IV

PAN PARTIDO Y REPARTIDO


La oración rítmica

Ya hemos hablado de las condiciones necesarias para entrar en la oración, tanto individual como comunitaria y litúrgica, tanto vocal como mental. Sin esta preparación resulta un tanto difícil, incluso en la celebración de la Misa, que se produzca un verdadero encuentro personal con el Señor.

Una vez traspuestos los umbrales de la oración, es preciso que concurra una serie de condiciones para que dicha oración propicie la paz y la alegría profunda, propias de la unión con Dios.

Esta noche vamos a detenernos en un método de oración que permite a la Palabra arraigar en el corazón; un método que, debidamente cultivado, puede hacernos alcanzar las más altas cotas de la contemplación y que ha gozado de las preferencias de los santos.

Se trata de la oración rítmica o «por anhélitos», y consiste en pronunciar, entre una respiración y otra, una simple palabra, reflexionando sobre el significado de la misma.

Se caracteriza por ser una oración lenta y sosegada, y se opone a ese modo apresurado y rutinario de recitar oraciones sin darse cuenta siquiera, tal vez, de lo que se dice, se desea y se quiere.

Hay que comenzar con calma, procurando incluso adoptar la postura corporal más cómoda y que más favorezca la reflexión, educándose progresivamente en el equilibrio de la persona. Hay que tender, pues, más a la calidad que a la cantidad, tratando de profundizar y asimilar las palabras que se pronuncian y traduciéndolas después a lo concreto de la vida.

Con este modo de orar, si estamos recitando, por ejemplo, la invocación del Padre Nuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», nos vemos casi necesariamente movidos al perdón.

Si nos detenemos en lo que dice el Salmo 17: «Te amo, Señor, mi fortaleza... mi roca y mi baluarte, mi liberador, mi Dios, la roca en que me amparo, mi escudo y fuerza de mi salvación..., advertimos cómo estas palabras arraigan en nuestro corazón y nos proporcionan la experiencia de una inmensa paz.

La atención de la mente hace que el alma experimente el gusto interior y se oriente a la oración afectiva, que es la meta de toda oración.

Además, este modo de proceder puede transformarse en un arco del que broten dardos encendidos de amor hacia Jesús: es el «sí» de María al ángel, es el «sí» de Jesús al Padre, es la oración de simplicidad.

Una singular aplicación de este tipo de oración la encontramos en Oriente, y es la más próxima (como dijo nuestro Arzobispo) a la tradición cristiana. Se trata de la llamada oración de Jesús: una invocación constante e ininterrumpida de su Nombre, realizada con los labios, con la mente y con el corazón. «¡Señor Jesús, ten compasión de mí!». Repetida decenas, centenares, miles de veces, siguiendo el ritmo de la respiración, quien recita esta invocación se va viendo progresiva y profundamente agarrado por ella, experimentando así la verdad evangélica: «El que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Lc 18,17).

Algo parecido a la oración de Jesús, tan practicada en Oriente, lo tenemos en el Rosario, con sus ciento cincuenta avemarías. Y en la Escritura hay algunos Salmos (como el 136[1351) que se caracterizan por tener un estribillo que le da una cierta cadencia a los versículos. Quien está enamorado no se cansa de repetir las mismas palabras de amor a la persona amada.

Tratemos, pues, de orar con lo más íntimo de nuestra alma, donde actúa el Espíritu Santo, y con la mente, que reflexiona y se examina. Tratemos de orar rítmicamente, a fin de que las palabras pasen de los labios a la mente, y de ésta al corazón, involucrándonos totalmente a nosotros, y a todos cuantos están junto a nosotros, en el deseo de que todas las cosas cooperen a la mayor gloria de Dios, y que nuestros encuentros sean en verdad un siempre nuevo y gozoso «tú a tú» con el Señor.

 

Introducción

Ya hemos meditado sobre la relación entre el relato de la multiplicación de los panes y el episodio de Emaús (Lc 24), donde la despedida se transforma en banquete y en reconocimiento del Señor Jesús.

También hemos visto la conexión existente entre nuestro pasaje de Mateo y la cena pascual de Jesús.

