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«Manifestó su gloria»

 

Esta tarde vamos a contemplar el misterio de la cruz a partir de las palabras que se encuentran al final del relato de Caná: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).

María, que estuvo al pie de la cruz del Señor, nos obtenga la gracia de conocer el corazón de este misterio y comprender cómo Jesús manifestó su gloria con el milagro del agua transformada en vino.

En efecto, al leer este trozo, observamos a primera vista una cierta desproporción entre ese pequeño hecho doméstico, conocido solamente por unas pocas personas, y la interpretación del evangelista que afirma: «Manifestó su gloria».


La alegría de la cruz

Ayer tarde intentamos explicar la palabra de María: «No tienen vino». La Virgen —decíamos— lanza este grito de alarma, indicándonos que el vino es la alegría del Evangelio y que nos falta con excesiva frecuencia. Falta en muchos bautizados que viven arrastrándose pesadamente, renqueando bajo el peso de la vida, con más amarguras que satisfacciones.

Falta la alegría en la gestión eclesiástica ordinaria del culto y de la pastoral, y nuestras asambleas y comunidades denuncian a veces esa escasez de alegría. Falta también la alegría en no pocos grupos y realidades, como me ha escrito uno de vosotros después de la reflexión de ayer: «Falta en nosotros, los cristianos de un Occidente en tantos aspectos cansado, débil y desilusionado, la locura del enamorado, la alegría del justo. Aumenta así la sospecha, resucita la caza de brujas, se multiplican palabras y reuniones, mientras disminuyen la pasión y el compromiso)).

La Virgen sabe todo esto y está cerca de nosotros.

Sin embargo, de una conversación que hoy he tenido me ha quedado la duda de que quizá no todos los que han seguido la meditación —en particular los que la han seguido por radio, fuera de la atmósfera de oración que estamos viviendo— han comprendido de veras lo que significa la alegría del Evangelio. No es la alegría de leer las palabras de la Escritura, aun cuando al leerlas podamos experimentar cierta alegría.

La alegría del Evangelio, que Pablo define como «fuerza de Dios para la salvación de todos los creyentes» (Rom 1,16), es la alegría de saber que Dios se me comunica. Porque Tú, Dios mío, me amas a pesar de todo; porque amas a esta humanidad; porque la redimes; porque nos amas dándonos a tu Hijo; porque no nos abandonas; porque eres para mí un Padre y te comunicas conmigo en una ininterrumpida cascada de gracias.

La alegría del Evangelio es la alegría por la buena noticia de que Dios ama a los pecadores, a los desesperados, a los dispersos, a los extraviados, y nos vuelve a conducir a su intimidad. Y esta alegría del Evangelio, misteriosamente, tiene su culmen en la cruz.

No es casual el que esta tarde contemplemos la cruz mirando también la reliquia ante la cual rezaron san Carlos Borromeo y todos nuestros padres en la fe.

La buena noticia de que Dios se comunica conmigo con amor indefectible y misericordioso tiene su culmen en la cruz.

Naturalmente, pueden pasar muchos años antes de que, en el camino cristiano, se comprenda de verdad la relación que existe entre el Evangelio y la cruz, aunque lo proclamemos desde el comienzo de la vida de fe. El propio Apóstol comenzó la predicación afirmando la cruz, pero necesitó años de experiencia y desilusiones para llegar a la intuición existencial de su carácter central.

También para nosotros pueden transcurrir muchos años de vida cristiana, y hasta de vida sacerdotal o religiosa, antes de vernos realmente iluminados sobre ese carácter central del misterio de la cruz, sobre la identidad entre la cruz y la gloria.

Al meditar las palabras de Juan: «Manifestó su gloria», pidámosle a María que nos disponga a recibir este don.


La gloria de Dios

La afirmación del evangelista —como he dicho— nos sorprende, porque nos parece desproporcionada en relación a la modestia del suceso, que, por otra parte, no recuerdan los Sinópticos, por lo que podemos suponer que el hecho pasó un tanto desapercibido para la tradición.

