III

EL PAN PARA UN PUEBLO


La aridez en la oración


La oración es una fantástica historia de amor. Es la experiencia vivida por dos amantes (Dios y la criatura), propia de un afecto llevado al más alto grado de amistad, que acontece en el intercambio recíproco de lo que se es y lo que se tiene.

En esta clave de lectura deben leerse determinadas páginas de la Sagrada Escritura: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20). «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él» (Jn 6,56).

La oración se convierte entonces en iluminación, en sustancioso alimento espiritual que proporciona vigor, fuerza, pasión y solución a todo problema.

Y, naturalmente, cada uno de nosotros está llamado a esta maravillosa experiencia.

Ya hemos dicho que, si no tomamos conciencia de estar en la presencia de Dios y no aprendemos el silencio interior, nos estamos privando de esas actitudes que son indispensables para entrar en contacto vivo con el Señor.

Sin embargo, aun cuando ya hayamos atravesado los umbrales de la oración, puede sobrevenirnos en ocasiones una cierta sensación de apatía, de torpor, de aridez.

Me gustaría hablaros hoy precisamente de la aridez, que es un estado de ánimo bastante penoso. Ante todo, es preciso establecer sus causas, que básicamente yo distinguiría del siguiente modo:

Ahora podemos comprender la importancia de las Escuelas de oración, que nos ayudan a leer la Palabra escrita en la Biblia, a conocer lo que verdaderamente significa entrar en contacto con el Dios vivo y verdadero, abandonándonos a su designio de amor y de salvación, y a afrontar con seriedad y valor el largo y fascinante camino de la oración.

El Salmo 29, que ahora recitaremos, hará que cada uno de nosotros descubra la etapa que estamos recorriendo: del fervor a la aridez, y de la aridez a la súplica, siempre en dirección al sosiego y el gozo de la divina presencia: «Has trocado mi lamento en danza, mi sayal en túnica de fiesta» (v. 12).

 

Introducción

La meditación de esta noche es particularmente importante, porque el pasaje en el que vamos a detenernos constituye la revelación del pueblo de Dios:

«Al atardecer se le acercaron los discípulos diciendo: "El lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada; despide, pues, a la gente para que vayan a los pueblos y se compren víveres". Pero Jesús les dijo: "No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer". Dícenle ellos: "No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces". Díjoles: "Traédmelos acá"» (Mt 14,15-18).

Pidamos al Señor la gracia de sentir estas sus palabras en nuestro corazón, de modo que la respuesta que le demos en la adoración silenciosa ascienda de lo más profundo de nosotros mismos.

 

La hora de la revelación
y la incomprensión de los apóstoles

Releamos atentamente cada uno de los versículos de este episodio:

1. «Al atardecer». La expresión trae inmediatamente a la memoria otro famoso encuentro: el de Emaús. Al atardecer, el caminante se dispone a seguir su camino, pero los dos discípulos le ruegan que se quede, y él se da entonces a conocer: es el Señor (cf. Lc 24,13-32).

El atardecer es, pues, la hora del reconocimiento eucarístico. Esto lo sabe perfectamente el evangelista Mateo, que describirá el comienzo de la cena pascual con las mismas palabras: «Al atardecer, Jesús se sentó a la mesa con los Doce» (26,20).

En nuestro pasaje se indica de manera más directa que se trata de la hora del adiós, de la separación, de marcharse todo el mundo a su casa. Es también el momento típico de la nostalgia, como lo canta el poeta: «Era la hora en que el deseo oprime al navegante y el corazón se le enternece al pensar en el día en que dijo adiós a sus amigos» (Dante, La Divina Comedia, Purg. VIII, 1).

Sin embargo, para la multitud en el desierto y para los discípulos de Emaús el atardecer no da paso a la despedida ni a la tristeza, sino que es la hora de la manifestación plena de Jesús.

No es difícil comprender con cuánta reverencia y veneración debemos orar sobre este pasaje, que encierra tantos misterios. Un pasaje, además, que conviene meditar en relación con la revelación de Emaús y con la última cena del Señor.

