5.
La Virgen misionera


«Ave, por ti la gloria resplandece;
Ave, por ti el dolor se extingue...
Ave, tú eres la guía hacia el celestial consejo;
Ave, tú eres la prueba del arcano misterio».

Estas y otras palabras del maravilloso himno bizantino Akathistos que hemos cantado, nos acompañarán en la fiesta de la Anunciación, la primera de las fiestas marianas, el comienzo de todas las solemnidades litúrgicas en su honor; la que nos recuerda ese Año Mariano que el Papa quiso comenzar hace un año; finalmente, la que pone fin a nuestros Ejercicios, durante los cuales hemos rezado juntos meditando en el misterio de Maria y de Jesús en las bodas de Caná.


El itinerario recorrido

Antes de reflexionar en el carácter misionero que María quiere enseñar a la Iglesia en el misterio de Caná, me gustaría resumir brevemente lo que hemos vivido hasta ahora.

La elección de un texto del evangelio de Juan ha sido ciertamente un poco atrevida. En efecto, el cuarto evangelio es el libro del cristiano maduro, del cristiano contemplativo; supone, por tanto, el conocimiento práctico y el camino recorrido según las etapas de los otros evangelios —de Marcos, Mateo y Lucas—. En Juan se contempla todo en su unidad, y cada uno de los episodios, en cierto modo, apela a todos los demás episodios evangélicos, recuerda el misterio completo de Dios, esto es, al Padre que revela al Hijo, al Hijo que da su vida en la cruz, a la Iglesia que nace de la cruz de Jesús, a la humanidad salvada.

Por eso, para meditar el episodio de Caná hemos tenido que referirnos al prólogo, a la pasión, al costado abierto de Jesús, a María al pie de la cruz del Hijo que muere por amor.

— El evangelio de Juan nos obliga a una mirada contemplativa y global, como intenté subrayar la primera tarde, al presentar el conjunto del relato y exponer la mutiplicidad de las personas, de los signos, de los símbolos, de las realidades evocadas, para disponernos con la mente y el corazón abiertos ante la riqueza de revelación expresada en unas pocas líneas. Si Juan no nos hubiera transmitido el episodio de Caná, nos habría privado de una de las páginas más bellas de la Escritura.

— La segunda tarde nos centramos en un símbolo particular, pero central, de este episodio: el vino. El vino que llega a faltar, el vino que Maria se da cuenta que escasea, el vino que después abunda.

Nos preguntamos cuál era el significado simbólico del vino según Juan, y respondimos que era la alegría del Evangelio.

Podríamos haber respondido también que era la fe, que era la gracia del Nuevo Testamento. Todo esto significa el vino.

Con el deseo de comprender mejor por qué escogió el símbolo del vino, que de suyo no representa lo puramente necesario, sino que es algo que centellea, chisporrotea, destellea, da entusiasmo, dijimos que no se trata de la mera fe, de la fe necesaria para salvarse. El vino no es la mera gracia, en el sentido de que nos libre de morir en pecado grave e ir al infiermo. Es más bien la alegría de la fe, el entusiasmo de la fe, la vivacidad, la vida cristiana en cuanto que es alegría y vivacidad.

Vimos entonces que a la Iglesia de hoy le falta el vino, le falta la alegría del Evangelio. Hay ciertamente embriones de vida cristiana, intentos de vida comunitaria; pero falta el aliento, el entusiasmo. Y luego fijamos nuestras miradas en ese don preciosísimo, en esa perla, en ese tesoro que es la alegría del Evangelio.

— La tercera tarde nos preguntamos de dónde venía esa alegria; por qué no se la compra en el mercado, por qué no se la encuentra leyendo libros o asistiendo a un cursillo de verano, ni siquiera participando en unos Ejercicios espirituales.

