CARLO M. MARTINI
EL EVANGELIZADOR EN SAN LUCAS
EL SENTIDO DEL PECADO EN LA EDUCACIÓN DEL EVANGELIZADOR
"En tu palabra echaré las redes"
La llamada de Pedro: /Lc/05/01-11
El fondo de la escena: hay mucha gente que escucha a Jesús. Jesús está cerca del lago, ve dos barcas con los pescadores que ya han bajado y están arreglando las redes y, con mucha libertad y seguridad, como si fuera de casa, sube a una de esas barcas, la barca de Pedro. Le pide que la aleje un poco de la orilla y, sentándose, se pone a enseñar.
Podemos imaginar el sentimiento de Pedro que seguramente se alegra porque ha sido escogida su barca: entonces no soy el peor del pueblo -se habrá dicho-; probablemente Jesús ha comprendido que hay en mí una persona modesta, pero digna de ser honrada...
Es decir, Pedro vive un momento de euforia.
Pero ya hay una sorpresa lista para él: cuando el discurso termina y Pedro piensa bajar a
tierra para recibir las felicitaciones de la gente, Jesús, sin más preámbulos, le dice que siga
mar adentro y que eche las redes. Ciertamente se obra un cambio de Pedro en ese
momento -la Escritura no habla mucho de los sentimientos de la gente, deja que los
imaginemos y vivamos personalmente-; por la respuesta de Pedro se puede adivinar que en
su mente nacen dudas acerca de la palabra del Maestro, porque ya es tarde, se ha
terminado la pesca y hoy no hay peces.
Y hay algo más: Probablemente Pedro piensa en la figura que harán si después no
sucede nada, tiene miedo de que todo el pueblo se burle de él como de quien se comporta
de manera loca, porque se puso a pescar en una hora en la que ya no se espera una
buena pesca. En un instante difícil en el que la confianza de Pedro en el Maestro vacila: tal
vez le convendría decir sencillamente que no y no meterse en la pequeña prueba, en la
prueba que podría dejarlo en ridículo ante la gente.
Esto lo captamos en la primera parte de la respuesta: "hemos estado trabajando toda la
noche y no hemos pescado nada".
Detengámonos en este verbo "fatigándonos" "kopiasantes"; es un verbo que el Nuevo
Testamento usa otras veces, cuando habla de la fatiga apostólica, cuando Pablo dice: "he
fatigado mucho más que estos seudo-apóstoles", es el verbo que ha sido trasladado de la
fatiga física a la fatiga apostólica. Por tanto, aquí podemos leer también muchas de
nuestras situaciones: me he fatigado mucho, he gastado mucha energía, me entregué con
toda el alma, quedé agotado y no se sacó nada. Hay un sentido de cansancio
evangelizador, de derrotismo, de desánimo: pero, Señor, podías ayudarme antes, por qué
no has venido hasta ahora?
He aquí el momento delicado en el que Pedro se juega a sí mismo: si cede a este
cansancio diciendo que ya ha tratado, que es inútil, que es mejor volver a casa, echa pie
atrás en la oferta de Jesús. En cambio, si Pedro resuelve arriesgarse un poquito, aplastar
sea la fatiga que lo oprime, sea el ridículo que lo amenaza y dice "echemos adelante",
entonces tenemos al evangelizador que supera la prueba de confianza: "en tu Palabra
echaré la red". Notemos cuánto hay de profundo en este "epí de to rémati sou": en tu
palabra, porque es la expresión que en la Biblia, en los Salmos señala la actitud del
hombre ante Dios. "Confío en tu palabra", "tu palabra es la que da vida", Señor. Tú me has
afligido, has permitido muchos sufrimientos, pero yo confío en tu palabra.
Aquí Pedro deja de ser el pequeño episodio privado, es la figura del hombre que se juega
a sí mismo aun en situaciones pequeñas, sencillas, pero que exigen una cierta decisión,
una cierta valentía. Sale de los cálculos y se lanza confiado en la palabra del Señor.
Tenemos una de las típicas características que Jesús busca en el evangelizador, y de las
pequeñas pruebas con que Jesús lo forma.
Ustedes saben mejor que yo, por la experiencia que tienen de ustedes mismos o de
otros, por ejemplo al vivir con los muchachos, generalmente los que calculan mucho, los
que se preocupan continuamente de sí mismos, de recibir algo por lo que hacen, los que
quieren verificar todo para ver si coincide o no con la propia seguridad, no son terreno
bueno para la vocación. En realidad el evangelizador se ve precisamente en estos
momentos, es cuestión de arriesgar un poco, de echar hacia adelante, de perder el sentido
del cálculo, de perder un poco el sentido de la medida. El evangelizador queda siempre
caracterizado por este "quid" irracional: "irracional", naturalmente, no en el sentido de
algo que va contra la razón, sino en el sentido de dar algún paso más allá de lo que es
puramente seguro y sólido.
