A todas trataba de responder por carta, que, a veces, eran pequeños tratados.
Sus sermones eran copiados por taquígrafos que los copiaban según hablaba y después las distribuían a mucha gente por muchos lugares. Se conservan cientos de ellos.
En 1975 Johannes Divjak en la biblioteca de Marsella halló una colección de 27 cartas, conocidas como cartas Divjak, que provenían de un manuscrito de entre 1455 y 1465.
En 1990 François Dolbeau, en París, descubrió un manuscrito de la biblioteca municipal de Maguncia que contenía sermones desconocidos. Estaban en un manuscrito de entre 1471 y 1475; y se los llamó Sermones Dolbeau.
En 1969 la Academia austríaca de las Ciencias comenzó a catalogar todos los manuscritos conocidos de san Agustín existentes en las bibliotecas de Europa. Sólo del libro de las Confesiones, escrito entre 396 y 400, hay 262 manuscritos entre el siglo VI y XV.
En sus Retractaciones san Agustín enumera 93 tratados escritos, que comprenden 232 libros. Según el Indiculum o catálogo dejado por su biógrafo san Posidio sus libros pueden dividirse en:
1.- Contra los paganos. 2.- Contra los académicos. 3.- Contra los judíos. 4.- Contra los maniqueos. 5.- Contra los priscilianistas. 6.- Contra los donatistas. 7.- Contra los pelagianos. 8.- Contra los arrianos. 9.- Contra los apolinaristas. 10.- Diversos libros o cartas para utilidad de los estudiosos. 11.- Comentarios a los salmos. 12.- Cartas. 13.- Sermones. 14.- Tratados diversos.
Gracias a Dios, casi todos sus libros pudieron escapar del saqueo de Hipona del año 432 por los vándalos. El mismo san Agustín según dice san Posidio mirando a los venideros, mandaba siempre que guardasen con esmero toda la biblioteca y los códices antiguos [202].
Lo que no podía tolerar es que algunos consideraran sus escritos poco menos que Palabra de Dios. Decía a sus fieles: Yo predico y escribo libros. Escribo totalmente diferente a como fue escrito el canon de las Escrituras. Yo aprendo algo nuevo cada día. Dicto mientras voy escrutando; hablo mientras llamo a la puerta para entender. No tengáis por escritura canónica ningún libro ni predicación mía… Me indigno con quien recibe como canónico un libro mío[203].
Veamos los títulos más importantes de sus obras en latín.
OBRAS PRINCIPALES [204]
Contra Académicos, libros III, año 386.
De beata vita, 386.
De ordine, año 386.
Soliloquia, II, año 386-387.
De immortalitate animae, año 387.
De musica, IV, entre 387-391.
De quantitate animae, 387-388.
De moribus Ecclesiae catholicae et manichaeorum, 388-389.
De genesi contra manichaeos, II, 388-389.
De libero arbitrio III, 388-395.
De magistro, 389.
De vera religione, 389-391.
De diversis quaestionibus 83, 389-396.
De utilitate credendi, 391-392.
De fide et symbolo, 393.
De genesi ad litteram liber imperfectus, 393-394.
De sermone Domini in monte, II, 393-396.
Psalmus contra Partem Donati, finales del 393.
De diversis quaestionibus ad Simplicianum. 396-397.
De agone christiano, 396.
De doctrina christiana, entre 397 y 426.
De catechizandis rudibus, 400.
Confessiones, XIII, 400.
Contra Faustum manichaeum, XXXIII, 400.
De consensu evangelistarum, V, 400.
De opere monachorum, 400.
De fide rerum quae non videntur, 400-402.
De bono coniugali, 400.
De sancta virginitate, 400-402.
Contra litteras Petiliani, III, 401.
De Trinitate, XV, 400-416.
De Genesi ad litteram, XII, 401-415.
Contra Cresconium, IV, 406.
Breviculus collationis cum donatistis, 411.
De civitate Dei, XXII, 413-426.
De bono viduitatis, 414.
Enarrationes in Psalmos, 391-415.
Tractatus in Ioannis Evangelium, 416-417.
In Epistula Ioannis ad parthos, 416.
De gratia Christi et peccato originali, II, 418.
De coniugiis adulterinis, 419.
Locutionum in Heptateuchum, VII, 419.
Contra duas epistulas pelagianorum, 420.
Contra mendacium ad Consentium, 420.
Contra adversarium legis et prophetarum, II, 420.
Contra Iulianum, IV, 421.
Enchiridion ad Laurentium, 421.
De cura pro mortuis gerenda, 421.
De gratia et libero arbitrio, 426-427.
De correptione et gratia, 426-427.
Retractationes, II, 426-427.
Collatio cum Maximino, arrianorum episcopus, 428.
De haeresibus ad Quodvultdeum, 428.
Tractatus adversus Iudaeos, 428.
De predestinatione sanctorum, 428-429.
Opus imperfectum contra Iulanium, 428-229.
Epistulae (Cartas) más de 300 en 40 años.
Sermones desde el año 391 al 430 más de 400.
PENSAMIENTOS DE SAN AGUSTÍN
a) Amistad
San Agustín tuvo muchos amigos. No era un solitario. Los amigos eran para él como su media alma. No podía vivir sin amigos y era fiel a ellos en todo momento. Cuando estando en Tagaste de profesor muere un amigo, fue tan fuerte el golpe recibido que le parecía que la vida no tenía sentido para él. Sólo se recuperó, yendo a Cartago y consolándose con otros amigos, especialmente con Alipio y Nebridio. Ahora bien, él nos aclara que la verdadera amistad no es una vinculación de intereses comunes o de búsqueda de placeres en común. Para que haya verdadera amistad, ésta debe llevar a Dios. Si nos aparta de Dios, es una mala amistad, de la que hay que huir como del demonio. Por eso, dice: Bienaventurado el que te ama a Ti, Señor, y al enemigo en Ti. Porque no perderá ningún amigo aquel que los ama a todos en Aquel que no puede perderse [205].
No hay verdadera amistad sino entre aquellos que Vos unís en el amor, que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado [206].
Por eso, ama verdaderamente a su amigo quien en su amigo ama a Dios, o porque Dios vive en él o para que Dios viva en él. Si amas por otro motivo, es más odio que amor [207].
Por ello, el que por amor a un amigo desagrada a Dios, se hace enemigo de sí mismo y de su amigo. Nos dice: ¿Niegas a tu Señor solamente por no desagradar a tu amigo? Estoy viendo lo que te quita tu amigo, muéstrame lo que te va a dar… Ése no sería amigo tuyo… y piensas que es amigo tu enemigo. No se niega a Cristo por agradar al amigo perverso [208].
Se amigo de Cristo. Él quiere alojarse en tu casa. Hazle sitio. ¿Qué quiere decir hazle sitio? Que no te ames a ti mismo y que lo ames a Él. Si te amas a ti mismo, le cierras la puerta. Si lo amas, le abres[209].
b) El alma
Es lo más grande que tiene el ser humano, porque el cuerpo quedará un día reducido a un montón de cenizas, mientras que el alma permanecerá para siempre. Sin embargo, debemos cuidar el alma como cuidamos de nuestro cuerpo. Debemos alimentarla con amor, oración, la palabra de Dios y la comunión.
El alma bella debe estar rebosante de amor. El amor embellece el alma, que está hecha para amar y que no puede contentarse con algo menos que el AMOR con mayúscula, es decir, con Dios, que es AMOR. Dios nos ha hecho de tal manera que nuestra alma no puede satisfacerse con las pequeñas cosas de este mundo. Ha sido creada para Dios, ha sido creada para mares sin orillas, para horizontes sin límites, es decir, para el infinito de Dios. De ahí que, además de la oración, de la palabra de Dios y del amor que pongamos en nuestras obras, el mejor alimento para nuestra alma no puede ser otro que el mismo Dios. Por ello, Dios mismo se ha hecho alimento para nuestras almas en la comunión. Comulgar cada día debería ser la meta de cada cristiano que desea amar a Dios con todo su corazón para llegar a la plenitud del amor y de la felicidad en esta vida, en la medida de lo posible, y después por toda la eternidad.
Ojalá podamos decir con san Agustín: Señor, has herido mi corazón con tu palabra y te he amado (Conf. 10, 6). Por Ti suspiro día y noche (Conf. 7, 10). Mi alma tiene hambre y sed de Ti (Conf. 3, 6). Pero ¡qué triste y fea queda el alma que se ensucia por el pecado y se enferma por dentro!
Si la tenemos enferma, Jesús, el gran Médico, nos sanará de toda enfermedad de soberbia, lujuria, ira, gula, envidia, etc. Él nos dice: Sanarás de todas tus enfermedades. Me dices que son muy grandes, pero mayor es el médico. Para el médico omnipotente no hay enfermedad incurable, únicamente ponte en sus manos y déjate curar por él [210]. Para ello es muy importante acudir al sacramento de la confesión.
El alma llena de vicios, nos dice, es como una paloma. Cuando está esclavizada por el amor terreno, su plumaje se vuelve pesado a causa del lodo y no puede volar. Pero, cuando el lodo de los afectos terrenos es removido de sus plumas, recobra su libertad y, ayudándose de las alas del amor de Dios y del amor del prójimo, comienza su ascensión. Asciende porque ama [211].
Después de la muerte debemos purificar el alma de las manchas de los pecados. Al cielo no puede entrar nada manchado (Ap 21, 27). Por eso, debemos rezar por los difuntos. Sobre ello, san Agustín escribió el libro De cura pro mortuis gerenda (De cuidado que debemos tener de los difuntos). Y hay que respetar sus cuerpos
No se deben tirar ni despreciar los cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los justos y fieles, de quienes usó el Espíritu Santo como de vasos y órganos para todas las obras buenas [212].
Todo lo tocante a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura o a la solemnidad del entierro constituyen más un consuelo de vivos que ayuda a los muertos [213]. Pero nos espera una gran recompensa (por nuestras buenas ofrecidas por ellos), pues ante Dios no caerán en el vacío las delicadezas derrochadas con los difuntos [214].
Por eso, aprovechemos el tiempo para hacer el bien. Vivamos para Dios, pensando en la eternidad.
Algunos tienen miedo a la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, pero la muerte verdadera, a la que no le temen es la separación del alma de Dios. Temen la muerte del cuerpo y no temen la muerte del alma, que es la verdadera muerte [215].
c) La vida es una lucha
La historia humana es una lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Esta lucha permanente la manifiesta san Agustín en su libro La Ciudad de Dios, donde dice: Hasta la vida de los santos está empeñada en esta batalla contra el mal [216].
Nuestro corazón es un continuo campo de batalla. Un solo hombre pelea con una multitud en su interior. Porque allí le molestan las sugestiones de la avaricia, los estímulos de la liviandad, las atracciones de la gula… y con todo esto es difícil que no reciba ninguna herida [217].
Escuchadme pues, vosotros, quienquiera que seáis. Hablo con luchadores: los guerreros me entienden, no me entiende el que no pelea. ¿Qué desea el hombre casto? Que no se levante en él ningún deseo contrario a la castidad en los miembros de su cuerpo. Quiere la paz, pero no la tiene aún [218].
La vida espiritual para san Agustín es una lucha continua entre la carne y el espíritu. Luchamos cada día en nuestro corazón [219].
Lucha y trabaja, que ningún atleta es coronado sin sudor y sin esfuerzo. La vida es una lucha, un certamen [220]. Debemos luchar para ser buenos, pero a tanto llega la perversidad humana que se llama hombre al que es vencido por la pasión carnal, y no se considera hombre al que la vence [221].
El mismo Agustín en sus Confesiones nos habla ampliamente de esa batalla que se dio dentro de su alma entre querer y no querer dejar el vicio y abrazar la virtud. Dice: Mis dos voluntades, una vieja y otra nueva, aquella carnal y esta espiritual, luchaban entre sí y con su desavenencia desgarraban mi alma [222]. Pero al final triunfó: ¡Qué agradable me resultó dejar de golpe la dulzura de las frivolidades! Antes tenía miedo de perderlas y ahora me gustaba dejarlas. Eras Tú quien las iba alejando de mí, Tú, Dios mío [223].
Dos amores han construido dos ciudades, quiero decir: la terrena, el amor de sí mismo que llega hasta el desprecio de Dios; y la celestial, el amor de Dios que llega hasta el menosprecio de sí mismo [224]. Pero también la vida de todo ser humano es una lucha interior contra el mal. Dice: Vuestros pecados son vuestros enemigos, os siguen hasta el mar [225].