No es casual, por tanto, que lo refieran los cuatro evangelios, y dos de ellos (Marcos y Mateo) por dos veces. Ni es casual tampoco que nosotros lo veamos como la síntesis de nuestro camino pastoral a partir de 1980.

Lucas relata la multiplicación de los panes describiendo el atardecer con las mismas palabras que en la versión griega empleará para narrar el episodio de Emaús: «El día había comenzado a declinar» (9,12;24,29).

2. ¿Qué es lo que ocurre al atardecer?

Los apóstoles se acercan al Maestro para advertirle: «El lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada; despide, pues, a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren víveres» (Mt 14,15).

A ellos, el hecho de que se acerque la noche no les sugiere nada romántico ni nostálgico. Es, sencillamente, el momento de apresurarse a despedir a todo el mundo para que a nadie le sorprenda la oscuridad ni le ocurra ningún percance.

En el acercamiento de los discípulos a Jesús podemos detectar las ganas que tienen de volver a tomar la iniciativa. Durante la jornada se habían mostrado fundamentalmente pasivos; esperaban pasar tranquilamente dicha jornada en la intimidad con el Señor y, en cambio, al desembarcar de su travesía del lago se habían encontrado con la multitud.

Jesús casi se había olvidado de ellos, ocupado como estaba en curar a los enfermos y en hablar y predicar a la gente.

¡Al fin se acerca la noche, y es preciso que la situación vuelva a la normalidad, a la concreción!

La advertencia de los apóstoles, por lo tanto, pretende ser también una llamada a la sensatez: Señor, ¿no ves que se hace tarde? ¿Por qué sigues entreteniendo a la gente en un lugar desierto, donde no hay nada que comer?

En este énfasis en lo tardío de la hora y lo desértico del lugar podemos detectar un asomo de critica, una especie de reproche a la imprudencia del Maestro, al que tales detalles no le preocupan lo más mínimo.

Se me ocurre en este momento que quizá pueda alguien haber pensado lo mismo acerca de nosotros: ¿por qué organizar un encuentro en la catedral precisamente en esta noche del jueves de carnaval? ¿Por qué hacer venir a la gente con el frío que hace?

Vosotros, sin embargo, habéis superado la perplejidad e indecisión de los prudentes con vuestro deseo de buscar y escuchar a Jesús.

Pues bien, volviendo a nuestro pasaje, los discípulos dan una orden al Señor, convencidos de saber cómo hay que comportarse. Recordemos que también Marta sabía lo que Jesús debía decir a Maria: «¡Di a mi hermana que me ayude!» (Lc 10,40), porque era ella la encargada de poner orden en la casa.

Los apóstoles saben que, si «le dan cuerda» al Maestro, la cosa puede prolongarse indefinidamente, sin llegar jamás a una conclusión práctica.

Y es sumamente interesante la ironía del relato: ¡los que ordenan a Jesús que despida a la multitud, al final tendrán que ser despedidos a la fuerza, porque ya no querrán irse! Mateo dice que Jesús les obligó a marchar, haciéndoles subir a la barca casi a empujones (cf. Mt 14,22). Los discípulos, que tenían la certeza de que a aquellas horas de la tarde ya no quedaba nada por hacer, no imaginaban que aún estaba por producirse lo verdaderamente importante.

En su sabiduría carnal y mundana, en su falta de fe, pensaban que la gente tenía que irse a comprar víveres, que cada cual debía pensar en sí mismo, porque Jesús ya había predicado más que de sobra. Y, en mi opinión, esta actitud se asemeja a una cierta visión funcionalista de la pastoral que podría calificarse como pastoral «de estación de servicio»: nosotros proporcionamos a los fieles la Palabra y los Sacramentos cuando lo requieren; luego, que cada cual viva su vida. Es, justamente, el mismo razonamiento de los apóstoles: ya han recibido la Palabra y han visto los milagros; ¡ahora, que se vayan! ¿Qué más quieren?


