II

LA PALABRA EN EL DESIERTO

El silencio interior


La oración, a pesar de ser un don, es también un arte, y exige conocer «los secretos del oficio» para poder entrar en ella, antes incluso de experimentarla como encuentro personal con el Señor.

Una actitud de fondo que yo querría sugerir esta noche, además de la de ponerse en la presencia de Dios, es la del silencio interior, a lo cual nos invita explícitamente Jesús: «Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto» (Mt 6,5).

Incluso a un nivel puramente humano, podemos constatar cómo las distracciones y el parloteo no facilitan la reflexión.

En nuestro caso, para que el silencio sea fecundo es menester liberarse de las múltiples preocupaciones y de los afanes y agitaciones de ánimo inútiles. De hecho, la oración guarda una relación íntima con la capacidad de poner el corazón a la escucha de la Palabra divina y de descubrir el eco de la voz de Dios, con el fin de recibir y vivir los influjos de su gracia.

A esta auténtica experiencia del Señor alude Job cuando dice: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5).

En el silencio, el hombre descubre o se hace más consciente de los inmensos valores y los misterios que habitan lo más profundo de su ser.

Sin esta actitud corremos el peligro de quedarnos permanentemente en los umbrales de la oración, incapaces de entrar en ella y de dejarnos conmover por la presencia, las palabras, los sentimientos y las provocaciones de Jesús.

Es en el silencio donde han madurado las más bellas vocaciones, precisamente porque el silencio es el lugar privilegiado para acoger a Dios como amor vivo que llama e interpela.

Quizá recordéis lo que se cuenta del pequeño Guido de Fongallans, el cual, cuando su madre le pregunta qué es lo que ha pedido a Jesús el día de su primera comunión, responde: «Yo... no he pedido nada... Ha sido él, Jesús, quien me ha hablado, y yo le he escuchado y me he limitado a decirle "sí"».

El del silencio es un ejercicio que no debemos cansarnos de practicar y que podemos hacer nuestro cada vez mejor respondiendo, por ejemplo, a las reiteradas invitaciones a participar en los retiros espirituales, en Ejercicios, en experiencias «de desierto»... O también estableciendo un tiempo determinado cada día, aunque sea breve, en el que aislarnos de todo y de todos para habituarnos a crear zonas de silencio antes de la oración vocal e incluso antes de hacer el signo de la Cruz.

De especial utilidad puede ser repasar la Carta pastoral titulada «La dimensión contemplativa de la vida» (8 de septiembre de 1980).

El Salmo 94, que en breve vamos a recitar, expresa en síntesis cuanto hemos dicho hasta ahora:

-ante todo, la adoración. Adoramos a Dios, creador del cielo y de la tierra, que nos ha hecho a su imagen y nos ha plasmado con inmensa misericordia. Nosotros somos el pueblo que el Señor conduce, y todo cuanto hay en nosotros es puro don de su infinita bondad;

-el silencio de escucha, para percibir su voz y responder a su llamada.

Para prepararnos, podemos repetir en nuestro interior la segunda oración que la liturgia ambrosiana propone en los Laudes del sábado de la 3.° semana del tiempo ordinario, justamente después de haber cantado el Salmo 94:

«¡Oh Dios, (...) haz que, dóciles a tu voz, nos gocemos en tu palabra y en tu comunión».

 

 

Introducción
 

«Tú, Señor, sientes por nosotros en estos momentos una gran compasión y un enorme afecto, porque somos una multitud que, a pesar del frío, se ha reunido para escuchar tu Palabra, honrarte, amarte y conocerte.

Tú estás con nosotros y nos acompañas en el difícil camino que conduce al interior de tu Evangelio. Con nosotros están también tu Madre, María, los santos y los ángeles, que te adoran y contemplan el esplendor de tu rostro.

Y están, además, los hermanos y hermanas de nuestra Iglesia, unidos a nosotros a través de la radio. Somos, oh Señor, una inmensa multitud trata de comprender tu misterio y escuchar tus palabras.