En el santo bautismo se borran vuestros pecados, pero quedan en vigor las concupiscencias con que hay que pelear. Sigue el combate dentro de vosotros mismos. No temáis a ningún enemigo externo. Véncete a ti mismo y el mundo será vencido. ¿Qué te puede hacer un tentador desde fuera, sea el diablo u otro ministro suyo? Te propone por ejemplo el disfrute de una mujer hermosa, tú interiormente sé casto y quedará vencida toda torpeza. Para que no te cautive con la hermosura de una mujer ajena, lucha interiormente con la libido. No ves al enemigo, pero sientes la fuerza de tu deseo; no ves al diablo, pero sí lo que te atrae y deleita. Vence lo que sientes en tu interior. Combate sin tregua. Tu juez te dio la gracia de renacer, te ha puesto a prueba y te propone la corona [226].
d) La ociosidad
Una de las cosas que más rechazaba san Agustín era la ociosidad, el perder el tiempo. El tiempo es un tesoro que Dios nos ha regalado y debemos emplearlo para el bien. Pero, como no sabemos hasta cuándo tenemos tiempo disponible, debemos vivir en cada momento preparados, preparados para morir, pues la vida es muy frágil y la muerte puede presentarse en cualquier momento. La vida, decía san Agustín, es un instante de tiempo ante Dios [227]. Es un punto entre dos eternidades. Por eso, hay que tomar la vida en serio, pues no hay vuelta atrás para rectificar errores. Y sólo se vive una sola vez, no hay otra segunda oportunidad.
Hay un dicho antiguo que dice: Los tiempos pasan, las generaciones mueren y sólo Dios permanece. Sí, hay que pensar en el más allá y vivir para la eternidad que nos espera. Como dice nuestro santo: Vive bien para no morir mal[228]. Y no seas ocioso. Haz siempre algo útil, porque: El tiempo no toma vacaciones [229]. Y decía: el amor nunca puede estar ocioso [230] y una vida sólo la hace buena el amor [231].
Él se consideraba el servidor de todos, mendigo de los mendigos [232], y en algunas cartas comienza el encabezamiento, diciendo: Agustín, siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo [233]. Con vosotros soy cristiano, para vosotros (para vuestro bien) soy obispo [234].
Ahora bien, para san Agustín en esta vida somos caminantes, peregrinos en país extraño, que van avanzando hacia la patria. Y no podemos quedarnos estancados. Debemos trabajar y avanzar sin detenernos. Dice: En esta vida somos caminantes. ¿Me preguntáis qué es caminar? Avanzar siempre, debes estar siempre descontento de lo que eres, si quieres llegar a ser lo que no eres. Si te complaces en lo que eres, ya te has detenido allí. Y si te dices: “Ya basta”, estás perdido. Vete siempre sumando, camina siempre, avanza siempre, no quieras quedarte en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se detiene el que no adelanta, vuelve atrás el que retorna a las cosas que ya dejó; se desvía el que pierde la fe. Más seguro anda el cojo en el buen camino que el corredor fuera de él [235].
Alivia tu fatiga de caminante con el canto. No te domine la pereza. Canta y camina: ¿Qué significa camina? Avanza siempre en el bien. Pues no faltan quienes retroceden, yendo de mal en peor, como dice el Apóstol. Si tú progresas y adelantas, caminas; pero progresa en el bien, progresa en la fe, progresa en las buenas costumbres. Canta y camina. No te vuelvas atrás, no te detengas [236].
Juntos busquemos la verdad y la felicidad en Dios. Porque tu alma (tu vida) no es sólo tuya, sino de todos los hermanos, como sus almas son también tuyas; mejor dicho, sus almas, juntamente con la tuya, no son varias almas, sino una sola, la única de Cristo [237].
Nuestra alma, debido a la única fe, es una sola y nosotros, los que creemos en Cristo, somos un solo hombre [238]. Ea, hermanos, amemos juntos, juntos nos inflamemos en esta sed, corramos juntos a la fuente. En Dios está la fuente de la vida [239]. El amor nunca se sacia y, por eso, debemos siempre estar en camino, porque el amor nunca puede estar ocioso [240].
e) Libertad
Dios nos ha dado la libertad para no ser robots automáticos sin responsabilidad. Libertad es la capacidad de amar, es decir, de obrar el bien. Por consiguiente, el que obra mal está abusando de la libertad que Dios le dio y se convierte en esclavo. Así lo dice el mismo Jesús: El que peca, es un esclavo (Jn 8, 34).
San Agustín nos dice: No abuses de tu libertad para pecar libremente, sino úsala para no pecar. Serás libre, si eres libre del pecado y siervo de la verdad [241]. ¿Qué cosa puede haber más gloriosa, hermanos, que ser sometidos y vencidos por la verdad? [242].
La ley de la libertad es la ley del amor [243]. Sólo el hombre bueno es libre. Un hombre malo, aunque sea rey, es esclavo, no de los hombres, sino, lo que es peor, de tantos dueños cuantos vicios tiene [244].
De ahí que sea importante no dejarse dominar por las cosas materiales y sus encantos. Hay que poseer las cosas y no ser poseídos por ellas [245].
La verdadera libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana, sino en la alegría del bien obrar [246].
No puede existir libertad sin responsabilidad. Pero cuando uno ama de verdad y ama las cosas y a las personas por Dios entonces somos libres, porque todo lo haremos de acuerdo a la voluntad de Dios. De ahí la frase de san Agustín: Ama y di lo que quieras [247]. Ama y haz lo que quieras (Ama et quod vis fac). Si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. De la raíz del amor no puede brotar sino el bien[248].
Resumiendo el pensamiento de san Agustín sobre la libertad, podemos decir con el padre Oroz Reta: El amor de Dios es la máxima libertad [249].
f) Camino de la interioridad
Agustín comprendió en el año que precedió a su conversión, leyendo a los neoplatónicos, que existía un mundo espiritual y que para llegar a él debía usar el camino de la interioridad. Esto significa entrar dentro de nosotros mismos, pero no para quedarse ahí, sino para usar el corazón como un trampolín para elevarnos hasta Dios. En el fondo del corazón encontraremos la imagen de Dios y de allí podremos elevarnos hasta Él.
Él afirma: Buscar la felicidad en la cosas externas, es prostituir el alma[250]. Cuando el hombre se divierte con lo que está fuera de él, descuidando su interior, se convierte en un pródigo que apacienta los puercos de sus vanidades [251].
Hay hombres que van de un lugar a otro para contemplar las alturas de los montes, las grandes olas del mar, las caudalosas corrientes de los ríos, la inmensidad del mar y el curso de los astros, y se alejan de sí mismos [252]. Es decir, mucho turismo externo, pero poca interioridad. Por eso, decía: No salgas de ti mismo, entra dentro de ti, porque en el interior del hombre habita la verdad[253].
Vuelve a tu corazón. Como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y te vas en busca de quien te creó? Vuelve a tu corazón [254]. ¿Hasta cuándo vas a seguir dando vueltas como un sonámbulo por todo lo que te rodea? Vuélvete a ti mismo, sondéate, inspecciónate [255]. Deja fuera tu vestido y tu carne; baja a ti mismo y entra en tu interior y en tu mente. Y mira allí lo que quiero decir, si es que puedes. Porque si tú mismo estás lejos de ti, ¿por dónde vas a poder aproximarte a Dios? [256].
Entra dentro de ti mismo, pero no te estaciones en ti. Ponte en las manos de Aquel que te hizo y te buscó cuando estabas perdido, y te halló cuando huías de él, y te convirtió y volvió a sí, cuando tú le volvías las espaldas. Entra en ti y vete a Aquel que te creó [257].
Mira en el fondo de tu alma la imagen de Dios. Eres moneda de Cristo. Allí está la imagen de Cristo, allí el nombre de Cristo y allí la función y los oficios de Cristo [258].
Por eso, entra dentro de ti mismo, transciéndete a ti mismo[259]. Dios es más interior que lo más íntimo de mí mismo y más superior que lo supremo de mí mismo [260].
Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé. El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera y por fuera te buscaba y feo como estaba me echaba sobre la belleza de tus criaturas [261]. Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo. Me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste, y tu resplandor hizo desaparecer mi ceguera. Exhalaste tus perfumes y respiré hondo. Suspiro por ti y tengo hambre y de sed de Ti [262].
g) Humildad
Para conseguir encontrar a Dios necesitamos humildad. Eso lo aprendió san Agustín por propia experiencia. Mientras fue soberbio no pudo encontrarlo. Y por eso, insiste tanto en que para caminar a Dios hay que estar llenos de humildad. Después de leer a los neoplatónicos y descubrir un mundo nuevo, el mundo del espíritu, se creyó un sabio.
Dice: Comenzaba a creer que era un sabio y no lloraba, sino que me hinchaba con la ciencia, pero ¿dónde estaba el amor que edifica sobre la base de la humildad, que es Cristo Jesús? ¿O cuándo me la iban a enseñar aquellos libros? [263].
Como no era humilde, no podía poseer a mi Dios, al humilde Jesús, ni sabía que me quería enseñar con su flaqueza [264]. La soberbia es el principio de todo pecado… Por este vicio, por este gran pecado de soberbia, vino Dios humilde. Esta es la causa de esta venida [265].
Dios se humilló y el hombre sigue soberbio [266].Los humildes se parecen a las piedras. Se encuentran siempre en el suelo, pero son sólidas. La soberbia en cambio es como el humo, sube muy alto, pero se esfuma [267].
¿Tú quieres ser grande? Comienza desde abajo. ¿Quieres construir un palacio de mucha altura? Zanja primero el fundamento de la humildad y, según sea la mole del edificio que se pretende y se dispone a levantar, cuanto más alto sea el edificio, tanto más profundos serán los cimientos. Así el palacio grande va subiendo a lo alto, mientras se edifica. Por tanto el edificio, antes de erguirse, se abate y, después de haberse humillado, alcanza la elevación de su remate [268].
A todos les agrada la cumbre, pero la humillación es la escalinata por donde se sube. ¿Quieres caer en vez de subir? Para subir a la cima comienza por subir la escalinata de la humildad. Aspiráis al vértice de la sublimidad, pero ¿podéis beber el cáliz de la humildad? [269].
La medida de la humildad le ha sido tasada a cada uno por la medida de su grandeza. Cuanto más arriba se está, tanto más peligrosa es la soberbia y te tenderá mayores lazos [270]. La humildad es el único cimiento con suficiente profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad [271].
No hay otro camino para buscar y hallar la verdad que el que ha sido trazado por Él (Jesús) que como Dios conoce nuestros pasos vacilantes. Y te digo que el primer camino es la humildad, el segundo la humildad y el tercero la humildad y cuantas veces me lo preguntes te repetiré lo mismo [272].
Por eso, la gran ciencia del hombre es saber que él por sí mismo, es nada y que todo cuanto es, le viene de Dios y es de Dios [273].
h) El amor
El amor es lo que da sentido a nuestra vida. El amor es la gasolina del coche de humildad de nuestra existencia. Sin amor nada vale nada. Todo es tinieblas y vacío. Hemos sido creados por amor y para amar. Dios es amor y nosotros, en la medida en que participamos de su amor, seremos más felices en esta vida y después por toda la eternidad. Por eso, nos dice san Agustín: Una vida sólo la hace buena el amor [274] y la medida del amor es el amor sin medida [275].
¿Quieres saber cómo es tu amor? Mira a dónde te lleva [276]. Hermanos y hermanas, estamos de camino, amemos con ternura y caridad y olvidemos todo aquello que se acaba con el tiempo [277].
San Agustín, por el amor, estima la medida de la grandeza humana. Dice alguien ponderando a uno: ¡Qué grande es ese hombre, qué valioso, qué excelente! Yo te preguntó ¿por qué? Porque sabe mucho, contesta. No pregunto lo que sabe, sino lo que ama [278].
Cada cual es lo que es su amor. ¿Amas la tierra? Eres tierra ¿Amas a Dios? No me atrevo a decirlo yo, escucha la Escritura: “Yo dije: Sois dioses todos e hijos del Altísimo” [279].
¿Cómo es la cara del amor? ¿Cómo es su cuerpo, su estatura, sus pies, sus manos? Nadie puede decirlo, porque el amor, Dios, es invisible. Sin embargo, es verdad que tiene pies: son los que caminan a la iglesia. Tiene manos: son las que se extienden hacia el pobre. Tiene ojos: son los que ven a los necesitados. Tiene oídos: son los que escuchan al Señor [280].
El amor es la perfección de todas nuestras obras. Allí está el fin… No te atasques en el camino, pues no llegarás al fin. No te detengas en cosa alguna que encuentres en el camino hasta que logres el fin. ¿Cuál es el fin? Para mí, unirme a Dios. Si te uniste a Dios, terminaste el camino, llegaste a la patria [281].
Recuerda que a Dios vamos, no caminando, sino amando [282]. Amar es caminar[283]. El amor es el más grande tesoro del ser humano y el único que podrá llevarse al más allá. Por eso dice: Si tienes el corazón rebosante de amor, aunque tengas los bolsillos vacíos, siempre tendrás algo que dar [284].