El pueblo de Dios

1. Jesús, en cambio, está a punto de efectuar la nueva revelación de su poder, y lo que piensa es exactamente lo contrario de lo que piensan los apóstoles. ¿Ha escuchado la multitud mi Palabra? Perfecto. Ahora, pues, hagamos comunidad. Comienza a emerger el nuevo pueblo de Dios.

Antes eran simples individuos, enfermos en busca de salud, pequeños agricultores, empleados y obreros ansiosos de escuchar una palabra auténtica y de dar sentido a su propia existencia. Había padres que tenían un hijo enfermo, mujeres abandonadas por sus maridos, personas solas y llenas de angustia y de miedo. Habían seguido a un profeta que proporcionaba valor a quien no lo tenía, que conseguía convencer de que era posible hallar en el mundo bondad y comprensión.

Pero ahora el Señor desea que nazca una comunión de vida que se exprese, ante todo, en una comunión de mesa.

Por eso asume personalmente el control de la situación, expresándolo con muy pocas pero muy tajantes palabras: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer» (Mt 14,16).

La escena, que parecía haber concluido, se reanuda, y el texto griego subraya perfectamente la fuerza con que Jesús rebate a los apóstoles: «No, no los despidáis; dadles vosotros de comer».

Aquí debemos pedir al Señor que nos abra el corazón, porque hemos llegado al verdadero centro del relato. En los anteriores encuentros hemos reflexionado sobre el desierto, el silencio y la Palabra que en él resuena; pero no habíamos llegado aún a la novedad del mensaje.

Ahora, Jesús se muestra abiertamente, superando todas las expectativas, no sólo de la gente, sino de los propios apóstoles, y revela la novedad: el pueblo de Dios.

Observad el peso que tienen sus palabras:

«No tienen por qué marcharse». El Señor sabe perfectamente qué es lo que necesita y lo que no necesita el hombre, y su juicio es más verdadero que el de los discípulos. El conoce nuestro corazón mejor que nosotros mismos, y no le pasan inadvertidas nuestras auténticas necesidades.

También en el episodio que tiene lugar en casa de Marta y de María dice Jesús: «Una sola cosa es necesaria» (Lc 10,42). Y cuando alguien le critica por andar con gente que no frecuenta el templo, responde: «No necesitan médico los sanos, sino los que están enfermos» (Mt 9,12).

Jesús sabe que lo que la multitud necesita en el desierto no es marcharse a cuidar cada cual de sí mismo, sino que sean los apóstoles los que hagan de dicha multitud una comunidad. Sus palabras resultan verdaderamente duras:

«Dadles vosotros de comer».

No es difícil comprender lo que estas palabras significan para aquellos hombres, tanto en el plano material como en el plano moral. Los evangelistas Marcos y Juan especifican que doscientos denarios no habrían bastado para comprar pan para toda aquella gente. Por otra parte, el mandato de Jesús equivale a decir: «Sed padres de esta gente», porque, desde el punto de vista humano, está indicando el deber que tienen los padres para con sus hijos. Los apóstoles comprenden el verdadero sentido del mandato de Jesús: ¡Sed vosotros los padres de este pueblo!

Cuando el Señor resucitó a la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga, se dirigió a sus padres y «les mandó que le dieran de comer a la niña» (Lc 8,55). Más aún, cuando recomienda que en la oración nos dirijamos al Padre de los cielos, pone el ejemplo de la relación entre padres e hijos, diciendo: «¡Acaso hay alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra?» (Mt 7,9).

En la orden que ahora da a los discípulos podemos ya entrever lo que más tarde dirá Jesús a Pedro: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17).

Ya no se encuentran frente a individuos aislados, cada uno de los cuales ha de pensar en sí mismo; ahora se encuentran frente a un pueblo del que deben cuidar.

