VI. EL DOLOR HUMANO

 

Como la vida de Cristo es en todo sentido muy amarga para la naturaleza, para el yo, y para el mí (porque en la verdadera vida de Cristo, el yo, el mí, y la naturaleza deben abandonarse, perderse y morir por completo), por lo tanto, en cada uno de nosotros, la naturaleza le tiene horror. Theologia Germánica, xx.

 

He tratado de mostrar, en un capítulo anterior, que la posibilidad del dolor es inherente a la existencia misma de un mundo donde las almas pueden conocerse. Cuando las almas se vuelven malvadas, sin duda utilizan esta posibilidad para herirse unas a otras; y esto, quizá, explique las cuatro quintas partes de los sufrimientos del hombre. Son los hombres, y no Dios, quienes han producido potros de tortura, látigos, prisiones, esclavitud, cañones, bayonetas y bombas; es debido a la avaricia y estupidez humana, y no a la mezquindad de la naturaleza, que tenemos pobreza y fatiga. Pero hay, sin embargo, mucho sufrimiento que no puede ser atribuido a nosotros mismos. Incluso si todo el sufrimiento fuera producido por el hombre, nos gustaría saber la razón por la cual Dios da a los peores hombres el tremendo permiso de torturar a sus semejantes[1]. Decir, como se dijo en el capítulo anterior, que el bien significa —para creaturas tales como somos ahora nosotros— principalmente un bien correctivo o reparador, es una respuesta incompleta. No todos los medicamentos saben mal; si acaso fuera así, ese es uno de los hechos desagradables de los cuales nos gustaría saber la razón.

 

Antes de continuar, debo volver a referirme a un punto mencionado en el capítulo II. Dije allí, que el dolor menor a cierto nivel de intensidad no se resiente, y que puede incluso más bien gustar. Quizá entonces usted quiso responder "en ese caso yo no lo llamaría dolor", y puede haber tenido razón. Pero lo cierto es que la palabra dolor tiene dos sentidos que ahora han de distinguirse. A) Un tipo especial de sensación, probablemente transmitida por fibras nerviosas especializadas, e identificada por el paciente como ese tipo de sensación, ya sea que ésta le agrade o no (e.g., aquel tenue dolor en mis piernas sería identificado como un dolor, incluso si no lo objetara). B) Cualquier experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Ha de notarse que todos los dolores en el sentido A, se vuelven dolores en el sentido B si sobrepasan un cierto nivel de intensidad baja, pero los dolores en el sentido B no necesariamente son dolores en el sentido A. De hecho, el dolor en el sentido B es sinónimo de "sufrimiento", "angustia", "tribulación", "adversidad", o "dificultad", y es de esto que surge el problema del dolor. En lo que queda de este libro, la palabra dolor será usada en el sentido B, e incluirá todos los tipos de sufrimiento; del sentido A, no nos preocuparemos más.

 

Ahora bien, el justo bien de una creatura es entregarse a su Creador; establecer intelectual, voluntaria y emocionalmente, aquella relación que es dada por el mero hecho de ser creatura. Cuando lo hace, es buena y feliz. A menos que pensemos que esta es una dificultad, esta clase de bien comienza en un nivel muy por sobre las creaturas, ya que Dios mismo, como Hijo, desde toda eternidad, por obediencia filial devuelve al Padre el ser que el Padre, por amor paternal, genera en el Hijo desde toda eternidad. El hombre fue hecho para imitar este modelo, modelo que el hombre del Paraíso imitó; y dondequiera que la voluntad conferida por el Creador se retorne tan perfectamente, mediante una obediencia deleitante y deliciosa de la creatura, ahí, sin lugar a dudas, se encuentra el cielo, y ahí obra el Espíritu Santo. En el mundo, tal como lo conocemos ahora, el problema está en cómo recuperar ese abandono de sí. No somos solamente creaturas imperfectas que deben ser mejoradas; somos, como dijera Newman, rebeldes que deben deponer sus armas. La primera respuesta, entonces, al porqué nuestra mejoría debe ser tan dolorosa, es que el devolver la voluntad que por tanto tiempo hemos reclamado para nosotros mismos es en sí, dondequiera y como quiera que se haga, un dolor intenso. Incluso he supuesto en el Paraíso un mínimo apego a uno mismo que superar, aunque allí la superación y la entrega hayan sido extáticas. Pero someter una voluntad propia, enardecida y henchida por años de usurpación, es una especie de muerte. Todos recordamos esta voluntad propia tal como era en la niñez: la amarga y prolongada ira frente a cada contrariedad, el raudal de lágrimas apasionadas, el deseo diabólico de matar o morir antes que ceder. De ahí que la antigua niñera, o padre, estuvieran bastante en lo cierto al pensar que el primer paso en la educación es "quebrantar la voluntad del niño". Sus métodos eran a menudo equivocados; pero no ver la necesidad de ello es, me parece, divorciarse uno mismo de toda comprensión de las leyes espirituales. Y si acaso ahora que somos adultos no chillamos y pataleamos tanto, es en parte porque nuestros mayores comenzaron el proceso de quebrantar o matar nuestra voluntad propia en la cuna, y, en parte, porque las mismas pasiones han tomado ahora formas más sutiles y se han vuelto sagaces al evadir la muerte mediante "compensaciones" diversas. De ahí la necesidad de morir diariamente: no importa qué tan seguido pensemos que hemos quebrantado al yo rebelde, siempre encontraremos que aún sigue vivo. La historia misma de la palabra "mortificación", da suficiente testimonio de que este proceso no puede llevarse a cabo sin dolor.