Volvamos a Pedro: en el fondo, es él mismo quien da el paso fuera de la barca para
lanzarse al lago. También ahí se necesita un poquito de locura para dar ese paso. Es
precisamente ese poquito de locura que hace el hombre. A menudo decimos -y el Papa lo
afirmó claramente en la encíclica "Redemptor Hominis"- que el hombre no puede vivir sin
amor: es el amor el que suscita en el hombre este ir más allá de los cálculos, este lanzarse.
Aquí Pedro es tocado por Jesús sobre su disponibilidad para tener esa capacidad de riesgo
en la que Jesús lo ejercitará cada vez más, y que es característico de lo que el
evangelizador debe ser.
Y la red echada en la palabra de Jesús se llena, vienen otras barcas y también ellas
están por hundirse. ¿Entonces qué sucede? Al ver esto (he aquí un aspecto del kerygma:
hay un hecho, un hecho notable, imprevisto) Pedro descubre la manifestación de la
potencia de Dios y se echa de rodillas ante Jesús diciendo: "Aléjate de mí porque soy un
hombre pecador". Algo sucedió. La potencia de Jesús hace resaltar la pecaminosidad de
Pedro: tal vez Pedro no era de los más pecadores de Cafarnaum, pero ciertamente era
también él un hombre que, puesto ante la potencia y la santidad de Dios, sentía que
muchas cosas de su vida no iban bien. Lo que más impresiona en este obrar de Jesús para
con Pedro es precisamente la delicadeza que demuestra Jesús.
Si Jesús hubiera sido ese educador demasiado exigente que, a veces, hemos tenido
nosotros, habría dicho: entonces, Pedro, tú quieres seguirme; pero recuerda que eres un
pecador y, por tanto, antes de seguirme, tienes que arrepentirte de tus pecados, purifícate,
porque si no no eres digno de seguirme. En cambio, Jesús lleva a Pedro a tener un acto de
confianza. Después de ese acto de confianza Pedro reconoce la grandeza de Jesús, su
bondad, su poder e, instintivamente, fácilmente, sin ningún esfuerzo, sale a flote el propio
pecado. Jesús conduce a Pedro -a él de primero- a donde quiere llevarlo, al reconocimiento
de la necesidad de la misericordia de Dios, para que pueda comprender la misericordia del
kerygma, de la palabra de salvación. Lo lleva de este modo tan humano, libre, sin
traumatismos fatigosos.
Podemos hacer inmediatamente una aplicación para nuestro camino penitencial, camino
muy necesario para todo hombre y toda mujer de este mundo, y sobre todo es necesario
para el evangelizador. En todo curso de Ejercicios acostumbramos dedicar un momento
especial a la penitencia; lo que subrayo es precisamente cómo nuestra necesidad de
salvación, nuestra pobreza, resaltan más frente a la consideración de la misericordia de
Dios para con nosotros, ante la consideración de su poder, de su bondad. Cualquier
fatigosa introspección, si no se hace frente a este cuadro de apertura que es la potencia de
Dios manifestada en Pedro, no solamente no es evangélica, sino que, a veces, puede ser
perjudicial.
Ahora Pedro puede decir estas cosas con gran tranquilidad y sencillez, sin tenerle ya
miedo a nadie porque es tan grande lo que le está delante que, aunque los demás crean
que él es pecador, ya no le importa nada. Ya ha realizado un paso tan decisivo de
liberación interior, que todos los temores que antes podía tener en comparación de lo que
piensa o dice la gente han quedado superados.
Jesús forma al evangelizador por medio de estos saltos de confianza, con la presentación
de su potencia; gradualmente hace emerger un verdadero sentimiento penitencial.
El episodio concluye con un último cambio de realidad. Pedro esperaba que el Señor lo
confirmara en su sentimiento de penitencia, y, en cambio, Jesús dice: "No temas; de ahora,
desde este momento serás pescador de hombres".
Es un trastornar la situación. Antes, de un Pedro orgulloso de sí, hace un hombre que
sabe lanzarse en la confianza; de este hombre lleno de confianza, saca un hombre que
sabe reconocer espontáneamente la propia pobreza; ahora, de este hombre humillado en
su pobreza, saca un hombre lleno de su confianza. He aquí lo que quiere decir experimentar
la potencia de Dios, he aquí la formación del evangelista, el que es formado por las
innumerables transformaciones que el poder de Dios obra sobre nosotros cambiando las
situaciones humanas.