En esta noche querríamos meditar las últimas palabras del versículo 14 del capítulo 14 de san Mateo, que en nuestra reunión anterior nos limitamos a leer, y donde se dice que Jesús, compadecido de la multitud que le buscaba, «curó a sus enfermos».

Para comprender toda la profundidad de la expresión, vamos a recurrir a los pasajes paralelos de los otros evangelistas.

• Lo que Marcos subraya no son las curaciones, sino la enseñanza: «[Jesús] sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas que no tienen pastor, y se puso a instruirles extensamente» (6,34).

• Lucas, en cambio, insiste en ambas cosas: «El, acogiéndolas, les hablaba acerca del Reino de Dios y curaba a los que tenían necesidad de ser curados» (9,11).

• Juan, finalmente, sintetiza a su manera los datos, poniéndolos en forma indirecta: «Le seguía mucha gente, porque veía las señales que realizaba en los enfermos» (6,2).

Nosotros vamos a intentar comprender el conjunto:

-¿quién es ese Jesús que sana, enseña, habla del Reino de Dios y realiza señales?;

-¿quién es la humanidad que se encuentra frente a Jesús?

 

Curaciones, con gestos y palabras, y predicación del Reino

1. Preguntémonos, ante todo, por el significado de la brevísima expresión de Mateo: «curó a sus enfermos»

Juan, al calificar de «señales» las curaciones, nos orienta hacia la interpretación más exacta: las curaciones son señales, lenguaje; es decir, indican más de lo que concretamente realizan.

Puede ser útil, además, recordar cómo cura Jesús en los evangelios: en general, lo hace mediante gestos, como, por ejemplo, el de tocar al enfermo:

«Extendió su mano [hacia el leproso], le tocó...» (Mc 1,41).

Otras veces es el gesto de la imposición de las manos: en Nazaret, efectivamente, «curó a algunos enfermos [pocos, según observa Marcos explícitamente, porque la gente era incrédula] imponiéndoles las manos» (Mc 6,5). Y en el mismo evangelio de Marcos vemos cómo Jesús «metió sus dedos en los oídos [del sordomudo] y con su saliva le tocó la lengua» (7,33).

Las curaciones realizadas por Jesús no se producen en virtud de la mera cercanía física (a excepción, quizá, del caso de la hemorroísa, que se cura al tocar la orla del manto de Jesús (cf. Mc 5,25-34), e incluso en este caso se trata de un «tocar» con fe que es advertido por el propio Jesús, el cual dice: «¿Quién me ha tocado?»).

Por lo general, Jesús hace un gesto explícito, casi siempre acompañado de palabras; más aún, en ocasiones el milagro se produce a través únicamente de la palabra.

A la hemorroísa curada le dice: «Tu fe te ha sanado» (Mc 5,34); al leproso, a la vez que le toca, le dice: «Quiero; queda limpio» (Mc 1,41); al sordomudo, tras haberle tocado la lengua con su saliva, «elevando los ojos al cielo, dio un gemido y le dijo: "Effatá", que quiere decir: "¡Abrete!"» (Mc 7,34).

Todos estos gestos y palabras revelan atención, amor, voluntad de curar, misericordia, cercanía de Dios... Son señales que manifiestan el infinito amor de Dios, que está con el hombre, y que revelan una intención profunda del corazón de Jesús.

2. Veamos ahora la expresión del evangelista Lucas: «Les hablaba del Reino de Dios y curaba a los que tenían necesidad de ser curados» (9,11).

No es difícil detectar la relación entre las curaciones, realizadas con gestos y palabras (que constituyen un lenguaje), y la predicación de Jesús en el desierto acerca del Reino de Dios.

Y es que las palabras de Jesús son imperativas, no meramente informativas. Ya hemos visto cómo dice al leproso: «Quiero; queda limpio». Y nos viene a la mente otro célebre episodio, el del joven rico: «Vete [ordena Jesús], vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21b).

