VI

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

 

Introducción

Esta noche se cruzan aquí dos caravanas que, durante algunos meses, han recorrido distintos caminos.

El camino recorrido por los jóvenes, a través de cada una de las etapas, ha pretendido comprender lo que significa seguir al Señor Jesús hasta la claridad de aquello a lo que últimamente nos llama.

Por su parte, el camino recorrido por los Consejos pastorales parroquiales ha profundizado, a base de meditar el relato evangélico de la multiplicación de los panes, el tema de Jesús que alimenta con su Palabra y con su Cuerpo al pueblo de Dios, enseñándole a compartir el pan. De este modo se ha mostrado la realidad de la Iglesia en la que vivimos y a la que pertenecemos, buscando en ella el silencio contemplativo, dejándonos sostener por la Palabra y la Eucaristía, renovando el impulso misionero y acogiendo el mandamiento de la caridad, del hacerse prójimo.

En este nuestro encuentro, hemos llegado, pues, a un punto de convergencia de ambos caminos, a una especie de oasis que recibe el nombre de «la comunión de los santos».

1. ¿Qué entendemos por esta antiquísima expresión contenida en el «Credo»? Los historiadores no se ponen de acuerdo a la hora de definir el sentido originario de esta misteriosa expresión.

Sin embargo, de los diversos usos que se le han dado en el pasado podemos deducir un doble significado que, no obstante, confluye en una unidad.

Por una parte, comunión de los santos indica la «comunicación de los sacramentos, de las cosas santas», y ante todo la Eucaristía. En este caso, la expresión latina, «sanctorum communio», tiene declinación neutra.

Por otra parte, «comunión de los santos» puede aludir a la sociedad de los santos y santas, es decir, a la Iglesia como comunión de los que son santos. En latín se habla de «societas sanctorum», y este último término se declina en masculino.

Evidentemente, entre ambos significados hay una relación, desde el momento en que la Iglesia es comunión entre los santos en la participación común en las cosas santas, en los santos misterios, en la Eucaristía.

Un gran estudioso de la patrística, el padre Henri de Lubac, escribe:

«Así como la comunión sacramental... es siempre al mismo tiempo comunión eclesial..., así también la comunión eclesial comporta siempre, en su forma plena, la comunión sacramental... En virtud del único pan del sacrificio... todo fiel, al comulgar con el cuerpo de Cristo, comulga por ello mismo con la Iglesia» (Corpus Mysticum, [vol. XV opera omnia], Jaca Book, Milano 1982, pág. 43).

No es casual que los Padres de la Iglesia den el nombre de Corpus Christi tanto a la Iglesia como a la Eucaristía.

Expresivamente dice Guillermo de Saint-Thierry que «comer el cuerpo de Cristo no es sino hacerse cuerpo de Cristo» (PL 184,413).

La Iglesia es, pues, el cuerpo de Cristo significado por el sacramento de la Eucaristía: «No es el hecho humano de reunirse para celebrar los misterios, ni la exaltación colectiva que una pedagogía apropiada es capaz de provocar, ni nada de eso, lo que hace realidad la unidad de los miembros de Cristo. Esta es imposible sin la remisión de los pecados, que es el primer fruto producido por la sangre derramada del Señor. Memoria de la Pasión, ofrenda al Padre celestial, conversión del corazón: he ahí las realidades absolutamente interiores sin las que no podremos tener más que una caricatura de la tan deseada comunidad» (H. de Lubac, op. cit., pág. 330). E igualmente interesantes son las palabras de Ruperto citadas por el propio de Lubac:

«...Evidentemente, hay aquí un gran misterio. La carne de Cristo, que antes de la Pasión era la carne del Verbo único de Dios, ha crecido, se ha dilatado y ha llenado el universo por medio de la Pasión de tal manera que todos los elegidos que en el mundo han sido, desde el inicio de la creación hasta la consumación de los tiempos, todos ellos, gracias a la acción de este sacramento, que los convierte en una masa nueva, se agrupan en una sola Iglesia, en la que Dios y el hombre se abrazan eternamente... Dicha carne, en un principio, apenas era un grano de trigo, un solo grano, antes de caer en tierra y morir. Pero ahora, una vez muerto, crece sobre el Altar y fructifica en nuestras manos y en nuestros cuerpos; y mientras se eleva el grande y rico dueño de la mies, se eleva con él hasta los graneros del cielo esta tierra en cuyo seno se ha hecho tan grande» (H. de Lubac, op. cit., pág.331).

