VIII. EL INFIERNO

 

¿Qué es el mundo, oh soldados?

Soy yo:

Yo, esta incesante nieve,

Este cielo del norte;

Soldados, esta soledad

A través de la cual marchamos

Soy yo. W. DE LA MARE, Napoleón.

  

Ricardo ama a Ricardo... Eso es; yo soy yo. SHAKESPEARE. Ricardo III..

 

En un capítulo anterior se admitió que el dolor, que por sí solo puede despertar al hombre malvado al conocimiento de que no todo andaba bien, podría también conducir a una rebeldía final y sin arrepentimiento. Y a lo largo de todo el libro se ha admitido que el hombre posee libre albedrío y que, por lo tanto, todos los dones son para él de doble filo. De estas premisas, directamente se desprende que la labor divina de redimir el mundo no puede asegurar el éxito con respecto a cada alma individual. Algunos no serán redimidos. No hay doctrina que eliminaría con mayor gusto del cristianismo que ésta, si ello estuviera en mi poder. Pero tiene todo el respaldo de la Sagrada Escritura v, especialmente, de las propias palabras de Nuestro Señor; siempre ha sido sostenida por la cristiandad, y tiene el respaldo de la razón. Si se juega un juego, tiene que ser posible perderlo. Si la felicidad de una creatura está en el abandono de sí, nadie más que ella misma puede llevarlo a efecto (a pesar de que muchos pueden ayudarle a hacerlo), y puede rehusarse a ello. Pagaría cualquier precio para poder verdaderamente decir "todos se salvarán". Pero mi razón responde, "¿sin su voluntad, o con ella?". Si digo "sin su voluntad", percibo de inmediato una contradicción; ¿cómo puede el acto supremo de voluntad, el abandono de sí, ser involuntario? Si digo "con su voluntad", mi razón responde, "¿cómo, si no quieren ceder?". Los sermones dominicales acerca del infierno, al igual que todas las frases dominicales, están dirigidas a la conciencia y a la voluntad, no a nuestra curiosidad intelectual. Cuando nos han animado a actuar, convenciéndonos de una posibilidad terrible, han hecho probablemente todo lo que tenían la intención de hacer; y si todo el mundo fuera cristiano convencido, sería innecesario decir una palabra más sobre el asunto. Tal como son las cosas, sin embargo, esta doctrina es uno de los principales terrenos en que se ataca al cristianismo de bárbaro, y donde la bondad de Dios es impugnada. Se nos dice que es una doctrina detestable —ciertamente, yo también la detesto desde el fondo de mi corazón— y se nos recuerda las tragedias que han ocurrido en la vida humana por creer en ella. De las otras tragedias, que ocurren por no creerla, se nos dice menos. Por estas razones, y sólo por éstas, se hace necesario discutir el asunto.

 

El problema no es simplemente un Dios que confina a algunas de sus creaturas a la ruina final. Ese sería el problema si fuéramos mahometanos. El cristianismo, fiel, como siempre, a la complejidad de lo real, nos presenta algo más enredado y más ambiguo —un Dios tan lleno de misericordia, que se hace hombre y muere torturado para apartar de sus criaturas esa ruina final, y que, sin embargo, cuando falla el heroico remedio, parece reacio, o incluso incapaz de impedir la ruina mediante un acto de mero poder. Hace un momento dije con soltura que pagaría "cualquier precio" por eliminar esta doctrina. Mentí. No podría pagar ni una milésima parte del precio que Dios ya ha pagado para eliminar el hecho. Y aquí está el problema real: tanta misericordia, y aún así hay infierno.

 

No trataré de probar que la doctrina es tolerable. No nos equivoquemos; no es tolerable. Pero creo que se puede mostrar que la doctrina es moral, mediante una crítica a las objeciones que comúnmente se hacen, o sienten, contra ella.