Esta noche, reflexionando sobre el versículo 19, aprenderemos, con ayuda del Antiguo Testamento, a captar la relación entre dicho versículo y aquella página del Éxodo en la que Moisés da de comer al pueblo en el desierto (cf. Ex 16; Ntim 11).

De ese modo podremos conocer cada vez con mayor profundidad a Jesús, punto focal del pasaje evangélico y de toda la Sagrada Escritura.

«Y después de mandar que la gente se acomodase sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiéndolos, dio los panes a los discípulos, y los discípulos (se los daban) a la gente» (Mt 14,19).

No es difícil identificar a tres actores en esta perícopa:

- la gente, a la que Jesús ordena sentarse y entre la que se reparten los panes y los peces;
- los discípulos, que observan lo que el Señor hace y quedan involucrados en su acción;
- y Jesús.

 

Una comunidad ordenada

 

¿Qué hace la gente? Se le ordena sentarse sobre la hierba, y en ello podemos detectar tres significados.

1. Ante todo, un significado cronológico. Es primavera, aproximadamente marzo o abril, y por eso está cerca la Pascua, el gran momento de la redención, de la Eucaristía, de la Cruz. Acontecimientos, todos ellos, que ocupan el telón de fondo del episodio.

2. Un significado psicológico. El sentarse induce a la gente a observar unos momentos de pausa, de tranquilidad. El sol está poniéndose, comienza a refrescar, y la gente ha empezado ya a recoger sus cosas para marcharse.

Pero Jesús interviene: ¡No, esperad un poco! Aún hay tiempo; no tengáis prisa por abandonar este lugar; sentaos, que aún falta lo más importante.

Toda la gente es invitada, pues, a esperar, y estamos autorizados a pensar que, en medio de aquel desierto, el silencio se va haciendo, poco a poco, verdaderamente impresionante.

Los que estaban moviéndose o dando voces han vuelto a sentarse; luego, cada cual mira a su alrededor y constata que también los demás se han sentado y tienen los ojos fijos en Jesús. ¿Qué va a suceder?

3. Un significado simbólico: la gente está sentada como alrededor de una mesa, no simplemente tendida en el suelo; así lo dice el texto griego, y así lo hace la gente acomodándose sobre la hierba, como a veces hacemos nosotros para almorzar en el campo o en la montaña.

Jesús invita a la gente a un banquete que a los allí presentes les hace rememorar las antiguas Escrituras y es como el símbolo del banquete mesiánico, según las propias palabras del Señor: «Vendrán muchos de Oriente y de Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Es esta mesa la que se anticipa.

Entre la gente habría muchos que pensarían en Moisés, que en el desierto hizo sentarse a la gente para comer el maná y las codornices.

Este episodio de la vida de Jesús se enmarca, pues, en un punto equidistante de la asamblea, del convite en el desierto y del banquete mesiánico del final de los tiempos, del mismo modo que la Eucaristía se encuentra a caballo entre las grandes convocaciones del pueblo en el desierto y la última y definitiva cena, que representa la plenitud del reino de Dios.

Mediando entre tales acontecimientos, el Señor aparece como aquel de quien habla el salmista:

«En prados de fresca hierba me hace descansar, hacia las aguas de reposo me conduce; me guía por senderos de justicia por amor de su nombre» (Salmo 23[221,2-3).

Tenemos aquí la imagen de un pueblo guiado, alimentado e invitado por Jesús a la mesa eterna de la vida.

Pero quisiera subrayar, además, que el ponerse a la mesa se produce ordenadamente, hasta el punto de que el texto paralelo de Marcos dice: «Y se acomodaron por grupos de cien y de cincuenta» (Mc 6,40). Pensemos en la belleza de este espectáculo, que recuerda esas tablas gimnásticas que se realizan en los estadios, cuando se forman figuras que representan cosas o personas. En nuestro pasaje, la gente forma la figura de una flor, cual pétalos de una rosa reagrupados en círculos en el desierto, en grupos de cincuenta y de cien.

Es éste un significado profundamente simbólico del necesario orden que debe haber en la comunidad.

De hecho, la comunidad no se compadece con la confusión y el desorden: es preciso que esté debidamente dispuesta y esmeradamente ordenada, lo cual exige un orden incluso externo.

