V

EL GOZO DE COMPARTIR


La contemplación

 

Contemplar significa mirar prolongada y detenidamente un objeto o un paisaje, experimentando con ello admiración, asombro, fascinación, interés... Es lo que, por ejemplo, hace un niño ante un «belén», o lo que hace un alpinista cuando, desde lo alto de una cumbre, pasea su mirada por la inmensa extensión nevada que se extiende a sus pies.

Quisiéramos aplicar la contemplación a la oración refiriéndonos a la lectio divina. El Arzobispo ha hablado de ella repetidas veces, pero puede ser útil rememorarla en sus momentos sucesivos.

Ya sabemos de la necesidad de la actitud de reverencia y de adoración, desde la conciencia de hallarnos ante la Majestad divina, así como del clima de silencio interior que nos permite percibir la acción del Espíritu.

- Ante todo, la lectura de una página de la Escritura no es algo que deba darse por supuesto. Al menos una lectura atenta, «rítmica» podríamos decir, a modo de respiración, para lograr captar toda su profundidad. Evidentemente, también puede ser presentada o explicada por otros, como precisamente sucede en estos encuentros nuestros.

- Llega, pues, el momento de la meditación, que es eminentemente personal y consiste en una reflexión orante sobre lo que la Palabra ha provocado en lo más íntimo del corazón. La palabra rumiar expresa perfectamente el esfuerzo por asimilar los misterios divinos encerrados en una página de la Escritura.

- Poco a poco, la meditación se simplifica, convirtiéndose en una pura elevación del alma a Dios. Aquí se comienza a gustar la contemplación y a saciarse dulcemente de la paz de Jesús. Es significativa a este respecto la experiencia de Francisco de Asís: una noche, había empezado a rezar lentamente el Padre Nuestro cuando, de pronto, se sintió tan lleno de dulcedumbre y de consolación espiritual que a la mañana siguiente se dio cuenta de que no había pasado de la palabra «Padre»

Todo esto puede suceder en las situaciones más penosas y dolorosas. El pequeño Francisco de Fátima, por ejemplo, el día de su primera y última Comunión, a pesar de estar aquejado de una terrible enfermedad física, se sintió inundado de un dulzor indescriptible y, con ojos radiantes, le dijo a su hermana Jacinta: «Hoy soy más feliz que tú, porque tengo escondido en mi corazón a Jesús».

Cuando se nos regala el don de la contemplación, es verdaderamente imposible permanecer sordos a la llamada divina, y podemos hacer nuestra la súplica de Ignacio de Loyola: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (EE, 234).

- De la contemplación se pasa entonces a la vida: al discernimiento, a la deliberación o elección, a la acción, que ya no viene motivada por mis propios criterios, sino por mi relación, sabrosamente vivida, con el Señor.

Quisiera, por último, aludir a la contemplación comunitaria y apostólica, de sumo interés para los Consejos pastorales parroquiales y para las comunidades. Se trata de contemplar juntos, con atención y en actitud orante, la realidad que nos rodea, tal como Dios la ve. La consolación del Espíritu Santo conduce a un saludable discernimiento que nos abre a la confianza y a la esperanza y nos hace abandonarnos al poder de la Palabra, permitiéndonos hallar solución aun para los problemas más difíciles y complejos. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, la comunidad de Jerusalén, ante la persecución, recurre a la Palabra de Dios, superando en la contemplación comunitaria todo temor y suplicando la gracia de anunciar el Evangelio con valentía y franqueza (cf. Hch 4).

Recitando ahora el Salmo 8, típicamente contemplativo, pidamos al Señor, para nosotros y para nuestras comunidades, la gracia de hacernos activos en la contemplación y contemplativos en la acción, según la enseñanza existencial de innumerables santos laicos contemporáneos.

 

Introducción

Debemos meditar las últimas palabras del pasaje que hemos escogido para nuestros encuentros:

«Los discípulos distribuyeron los panes entre la gente. Y comieron todos hasta saciarse; luego recogieron los trozos sobrantes: doce canastos llenos. Y los que comieron fueron cinco mil hombres, sin (contar) las mujeres y los niños» (Mt 14,19c-21).

Los personajes que aquí aparecen son los discípulos y la multitud, que en un determinado momento es llamada «todos», precisando un poco más adelante que se trataba de cinco mil hombres, además de las mujeres y los niños.

Jesús no es mencionado; sólo se menciona a la gente y a los Doce.

Se nos invita, pues, a contemplar a la comunidad. Y a contemplarla, ante todo, en sus componentes (discípulos y multitud), porque de lo que se habla es de la dimensión humana, familiar; del conjunto de un pueblo estructurado de acuerdo con una cierta jerarquía y unos determinados círculos de relación posteriormente, se nos invita a contemplarla en sus acciones, esas sencillas acciones de cada día (comer, saciarse, estar contento, asombrado y feliz por lo ocurrido, por la fiesta vivida...; incluso la acción de recoger las sobras es una acción cotidiana, doméstica).

