4.
«Haced lo que El os diga»


He recibido la carta de una joven que participa en estos Ejercicios y que me ha señalado un paralelismo entre su experiencia de oración y el atletismo que practica. Es un escrito muy sabroso; os voy a citar algunas líneas para que os animéis a vivir bien nuestro itinerario:

«El comienzo del atletismo. Alguien me dijo que debería ponerme a hacer deporte. No es que tuviera especiales cualidades, pero podría servirme de ayuda en el futuro. También me dijo alguien que la oración es una experiencia maravillosa, que podría ayudarme a crecer.

Los primeros pasos. Cuando empecé a hacer deporte, fue bastante duro. El cuerpo no siempre respondía a lo que le pedía; parecía que no me aportaba nada; sólo algún dolor muscular. Cuando empecé a hacer oración, también fue duro: el orar me resultaba fatigoso. Me cansaba físicamente estar allí concentrándome, guardando silencio, recogiendo mis pensamientos en Dios. Parecía tiempo perdido; me parecía que no recibía nada.

Después de cierto tiempo, tras un período de entrenamiento, el cuerpo empieza a reaccionar, se cansa menos, consigue ponerse mejor en movimiento, resistir el cansancio. Las exigencias de antes parecen ahora fáciles. Quizás es posible aumentar un poco más el esfuerzo. La oración: después de cierto tiempo ya no cansa estar allí, sentada, encontrándote contigo misma, dialogando con Dios. Ahora sientes que alguien habla dentro de ti, consigues estar más rato; el tiempo pasa aprisa; parece poco lo que ya tienes».

Me detengo aquí, deseando que al final de nuestros Ejercicios os parezca que el tiempo pasa deprisa, incluso en los momentos de silencio, y que en todo caso cada uno de nosotros tenga la constancia de perseverar en el ejercicio del espíritu, lo mismo que tenemos la constancia y el afán de perseverar en los ejercicios corporales, aunque resulte fatigoso.

Vamos a reflexionar ahora en aquellas palabras de María que figuran como titulo en el Mensaje del Papa para la Jornada mundial de la Juventud: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5).

Ayer por la tarde intenté mostrar que la gloria de Jesús que se manifestó en Caná es la que brilla en la cruz, y que de ella se derivan consecuencias decisivas sobre el sentido de la vida y de las pequeñas cosas de cada día, sobre el modo de situarnos en la sociedad. Me hubiera gustado detenerme más despacio sobre el vino de nuestra alegría, que derrama en los corazones el amor de Jesús crucificado por el hombre, amor que brilla soberanamente en la cruz. Paradójicamente, la alegría del hombre nace de la cruz de Jesús y, al contemplar al Crucificado, se nos ofrece la alegría del Evangelio, la alegría de sentirnos amados de Dios.

Me doy cuenta de que no he logrado expresar todo el montón de pensamientos que me bullían por dentro. Esta tarde volveremos sobre el tema desde otro punto de vista; en concreto, desde las palabras tan sencillas que dirigió la Virgen a los sirvientes del banquete de Caná.

¿
De dónde nacen las palabras de María?

El Papa escribe: «'Haced lo que El os diga'. Con estas palabras expresó Maria, sobre todo, el secreto profundo de su misma vida. Tras de estas palabras está toda ella» (cf. Mensaje para la III Jornada mundial de la Juventud, n. 2).

¿En qué sentido, María, expresaste el secreto más profundo de tu vida en esta invitación a los sirvientes de Caná?

¿De qué profundidad de experiencia brotan tus palabras? Recordamos que una frase parecida a la tuya aparece en el libro del Génesis, cuando los egipcios, al encontrarse sin comida debido a la carestía que sufrían, se dirigen al Faraón, que les responde: «Id a José; haced lo que él os diga» (Gen 41,55). Son, pues, palabras que tienen ya toda una historia de providencia en tiempos especialmente difíciles y duros.

1. En María nacen, ante todo, de una situación de prueba. No habla a partir de un momento de entusiasmo, de euforia, sino de un momento de dolor, aunque encubierto.

Porque María, mientras presenta la invitación con toda tranquilidad, esconde un sufrimiento análogo al sufrimiento de la mujer siro-fenicia de que nos habla el evangelio según Mateo. Jesús se había dirigido hacia la región de Tiro y Sidón, y la mujer, natural de aquel país, pidió a Jesús la curación de su hija. El Señor, después de que los discípulos le pidieran que la atendiese, respondió: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel». En este momento la pobre madre le dijo: «También los perrillos se alimentan de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (cf. Mt 15,21-28). La mujer había experimentado, ciertamente, una sensación de malestar, de sufrimiento; se había sentido rechazada. Pero, a pesar de ello, había tenido una enorme confianza en Jesús. También el centurión había acudido a Jesús para suplicarle que curase al siervo gravemente enfermo, y Jesús le respondió con unas palabras que podemos leer de forma interrogativa: «¿Acaso voy a ir yo a tu casa?», haciéndole ver que un judio no entraba en casa de un pagano. Pero el hombre tuvo coraje para decir: «Yo no soy digno de que vengas a mi casa; pero di tan sólo una palabra y mi siervo quedará sano» (cf. Mt 8,5-13).

