1ª Parte

"HACED LO QUE ÉL OS DIGA"
(Jn 2, 5)

Curso de Ejercicios Espirituales

Introducción

LA PRACTICA DE LA «LECTIO DIVINA»

En la carta pastoral a la diócesis para el bienio 1987-1989, con el título Dios educa a su pueblo, escribí que el Espíritu Santo —el que «habló por los profetas» e inspiró la Escritura— nos sigue hablando hoy a nosotros. Y añadí que la educación en la escucha del Maestro interior tiene que pasar por el ejercicio de la meditación orante sobre la Palabra de Dios, por la práctica de la lectio divina.

Me gustaria ahora, como introducción, exponer el método de la lectio divina que propuse en los Ejercicios a los jóvenes para leer el relato de Caná del evangelio de Juan. Luego intentaré captar sus relaciones con el método clásico de oración que utiliza la triple fórmula: memoria, entendimiento, voluntad.

La lectio divina es un acercamiento gradual al texto bíblico y se remonta al antiguo método de los Padres, que a su vez son herederos del uso rabínico.

La subdivisión clásica en memoria, entendimiento y voluntad es muy antigua y la desarrolló especialmente san Agustín en lo que respecta al tema de la memoria. Más tarde esta tríada pasó a ser sinónimo de un proceso meditativo sobre la Escritura o sobre una verdad de fe.

Recordaré también, brevemente, el método de la «contemplación evangélica)), término que se emplea ordinariamente para indicar el modo de meditar una página del evangelio; tenemos un ejemplo significativo en el librito de Los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, que a partir de la Segunda Semana habla de «contemplación», ya que el trabajo del entendimiento va dejando sitio, prevalentemente, a la implicación existencial y orante en la escena evangélica.

Todo esto nos resultará útil para comprender mejor cuál es la característica específica de la oración cristiana.

La «lectio divina»

El método patrístico de la lectio divina es simplicísimo y se lo recomiendo siempre a los jóvenes para entrar en la oración. Fundamentalmente comprende tres grandes pasos o momentos sucesivos:

— La lectio consiste en leer y releer la página de la Escritura, poniendo de relieve sus elementos fundamentales. Para ello aconsejo leer con la pluma en la mano, subrayando las palabras que me impresionan o bien marcando con signos gráficos los verbos, las acciones, los sujetos, los sentimientos expresados o la palabra clave.

De esta forma se estimula nuestra atención y se ponen en movimiento la inteligencia, la fantasía y la sensibilidad, haciendo que un trozo, considerado quizá como archiconocido, se nos muestre como nuevo. Después de llevar muchos años leyendo el evangelio, me sucede, por ejemplo, que, al volver sobre él, siempre descubro cosas nuevas, precisamente mediante el método de la lectio.

Este primer trabajo puede ocupar bastante tiempo si estamos abiertos al Espíritu: se coloca el relato leido en el contexto más amplio, bien sea de los trozos próximos a él, bien del conjunto de un libro, bien de toda la Biblia, para comprender qué es lo que quiere decir.

— La meditatio es la reflexión sobre los valores perennes del texto. Mientras que en la lectio asumo las coordenadas históricas, geográficas y hasta culturales del pasaje, ahora se plantea la pregunta: ¿Qué me dice a mí? ¿Qué mensaje, referido al aquí y ahora, propone este pasaje con la autoridad que le da el ser Palabra del Dios vivo? ¿De qué modo me provocan los valores permanentes que subyacen a las acciones, las palabras, los temas...?

La contemplatio resulta dificil de expresar y de explicar. Se trata de demorarse con amor en el texto; más aún, de pasar del texto y de su mensaje a la contemplación de Aquel que habla a través de cada página de la Biblia: Jesús, Hijo del Padre, dador del Espíritu.

La contemplatio es adoración, alabanza, silencio ante Aquel que es el objeto último de mi oración, el Cristo Señor vencedor de la muerte, revelador del Padre, mediador absoluto de la salvación, dador de la alegría del Evangelio.

