CIEN PALABRAS DE COMUNIÓN

Carta


Leí en cierta ocasión que, al finalizar su visita pastoral a una determinada región, escribió san Carlos Borromeo una
«carta de comunión de intenciones». Se trataba de una carta en la que resumía una serie de principios y normas de acción pastoral sobre los que solicitaba el consenso y la colaboración de todas las comunidades cristianas que había visitado.

Al concluir el séptimo año de mi estancia en la diócesis, me ha parecido oportuno redactar el esbozo de una parecida «Carta de comunión de intenciones pastorales» y enviarlo a todos aquellos con quienes me he encontrado en estos años y a todos los bautizados de la diócesis.

Se me podrá objetar que el contenido de una carta de tal naturaleza debería ser bastante amplio, mientras que yo querría escribir una carta breve y sencilla. De hecho, una «Carta de comunión» propiamente dicha tendría que apelar a Ios documentos fundantes de la fe y a los textos de la Tradición. Tendría que hacer referencia, ante todo, a la Sagrada Escritura, y en especial a los evangelios y a todo el Nuevo Testamento. También tendría que hacer referencia al Credo, o Símbolo de los Apóstoles, y a las afirmaciones dogmáticas de los concilios ecuménicos, entre los cuales, naturalmente, habría que conceder un lugar privilegiado al Vaticano II, que puede ser considerado como la verdadera y auténtica «Carta de comunión de intenciones» para la pastoral de nuestros días. Y todavía habría que hacer referencia al nuevo Código de Derecho Canónico, a nuestro XLVI Sínodo y a las recientes encíclicas de los Sumos Pontífices, especialmente a la «Redemptor hominis», que constituye la carta programática del pontificado de Juan Pablo II. Y, finalmente, habría que mencionar las cinco Cartas Pastorales de estos últimos años, que constituyen justamente un intento de extraer, del tesoro tradicional que hemos mencionado, una serie de líneas aplicables a la pastoral de nuestra iglesia en los años ochenta.

Ante la comprensible confusión que supone el reconsiderar todo este material, me he preguntado si no sería posible escribir una «Carta de comunión de intenciones» que no excediera las dimensiones de una tarjeta de visita y que respondiera a la siguiente pregunta: si tuviera usted que decir en cien palabras los principios fundamentales en que se apoya el itinerario pastoral que propone a nuestra iglesia, ¿cómo lo haría? Se trata, pues, de elaborar un breve resumen que no repita cuanto se dice en los citados documentos, sino que se limite a hacer resaltar aquellas líneas que, por así decirlo, constituyen el fundamento próximo del edificio que estamos construyendo. Se trata de responder a la pregunta: teniendo como trasfondo la Escritura, la Tradición, los Concilios, etc., ¿podría decirnos en unas cuantas líneas qué principios de acción considera más importantes para una comunión de intenciones con su clero y con sus fieles?

Naturalmente, para respetar la brevedad que permite una tarjeta de visita y, a pesar de ello, decir algo que no sea una simple lista de temas, sino que posea la fuerza de un mensaje, tengo que recurrir al lenguaje parabólico. Y hay precisamente una parábola de Jesús que se adapta perfectamente a este propósito y que está precisamente formulada en cien palabras (para ser más exactos, digamos que en el texto griego de Mc 4,3-8 contiene justamente noventa y ocho palabras): la parábola del sembrador.

Voy a limitarme, pues, a una breve interpretación de dicha parábola en el sentido indicado: trazando una serie de coordenadas fundamentales sobre las que, personalmente, me resulta de decisiva importancia la comunión de intenciones del pueblo de Dios que está en Milán.

 

¿Qué hombre?

La parábola contiene lo que podría llamarse un «esbozo de antropología pastoral». Es decir, no se trata de una antropología elaborada, tal como se enseña en las facultades de teología, sino de unas cuantas alusiones al tipo de hombre que presupone un determinado itinerario pastoral. Y este hombre lo presenta la parábola a través de la imagen del terreno en el que cae la simiente, a través

de las diversas configuraciones y situaciones de dicho terreno y a través de la capacidad del mismo para recibir la simiente y hacerla germinar hasta su completa maduración.

El terreno es el hombre, la humanidad, cada uno de los hombres, cada uno de nosotros...

Nosotros somos la tierra que aguarda la simiente, una tierra rica en posibilidades y en sustancias vitales, una tierra rociada por las lluvias y regada por los ríos, una tierra lombarda enriquecida a lo largo de su historia por innumerables dones del Señor.