Oh amor, que siempre ardes y nunca te apagas. Caridad, Dios mío, abrásame. ¿Mandáis la continencia? Dame lo que mandas y mándame lo que quieras [285].
i) Buscando a Dios
San Agustín, por experiencia personal, se dio cuenta de que su alma, lejos de Dios, estaba vacía. Por eso dice: Sólo sé, Señor, que sin Ti me va mal, no sólo fuera de mí, sino aun dentro de mí mismo. Y que toda abundancia que no es mi Dios, es indigencia[286]. Yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí y no hallaba al Dios de mi corazón. Estaba metido en lo profundo del mar y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad [287].
Mi pecado más incurable era el no creerme pecador. Y había perdido la esperanza de hallar la verdad en tu Iglesia, de la que ellos (maniqueos) me habían apartado [288].
¡Oh, eterna verdad, verdadera caridad y amada eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti suspiro día y noche. Cuando te conocí por vez primera, Tú me acogiste para que viera que había algo que ver y que yo no estaba capacitado para ver. Volviste a lanzar destellos y a lanzarlos contra la debilidad de mis ojos. Dirigiste tus rayos con fuerza sobre mí y sentí un escalofrío de amor y de terror. Me vi lejos de Ti, en la región de la desemejanza [289].
Me sentía atraído hacia Ti por tu belleza, pero pronto me veía arrancado de Ti por mi propio peso y, en medio de lamentos, volvía a desplomarme sobre las realidades de la tierra. Este peso era mi costumbre carnal [290].
Oh Dios, de quien separarse es morir, a quien acercarse es resucitar, con quien habitar es vivir. Dios, de quien huir es caer, a quien volver es levantarse, en quien apoyarse es estar seguro. Dios, a quien olvidar es perecer, a quien buscar es renacer, a quien ver es poseer. A Él nos urge la fe, nos acerca la esperanza y nos une el amor [291].
Cuando te apartas del fuego, el fuego sigue dando calor, pero tú te enfrías. Cuando te separas de la luz, la luz sigue alumbrando, pero tú te cubres de sombras. Lo mismo ocurre cuando te alejas de Dios [292]. No quisiste estar en las manos de Dios y te caíste, te hiciste añicos. Quedaste hecho pedazos como un vaso cuando se le cae de las manos a un hombre. Y por este despedazamiento eres un enemigo de ti, estás en contra de ti mismo [293].
Nada de este mundo puede saciar nuestra sed de infinito. ¿Qué vale la tierra? ¿Qué valen todos los astros? ¿Qué vale el sol o la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del creador de todas estas cosas. Tengo hambre y sed de Él [294]. Por eso, no es feliz el que goza del cuerpo o el que goza del alma, sino el que goza de Dios [295].
Amad lo bueno, hermanos míos. ¡Cuán bellas son las cosas que se os meten por los ojos: el cielo, la tierra, el mar con todo lo que entraña, las estrellas que resplandecen en lo alto, el sol que nos da el día, la luna que templa la noche, las aves, los peces, los hombres, hechos a imagen de Dios, alabadores de las criaturas, amantes de las criaturas. Todo lo que arrebata vuestro amor es hechura suya. Si no fueran hermosas, no las amaríais. Y ¿cómo podrían ser hermosas, si no hubieran sido creadas por el Hermoso Invisible? Amas el oro: Dios lo creó. Amas los cuerpos bellos: obra de Dios son. Te agrada la amenidad de los campos: Dios la creó. La luz te hechiza con su esplendor: criatura suya es. ¡Cuán digno de tu amor no será el que hizo cosas tan amables! No te digo que nada ames, sino que ordenes tu amor [296].
Dios es tu todo: si tienes hambre, es tu pan; si tienes sed, es tu agua; si estás en la oscuridad, es tu luz [297].
Oh, Dios mío, heriste mi corazón con tu palabra y te amé [298]. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y amada eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti suspiro día y noche [299].
Pero, ¿qué es lo que amo cuando te amo a Ti? No una belleza física, ni una belleza pasajera, ni el brillo de la luz, tan apreciada por estos ojos míos, ni las dulces melodías y lindas canciones, ni la fragancia de las flores, de los ungüentos y de los aromas, ni el maná, ni la miel, ni los miembros atrayentes a los abrazos físicos. Nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo una especie de luz y una especie de voz y una especie de olor y una especie de comida y una especie de abrazo cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, fragancia, comida y abrazo de mi yo interior. Aquí resplandece ante mi alma una luz que no está circunscrita por el espacio, resuena lo que no arrastra consigo el tiempo, exhala sus perfumes lo que no se lleva el viento, se saborea lo que la voracidad no desgasta, queda profundamente asimilado lo que la saciedad no puede extirpar. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.
¿Y qué es esto? Pregunté a la tierra y me respondió: “No soy yo”. Idéntica respuesta me dieron todas las cosas que se hallan en ella. Pregunté al mar, a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: “Nosotros no somos tu Dios. Búscalo por encima de nosotros”. Pregunté a la brisa, y me respondió la totalidad del aire con todos sus habitantes: “Yo no soy tu Dios”. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. “Tampoco nosotros somos el Dios que buscas”, respondieron.
Entonces me dirigí a todas las cosas que rodean las puertas de mi ser: “Háblenme de mi Dios, ya que ustedes no lo son. Díganme algo de Él”. Y me gritaron con voz poderosa: “Él es quien nos hizo”. Mi pregunta era mi mirada; su respuesta era su belleza [300].
CRISTO
San Agustín habla mucho en sus obras del cuerpo místico de Cristo: Cristo es la cabeza y la Iglesia es el cuerpo místico. Habla del Cristo total, cuerpo y cabeza, es decir, Cristo y la Iglesia, que unidos forman el Cristo total. Y dice: Nadie puede llegar a la salvación si no tiene a Cristo por cabeza, si no estuviera en su Cuerpo, que es la Iglesia, a la cual, como a la misma cabeza, debemos reconocer en las santas Escrituras [301].
Cristo ruega por nosotros como sacerdote nuestro, ruega en nosotros como cabeza nuestra y nosotros oramos a Él como nuestro Dios. Reconozcamos pues en Él nuestras voces y su voz en nosotros [302].
Y nos aclara que todos somos uno en Cristo Jesús, como dice san Pablo: El pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan (1 Co 10, 17). Nos dice: En realidad tu alma no es solo tuya, sino de todos los hermanos, como sus almas son también tuyas, mejor dicho, sus almas juntamente con la tuya, no son varias almas sino una sola, la única de Cristo [303].
Con esto nos está diciendo que estamos tan unidos que no podemos desentendernos de la salvación de los demás y que, si uno va por buen o mal camino, de alguna manera esto afecta a los demás.
Cristo es el Mediador entre Dios y los hombres. Por eso, nos dice: Reconoce a Cristo y, por el hombre, sube a Dios, uniéndote a Él, pues por nuestras fuerzas no lo conseguiremos [304]. Ayudemos a los demás a amar a Jesucristo y seamos felices con su salvación. Predicad a Cristo donde podáis, a los que podáis, como podáis. Se os pide a vosotros la fe, no la elocuencia. Hable la fe en vosotros, pues es Cristo quien habla. Si hay fe en vosotros, habita Cristo en vosotros [305].
Agustín, por la autoridad de la Escritura, confirmada por la autoridad de la Iglesia desde tiempos de los apóstoles, creía en la presencia real de Jesús en la Eucaristía.
Un domingo, explicando en la misa el tema de la Eucaristía les decía: Esto que veis, hermanos, en la mesa del Señor es pan y vino, pero este pan y este vino, por mediación de la palabra, se hacen cuerpo y sangre del Verbo… Porque si no se dicen las palabras, lo que hay es pan y vino; añade las palabras y ya son otra cosa. ¿Y qué otra cosa son? El cuerpo de Cristo y la sangre de Cristo. Suprime la palabra y sólo es pan y vino, añade la palabra y será hecho el sacramento. Por eso, decís Amén. Decir amén es dar asentimiento a lo que dice. Amén quiere decir en latín es verdad[306].
Y decía: Casi en cada página de la Escritura no suena otra palabra que Cristo y la Iglesia[307].
Él nos aconseja seguir a Cristo, nuestro guía y camino. Dice: Siguiendo el camino de la humanidad (de Cristo) llegarás a la divinidad. No andes buscando por dónde ir fuera de Él. Si no hubiera querido ser nuestro camino, estaríamos extraviados. Se hizo camino por dónde ir. ¡Levántate y anda! Anda con la conducta, no con los pies. Muchos andan bien con los pies y mal con la conducta. Y hay quienes andan bien, pero fuera de camino, corren bien, pero no por el Camino (Cristo) y cuanto más andan, más se extravían, pues se alejan del Camino. ¡Qué lástima dan por bien que anden! Preferible es ir por el Camino cojeando, que ir bravamente fuera del Camino [308].
LA VIRGEN MARÍA
San Agustín amó mucho a la Virgen María como madre de Dios y madre nuestra, como virgen perpetua y como inmaculada, sin mancha de pecado original. Decía: Siendo Virgen concibió; admiraos: sin perder la virginidad, dio a luz; admiraos más todavía: permaneció virgen después del parto [309]. ¿De dónde te viene a ti tan soberano don? Eres virgen, eres santa. Mucho es lo que mereciste y mucho más lo que recibiste de gracia [310].
Jesús nació de Padre sin Madre, de Madre sin Padre; Dios sin madre, hombre sin padre; sin madre antes de todos los tiempos; sin padre en el fin de los tiempos[311].
María también es la nueva Eva, pues por Eva vino la muerte y por María vino la vida. Dice: Por el sexo femenino cayó el hombre, por el sexo femenino fue reparado; porque la Virgen dio a luz a Cristo, la mujer anunció la resurrección. Por la mujer vino la muerte, por la mujer vino la vida [312].
Amemos a Jesús. Él es el más hermoso entre los hijos de los hombres: es el hijo de santa María, el esposo de la santa Iglesia, a la que hizo semejante a su madre [313].
Ella es inmaculada. El año 415, en plena polémica antipelagiana, dice san Agustín: La piedad exige que confesemos a María exenta de pecado. Exceptuando, pues a la santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor cuando se trata de pecados, no quiero tener absolutamente ninguna discusión; pues a ella le fueron concedidos más privilegios de gracia para vencer de todo punto el pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que no tuvo pecado alguno [314].
Por eso, nuestra vida cristiana debe ser un seguir a Cristo, imitando a María. Nos dice: Imitadla en cuanto os sea posible… Lo que os admira en la carne de María, obradlo en lo íntimo de vuestras almas. Pues el que profesa una fe auténtica, concibe a Cristo y el que lo confiesa con su boca, da a luz a Cristo[315].
SAGRADA ESCRITURA
Hubo un momento en que despreció la Escritura por estar escrita en lenguaje popular y él era un hombre de letras. Dice en la Confesiones: Tomé la decisión de dedicarme al estudio de las Sagradas Escrituras. Entonces me di cuenta de que no están al alcance de la gente orgullosa, algo que está asimismo oculto a los niños. Algo cuya entrada es humilde, pero que en el interior es sublime y lleno de misterios.
Yo no era la persona apta para poder adentrarme en ellas, ni para agachar la cabeza pare trasponer sus pasos. Cuando me interesé por su lectura, mis sentimientos no coincidían con los sentimientos que actualmente expreso. A primera vista, me dio la impresión que no tenían categoría suficiente para confrontarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi pedantería no aceptaba su estilo simple, y mi corta vista no era capaz de penetrar en sus interioridades. Pero en el fondo, esta Escritura está hecha para crecer con los pequeñuelos. Y, claro, yo rehusaba ser pequeñuelo; por estar hinchado de orgullo, me consideraba un fuera de serie [316].
Pero, cuando se convirtió, se dio cuenta que de allí estaba la fuente de agua viva que saciaba toda su sed de Dios. Y les decía a sus fieles: Al verme enfermo y débil para encontrar la verdad basada en la razón pura y, al tener necesidad de la autoridad de las Sagradas Escrituras, comenzaba a penetrarme la convicción de que Tú no le habrías dado tal prestigio y competencia a aquellas Escrituras a lo largo y ancho del mundo, si no hubieras querido que creyéramos en Ti y te buscáramos por medio de ellas… La autoridad de las Escrituras se me hacía tanto más respetable y digna de fe sagrada, cuanto más accesible y cercana es su lectura a todos; guardando por un lado la autoridad de sus misterios secretos bajo un sentimiento más profundo y exteriorizándose por otro lado ante la totalidad de los hombres con palabras bien claras y con un lenguaje sencillísimo [317].
En un sermón decía: Os hablo yo, escarmentado cuando muy joven quise llevar a estudio de la divina Escritura la agudeza dialéctica más que la piedad en la investigación. Yo mismo, con mis malas costumbres, me cerraba la puerta de mi Señor. Debía llamar para que se me abriese y yo la empujaba para cerrarla. Soberbiamente quería entender lo que sólo con humildad se halla. ¡Cuánto más felices sois vosotros ahora y con qué seguridad y resguardo, siendo todavía pequeñitos, estáis en el nido de la fe, recibiendo los alimentos espirituales. Yo, en cambio, desgraciado, creyéndome con arrestos para volar, abandoné el nido y antes de volar caí al suelo. Pero el Señor misericordioso me levantó y me volvió al nido para que no me pisoteasen y matasen los transeúntes. Porque a mí me trastornaron estas mismas cosas que ahora, seguro, en nombre del Señor, os expongo y declaro [318].
Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mismo Verbo el que resuena en la boca de todas las Escrituras sagradas, el que siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas, porque no está sometido al tiempo[319].
Tened en cuenta que Dios en las Escrituras habla a los hombres a la manera de los hombres [320].
Los herejes… no son herejes por haberlas menospreciado, sino por no haberlas entendido [321].
Es maravillosa la profundidad de las Escrituras, Dios mío, maravillosa profundidad. Da vértigo asomarse a esa profundidad. Es un vértigo de respeto y un temblor de amor [322].
A veces no podemos entenderlo todo. Si pudiésemos entender con facilidad todo lo que contienen las Escrituras, ni nuestra búsqueda sería trabajosa, ni podríamos saborear la dulzura del encuentro con la verdad [323].
Tengamos en cuenta que peregrinamos, suspiramos, gemimos y nos llegaron las cartas de nuestra patria (celestial) y se las hemos leído [324].
IGLESIA CATÓLICA
San Agustín amó mucho a la Iglesia católica una vez convertido y la consideraba como su madre espiritual. Él fue quien divulgó por todas partes el título de Mater Ecclesiae (madre Iglesia). Y dice: Amemos a Dios nuestro Señor, amemos a la Iglesia; a Aquel como Padre, a ésta como Madre; a Aquel como Señor, a ésta como su esclava; porque somos hijos de su esclava. Amad pues, carísimos hermanos, unánimemente a Dios Padre y a la Iglesia Madre [325].
Nadie puede tener propicio a Dios Padre, si desprecia a la Iglesia Madre[326]. Amad, honrad a la santa Iglesia, vuestra Madre, como a la santa ciudad de Dios, la Jerusalén celestial [327].
Oh Iglesia católica, verdadera esposa del verdadero Cristo, guárdate mucho de la impiedad maniquea… No te dejes engañar por esta palabra: “Verdad”. Sólo tú la posees en tu leche y en tu pan. Los maniqueos tienen únicamente el vocablo. Ciertamente puedes estar segura de tus hijos mayores, pero tiemblo por los pequeños, mis hermanos, mis hijos, por esos párvulos que tú calientas como polluelos bajo tus alas y nutres con tu leche [328].
La Iglesia católica no enseña lo que pensábamos y sin razón censurábamos [329].
Siento el gozo y la vergüenza de haber vociferado durante tantos años, no contra la fe católica, sino (contra lo que creía era la fe católica) contra las quimeras creadas por mi propia imaginación. Mi actitud había sido temeraria e impía, porque lo que debía aprender preguntando, lo había formulado acusando[330].
Cuando comencé a conocer la fe católica, pude comprobar que en ella había más tolerancia, equilibrio y sinceridad en la aplicación del mandato de creer… En cambio los maniqueos se burlaban de la fe con promesas temerarias de conocimiento científico para luego obligar a creer una cantidad de fábulas y absurdos imposibles de demostrar [331].
Él no dudaba de la gran autoridad que tenía la Iglesia, que es columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15). Por eso recalcaba: No creería ni al Evangelio mismo, si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia católica [332]. Y cuando el Papa Zósimo condenó a Pelagio, Agustín dijo: Causa finita est: utinam aliquando finiatur error (El asunto se ha terminado, ojalá que termine pronto el error) [333]. Y dice también: Ipsa est petra quam non vincunt superbae inferorum portae (La cátedra de Pedro, es decir, la autoridad del Papa es la piedra a la que no vencen las puertas soberbias de los infiernos [334].
Con la autoridad apostólica se resuelven muchos enigmas de la Escritura[335].
Amemos a la Iglesia católica, permanezcamos en ella y la defendamos [336]. Os amonesto que améis esta Iglesia, que permanezcáis en esta Iglesia [337].
Que nadie os engañe, la Iglesia católica es la auténtica. A Cristo no lo hemos visto, pero sí a la Iglesia; creamos lo que nos dice de él. Los apóstoles lo veían a él y creían lo referente a ella. Ellos veían a Cristo y creían en la Iglesia, que no veían. Nosotros vemos a la Iglesia, creamos también en Cristo a quien no vemos [338].
SALVACIÓN DE LAS ALMAS
Nos dice san Posidio en la biografía de san Agustín: Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a presentes y ausentes con su palabra y escritos [339]. Enseñaba y predicaba, privada y públicamente, en casa y en la iglesia la palabra de salvación eterna contra las herejías de África, combatiéndolos, ora con libros, ora con improvisadas conferencias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los católicos [340]. Nombrado obispo predicaba la palabra de salvación con más entusiasmo, fervor y autoridad, no sólo en una región, sino dondequiera que le rogasen; acudía pronta y alegremente, con provecho y crecimiento de la Iglesia de Dios, dispuesto siempre para dar razón a los que se la pedían de su fe y esperanza en Dios [341].
San Agustín fue un celoso pastor que quería la salvación de todos sus feligreses y a todos quería apartarlos de pecado y del error. Y decía: No quiero salvarme sin vosotros [342].
Pero en su apostolado, para fortalecer la fe de los católicos y convertir a los extraviados por el error, distinguía muy bien entre la persona y el error. Decía: Ama al pecador, no por ser pecador, sino por ser hombre [343].
Y en cuanto a por qué permite Dios el mal en el mundo, él nos dice: Dios no permitiría los males, si no sacara más bienes de los mismos males [344].
Al final, qué alegría y bendición poder llegar a la verdad en la fe católica como el mismo Agustín, que decía: Sólo sé que me iba muy mal lejos de Ti y que toda la abundancia que no es mi Dios, es indigencia [345].
EL CIELO
Somos caminantes y peregrinos en esta vida. Vamos hacia la patria celestial. Peregrinamos, suspiramos, gemimos, pero nos llegan cartas de nuestra patria y os las leemos [346]. Se refiere a los mensajes de Dios escritos en las Escrituras. Y sigue diciendo: Aquí somos inquilinos, en el cielo seremos moradores [347].
¡Qué inmensa será aquella felicidad donde no habrá mal alguno, donde no faltará ningún bien, donde toda ocupación será alabar a Dios, que será todo para todos! [348].
Allí viviremos con una felicidad total, porque tendremos a Dios, ya que la felicidad completa consiste en esto: gozar de Ti, para Ti y por Ti. Esta es la felicidad, ni más ni menos. Y todos los que piensan quo la felicidad es otra cosa, es claro que el tipo de felicidad que andan buscando es otro y no la felicidad auténtica [349].
Señor, Tú eres mi Dios, por Ti suspiro día y noche [350].
Ven a mí, Dios mío. Mira cómo te amo y, si es poco, haz que te ame con más fuerza [351]. Estrecha es la casa de mi alma para que vengas a ella, ensánchala [352].
Dios no manda cosas imposibles. Haz lo que puedas y pide lo que no puedas [353]. Por eso digamos al Señor: Dame lo que me mandas y mándame lo que quieras [354].
Recuerda que tú eres un mendigo de Dios [355] y todo es gracia y regalo de Dios. Sé agradecido. Algún día Él te llevará al cielo. En el cielo tendremos a Dios como espectáculo común, tendremos a Dios como paz común. Él será para todos la paz plena y perfecta [356].
Allí disfrutaremos de la grandeza de su hermosura. Amémosla antes de verla para que lleguemos a su visión [357].
Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que será el fin que no tiene fin [358].
Oh Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón está insatisfecho hasta que descanse en Ti [359].
CITAS FAMOSAS
La victoria de la verdad es el amor: Victoria veritatis est caritas (Sermón 358, 1)
Huid de la condenación, amad y esperad la salvación eterna: Fugite condemnationem et sperate salutem aeternam (Sermón 233, 5).
Si pecaste, eres tinieblas; confesando tus tinieblas, merecerás que sean iluminadas; defendiéndolas, las harás más densas: Si peccasti, in tenebris es; sed confitendo tenebras tuas mereberis illuminari tenebras tuas; defendendo tenebras tuas, tenebraris tenebras tuas (Enarrat. in ps. 138, 15).
Si aún puedes ser mejor de lo que eres, es evidente que aún no eres tan bueno como debes: Et tunc non est bene, si melius esse potest (De la verdadera religión 41, 78).
La verdad no es mía ni tuya, ni de éste ni de aquél, es común a todos: Veritas non est nec mea nec tua; non est illius out illius; omnibus communist est (Enarrat. in ps. 103, II, 11).
Nuestra vida es una peregrinación. Y como tal está llena de dificultades. Pero nuestra madurez se fragua en las dificultades. Nadie se conoce a sí mismo, si no es sometido a prueba; ni puede ser coronado, si no vence; ni vencer, si no pelea; ni pelear, si carece de enemigos: Vita nostra in hac peregrinatione non potest esse sine tentatione... nec potest coronari nisi vicerit, nec potest vincere nisi certaverit, nec potest certare nisi inimicum et tentationem habuerit (Enarrat. in ps. 60, 3).
La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad. El encuentro con Dios es la felicidad misma: Secutio igitur beatitatis appetitus est; consecutio autem ipsa beatitas (De las costumbres de la Iglesia católica 11, 18).
Sólo sé, Señor, que sin Ti me va mal; no sólo fuera de mí, sino aun dentro de mí mismo; y que toda abundancia que no es mi Dios es indigencia: Hoc tantum scio, quia male mihi est praeter te, non solum extra me, sed et in me ipso, et omnis mihi copia, qua Deus meus non est, egestas est (Conf. 13, 8, 9).
No es feliz el que goza del cuerpo o el que goza del alma, sino el que goza de Dios: Non dixerunt beatum esse hominem fruentem corpore, vel fruentem animo, sed fruentem Deo (La Ciudad de Dios 8, 8).
El que tiene el corazón rebosante de amor (aunque tenga los bolsillos vacíos) siempre tendrá algo que dar: Habet semper unde det cui plenum pectus est caritatis (Enarrat. in ps. 36, s. 2, 13).
Señor, dame lo que me mandas y mándame lo que quieras: Da quod iubes et iube quod vis (Conf. 10, 29).
A Dios no vamos caminando, sino amando: Non ambulando sed amando (Carta 155, 4, 13).
El amor es mi peso, él me lleva a donde soy llevado: Pondus meum amor meus, eo feror quocumque feror (Conf. 13, 9).
El humilde no puede dañar, pero el soberbio no puede no dañar: Humilis esse non potest nocens, superbus esse non potest innocens (Sermón 353, 1).
Buscar la felicidad en las cosas externas es prostituir el alma: In talibus quietem voluntatis appetere, prosternere est animum (La Trinidad 12, 1, 1).
La medida del amor es el amor sin medida: Nullus nobis amandi modus imponitur quando ipse ibi modus est sine modo amare (Carta 109, 2).
Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está insatisfecho hasta que descanse en Ti: Fecisti nos ad te et inquietum et cor nostrum donec requiescat in te (Conf 1, 1).
¡Ay!, ¡ay de mí!, por qué escalones fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad; y todo, Dios mío, por buscarte, no con la inteligencia, sino con los sentidos de la carne; porque Tú estabas dentro de mí más interior que lo más íntimo de mí mismo y más alto que lo supremo de mí mismo: Vae, vae. Quibus gradibus deductus in profunda inferi, quippe laborans et aestuans inopia veri, cum te, Deus meus, no secumdum intellectum mentis, sed secundum sensum carnis quaererem. Tu autem eras interior intimo meo et superior summo meo (Conf. 3, 6, 11).
Quien canta alabanzas, no sólo alaba, sino que alaba con alegría. Quien canta alabanzas no sólo canta, sino que también ama a aquel a quien canta: Qui cantat laudem, non solum laudat sed etiam hilariter laudat; qui cantat laudem, non solum cantat, sed et amat eum quem cantat (Enarrat. in ps. 72, 1). Esta frase, dicha de manera clara y sencilla ha sido proclamada así: El que canta, ora dos veces.
Cantemos orando y oremos cantando: Dicamus et cum intellectu cantemus, et cantando, oremus (Enarrat. in ps. 18, II, 13).
El amor es la belleza del alma: Ipsa caritas est animae pulchritudo (In epist. io. tr. 10, 9).
Tu oración es una conversación con Dios. Cuando lees (la Palabra), Dios te habla. Cuando oras, hablas a Dios: Oratio tua locutio est ad Deum. Quando legis, Deus tibi loquitur, quando oras, Deo loqueris (Enarrat. in ps. 85, 7).
Para que el hombre comiera el pan de los ángeles, el Creador se hizo hombre: Ut panem angelorum maducaret homo, Creator angelorum factus est homo (Enarrat. in ps. 109, 12; 134, 5).