Otra situación nos recuerda también la de Maria. Se trata del episodio del funcionario real; Jesús había ido de nuevo a Caná de Galilea, y el funcionario, que tenia un hijo enfermo, le apremia para que vaya a curarlo. Jesús le dice: ((Si no veis signos y prodigios, no creéis». El hombre, dolorido, insiste: «Señor, baja antes de que mi niño muera» (Jn 4,46-54).

Pues bien, Maria había escuchado esta respuesta de su hijo: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Los exegetas interpretan de diversas maneras estas palabras de Jesús, las cuales, sin embargo, en ningún caso reflejan una aceptación entusiasta de la propuesta de la madre, y ésta podría haberse echado atrás. Muchas veces nosotros, en ocasiones semejantes, nos sentimos despechados y decidimos lavarnos las manos y dejar que las cosas sigan su curso. Pero María sabe que se trata de una prueba: la prueba de la fe.

Ella no se siente despechada ni se disgusta, sino que persevera y dice a Jesús: A pesar de las apariencias, yo me fio plenamente de ti, hijo mío, e invito a los demás a que te obedezcan sin vacilar.

Así pues, sus palabras manifiestan la superación de una situación de prueba, de silencio de Dios.

En la encíclica Redemptoris Mater el Papa indica varias veces que la Virgen se vio probada en su fe.

2. En segundo lugar, la invitación a los sirvientes nace de una inclinación profunda del corazón de María. Sus palabras traducen el «sí» primordial de la Anunciación. «Tras de estas palabras está toda ella. Su vida fue realmente un gran `sí' al Señor, un `sí lleno de alegría y de confianza. María, llena de gracia, Virgen Inmaculada, vivió toda su vida en una apertura total a Dios, incluso en los momentos más difíciles, que alcanzaron su apogeo en la cima del monte Calvario, a los pies de la cruz. No retira nunca su `sí'» (cf. Mensaje del Papa para la Tercera Jornada mundial de la Juventud, n. 2).

Aquí, en Caná, el «si» de María se traduce con la frase: Estad también vosotros dispuestos a hacer lo que El os pida, todo lo que Dios os diga, ya que el hombre encuentra su verdadero bien en hacer la voluntad de Dios.

3. Pero la Virgen no sabe lo que Jesús piensa decir a los sirvientes; no sabe si realizará un milagro o si les mandará a comprar vino; no sabe nada. En efecto, en el texto griego la palabra suena de forma muy indeterminada: «Haced cualquier cosa que os diga»; Dios no abandona a sus hijos que se encuentran en apuros, aunque se trate de un apuro de poca monta.

En el corazón de María que pronuncia estas palabras anida la certeza de que hay que fiarse de Dios, habita la gran esperanza que no engaña, porque Jesús es la solución de las situaciones aparentemente cerradas de la historia.

Así pues, también de la esperanza nace la invitación de María a los sirvientes.

4. Finalmente, la frase «Haced lo que El os diga» nace de un espíritu muy práctico. Maria no pide a los sirvientes que consideren atentamente el problema, que busquen las causas y que traten de averiguar quién tiene la culpa de que falte vino, sino que dice simplemente: Haced, obrad.

Ella sabe que no son los que dicen: «Señor, Señor», sino los que hacen la voluntad de Dios, los que entrarán en el reino de los cielos; el que escucha las palabras y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que construye su casa sobre piedra (cf. Mt 7,21-27).

Maria sabe muy bien que son «bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28), no los que la estudian o discuten de ella en mesas redondas: «Haced lo que El os diga».


Las palabras de María nos interpelan

Ahora propongo que retomemos los cuatro motivos profundos de donde nacen las palabras de la Virgen, a modo de meditación (el segundo escalón de la lectio divina), es decir, poniéndonos en lugar de Maria y preguntándonos: ¿Vivimos nosotros esta actitud? ¿Nos habríamos expresado en su situación del mismo modo que se expresó ella?

1. La prueba del silencio de Dios. Ante todo, nos preguntamos si somos capaces de superar la prueba de una aparente negativa de Jesús. Vivimos a veces momentos en que advertirmos el silencio de Dios, en que parece que no nos responde, o nos responde negándonos lo que le habíamos pedido. ¿Qué sentimientos nos asaltan en tales situaciones?