La tierra, pues, significa el hombre, nuestra gente, dispuesta a recibir la simiente de la Palabra de Dios, capaz de acogerla y de hacerla fructificar. La tierra sin simiente es tierra pobre e infecunda; la tierra sembrada puede trocarse en un frondoso jardín.

Acoger la Palabra significa creer. El hombre se realiza creyendo, del mismo modo que la tierra se realiza recibiendo la simiente.

Traducido a términos pastorales: el hombre ha sido hecho para acoger la Palabra; el hombre es capaz de acoger la Palabra; el hombre da fruto en la medida en que sepa acoger la Palabra, en la medida de su fe. No se puede obligar al hombre a hacer el bien, y es inútil pretender doblegar su libertad con medios externos; únicamente la siembra abundante de la Palabra hace posible esperar el fruto. Por lo demás, no existe persona que, por naturaleza, sea absolutamente impenetrable a la Palabra. Ni existen tampoco personas verdaderamente «irrecuperables» mientras se encuentren en el terreno de la vida.

 

La simiente y el terreno

Veamos ahora el otro elemento simbólico de la parábola: la simiente. Como dice el propio Jesús: «La simiente es la Palabra de Dios» (Lc 8,11). El verdadero protagonista de toda esta historia es la Palabra. La Palabra sembrada, la Palabra pisoteada, la Palabra sofocada, la Palabra disipada, la Palabra acogida y que hunde sus raíces en la

tierra para, más tarde, germinar y llegar a producir el ciento por uno. Esta Palabra no es simplemente algo extrínseco, algo añadido al hombre, algo de lo que el hombre pueda prescindir. Terreno y simiente han sido creados el uno para el otro. No tiene sentido pensar en la simiente sin tener en cuenta su relación con el terreno; y este último, sin la simiente, es un desierto inhóspito. Hablando sin metáforas: el hombre, tal como lo conocemos, se convierte en estepa árida, en torre de Babel, si corta toda su relación con la Palabra.

Defender la relación del hombre con la Palabra significa, pues, defender sencillamente al hombre, sus espacios de expresividad y de relación auténtica, sus horizontes de sentido.

Ser cristiano significa haber reconocido la primacía y la importancia decisiva de esta Palabra. Significa reconocer que ésta se encuentra en actividad desde el origen del mundo, y que llega a nosotros y nos interpreta en cada momento de nuestra peripecia humana.

Pero la Palabra es para el terreno. Su eficacia se manifiesta no en abstracto, sino suscitando, interpretando, purificando y salvando las vicisitudes históricas de la libertad humana. La Palabra se encuentra y se entrecruza con las aspiraciones del hombre, con sus problemas, sus pecados, sus ansias de salvación y sus realizaciones en el campo personal y social.

El verdadero protagonista de la acción pastoral, por lo tanto, es la Palabra: toda la historia del itinerario pastoral de una comunidad es la historia no tanto de sus realizaciones externas, de sus reuniones, de sus congresos, de sus procesiones o de sus iniciativas, sino de la siembra abundante y repetida de la Palabra y de la solicitud para que ésta encuentre las condiciones necesarias para ser acogida.

 

La Palabra hecha hombre

¿Quién es esta Palabra? Sé que a más de uno le resulta difícil comprender este lenguaje, porque nos dice que hay que hablar únicamente de Jesús, no de la Palabra. Y estoy plenamente de acuerdo, con tal de que entendamos a Jesús precisamente como «la Palabra que se hizo hombre y habitó entre nosotros» y tengamos en cuenta que esta Palabra fue preparada y anunciada por las palabras de los profetas, resuena en las palabras de los evangelistas y de los apóstoles y se hace presente en la palabra de la Iglesia, tanto a través del anuncio y del magisterio como a través de la celebración litúrgica.

