2.
Superar el miedo y fiarse de Jesús

 

El evangelista Marcos nos presenta esta tarde el relato de la tempestad calmada (Mc 4,35-41), que viene inmediatamente a continuación del discurso en parábolas.

Podemos decir que la escena de la tempestad calmada por Jesús es una parábola «en acción», que hace visible la experiencia que nos describe la parábola del sembrador (Mc 4,1 ss.), en la que se habla de la semilla que cae en terreno pedregoso, o sea, de los que acogen la palabra «con gozo, pero no tienen raíces, son inconstantes, y por eso, cuando llega alguna tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida sucumben» (v. 17).

Ahora los apóstoles, que quizá creían «tener hondas raíces», sienten miedo y comprenden que, si no se supera este umbral, no se entra de veras en el camino cristiano.

El tema central de nuestro pasaje es, por tanto, la superación del miedo. En términos más laicos, podría decirse: el problema de la timidez. ¿Por qué nunca tomamos ciertas decisiones que, sin embargo, son importantes? ¿Por qué, después incluso de haberlas tomado, nos asalta la angustia y nos echamos atrás? ¿Qué es lo que hay dentro de nosotros y qué es lo que tiene que vencer Jesús para proponernos que nos libremos de ese miedo?


El miedo a fiarse:

lectura de Marcos 4,35-41

En la relectura de un episodio es importante saber dividir mentalmente los momentos de la acción. En este episodio hay tres momentos:

— el momento preparatorio, en el que se señalan las condiciones de tiempo y de lugar en que sucede el hecho;

— el momento central, el hecho mismo: la tempestad, la reacción de Jesús y de los discípulos;

— el momento final, la conclusión del relato.

Considerémoslos pormenorizadamente.

1.—El momento preparatorio: «Ese día, al atardecer, les dice (Jesús): `Pasemos a la otra orilla'. Despiden a la gente y lo llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él» (vv. 35-36).

La circunstancia de tiempo se describe con la expresión «Ese día». ¿Qué día? El de las parábolas, en que Jesús había hablado de ciertas realidades que ahora hace experimentar a los discípulos.

«Al atardecer»: la tarde es el momento de la soledad, de la Palabra. Recordad a los dos discípulos de Emaús, que dirán a Jesús: «Quédate con nosotros, Señor, que atardece» (Lc 24,29).

La tarde es el momento en que a uno le gusta quedarse tranquilo, en la intimidad y en la paz.

Pero Jesús les dice: «Pasemos a la otra orilla». Mientras que a los discípulos les habría gustado dormirse en los laureles, sin tener que tomar decisiones comprometedoras, el Señor les obliga a cambiar de lugar.

El evangelista añade: «Lo llevan en la barca, como estaba». No es fácil comprender lo que quiere decir. Quizá pretende indicar que Jesús estaba cansado. Según la descripción del mismo capítulo 4, v. 1, había subido a la barca al comienzo de la jornada, había hecho que lo alejaran un poco de la orilla y se había puesto hablar a la gente. Al atardecer, por tanto, estaba agotado y quería marcharse como estaba, sin tener que volver a casa. Dejan una situación tranquila, de un cierto prestigio conquistado ante la gente, y se van. Quizá los discípulos pensaran que se trataba de una rareza de Jesús; de todas formas, lo toman y se lo llevan consigo.

Señor, también yo te acojo tal como eres, porque también yo estoy muchas veces cansado, rendido, y puedo comprenderte.

2.—El momento central. «En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ésta se anegaba» (v. 37).

El hecho central es descrito, ante todo, como una tempestad.

Luego el evangelista nos dice de qué modo lo vive Jesús: «El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal» (v. 38a).

Y, finalmente, cómo lo viven los apóstoles: «Le despiertan y le dicen: `Maestro, ¿no te importa que perezcamos?'» (v. 38b).

Examinemos cada una de estas palabras: la «borrasca» indica un vendaval, un temporal, un torbellino tormentoso que sacude las aguas. Si lo hemos experimentado alguna vez, podemos pensar en lo que se siente cuando el mar está agitado o cuando, en el avión, se entra en un torbellino de viento que hace que todo vibre y se estremezca. En cualquier caso, no es difícil imaginar el miedo que debieron experimentar los discípulos: la barquilla se ve sacudida por las olas, entra el agua, intentan achicar con las manos para no hundirse, les tiemblan las rodillas, cunde el pánico, la tragedia es inminente... Por eso se atreven a despertar a Jesús.

Pero ocurre algo extraño: ¿por qué duerme Jesús? La barca debía de tener una especie de cubierta en popa, y él se había acurrucado allí dentro, donde no se sienten las olas; duerme sobre un cabezal, porque está rendido de cansancio y no se da cuenta de nada.

La figura de Jesús durmiendo nos recuerda el episodio bíblico de Jonás, sumido en el sueño durante la tempestad, en la bodega del barco. Pero Jonás estaba en la bodega para ocultarse, para huir de Dios. Jesús, por el contrario, es la presencia misma de Dios, es la ausencia de temor incluso en el ojo del huracán. Sin embargo, los discípulos todavía no comprenden nada de esto e incluso se irritan, como nos irritamos a veces nosotros cuando vemos a alguien bromear y sonreír ante el peligro.