En la práctica, los tres momentos no son rigurosamente distintos, pero la subdivisión es útil para los que necesitan comenzar o reanudar esta práctica. Nuestra oración es como un hilo que va enlazando nuestras jornadas una tras otra, y puede suceder que, sobre un mismo texto de la Escritura, un día nos detengamos especialmente en la meditatio, mientras que al día siguiente pasamos en seguida a la contemplatio.

Sin embargo, esta triple distinción sólo expresa bastante rudimentariamente el dinamismo de la lectio divina, que en algún otro libro he explicado en toda su amplitud. Una amplitud que, de hecho, prevé ocho pasos progresivos: lectio, meditatio, oratio, contemplatio, consolatio, discretio, deliberatio, actio.

Creo que será oportuno una breve alusión a cada uno de ellos:

— La oratio es la primera plegaria que nace de la meditación: ¡Señor! iHazme comprender qué valores permanentes de este texto me faltan! ¡Hazme comprender cuál es tu mensaje para mi vida!

Y en un momento determinado, esta plegaria se concentra en adoración y en contemplación del misterio de Jesús, del Rostro de Dios. La oratio puede expresarse también en petición de perdón y de luz o en ofrecimiento.

— La consolatio es muy importante para nuestro camino de oración, y san Ignacio de Loyola habla muchas veces de ella en su libro de los Ejercicios Espirituales. Sin este elemento la oración pierde sal, gusto. La consolatio es el gozo de orar, es el sentir íntimamente el gusto de Dios, de las cosas de Cristo. Es un don que ordinariamente se produce en el ámbito de la lectio divina, aunque evidentemente el Espíritu Santo es libre de concederlo cuando quiera.

Sólo de la consolatio brotan las opciones valientes de pobreza, castidad, obediencia, fidelidad, perdón, porque es el lugar y la atmósfera propia de las grandes opciones interiores. Lo que no viene de este don del Espíritu dura poco, y fácilmente es fruto de un moralismo que nos imponemos a nosotros mismos.

— La discretio manifiesta con mayor claridad aún la vitalidad de la consolatio. En efecto, mediante el gusto del Evangelio, mediante una especie de olfato espiritual para las cosas de Cristo, nos hacemos sensibles a todo lo que es evangélico y a lo que no lo es. Se trata, por tanto, de un discernimiento importante, porque no estamos llamados tan sólo a observar los mandamientos en general, sino a seguir a Jesucristo. Y el seguimiento no conlleva una evidencia inmediata en las opciones de cada dia si no hemos entrado, por así decirlo, en la mente de Jesús, si no hemos saboreado su pobreza, su cruz, la humildad de su nacimiento, su perdón.

Esta capacidad de discernir en las emociones ordinarias y en los movimientos del corazón la marca evangélica es un don tan grande que san Pablo lo pedía para todos los fieles: «Que recibáis abundancia de sensibilidad —páse aisthései, en griego— para que podáis distinguir siempre lo mejor, lo que agrada a Dios y lo que es perfecto)) (cf. Flp 1,9-10; Rom 12.2).

Hoy la Iglesia tiene una enorme necesidad de la discretio, ya que sus opciones decisivas no se refieren tanto al bien o al mal (no matar, no robar), sino a lo que es mejor para el camino de la Iglesia, para el mundo, para el bien de la gente, para los jóvenes, para los niños.

— La deliberatio es un paso sucesivo. De la experiencia interior de la consolación o de la desolación aprendemos a discernir y, a continuación, a decidir según Dios.

Si analizamos atentamente las opciones vocacionales, nos damos cuenta de que siguen, aunque sea insconscientemente, este proceso. La vocación es, efectivamente, una decisión tomada a partir de lo que Dios ha hecho sentir y de la experiencia que de ello se ha tenido según los cánones evangélicos.

También la deliberatio, como la discretio, se cultiva de manera especial mediante el dinamismo de la lectio divina.

— Finalmente, la actio es el fruto maduro de todo el camino. Por eso la lectio y la actio, la lectura bíblica y la acción, no son ni mucho menos dos vías paralelas.

iNo leemos la Escritura para conseguir la fuerza que nos permita realizar lo que hemos decidido! Más bien leemos y meditamos para que broten las debidas decisiones y para que la fuerza de consolación del Espíritu nos ayude a ponerlas en práctica.

