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Afrontar y acoger
el discurso de la cruz

 

Esta tarde vamos a reflexionar sobre una página central del evangelista Marcos, que podemos compendiar en las palabras: afrontar y acoger el discurso de la cruz.

Después de haber dicho sí al seguimiento de Jesús, después de haber pasado con él algunas pruebas y haber superado el miedo, tiene lugar una concreción del camino, que no se identifica necesariamente con la vocación en sentido estricto, y que suele llegar a todos los que se han comprometido, por el bautismo, en la vida de fe.

Afrontar y acoger el discurso de la cruz significa afrontar el discurso de Jesús sobre el Reino de Dios y acogerlo como lógica divina, no simplemente como un mero hecho.

Por eso es tan importante el pasaje de Marcos que encontramos en el capítulo 8, vv. 27-33. Y me gustaría recordar, además, lo que escribe san Pablo a los Corintios: «La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios» (1 Cor 1,18). Se trata, por tanto, de un discurso capaz de dividir a la gente, de hacer que algunos se encojan de hombros y lo rechacen, mientras que otros terminan por afirmar: «Aquí está actuando Dios».

En nuestro texto, al comienzo Pedro es de los que se encogen de hombros; no acepta el discurso de Jesús; pero más tarde sí lo acogerá, convirtiéndose en apóstol, en mártir, en santo, en piedra de la Iglesia. La dificultad que experimentó Pedro es símbolo de todas nuestras dificultades ante el discurso de la cruz. Dificultades que también experimentó el propio san Pablo: cuando comenzó a predicar, se limitaba a hablar de Jesús como de un hombre extraordinario, que hacía el bien a todos, dejando de lado el discurso de la crucifixión. Efectivamente, en Atenas, lugar de cultura refinada, se expresa de forma erudita, filosófica, sin mencionar nunca la cruz. Pero su discurso fue un fracaso, y el apóstol tuvo que dejar Atenas y dirigirse a Corinto con el corazón triste y desilusionado, diciendo: ¿Qué pasa? ¿Cómo es posible?

Entonces se da cuenta de que se ha equivocado al dejar de lado el discurso de la cruz y escribe, bajo esta impresión, la primera carta a los Corintios, que es un himno espléndido a la sabiduría de la cruz.


El salto cualitativo:
el camino de la cruz (Mc 8,27-33)

«Salió Jesús con sus discípulos hacia los puéblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: ` ,Quién dicen los hombres que soy yo?'. Ellos •le dijeron: `Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias; otros, que uno de los profetas'. El, entonces, les preguntó: `Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?'. Pedro le contestó: `Tú eres el Cristo'. Jesús les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar a los tres días.

Hablaba de esto abiertamente. Entonces Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: `íQuítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres'» (Mc 8,27-33).

El episodio se divide claramente en dos partes: la primera comprende las preguntas de Jesús a los discípulos; la segunda, el discurso de la cruz que hace Jesús y la reacción negativa de Pedro.

Vamos, antes que nada, a analizar los diversos momentos del episodio, releyendo el texto.

Luego sugeriré algunos puntos para la meditación, intentando comprender qué significa para nosotros el discurso de la cruz.

Finalmente, haré algunas preguntas que os ayuden en vuestra oración.

El objetivo de la Escuela de la Palabra —lo subrayo una vez más— es hacer que cada uno entre en contacto vivo con la persona de Jesús, que nos sigue hablando hoy a nosotros a través de las páginas evangélicas y que está presente entre nosotros mientras escuchamos su Palabra.

— El contexto geográfico del pasaje lo describe Marcos rápidamente: Jesús parte con sus discípulos hacia las aldeas que rodean a Cesarea de Filipo. Una zona que no se nombra en otros lugares de los evangelios y que, al parecer, está poblada por paganos. Jesús no es conocido en aquellos parajes, y nadie se preocupa de El. Por eso puede ocuparse tranquilamente de sus discípulos, dedicándose a su formación.

— La pregunta. Jesús los forma no sólo a través de sus enseñanzas, sino con ejercicios prácticos, haciendo surgir de cada uno de los apóstoles algo importante. Aqui les hace una pregunta decisiva: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 27).

— La respuesta se da evocando algunas figuras de hombres de Dios, de personas que hablaron en nombre del Señor, como por ejemplo Juan Bautista, Elías y los demás profetas. La gente interpreta correctamente a Jesús, según una categoría religiosa y profética: es un hombre que está entre nosotros en nombre de Dios.