 

En primer lugar, existe en muchas mentes una objeción a la idea de castigo retributivo como tal. Esto se ha tratado, en parte, en un capítulo anterior. Allí se sostuvo que todo castigo se volvía injusto si se eliminaban las ideas de merecido y retribución; y se descubrió un fondo de justicia dentro de la propia pasión vengativa, en aquella exigencia de que el hombre malvado no quede absolutamente satisfecho con su propio mal, en que debe hacerse que aparezca ante él tal como aparece, justamente, ante los demás: maldad. Dije que el dolor implanta la bandera de la verdad dentro de una fortaleza rebelde. Hablábamos, entonces, acerca de ese dolor que puede aun llevar al arrepentimiento. ¿Qué pasa si no es así, si nunca se lleva a cabo otra conquista, más que implantar la bandera? Tratemos de ser honestos con nosotros mismos. Imagínese un hombre que ha llegado a la riqueza o el poder mediante un continuo procedimiento de traición y crueldad, explotando las mociones nobles de sus víctimas para fines puramente egoístas, riéndose mientras tanto de su simpleza; alguien que habiendo así alcanzado el éxito, lo usa para satisfacer la codicia y el odio y, finalmente, se desprende del último resto de honor entre los ladrones, traicionando a sus propios cómplices y burlándose de sus últimos momentos de perpleja desilusión. Suponga, más aún, que él hace todo esto, no (como nos gusta imaginar) atormentado por el remordimiento o, aun, la desconfianza, sino que comiendo como un niño de colegio y durmiendo como una sana creatura —un alegre hombre de rosadas mejillas, sin preocupación alguna en el mundo, firmemente confiado, hasta el final, en que sólo él ha encontrado la respuesta al enigma de la vida, que Dios y el hombre son necios de quienes ha sacado lo mejor, que su forma de vida es absolutamente exitosa, satisfactoria e inexpugnable. Debemos ser cautos en este punto. La menor concesión a la pasión de venganza, es pecado mortal. La caridad cristiana nos aconseja hacer todos los esfuerzos posibles por convertir a ese hombre: preferir su conversión —a riesgo de nuestra propia vida, quizá de nuestra propia alma— a su castigo; preferirla infinitamente. Pero ese no es el asunto. Suponiendo que no quiera que se le convierta, ¿qué destino en el mundo entero puede considerar adecuado para él? ¿Puede usted realmente desear que tal hombre, permaneciendo lo que es (y él debe poder hacerlo si es que tiene libre albedrío), fuese confirmado para siempre en su actual felicidad, que continuara estando convencido, por toda eternidad, de que es él quien gana la partida? Y si usted no puede considerar esto como tolerable, ¿es sólo su maldad —sólo rencor— lo que le impide hacerlo? ¿O es que usted encuentra que el conflicto entre la justicia y la misericordia, el que a veces le ha parecido una muestra tan anticuada de teología, están en este momento obrando en su mente, y siente como si éste le viniera de arriba, y no de abajo? Usted obra no por un deseo de ver a la despreciable creatura sufrir, sino que por una exigencia verdaderamente ética de que, tarde o temprano, el bien se imponga, que la bandera sea implantada en esta alma horriblemente rebelde, aunque no haya después una conquista más plena y mejor. En cierto sentido, es mejor para la creatura misma —aun cuando jamás se vuelva buena— se sepa un fracaso y un error. Incluso la misericordia apenas si puede desear a ese individuo su eterna y satisfecha permanencia en tan fantasmagórica ilusión. Tomas de Aquino dijo del sufrimiento, tal como Aristóteles dijera de la vergüenza, que era algo no bueno en sí, sino algo que podía poseer, en particulares circunstancias, una cierta bondad. Es decir, si el mal está presente, el dolor de reconocerlo, al ser un tipo de conocimiento, es relativamente bueno, ya que la alternativa es que el alma ignorase el mal, o ignorase que el mal es contrario a su naturaleza; "cualquiera de ellos", dice el filósofo, "es manifiestamente malo"[1]. Y me parece que, aunque nos haga temblar, estamos de acuerdo. El exigir que Dios deba perdonar a tal individuo, mientras éste continúa siendo lo que es, se basa en una confusión entre disculpar y perdonar. Disculpar un mal, es simplemente ignorarlo, tratarlo como si fuese bueno. Pero el perdón necesita ser aceptado y ofrecido, si es que ha de ser completo, y un hombre que no admite culpa, no puede aceptar perdón.