No se trata, como muchas veces pensamos, de orar más para obrar mejor, sino de orar más para comprender lo que debo hacer y para poder hacerlo a partir de una opción interior.

 

Relación con la memoria, el entendimiento y la voluntad

Examinando los términos de la metodología patrística de la lectio divina, vemos que guardan una perfecta correspondencia con los términos agustinianos de memoria, entendimiento y voluntad.

— En efecto, la memoria consiste en recordar, en el caso de la meditación bíblica, un trozo de la Escritura o un episodio o un versículo de un salmo.

Se habla de memoria, y no de lectio, por el simple motivo de que en otros tiempos no abundaban los libros y, una vez escuchado un texto, había que recordarlo. El trabajo de memorización, entre otras cosas, pone en contacto con la multiplicidad del texto en sus mil ramificaciones. Así pues, la verdadera memoria, rectamente entendida, no sólo reflexiona sobre los elementos básicos de la página bíblica, sino que recuerda otras relacionadas con ella. Pues bien, para quien conoce la Biblia —y al menos un poco deberían conocerla todos los cristianos— no hay palabra que no esté relacionada con otras. Reflexionamos sobre los hechos, sobre las palabras de Jesús, sobre las páginas de los profetas, sobre los versículos de un salmo, ensanchando con la memoria la exploración de todas sus afinidades.

Para hacerlo, hoy utilizamos las concordancias. En realidad, se trata de un verdadero ejercicio de memoria, y es otro modo de expresar el momento de la lectio; si queréis, se trata de dar vueltas a los acontecimientos con el corazón, como lo hacia Maria.

El término memoria nos invita a comprender mejor que lectio significa no sólo recordar otros hechos bíblicos parecidos al pasaje que estamos leyendo, sino además recordar otros hechos de la vida.

— El entendimiento corresponde a la meditatio; se trata de intentar comprender el sentido de los acontecimientos. No basta con la memoria; se necesita la comprensión. «¿No entendéis, no comprendéis todavía? —dice Jesús—... ¿Y no os acordáis, cuando repartí los cinco panes entre cinco mil personas, cuántas cestas llenas de trozos sobraron?... ¿No comprendéis todavía?» (Mc 8,17-21).

Jesús invita a recordar, invita a tener memoria, a la lectio, y luego invita a tener la inteligencia de los hechos, a comprender su significado.

— La voluntad designa todo lo que en el hombre es don de sí mismo, amor y, por tanto, también la oración como expresión de afecto, de impulso, de deseo. La voluntad es, en otro módulo cultural, la oratio y la contemplado, con lo que de ellas se sigue.

Por consiguiente, el método clásico de la oración es una forma distinta de considerar el dinamismo de la lectio divina, considerándola menos como lectio y más como hechos objetivos y dichos que se recuerdan.


La contemplación evangélica

La contemplación evangélica, de la que habla san Ignacio de Loyola en la Segunda Semana de los Ejercicios Espirituales, es simplemente un resumen de cuanto hemos dicho sobre el método patrístico y sobre la subdivisión clásica, con una mayor insistencia en el aspecto oración-contemplación que surge a medida que avanza la capacidad y el camino de la oración.

Poco a poco, pasan rápidamente las preguntas de la lectio y de la meditatio, casi de corrida, mientras que crece la exigencia de estar ante el misterio, alabando y adorando, de saborear la presencia de Cristo.

Ignacio habla de «ver», «oir», «tocar», «gustar» y «oler», dejándose envolver en la contemplación incluso con los sentidos espirituales (cf. Ejercicios Espirituales, nn. 122-125).


El dinamismo universal del conocimiento

Una última indicación. Los métodos de la oración que hemos considerado se corresponden entre si, porque representan el dinamismo universal del conocimiento.

En efecto, el hombre parte de la experiencia, de la toma de contacto con las cosas; y la lectio, como la memoria, es experiencia de Cristo que fundamenta y contiene todas las realidades.