 

Pero este intrínseco dolor, o muerte, al mortificar el yo usurpado, no es toda la historia. Paradójicamente, la mortificación, a pesar de ser en sí un dolor, se hace más llevadera con la presencia del dolor en su contexto. Esto sucede, me parece, principalmente de tres maneras. El espíritu humano ni siquiera comenzará a intentar someter la voluntad propia mientras parezca que todo en él anda bien. Ahora bien, el error y el pecado tienen esta característica: cuanto más profundos sean, menos sospecha la víctima su existencia; son un mal enmascarado. El dolor es el mal desenmascarado, inconfundible; todo hombre sabe que algo anda mal cuando está sufriendo. El masoquista no es una excepción. El sadismo y el masoquismo, respectivamente, aíslan y luego exageran un "momento" o un "aspecto" de la pasión sexual normal. El sadismo[2] exagera el aspecto de captura y dominación hasta tal punto, que solamente el maltrato del ser amado satisfará al pervertido, como si éste dijera, "soy tan dueño de ti, que hasta te torturo". El masoquismo exagera el aspecto complementario y opuesto, y dice "estoy tan encantado, que me es grato el dolor que proviene de ti". A menos que el dolor se sintiera como un mal, como un ultraje que enfatiza el completo dominio por parte del otro, dejaría de ser un estímulo erótico para el masoquista. Y el dolor es no sólo un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar. Podemos tranquilamente permanecer en nuestros pecados y estupideces, y cualquiera que haya observado a los glotones engullir los manjares más exquisitos, como si no supieran lo que estaban comiendo, admitirá que podemos ignorar incluso el placer. Pero el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestros dolores: es su megáfono para despertar a un mundo sordo. Un hombre malvado feliz, es un hombre sin la menor sospecha de que sus acciones no "corresponden", de que no están de acuerdo con las leyes del universo. Tras el sentir humano universal de que los hombres malvados debieran sufrir, se encuentra una percepción de esta verdad. De nada sirve respingar la nariz a este sentimiento, como si fuese completamente ruin. En su nivel más suave, apela al sentido de justicia de todos. Una vez, cuando mi hermano y yo, siendo muy pequeños, estábamos dibujando en la misma mesa, le empujé el codo y le hice hacer una raya fuera de lugar, en la mitad de su trabajo; el asunto se solucionó amigablemente, dejándolo dibujar una línea del mismo largo en el mío. Es decir, se me "puso en el lugar suyo", se me hizo ver mi negligencia desde el otro extremo. En un nivel más severo, la misma idea aparece como "castigo retributivo", o "dando a un hombre lo que se merece". A algunas personas ilustradas les gustaría desterrar de su teoría acerca del castigo todo concepto de retribución o merecimiento y centrar completamente su valor, en disuadir a otros o en reformar al criminal. No fe dan cuenta de que, al hacer esto, vuelven injusto todo castigo. ¿Qué puede ser más inmoral, que el inflingirme sufrimiento para disuadir a otros, si es que no lo merezco? Y si lo merezco, usted está aceptando los derechos de la "retribución". ¿Y qué puede ser más atroz, que el agarrarme y someterme a un desagradable proceso de mejoramiento moral, sin mi consentimiento, a menos (una vez más) que me lo merezca? Además, en un tercer nivel, encontramos la pasión vengativa, la sed de venganza. Esto, por supuesto, es un mal y está expresamente prohibido a los cristianos. Pero ya ha surgido en nuestra discusión acerca del sadismo y el masoquismo, que las cosas más repulsivas de la naturaleza humana son las perversiones de cosas buenas e inocentes. Aquella cosa buena de la cual la pasión vengativa es la perversión, se revela con asombrosa claridad en la definición de afán de venganza de Hobbes: "Deseo de hacer daño a otro, para obligarle a lamentar algún hecho cometido"[3]. La venganza pierde de vista el fin, por los medios, pero el fin no es totalmente malo: desea que el mal del malvado sea para éste, lo que es para todos los demás. Esto se comprueba mediante el hecho de que el vengador desea que la parte culpable no solamente sufra, sino que sufra en manos suyas y que lo sepa, y que sepa el porqué. De ahí el impulso a provocar sarcásticamente al culpable con su crimen, al momento de vengarse; de ahí, también, expresiones tan comunes como "me pregunto qué pensaría si le hicieran lo mismo", o "yo le voy a enseñar". Por la misma razón, cuando vamos a insultar verbalmente a una persona, decimos que le vamos a "hacer saber lo que pensamos de él".