De la pequeña semilla, que es Cristo muerto en la tierra, a la Eucaristía y a la comunión de los santos en la Iglesia, hasta llegar a la comunión eterna de todos los hombres salvados.

2. Frente a estas realidades evocadas por el nombre que hemos dado al oasis donde confluyen ambas caravanas, «la comunión de los santos», tal vez resulte difícil comprender la relación entre este maravilloso tema y los textos evangélicos que hemos escuchado y que quisiera releer.

Tres episodios pertenecen al capítulo 12, y otro al capítulo 19 de Juan:

«Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde se encontraba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le ofrecieron allí una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos, y la casa se llenó del olor del perfume. Entonces Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que le había de entregar, dijo: "¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?". No decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: "Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis».

«Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y acudieron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús».

«Al día siguiente, cuando la numerosa muchedumbre que había llegado para la fiesta se enteró de que Jesús se dirigía a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro gritando: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!". Jesús, habiendo encontrado un borriquillo, montó en él, según está escrito: "No temas, hija de Sión, mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna"».

«Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento; pero, cuando Jesús fue glorificado, cayeron en la cuenta de que esto estaba escrito sobre él, y que era lo que le habían hecho».

«Los que estuvieron con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos, daban testimonio. La gente salió también a su encuentro porque habían oído que él había realizado aquella señal. Entonces los fariseos comentaban entre sí: "¿Veis? No adelantáis nada, todo el mundo se ha ido tras é1"» (Jn 12,1-19).

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y, junto a ella, al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,25-27).

Meditando atentamente ambos pasajes, mientras me preparaba para este encuentro con vosotros, me pareció ver en ellos muchas referencias directas o simbólicas al misterio pascual, vivido en el sacramento de la Eucaristía y, más tarde, en la Cruz.

En todos los episodios, las personas que en ellos participan giran, por así decirlo, en torno a la Pascua de Cristo. Veámoslo someramente.

 

Un cuadro pascual

- «Seis días antes de la Pascua» (v. 1). El acontecimiento de Betania guarda una evidente relación con los acontecimientos, ya inminentes, que han de tener lugar en Jerusalén.

- La mención de Lázaro, «a quien Jesús había resucitado de entre los muertos», es igualmente significativa. De hecho, en el cristianismo primitivo esta expresión evoca inmediatamente al Resucitado de entre los muertos por excelencia.

- «Le ofrecieron allí una cena» (v. 2). Una alusión clarísima a la última cena de Jesús, anticipada de algún modo por el misterioso gesto de María.

- Esta mujer «ungió los pies de Jesús con una libra de perfume y los secó con sus cabellos» (v. 3). Es el mismo gesto que hará el Señor en el lavatorio de los pies relatado por el propio Juan.

- Otra alusión a la Pascua aparece en la mención de la muerte: «Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro» (v. 10). El episodio revela, pues, la decisión de hacer morir a Jesús.

- Un solemne toque pascual lo tenemos en la aclamación de la muchedumbre llegada a Jerusalén para la fiesta: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!» (v. 13). Para la comunidad primitiva, se trata de un momento cultual que nosotros hemos retomado en la liturgia eucarística, durante el canto del «Santo, santo, santo es el Señor...»

- «Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento; pero, cuando Jesús fue glorificado, cayeron en la cuenta...» (v. 16). Aquí se evoca el misterio pascual en su totalidad.

- En el versículo 17 se vuelve a mencionar a Lázaro, que había sido llamado afuera del sepulcro por Jesús y resucitado de entre los muertos. Los términos «sepulcro» y «resurrección» son típicos del kerygma pascual.

- Finalmente, en el. episodio del capítulo 19 aparece ya directamente la cruz, la culminación del misterio, el supremo ofrecimiento de sí que Jesús hace al Padre.

En este «cuadro» pascual, la Cruz y la Eucaristía están presentes de una manera simbólica, alusiva o real.