Nace en nosotros la tristeza y la desconfianza en Dios. No sólo a nivel personal, sino también a nivel social: las amarguras, las injusticias, las crueldades de la situación social de la humanidad —pienso, por ejemplo, en las que describe la última encíclica del Papa, Sollicitudo rei socialisllevan a muchos hombres a la conclusión de que Dios no existe, o de que ha abandonado al mundo.

Esta prueba del silencio de Dios roe el espíritu moderno y lo hace suspicaz: ¿Querrá Dios de veras nuestro bien?

Se trata de una tentación muy sutil del hombre contemporáneo, que no sabe reconocer la prueba de la fe, que se atrinchera en el silencio de Dios como si fuera definitivo.

¡Qué distinta es el alma de Maria, que supera la prueba inmediatamente, sabiendo que Dios no engaña, que tiene el corazón más grande que el suyo!

¡Qué distinta es el alma bíblica, tal como se expresa, por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones de Jeremías, que he releído precisamente en estos días, porque me parece rico en indicaciones respecto de algunos de los grandes sufrimientos de la Iglesia y de la sociedad! Las Lamentaciones contienen frases muy fuertes, que a primera vista suenan como blasfemias y recuerdan las protestas de Job: «Ha quebrado mis dientes con guijarros, me ha revolcado en la ceniza. Mi alma está alejada de la paz, he olvidado la dicha. Dije: ¡Han fenecido mi vigor y la esperanza que venían de Yahvéh!» (Lam 3,16-18).

De este modo, el hombre se siente perdido frente al silencio de Dios, como cantamos en el salmo 66: «Tú nos probaste, oh Dios, nos purgaste como se purga la plata; nos prendiste en la red, pusiste carga en nuestros lomos; dejaste que un cualquiera a nuestra cabeza cabalgara, por el fuego y el agua atravesamos» (vv. 10-12).

Pero el libro de las Lamentaciones continúa: «Esto (estas pruebas, estas humillaciones, esta soledad) lo daré vueltas en mi corazón: quiero recobrar la esperanza. Que el amor de Yahvéh no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura; cada mañana se renuevan: ¡grande es su fidelidad!... Bueno es Yahvéh para el que en El espera, para el alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de Yahvéh» (Lam 3,21-23.25-26).

Preguntémonos: mi reacción ante la prueba, ante el silencio de Dios, ante el cielo cerrado sobre mi, ¿se asemeja a la reacción de María o a la reacción del hombre bíblico?

2. La actitud del corazón humano. Hemos dicho que la frase «Haced lo que El os diga» nace de una inclinación profunda del corazón de Maria a hacer lo que Dios quiere, con la convicción de que en eso consiste el bien del hombre.

En realidad, el hombre contempóraneo —como, por lo demás el hombre de siempre cuando está encadenado a su propia mundanidad— tiene la actitud espontánea totalmente opuesta: yo sé dónde está mi bien, mi ganancia, mi provecho; el tiempo es mío, el vientre es mío; mi bien no es lo que Dios quiere de mí.

El hombre cree, incluso, que puede comprar su bien: ¡Te pago y eres mío!

El «sí» de María es, por tanto, un programa revolucionario: «Hágase en mí según tu palabra»; tu bien es el mío; mi bien es el tuyo. Ella «respondió con todo su `' humano, femenino, y su respuesta de fe incluía una perfecta cooperación con la gracia de Dios que previene y socorre y una perfecta disponibilidad a la acción del Espíritu Santo» (Redemptoris Mater, n. 13, citada en el Mensaje para la Tercera Jornada mundial de la Juventud).

Intentemos, en el tiempo de silencio que tendremos dentro de poco, ponernos en sintonía con la palabra de Maria diciendo: «Señor, Tú eres mi proyecto».

Y preguntémonos: ¿Qué suscitan en mí estas palabras? Quizá me den miedo, porque no acabo de fiarme hasta el fondo del Señor.

Pero el miedo es natural, porque estas palabras sólo puedo decirlas por la gracia, por don de Dios. Es un don suyo el que pueda confiar en El; y, sin embargo, sólo así me encontraré a mi mismo. Porque la expresión «Tú, Señor, eres mi proyecto; ¡hágase en mí según tu voluntad!» representa la convicción de que el bien es querido por Dios, de que Dios no puede querer más que mi bien.

¿En qué consiste, por otra parte, el pecado original? En pensar que tal vez Dios no quiera nuestro bien, que quizá nos manda cosas que no son útiles para nosotros.

