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«No tienen vino»


«Señor, queremos ponernos a la escucha de tu Palabra, fuente inagotable de vida; a la escucha de María, que nos dice: ¡No tienen vino! Concédenos, María, que comprendamos lo que quieres sugerirnos, porque sabemos que tú pronunciaste esa palabra en una situación determinada y que nos la repites a nosotros en el hoy de nuestra Iglesia».

En su mensaje para la Jornada mundial de la Juventud, que celebraremos el próximo Domingo de Ramos, Juan Pablo II escribe que María expresó, en las palabras pronunciadas en Caná, «el secreto más profundo de su vida».

Por consiguiente, es muy importante para nosotros conocer también a la Virgen a través de su afirmación llena de preocupación: No tienen vino.

Ya hemos visto cómo el texto de san Juan que estamos meditando es una fuente profunda en la que podemos distinguir tres niveles distintos: primero, el nivel de los sucesos que se narran, es decir, el de las personas, los grupos, las situaciones, los símbolos que nos presenta el evangelista en la realidad histórica del episodio. Está luego el nivel de la profecía eclesial: Juan y la Iglesia primitiva reflexionaron sobre el texto, sintiéndolo como profecía sobre la Iglesia. Y el tercer nivel es el de la profecía cósmica, en el sentido de que este trozo es profecía sobre el mundo, sobre la historia considerada desde la perspectiva del Dios que salva.

Esta tarde deseamos comprender qué significa la falta de vino a nivel de nuestra experiencia de Iglesia y de sociedad. El versículo del Salmo: "Tú has dado a mi corazón más alegría que cuando abundan el trigo y el vino nuevo" (Sal 4,8), habla de la alegría del trigo, que es la alegría de todas las realidades, necesarias para sobrevivir. Todavía podemos hoy comprender esto si miramos a algunos países del tercero y del cuarto mundo, sobre todo a los paises sometidos a la sequía y a las grandes calamidades naturales; en Bangladesh, que visité hace algunas semanas, podemos llamarlo «la alegría del arroz)), que es el alimento base de la región. Cuando la estación es buena y se cosecha cierta cantidad de arroz, la alegría de la gente es enorme, ya que el espectro del hambre desaparece para algunos meses, a no ser que sobrevenga un aluvión o un tifón. Así pues, para aquellas poblaciones significa que Alá les ha asegurado el puñado diario de arroz, y estalla la alegría.

¿Pero en qué consiste la alegría del vino? Es algo todavía mayor; no solamente la alegría de sobrevivir, sino la alegría de la fiesta, de la amistad, del banquete, de las bodas, del amor, de la vida nueva, de la victoria.

La alegría del vino es señal del entusiasmo, de la sencillez, de la agilidad interior; es símbolo de la superación de las inhibiciones, de los temores que impiden la comunicación mutua. En la Biblia, como por otra parte en la historia de las culturas, el vino es símbolo de la vida que se desborda, que se expande libremente, que se expresa.

En cambio, la falta de vino, en la simbologia cultural y bíblica, es todo lo que cierra, lo que endurece, lo que crea sospechas, tristeza, susceptibilidad, irritabilidad, malhumor, pesimismo, crítica corrosiva, envidia.


Una cierta vergüenza del Evangelio

En la Carta a los Romanos (1,16) san Pablo se expresa en estos términos: «No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación». Son palabras que pueden ayudarnos a comprender la apurada afirmación de María: «No tienen vino».

Preguntemos, pues, al apóstol: ¿Qué motivo podrías tener para avengonzarte del Evangelio? ¿Por qué dices: «No me avergüenzo», en vez de decir: «Estoy orgulloso del Evangelio; doy la vida por el Evangelio»? ¿Qué es esa vergüenza del Evangelio que alejas decididamente de ti? ¿Quizá con tu negación nos quieres dar a entender que nosotros podríamos avergonzarnos? ¿Qué significa hoy avergonzarse del Evangelio?

Creo que debería aplicarse no sólo al renegar de Jesús, como le ocurrió a Pedro, sino también a ciertas formas sutiles de vergüenza que a veces se dan en nuestra existencia contemporánea, incluso de Iglesia.

Pienso concretamente en tres situaciones:

1. La primera se refiere al llamado diálogo. Pablo VI, en su primera encíclica, Ecclesiam suam, escrita en 1964, después de un año de pontificado, es decir, después de una larga meditación, habló de forma maravillosa del diálogo, e introdujo en la Iglesia este tema, que el Concilio recogió convirtiéndolo desde entonces en un tema clásico.