Recuerdo a este propósito una frase muy hermosa de Pascal: «Reconozco, Dios mío, que mi corazón está tan endurecido y tan lleno de ideas, preocupaciones, inquietudes y apegos a este mundo, que ni la enfermedad, ni la salud, ni los discursos, ni los libros, ni tus Escrituras, ni tu Evangelio, ni tus más santos misterios, ni los milagros, ni los sacramentos, ni el sacrificio de tu cuerpo, ni todos mis esfuerzos, ni los del mundo entero, pueden absolutamente nada para dar comienzo a mi conversión, si Tú no acompañas todas estas cosas con una asistencia extraordinaria de tu gracia».

En nuestra meditación hemos comprendido que la alegría del Evangelio viene de la gloria de Dios que se derrama sobre nosotros, y no de la lectura de los evangelios ni de estar mucho tiempo de rodillas ni de nuestros esfuerzos.

El origen de la alegría del Evangelio es Dios mismo en cuanto que se comunica y se manifiesta como amor, vida, vitalidad; es su gloria. Gloria que Jesús manifiesta en el misterio de Caná, fuerza de Dios comunicada al hombre. Podemos decir también: la fuente de nuestra alegría es el Espíritu Santo, que es la gloria de Dios irradiada sobre la humanidad.

Si nos falta la alegría, es inútil buscarla en los libros o por la calle. Hemos de abrir el corazón a la plenitud del don de Dios que nos atrae hacia Si, que nos une a la gloria de Cristo, que hace de nosotros una sola cosa con Jesús comunicándonos el Espíritu en abundancia.

¿Cómo y a través de qué medios se nos comunica el Espíritu, la gloria de Dios, la alegría del Evangelio? No mediante un simple contacto místico con lo divino, no por una especie de compenetración del misterio de Dios con la pobreza de nuestra vida, sino a través de la cruz. La cruz es el camino preciso y concreto a través del cual nos da Dios la alegría del Evangelio. Porque la gloria de Dios se manifiesta y estalla en la historia —por así decirlo—, en la muerte de Jesús en la cruz. En la cruz se nos comunica como don, como vida, lo mismo que la sangre y el agua que brotan del costado de Jesús crucificado empapan el mundo entero.

El vino de la alegría del Evangelio pasa necesariamente y tan sólo a través del amor del Crucificado, que nos amó hasta el fin y resucitó por nosotros. Por tanto, es ahí donde podemos alcanzarla. Cuando decimos que Jesús resuelve todos nuestros problemas, que El es nuestra vida, tenemos que entender siempre a Jesús crucificado y resucitado. Las palabras «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14,6) las refiere Jesús a Si mismo, que murió por nosotros, que nos salva desde la cruz, que en este increíble misterio de debilidad, de pobreza, de ignominia, manifiesta el poder, la gracia, la misericordia infinita del Padre. Esa es la gloria de la cruz de la que la Iglesia recibe la alegría del Evangelio.

— La cuarta tarde nos preguntamos cómo actúa en nosotros, concretamente, esta gloria de la cruz. Y comprendimos por las palabras de María, «Haced lo que El os diga», que actúa a través de la obediencia a Jesús, a través de la aceptación del proyecto de Dios sobre nosotros.

Cuando consigo decirle a Jesús crucificado, resucitado, glorioso: «Tú eres mi proyecto», entonces la gloria de la cruz entra en nosotros y la alegría nos transforma, nos vivifica, vivifica a nuestras comunidades, a nuestra Iglesia, a la humanidad.

Después de haber intentado contemplar, poco a poco, este admirable fresco de la Redención que es el suceso misterioso de Caná, nos queda por comprender de qué modo se difunde la gloria de la cruz, que a través de la aceptación del proyecto del Crucificado sobre nosotros se convierte en alegría del Evangelio, en alegría de nuestro corazón. Es decir, de qué modo la Iglesia se hace misionera.