«Tú eres mi proyecto» es exactamente todo lo contrario de la duda. Y ésa es la palabra de Jesús en la cruz. El recibe sobre sus hombros el árbol de la cruz para cumplir el mandato de Dios, abrazando hasta el fondo el proyecto del Padre, el de querer todo el bien para cada uno de los hombres y el de rescatar de todo mal a todo el hombre; el de amar a la humanidad sin echarse nunca para atrás. Yo podría —dice Jesús— llamar a doce legiones de ángeles, pero entonces no sería fiel al mandato del Padre.

Así pues, Jesús identifica su bien con el querer del Padre e identifica mi bien con el suyo. El se identificó, por amor, con mi bien. Se trata de un proceso admirable de identificación amorosa, de transfert podríamos llamarlo, por el que mi bien es el suyo, y morir por mí es su bien, ya que se identificó con mi bien, de manera que yo sepa identificarme con su voluntad, con lo que El sabe que es un bien para mi.

La frase de María, «Haced lo que El os diga», Tú eres mi proyecto, toca a la concepción fundamental de la vida, entiende la vida como don, como tarea, como entrega de sí. Maria tiene una confianza substancial en la vida en todos sus momentos, incluidos los más dramáticos, los más obscuros.

Aun cuando nos viéramos afectados por una enfermedad mortal, podríamos seguir diciendo: «Tú eres mi proyecto». Porque Jesús, golpeado por la condena a muerte, dijo esa misma palabra al Padre por mí, y murió por identificarse con mi bien.

¡Qué consecuencias tan formidables tienen estas palabras! ¡Jesús, acércalas a nuestra vida, porque nuestra vida cambia cuando nos sentimos de esa forma identificados contigo, en tu entrega en la cruz!

3. Nuestros desasosiegos. En el corazón de María hay una tercera actitud: la gran esperanza de que Dios nunca engaña. «Haced lo que El os diga» indica la certeza de que Dios acabará diciendo algo, de que Dios nunca nos deja sin salida.

En realidad, nosotros perdemos a menudo la esperanza de encontrar una salida; basta con dos o tres sucesos desgraciados para que nos desalentemos, para que nos sintamos metidos en una trampa. La percepción de haberse equivocado o de haber entrado en una situación sin salida es una de las más amargas de la vida. Quizás está equivocada la opción de vida que he hecho, o bien me equivoqué en ciertos gestos que me comprometieron y me siento ahora como maniatado por los demás; de todas formas, me parece que ya no hay una salida para mí.

La frase de Maria es todo lo contrario: Haced lo que El os diga, porque hay una salida. Hay una solución para todas y cada una de nuestras situaciones, para el mundo que a nosotros nos parece condenado a la guerra, al hambre, al desastre ecológico.

De esta certeza nacen las energías de renovación. Por eso la gran asamblea de todos los cristianos de Europa —ortodoxos, protestantes, católicos—, que estamos preparando para el 1990 y que tratará el tema «Paz, justicia, salvaguardia de la creación», será una formidable proclamación del hecho de que, siguiendo la voluntad de Dios, se puede salir de la amenaza atómica, nuclear, bélica; se puede salir del hambre y del subdesarrollo.

La reciente carta de Juan Pablo II sobre el Milenio del bautismo de Rusia está llena de esta esperanza: hay una vía de solución a las divisiones entre las Iglesias y a las divisiones entre los grandes bloques. La Virgen, a la que invocamos en el milenio del bautismo de Rusia, tiene para nosotros esa vía de solución.

4. El espíritu discursivo. Hemos dicho, finalmente, que la invitación de María a los sirvientes subraya su espíritu práctico.

Sus palabras van orientadas a la praxis: Haced (no dice: pensad, cavilad o reflexionad), y contrastan con el espíritu excesivamente teórico y discursivo que a veces encontramos en la Iglesia. El espíritu de los que piensan que los problemas no están nunca suficientemente claros, que es menester ahondar cada vez más en el problema antes de ponerse a actuar, que es preciso examinar las cosas de nuevo, programar mesas redondas, reuniones, asambleas.

Evidentemente, es importante la reflexión, la meditación como actitud contemplativa; pero se convierte en simple coartada cuando se emplea para diferir indefinidamente la acción.

El verdadero espíritu mariano contemplativo es el espíritu que, a través de una contemplación afectiva y práctica, tiende a la compasión, a la ternura, al gesto inmediato del buen samaritano, el que ella realiza en Caná y nosotros contemplamos en estos Ejercicios.

«Concédenos, María, que participemos de tu compasión práctica, fruto del espíritu contemplativo. Concédenos también que participemos de tu fuerza en la prueba, de tu obediencia a la voluntad de Dios, de tu confianza en el Señor y en la vida. Concédenos que adoremos ahora a tu Hijo en la Eucaristía, para poder escuchar su palabra y hacer lo que El nos diga».