La centralidad y la unicidad de Jesucristo constituyen también, de hecho, la «singularidad» de Jesucristo, es decir, que Jesús no es cualquier ideal religioso, ni siquiera el más elevado, ni es tampoco una personalidad profética de tantas, sino «ese Jesús a quien vosotros habéis asesinado y que ha sido resucitado de entre los muertos» (cf. Hch 2,23-32). Es este Jesús crucificado y resucitado el que se halla presente en la liturgia eucarística y alimenta a los fieles con su cuerpo y su sangre. Hablar de «este Jesús» significa referirse a aquel Jesús a quien únicamente podemos conocer a través de la predicación y la palabra de la Iglesia, la cual se apoya y se refiere totalmente a la predicación del Nuevo Testamento, a las palabras y los gestos de Jesús que refieren los evangelios y a las palabras de la Escritura en general que lo anuncian y lo explican. ¿Qué sabes tú de Jesucristo, tú que a lo mejor te llamas «cristiano comprometido» y jamás has leído a fondo los evangelios ni los meditas a diario ni has aprendido aún el método de la «lectio divina»? Escucha lo que te dice el Concilio: «Todos los cristianos aprendan "el sublime conocimiento de Jesucristo" (F1p 3,8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo» (cf. Dei Verbum 25). No es posible, pues, recia t. a Jesucristo y permitirle hacerse hombre en la tierra de nuestro corazón sin hacer referencia continua a su Palabra y a las palabras inspiradas que hablan de él. No hay que separar a Jesús de su Palabra, ni de su Cuerpo y Sangre, del mismo modo que no hay que separar a Cristo del Padre y del Espíritu Santo. Quien pretenda efectuar semejantes separaciones no posee el Espíritu de Jesús.

 

Algunas conclusiones

Sintetizando algunos de los puntos fundamentales que subyacen al itinerario indicado en las Cartas Pastorales, diría, pues, lo siguiente:

  1. El hombre ha sido hecho por la Palabra y se encuentra a sí mismo en la escucha de la Palabra.

  2. El hombre, consiguientemente, es merecedor del máximo respeto y ha de ser constantemente servido con esmero y dedicación, ayudándole a encontrar la verdad de sí mismo y su propia autenticidad.

  3. La «contemplación» es la dimensión ideal y necesaria para la acogida de la Palabra, para lo cual hay que eliminar las piedras, las espinas, la disipación...

  4. La Palabra hunde sus raíces en el «corazón», es decir, en lo más íntimo de la persona, en el lugar de sus decisiones más profundas y auténticamente humanas. Por eso el verdadero itinerario cristiano es un itinerario de interioridad y de convicciones, y no sólo de gestos y costumbres. Los gestos y las costumbres sólo son útiles si nacen de un convencimiento interior y saben expresarlo, encarnarlo e irradiarlo. No hay cristianismo posible sin libre convencimiento interior.

Esta última afirmación me llevaría a un más amplio discurso que, como sabéis, me preocupa mucho, pero que aquí sólo puedo insinuar, porque lo he desarrollado en otras ocasiones a lo largo de estos años. Me refiero al principio agustiniano del «maestro interior» y al principio «espiritual» que preside todo el obrar del cristiano, según la lapidaria sentencia de Tomás de Aquino: «la ley del Nuevo Testamento consiste, ante todo, en el Espíritu Santo». Es, pues, el Espíritu Santo quien, penetrando en lo más íntimo del hombre mediante la Palabra inspirada proclamada por la Iglesia y con el rocío de su gracia, genera al hombre interior. El cristiano es el que vive según el Espíritu; y la comunidad de los creyentes es suscitada por el Espíritu de Dios, que la hace obrar en la historia a imitación de Jesús. Pero aquí estamos entrando ya en el segundo momento de la parábola, el más propiamente eclesiológico.

 

Para un esbozo de «eclesiología pastoral».

La parábola del sembrador se ha interpretado siempre en un sentido antropológico: se trataría de la historia de la Palabra sembrada en los corazones de los hombres. Cada persona reaccionaría a su modo, según las diversas vicisitudes simbólicamente representadas por el camino, las espinas, la tierra pedregosa y la tierra buena. El hombre sería juzgado conforme a su modo de responder a la Palabra.

Pero la parábola puede también ser leída pensando en la humanidad que se hace Iglesia. No se trataría de otra lectura, sino de la misma lectura antropológica ampliada en clave eclesiológica, según una continuidad muy propia del Nuevo Testamento. Puede ser desarrollada teniendo presente su relación con las parábolas afines de «la semilla que crece por sí sola» (Mc 4,26-29) y del «grano de mostaza» (Mc 4,30-32).

La Iglesia es la respuesta global del campo a la siembra de la Palabra: «La simiente sembrada en buena tierra son los que escuchan la Palabra, la reciben y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros cien...» (Mc 4,20).