Es una pregunta que con frecuencia me hacen los jóvenes, cuando me encuentro con ellos en las parroquias: ¿Cómo puede hacerse misionero nuestro grupo? Y a veces los jóvenes añaden: Nos sentimos un poco cerrados, parece que nos gusta dar vueltas sobre nosotros mismos, ser prisioneros de nuestros problemas, pero nos gustaría ser más misioneros, más expansivos.

Y nosotros le hacemos a la Virgen esta pregunta: ¿Cómo eres tú, María, misionera de la alegría de Cristo crucificado, de la gloria, del don del Espíritu Santo que alegra el corazón del hombre?

La Virgen nos presenta, precisamente en el episodio de Caná, el modelo de una Iglesia misionera, de una Iglesia llena de atención a la falta de fe y de alegría que aflige a gran parte de la humanidad.


La primera raíz de la Iglesia misionera

«Y, como faltara vino, le dice a Jesús su madre: `No tienen vino'» (Jn 2,3). Me gustaria que comprendierais que el relato evangélico es realmente extraño e improbable.

Nosotros, siguiendo la probabilidad de lo ocurrido, lo habríamos compuesto de esta manera: Durante un banquete, sucedió que faltó vino; los sirvientes se dieron cuenta de ello y avisaron preocupados al maestresala. Este fue a hablar con el esposo, y ambos se dijeron: ¿Qué vamos a hacer? Y dándose cuenta de la presencia de Jesús, que al parecer era un gran profeta, sin atreverse a pedirle directamente ayuda, fueron a María y le dijeron: Intercede por nosotros, para que tu hijo nos saque del apuro.

En realidad, la descripción del evangelista es muy diferente. Nadie se da cuenta de que el vino escasea: ni los sirvientes, ni el maestresala, ni los invitados, y mucho menos el esposo. Cosa extraña. Sólo una persona, María; sólo ella.

¿Por qué te das cuenta, Maria, de que va a faltar la alegría en el banquete? ¿Por qué te das cuenta de que en nosotros, en el mundo, falta la alegría del Evangelio?

Simplemente, porque la Virgen tiene esa alegría. Y al tenerla en sí misma, tiene una sensibilidad instintiva para captar dónde falta. Llena de Espíritu Santo, advierte instintivamente cuándo y dónde le falta al hombre la alegría del Espíritu.

¿Qué conclusión podemos sacar para la Iglesia? Que cuando la Iglesia está llena de la alegría evangélica, se siente inmediatamente movida hacia quien no la tiene.

Este es el secreto del espíritu misionero. No sirve preocuparse mucho de los demás y quizá no saben luego qué es lo que hay que darles, y preguntarse: ¿Qué hemos de hacer para llevar el Evangelio?

Es fundamental tomar conciencia de la alegría que nos falta, de la alegría de la fe, y pedírsela a Dios por intercesión de María: Señor, dame de ese vino; Señor, dame la plenitud de tu Espíritu.

Pero también hemos de tomar conciencia de la alegría que tenemos por gracia de Dios, porque cuando la sintamos en nosotros, instintivamente nos daremos cuenta de dónde falta, y surge entonces en nosotros el deseo de ayudar, de transmitir esa alegría. Todo el que ha recibido una buena noticia, un hecho que lo llena de entusiasmo, siente el deseo de hacer partícipes de él a los demás.

Pero si uno no tiene esta buena noticia, no tiene nada que decir a los hermanos.

La primera raíz de una Iglesia misionera, de una comunidad misionera, es, por consiguiente, estar, como Maria, llena del Espíritu Santo, llena de la alegría del Evangelio.


Una Iglesia que prepara el camino

La Virgen, cuando advierte que falta el vino, la alegría, y se da cuenta de que va a explotar la tristeza, se dirige a Jesús: «No tienen vino».

No se pone ella en el centro, sino que hace intervenir a Jesús, instintivamente.

Igualmente, no es la Iglesia la que da la salvación. Tampoco yo me hago misionero empeñándome en pensar por mí mismo. Hemos de pedir a Jesús que intervenga; hemos de poner a los otros en contacto con El.