Sabemos cuáles son las condiciones del diálogo: que se aprecie el parecer del otro, que se considere que hay algo bueno en las posiciones de cada uno, que se acepte como posible no sólo enriquecer a los demás, sino también ser enriquecido por ellos.

Sin embargo, ¿qué puede nacer del ejercicio del diálogo hecho en condiciones no del todo correctas? Puede nacer una especie de incertidumbre sobre las propias opiniones, una falta de seguridad en sí mismo, porque, si el otro tiene razón, quizá yo esté equivocado. Embarcándome en el diálogo, puedo llegar a perder mi identidad, a confundirla, a mezclarla. De ese modo puede ocurrir que yo sienta vergüenza del Evangelio.

Recuerdo que en una conferencia de prensa, hace algunas semanas, con representantes de las Iglesias cristianas europeas (ortodoxas, protestantes y católicas), reunidos en Milán, una periodista nos habló de una experiencia que había tenido en un encuentro ecuménico. Decía, entre otras cosas: eran todos tan amables, de tal manera intentaban todos decir lo que podía agradar a los demás, que al final ya no se sabía exactamente cuál era la posición de cada uno.

Este es el riesgo del diálogo: en un momento determinado, sin quererlo, me encuentro avergonzándome un poco del Evangelio, de mi certeza, de mi convicción profunda, e intento —aunque sólo sea tácticamente— prescindir de él.

2. La segunda situación se refiere a la valoración de las otras religiones. En todas las religiones hay valores, y el Concilio lo afirmó vigorosamente en la declaración Nostra Aetate sobre las relaciones con las religiones no cristianas. Es verdad que todas las religiones pueden ayudar a los hombres a buscar a Dios. Pero puede plantearse de nuevo el problema de la timidez en el anuncio. A veces he oído a los misioneros plantearse la pregunta: si esas personas tienen sus valores religiosos, ¿por qué voy a perturbarlas? Quizá pueda ayudarlas a comprenderse mejor, pero ¿con qué derecho proclamo el Evangelio, si tienen ya los instrumentos de la salvación, aunque sean imperfectos?

Por subrayar unilateralmente importantes y valiosísimas conclusiones del Concilio, se puede llegar a una especie de vergüenza del Evangelio.

3. La tercera situación, análoga a la anterior, viene determinada por la atención a los grandes valores humanos.

Con toda justicia, la Constitución conciliar Gaudium et Spes reconoce que pueden darse en todas partes fragmentos de valores cristianos, incluso en sistemas de pensamiento muy alejados del cristianismo.

Pero en el deseo de encontrarlos corremos el peligro de relativizar nuestra fe y de no saber ya muy bien lo que significa «anunciar el Evangelio».

De ahí la tristeza, la incertidumbre, la timidez en el anuncio, la confusión de ideas —¡Verdaderos retos a nuestra conciencia contemporánea!—. De ahí la falta de alegría: falta el vino del Evangelio, porque ha sido aguado, silenciado, puesto entre paréntesis.

El reto es de tal categoría que entran ganas de renunciar al diálogo, de no aceptar los valores de las otras religiones, de exorcizar todo valor humano existente fuera del cristianismo, por miedo a perder ese tesoro tan precioso que es la alegría del Evangelio.

No podemos negar que en nuestra época la falta del vino del Evangelio se nota abiertamente; nunca se ha hablado tanto de evangelización y, al mismo tiempo, nunca ha habido tan poco coraje para evangelizar. Entre nosotros, en el mismo mundo misionero, se advierte el cansancio que provocan estos razonamientos, estos interrogantes: ¿Qué es hoy la misión? ¿Qué sentido tiene hoy misionar?

Ved cómo adquiere entonces significado la frase de María: «No tienen vino», les falta la alegría del Evangelio. No tienen vino o están a punto de agotarlo. Cuando en un banquete llega a faltar algo, enseguida hay alguien que corre a buscarlo a otra mesa; la gente se irrita, se pone nerviosa, se enfada, y al final se dan cuenta de que, en realidad, a todos les falta algo. Entonces empiezan a decir: ¿Quién es el culpable? ¿Quién ha organizado esta fiesta o esta excursión y cómo no ha preparado suficiente para todos? ¿Por qué hemos malgastado lo que teníamos y ahora no tenemos lo que necesitamos?