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El perdón de la pecadora
La mujer pecadora en casa de Simón: /Lc/07/36-50
Simplemente analizo algún núcleo del episodio. ¿Cómo está la situación? Es una
situación ambigua. Hay un hombre, Simón, que se cree importante, que tiene en mano la
situación, y que no ha arriesgado nada: ha recibido a Jesús, pero con el mínimo de la
cortesía, porque así cree lograr contentar a todos. Al recibir a Jesús se demuestra un
hombre abierto, capaz de afrontar las nuevas ideas, un hombre que tiene una cierta
inteligencia y una cierta apertura de espíritu pero no brindándole todos los honores
debidos, siempre podrá decir que lo tuvo bajo su mirada, que lo vigiló para ver lo que
decía.
Este salvarse con todos, pero sin empeñarse, es exactamente la imagen del obrar político
que siempre nos amenaza: sí, hagamos algo, pero de modo que nadie nos pueda criticar y
así navegamos, con grande equilibrio, entre dos partes, sin comprometernos. Es cierto que
a veces puede ser necesario, y la necesidad de la vida lo exige, pero ciertamente el hombre
que vive así, no vive; es decir, vive la situación de Simón, que prepara un banquete a Jesús
y deja que la atmósfera sea tensa, cautelosa, Jesús se siente observado, y por esto
probablemente no habla con mucho entusiasmo y con serenidad; los otros saben que los
demás los observan, y también ellos se atreven a hablar de cosas generales, que no
comprometen a nadie.
A un cierto punto, he aquí que entra una mujer y rompe todas las convenciones creando
un enorme embarazo en todos: todos se miran, miran alrededor, se hacen guiños,
preguntan, retroceden, y uno al otro se culpan por haberla invitado, ninguno quiere admitir
que la conoce. Mientras tanto la mujer avanza impertérrita y, en un gesto de confesión
pública, le manifiesta a Jesús esos signos de afecto, de reconocimiento, de veneración que
nadie le había sabido ofrecer
Esta es la situación. Ninguno de los que están allí se arriesga; en cambio. La mujer ha
arriesgado mucho: ¿qué hará Jesús, de parte de quién se pondrá? Aquí admiramos una vez
más la capacidad de Jesús para volcar las posiciones: Jesús no reprocha inmediatamente,
sabe muy bien que en estos momentos cruciales hay que obrar con una cierta prudencia y
atención. Con una oportuna parábola narrada a Simón, y con una pregunta final, hace
reconocer al mismo Simón que la situación, en la realidad de Dios y en la realidad aun de la
sinceridad humana, es exactamente lo contrario de lo que todos creían. El desconcertado,
el intruso, el que no supo obrar fue Simón; la persona que se comportó de manera digna de
la situación, verdadera, real, humana es la mujer: ella fue la que comprendió, ella la que
vivió esta realidad.
Nuevamente tenemos el modo como el Evangelio lleva al reconocimiento de la culpa, al
camino de la purificación: no por medio de reproches amargos que ponen a la persona en
estado de defensa, sino suscitando en la mujer el coraje, la energía, la libertad de corazón.
Todo esto la hace una perfecta imagen del hombre y de la mujer que recorren el camino de
la purificación y obtienen de Dios el perdón en un acto de amor y de transformación de su
existencia.
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Ahora reflexionemos, más en particular, sobre nuestro camino penitencial. Sabemos que
es importante -muchas veces lo hemos explicado a los demás- pero tenemos la conciencia,
quizás poco profundizada, de que este camino penitencial, en la Iglesia de hoy, sufre un
momento de crisis.
En otro tiempo se practicaba la confesión frecuente que es una expresión de camino
penitencial; esta práctica ha sufrido, sobre todo en algunas regiones, una gran decadencia;
conozco pueblos y ciudades en donde la confesión se ha vuelto muy rara; se la ha
sustituido -de vez en cuando- por liturgias penitenciales, que, a la postre, resultan
ciertamente más cómodas que el esfuerzo que requiere la confesión individual. No por
nada, Juan Pablo II, en la última parte de la encíclica "Redemptor Hominis" recuerda el
derecho que todo fiel tiene de ser escuchado y reconciliado en la confesión individual. Sería
demasiado largo hablar de la crisis de la penitencia -ya tan estudiada en estos años en la
Iglesia- y, probablemente, una de las razones de la crisis se le atribuye a un cierto
formalismo penitencial en que se había caído. Todos nosotros, al menos los más ancianos
en el ministerio de confesión, hemos tenido experiencia de personas que se confesaban
muchas veces, pero con poco provecho, por costumbre... como sucede. Ahora se ha
pasado al exceso contrario: cuando una cosa se ha convertido en habitual se prefiere
dejarla, en vez de profundizarla y de hacerla más eficaz.