Es lícito, pues, preguntarse cómo se mueven los diferentes grupos de personas que participan en las diversas escenas.

Para ser más precisos: en todo ese trasfondo de cosas santas (la Pascua, la Cruz y la Eucaristía), ¿dónde está la simbología de la Iglesia que se hace comunión de los santos?

Examinemos de nuevo los distintos episodios.

 

Diversos tipos de comunidad de los santos

En mi opinión, nos hallamos ante tres tipos de comunidad eclesial o de comunidad de los santos, aparte del grupo que podemos denominar «germinal»:

Aparte veremos, en el relato de Jn 19,25-27, al grupo «germinal», el primer germen de toda comunidad, que florece en el momento en que la semilla es pisoteada y enterrada bajo tierra.

Los diversos tipos de grupos somos nosotros, la Iglesia.

- El grupo pequeño lo forman muy pocas personas: Marta, María, Lázaro, Judas y algún que otro apóstol. Es un grupo de amigos en el que se está a gusto, porque el ambiente es cordial y nadie tiene necesidad de defenderse de los demás. Las personas viven en él una cierta intimidad, mucho afecto y mucha efusión del corazón. Marta y María experimentan una inmensa gratitud hacia Jesús, y Lázaro siente hacia él una admiración sin límites.

Sin embargo, ni siquiera en un grupo tan concorde faltan los malos humores y las incomprensiones. Efectivamente, Judas no logra captar la belleza y la armonía del grupo y tropieza con un problema banal, aparentemente de carácter económico. Para justificarse, lo convierte en un problema social, afirmando el deber de ayudar a los pobres. En realidad, sabemos que Judas no hace sino encubrir su situación de deficiencia moral y que, en última instancia, lo que está en cuestión es su fe. No es capaz de captar el simbolismo del gesto de María; no está abierto al sentido sacramental de las cosas y, consiguientemente, no comprende el signo fundamental de la cena que será la Eucaristía.

Judas vive esta experiencia de comunidad, que de por sí es sumamente bella, a nivel ético y económico, no a nivel de fe. El grupo, pues, no verifica plenamente la comunión de los santos.

De inmediato caemos en la cuenta de que en nuestras comunidades puede darse esta misma fractura entre el nivel económico y ético y el nivel sacramental de fe.

Pienso, concretamente, en determinadas actitudes o modos de expresión puramente horizontal del significado de la comunidad.

Jesús, al corregir a Judas, le sugiere que la deje en paz, «(para) que lo guarde para el día de mi sepultura», apuntando así al sentido sacramental, cristológico, de aquella pequeña comunidad. Y añade: «Pobres siempre tendréis con vosotros...», y de ellos deberéis preocuparos siempre; pero; preocupándoos de mí mediante este gesto simbólico, renováis la voluntad de amar a los pobres hasta el fondo, incondicionalmente, y de preocuparos de ellos. De este modo expresa la continuidad entre el nivel sacramental y el nivel ético, social, económico.

Las palabras de Jesús constituyen una preciosa enseñanza para nosotros.

- El otro grupo más amplio lo constituyen los judíos que, al enterarse de que Jesús se encuentra allí, acuden a verle a él... y a Lázaro. También aquí nos hallamos ante una cierta comunión de intenciones y de ideales, ante unos intereses comunes, ante una comunidad. Una comunidad en la que hay una cierta fe (el deseo de ver al Señor), pero mezclada de curiosidad.

Acuden a nuestra mente determinadas formas de piedad que se expresan, por ejemplo, en las peregrinaciones: un poco de fe, una pizca de curiosidad, una ocasión de hacer turismo...

El modo que estos judíos tienen de hacer comunidad es comunión de los santos, pero lo es de una manera bastante imperfecta. Se trata, más bien, de la unidad de un grupo cohesionado por un interés cultural y, en parte, también religioso.

Existen hoy cristianos (tal vez nosotros mismos) que prestan atención a la Iglesia, a los ritos, a las catedrales, a las tradiciones humanas, al hecho de reunirse con fines sociales o de opinión... y que a lo mejor lo hacen con sinceridad y con una cierta fe. Sin embargo, suelen quedarse en un plano exterior que no excluye la presencia en él de chispazos y corrientes internas de auténtica espiritualidad, pero que es bastante incierto y confuso en sus motivaciones. Es ese mundo que, genéricamente, suele llamarse «mundo de los cristianos», mundo católico en el que no está claro si lo que se quiere definir, ante todo, es la fuerza de la fe o el conjunto de las realidades (sociológicas, tradicionales, culturales, de opinión...) que lo mantienen cohesionado.