Tu, siendo hombre, reconoce que eres hombre y toda tu humildad consiste en conocerte a ti mismo: Tu, homo, cognosce quia es homo; tota humilitas ut cognoscas te (In Io. Ev. tr. 25, 16).
Camina por la humildad y llegarás a la eternidad: Ista est via: ambula per humilitatem ut pervenias ad aeternitatem (Sermón 124, 3).
Nuestra perfección está en la humildad: Ipsa est perfectio nostra: humilitas (Enarrat. in ps. 130, 14).
Anuncia el Evangelio, no calles lo que has recibido, evangeliza: Noli tacere quod accepisti (Enarrat. in ps. 54, 18).
El hombre bueno, aunque sea esclavo, es libre; el hombre malo, aunque sea un rey, es esclavo; y no de un hombre sino de tantos dueños, cuantos vicios: Bonus etiamsi serviat, liber est; malus autem etiamsi regnet, servus est, nec unius hominis, sed, quod est gravius, tot dominorum quot vitiorum (La Ciudad de Dios 4, 3).
Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. De la raíz del amor no puede brotar ningún mal: Dilige et quod vis fac: sive taceas, dilectione taceas; sive clames, dilectione clames; sive emendes, dilectione emendes; sive parcas, dilectione parcas: radix sit intus dilectionis, non potest de ista radice nisi bonum existere (Exposición de la carta de san Juan a los Partos 7, 8).
¿Qué puede haber más glorioso que ser vencidos por la verdad?: Quid enim gloriosius, fratres, quam subjici et vinci a veritate? (Enarrat. in ps. 57, 20).
No odies a los hombres por sus vicios ni ames a los vicios por los hombres… odia en ellos aquello por lo que son inicuos y ama aquello por lo que son hombres: Nec propter vitia homines oderis nec vitia propter homines diligas... ut in eis oderit quod iniqui sunt, hoc diligat quod homines sunt (Enarrat. in ps. 138, 28). Esta frase dicha sencillamente es lo mismo que decir: Odia el pecado, pero ama al pecador.
Mi pecado más incurable era el no creerme pecador: Id erat peccatum insanabilius, quo me peccatorem non esse arbitrabar (Conf. 5, 10, 18).
Consagrémonos enteramente a la investigación de la verdad: Conferamus nos ad solam inquisitionem veritatis (Conf. 6, 11, 20).
Todo lo que se refiere a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura o a la solemnidad del entierro, constituye más un consuelo de vivos que consuelo de muertos: Ista omnia, id est curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exequiarum, magis sunt vivorum solatia quam subsidia mortuorum (De la piedad para con los difuntos II, 4). Los sufragios aprovechan de acuerdo a la vida que uno ha tenido: Genere vitae, quod gessit quisque per corpus, efficitur, ut prosint, vel non prosint, quaecumque pro illo pie fiunt, cum reliquerit corpus (Ibídem I, 2)
Ven a mí, Dios mío, mira cómo te amo y, si es poco, haz que te ame con más fuerza: Te amo et, si parum est, amem validius (Conf. 13, 8, 9).
La Eucaristía es nuestro pan cotidiano: Eucaristia panis noster quotidianus est (Sermón 57, 7).
Los tiempos somos nosotros: como somos nosotros, así son los tiempos: Nos sumus tempora; quales sumus, talia tempora (Sermón 80, 8).
A veces, no eres oído según tu voluntad para serlo atendiendo a tu salvación: Potest fieri ut non tamen exaudiris ad voluntatem ut exaudiaris ad utilitatem (Enarrat. in ps. 59, 7). Es como decir sencillamente: A veces, Dios no nos da lo que le pedimos sino lo que deberíamos pedir.
Nosotros no amaríamos a Dios, si Él no nos hubiese amado primero: Nos non diligeremus Deum, nisi nos prior ipse diligeret (De la gracia y del libre albedrío 18, 32).
Si no puedes entender, cree para que entiendas: Si non potest intelligere, crede ut intelligas (Sermón 118, 1).
Si amas la vida y temes la muerte, este temor de la muerte es un invierno cotidiano para ti: Si amas vitam et mortem times, ipse timor mortis, hiems quotidiana est (Sermón 38, 7).
Algunos temen la muerte del cuerpo y no temen la muerte del alma, que es la verdadera muerte: Plerumque cum timent homines istam mortem quae separat animam a corpore, incidunt in illam ubi anima separatur a Deo. Haec est ergo mors (Enarrat. in ps. 48, II, 2).
Imita a los buenos, tolera a los malos y ama a todos: Homines bonos imitare, malos tolera, omnes ama (Catequesis a los principiantes 27, 55). Algo parecido a esto es la frase atribuida a san Agustín y que recoge bien su pensamiento, aunque no está literalmente en sus obras: En las cosas necesarias, debe haber unidad; en las dudosas, libertad; y en todo debe haber caridad: In necessariis, unitas; in dubiis, libertas; in omnibus caritas.
Por rico que uno sea en la tierra, el hombre es un mendigo de Dios: Quantumlibet sit quisque dives in terra, mendicus Dei est (Sermón 56, 9).
Donde encontré la verdad, allí encontré a Dios, la mismísima Verdad. De esta Verdad no me he olvidado desde el día en que la conocí: Ubi inveni veritatem, ibi inveni Deum meum, ipsam veritatem, quam ex quo didici, non sum oblitus (Conf. 10, 24, 35).
Hay que conducir a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad: Reducendi mihi videntur homines in spem reperiendae veritatis (Carta 1, 1).
Consagrémonos con mayor diligencia a la búsqueda de la verdad sin perder la esperanza: Quaeramus (veritatem) diligentius et non desperemus. (Conf. 6, 11, 18).
Nunca estés satisfecho de lo que eres, para que llegues a ser lo que aún no eres. Si dices basta, estás perdido. Avanza siempre, no te detengas en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Quien no avanza, retrocede. Prefiero a un cojo por el buen camino que a un corredor fuera de él: Semper tibi displeceat quod es, si vis pervenire ad id quod nondum es. Semper adde, semper ambula, semper profice. Noli remanere, noli retro redire, noli deviare. Remanet qui non proficit, retro redit qui ad ea revolvitur, deviat qui apostatat. Melius claudus in via quam cursor praeter viam (Sermón 169, 18).
Es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas: Fieri non potest ut filius istarum lacrimarum pereat (Conf. 3, 12).
Es mejor necesitar poco que tener mucho: Melius est minus egere quam plus habere (Regla).
El tiempo no toma vacaciones: Non vacant tempora (Conf. 4, 8).
El amor no puede estar ocioso: Non potest vacare amor, in animo amantis (Enarrat. in ps. 121, 2).
Una vida sólo la hace buena el amor: Non faciunt bono mores, nisi boni amores (Sermón 311, 11).
Cuando se atrofia el amor, se paraliza la vida: Si refrigescet amor noster, refrigescet actio nostra (Enarrat. in ps. 85, 24).
La verdadera libertad consiste en la alegría del bien obrar y en la piadosa servidumbre de la obediencia a la ley: Vera libertas propter recti facti laetitiam, simul et pia servitus propter praecepti obedientiam (Enquiridión 31,9). Dicho de manera más clara y sencilla, libertad no es hacer lo que nos da la gana, sino hacer lo que tenemos que hacer, porque nos da la gana, es decir, con alegría y responsabilidad.
Busquemos, como si hubiéramos de encontrar y encontremos con el afán de seguir buscando: Quaeramus tanquam inventuri et sic inveniamus tanquam quaesituri (La Trinidad 9, 1, 1).
Hay una misericordia que castiga y una dureza que perdona. Es cruel dejar a un muchacho que juegue con un nido de víboras. Es misericordioso el no dejarle, aunque para ello haya que recurrir al castigo: Est aliquando misericordia puniens, ita est crudelitas parcens (Carta 153, 6, 17).
Es mejor amar con severidad que engañar con suavidad: Melius est cum severitate deligere quam cum lenitate decipere (Carta 93, 2, 4).
No rige quien no corrige: Non autem regit qui non corrigit (Enarrat in ps 44, 17).
Se devuelve el mal por el mal, cuando no se corrige al que debe corregirse: Ut intelligendum est, tunc potius malum pro malo reddi, si corripiendus non corripitur, sed prava dissimulatione negligitur (De corrección y gracia 16, 49).
El que corrige con odio, él mismo debe ser corregido: Hic est potius emendandus, si odio emendat (Enarrat. in ps. 140, 13).
Errar es humano, pero permanecer en el error por obstinación (resentimiento) es diabólico: Humanum fuit errare, diabolicum est per animositatem in errore manere (Sermón 164, 14).
Es mejor un pecador humilde que un justo soberbio: Melior est peccator humilis quam justus superbus (Sermón 170, 7).
Preocúpate más de averiguar lo que eres que lo que tienes: Noli quaerere quid habeas sed qualis sis (Sermón 127, 3).
Todas las cosas están llenas de milagros: Omnia miraculis plena sunt (Sermón 247, 2).
El amor es nuevo y eterno. Es siempre nuevo, porque jamás envejece: Ipsa dilectio nova est et aeterna; ideo Semper nova, quia numquam veterascit (Enarrat. in ps. 149, 1)
La ley de la libertad es la ley del amor: Lex libertatis, lex caritatis est (Carta 167, 6, 19).
La virtud es el orden en el amor: Virtus ordo est amoris (La Ciudad de Dios 15, 22).
La virtud es amar lo que debe ser amado: Virtus est diligere quod diligendum est (Carta 155, 4).
La paz es la tranquilidad en el orden: Pax omnium rerum, tranquillitas ordinis (La Ciudad de Dios 19, 13).
El amor es la belleza del alma: Ipsa caritas est animae pulchritudo (In Io Ev tr 10, 9).
El alma es atraída por el amor: Trahitur animus et amore (In Io. Ev. tr. 26, 3).
La buena voluntad no puede estar ociosa: Vacare non potest voluntas bona (Enarrat. in ps. 36, s. 2, 13).
Vivid bien para no morir mal: Vivite bene, non moriamini male (Sermón 102, 1).
No creería ni al Evangelio mismo si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia católica: Ego vero Evangelio non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae conmoveret auctoritas (Contra la carta de Manes, llamada “del fundamento”).
No quiero salvarme sin vosotros: Nolo salvus esse sine vobis (Sermón 17, 2).
Dios no permitiría los males, si no sacara más bienes de los mismos males: Deus nullo modo sineret mali aliquid esse in operibus suis, nisi ut bene faceret et de malo (Enquiridión 13, 8).
No se debe desesperar de nadie mientras vive: De nullo enim vivente desperandum est (Enarrat. in ps. 36, s. 2, 11).
Escuchar a Dios es amar: Deus, quem attendere hoc est quod amare (Solil 1, 1, 3).
La buena voluntad no puede estar ociosa: Vacare enim non potest voluntas bona (Enarrat. in ps. 36, s. 2, 13).
Nunca se es demasiado viejo para aprender: Ad discendum quod opus est, nulla mihi aetas sera videri potest (Carta 166, 1).
Señor, te amo. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé: Domine, amo te. Percussisti cor meum verbo tuo, et amavi te (Conf. 10, 6, 8).
ORAR CON SAN AGUSTÍN
A Ti solo amo, a Ti solo sigo y busco, a Ti solo estoy dispuesto a servir… Manda lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos, para ver tus signos: destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a Ti. Dime a dónde debo dirigir la mirada para verte a Ti, y espero hacer todo lo que me mandes. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, porque vivía lejos de ti. Ahora comprendo la necesidad de volver a Ti; ábreme la puerta, porque estoy llamando; enséñame el camino para llegar a Ti. Sólo tengo voluntad; sé que lo caduco y transitorio debe despreciarse para ir en pos de lo seguro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto sólo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta Ti. Enséñamelo Tú, muéstramelo Tú, dame Tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a Ti los que te buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la caridad. ¡Oh cuán admirable y singular es tu bondad! (Soliloquios 1, 1, 5).
**********
Te he buscado según mis fuerzas
y anhelé ver con mi inteligencia,
lo que creía con la fe.
Disputé y me afané.
Óyeme, Dios mío,
única esperanza mía,
para que no sucumba al desaliento
y deje de buscarte.
Tú que hiciste que te encontrara
y me has dado esperanzas
de un conocimiento más perfecto.
Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad;
sana ésta, conserva aquélla.
Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia;
si me abres, recibe al que entra;
si me cierras, abre al que llama.
Haz que me acuerde
de Ti;
te comprenda y te ame.
Acrecienta en mí estos dones
hasta mi conversión completa.
(La Trinidad 15, 28, 51).
**********
¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te ame!
El caso es que
Tú estabas dentro de mí
y yo fuera,
y por fuera te buscaba;
y como me encontraba vacío
de hermosura,
me precipitaba hacia estas cosas hermosas
que Tú creaste.
Tú estabas conmigo,
pero yo no estaba contigo.
De este modo,
me retenían lejos de Ti aquellas cosas que
no podrían existir
si no estuvieran en Ti.