Anticipando, por así decirlo, la conclusión de la reflexión, podemos ver aquí la imagen de una Iglesia de y desde la caridad, línea de llegada de nuestros cinco planes pastorales, de la que tuvimos una espléndida experiencia en la Convención «Hacerse prójimo», en noviembre de 1986.

Releamos cada uno de los momentos del pasaje.

 

«Los discípulos distribuyeron
los panes entre la gente»

La expresión «los discípulos» aparece dos veces en el versículo 19. Tras haberlos partido, Jesús «dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la gente». Ellos son, pues, el nexo de unión entre Jesús y la gente.

Detengámonos a contemplar cómo los distribuyen. No se trata de una acción momentánea ni de la que podamos hacernos idea con demasiada facilidad.

Quien es experto en organización, sobre todo de Congresos, sabe perfectamente lo difícil que es, por ejemplo, servir aunque sólo sea a mil personas a la vez. Los discípulos tienen que moverse rápida y ordenadamente. El pasaje no habla de una muchedumbre confusa que se agolpa para conseguir un pedazo de pan. Todo el mundo está sentado sobre la hierba, en grupos de cincuenta y de cien, y los discípulos proceden tranquila y solícitamente al reparto, que llega para todos.

Nadie se adelanta a que le sirvan; nadie es olvidado ni pisoteado; nadie se queja ni se impacienta.

Podemos contemplar a una comunidad perfectamente constituida, jerárquica, con cauces operativos de transmisión, donde cada cual tiene su lugar y donde hay lugar para todos: de hecho, se menciona incluso a los niños.

Todo el mundo es y se siente respetado, y nadie puede decir que no se cuenta con él o que se siente abandonado.

En esta maravillosa imagen de comunidad, a nadie se le considera un «don nadie».

La expresión «todos» subraya fuertemente el rostro de semejante comunidad cristiana. De designar a la gente como «muchedumbre» (que podría aludir a una realidad un tanto desordenada, donde sólo se tiene en cuenta a la mayoría [y ya sería mucho conseguir llegar a la mayoría y satisfacerla]), el relato pasa a designarla como «todos». Lo cual significa que no se trata de una «élite», de un grupo reducido de «buenos», de unos cuantos que se han lavado las manos y que, consiguientemente, son dignos de recibir el pan, de un círculo privilegiado de personas de orden.

Mientras Jesús hablaba, naturalmente que habría quienes charlaran o se distrajeran; pero eso carece de importancia.

La comunidad está compuesta por todos y es para todos. Evidentemente, la parábola evangélica nos advierte que para acceder al banquete es preciso llevar el vestido de boda; pero lo que aquí se quiere expresar es la totalidad del don de Dios, que no se vuelve atrás, que no es susceptible de dilación, que no se fija en el color ni en la raza ni en la historia de nadie.

El don de Dios es una afirmación: hay una mesa, y esa mesa ¡es para ti... y también para ti! Nadie, sea cual sea su condición o situación humana, debe pensar que dicha mesa no es para él, que la comunidad no es para él... Todos, sin distinción, estamos llamados.

 

«Comieron todos hasta saciarse»

«Comieron» significa que masticaron el pan y los peces y que se alimentaron.

Sin embargo, las palabras del evangelio que se refieren a los gestos simples y cotidianos contienen siempre alguna revelación acerca de nosotros mismos y de Dios.

Por eso hemos de preguntarnos por el significado más profundo de esta acción.

1. Como ya hemos visto, en el trasfondo del episodio se halla el relato de cómo los antepasados veterotestamentarios se habían alimentado en el desierto; un relato evocado por muchos textos bíblicos, porque es importantísimo para la historia del pueblo hebreo. «Este [el maná] es el pan que el Señor os da por alimento. Que cada uno tome cuanto necesite para comer» (Ex 16,15-16). En lo que se insiste es en el hecho de que el pueblo comió de aquel alimento en el desierto. Se trata de un acontecimiento simbólico y épico que retomará el Salmo 78[771:

«Hizo llover sobre ellos maná para comer, les dio el trigo de los cielos; pan de ángeles comió el hombre, les dio alimento para que se hartaran» (24-25).

Y los libros sapienciales volverán sobre el tema:

«A tu pueblo alimentaste con manjar de ángeles; les enviaste sin cesar desde el cielo un pan ya preparado que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos» (Sab 16,20).

El hecho de que el pueblo comiera en el desierto es tan significativo en la historia de Israel que Jesús, tras la multiplicación de los panes relatada por Juan, hablando en la sinagoga de Cafarnaún, pone en relación su milagro con el relato de Moisés:

«No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32).