El pasaje evangélico hace ver que este tipo de comunidad produce algunos efectos buenos, porque hasta las autoridades, contrarias a Jesús, reaccionan: «Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte tambiéna Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12,10).

Lo cual quiere decir que este «mundo de los cristianos» tiene su propia función; Dios, en su inmensa misericordia, permite que allí donde aún no se ha dado la total plenitud de fe se produzcan, sin embargo, buenos resultados mediante el influjo de las causas exteriores, sociológicas, tradicionales... Y las autoridades temen y se sienten incómodas con este tipo de cristianismo, ¡cosa que no les ocurre con el grupo de Betania!

Vemos, pues, con cuánta delicadeza nos enseña la Escritura a distinguir multitud de situaciones reales en las que nos encontramos. La comunión de los santos es el ideal perfecto, pero sólo se alcanza a través de muy diversos caminos en los que no todo es inequívoco ni expeditivo.

- La numerosa muchedumbre llegada para la fiesta constituye el tercer grupo. Se trata de una inmensa multitud procedente de todo el mundo hebreo y que recuerda a esa otra multitud del Apocalipsis que nadie podía contar y que cantaba el cántico del Cordero.

De hecho, esta muchedumbre se expresa de una manera litúrgica: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!» (Jn 12,13).

Se nos invita aquí a contemplar a ese pueblo mesiánico del que habla el Concilio Vaticano II:

«Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, "que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación"[Rom 4,25]... Posee en suerte la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Su ley es el mandamiento nuevo de amar como el propio Cristo nos amó. Finalmente, su meta es el Reino de Dios, incoado por el propio Dios en la tierra y que ha de ser consumado por El mismo al final de los siglos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida» (Lumen Gentium, 9).

Esta comunión de los santos que nos describe el Concilio podemos verla en la imagen de la muchedumbre de Jerusalén que aclama a Jesús, a quien rodea como al Mesías, y para la que se han anticipado los últimos tiempos en forma de exultación, de alegría, de gozo, de valor y falta de miedo a las autoridades, de superación de todo obstáculo humano y de capacidad de expresarse con entera libertad. Es éste el pueblo de Dios que, a partir de la comunión con las cosas santas (y la realidad más santa es Jesús), se convierte en comunión de personas santas y canta abiertamente su júbilo y su fe.

Naturalmente, a quienes tal vez observamos esta escena desde una de las alturas que rodean a Jerusalén, nos asalta de inmediato una duda: ¿Cuánto dura el momento de la exultación? ¿Qué hará esa multitud mañana y pasado mañana...?

De hecho, la historia nos enseña que el momento de la prueba no tardó en llegar: la situación se hizo confusa, los nubarrones hicieron su aparición y la gente tuvo que esconderse; y no tardaron en escucharse otras voces: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Jn 19,6).

La imagen, pues, no es aún duradera; sin embargo, quedará siempre como referencia ideal, como una certeza que Jesús nos hace percibir, como si dijera: «Yo puedo suscitar en la historia una gran comunidad mesiánica. El mío no es un grupo de "élite", aunque también era mío el grupo de la cena en Betania. El mío no es un grupo de personas que quieren verme por curiosidad religiosa o intelectual. Es, por el contrario, un gran pueblo en fiesta; un pueblo gozoso, libre, lleno de fantasía, alegre y valeroso, que se congrega en torno a mí para estar conmigo y ser conmigo una sola cosa. Esta es la imagen de mi pueblo».

Quisiera evocar en este punto una página de la vida del santo cardenal Andrea Carlo Ferrari, que tanto trabajó y se esforzó por edificar un pueblo de Dios tal como aquí lo hemos descrito.

Dice su biógrafo que el 31 de agosto de 1919 hubo en Milán una de las más grandiosas y hermosas manifestaciones habidas en la Diócesis, organizada por los jóvenes, que querían festejar a su Arzobispo.