Pero Tú
me llamaste,
me gritaste
y rompiste mi sordera;
brillaste,
resplandeciste
e hiciste huir mi ceguera;
derramaste tu perfume,
lo aspiré
y ahora suspiro por Ti;
me diste a gustar de Ti
y me muero de hambre y sed;
me tocaste
y me abraso en la paz
que procede de Ti.
(Conf. 10, 27).
**********
Señor, hazme vivir, no de mi justicia,
sino de la tuya.
Lléname del amor que tanto anhelo.
Ayúdame a cumplir lo que me
mandas
y dame Tú mismo la gracia de
cumplirlo.
Revíveme con tu justicia,
porque de mí no tengo más que
gérmenes de muerte.
Y sólo en Ti está el principio de la
vida.
(Enarrat. in ps. 118, 2).
**********
Tú, Señor, nos llamas,
y por eso te invocamos;
nosotros te escuchamos a Ti que nos llamas;
escúchanos también Tú a nosotros
que te invocamos.
Llévanos hasta lo que prometiste,
concluye lo que comenzaste;
no dejes que se pierdan tus dones,
no te vayas de tu campo;
que tus semillas entren en tu granero.
Abundan las tentaciones en el mundo,
pero mayor eres Tú, que hiciste el mundo;
abundan las tentaciones,
pero no caerá quien ponga su esperanza
en Aquel que no puede caer.
(In Io. Ev. 40, 10).
AGUSTÍN, GENIO DE EUROPA
A san Agustín se le considera uno de los máximos genios de Europa. La historia europea lleva impresas en sus mismas raíces las huellas de su pensamiento. Durante siglos fue la máxima autoridad de la cristiandad y la autoridad teológica decisiva, que contribuyó eficazmente a definir los dogmas de fe. Un detalle significativo es que en el nuevo catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, san Agustín es con diferencia el autor más citado; y lo mismo fue en el concilio Vaticano II.
Según algunos autores como Martín Grabmann, fue el mayor filósofo de los Santos Padres, y el teólogo más influyente de la Iglesia y el verdadero creador de la teología occidental. La filosofía y teología medievales, lo que se ha llamado la Escolástica, tienen una inconfundible marca agustiniana. Hasta el siglo XIII fue el gran Maestro de Occidente y todos los principales autores de la Edad Media siguieron las huellas de san Agustín; entre ellos Hugo de san Víctor, Ricardo de san Víctor, san Anselmo, Alejandro de Hales, Enrique de Gante, Egidio Romano, Santiago de Viterbo, Pedro Lombardo, Graciano, Duns Scoto, san Buenaventura e incluso santo Tomás de Aquino. Agustín fue el primero en elaborar con sus escritos un sistema casi completo del pensamiento cristiano y fijó la terminología filosófica cristiana hasta el siglo XIII, en que santo Tomás de Aquino marcó su propia línea.
La influencia de san Agustín ha sido tan importante en la cultura cristiana occidental que es considerado el teórico de la historia del cristianismo, que guió la cultura europea. Sin él, Europa habría sido diferente.
Su influjo permanece vivo hasta la actualidad por medio de las cuatro Ordenes de agustinos (Orden de san Agustín, Agustinos recoletos, Agustinos descalzos y Agustinos Asuncionistas) y de 300 Congregaciones de religiosas agustinas. Todas ellas tienen como lema: Amor y ciencia. A san Agustín se le suele representar con un libro y un corazón traspasado por una flecha.
MENSAJE A LOS HOMBRES DE HOY
Agustín, después de sentirse defraudado de los maniqueos, cuando el gran maestro maniqueo Fausto no supo responder a sus preguntas, empezó a pensar que los Académicos, que eran escépticos y decían que nadie puede conocer la verdad, tenían razón. Desconfió en llegar un día a conocer la verdad y disfrutar de la auténtica felicidad, porque era materialista en sus ideas.
He aquí un claro mensaje para los hombres de nuestro tiempo que buscan sinceramente la verdad. Si son materialistas y creen que sólo existe lo material, están en un gravísimo error que les impedirá llegar a la verdad. Para llegar a ella, Agustín tuvo que desembarazarse de sus ideas materialistas y creer que existía el espíritu y concebir a Dios, no como algo corpóreo, según decían los maniqueos, sino como un ser espiritual.
Él les diría a tantos ateos y materialistas que hay algo más de lo que se ve a simple vista. Que no se dejen engañar por las apariencias. Que Dios es más grande que sus propios pensamientos, que nadie puede abarcar su infinitud con su pequeñísima mente humana. Que abran sus mentes a las realidades del espíritu y que no se desanimen de encontrar la verdad. Que no sean escépticos. Que sigan buscando. En una carta decía: Me parece que hay que conducir a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad[360]. Busquemos con mayor diligencia en lugar de perder la esperanza (Conf. 6, 11).
Contra los arrianos actuales que no creen en la divinidad de Jesucristo, manifiesta a lo largo de todos sus escritos su gran amor por Jesucristo y su presencia real en la Eucaristía.
Contra los pelagianos actuales que creen que Dios no interviene con su gracia en la vida humana, como pueden ser los masones, escépticos, etc., él les habla que todo es gracia, que si algo tenemos es un don de Dios, que debemos ser agradecidos y, que hay que ser humildes para escuchar la voz de Dios en nuestra conciencia y a través de la Escritura.
Contra los donatistas violentos y todos los terroristas dice que hay que ser pacíficos, pero que también hay que acudir a las autoridades para que pongan orden. No se puede consentir impunemente que hagan el mal y, peor aún, si actúan en nombre de Dios, lo que sería una profanación del nombre divino.
Y a todos, incluso a los no creyentes, les invita a orar a Dios con humildad. Porque la fe es un don de Dios [361]. Y decía: Señor, dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara. Haz que me acuerde de Ti y te comprenda y te ame [362]. Que me conozca a mí y te conozca a Ti [363].
Para todos tiene san Agustín una palabra de aliento y una luz en su camino hacia Dios. Santa Teresa de Jesús fue muy bendecida por Dios con la lectura de las Confesiones, y amaba mucho a san Agustín. Ella dice: En este tiempo me dieron las Confesiones de san Agustín que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto. Yo soy muy aficionada a san Agustín, porque el monasterio donde estuve de seglar era de su Orden y también por haber sido él pecador… Como comencé a leer las Confesiones paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo. Cuando llegué a su conversión, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve un gran rato que toda me deshacía en lágrimas [364].
Un gran convertido actual por san Agustín es Gerard Depardieu, famoso actor de cine francés. El año 2005 dejó su carrera cinematográfica para dedicarse a propagar la vida y obra de san Agustín, a quien considera como su padre espiritual; y va por muchas iglesias declamando la conversión de san Agustín. Él ha dicho: Mi propósito es no sólo leer las “Confesiones” en iglesias católicas. También iré a otros templos, mezquitas, sinagogas… Mi sueño sería leer a san Agustín delante del muro de las Lamentaciones de Jerusalén [365].
San Agustín se sentirá feliz de ver que muchos pueden ser convertidos, leyendo sus Confesiones. Este era su deseo al escribirlas. Dice: El relato de mis pecados pasados, si llega a ser conocido, excitará los corazones para que no sigan dormidos en la desesperación, diciendo: “No puedo”, sino que se despierte en ellos el amor por tu misericordia y la dulzura de tu gracia; ella fortalece a los débiles, haciendo que tomen conciencia de su propia debilidad [366].
CRONOLOGÍA[367]
354.- Nace en Tagaste el 13 de noviembre.
367.- Va a Madaura a estudiar gramática.
370.- Año de vacaciones en Tagaste.
371.- Prosigue los estudios en Cartago. Muere su padre. Convive con una joven de condición inferior.
372.- Nace su hijo Adeodato.
373.- Lee el Hortensius de Cicerón y se adhiere al maniqueísmo.
374.- Vuelve a Tagaste y enseña retórica.
375.- Con la ayuda de Romaniano se establece en Cartago, donde abre una escuela de retórica.
383.- Embarca para Roma como profesor de elocuencia.
384.- Pasa a Milán con el mismo fin y comienza a ser oyente de los sermones de San Ambrosio.
385.- Pronuncia el panegírico del emperador Valentiniano II.
386.- Lectura de los neoplatónicos y de las epístolas de San Pablo, entrevista con Simpliciano y Ponticiano. Se separa de su concubina. Conversión en el huerto.
386.- Se retira a la granja de Verecundo, en Casiciaco, con su madre y amigos (hacia septiembre). Escribe los primeros libros.
387.- Vuelve a Milán, y de San Ambrosio recibe el bautismo (24-25 de abril). Su madre muere en Ostia del Tíber. Se detiene en Roma casi un año.
388.- Parte a África, deteniéndose en Cartago algún tiempo. Funda el primer monasterio agustiniano en Tagaste, donde permanece tres años.
389.- Muere su hijo Adeodato y su amigo Nebridio.
391.- Valerio, obispo de Hipona, lo consagra sacerdote. Funda el segundo monasterio en el huerto donado por el obispo.
392.- Disputa con Fortunato, maniqueo, en las termas de Sosio, de Hipona, el día 28 de agosto.
393.- Sínodo de Hipona (8 de octubre), donde san Agustín predica sobre la fe y el credo.
395.- Es nombrado obispo auxiliar de Valerio, y lo consagra Megalio, Primado de Numidia.
396.- Funda un convento de clérigos en Hipona.
397.- Asiste a un concilio en Cartago. Muere el obispo Valerio y le sucede san Agustín en la sede episcopal. Comienza a escribir las Confesiones.
398.- Controversia con Fortunio, obispo donatista de Tibursicum, y con Félix, maniqueo, quien se convierte a la fe católica.
399.- Entrevista con Crispín, obispo donatista de Calama.
401.- Asiste a un concilio en Cartago. Lucha con los donatistas.
404.- Va al concilio de Cartago.
410.- Saqueo de Roma por los godos.
411.- Conferencia en Cartago entre católicos y donatistas (1-8 de junio). Principios de la polémica antipelagiana.
413.- Comienza la redacción de los libros de la Ciudad de Dios.
414.- Pablo Orosio, sacerdote español, llega a Hipona para consultar a san Agustín, que le comisiona para ir a Palestina (415) con motivo de la cuestión pelagiana.
416.- Asiste al concilio de Milevi contra los pelagianos.
418.- Disputa con Emérito de Cesárea, obispo donatista.
419.- Asiste al concilio de Cartago, donde se ventila el asunto del sacerdote Apiario.
420.- Consigue la retractación de Leporio, monje galo.
426.- Termina la Ciudad de Dios y nombra a Heraclio obispo auxiliar.
428.- Conferencia con Maximino, obispo arriano.
429.- Los vándalos, capitaneados por Genserico, invaden Numidia.
430.- Genserico pone asedio a Hipona en junio.
430.- Muere san Agustín el día 28 de agosto y es colocado su cuerpo en la basílica de la Paz.
504.- Se trasladan sus restos a Cagliari, en Cerdeña.
722.- Por obra del rey Luitprando; de Cagliari, se trasladan a Pavía, a la basílica de San Pietro in Ciel d´Oro. A fines del siglo XIV la familia Visconti mandó construir una gran arca de mármol con escenas de su conversión, bautismo y milagros realizados por él después de su muerte
1832.- Son llevados sus restos a la catedral de Pavía.
1900.- Se devuelven a la misma basílica de San Pietro in Ciel d´Oro, donde actualmente reposan.
Después de haber visto la vida de san Agustín y el amplio alcance de su Obra, podemos decir que realmente ha sido una lumbrera del mundo occidental y el más importante Padre de la Iglesia latina. Algunos lo han llamado el serafín de Hipona, el martillo de los herejes, el doctor de la gracia, el más santo de los sabios y el más sabio de los santos.
De todos modos, lo cierto es que su influencia positiva ha permanecido viva a lo largo de los siglos y continúa en la actualidad a través de sus escritos y de la familia agustiniana, formada por frailes, monjas de clausura, religiosas y laicos.
Ojalá que lo imitemos en ese anhelo insaciable de encontrar la verdad, del que nunca debemos quedar satisfechos. Busquemos siempre amar más y más a Dios para compartir nuestra fe con los demás. Y, cuando veamos a otros que están en el error, digámosles que san Agustín vivió su experiencia y que, siguiéndolo a él, pueden encontrar la verdad. Toda su vida fue una búsqueda de ella y, al encontrarla, reconoció que había encontrado a Dios, que es la Verdad y el Amor. Por eso, dice: Donde encontré la verdad, allí encontré a Dios [368].
Para todos tiene san Agustín una palabra basada en su propia experiencia. Leyendo el libro de sus Confesiones, encontrarán algo que les ayude en el camino hacia la VERDAD, pero si reconocen que para dar con ella, es indispensable buscar con humildad. Sin ella será una misión imposible.
Dios los bendiga y les dé la gracia de una auténtica conversión para poder amar a Dios como san Agustín, con todo su corazón.