Otras veces son palabras de promesa: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43); «Vosotros, que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, ...os sentaréis sobre tronos para juzgar a las doce tribus Israel» (Lc 22,28.30); «Venid conmigo, y haré de vosotros pescadores de hombres» (Mc 1,17).

Y otras veces, por último, son palabras reveladoras del ser de Jesús y del misterio del Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30).

Se trata, pues, de palabras que en su conjunto, con los gestos y las curaciones, comunican la voluntad de Dios de darse al hombre.

3. Si ahora preguntamos al Señor: ¿cuál era tu discurso en el desierto cuando curabas a los enfermos?, él nos responderá: en el desierto comunicaba con gestos de caridad y con palabras de revelación el misterio de Dios, que os ama; el misterio de Dios, que viene a colmar a todo hombre con el don de sí.

La palabra de Jesús acerca del Reino de Dios es el culmen de todo lenguaje, el acto de comunicación más excelso que el mundo puede conocer, porque comunica no sólo cosas o símbolos, sino también la persona misma de Dios.

Releyendo las expresiones de Mateo y de Lucas («curó a sus enfermos», «les hablaba acerca del Reino de Dios y curaba a los que tenían necesidad de ser curados») y escuchándolas de nuevo en la oración, llegaremos a comprender la realidad de la palabra de Dios al hombre y, consiguientemente, lo que significa la multitud que vive de aquella escucha.

 

Vivir de la Palabra

¿Quién es la gente que se encuentra en el desierto frente a Jesús?

Esa gente, esos hombres, somos nosotros; es la humanidad que vive de toda Palabra que sale de la boca de Dios.

Es una afirmación antropológica fundamental: el hombre es el que vive, oh Señor, de tu Palabra. Nosotros somos los que encontramos en ti, que te revelas, nuestra realización, nuestro alimento, nuestra medicina, nuestra curación y nuestra plenitud.

En este punto, las palabras ya no bastan, y es menester adoptar ese silencio que es la raíz y la atmósfera de toda contemplación y que, hasta cierto punto, constituye el método mismo de la contemplación.

Mirando cómo Jesús predica la palabra de Dios a la gente, sentada frente a él en el desierto, podemos sentir cómo nace en nuestro interior el grito del profeta Jeremías: «Tus palabras, Señor, me salían al encuentro, y yo las devoraba; tu palabra era para mí el gozo y la alegría de mi corazón» (Jr 15,16). 0 aquella exclamación de Agustín: «Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón no halla reposo mientras no descanse en Ti» (Confesiones, 1, 1.1). 0 bien, la sentida exhortación de nuestro cardenal Andrea Carlo Ferrari: «¡Doctrina cristiana, doctrina cristiana, doctrina cristiana!», que era una invitación a nutrirse de la Palabra divina.

Por eso celebrábamos la Convención «Hacerse prójimo» a partir de la palabra reveladora de la Cruz, sin la cual no hay Iglesia, no hay caridad.

Y por eso, cuando afirmamos la primacía de la Palabra, nos referimos a ella no como un simple medio para llegar a conocer a Dios, sino como el fin, en cierta manera, de la vida cristiana. Escuchar la Palabra es ya la eternidad, el comienzo de la vida eterna; es vivir ya la contemplación de la Trinidad; es acceder a ese misterio que no ha de tener fin.

Esta noche, en el silencio íntimo y amoroso, nos ha sido dado gustar al Señor que habla y experimentar la realización plena de la existencia humana.

Así nos lo sugiere la meditación sobre aquel «pueblo» que en el desierto aguarda el milagro del pan y escucha la Palabra de Jesús.

 

Preguntas para todos nosotros

Llegados a este punto, quisiera formular una serie de preguntas para mí mismo y para cada uno de vosotros:

1. ¿Soy consciente de que en el diálogo con la Palabra de Dios estoy viviendo mi propia plenitud y eternidad, y que todo cuanto hay en mí se pacifica, porque he alcanzado ya mi meta? (Una meta que, naturalmente, es tan sólo una chispa del fuego divino).