Nos encontramos, pues, en un punto incierto, cuyo futuro ignoramos. Pero la Iglesia ha
recuperado un sentido penitencial mucho más fuerte que antes, sobre todo por lo que atañe
a la conciencia de los pecados sociales, de la injusticia, de la necesidad de fraternidad,
aunque siguen siendo temas muy genéricos. No nos vamos a ocupar mucho de esto -es un
tema vasto e interesante-, sino de lo que es el camino penitencial de cada uno de
nosotros.
A nosotros, como evangelizadores, así como a Pedro se nos propone con insistencia un
inicio penitencial al que debemos volver siempre: ponernos delante del Señor con la
conciencia de lo que somos realmente, de nuestra fragilidad, de nuestra necesidad de
salvación. El riesgo que corre la Iglesia -y, en ella, cada uno de nosotros- en esta
disminución del sentido penitencial, del sentido del pecado, de la culpa y, por tanto, del
perdón, de la reconciliación, es un riesgo ciertamente grande, porque se podría terminar
perdiendo de vista el sentido de la gratuidad, de la salvación, como don de Dios que
perdona los pecados. La salvación queda reducida a un problema de justa organización de
las relaciones entre las personas, el Evangelio se convierte en un modelo de esta
organización y no se capta ya aquello por lo que luchó San Pablo, aquello por lo que Jesús
proclamó: "No he venido para los justos, sino para los pecadores; no para los sanos, sino
para los enfermos".
Dios justifica gratuitamente al pecador y esta es la salvación que el hombre
recibe continuamente. El hombre, incapaz de amar verdaderamente hasta el fondo, se
vuelve capaz de amor verdadero por la transformación del Espíritu que lo purifica. Si
perdemos este punto de paso -el Espíritu que purifica gratuitamente y hace capaz de amor
venciendo el egoísmo y el miedo de la muerte- ya no somos capaces de construir la
comunidad cristiana, con toda la buena voluntad que tengamos para instaurar relaciones
fraternales entre la gente. El riesgo es ciertamente grave por lo que atañe al sentido de la
penitencia y el pecado.
¿Qué más añadir, diría a manera de consejo, para la experiencia personal nuestra? Yo
distinguiría nuestra experiencia, o mejor la experiencia de la penitencia en dos categorías.
Hay algunos para los cuales la penitencia, entendida a la antigua, es decir, como una
confesión breve, frecuente en la que se constituyen como una serie de piedras miliarias que
nos ayudan a quedar purificados de todas las culpas cotidianas y a mantener vivo en
nosotros el sentido de la gratuidad de la salvación, tiene todavía un significado preciso.
Para quien encuentra fácil este camino, para quien está acostumbrado a él y lo lleva
adelante sin problemas, es una gracia; quiere decir que el Señor lo guía y lo seguirá
guiando por este camino.
Pero a veces hay sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos que, habiendo vivido la
experiencia del cambio de régimen penitencial encuentran mucho más difícil seguir la
práctica de la confesión regular; la encuentran fatigosa, algo formal, poco útil, poco
estimulante. A éstos sobre todo les quiero hablar: habiendo yo mismo experimentado este
tipo de fatiga, he tratado de ver cómo se puede salir de ella. Me ha ayudado una
consideración sencilla y que parece paradójica. Me he dicho: si me es tan difícil hacer la
confesión breve, ¿por qué no tratar de hacerla más larga? Algo así como un vuelco de las
situaciones. Y nació la experiencia (que luego he comparado con otras experiencias de
grupos, personas, situaciones, incluso en varias partes del mundo) del coloquio penitencial
que quiere salvar los valores de la confesión tradicional, pero insertándolos en un cuadro
algo más personal. ¿Qué entiendo por coloquio penitencial? entiendo un diálogo con
una persona que me representa la Iglesia, concretamente un sacerdote, en el que trato de
vivir el momento de la reconciliación de una manera que sea más amplia de lo que es la
confesión breve, que sencillamente enumera las faltas.
Trato de describirles cómo sucede esto -el nuevo Ordo paenitentiae admite esta
ampliación-: si se puede, como lo sugiere el Ordo Paenitentiae, es mejor comenzar el
coloquio con la lectura de una página bíblica, por ejemplo un salmo, que uno escoge
porque corresponde a su estado de ánimo; se reza luego una oración, ojalá espontánea,
que lo coloca a uno inmediatamente en una atmósfera de verdad. Sigue en triple momento
que llamo sintéticamente: confessio laudis, confessio vitae y confessio fidei.