Tu hermano y amigo del Perú.
P. Ángel Peña O.A.R.
Parroquia La Caridad
Pueblo Libre - Lima - Perú
Teléfono 00(511)461-5894
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BIBLIOGRAFÍA
Alesanco Tirso, Filosofía de san Agustín, Ed. Augustinus, Madrid, 2004.
Andresen C., Bibliographia augustiniana, 1962.
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Brown Peter, Agustín, Ed. Acento, Madrid, 2003.
Capánaga Victorino, Agustín de Hipona, BAC, Madrid, 1974.
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Fabo Pedro, La juventud de san Agustín ante la crítica moderna, Madrid, 1929.
Fitzgeral A. D., Diccionario de san Agustín. San Agustín a través del tiempo, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2001.
Galindo Rodrigo José y Oroz Reta José, El pensamiento de san Agustín para el hombre de hoy, Ed. Edibesa, Madrid, 1998-2000, 3 tomos.
Guilloux Pierre, El alma de san Agustín, Barcelona, 1930.
Moriones Francisco, Espiritualidad Agustino-Recoleta, Ed. Augustinus, Madrid 3 volúmenes, 1988-1993.
Moriones Francisco, Teología de san Agustín, BAC, Madrid, 2004.
Obras de san Agustín, edición bilingüe, BAC, Madrid, 41 volúmenes.
Oroz Reta José, San Agustín, Salamanca, 1996.
Revue des études augustiniennes et patristiques, Revista anual del Instituto de estudios agustinos de París.
Serge Lancel, Saint Augustin, Paris, 1999.
Sesé Bernard, Vida de san Agustín, Ed. San Pablo, Madrid, 1993.
Thomas F. Martin, Nuestro corazón inquieto, Ed. Religión y cultura, Madrid, 2008.
Trapé A., Saint Augustin: l´homme, le Pasteur, le mystique, trad. del italiano por Arminjon, Paris, 1988.
Van der Meer, San Agustín, pastor de almas, Ed. Herder, Barcelona, 1965.
Varios, San Agustín, Ed. Fonds Mercator, Bruselas, Instituto histórico Agustiniano, Heverlee, 2007.
www.augustinus.it (Todas las obras de san Agustín en latín e italiano y algunas también en español).
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[1] Sermón 169, 18.
[2] Sermón 256, 3.
[3] Homo sum et inter homines vivo (Carta 78, 8).
[4] Quid est cor meum nisi cor humanum? (La Trinidad IV, pról 1).
[5] Nec adridere tantum sed etiam risu vinci ac solvi (Carta 95, 2).
[6] Conf. 9, 9.
[7] Conf. 2, 3.
[8] Conf. 1, 11.
[9] Conf. 3, 4.
[10] Conf. 9, 8.
[11] Conf. 9, 9.
[12] Conf. 1, 11.
[13] Conf. 1, 9.
[14] Ibídem.
[15] Conf. 1, 10.
[16] Conf. 1, 12-13.
[17] Conf. 1, 19.
[18] Conf. 2, 1-2.
[19] Conf. 2, 3-4.
[20] Conf. 2, 9.
[21] Conf. 1, 13.
[22] Contra los académicos, 2, 3-4.
[23] Carta 259, 2.
[24] Conf. 3, 3.
[25] Brown Peter, Agustín, Ed. Acento, Madrid, 2003, p. 471.
[26] Conf. 3, 1-2.
[27] Conf. 3, 3.
[28] Conf. 3, 4.
[29] Conf. 3, 6-7.
[30] Conf. 3, 11.
[31] Conf. 3, 11-12.
[32] Conf. 4, 4-6.
[33] Conf. 4, 7.
[34] Conf. 4, 8.
[35] Conf. 4, 2.
[36] Conf. 4, 3, 5-6.
[37] Conf. 4, 1.
[38] Conf. 5, 3.
[39] Conf. 5, 6.
[40] Conf. 5, 6.
[41] Conf. 5, 6-7.
[42] Conf. 5, 8.
[43] Conf. 5, 9-10.
[44] Conf. 5, 12.
[45] Conf. 5, 10.
[46] Conf. 6, 4.
[47] Conf. 6, 7.
[48] Conf. 6, 10-11.
[49] Conf. 5, 13-14.
[50] Conf. 6, 1.
[51] Conf. 6, 2.
[52] Carta 54, 2, 2
[53] Conf. 6, 15.
[54] Conf. 7, 9-10.
[55] Conf. 7, 16.
[56] Conf. 7, 19.
[57] Conf. 7, 20.
[58] Conf. 7, 21.
[59] Conf. 8, 1-2 y 8, 5.
[60] Conf. 8, 6.
[61] Conf. 8, 7-8.
[62] Conf. 8, 8.
[63] Conf. 8, 11-12.
[64] Conf. 9, 1.
[65] Conf. 9, 2.
[66] Conf. 9, 5.
[67] Casiciaco era una pequeña ciudad, cerca de Milán, donde su amigo Verecundo tenía una granja avícola en un lugar campestre y apacible. Allí estuvo 9 meses preparándose para el bautismo.
[68] De la vida feliz 6.
[69] Conf. 9, 4.
[70] Del orden 2, 1, 1.
[71] Conf. 9, 10.
[72] Conf. 9, 11.
[73] Conf. 9, 13.
[74] Conf. 9, 11.
[75] Conf. 9, 12.
[76] El cuerpo de santa Mónica, enterrado en la cripta de la iglesia de santa Áurea permaneció oculto en ella hasta que fue descubierto en 1430 en tiempos del Papa Martin V y fue trasladado con toda pompa a la iglesia de san Trifón en Roma, obrándose numerosos milagros en su traslado. Hoy se conservan sus restos en la iglesia de su nombre en Roma.
[77] Conf. 9, 13.
[78] Hipona era la segunda ciudad romana más importante del norte de África después de Cartago. Estaba ubicada a 80 kilómetros de Tagaste. Se llamaba Hippo Regius. La actual Hipona está situada a dos kilómetros de la antigua y se llama Annaba. En tiempos de Agustín era una ciudad muy rica en cereales, vinos y olivos, con canteras de mármol dorado con vetas de púrpura y con seis hermosas basílicas. Tenía teatro, anfiteatro, foros, termas y guarnición de soldados de la XIII cohorte militar con su puerto marítimo. Tenía unos 40.000 habitantes. Después de la muerte de san Agustín fue tomada por los vándalos el año 432 y parcialmente incendiada. Fue reedificada a finales del siglo V y destruida por los árabes el año 697.
[79] Sermón, 355, 2.
[80] Posidio 5.
[81] Posidio 8.
[82] Sermón 355, 4.
[83] Tanta nobis ingeruntur ut vix respirare possimus (Carta 48, 1).
[84] Véase el Sermón 50, 7.
[85] Sermón 302, 17.
[86] Posidio 15.
[87] Sermón 355, 2.
[88] Sermón 355, 2.
[89] La Ciudad de Dios 19, 19.
[90] Carta 48, 2.
[91] Carta 78, 9.
[92] Sermón 356, 3.
[93] Sermón 355, 3.
[94] Carta 211, 4.
[95] Carta 22, 9.
[96] Pero estaba tasado el vino que habían de beber. Posidio 25.
[97] Posidio 22.
[98] Posidio 26.
[99] Posidio 7.
[100] Nos experti dolores divisionis, studiose coagulum quaeramus unitatis (Sermón 265, 6).
[101] Sermón 359, 4-5.
[102] Sermón 358, 1.
[103] Conf. 3, 6.
[104] Conf. 5, 10.
[105] Posidio 6.
[106] Posidio 16.
[107] San Agustín los llama donatistarum manus armata (mano armada de los donatistas). Su grito de guerra era Alabad a Dios y era más terrible que el rugido de un león. Eran como los terroristas árabes actuales que matan en nombre de Dios, diciendo: Alá es grande.
[108] Posidio 10.
[109] Posidio 12.
[110] Enquiridión 17, 5.
[111] Carta 35, 4.
[112] Carta 29, 12.
[113] Posidio 12.
[114] Posidio 14.
[115] Carta a Genaro 88, 9.
[116] Corrigi eos cupimus non necari (Carta 100).
[117] Sermón 46, 17.
[118] Qui fecit te sine te, non te iustificat sine te (Sermón 169, 13).
[119] Del bien de la viudez 17, 21.
[120] Carta 177, 1.
[121] Posidio 18.
[122] Posidio 17.
[123] Sobre la doctrina cristiana 1, 30.
[124] Nulli gaudio in hac vita comparari potest (Carta 264, 2).
[125] Carta 29.
[126] Sobre la mentira 5.
[127] Conf. 7, 10, 16.
[128] Vox veritatis non tacet, non labiis clamat, sed vociferatur ex corde (Enarrat. in ps. 57, 2).
[129] Sermón 178, 6-8.
[130] Sermón 9, 3.
[131] Sermón 9, 4.
[132] Aquí se habla de la aparición de Agustín a la hermana de uno de los diez para anunciarle la curación, si iba a Hipona, donde se curaron. En otra ocasión, al volver de Italia, un profesor de retórica, cartaginés, llamado Eulogio, que había sido su discípulo, le contó que un día, mientras preparaba la clase, se encontró con un texto oscuro de Cicerón, que no sabía interpretar. Esa noche, en sueños, se le apareció Agustín y le aclaró la dificultad (El cuidado de los muertos ll, l3).
[133] Enarrat. in ps. 140, 9.
[134] Carta 55, 13.
[135] Exposición de la carta a los Gálatas 34 y 35.
[136] Enarrat. in ps. 91, 7.
[137] Sermón 9, 3.
[138] Sermón 268, 7.
[139] Carta 245, 2.
[140] Sermón 9, 21.
[141] Sermón 313 A, 3.
[142] Sermón 301 A, 7.
[143] Carta 78, 6.
[144] Sermón 306 B, 6.
[145] Enarrat. in ps. 73, 25.
[146] Enarrat. in ps. 39, 10.
[147] De las costumbres de la Iglesia 34, 76.
[148] Sermón 353, 2 ¿Qué diría san Agustín si viviera entre nosotros y descubriera que muchos cristianos son supersticiosos y van a los adivinos, creen en los horóscopos y celebran los carnavales con toda clase de excesos? Y podemos seguir hablando de las discotecas, de las revistas, videos y películas pornográficas. ¿Es que hemos perdido el sentido del pecado y no distinguimos lo bueno de lo malo, creyendo que todo vale? Y podemos continuar con el tema del aborto, de la eutanasia, de la fecundación in vitro o de la manipulación genética. Él nos diría: Haceos este regalo, cristianos, no vayáis (ni veáis) espectáculos indignos (Sermón 301 A, 7).
[149] Réplica a las cartas de Petiliano 3, 19.
[150] De la doctrina cristiana, 4, 53.
[151] Carta 88, 8.
[152] Carta 10, 7-8.
[153] Carta 151, 13.
[154] Carta 213.
[155] Sermón 296, 4.
[156] Carta 209, 9.
[157] Carta 209, 10.
[158] Sermón 25, 8.
[159] Sermón 61, 12-13.
[160] Posidio 24.
[161] Enarrat. in ps. 147, 13.
[162] Sermón 311, 15.
[163] Sermón 113, 2.
[164] Sermón 39, 6.
[165] Enarrat. in ps. 147, 12.
[166] Nemo dicat non habeo (Enarrat. in ps. 103, 19).
[167] Melius est enim minus egere quam plus habere.
[168] Véase De diversas cuestiones. Tratado en forma de carta, escrito el año 396.
[169] Neque voluntatis arbitrium ideo tollitur, quia iuvatur, sed ideo iuvatur quia non tollitur (Carta 157, 2).
[170] Conf. 9, 7.
[171] Conf. 9, 4.
[172] Tremenda ferramenta proferuntur attonitis suspensisque omnibus.
[173] La Ciudad de Dios 22, 8, 3.
[174] La Ciudad de Dios 22, 8, 3.
[175] Ibídem.
[176] Posidio 27.
[177] Posidio 29.
[178] La Ciudad de Dios 22, 8, 8.
[179] Conf. 10, 40, 65.
[180] Conf. 1, 5, 6.
[181] Conf. 10, 29, 40.
[182] Conf. 10, 40, 65.
[183] Conf. 12, 16, 23.
[184] Sermón 296, 5.
[185] Conf. 10, 6, 8.
[186] Conf. 7, 10, 16.
[187] Conf. 1, 4, 4.
[188] Carta 124, 1.
[189] Carta 38, 1.
[190] Posidio 28.
[191] Posidio 29.
[192] Posidio 31.
[193] Carta 21 del Papa Celestino.
[194] Este autor, beatificado por el Papa Pío VII en 1816, escribió en latín su libro Legenda sanctorum con más de 180 vidas de santos. Su libro fue el santoral más popular de Europa en la Edad Media y uno de los libros más copiados y extendidos. Ha sido varias veces traducido al español. Una de las traducciones más recientes es la de fray José Manuel Macías, publicada por Alianza Editorial, Madrid, 2005, en dos tomos.