— La réplica. Jesús, sin embargo, insiste: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Es decir, ¿hasta dónde llega el conocimiento que tenéis de mí? Podemos pensar que a esta nueva pregunta siguió un silencio embarazoso, temeroso, por parte de los discípulos. Pero en un momento determinado llega el fogonazo de Pedro: «Tú eres el Cristo». Los otros son profetas parciales, mediadores en determinados momentos pasajeros de la historia; Tú eres el mediador absoluto, Tú eres la clave de la historia; Tú eres quien resume en Sí toda la historia anterior y explica la que ha de venir.

La respuesta de Pedro es muy elevada, es un gran acto de fe. Pero Jesús no se queda satisfecho. No niega la afirmación, pero quiere que no se hable de El antes de aclarar debidamente qué debe entenderse al decir «el Cristo». Viene a la mente el sermón de la Montaña: «No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo» (Mt 7,21). El que me proclama como Cristo, que no piense por ello estar a salvo si no comprende el significado de esa palabra.

Comenzó a enseñar. Entramos en la segunda parte del episodio, que queremos meditar más atentamente. Jesús comienza una nueva enseñanza que jamás se había oído, una enseñanza que continuará después. Pronuncia este discurso en el capítulo 8 de Marcos, lo recogerá en el capitulo 9 y, con palabras casi idénticas, lo repetirá en el capitulo 10. De otras maneras volverá sobre este tema cuando vaya a Jerusalén y se acerque el tiempo de la pasión.

«Comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (v. 31).

El corazón de los apóstoles se siente desconcertado, ya que «Hijo del hombre» es un titulo sacado de una famosa página del profeta Daniel, en la que el Hijo del hombre aparecería viniendo de las nubes del cielo, como el término glorioso del camino del pueblo de Dios, como la resolución de todas las tragedias históricas en la glorificación de la obra divina (cf. Dn 7,13-14).

Pero, según Jesús, este Hijo del hombre «debe sufrir mucho». La expresión es dura, aunque sea un tanto vaga, y evoca dolor; el Cristo no tiene, ante todo, un destino de éxito, de capacidad de trastocarlo todo en su favor.

Y a continuación se especifica este sufrimiento: sufrirá en el sentido de que será reprobado. Es duro para un hombre sentirse rechazado; podemos tener enfermedades dolorosas, pero los demás están a nuestro lado, nos aceptan. El sufrimiento de Jesús es más doloroso, porque se trata de experimentar la división, el ostracismo, el rechazo de la gente.

Un rechazo, no de parte de los pecadores, de personas distraídas que no conocen a Dios, sino de parte de tres categorías de hombres: los ancianos, los sumos sacerdotes, los escribas. O sea, en términos comprensibles para nosotros: de parte del poder político, religioso, intelectual y cultural. Será reprobado por todo lo que representa el prestigio, la responsabilidad pública y civil.

Se trata, por tanto, de palabras que turban profundamente a los apóstoles.

Y «luego, ser condenado a muerte». No es sólo un contraste parecido al del profeta Jeremías, que luego fue rehabilitado, tenido en consideración. Jesús llega a ser eliminado y su misión se cierra con la muerte.

«Y resucitar a los tres días». Ahora el discurso es más dificil todavía y va más allá de todas las experiencias posibles. ¿Por qué sufrir tanto para resucitar luego? ¿Qué significa resucitar?

— Jesús «habla de esto abiertamente» (v. 32). Las palabras que Jesús ha vertido en los corazones desconcertados de los discípulos, les dan a entender que quizás el Maestro había aludido ya antes veladamente al tema. Empiezan a comprender, por ejemplo, las parábolas anteriores: el Reino de Dios es como una semilla que es pisoteada por la gente, ahogada por las espinas, picoteada por los pájaros. Jesús hablaba de la Palabra, pero hablaba también de sí, de su camino hacia la cruz. El Reino de los cielos es como un grano de mostaza, en el que nadie se fija, que quizá se tiene en nada, pero que de pronto empieza a crecer, inesperadamente. Jesús hablaba de si (cf. Mc 4,1-7.30-32).

El discurso del Reino de Dios empieza a aclararse: es el discurso del Cristo, Mesías, Señor, Salvador, que pasa a través de la pobreza y de la insignificancia interpretadas en relación con el Reino.

Jesús repetirá continuamente, en el resto de su vida, este tema, y lo volverá a tratar después de su muerte, especialmente en el evangelio de Lucas, cuando hable con los discípulos de Emaús: «iInsensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera esto y entrara así en su gloria? Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24,25-27).

Así pues, no es un discurso de pocas palabras: sufrir, ser rechazado, ser condenado a muerte, resucitar. Es una síntesis, y se puede prolongar recordando la enseñanza de Moisés y de los profetas. Es el discurso cristiano por excelencia: leer toda la Biblia como resumida en Jesús crucificado y resucitado. «Estas son las palabras que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: `Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mi'. Y entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras y dijo: `Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día'» (Lc 24, 44-46). Esta es la manera en que las escrituras presentan a Jesús. Esto es lo que significan las palabras «Hablaba de esto abiertamente».