Surgen discusiones parecidas a las del relato de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes: al llegar el esposo, nos preguntamos quién ha sido tan poco previsor que ha dejado que falte el vino de la alegría del Evangelio.

Acusamos entonces a ciertas teorías, a ciertas teologías que han creado esa situación de falta de alegría, de entusiasmo, de coraje. Buscamos al culpable y hacemos un proceso a la historia; nos preguntamos quién ha escondido el vino, quién lo ha desperdiciado, quién ha dejado caer por distracción alguna botella al llevarlo a la despensa, quién ha actuado indebidamente.

La fuerza incisiva de las palabras de María, «¡Pobrecillos, no tienen vino!», fotografía con toda exactitud nuestra situación contemporánea.


Vivir la alegría del Evangelio

«María, Tú que diste alegría abundante a la familia de Caná, da también a nuestra familia el vino del Evangelio y, sobre todo, haznos comprender en qué consiste esta abundancia de alegría».

Hay dos parábolas muy útiles en este sentido: «El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel. También es semejante el Reino de los cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que al encontrar una de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra» (Mt 13, 44-46).

La alegría del Evangelio es como la alegría de aquel que, habiendo encontrado un tesoro, se vuelve loco de alegría, vuelve a casa y vende todos sus bienes, incluso los malvende, para poder comprar el campo en cuestión. Los vecinos piensan que se ha vuelto loco, sospechan que quizá está siendo chantajeado por alguien y necesita dinero, o que tal vez lo haya perdido todo en una casa de juego. Pero aquel hombre sabe muy bien adónde quiere llegar, y no le importa lo que digan de él. No le impresionan las palabras ni los juicios de los demás, porque sabe que el tesoro que ha encontrado vale más que todo cuanto tenía.

También el mercader que ha encontrado la perla preciosa lo vende todo, y la gente piensa que quiere cambiar de oficio o que no está en sus cabales. Pero él sabe que, cuando tenga la perla preciosa, tendrá un bien mucho mayor que todas las demás perlas juntas y que, si quiere, podrá incluso volver a comprarlas todas.

La alegría del Evangelio es propia de aquel que, habiendo encontrado la plenitud de la vida, se ve libre, sin ataduras, desenvuelto, sin temores, sin trabas. Ahora bien, ¿creéis, acaso, que quien ha encontrado la perla preciosa va a ponerse a despreciar todas las demás?

iNi mucho menos! El que ha encontrado la perla preciosa se hace capaz de colocar todas las demás en una escala justa de valores, de relativizarlas, de juzgarlas en relación con la perla más hermosa. Y lo hace con extrema simplicidad, porque, al tener como piedra de comparación la perla preciosa, sabe comprender mejor el valor de todas las demás.

El que ha encontrado el tesoro no desprecia lo demás, no teme entrar en tratos con los que tienen otros tesoros, puesto que él está ahora en condiciones de atribuir a cada cosa su valor exacto.

También resulta a propósito aquella palabra evangélica: «A quien tiene se le dará; pero al que no tiene, incluso lo que tiene se le quitará» (Lc 19,26). A quien tiene la alegría del Evangelio, a quien tiene la perla preciosa, el tesoro, se le concederá el discernimiento de todos los otros valores, de los valores de las otras religiones, de los valores humanos existentes fuera del cristianismo; se le dará la capacidad de dialogar sin timidez, sin tristeza, sin reticencias, incluso con alegría, precisamente porque conocerá el valor de todas las demás cosas. Al que tiene la alegría del Evangelio se le dará la intuición del sentido de la verdad que puede haber en otras religiones.

Por el contrario, al que no tenga se le quitará aun lo poco que tenga. Al que posee poca alegría del Evangelio se le irá de las manos la capacidad de diálogo y se obstinará en la defensa a ultranza de lo poco que posee, se cerrará dentro de si mismo, entrará en liza con los demás por temor a perder lo poco que tiene. Este es nuestro drama, el drama de nuestra sociedad. La poca alegría del Evangelio es causa de mezquindad y de tristeza en todos los terrenos de la vida eclesiástica y social, produce corazones encogidos y es causa de absurdas discusiones sobre auténticas nimiedades.

Es la Virgen la que nos dice: si no tenéis la alegría del Evangelio, moriréis en vuestra tristeza.