Luego, en el camino del conocimiento humano, nace de la experiencia la intuición o la hipótesis interpretativa, la comprensión de los datos acumulados; es el momento de la meditatio, del entendimiento.

El acto cognoscitivo tiende, pues, a desembocar en una opción, en un compromiso del corazón, en una entrega; es la contemplatio, la voluntad, con todo lo que de ella se deriva.

Me parece interesante subrayar que la oración no hace más que reproducir, en la dinámica de las relaciones con la Palabra de Dios, la dinámica de fondo del obrar humano.
 

Carácter especifico de la oración cristiana

Naturalmente, el Espíritu guía nuestra oración de maneras distintas, y cada cual tiene que buscar la suya; tiene que buscar, sobre todo, la manera que mejor corresponda a lo que está viviendo.

La rica terminología patrística y clásica subraya, sin embargo, una experiencia fundamental común a todos los siglos cristianos y tiene unas características bastante precisas.

Por eso no podemos confundirla con la meditación hindú, budista o trascendental; ni debemos confundirla con los variados métodos de oración que hoy se nos proponen, ya que en su base está la lectio o la memoria, o sea, el hecho de Cristo.

Nuestra oración es oración cristiana, porque parte de Cristo.

En algunos momentos podrá alcanzar formas casi atemáticas: Cristo resucitado está presente sin que yo tenga que contemplarlo con los ojos de la fantasía. Pero fundamentalmente —y lo subrayo— la meditación cristiana está movida por el Espíritu y está siempre vinculada a Jesucristo; más aún, es participación de la oración de Jesús al Padre.

Aquí se plantea el problema tan interesante de las relaciones entre la oración, por así llamarla, crística y la de las otras religiones.

Existen, sin duda, formas de oración auténticas, de las que podemos aprender; pero es muy dificil comprenderlas mientras no se haya recorrido un camino serio y profundo de oración cristiana, mientras no se haya descubierto la perla preciosa que es el misterio de Jesús.

En cambio, quienquiera que (mediante el ejercicio asiduo y, sobre todo, la gracia del Señor —pues no en vano la oración es don—) haya realizado esta experiencia, podrá captar cuanto hay de justo y de verdadero en la oración de otras religiones.

«A quien tiene, se le dará; pero al que no tiene, hasta lo que tiene se le quitará» (Lc 19,26). A quien tiene el verdadero sentido de la oración crística, se le dará comprender las otras formas de oración; a quien no lo tenga, se le quitará incluso ese poco de oración que tiene, porque lo confundirá con una especie de tranquilidad interior que transforma tan escasamente la vida que existe el peligro de que no sea más que culto a los propios ídolos, culto a sí mismo.

Recuerdo a un viejo monje budista, de más de ochenta años, que me decía, durante una visita que hice a un monasterio de Hong-Kong: «Nosotros buscamos la nada; el objetivo de nuestra vida es la nada».

¿Qué quería decir? ¿Es la suya verdadera oración? Y, si lo es, ¿qué relación tiene con la nuestra?

Si conocemos con claridad el dinamismo activo de la oración cristiana, puede ser importante, como Iglesia, establecer el valor de la meditación sin objeto, el significado del encuentro con la nada.

La oración crística es entrega, actio, es estar crucificados con Cristo, entregados a los más pobres.

Cuando estamos privados de la luz de Cristo, las formas de oración de las otras religiones, por muy bellas que sean, son peligrosas y corren el riesgo de convertirse en autojustificación mental, en encastillamiento en las propias opciones, en autolegitimación. Y no hay nada tan terrible en el camino ascético o en el camino, entre comillas, «espiritual» como el repliegue en la satisfacción de uno mismo.

Pienso aquí en las personas que rezan, que rezan mucho y que, sin embargo, se las arreglan para hacer siempre lo que quieren y para legitimar sus propias opiniones, sin entrar nunca en un clima de Iglesia y de verdad. Quizá no se las ha ayudado a ejercitarse de veras en la lectio divina y a pasar, de la experiencia de la reflexión meditativa, a la contemplación y a sus sucesivas etapas que, por el poder del Espíritu Santo, transforman la Palabra de Dios en vida vivida, en acción evangélica.