El espíritu misionero pone a otros en contacto con la fuente que primero le ha llenado a uno de alegría. Quiero hacerte participar de la amistad que llena mi vida, que transformó en alegría mi tristeza, que me reveló el Amor.

Observemos otro hecho curioso en el relato de Caná. Jesús está ya allí, invitado a la boda, pero hasta aquel momento es como si no estuviese; es uno de tantos, un desconocido; su poder divino no brilla, no es utilizado, pero está presente.

La Iglesia se hace misionera no introduciendo a la fuerza el mensaje evangélico en el corazón del hombre, porque Jesús ya está allí, se ha invitado El mismo a la jornada de cada uno, a la fiesta de la vida, al banquete cotidiano. Jesús está allí como esperanza y como promesa, como germen, como gracia actual. Espera que alguien lo mueva, como hizo María; que alguien le haga sentir presente, le deje sitio.

La Iglesia es misionera en la medida en que descubre que Jesús está ya esperando en el corazón de cada hombre, de cada mujer, de cada niño que nace; y le permite obrar y actuar haciendo que se le deje sitio, despertando a su presencia.

A menudo la vida misionera de nuestras comunidades es pesada, incapaz de moverse, porque queremos hacerlo todo nosotros; creemos que se nos pide quién sabe qué, siendo así que es Jesús el que cambia el agua en vino, el que da la alegría del banquete.

La Iglesia, como María, es la que urge, la que empuja, la que habla con los sirvientes, la que prepara el camino. Jesús está ya realmente allí, y su fuerza está ya dispuesta.


Una Iglesia que sabe comprometer

Para poner en movimiento el poder de Jesús, Maria se dirige a los sirvientes. En el texto griego la palabra es «diáconos»; es una palabra muy hermosa: «La madre dice a los diáconos: Haced lo que El os diga».

Estos diáconos ponen manos a la obra: llenan de agua las tinajas, luego sacan de su contenido y se lo llevan al maestresala.

Podría haber ido la Virgen a buscar agua. Pero no; ella suscita colaboradores, suscita la actividad de la gente, la mueve, de forma que todos entren lo más posible en ese movimiento en el que Jesús da el vino de la gracia, de la alegría, de la plenitud.

El secreto de una Iglesia misionera, de una Iglesia misionera también en medio de nosotros, donde muchos sólo tienen una gota del vino del Evangelio y están a punto de agotar lo poco que queda en su jarra y morirán luego de sed o de inanición, es multiplicar los colaboradores, hacer que cada uno de nosotros se encuentre con algunos de ellos.

Pobre de aquella parroquia cuyo párroco dijese: «¿Cómo voy a ser misionero con todo el trabajo que tengo? ¡Es imposible!»

A veces me preguntan: ¿Cómo consigue llevar el peso de los cinco millones de personas que viven en Milán? ¿Qué hace con todos los que no van a la iglesia?

Pero seria absurdo y blasfemo pensar que el Señor nos carga con tal peso. Tampoco Maria llevó ella sola el peso de aquellos pocos invitados de Caná, porque buscó colaboradores, personas a las que involucrar. Y entonces, de uno nacen cinco, de cinco nacen veinticinco y, a través de las personas de buena voluntad, se multiplica la actividad misionera de la Iglesia.

Jesús empezó exactamente así, no haciéndolo El todo, sino llamando a los Doce, que a su vez involucraron y comprometieron luego a otros.

Iglesia misionera es la que sabe comprometer; a menudo nuestras comunidades no son misioneras, porque ponen todo el trabajo en manos de unos cuantos que se atribuyen todas las prerrogativas, todo el peso, todo el heroísmo.

«Haced lo que El os diga»: María tiene el secreto de hacer que cada uno haga algo. Es poco ir a buscar agua; pero el Señor hará lo demás.