 

He comenzado con el concepto de infierno como un castigo positivo, retributivo, impuesto  por Dios, porque esa es la forma bajo la cual la doctrina es más repulsiva, y yo deseaba abordar la objeción más fuerte. Pero, por supuesto, a pesar de que Nuestro Señor a menudo habla del infierno como una sentencia impuesta por un tribunal, Él en otro lugar dice, que el juicio consiste en el propio hecho de que los hombres prefieran las tinieblas a la luz, y que no Él, sino su "palabra", juzgará a los hombres[2]. Quedamos entonces en libertad —dado que, a la larga, estos dos conceptos significan lo mismo— de pensar en la perdición de este hombre malo, no como una sentencia que le ha sido impuesta, sino como el simple hecho de ser lo que él es. La característica de las almas condenadas es "su rechazo de todo aquello que no sea ellos mismos"[3]. Nuestro egoísta imaginario ha intentado convertir todo lo que encuentra en una rama o apéndice del yo. El gusto por lo otro, es decir, la capacidad misma de disfrutar el bien, se extingue en él, excepto en cuanto que su cuerpo aún lo empuje a cierto rudimentario contacto con el mundo exterior. La muerte elimina este último contacto. Él obtiene su deseo: vivir completamente en el yo, y sacar el mejor partido posible de lo que allí encuentre; y lo que allí encuentra es el infierno. Otra objeción fija la atención en la aparente desproporción entre la condenación eterna y el pecado transitorio; y si pensamos en la eternidad como una simple prolongación del tiempo, es desproporcionado. Pero muchos rechazarían esta idea de eternidad. Si pensamos el tiempo como una línea —que es una buena imagen, porque las partes del tiempo son sucesivas y no hay dos de ellas que puedan coexistir; i.e., no hay anchura en el tiempo, sólo hay longitud— probablemente deberíamos pensar la eternidad como un plano o incluso un sólido.

 

Luego, toda la realidad de un ser humano estaría representada por una figura sólida. Ese sólido sería, principalmente, obra de Dios, que actúa por medio de la gracia y de la naturaleza, pero el libre albedrío humano habría contribuido con la línea de base que llamamos vida terrenal; y si usted traza su línea de base torcida, todo el sólido se encontrará en el lugar equivocado. El hecho de que la vida es corta o, en el símbolo, de que nosotros solamente contribuimos con una pequeña línea a la figura compleja total, puede considerarse como un favor divino; ya que si incluso el trazo de esa pequeña línea, dejado a nuestro libre albedrío, es a veces tan mal hecho que estropea el todo, ¿cuánto más habríamos estropeado la figura, si se nos hubiese encomendado más? Una forma más simple de la misma objeción consiste en decir que la muerte no debería ser el fin, que debería haber una segunda oportunidad[4]. Creo que si fuera probable que un millón de oportunidades hicieran bien, éstas se nos darían. Pero un maestro frecuentemente sabe, aun cuando los muchachos y los padres no, que en realidad es inútil mandar a un muchacho a dar un cierto examen nuevamente. El fin debe llegar alguna vez, y no se requiere una fe muy robusta para creer que la Omnisciencia sabe cuándo.