3. Los apóstoles comprenden tan bien (o tan mal) el mandato de Jesús que le dan esa desconsolada respuesta que ya hemos visto en otros pasajes evangélicos que hemos meditado juntos en esta misma catedral: «No tenemos...».

Nos viene a la mente el episodio de Pedro en la barca, tras haber estado faenando inútilmente toda la noche (cf. Jn 21,1-3). Desde la orilla, un desconocido les pregunta: «¿Tenéis algo de pescado para comer?», y le responden: «No, no tenemos nada», no somos capaces, no entra dentro de nuestras posibilidades...

Pero en el pasaje que estamos meditando se añade algo:

«No tenemos más que cinco panes y dos peces». Palabras que están preñadas de significado. Y no se trata sólo de que sean números misteriosos (cinco más dos hacen siete..., y ya los Padres reflexionaron largo y tendido acerca de este número). Las palabras parecen aludir a ese «poco» (que es poquísimo, pero que es algo) que consºtituye ese nuestro «casi nada» que se nos pide seamos capaces de dar.

Seguramente conocéis la bellísima plegaria de monseñor Canovai:«Toma, Señor, la nada que yo soy y dame el todo que tú eres».

Jesús dice: dame tu «casi nada», que es mucho. Y nos lo repite a nosotros esta noche, como se lo pidió a los apóstoles.

A este respecto, quisiera leer una poesía que me ha enviado una persona de Acireale, a la que no tengo el gusto de conocer, y que es un comentario al relato de la multiplicación de los panes:

«Hoy quiero entonar mi pobre canto a tu sencillez y a tu humildad» (se refiere al muchacho de los cinco panes y los dos peces de Jn 6,9). «El los escogió como poderoso resorte de amor, signo de buena voluntad y de omnipotente compartir. ¡Ah, si todos nosotros, al igual que hiciste tú, muchacho, le diésemos todo cuanto somos y tenemos...! ¡Ya no habría ser alguno en toda la tierra que muriese de hambre!».

Cinco panes y dos peces: he ahí lo que tenemos y de lo que nos avergonzamos o nos quejamos, porque nos parece demasiado poco. Pero Jesús nos lo pide formalmente para la construcción del pueblo de Dios.


El pan para un pueblo

Sus palabras poseen una extraordinaria fuerza imperativa: «Díjoles: "Traédmelos acá"». Ni siquiera comenta el hecho de que sea poca comida, o que el pan esté duro y los peces no demasiado bien conservados. No quiere discutir. También antes de la Pasión enviará por delante a dos discípulos a Betania, advirtiéndoles: «...encontraréis un asna atada y un pollino con ella; desatadlos y traédmelos... el Señor los necesita» (Mt 21,1-3). Y a Pedro, que tenía que pagar el impuesto del templo, le mandó: «Ve al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga tómalo, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata» (Mt 17,27).

E igualmente, cuando los discípulos increpaban al ciego de Jericó, que no dejaba de gritar, Jesús «mandó que se lo trajeran» (Lc18,40).

El Señor revela, pues, su poder y entra de lleno en su acción creadora y redentora.

«¡Oh Jesús, henos aquí frente a la manifestación de tu poderosa palabra, capaz de superar incluso a la de los milagros, porque aquí se trata de todo un pueblo! El milagro, Señor Jesús, no es sólo el que multipliques los alimentos, sino el que de una muchedumbre hagas un pueblo.

Nos hallamos en el momento culminante: el Señor afronta el problema de la inmensa masa de hombres. Hasta entonces había llegado a las multitudes a través de la predicación, y ellas lo seguían desde la Decápolis y desde Jerusalén. Hasta entonces había creado una comunidad de escucha y había curado a muchas personas. Pero luego la gente se dispersaba, porque los milagros habían satisfecho a quienes los habían presenciado físicamente, pero no a los demás.

Ahora Jesús, por primera vez, considera el problema de una masa a la que debe dar unidad, una unidad que parta de la Palabra y prolongue ésta en la comunidad de vida. Precisamente por eso, su voz se vuelve imperiosa: Traédmelos acá».