Pero nos sorpendemos más aún cuando, al proseguir la lectura del cuarto evangelio, nos damos cuenta de que en el capítulo 7 Juan indica: «Todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Sólo a partir del capítulo 12 se empieza a hablar de la glorificación de Jesús: «Ha llegado la hora —dice el Señor— de que sea glorificado el Hijo del hombre)) (Jn 12,23); y después del lavatorio de los pies, cuando se anuncia la traición de Judas, y éste sale del cenáculo para realizar su delito, Jesús exclama: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre)) (Jn 13,31). Finalmente, en la última oración durante la cena, Jesús reza diciendo: «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17,1).

Así pues, esta gloria de Jesús se manifestó al final de su vida: en la traición, en la muerte, en la cruz. Así lo entiende el mismo prólogo del evangelio de Juan: «El Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros —se vino a vivir con nosotros, en nuestras pobres tiendas de campaña, para hacerse accesible—, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

Juan vio esta gloria en el momento en que Jesús, clavado en la cruz, después de haber gustado el vinagre, dijo: "Todo está cumplido"; en el momento en que uno de los soldados le traspasó el corazón con la lanza y salió de él sangre y agua (cf. 19,30-37).

Solamente podemos comprender la manifestación de la gloria de Jesús en Caná a partir de la contemplación del crucificado traspasado, a partir de su muerte dolorosa en la cruz.

La gloria, de la que tantas veces habla la Escritura, es el esplendor de Dios, el desbordamiento de su poder, la riqueza, la bondad, la ternura de Dios, que invade la historia. Esto es la gloria: el esplendor divino que invade la historia y se hace visible.

En el Antiguo Testamento, la gloria divina es percibida por el hombre en grandiosas manifestaciones de la naturaleza: pensemos en los truenos, los relámpagos, la tempestad, el terremoto y el fuego del Sinaí.

¿Cómo es posible que la plenitud desbordante de Dios se haya concentrado toda ella en Jesús y en su cruz? ¿En qué sentido su muerte se manifiesta como gloria? ¿Por qué llamamos «gloria» al fluir de la sangre y el agua del costado de Jesús después del último golpe con que se ensañan en su cuerpo torturado? ¿No es, más bien, una ignominia, una crueldad, una injusticia o, todo lo más, el silencio de Dios sobre la historia?

Nosotros comprenderemos el misterio de la gloria del Señor partiendo del episodio de Caná y releyendo todo el evangelio como una sucesión de pequeños signos de la gran gloria de Dios en el Calvario.


La manifestación de la gloria en Caná

En Caná, Jesús, gratuitamente, multiplica el vino para alegría de los hombres. Y poco después cura al paralítico, multiplica los panes, cura a un enfermo, devuelve la vista al ciego de nacimiento, resucita a Lázaro.

Así pues, la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, en que no muera, en que goce, en que no sufra ni esté triste. La gloria de Dios es la alegría del hombre. Dios es Aquel que se compromete hasta el fondo por nuestra alegría; es el que se entrega por completo para rescatarnos de nuestra tristeza, el que toma sobre sí nuestros dolores, el que carga con ellos, el que no pone límites a la manifestación de su amor por nosotros, por cada uno de nosotros.

Por eso podemos intuir algo del misterio de la gloria contemplando a Jesús que muere en la cruz. El momento culminante de la gloria de Dios, el momento en que su gloria se revela de manera luminosa, insuperable, es cuando Jesús acepta voluntariamente la muerte por amor al hombre, para comunicarle el Espíritu, para salvarlo del pecado, para devolverle la vida y la paz. Ahora ya no podemos dudar de que Dios nos ama hasta el fin. La cruz es el signo supremo de la ternura de Dios y, por tanto, de su gloria.