 

Una tercera objeción fija la atención en la pavorosa intensidad de las penas del infierno, tal como lo sugiere el arte medieval y, ciertamente, algunos pasajes de la Sagrada Escritura. Von Hügel aquí nos advierte no confundir la doctrina propiamente dicha, con las imágenes mediante las cuales se puede transmitir. Nuestro Señor habla del infierno bajo tres símbolos: primero, aquel de castigo ("eterno suplicio". Mat. xxv, 46); segundo, aquel de destrucción ("temed al que puede arrojar alma y cuerpo al infierno". Mat. x, 28); y tercero, aquel de privación, exclusión, o destierro a "las tinieblas de afuera", como en la parábola del hombre sin traje para la boda o la de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias. La imagen frecuente del fuego es significativa, porque combina las ideas de tormento y destrucción. Ahora bien, es bastante claro que todas estas expresiones están destinadas a sugerir algo inexpresablemente horrendo, y cualquier interpretación que no enfrente ese hecho está, me temo, fuera de consideración desde un principio. Pero no es necesario concentrarse en las imágenes de tortura con exclusión de aquellas que sugieren destrucción y privación. ¿Qué puede ser aquello de lo cual las tres imágenes son símbolos igualmente adecuados? Debiéramos suponer en forma natural, que destrucción significa el deshacer, o cesación, de lo destruido. La gente a menudo habla como si la "aniquilación" de un alma fuera intrínsecamente posible. En toda nuestra experiencia, sin embargo, la destrucción de una cosa significa el surgimiento de otra. Queme un leño, y obtendrá gases, calor y cenizas. Haber sido un leño significa ahora ser esas tres cosas. Si el alma puede ser destruida, ¿no debe haber un estado de haber sido un alma humana? ¿Y no es ese, quizá, el estado que se puede igualmente describir como tormento, destrucción y privación? Recordará que en la parábola, los que son salvados van a un lugar preparado para ellos, mientras que los malditos van a un lugar que jamás fue hecho para los hombres[5]. Entrar al cielo es volverse más humano que lo que jamás lograra serlo en la tierra; entrar al infierno, es ser desterrado de la humanidad. Aquello que es lanzado (o se lanza) al infierno, no es un hombre: son sus "restos". Ser un hombre completo significa tener las pasiones sometidas a la voluntad, y la voluntad ofrecida a Dios; haber sido un hombre —ser un ex hombre o "espíritu condenado"— probablemente significaría consistir en una voluntad completamente centrada en el yo, y pasiones completamente sin control de la voluntad. Es, por supuesto, imposible imaginarse lo que sería la conciencia de tal creatura, ya más bien un cúmulo disoluto de pecados mutuamente antagónicos, que un pecador. Puede haber algo de cierto en el dicho de que "el infierno es el infierno, no desde su propio punto de vista, sino que desde el punto de vista del cielo". No creo que esto desmienta la severidad de las palabras de Nuestro Señor. Es solamente a los condenados, a quienes su destino les podría alguna vez parecer menos que insoportable. Y debe admitirse que al pensar, en estos últimos capítulos, en la eternidad, las categorías del dolor y del placer, que nos han mantenido ocupados tanto tiempo, comienzan a retroceder a medida que se vislumbra un bien y un mal más amplio. Ni el dolor ni el placer, como tales, tienen la última palabra. Aun cuando fuera posible que la experiencia (si se le puede llamar experiencia) del condenado no encerrara dolor y sí mucho placer, aún así, ese placer sería tan tenebroso como para enviar a cualquier alma, no condenada ya, volando a sus oraciones en espantoso terror: aun cuando hubiera dolores en el cielo, todos aquellos que entienden los desearían.