El cardenal Ferrari, que estaba enfermo y había sido sometido a varias intervenciones quirúrgicas, quiso, naturalmente, participar. «La mañana del 31, Milán fue testigo de un magnífico espectáculo: los jóvenes llegaban en oleadas a la ciudad desde siete distintas partes, según su procedencia... En la plaza de la Catedral, los ciudadanos estaban como extasiados en plena contemplación... Cuando llegó el cardenal, asistió a una escena impresionante: los siete interminables cortejos, de más de veinte mil jóvenes cada uno, se habían encontrado y fusionado en uno solo» (G.B. Penco, Il Cardinal Andrea Ferrari, Istituto Propaganda Libraria, Milano 1987, págs. 375ss.).

Es la imagen de un pueblo cuya riqueza de fe se convierte en fiesta y sabe crear una maravillosa comunidad, semejante a la que nosotros hemos experimentado, junto con el Papa, en algunos momentos del Congreso Eucarístico de 1983, o en otras celebraciones.

También esta noche estamos viviendo la experiencia del pueblo mesiánico que, en medio de las cosas santas de Dios, recibe de Jesús-Eucaristía la gracia de ser comunidad de fe, de esperanza, de amor; la gracia de ser comunión de santos.

 

El germen al pie de la cruz

El grupo germinal podemos contemplarlo en Jn 19.

Todo cuanto hemos dicho hasta ahora tiene un precio, sin el cual el pueblo de Dios sería algo efímero, a semejanza de la multitud llegada a Jerusalén.

Ese precio es la muerte del grano caído en tierra y pisoteado.

De este modo, el grupo germinal, el más pequeño, es el grupo de un hombre crucificado: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y, junto a ella, al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,25-27).

He aquí el primer germen de toda comunión de los santos: Jesús crucificado, y María y Juan al pie de la cruz. Es la primera comunión de las cosas santas en torno a los primeros santos. Está a punto de realizarse también el sentido «conclusivo», por así decirlo, de la expresión «comunión de los santos», porque Jesús, con el agua y la sangre que brotan de su costado traspasado, llena con la plenitud del Espíritu a los discípulos que están al pie de la cruz, abrazándolos en la comunión del Espíritu Santo.

La Cruz de Jesús y el Espíritu Santo realizan la comunión de los santos en su más pleno sentido. En un mundo pecador, la Iglesia, destinada a ser pueblo mesiánico, vive también hoy la realidad del pequeño germen al pie de la cruz, de la minúscula semilla germinal, sobre todo en las comunidades perseguidas. «Por eso, dice el Vaticano II, el pueblo mesiánico, aunque de momento no incluya a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey, constituye, sin embargo, el germen finísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por él como instrumento de redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra» (Lumen Gentium. 9).

Nosotros, pequeño germen mesiánico deseoso de estar al pie de la cruz de Jesús, en medio de una inmensa ciudad mayoritariamente habitada por no creyentes o indiferentes, nos sentimos pueblo de santos para una comunión universal de santidad que llegue a los confines de la tierra y los supere, a fin de convertirse en comunión perenne de toda la humanidad en la vida de Dios en Cristo, en el eterno abrazo de Dios.

Las palabras evangélicas nos han enseñado que ambas perspectivas han de mantenerse unidas: el pequeño grupo germinal al pie de la Cruz y el inmenso pueblo mesiánico. Porque el uno está en función del otro, el uno camina hacia el otro, y vivimos alternativamente la experiencia de ambos, sabiendo que la meta es la multitud de todos los hombres en el gozo de Cristo.

Y con nosotros está siempre María, tanto en los inicios del pequeño germen como en el momento de la fiesta del gran pueblo.

«María, madre nuestra: tú estás aquí, en medio de nosotros, y nosotros somos tu pueblo, pequeño germen que se apoya en ti, del mismo modo que lo hizo Juan al pie de la Cruz; y somos también grupo que camina contigo, con los apóstoles y sus sucesores, hacia la plenitud mesiánica.

¡Alcánzanos, oh María, esa comunión del Espíritu Santo que brota del corazón traspasado de tu Hijo Jesús, nuestro hermano, y haz de nosotros un pueblo de santos para que podamos vivir en la comunión de los santos misterios!»