Jesús invita, pues, a recordar el pan del desierto para hacer comprender que el verdadero pan es don de Dios. Notemos, además, que, mientras para referirse a Moisés emplea el verbo en pasado, para hablar del pan dado por el Padre lo emplea en presente. El episodio de Moisés y el milagro de Jesús son símbolo de lo que Dios hace por el hombre aquí y ahora, y el pan es el propio Jesús:

«Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,35).

La gente que, en el pasaje que estamos contemplando, come el pan repartido por los discípulos es, por tanto, signo del hombre que vive de todo lo que sale de la boca de Dios; del hombre que vive de Cristo, pan verdadero y para toda la humanidad.

Dicho en un lenguaje más teológico, Jesús es el mediador absoluto y universal de la salvación humana. Si el hombre (cualquier hombre) vive, encuentra alimento y crece, es gracias a él.

Alimentarse de Cristo es acoger su Palabra y meditarla, acoger su cuerpo en la Eucaristía, entrar en su muerte y resurrección.

No es difícil extraer una conclusión: ese pueblo somos nosotros. En nuestros encuentros de la Escuela de la Palabra hemos contemplado y comido esta Palabra, nos hemos alimentado de la fe, hemos adorado la Eucaristía con la comunión de deseo.

Somos nosotros el pueblo que come ese pan, que se alimenta de Jesús, que crece de un modo ordenado, estructurado, compacto. Somos nosotros y aquí.

Es Dios quien da el pan del cielo, quien alimenta nuestra vida, quien nos sostiene y nos da fuerzas. Somos nosotros aquellos «cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños», esta multitud, esta Diócesis tan grande, a la que el Señor alimenta hoy de un modo ordenado, orgánico, jerárquico.

Estamos viviendo un maravilloso acontecimiento en el que Dios sacia nuestra hambre en el desierto, antes de que caiga la noche sobre el mundo, antes de que la oscuridad y el hielo envuelvan el alma, y nos sentimos enardecidos y entusiasmados por Jesús.

2. También la expresión «hasta saciarse» está llena de significado.

La plenitud de Dios colma el corazón del hombre; no es tanto que sirva para caminar y vivir, sino que sacia el espíritu. Tal vez deberíamos invocar en este punto la sabiduría de un san Ambrosio o un san Agustín, que supieron describir con palabras admirables la hartura del corazón que se alimenta de la Palabra divina y, con la fe, come al Verbo de Dios.

Me limitaré a recordar dos episodios:

El primero lo tenemos en las Confesiones, donde se dice que Agustín, llegado a Milán, conoció la manera en que el obispo Ambrosio alimentaba a su pueblo con la Palabra:

«En aquel tiempo, su elocuente celo distribuía valerosamente al pueblo la grosura de tu trigo, Señor, la alegría de tu aceite y la sobria embriaguez de tu vino» (Libro V, 13.23).

No sería fácil expresar mejor, bíblicamente, cómo era alimentado el pueblo de Milán gracias a la mediación de su Obispo.

El segundo episodio refiere el éxtasis de Agustín en Ostia, junto con su madre, Mónica, poco antes de la muerte de ésta, entre el otoño y el comienzo del invierno del año 387. Agustín, acompañado de su madre, contempla desde la ventana de su casa el verdor de los campos y el azul del cielo, mientras oye el fragor del mar; y en un momento de su conversación, «llegan a la conclusión de que, comparada con la jocundidad de aquella vida (la vida dichosa que Dios da), los placeres de los sentidos carnales, por grandes que sean... no resisten la comparación» (Confesiones, IX, 10.24). La hartura del cuerpo, pues, el placer del buen comer, no puede compararse con el gozo del espíritu. Y prosigue:

«Elevándonos con más ardiente ímpetu de amor hacia el Ser mismo, recorrimos grado por grado todas las cosas corporales... y llegamos a nuestras almas, y también las sobrepasamos, para arribar a aquella región de abundancia indefectibe donde tú, oh Dios, apacientas para siempre a Israel con el pasto de la verdad» (ibidem).

La expresión «hasta saciarse» evoca esos momentos y situaciones misteriosas, casi inefables, de la vida del espíritu que son fundamentales para el camino evangélico: el gusto por la oración, la dulzura de la contemplación, el sabor de la cruz, la gozosa llenumbre de la caridad.

Realidades, todas ellas, que forman la sustancia nutritiva y cotidiana del camino cristiano, y sin la cual nos sentimos débiles, tibios, tristes y desnutridos.

 

«Recogieron los trozos sobrantes:
doce canastos llenos»

El detalle resulta curioso e interesante. Por eso los Padres de la Iglesia han reflexionado largamente sobre él. San Agustín, por ejemplo, observa que la gente entregó a los Doce lo que no habían podido (comer) comprender: la Tradición de la Iglesia conserva realidades que en un momento determinado el pueblo no puede entender, y vuelve a proponerlas, a través del Magisterio jerárquico, a lo largo de los siglos.