Pero, sobre todo, existe una relación entre el orden externo y la Eucaristía que la liturgia pretende preservar imponiendo, por ejemplo, normas para el ayuno eucarístico, para los ornamentos, para el modo de agruparse... Durante mis visitas pastorales, cuando celebro la misa de pontifical en tal o cual parroquia, es frecuente que el párroco, u otro en su lugar, advierta a los fieles: «Vamos a acercarnos ordenadamente a comulgar...». Parecerá una nimiedad, pero es algo que se deriva de la necesidad de vivir la Eucaristía de tal manera que, en sus mismos movimientos sincronizados, en sus cánticos y en la precisión de cada acción, refleje el orden que es propio de las realidades de Dios.

En este punto, podemos reflexionar sobre una de las tareas de nuestros Consejos pastorales parroquiales: la de procurar que los grupos litúrgicos se esfuercen en hacer elocuente y visible el orden de las celebraciones, evitando el peligro de que se reduzcan a una acumulación de rezos.

El relato de la multiplicación de los panes desciende a estos detalles para hacernos comprender con ellos la inmensidad del don de Dios, que es repartido ordenadamente entre los hombres.

 

La responsabilidad de los discípulos

Lo primero que hacen los discípulos es transmitir a la gente la orden de sentarse, y luego reparten los panes y los peces.

Si nos fijamos en lo más íntimo de su corazón, constataremos que atraviesan sucesivamente por dos o tres estados de ánimo que es muy importante que comprendamos.

1. Mientras Jesús exhorta a la gente a que se quede y se acomode sobre la hierba, Ios discípulos se ven representando el papel de Moisés, que, en el desierto, tiene ante sí al pueblo que le pide pan y carne para comer. Por eso están consternados, porque la tarea excede con mucho sus posibilidades. ¿No dice acaso Felipe en el evangelio de Juan: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco» (6,7)?

¿Y no se había expresado Moisés de un modo aún más dramático y medroso: «¿De dónde voy a sacar carne para dársela a todo este pueblo?» (Num 11,13)?

Por eso se había quejado ante Dios: «¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha dado a luz, para que me digas: "Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres?..." ¿Por qué has echado sobre mí la carga de todo este pueblo?» (Num 11,12.11).

Tanto los discípulos como Moisés ponen en práctica lo que podríamos llamar el rechazo de la responsabilidad, que también nosotros nos sentimos a veces inclinados a practicar: responsabilidades para con la familia o la comunidad; responsabilidades de pastores, de párrocos, de obispos... Es como si dijéramos a Dios: «¿Qué puedo yo hacer con este pueblo?; ¿cómo puedo hacer frente a tantas necesidades?; ¿qué voy a hacer ante tantos problemas morales, espirituales y materiales?»

En el ámbito de la familia, el rechazo se expresa en frases como ésta: «Después de todo lo que he hecho por dar una educación a mi hijo, ¿qué más debo hacer? ¡Esto ya es superior a mis fuerzas!»

En el ámbito de los Consejos pastorales parroquiales, la frase podría ser: «Si la parroquia va como va, ¿qué culpa tenemos nosotros? ¿Qué más podemos hacer?»

En el rechazo de la responsabilidad (ya experimentado por Moisés y por los apóstoles) vivimos un rechazo que llega incluso a expresarse con las palabras de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).

2. Sin embargo, Jesús comprende a los discípulos y les confía pequeñas responsabilidades, comenzando por la de partir el pan y repartirlo entre la gente. Poco a poco, sin que ellos siquiera se den cuenta, les hace pasar, del rechazo, al entusiasmo de quien ha tomado parte en un gran acontecimiento, de quien no ha escurrido el bulto en las cosas pequeñas y ha sido partícipe de un inmenso prodigio.

El Señor quiere servirse de todos nuestros pequeños rechazos de la responsabilidad para implicarnos en pequeñas cosas y, posteriormente, hacernos partícipes del gozo de comprobar cómo, con nuestros pequeños gestos, con nuestra pequeña nada, hemos sido capaces de realizar una tarea superior a nuestras fuerzas.

 

Conocer el misterio de Jesús

Podemos ahora contemplar a Jesús, que ocupa el centro de la escena con una serie de acciones.