«Concédenos, Señor, comprender que precisamente en la cruz, en la derrota, en la humillación, se manifiesta tu gloria de amor gratuito al hombre, se manifiesta tu naturaleza más íntima. Porque Tú eres el que se da sin límites, y tu entrega no se muestra en el trueno, en el viento, en la tempestad, en la victoria sobre los enemigos. Se insinúa ya en la curación de la enfermedad, en el vino de Caná y en el paralítico que vuelve a caminar. Pero, sobre todo, aparece cuando Tú, Señor, lo das todo hasta el fondo, cuando no tienes ya nada que no hayas dado por mí.

Esta es tu gloria, aunque no logremos expresarla con palabras adecuadas».

La gloria de Dios se manifiesta en toda la actividad de Jesús como dador de vida, pero alcanza su máxima expresión en la cruz.

Caná es el primer anuncio; efectivamente, allí se percibe la atención del Señor por el hombre, su ternura, su acogida benigna de la invitación de María, aun cuando no había llegado todavía la hora de la cruz.

Caná es manifestación de la gloria, porque es amor de Dios al hombre.

La gloria de Dios se manifiesta en las cosas grandes, aunque no sean deslumbrantes a los ojos del mundo, evidenciando un superávit de amor y de gratuidad. Un superavit increíble, insuperable, de amor y de gratuidad, que consiste en su saber perderlo todo por nosotros, en su saber perdonarlo todo en el momento de la muerte de su Hijo en la cruz.

La gloria de Dios se manifiesta también en las cosas pequeñas, en los hechos cotidianos, en Caná. Es la misma gloria la que aparece en la cruz y la que vive el momento cotidiano de entrega gratuita.

Por eso cada uno de nuestros pequeños gestos de gratuidad manifiesta la gloria del Señor. Y lo mismo que tú, Jesús, al manifestar tu gloria en Caná obtuviste que los discípulos creyeran en ti, así también nosotros nos hacemos creíbles cada vez que manifestamos con alegría tu gloria en actos de entrega gratuita y auténtica.

En nuestro modo de orar esta tarde, en nuestro modo de saludar a una persona y estrecharle la mano, en nuestro modo de interesarnos por otro y de prestarle atención, de no pasar distraídamente frente a las necesidades de los hermanos, manifestamos la gloria de Dios.

Poco a poco nos haremos capaces de manifestarla en pruebas particulares, en momentos graves de nuestra existencia, porque ya desde el principio, en las cosas pequeñas de cada día, hemos escuchado, como Jesús, la sugerencia de María.


El sendero de la paz

Para concluir, me gustaría sacar una última consecuencia de la meditación sobre Jesús que en Caná manifiesta su gloria. Esta gloria se manifiesta hoy de una manera especial, en nuestra sociedad eficacista, predicando la paz.

El reconocimiento de la gloria de Jesús en la cruz, acogido en el corazón del hombre, produce realmente una práctica de no violencia activa y generosa que trae al mundo la victoria de la cruz. La no violencia cristiana evangélica es una traducción de la gloria de la cruz en medio del eficacismo y la tensión producida por el miedo en nuestra sociedad.

Señor, Tú nos llamas a dejarnos educar por la gloria de la cruz, a través de los pequeños gestos de Caná, para que reeduquemos a una sociedad enferma de tensiones, de agresividad y de guerra, mediante la descontaminación y la desinfección que los gestos de paz, de no violencia, producen en la vida cotidiana.

Cada renuncia a la agresividad, al deseo de venganza, a la susceptibilidad exasperada, a la honrilla vana, es quitarle hierro a la violencia, es una victoria de la cruz de Jesús, es educar seria y progresivamente a la humanidad para la gloria de la paz.

«María, reina de la paz, purifica nuestros corazones de todas las agresividades que los ofuscan y concédenos que realicemos cada día gestos de perdón".

Y en el momento de silencio, que será a la vez tiempo de adoración de la cruz, oremos diciendo:

«Señor, haz que comprendamos el misterio de tu alegría, de tu gloria y de tu cruz. Haz que pueda comprender cuánto hay en mí de agresividad, de resistencia a los otros, de desconfianza, de miedo. Líbrame, Señor, depura en mí todo cuanto me enfrenta a los demás y hazme caminar por el sendero de tu paz».