Si queremos considerar más de cerca la peripecia unitaria de este crecer y fructificar de la simiente, lo tenemos en Mc 4,26-29, donde se dice que «la semilla florece y germina» y que «la tierra da fruto por sí sola, primero hierba, luego espiga y, más tarde, trigo abundante en la espiga». A esta imagen se añade la del grano de mostaza (Mc 4,30-32), que «es la más pequeña de todas las semillas que se siembran en la tierra; pero, una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Yo diría, sencillamente, lo siguiente: alimentado por la Palabra, el árbol de la Iglesia crece frondoso. Si lo comparamos con un grano de trigo, culmina en una espiga maravillosa: la Eucaristía, culmen de la vida de la Iglesia y síntesis de toda su vitalidad. La espiga está formada por granos de trigo dispuestos, a su vez, a ser nuevamente diseminados, o bien a ser molidos y convertirse en pan para el hombre. Pues bien, el fruto de la Eucaristía y el término operativo de la acción de la Iglesia es la misión y la caridad.

Es la caridad la que hace de la Iglesia un árbol visible y acogedor, dispuesto a acoger bajo su sombra a todas las lenguas y a todas las culturas.

Aquí se abriría la posibilidad de expresar cuál es la verdadera imagen de la Iglesia (generada y constantemente regenerada por la Palabra), que tiene su centro y su forma en la Pascua del Señor, en la Eucaristía; que da sus frutos, hasta el ciento por uno, en la misión y en la caridad. También sería éste el lugar de considerar, dentro del único árbol de la Iglesia, la abundancia de agrupaciones y movimientos que actúan en ella y que poseen una función ministerial, referida al conjunto del cuerpo, para el servicio del bien general, y ello tanto en el ámbito de la Iglesia universal como en el de la iglesia local.

Pero ya he hablado muchas veces de esta imagen de la Iglesia, concretamente en las Cartas Pastorales de todos estos años; y también ha aparecido en los diversos eventos que hemos celebrado juntos, desde el Congreso Eucarístico hasta la Convención Catequística de Busto Arsizio o la Convención de Assago sobre «Hacerse prójimo». Además, ya hice referencia a esta imagen de la Iglesia en la carta que dirigí a la diócesis en el primer aniversario de mi entrada en Milán, el 10 de febrero de 1981.

Sobre el punto concreto de la ministerialidad de las agrupaciones y movimientos, convendrá que volvamos una vez que el Sínodo, ya inminente, haya indicado las líneas válidas para toda la Iglesia.

 

Una carta de comunión para todos

Considero, pues, que una «Carta de comunión» que pretenda expresarse en pocas palabras puede concluir aquí.

El compromiso de obrar en comunión de intenciones pastorales en todos los campos que hemos evocado es lo que nos hace a todos discípulos obedientes del Señor Jesús.

Esta obediencia deseo pedírsela a todos los bautizados de la diócesis, sin distinción. De hecho, en la iglesia local viven y trabajan todos los fieles presentes en ella: presbíteros, religiosos, laicos, asociaciones y grupos. El único espacio eclesial en el que todos ellos han sido llamados a expresarse y a servir es el de esta iglesia, la cual, a su vez, se halla en comunión con la iglesia de Roma y con todas las demás iglesias católicas de la tierra. Incluso quienes sirven en ministerios orientados a la comunión misionera con otras iglesias y con la Iglesia universal, en cuanto que viven en esta realidad local, es a ella a la que sirven y edifican en la fe y en la caridad. Todos están llamados a ser miembros vivos y vivificantes de esta realidad territorial, signos y fermentos evangélicos en este campo que es la iglesia diocesana de Milán. Que cada cual camine conforme a su carisma y a su inspiración interior, pero dirigiendo su atención a aquellas metas eclesiales que se proponen a la mirada contemplativa y al propósito operativo de todos.

Nadie permita que el centro de su atención y de su contemplación se aparte de las realidades verdaderamente esenciales y ciertas, como son la Palabra de Dios, la Eucaristía y el Espíritu Santo, para orientarse a proyectos o visiones parciales; ni preste nadie su adhesión, antes de ser aprobados por la Iglesia, a supuestas revelaciones o mensajes que pueden hacer perder de vista el papel central de la fe en el camino del cristiano. Es de especial importancia no confundir el grano con la cizaña, aunque ésta jamás dejará de estar presente en el campo de la Iglesia.

Que el Señor nos conceda saber caminar juntos hacia la meta común, en plena comunión de intenciones y saboreando de antemano el inmenso gozo ocasionado por la cosecha mesiánica del ciento por uno.

Milán, 10 de febrero de 1987.