La primera de ellas es ordenar a la gente que se siente. Podemos imaginar que pronunciaría aquella orden con voz estentórea, de modo que todo el mundo se enterara y se tranquilizara, indicando a la vez que formaran grupos regulares.

El Señor es el que tiene autoridad. También en otros pasajes, por ejemplo en el evangelio de Lucas, leemos: «Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y le obedecen» (4,36). O bien: «Enseña como quien tiene autoridad, no como los escribas y fariseos» (Mt 7,29; Mc 1,22). Por eso los sumos sacerdotes le preguntan en el templo: «¿Con qué autoridad haces esto?» (Lc 20,2).

Jesús habla con seguridad y con la tranquilidad de quien sabe que tiene autoridad para formar, de una multitud cansada y dispersa, un pueblo nuevo.

A veces, con ocasión de una crisis política, nosotros mismos nos preguntamos: ¿Quién tendrá autoridad para unificar a un pueblo, darle valor e infundirle esperanza?

Jesús puede dar órdenes sobre la base de un poder que se manifiesta en él; sin embargo, no lo hace con gestos imperiosos o dictatoriales, sino con cinco sencillísimas acciones (las acciones eucarísticas) que querríamos meditar ahora una por una:

- Toma los cinco panes y los dos peces;
- levanta los ojos al cielo;
- pronuncia la bendición;
- parte los panes;
- se los da a los discípulos.

Nos vemos inevitablemente remitidos a los gestos que realiza Jesús en la última cena.

1. Jesús toma en sus manos los panes, como en la última cena tomará el pan que hay en la mesa y lo declarará su propio cuerpo.

2. Luego levanta los ojos al cielo, un detalle que no aparece en la descripción que los evangelistas hacen de la cena pascual. En cambio, en el relato de la resurrección de Lázaro, una vez retirada la piedra del sepulcro, «Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: "Padre, te doy gracias..."» (Jn 11,41). Y en el mismo evangelio de Juan, Jesús comienza su gran oración sacerdotal alzando los ojos al cielo y diciendo: «Padre, ha llegado la hora...» (17,1).

En nuestro pasaje, alza, pues, los ojos al cielo como lo hace siempre que se dirige al Padre para invocarlo.

En mi opinión, este gesto constituye el secreto de las palabras que estamos meditando esta noche.

¿Quién es este Jesús que alza los ojos al cielo mientras sostiene el pan en sus manos? Es el responsable de la Iglesia, del pueblo, ante la imposible tarea de saciar el hambre de miles de personas con unos pocos panes. El Señor no se desanima, sino que se fía de quien le ha puesto en medio de aquella gente. Al contrario que Moisés y los apóstoles, que rechazan la responsabilidad, él no se queja, sino que mira al Padre y se abandona en sus manos.

Es ésta una señal sumamente importante para nosotros.

Frente a nuestras responsabilidades comunitarias, deberíamos tener el valor de decir: «No tengo más que cinco panes, que no bastan para saciar el hambre de esta muchedumbre; pero tú, Padre, me has puesto en esta situación, ¡y yo me fío absolutamente de ti!».

3. A continuación, Jesús pronuncia la bendición, palabra que nos remite de nuevo a la institución de la Eucaristía y que el sacerdote repite en la celebración de la Misa.

Es la bendición de la alabanza, del agradecimiento, de la gratitud anticipada al Padre, de la confianza. Probablemente, Jesús la formularía más o menos así: «Padre, te bendigo, te alabo y te doy gracias porque nos das el pan y porque, aun siendo pocos para saciar el hambre de toda esta gente, tú lo multiplicas en las manos del amor y de la fe. Tú eres grande, Padre, y siempre me escuchas. No temo el desierto ni la hora de la prueba, porque sé que, aun cuando venga la noche, tú estás conmigo y preparas el banquete a todo este pueblo».

4. Con la bendición en sus labios, Jesús parte los panes. Podemos imaginar un gesto lento y solemne, como el eucarístico, que encierre todo el profundo significado del dividir, repartir, participar y hacer participar.

Jesús vive en este gesto el misterio de su cuerpo destrozado, de su vida entregada por la multitud; Jesús vive el misterio del hacerse próximo a todo hombre a través del signo del pan; vive el don de sí mismo hasta la muerte.