 

Una cuarta objeción es que ningún hombre caritativo podría ser bienaventurado en el cielo, mientras supiese que tan sólo un alma humana se encontrara en el infierno; y si es así, ¿somos más misericordiosos que Dios? Tras esta objeción se encuentra una imagen mental donde el cielo y el infierno coexisten en una misma línea de tiempo, tal como sucede con las historias de Inglaterra y América; de manera que, en cada momento, los Bienaventurados pudieran decir, "las penas del infierno están sucediendo ahora". Pero he notado que Nuestro Señor, al recalcar el terror del infierno con despiadada severidad generalmente enfatiza, no la idea de duración, sino la de final. La confinación al fuego eterno es generalmente considerada como el final de la historia, no como el comienzo de una nueva. Que el alma condenada permanezca por toda eternidad en su diabólica actitud, no lo podemos dudar; pero que esta permanencia eterna implique duración interminable o duración alguna—, es algo que no podemos decir. El doctor Edwyn Bevan hace algunas especulaciones interesantes respecto a este punto[6]. Sabemos mucho más acerca del cielo que del infierno, porque el cielo es el hogar de la humanidad y, por lo tanto, contiene todo aquello que está implicado en una vida humana glorificada; pero el infierno no fue hecho para los hombres. No es en sentido alguno paralelo al cielo: es "las tinieblas de afuera", el borde externo donde el ser se desvanece en la nada.

 

Finalmente, se objeta que la pérdida final de una sola alma, significa la derrota de la omnipotencia. Y así es. Al crear seres con libre albedrío, la omnipotencia se somete desde un principio a la posibilidad de tal derrota. Aquello que usted llama derrota, lo llamo yo milagro; porque hacer cosas que no sean uno mismo, y volverse, así, capaz de ser combatido por su propia obra, es, de todas las hazañas que atribuimos a la Deidad, la más sorprendente e inimaginable. Creo gustosamente que los condenados son, en cierto sentido, exitosos: son rebeldes hasta el fin; y que las puertas del infierno están cerradas por dentro.

Con esto no quiero decir que los espíritus no deseen salir del infierno, de la vaga manera en que un hombre envidioso "desea" ser feliz; pero ellos ciertamente no quieren tan siquiera las primeras etapas preliminares de ese abandono de sí, sólo a través del cual, el alma puede alcanzar algún bien. Disfrutan para siempre de la horrible libertad que han exigido y, por lo tanto, son esclavos de sí mismos, tal como los bienaventurados al someterse por siempre a la obediencia, se vuelven más y más libres a través de toda eternidad. A la larga, la respuesta a todos aquellos quienes objetan la doctrina del infierno, es en sí una pregunta: ¿Qué le está pidiendo a Dios que haga? ¿Que borre sus pecados pasados y, al costo que sea, les dé un nuevo comienzo, allanándoles toda dificultad y ofreciéndoles toda ayuda milagrosa? Pero si Él ha hecho eso en el calvario. ¿Qué los perdone? Ellos no quieren ser perdonados. ¿Que los deje solos? ¡Ay!, me temo que eso es lo que Él hace.

 

Una advertencia, y habré terminado. Para animar a las mentes modernas a una comprensión de los tenias, me aventuré en este capítulo a introducir una imagen del tipo de hombre malo al que más fácilmente percibimos como verdaderamente malo. Pero una vez que la imagen ha cumplido esa labor, cuanto antes se olvide, mejor. En todas las discusiones acerca del infierno, deberíamos mantener la posible condenación fijamente ante nuestros ojos, no la de nuestros enemigos ni la de nuestros amigos (ya que ambas perturban la razón), sino la de nosotros mismos. Este capítulo no es acerca de su esposa  su hijo ni acerca de Nerón o Judas Iscariote; es acerca de usted y de mí.


 


[1] Summa Theologica, I, IIae, Q. xxxix, Art. i.

[2] Jn. 3: 19, 12: 48.

[3] Véase Von Hügel. Essays and Addresses, Ist. series. "What do we mean by Heaven or Hell?"

[4] El concepto de una "segunda oportunidad" no debe confundirse, ya sea con el de purgatorio (porque las almas ya se han salvado) o con el de limbo (porque las almas ya se han perdido),

[5] Mt. 25: 34, 41.

[6] Symbolism and Belief, p. 101.