La Iglesia primitiva recogerá este tema, Pablo lo repetirá, y constituye la afirmación central del Credo: «Por nosotros bajó del cielo, se hizo hombre, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, murió, fue sepultado, resucitó según las Escrituras».

Cuando decimos: Jesús es la solución de todos los problemas humanos, quizá no lo comprendamos de verdad. Jesús resuelve los problemas humanos mediante su sufrimiento, su muerte, su resurrección, y sólo si lo seguimos por este camino con confiada entrega podemos decir esa expresión con toda verdad.

«Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle». Que Jesús sea reprochado por un apóstol es un caso único en los evangelios. Un episodio parecido ocurre también en la casa de Betania, cuando Marta se queje al Maestro de que su hermana no la ayude; pero Marta, en aquellos momentos, está nerviosa, irritada, y dice lo primero que le viena a la boca. Pedro, en cambio, no; Pedro ha hecho una confesión de fe muy clara... Pero no hasta ese punto.

¿Qué le diría Pedro a Jesús en aquel aparte? Pienso en los argumentos que podemos encontrar, por ejemplo, en el libro de Job: «¿Por qué me sacaste del seno materno? ¡Ojalá hubiera muerto y ningún ojo me hubiera visto jamás!» (Job 10,18). 0 bien, en las palabras de los discípulos de Emaús: Esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel, el que iba a dar la victoria, el triunfo, el éxito; pero no ha ocurrido nada de eso... (cf. Lc 24,21).

Pedro le diría a Jesús que estaba perdiendo amigos, que hablando de esa forma jamás se daría a conocer, que estaba presentando una imagen de Dios y de si mismo que los apóstoles no podrían aceptar. Dios, decía Pedro, es el Dios de la gloria, el Dios de la capacidad de derribar a los enemigos, mientras que Tú hablas de ser rechazado, de perder.

Estamos en el momento dramático del discurso de la cruz, porque el hombre, incluso el hombre eclesiástico como Pedro, quiere un Dios que sea sólo éxito, triunfo; y no acepta la semilla que cae en tierra y muere, no acepta el fermento en la masa, no acepta el grano de mostaza.

«Pero Jesús, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: ¡Quítate de mi vista, Satanás!» (v. 33).

Es inaudito que en los evangelios el Señor llame a alguien Satanás. Nunca lo había hecho, ni siquiera con los más grandes pecadores, ni siquiera con los escribas y los fariseos. Dice una palabra increíble, tajante.

¿Qué quiere decir? Quiere decir que Pedro, al rechazar el discurso de la cruz, se niega a abrir a la humanidad los caminos de la vida. Lo mismo que Satanás, que no quiere el bien de los hombres, porque desde el principio es homicida, envidioso, el que abre al hombre los caminos de la muerte.

Más aún: tú, Pedro —continúa Jesús— crees que interpretas a Dios; pero mi Dios, mi Padre, ama al hombre hasta dar a su Hijo en la muerte. Dios Padre ama tanto al hombre que entrega a su Hijo, aunque el hombre lo rechace; ama tanto al hombre que le ofrece también el perdón.

Aquí está en juego la imagen misma de Dios; una imagen que en Pedro está aún un poco falseada, caricaturizada, confusa, y que también en nosotros, de hecho, está un poco falseada y a menudo nos lleva a conclusiones equivocadas sobre la vida.

Nosotros, que profesamos en el Credo: «Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra», no tendremos la verdadera imagen de Dios mientras no hayamos dado ese paso cristiano-evangélico de la acogida del camino de la cruz.

«Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Se recogen aquí las grandes palabras de Isaías: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8).

Pedro quiere alterar los caminos de Dios; le dice cómo tiene que ser, cómo se espera que sea Dios. Pero es Dios el que se revela al hombre: Yo soy para ti, yo soy contigo; yo soy Jesús crucificado y resucitado.

Dios se identifica con la figura del Crucificado resucitado, no con ninguna especie de ídolo victorioso, con ninguna especie de símbolo del bienestar, con ninguna especie de promesa pseudo-mesiánica. Dios se identifica sólo con Jesús crucificado, muerto y resucitado.

El Resucitado es el victorioso, el que ha superado todas las pruebas, el que ha vencido de veras la batalla de la vida mediante su pasión y su muerte.


Puntos para la meditación:
el discurso cristiano fundamental

Después de releer la página de Marcos, os sugiero algunos pensamientos para vuestra meditación personal.

¿Qué es este discurso sobre la cruz, que Jesús considera tan importante y en el que no cede ni un milímetro, ni siquiera para complacer a Pedro, al que quiere tanto?