Un signo que contemplamos en sus manos y que debe enseñarnos también a nosotros a partir y repartir el pan a los hambrientos, a realizar obras de caridad, a vivir el compromiso de hacernos prójimos.

5. Finalmente, el pan partido es repartido. Algunos exegetas relacionan el gesto de Jesús de repartir el pan con las palabras que atribuye Pablo, en los Hechos de los Apóstoles, al propio Jesús: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35).

El Señor vive en este momento, repartiendo, la dicha de dar, suscitando un pueblo que vive de él, que le sigue y que encuentra en él su unidad.

 

Preguntas para todos nosotros

En nuestras meditaciones, para poder captar la relación existente entre una página evangélica y la reflexión de los Consejos pastorales parroquiales sobre los programas diocesanos de estos años, hemos reflexionado sobre los diversos niveles de lectura del episodio de la multiplicación de los panes: el nivel físico y el existencial, el nivel sacramental y el eclesial, y el nivel escatológico.

- El nivel físico es la necesidad misma del pan material. Jesús sacia realmente el hambre de la gente, afrontando así una necesidad elemental.

Es una invitación a mantener, por encima de todo, los ojos abiertos a las necesidades ineluctables y primarias de la gente: el pan, la vivienda, el vestido...

Nos preguntamos: ¿cómo vivimos hoy esta atención a las necesidades materiales, físicas, del pueblo?

Y mediante un esfuerzo añadido de introspección psicológica, podemos también preguntarnos: ¿cómo vivimos nuestras necesidades primarias, en especial las referidas a la salud?; ¿de qué manera la preocupación por la salud interfiere o entra en nuestra relación con el Señor?

A veces pensamos que se trata de dos realidades alejadas entre sí, como en conflicto; pero el Señor presta atención a cada uno de nosotros y desea que vivamos nuestros problemas (el de la salud, por ejemplo) con él y de cara a él.

- El nivel existencial o evangélico. El relato de la multiplicación de los panes muestra cómo el hombre debe confiar a Dios su propia vida: Dios se hace garante de la vida del hombre, al que alimenta en el desierto de la existencia.

De ahí la pregunta: ¿a quién confío mi vida? ¿A mí mismo, a las obras de mis manos, o bien, y buscando el reino de los cielos por encima de todo, confío mi persona y mi futuro a la Palabra del Señor y a su amor?

¡Señor, tú que dijiste: «Buscad primero el Reino de Dios», haz que me abandone en tus manos y me ocupe, ante todo, en escuchar tu palabra y buscar tu Reino!

- El nivel sacramental. Este pan material, este pan de la existencia en las manos de Dios, es la Eucaristía, distribuida por los apóstoles a la multitud de los hombres.

¿Qué lugar ocupa la Misa en mi vida? ¿Es verdaderamente el primero, dentro de mi escala de valores, o bien hay otros por encima de él o en concurrencia con él?

- El nivel eclesial. Hemos contemplado la imagen del pueblo de Dios perfectamente ordenado y congregado bajo la guía de los apóstoles para la escucha de la Palabra y para la Eucaristía. Pensemos en la Iglesia, en nuestra parroquia, en la comunidad.

¿Qué hago yo por la parroquia? ¿La veo como una comunidad que se alimenta de la Palabra y de la fe? ¿La sirvo como la sirve Jesús, con el mismo amor, repartiendo el pan a todos cuantos lo buscan y lo desean?

- Por último, el nivel escatológico, el de la vida eterna. El banquete en el desierto es signo y preanuncio del banquete en el que el propio Jesús nos hará sentarnos a la mesa y nos servirá en la plenitud de la vida.

¿Qué lugar ocupa, en mi Eucaristía, la espera de la venida de Jesús, el gozo de la eternidad? ¿Pienso en ello?; ¿lo recuerdo con frecuencia o, por el contrario, evito pensar en ello, porque me da miedo, dado que confundo la eternidad con la muerte?

«Señor, tus palabras son muy profundas, porque parten de una experiencia histórica e inmediata de tu vida en la tierra y llegan a la plenitud del Reino de Dios. Concédenos penetrar en ellas, con humildad y apertura de corazón, para que podamos experimentar que tú nos conoces y conocerte a ti y tu inmenso don».