¿He descubierto mi verdadera raíz: Dios, que me habla y se me entrega amorosamente? ¿Vivo la plenitud del estado de gracia, de su comunicación en Espíritu y en Verdad?

2. En diversas ocasiones hemos dicho que el Consejo pastoral parroquial debe ser una imagen de la Iglesia, de esa multitud que en el desierto se alimenta de la Palabra. Os invito, pues, a reflexionar acerca de tres puntos:

• La lectura de una página bíblica o la recitación de un Salmo que solemos hacer al comienzo de las reuniones del Consejo pastoral, ¿es verdaderamente escucha y alimento para nosotros? ¿Nos sentimos pueblo en el desierto ante Jesús?

¿O es, por el contrario, un momento que sirve para esperar a los que llegan retrasados?

¿Damos su verdadero valor a esos instantes sagrados, aunque sean breves, que constituyen el signo de nuestra dependencia de la Palabra?

• ¿Tenemos la costumbre, en nuestros Consejos pastorales, de dedicar tiempos más prolongados a la escucha, quizá con ocasión de acontecimientos importantes en la vida del propio Consejo? ¿Vivimos esos tiempos como auténticos momentos de silencio y escucha de la Palabra?

Esta pregunta, en comparación con la que nos hacíamos en nuestro anterior encuentro, subraya la primacía de la Palabra en la oración y en las jornadas de retiro espiritual.

• ¿Nos referimos a la Palabra durante los debates del Consejo? Y no hablo de una referencia instrumental, tendente a sacar adelante la decisión que nosotros deseamos o a lograr un consenso en torno a nuestros puntos de vista, sino de una referencia inspiradora. Porque es la Palabra de Dios la que ensancha los corazones y los horizontes cuando éstos son demasiado estrechos. La Palabra de Dios no es un medio para llegar a una determinada conclusión práctica, sino el pan que alimenta, regenera las fuerzas y sana las heridas producidas por un determinado malestar o por una diferencia de criterios. Escuchando hablar a Jesús, sanamos de nuestras enfermedades comunicativas y de los bloqueos en nuestras relaciones mutuas.

Es sumamente importante aprender a referirse a la Palabra de un modo auténtico, tratando de descubrir a qué situación evangélica corresponde la situación concreta que estamos viviendo.

3. Finalmente, quisiera hacer una aplicación a la parroquia, para lo cual me limitaré a repetir lo que ya escribí en 1981 en mi segunda Carta Pastoral, «En el principio, la Palabra», donde proponía cuatro cometidos fundamentales: «Si, al término de esta carta, tuviera que decir qué indicaciones prácticas considero más importantes, ...no dudaría en señalar cuatro puntos: la homilía, las Escuelas de la Palabra, la "Diurna laus" y la "lectio divina" .. .

Todo ello puede dar ocasión al Consejo pastoral a realizar un examen de conciencia sobre la vida de la parroquia.

• La homilía (que en sí misma compete, ante todo, al sacerdote) se prepara en algunas parroquias unos días antes de la celebración eucarística dominical con la ayuda de algunos laicos, lo cual no merece más que elogios.

• Las Escuelas de la Palabra, difundidas ya por toda la diócesis, no han encontrado aún resonancia en algunas parroquias. Sería, pues, deseable que los Consejos pastorales hicieran algo al respecto.

• La «Diurna laus», que ya se realiza habitualmente en algunas parroquias, está inédita o arrumbada en otras.

• La «lectio divina» debería ser habitualmente practicada por los grupos comprometidos y propuesta de manera renovada a todos los fieles.

«Te pedimos especialmente, Señor Jesús, que nos concedas la actitud de escucha para que sepamos oír de tus labios aquellas palabras sobre el Reino de Dios que no somos capaces de imaginar ni de reproducir con nuestras propias palabras, pero que tu Espíritu escribe de un modo vibrante en nuestros corazones, en estos momentos de adoración y de silencio.