Podemos decir que Jesús está afrontando el problema de nuestras civilizaciones modernas, para las que ya no es válido el principio elitista de que unos pocos (los que poseen el poder, la cultura o las llaves de la «cabina de control») guíen a los demás. La humanidad es hoy una masa inmensa que exige poder satisfacer, personal y comunitariamente, su hambre y sed de amor, de verdad, de justicia, de libertad y de paz.

Por lo que a nosotros se refiere, el problema consiste en construir una Iglesia del pueblo, una santidad popular, no exclusivamente reservada a determinadas realidades, grupos o movimientos. Una Iglesia del pueblo de Dios, a la cual están subordinadas todas las realidades, que por eso deben servirlo con amor, a fin de que todo él se salve y nadie retenga para sí los cinco panes y los dos peces, sino que todos se los den a Jesús para que los multiplique en favor del propio pueblo.

Este es el verdadero milagro de los panes, entendido como signo del mundo nuevo, realización del Reino de Dios. Jesús no quiere partir de la nada para construir el Reino; no quiere despreciar lo que tenemos; no dice: «¿Por qué habéis sido tan descuidados?, ¿por qué no lo habéis previsto con tiempo?». Lo que nos ordena es que le llevemos lo poco que tenemos. Las cosas, por ejemplo, que se toman en materia de los sacramentos: los frutos de nuestro trabajo, acompañados de nuestro sudor o de nuestras lágrimas.

Los peces son los que Pedro ha pescado en una noche de penalidades y de cansancio. El pan puede ser el dolor, la amargura, el corazón contrito... Jesús asume toda nuestra humanidad para manifestar y suscitar el Reino.

Para los miembros de los Consejos pastorales parroquiales, la frase «Traédmelos acá» se refiere a las discusiones, las deliberaciones, las diferencias de criterio, los nerviosismos, las noches de insomnio..., de todo lo cual no sabríamos qué hacer si el Señor no nos dirigiera su requerimiento.

A cada uno de nosotros se nos dice: «Tráeme tus pobres pertenencias».

Quizá nosotros nos echamos atrás: «Señor, no estoy preparado..., yo no sabia..., no pensaba...»

Y él insiste: «Tráeme lo que eres y tal como eres; tráeme lo que tienes, por poco que sea, porque me sirve para la salvación de todo un pueblo».

Jesús nos pide que nos fiemos y creamos en su poder.

También un día me lo pidió a mí, mientras me encontraba sobre un podio en la plaza de la catedral. Fue el 10 de febrero de 1980, el domingo de mi entrada en la diócesis. Y hubo alguien que, al verme, pensó en este pasaje evangélico y me lo escribió: «Me parecía usted perdido frente a tantísima gente, como diciéndose para sí: "¿Dónde hallaré el pan necesario para saciar el hambre de todos ellos?"».

Jesús nos ha pedido, a mí y a vosotros, los pocos panes y peces que llevamos en nuestras alforjas; y nos lo vuelve a pedir en esta noche, porque quiere hacerse para sí un pueblo y darle de comer; quiere hacer de nosotros los colaboradores en el crecimiento de esta Iglesia.


Preguntas para todos nosotros

¿Tengo miedo de mis responsabilidades para con la comunidad? En el Consejo pastoral, ¿me muestro pasivo?; ¿me escondo detrás de las opiniones ajenas, porque temo asumir responsabilidades y me horroriza la posibilidad de que desprecien mis pocos panes y peces?

El miedo a la responsabilidad, uno de Ios mayores males de nuestro cristianismo, es signo de no haber alcanzado la madurez evangélica.

¿Cuál de mis pequeños talentos podría ofrecer todavía para hacer comunidad?

«Traédmelos acá». ¿Me fío de Jesús, de su llamada y de su poder? ¿Miro con temor mi propio futuro y el de la Iglesia? ¿Me quejo a menudo de la situación eclesial, sin pensar, en cambio, en lo que yo puedo hacer?