Podríamos decir que el Concilio Vaticano II fue elaborado con los «doce canastos de trozos sobrantes», porque expresó conceptos e intuiciones bellísimas que aún no habían salido a la luz.

Hay, pues, en la Iglesia una reserva de alimentos para nutrir al pueblo en cualquier época.

Sin embargo, y prescindiendo de consideraciones excesivamente metafóricas para nuestro gusto moderno, quisiéramos meditar las últimas palabras del pasaje en toda su sencillez.

Ante todo, nos sorprende la preocupación por recoger los trozos sobrantes, dado que la comida había sido repartida en abundancia. Y nos preguntamos: ¿por qué entretenerse con aquel detalle, cuando lo esencial era que todos tuvieran comida en abundancia?

1. Ciertamente, hay un significado existencial que se refiere a la vida del cristiano y que podemos expresar con una frase de Jesús:

«No estéis con el alma en vilo buscando qué comer y qué beber... Buscad el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Lc 12,29-31).

A quien busca el reino de Dios le sobra alegría interior, fuerza, capacidad de avanzar y posibilidad de superar cualesquiera obstáculos, dificultades y contradicciones. Le sobran las cosas externas de la vida, porque el Señor jamás deja sin alimento a quienes se han abandonado en sus manos con todo su amor y su dedicación.

2. Hay además un significado para nosotros en cuanto comunidad. La preocupación por los restos, por los trozos sobrantes, guarda relación con una crítica implícita respecto de cierta mentalidad consumista que amontona los excedentes alimenticios y quema sus residuos, mientras verdaderas multitudes pasan hambre.

Los dones de Dios han de ser respetados, y debemos evitar la dilapidación de las fuerzas de la naturaleza, de las realidades que nos rodean y que nos han sido dadas por la bondad del Padre celestial.

3. Y, sobre todo, las mencionadas palabras evocan la Eucaristía, que es un don sobreabundante, pero que no por ello puede ser banalizado (como quizás hacemos en ocasiones) multiplicando las Misas y las Comuniones sin discernir realmente en ellas el cuerpo del Señor.

Porque es un don tan precioso que no podemos permitirnos comerlo y no quedar saciados, y menos aún quedamos con hambre, aburridos, tibios, fríos...

Quisiera citar, a propósito de la gozosa hartura de la Eucaristía, las palabras pronunciadas por el monje Giuseppe Dossetti en una ponencia que tuvo el año pasado en la Convención de Salerno, organizada por la Universidad Católica del Sagrado Corazón. Explicando el significado que la Eucaristía tiene en su vida y debería tener en la vida de todo cristiano, decía:

«Desde que era un adolescente hasta hoy, cuando creo haber alcanzado la edad madura, he tenido una experiencia de la Eucaristía que, aunque al principio no era demasiado frecuente, ya entonces no me parecía banal. Después fue haciéndose cada vez más frecuente, hasta convertirse en algo cotidiano, pero no por ello rutinario y sin relieve». Y pasando entonces a describir el motivo por el que la Eucaristía ha de ser recibida con gusto y con gozo, proseguía:

«Es preciso considerar en lo más íntimo de nosotros toda la inmensa riqueza de la Eucaristía: lo que es y lo que nos proporciona... Lo es todo y nos lo da todo... Nos permite poseer verdaderamente y recibir en herencia absolutamente todo: toda la creación, todo el hombre, toda la historia, toda la gracia, toda la redención, todo Dios». Y concluía con las palabras de la liturgia de San Juan Crisóstomo:

«¡Oh Pascua grande y santísima, oh Cristo! ¡Oh sabiduría, Verbo de Dios y poder! ¡Concédenos comulgar plenamente contigo en el día sin ocaso de tu Reino!».

También para nosotros, la Eucaristía puede ser, y serlo cada día más, esa riqueza infinita de dones, esa plenitud de vida.

 

Preguntas para todos nosotros

Ante la contemplación eucarística, experimentamos la gracia de ser el pueblo de Dios y deseamos con todas nuestras fuerzas llegar a saciarnos del consuelo de Dios.

Podemos hacernos tres preguntas:

«Señor, no siempre nos hemos dejado alimentar y saciar por tu Palabra y tu misterio. A veces hemos evitado intencionadamente contemplarte en la cruz, y por eso la Eucaristía nos ha dejado tibios y cansados. Concédenos el deseo de comer tu pan y gustar tu Evangelio, a fin de que podamos experimentar la suavidad de tu aceite, la embriaguez de tu vino y el gozo sobreabundante de tu reino dentro de nosotros.