Y los discípulos lo despiertan con una frase de reproche: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». La expresión es muy dura y nos recuerda aquella queja de Marta a Jesús: «¿No te importa que mi hermano me deje sola con todo el trabajo?» (Lc 10,40). Los apóstoles parecen decir: «No sólo no te comprendemos, sino que no podemos entender cómo tú, en esta situación, sigues durmiendo». No piden tan sólo un apoyo moral, sino que les eche una mano, que se ponga también él a achicar agua.

Hemos llegado al momento cumbre del episodio: «El, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: `¡Calla, enmudece!'. El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza» (v. 39).

«Despertarse», en el texto griego, es el verbo que recuerda la resurrección, el resurgir, el alzarse de Jesús del sueño.

Increpa al viento como si realizara un exorcismo contra un poder maligno al que hay que hacer frente directamente.

Le dice al mar, sacudido por el viento, que se calle, que se calme. «El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza»: vienen a la mente algunos salmos que hablan del poder de Dios: Dios amenaza al mar Rojo, lo sacude (Sal 106,9); Dios hace callar el estruendo del mar, aplaca el tumulto de los pueblos (Sal 65,8); Dios domina el orgullo del mar (Sal 89,10); Dios reduce la tempestad a la calma y callan las olas del mar (Sal 107,29).

En este instante en que Jesús se enfrenta con el viento y el mar, debemos tratar de verlo, a la luz de la Escritura, enfrentado a todo lo que es poder enemigo del hombre. El mar es enemigo del hombre, porque crea asechanzas, muerte, angustia, cuando es agitado por el viento. Jesús vence a todas las fuerzas del mal y su capacidad de hundir al hombre en la desesperación. Jesús sale al encuentro del hombre que grita: «¡Ya no puedo más!».

Es el Cristo resucitado el que sale a nuestro encuentro, metidos como estamos en el torbellino de la historia.

Pero Jesús se dirige a los discípulos: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Todavía no tenéis fe?» (v. 40). Literalmente, el texto griego dice: «¿Por qué sois tímidos? ¿Todavia no tenéis fe?».

La pregunta nos parece extraña. ¡La verdad es que hay motivos para temblar ante la tempestad! Además, la pregunta equivale a un reproche: «¿Por qué sois tan tímidos?». Evidentemente, algo debe haber tras este vocablo, que significa miedo, timidez, cobardía, y que a nosotros nos parece, todo lo más, una debilidad, una reacción natural. ¿Cómo reprocha Jesús tan enérgicamente este miedo, relacionándolo incluso con la fe. La palabra «tímidos» sólo aparece otra vez en el Nuevo Testamento: en el pasaje final del libro del Apocalipsis, donde, ante la gloria de la Jerusalén celeste, se dice a modo de contraste: «Pero los tímidos (traducido generalmente por «cobardes», que es también una traducción exacta), los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre. Esta es la segunda muerte» (Ap 21,8).

Esta dramática descripción recuerda el infierno del Dante: en el primer circulo de los condenados están los pusilánimes, los cobardes «ni agradables a Dios ni a sus enemigos» (cf. Divina Comedia, Infierno, III, 60ss.). Entre ellos ve el Poeta la sombra de «aquel que por villanía cometió el gran rechazo», el que tuvo miedo de pronunciarse (quizá Celestino V, o tal vez Pilato). Un miedo, el suyo, que no fue un episodio marginal de su vida, sino algo decisivo para su no-realización.

Por eso el pasaje del Apocalipsis pone a los tímidos con los incrédulos, con los impuros, con los homicidas, con los inmorales, con los idólatras, con los mentirosos. Y observad cómo encontramos también en Jesús la misma relación del Apocalipsis entre los tímidos y los incrédulos: «¿Todavía no tenéis fe?».

Lo que hemos de comprender esta tarde es que el miedo de los discípulos no es sólo miedo físico, timidez, sino el miedo a fiarse de Jesús.

Los discípulos tienen miedo de fiarse hasta el fondo, y vuelven a contar con sólo sus propias fuerzas; pero en seguida constatan que eso no basta, y les invade el miedo.

Hasta entonces no lo habían experimentado: habían dicho «sí» al Señor, poniéndose entre sus oyentes, cuando estaban con el Bautista; luego le dieron otro «sí» a Jesús cuando éste les propuso: «Venid conmigo. Seguidme».

Sin embargo, en este momento de su vida, se ven sometidos a prueba, y una prueba seria. Su «sí» no tenía raíces profundas, y era preciso que se viera sacudido y pasado por el tamiz de la tribulación. Porque cada «sí» de la vida, cada «sí» que quiere ser serio (sí a Jesús, sí a un amigo, sí a una mujer, sí a un hombre, sí a un compromiso exigente), tiene que pasar a través de la prueba, a pesar del cansancio, la burla, el desdén, la soledad o el rechazo de los demás.