Así pues, la Virgen nos ofrece realmente un camino para la apertura misionera, evangelizadora, que el Papa nos recuerda tantas veces afirmando la necesidad de una nueva evangelización en Europa. No la realizaremos por el esfuerzo heroico de unos pocos, sino que hemos de comprometernos en un movimiento gradual, simple, cotidiano, cada uno en su propia realidad, en el lugar donde vive, en su propio ambiente, ayudándonos unos a otros y haciendo con sencillez esos gestos auténticos que consisten en dejar que desborde la alegría del Evangelio, en colaborar para dejar sitio a Jesús que ya está presente.


El buen vino por sí solo se recomienda

De esta página del evangelio se deduce una última característica misionera, cuando se dice que el maestresala, después de probar el vino, llamó al esposo y le dijo: «Todo el mundo sirve primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno, hasta ahora» (In 2,10).

¿Qué me sugiere este detalle, casi humorístico, del relato?

Me sugiere que el vino bueno se recomienda a sí mismo; no porque tenga etiquetas polvorientas ni señales de marca, ni porque proceda de colinas privilegiadas. Se recomienda a sí mismo porque es bueno; es bueno hasta el punto de que todos lo saborean con agrado.

Nosotros, en nuestra vida misionera, no somos personas que tengan que malvender, con temor, un material deteriorado, rogando tímidamente a los clientes que tengan paciencia y que lo acepten hasta que haya otra cosa mejor.

El vino bueno se recomienda por sí mismo; la alegría del Evangelio es buena para todos, tiene un sabor inconfundible, y quien lo gusta no pregunta de qué fábrica viene, de qué grupo, de qué realidad. Es sabroso por si mismo, si es la verdadera alegría del Evangelio.

Y nuestra misión —sobre todo la misión del obispo— es difundir el gusto de esa alegría que no es privilegio de nadie, ni de esta o aquella realidad, ni de este grupo; es igual para todos; es el mismo vino evangélico, y lo importante es que sea auténtico, genuino. Entonces todos pueden involucrarse, todos y cada uno pueden tener su propia parte. Luego cada uno lo difundirá según sus carismas, sus dones, pero no como producto propio, como etiqueta reservada, porque es la alegría de Jesús, una alegría que pertenece a toda la Iglesia, a todos los grupos, a todas las latitudes. Alegría de Jesús, en la que me encuentro con un cristiano en China, en Corea, en Méjico, y me doy cuenta, al rezar juntos, que tiene la misma calidad, el mismo sabor, la misma fuerza, la misma capacidad de entusiasmarnos a mí y a él.

Lo que le importa, sobre todo, a la Virgen, a la Iglesia, al obispo, es, por tanto, que la alegría auténtica del Evangelio nos llene el corazón y la vida con toda su verdad.

De lo contrario, seríamos como los que venden un producto sin conocerlo bien, sin apreciarlo; seríamos como los que intentan «colar» algo casi a traición, porque ellos no lo han gustado y valorado primero.

En realidad, derramar sobre otros la alegría del Evangelio es, simplemente, el desbordamiento de la alegría que hay dentro de nosotros.

Por eso mismo deseo que otros muchos puedan realizar como vosotros, en nuestra Iglesia, la experiencia del contacto silencioso, adorante, con el misterio de Jesús, con el misterio de María, para saborear aunque sólo sea una pizca de la alegría evangélica, que se convierte en el motor, el fermento, la semilla, el germen que rompe la piedra, que florece en todas partes, que no teme los diversos climas, que pasa a cualquier ambiente, que sabe emigrar a cualquier realidad, porque la vivifica desde dentro, con la fuerza misma que viene de la gloria de Cristo, del amor del Padre, del sacrificio del Hijo, de la energía del Espíritu Santo. Energía que llenó, ante todo, el corazón de María con aquella alegría, con aquella grandeza, con aquel esplendor que ahora nos disponemos a cantar, honrando en Ella el primer gran prodigio de la gloria de Dios.