«María, tú que haces el diagnóstico de nuestra sociedad y de lo que a veces nos aflige como cristianos, advirtiendo desconsolada a tu Hijo: `No tienen vino', concédenos abrir nuestros corazones a la verdadera alegría del Evangelio. Concédenos, Madre, comprender lo que vale de verdad, ya que la alegría del Evangelio es, precisamente, del Evangelio, no una alegría cualquiera, sino la que viene de la acogida sin límites de la iniciativa divina de amor por nosotros, en Jesús crucificado».

El que busca la alegría en seguridades humanas, en ideologías o en extravagancias no puede encontrar esta alegría. La alegría del Evangelio es Jesús crucificado, que llena nuestra vida, perdonando nuestros pecados, dándonos la señal de su amor infinito, llenándonos noche y día de su profunda alegría.

La alegría de Caná es Maria, que invade nuestro corazón con su ternura, con su bondad, con su compasión, con su misericordia.

Cuando nos falta agilidad, cuando estamos asustados, cuando somos perezosos, recelosos, agobiados por el futuro de la Iglesia y de nuestra comunidad, significa que no tenemos la alegría del Evangelio, sino sólo una sombra, cierto eco lejano, intelectual, abstracto, del Evangelio. Porque —subraya san Pablo— el Evangelio no es doctrina, teoría, sino «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree». Acoger el Evangelio es acoger su fuerza.

Así pues, Maria nos invitar a acoger la fuerza del Evangelio, a examinarnos sobre la alegría, a aspirar a ella; nos invita a confiar en Cristo crucificado que quiere llenarnos de su alegría.


Preguntas para
la meditación

Para concluir, me gustaría proponer algunas reflexiones prácticas para el tiempo de silencio que, como he dicho, es la perla de toda nuestra actividad. Aunque nos resulte fatigoso, estoy seguro de que experimentaremos un gran beneficio para nuestra vida. Preparémonos para eso con las siguientes preguntas:

1. ¿Tengo dentro de mí la alegria del Evangelio? ¿He probado de veras alguna vez esta alegría? ¿Qué es y cómo se manifiesta en mí? ¿Cómo es una alegría que supera a todas las demás y no reniega de ellas, sino que las valora, las comprende, las acoge, las juzga, las reordena?

Concédeme, Señor, la alegría del Evangelio, porque no hay tesoro mayor que ella, no hay nada que se le pueda comparar, y vale la pena venderlo todo para alcanzarla.

2. ¿Qué paso hacia adelante tengo que dar para abrirme a la alegría del Evangelio, para saborear ese poco o ese mucho que ya tengo?

Porque la alegría del Evangelio no es sólo como una perla; es verdad que Jesús la compara con ella, pero también la compara con el agua que brota a borbotones y que, por tanto, no es algo que pueda conservarse en el frigorífico. La alegría del Evangelio o actúa o desaparece; o despunta como un retoño o se marchita. A menudo se nos da, pero nosotros no la secundamos enseguida, no damos los pequeños pasos que nos sugiere, y entonces desaparece del corazón.

¿Qué paso quiero dar, Señor, para hacer sitio a esta alegría?

El primer paso es el que estamos dando en estos Ejercicios, mediante el sacrificio, la voluntad y la perseverancia con que los hacemos. Señor, te damos todo esto con alegría. Gracias, Señor, por habernos llamado a hacer este gesto.

Pensemos luego, en nuestro corazón, en algún otro paso que tengamos que dar: pensémoslo ahora, no mañana. Porque los pasos se dan, ante todo, en el corazón y, si esta tarde tomamos una decisión, la alegría comenzará ya ahora a florecer.

Me permito haceros una sugerencia. Todos vivimos en nuestro entorno —en casa, en la escuela, en el trabajo, con los compañeros, con las personas que deberían ser nuestros amigos— tal o cual situación de malestar. Una situación que nos pesa, una persona que no acabamos de aceptar, un hecho que nos disgusta. Pongámonos delante de esa situación diciendo: Señor, te doy gracias porque, a través de esa situación que me resulta un tanto hostil, incómoda o difícil, Tú me das una ocasión providencial para vivir el Evangelio de la amistad, del perdón, de la resignación, del sacrificio, de la renuncia, de la paz.

Si damos este paso, si tomamos la decisión de orar de esta manera, atraeremos sobre nosotros la alegría del Evangelio, y la alegría del Crucificado invadirá nuestra vida.

«¡María! Abre nuestro corazón para que no seamos sordos a esta palabra tuya: ¡No tienen vino! Abre nuestro corazón para que nos dejemos amonestar por ti como merecemos, y podamos de este modo obtener el don de la reconciliación y de la alegría que Jesús prepara para nosotros».