Tenemos que saber entrar en la turbulencia del miedo; tenemos que saber que llega un momento en que las propias fuerzas no bastan. Decir: «no me bastan mis propias fuerzas», es una actitud mucho más grave de lo que nos parece, y tanto más grave cuanto más cierto parece ser. Si me detengo y vuelvo a casa, ya he caído. Si me olvido de la confianza que puse en Jesús; si me olvido del misterioso atractivo que me llevó a escoger un compromiso, una persona, una amistad, o que me movió a hacer una promesa; si olvido que la vida depende de que me fíe o no me fíe, entonces estoy perdido.

Esta situación de miedo, si se cultiva y acepta, va unida a la incredulidad —cuando se trata de Jesús y de las realidades serias de la vida relativas a las decisiones existenciales—, porque la fe, por su propia naturaleza, ahuyenta el miedo.

El miedo y la confianza no van juntos

La timidez es signo de poca fe, y proviene del repliegue en nuestra naturaleza calculadora y desconfiada, del agazaparse en sí mismo; por eso hace abortar el movimiento de confianza con que se había dicho «si».

Es un momento peligroso, de paso, aunque necesario, en el que conviene que tengamos muy claro que, si no superamos ese miedo y nos fiamos, entonces retrocederemos y no seremos ya capaces de tomar ni esta ni, tal vez, otras grandes decisiones de la vida.

Si queremos ahondar más en el significado de las palabras de Jesús: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?», podemos decir que la incredulidad es la comprensión inadecuada de la historia escondida del Reino de Dios: la que nos describen las parábolas. El Reino de Dios está ahí, pero no se ve; Jesús duerme, pero está ahí, y no hay por qué temer si uno confía en él. Quien no comprende esta historia escondida del Reino de Dios, tampoco comprenderá el camino de Jesús hacia la cruz, como le ocurrió a Pedro. No comprenderá que Dios está presente con nosotros en todos los momentos misteriosos, difíciles y escondidos de nuestra existencia.

Se trata, por tanto, de comprender o de no comprender el modo de la presencia de Jesús en nuestra historia.

3.—El momento de la conclusión. «Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: `Pues, ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?'» (v. 41).

Estamos de nuevo en el temor, pero ya no es el miedo; en efecto, la palabra griega es totalmente distinta. Antes era «tímidos», ahora es «temor grande», es decir, temor reverencial, religioso, temor que cae en la cuenta de hallarse ante un misterio. Por una parte, se experimenta este «respeto» y, por otra, la plenitud de confianza ante la ternura de Dios.

Lo contrario a la timidez —nos advierte la palabra evangélica— no es ni la presunción, ni la desfachatez, ni la temeridad, sino el temor reverencial ante el gran cariño con que Dios está cerca de nosotros y que, debidamente experimentado, ahuyenta la timidez y el miedo, produciendo paz, calma, serenidad, alegría. Se siente que alguien está presente y que es mucho mayor que nosotros; que las pequeñas cosas que estamos viviendo nos llevan realmente mucho más allá de nuestra experiencia, hacia la degustación de una presencia santa, tierna, afectuosa, capaz de no abandonarnos jamás.


Hacia la meditación y la contemplación

Me gustaría sugeriros, llegados a este punto, una pregunta que puede serviros para vuestra meditación, para una reflexión más específica sobre vuestra vida.

¿Cómo y cuándo se manifiesta en mi ese miedo? ¿Lo advierto alguna vez en mi camino de fe? ¿Cómo y cuándo se manifestó en mis acciones, tal y como las veían y juzgaban los demás, de forma que llegó a impedirme quizá realizar alguna cosa que yo consideraba justa? ¿Cómo y cuándo se manifestó ese miedo en mi corazón, allí donde yo sólo puedo ser juez, de forma que llegué a sentirme mal por haberme dejado vencer por él?

Esta pregunta fundamental tiene que convertirse luego en contemplación; tiene que transformarse en un simple hablar con Jesús. Mirar a Jesús desde la perspectiva de los discípulos, desde mi propio punto de vista personal, desde el punto de vista del mismo Jesús. Y decir:

«Señor, a través de la contemplación de Ti, que, despertándote del sueño y resucitando de la muerte, me das confianza, te pido que disipes mis temores, mi miedo, mis indecisiones, mis bloqueos en las opciones importantes, en las amistades, en el perdón, en las relaciones con los demás, en los actos de coraje para manifestar mi fe. ¡Rompe mis bloqueos y ataduras, Señor!».

Os invito a continuar todo el mes esta reflexión, dedicando a ella algunos momentos, ya sea personalmente o en los grupos parroquiales. Os invito a que sigáis ejercitándoos en la contemplación que hemos introducido, poniéndoos a mirar a Jesús, guardando silencio delante de él o intercambiándoos las reflexiones que él mismo os sugiera.

Podéis pensar también en realizar algún gesto de coraje a partir de la fe. No un gesto de desfachatez, de arrogancia, sino un gesto, personal o grupal, que nazca de la certeza de que Jesús libera el corazón y hace espontáneo y gozoso el acto de coraje en la fe.

La Virgen Maria —que no tuvo miedo y se fió de Dios diciendo: «Señor, que se haga en mi tu Palabra»— nos conceda participar, en todo momento de nuestra vida, en la alegría de su fe sin condiciones.