Confessio laudis: repite precisamente la experiencia de Pedro en Lc 5. Pedro, ante todo,
experimenta que el Señor es grande, que ha hecho por él una cosa inmensa y lo ha llenado
de dones inesperados. Confessio laudis es comenzar este coloquio penitencial contestando
a la pregunta: ¿desde la última confesión, de qué tengo que agradecer más a Dios? ¿En
qué cosas he sentido a Dios particularmente cerca, en las que he sentido su ayuda, su
presencia? Hacer salir a flote estas cosas, comenzar con esta expresión de agradecimiento,
de alabanza, que coloca nuestra vida en el justo cuadro.
Sigue luego la confessio vitae. Evidentemente encuentro muy justo lo que se enseña en
la práctica de la confesión, o sea, de confesarse según los diez mandamientos o según otro
esquema; pero para esta confessio vitae yo sugeriría -para los que mas disponen de
tiempo- esta pregunta: ¿a partir de la última confesión qué ha sucedido que, sobre todo
delante de Dios, quisiera que no hubiera sucedido? ¿Qué me pasa? Entonces, más que
preocuparse de hacer una lista de pecados -que también se puede hacer cuando hay cosas
graves y precisas, porque emergen por sí mismas- se trata de ver las situaciones que
hemos vivido y que nos pesan, que quisiéramos que no existieran y que precisamente por
esto ponemos ante Dios para que nos quite de encima ese peso, para que nos purifique.
Aquí la áfesis amartión tiene su sentido propio: quitarnos un peso, y un peso podría ser,
por ejemplo, el haber vivido una cierta antipatía sin lograr liberarnos de ella y no sabemos
ver exactamente si hubo culpa o no, pero ha pesado sobre nuestro ánimo; o también hemos
fatigado para hacer el bien, hemos vivido una cierta pesadez en el amar, en el servir que tal
vez ha sido causa de otros defectos, porque es una raíz de fondo.
Así nos colocamos a la luz nosotros mismos, como nos sentimos. ¿Qué quisiera que no
hubiera sucedido? ¿qué me pesa ahora particularmente delante de Dios? ¿qué quiero que
Dios quite de mí? De esta manera es más fácil hacer salir a flote verdaderamente a la
persona con sus situaciones siempre mudables, con su realidad de pecado frecuentemente
no documentable y que los otros reconocen y ven más que nosotros, y hasta critican, y
nosotros no logramos individuar sino de esta manera.
Pedimos ser liberados porque la potencia de Dios es para liberarnos, no para liberarnos
desde un punto de vista contable o moralístico; es para darnos espacio, para darnos ánimo,
para hacernos reasumir una nueva espontaneidad.
Finalmente, la confessio fidei que es la preparación inmediata para recibir su perdón. Es
la proclamación ante Dios: Señor, yo conozco mi debilidad, pero sé que tú eres más fuerte.
Creo en tu poder sobre mi vida, creo en tu capacidad para salvarme así como soy ahora.
Te confío mi pecaminosidad, arriesgándolo todo, la pongo en tus manos y ya no temo
nada.
Es decir, es necesario tratar de vivir la experiencia de salvación como experiencia de
confianza, de alegría, como el momento en que Dios entra en nuestra vida y nos da la
Buena Noticia: "vete en paz", me he encargado de tus pecados, de tu pecaminosidad, de tu
peso, de tu fatiga, de tu poca fe, de tus sufrimientos interiores, de tus tormentos. Los he
tomado todos sobre mí, he cargado con ellos para que tú quedes libre.
He aquí uno de los muchos modos: a mí me parece que este tipo de coloquio puede
ayudarnos mucho más, y la impresión que sacamos es quererlo repetir con gusto porque
salimos un poco distintos y nos ha hecho bien.
La confesión no es solamente un deber: es una ocasión alegre que se busca. Aun en las
confesiones ordinarias con mucha gente, a veces veo que es bueno hacer esta pregunta a
las personas que se confiesan rápidamente: ¿pero usted no tiene algo en su vida de lo cual
quisiera agradecer a Dios? Es una pregunta que pone ya en coloquio sobre un plano
diverso, no sólo formal, es ya un entrar en la vida de esa persona.
Tratemos, pues, de ayudarnos juntos a vivir este momento penitencial al que Jesús trata
de llevar a Pedro desde el comienzo de su llamada; pidámosle al Señor que nos ayude a
nosotros -como a Pedro- a comprender qué es lo que desea que hagamos, todo lo que nos
promete y todo lo que nos da.
(·MARTINI-5.Págs. 55-70)