Es el discurso a través del cual pasa nuestra felicidad, nuestra alegría.

Jesús quiere nuestra felicidad, y Dios hace todo lo posible para que seamos felices. Por tanto, el discurso de la cruz no tiene que identificarse con algo que ponga en primer plano simplemente la mortificación, la renuncia, el fracaso como tal, la humillación, la derrota como una mística del perder.

Todo parte del amor que Dios nos tiene, del hecho de que Dios quiere para nosotros el camino de la vida y nos quiere llenar de sus bienes. Pero el camino de la vida se ve amenazado por el camino de la muerte, el camino del pecado, el de Caín asesino de Abel, el de la torre de Babel, el camino que separa al hombre de Dios y del prójimo; el camino de la muerte destruye la sociedad, amenaza con la degradación y el hundimiento colectivo del hombre, tal como se nos describe en los primeros capítulos del libro del Génesis.

El camino de la vida es el de Jesús frente a los caminos desviados del pecado, del hambre, de la injusticia, de la degradación social y política; y se transforma en el camino de la fe, de la conversión, de la cruz: fiarse de Jesús con los ojos cerrados, fiarse de su plan de salvación, creer que él murió porque ama al hombre hasta el fondo, para hacer incontestable el amor salvífico que Dios nos tiene. Fiarse de Jesús que, queriéndonos cerca de él, capaces de caminar con él, nos hace participar un poco de su cruz, que es en realidad el camino de la vida.

El camino de la cruz no reniega de la razón para entrar en los meros sentimientos o en lo absurdo; es el camino de la vida de Dios, que Jesús nos ayuda a recorrer a través de Ios senderos de una humanidad injusta, fragmentada, dividida; por los meandros de una cultura decadente y de una sociedad corrompida.

El camino de la cruz es el camino de la salvación en medio de esta sociedad; es el camino de salida de la esclavitud de Egipto, es el camino de Abrahán, el camino del pueblo que vuelve del desierto.

Es el camino de la felicidad de seguir a Cristo hasta el fondo, en las circunstancias, a menudo dramáticas, del vivir de cada día; es el camino que no teme fracasos, dificultades, marginaciones, soledades, porque llena el corazón del hombre de la plenitud de Jesús.

Es el camino de la paz, de la alegría, de la serenidad, del dominio de sí mismo. El único que lleva a la humanidad hacia la justicia.

Cuando lo asumimos conscientemente, nos permite ser realmente cristianos, encontrarnos con todos los mensajes de vida que, a pesar de la obscuridad del mundo, resuenan en la historia, y fundirlos entre sí, creando un río inmenso de paz y de justicia que alegra a la ciudad de Dios.

Este es, pues, el discurso fundamental de la vida cristiana, que reconstruye el cuadro de la existencia haciéndonos

pasar ilesos a través del fuego y de las llamas de la corrupción y de la persecución. Es el discurso cristiano único, esencial, y la Iglesia lo repite continuamente en la Eucaristía, que constituye el centro del Año Litúrgico, junto con la Pascua.

Iniciación al silencio contemplativo

Terminamos con tres preguntas que pueden ayudaros para reflexionar en silencio ante el Señor.

1.—¿Se dan en mí signos de escasa comprensión del discurso de la cruz? Es decir, ¿me siento algo así como Pedro que no acepta, que no puede comprender?

¿Cuáles son estos signos? No sólo, como es lógico, los de escasa comprensión intelectual, ya que lo importante es comprender con el corazón, fiarse de Dios. Pienso más bien en esos estados de ánimo característicos que podemos encontrar en nuestra vida; por ejemplo, el descontento difuso de mi mismo y de los demás; el pesimismo general sobre la existencia; la irritabilidad fácil. Son signos de que no hemos aceptado el discurso de la cruz.

2.—¿Advierto en mí signos de comprensión del discurso de la cruz? Esos signos son: la paz a pesar de las dificultades; la alegría a pesar de la soledad; la disposición para mortificarse; la alegría en renunciar a algo sin miedo a perder. En tina palabra, la capacidad de entrar en el camino de la cruz como camino de la vida, de la felicidad.

¿Predominan en mí estos signos?

3.—¿Qué signo, qué renuncia queremos proponernos para afirmar que acogemos el camino de la cruz de Jesús?

El haber venido aquí a orar y a reflexionar en silencio indica ya que estáis siguiendo el camino de la cruz, que queréis vivir bien la Cuaresma.

«Concédenos, Señor, comprender qué otros signos nos pides en nuestra vida para no ser, como Pedro, reacios a tu Palabra, sino para convertirnos, al igual que Juan, en oyentes deseosos de seguirte, por el sendero de la cruz, hasta el camino de la Pascua».