Es importante recordar que la palabra Leyenda viene de legenda, es decir, lo que se ha de leer. En la Edad Media la palabra Leyenda no se refiere a hechos fantásticos, sino a biografías o vidas verdaderas. Evidentemente en esa época no tenían el concepto histórico y crítico que tenemos ahora y pueden mezclar hechos reales con tradiciones poco serias, pero no hay que descartar un fondo histórico y real, aunque puedan discutirse algunos detalles.
[195] www.cassiciaco.it/navigazione/agostino/biografie/varagine.html y
www.catholic-forum.com/saints/golden000.htm
[196] www.eldia.es/2009-08-09/sur/3-milagro-SanAgustin.htm
[197] Pietro Monterubbiano en su Historia beati Nicolai de Tolentino, Biblioteca egidiana, Tolentino, 2007, c. 7.
[198] Así lo dice Schmoeger en su libro Vida y visiones de la venerable Ana Catalina Emmerick.
[199] Breve raconto della vita e miracoli della beata Rita da Cascia a cura delle suore del monastero di Santa Rita, Cascia, Stamperia della Camera apostolica, Roma, 1628, pp. 12-13.
[200] Hernando de Rojas, Breve relación de la vida del venerable fray Alonso de Orozco, Información sumaria de Madrid, según presentación de fray Agustín Fernández, p. 581.
[201] Testimonio de su confesor, Felipe Benavent, en su libro sobre la beata por Josefa María de santa Inés, Valencia, 1913, p. 83.
[202] Posidio 31.
[203] Brown Peter, Agustín, Ed. Acento, 2003, Madrid, p. 465.
[204] El número romano significa el número de libros; y el otro número el año de su composición.
[205] Conf. 4, 9.
[206] Conf. 4, 4.
[207] Sermón 336, 2.
[208] Sermón 299 D, 6.
[209] Opta amicitiam Christi. Hospitari apud te vult; fac illi locum. Quid est, fac illi locum? Noli amare teipsum, illi ama. Si te amaveris, claudis contra illum. Si ipsum amaveris, aperis illi (Enarrat. in ps. 131, 6).
[210] Enarrat. in ps. 102, 5.
[211] Enarrat. in ps. 121, 1.
[212] Nec ideo tamen contemnenda et abiicienda sunt corpora defunctorum maximeque iustorum atque fidelium quibus tanquam organis et vasis ad omnia bona opera Sanctus usus est Spiritus (La Ciudad de Dios 1, 13).
[213] La Ciudad de Dios 1, 12; Sermón 172, 1-2.
[214] La Ciudad de Dios 1, 13.
[215] Enarrat. in ps. 48, 2, 2.
[216] In isto bello est tota vita sanctorum (Sermón 151, 7).
[217] Enarrat. In ps. 99, 11.
[218] Sermón, 128, 10.
[219] Pugnamus quotidie in corde nostro (Enarrat. in ps. 99, 11).
[220] Sermón 163 A, 2.
[221] Sermón 9, 12.
[222] Conf. 8, 5.
[223] Conf. 9, 1.
[224] La Ciudad de Dios 14, 28.
[225] Peccata vestra hostes sunt, sequuntur usque ad mare (Enarrat. in ps. 72, 3).
[226] Sermón 57, 9.
[227] Vita tua momentum temporis est ad Deum (Enarrat. in ps. 35, 13).
[228] Sermón 102, 1.
[229] Non vacant tempora (Conf. 4, 8).
[230] Enarrat. in ps. 31, II, 5.
[231] Sermón 311, 11.
[232] Mendicus mendicorum (Sermón 66, 5).
[233] Servus Christi servorumque Christi (Carta 130).
[234] Sermón 340, 1.
[235] Sermón 169, 18.
[236] Sermón 265, 3.
[237] Carta 243, 4.
[238] Enarrat. in ps. 103, 2.
[239] Enarrat. in ps. 41, 2.
[240] Ipsa dilectio vacare non potest (Enarrat. in ps. 31, II, 5). Non potest vacare amor in anima amantis (Enarrat. in ps. 121, 1).
[241] In Io. Ev. 41, 8.
[242] Enarrat. in ps. 57, 20.
[243] Carta 167, 6, 19.
[244] La Ciudad de Dios 4, 3.
[245] Eis dominabitur, sic non tenebitur, sed tenebit (De la verdadera religión 35, 65).
[246] Enquiridión 31, 9.
[247] Exposición de la carta a los Gálatas 57.
[248] Exposición de la carta a los Partos 7, 8.
[249] Oroz Reta José, El misterio del mal y la exigencia de la libertad, revista Augustinus 50, 2005, p. 212.
[250] La Trinidad 12, 1, 1.
[251] Sermón 96, 2.
[252] Conf. 10, 8, 15.
[253] Noli foras ire, in teipsum redi; in interiore homine habitat veritas (De la verdadera religión 39, 72).
[254] Redi, redi ad cor (In Io Ev. 18, 10).
[255] Ad te redi, te vide, te inspice, te discute (Sermón 52, 17).
[256] In Io. Ev. 23, 10.
[257] Redi ad te et vade ad illum qui fecit te (Sermón 330, 3).
[258] Moneta Christi homo est. Ibi imago Christi, ibi nomen Christi, ibi munus Christi et officia Christi (Sermón 90, 110).
[259] Transcende te ipsum (De la verdadera religión 39, 72).
[260] Interior intimo meo et superior summo meo (Conf. 3, 6).
[261] Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova. Sero te amavi et ecce intus eras et ego foris, et ibi te quaerebam et in ista formosa, quod fecisti, deformis irruebam (Conf. 10 ,27).
[262] Ibídem.
[263] Conf. 7, 20.
[264] Conf. 7, 18.
[265] In Io. Ev. 25, 15.
[266] Iam humilis Deus et adhuc superbus homo (Sermón 142, 6).
[267] Humiles tamquam petra sunt, petra deorsum videtur, sed solida est. Superbi quid? Quasi fumus: etsi alti sunt, evanescunt (Enarrat. in ps. 92, 3).
[268] Sermón 69, 2.
[269] Sermón 96, 3.
[270] Mensura humilitatis cuique ex mensura ipsius magnitudinis data est (De la santa virginidad 31, 13).
[271] Fodi fundamentum humilitatis et pervenies ad fastigium caritatis (Sermón 69, 4).
[272] Via prima humilitas, secunda, humilitas; tertia humilitas et quoties interrogares hoc dicerem (Carta 118, 3, 22).
[273] Haec est ergo tota scientia magna, scire hominem, quia ipse per se nihil est et quoniam quidquid est a Deo est et propter Deum est (Enarrat. in ps. 70, 1).
[274] Sermón 311, 11.
[275] Est sine modo amare (Carta 109, 2).
[276] Vis nosse qualis amor sit? Vide quo ducat (Enarrat. in ps. 121, 1).
[277] In via sumus: curramus amore et caritate, obliviscentes temporalia (Sermón 346 b, 4).
[278] Quid diligat quaero, non quid sciat (Sermón 313 A, 2).
[279] Exposición de la carta a los Partos 2, 14.
[280] Exposición de la carta a los Partos 7, 10.
[281] Exposición de la carta a los Partos 10, 4-5.
[282] Carta 155, 4, 13.
[283] Amare, ambulare est (Enarrat. in ps. 147, 6).
[284] Habet semper unde det cui plenum pectus caritatis (Enarrat. in ps. 36, s. 2, 13).
[285] Da quad iubes et iube quod vis (Conf. 10, 29).
[286] Conf. 13, 8.
[287] Conf. 6, 1.
[288] Conf. 5, 10.
[289] Conf. 7, 10.
[290] Conf. 7, 17
[291] Soliloquios 1, 1, 3.
[292] Sermón 170, 11.
[293] Et quia fractus es, ideo adversus es tibi, ideo es contra te (Sermón 128, 9).
[294] Sermón 158, 7.
[295] La Ciudad de Dios 8, 8.
[296] Sermón 335 C, 13.
[297] Deus totum est; si esuris, panis tibi est; si sitis, aqua tibi est; si in tenebris es, lumen tibi est (In Io. Ev. tr. 13, 5).
[298] Conf. 10, 6.
[299] Conf. 7, 10.
[300] Conf. 10, 8-9.
[301] De la unidad de la Iglesia 19, 49.
[302] Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis (Enarrat. in ps. 85, 1).
[303] Anima tua non est propria, sed omnium fratrum; quorum etiam animae tuae sunt, vel potius quorum animae cum tua non animae, sed anima una est, Christi unica (Carta 243, 4).
[304] Sermón 82, 6.
[305] Sermón 260 E, 2.
[306] Sermón 229, 1-3.
[307] Prope omnis pagina nihil aliud sonat, quam Christum et Ecclesiam. (Sermón 46, 33.)
[308] Sermón 141, 4.
[309] Sermón 196, 1.
[310] Sermón 291, 6.
[311] In Io. Ev. tr. 8, 8; Sermón 214, 6.
[312] Sermón 232, 2.
[313] Sermón 195, 2.
[314] Sine peccato confiteri Virgine Maria de qua, propter honorem Domini, nullam prorsus cum de peccatis agitur, haberi volo quaestionem; unde enim scimus, quod ei plus gratiae collatum fuerit ad vincendum omni ex parte peccatum, quae concipere ac parere meruit quem constat nullum habuisse peccatum (De naturaleza y gracia 36, 42).
[315] Sermón 191, 4.
[316] Conf. 3, 5.
[317] Conf. 6 ,5.
[318] Sermón 51, 6.
[319] Enarrat. in ps. 103, IV, 1.
[320] Cuestiones del Heptateúco 1, 39.
[321] Carta 120, 3, 13.
[322] Conf. 12, 14.
[323] De la verdadera religión 17, 33.
[324] Enarrat. in ps. 149, 5.
[325] Enarrat. in ps. 88, II, 14.
[326] Sermón 255, A.
[327] Sermón 214, 11.
[328] Contra Fausto 15, 3.
[329] Non docet catholica fides quod putabamus et vani accusabamus (Conf. 6, 11).
[330] Conf. 6, 3.
[331] Conf. 6, 5.
[332] Contra la carta que llaman del fundamento.
[333] Sermón 131, 10.
[334] Salmo contra la secta de Donato.
[335] Habentes auctoritatem apostolicam,… multa de libris Veteris Testamenti solvuntur aenigmata (Comentario al Génesis contra los maniqueos II, 2, 3).
[336] Nos pro Ecclesia catholica… amamus, tenemus, defendimus (Sermón 358, 1).
[337] Hortor vos, amate hanc Ecclesiam, estote in tali Ecclesia, estote talis Ecclesia (Sermón 138, 10).
[338] Nemo vos fallat: ipsa est vera, ipsa est catholica. Christum non vidimus, hanc videmus: de illo credamus… Videbant apostoli Christum et credebam Ecclesiam quam non videbant (Sermón 238, 3). Este texto es interesante para quienes aceptan a Cristo, pero no a la Iglesia.
[339] Posidio 3.
[340] Ib. 7.
[341] Ib. c. IX.
[342] Nolo salvus ese sine vobis (Sermón 17, 2).
[343] Dilige peccatorem non in quantum peccator est sed in quantum homo est (Sermón 4, 20).
[344] Enquiridión 13, 8.
[345] Conf. 13, 8.
[346] Enarrat. in ps. 149, 5.
[347] Inquilini enim hic sumus, habitatores in caelo erimus (Enarrat. in ps. 60, 6).
[348] Quanta illa felicitas ubi nullum erit malum, nullum latebit bonum, vacabitur Dei laudibus, qui erit omnia in omnibus (La Ciudad de Dios 22, 30).
[349] Conf. 10, 22.
[350] Conf. 7, 10.
[351] Conf. 13, 8.
[352] Conf. 1, 5.
[353] Non Deus impossibilia iubet, sed iubendo admonet, et facere quod possis et petere quod non possis (De naturaleza y gracia 43, 50).
[354] Conf. 10, 29.
[355] Sermón 83, 2.
[356] Commune spectaculum habebimus Deum; communem possessionem habebimus Deum; communem pacem habebimus Deum.Ipse erit pro perfecta et plena pax (Enarrat. in ps. 84, 10).
[357] Ametur antequam videatur, ut cum visa fuerit, teneatur (Enarrat. in ps. 144, 15).
[358] La Ciudad de Dios 22, 30.
[359] Conf 1, 1.
[360] Reducendi mihi videntur homines in spem reperiendae veritatis (Carta 1, 1).
[361] Sermón 168, 8.
[362] La Trinidad 15, 5.
[363] Noverim me, noverim Te (Soliloquios 2, 1, 1).
[364] Vida 9, 7-8.
[365] www.arvo.net; www.caminocatolico.org
[366] Conf. 10, 3, 4.
[367] Algunas fechas son probables.
[368] Ubi inveni veritatem, ibi inveni Deum meum (Conf. 10, 24, 35).