 

Cuando nuestros antepasados se referían a los dolores y penas como la "venganza" de Dios por el pecado, no estaban necesariamente atribuyéndole malas pasiones; ellos pueden haber estado reconociendo el elemento bueno en la idea de retribución. El hombre malvado se encuentra encerrado en una ilusión hasta que encuentra el mal, evidentemente presente en su existencia, bajo la forma de dolor. Una vez que el dolor lo ha despertado, él sabe que de una forma u otra tiene que "luchar contra" el universo real: se rebela (con la posibilidad de un problema más clan) y un arrepentimiento más profundo en alguna etapa posterior), o intenta un ajuste, el cual, si persiste, lo llevará a la religión. Es verdad que ninguno de los efectos es ahora tan seguro como lo fue en épocas en que la existencia de Dios (o incluso de dioses) era más ampliamente conocida, pero aun hoy en día los vemos operando. Incluso los ateos se rebelan y expresan, como Hardy y Housman, su ira contra Dios, a pesar de que (o porque) Él, a su parecer, no existe; y otros ateos, como el señor Huxley, son llevados por el sufrimiento a formular todo el problema de la existencia y a encontrar alguna manera de entenderlo, que si bien no es cristiana, es casi infinitamente superior a la satisfacción ilusoria de una vida profana. No hay duda de que el dolor, como megáfono de Dios, es un instrumento terrible; puede conducir a la rebelión final y sin arrepentimiento, pero otorga al hombre malvado la única posibilidad que puede tener para enmendarse. Descorre el velo; implanta la bandera de la verdad en el fuerte del hombre rebelde.

 

Si la primera operación del dolor, y la más leve, destroza la ilusión de que todo está bien, la segunda destroza la ilusión de que lo que tenemos, ya sea bueno o malo en sí mismo, es nuestro y suficiente para nosotros. Todos hemos notado qué difícil es volver nuestros pensamientos a Dios cuando todo está bien. "Tenemos todo lo que queremos" es un dicho terrible cuando "todo" no incluye a Dios. Hallamos a Dios una interrupción. Como dice San Agustín en alguna parte, "Dios quiere darnos algo, pero no puede, porque nuestras manos están llenas —no hay donde Él pueda ponerlo". O como dijo un amigo mío, "consideramos a Dios de la misma manera que un aviador considera a su paracaídas; está allí para las emergencias, pero espera que nunca tendrá que usarlo". Ahora bien, Dios que nos ha hecho, sabe lo que somos y que nuestra felicidad está en Él. Sin embargo, no la buscaremos en Él, mientras nos deje otro recurso donde podamos, aun aparentemente, buscarla. Mientras aquello que llamamos "nuestra propia vida" se mantenga agradable, no se la entregaremos a Él. ¿Qué puede entonces hacer Dios en beneficio nuestro, sino hacer "nuestra propia vida" menos agradable para nosotros y quitar las posibles fuentes de falsa felicidad? Es justamente aquí, donde la providencia divina parece en un principio ser más cruel, que la humildad divina, la condescendencia  el Altísimo, merece mayor alabanza. Nos sentimos perplejos al ver caer la desgracia sobre personas buenas, inofensivas y valiosas; sobre madres de familia capaces y trabajadoras, o sobre pequeños comerciantes esmerados y ahorrativos; sobre aquellos que han trabajado tan dura y honestamente por su modesta dosis de felicidad, y ahora parecen empezar a gozarla con todo derecho. ¿Cómo puedo decir con suficiente ternura lo que aquí necesita decirse? No importa que yo sepa que debo volverme, a los ojos de cada lector hostil, personalmente responsable de todos los sufrimientos que trato de explicar —así como, hasta hoy día, todos hablan como si San Agustín hubiese deseado que todos los niños no bautizados se fueran al infierno. Pero importa muchísimo si es que yo separo a alguien de la verdad. Permítame implorar al lector que intente creer, aunque tan sólo sea por un momento, que Dios, que fue quien creó a estas personas meritorias, puede realmente tener razón al pensar que su modesta prosperidad y la alegría de sus niños no son suficientes para que sean bienaventurados; que todo esto debe desprenderse de ellos al final, y que si acaso no han aprendido a conocerlo a Él, serán desdichados. Y, por lo tanto, los complica advirtiéndoles anticipadamente de una deficiencia que algún día deberán descubrir. La vida para ellos mismos y para sus familias se interpone entre ellos y el reconocimiento de sus necesidades; Dios hace esa vida menos dulce para ellos. Yo llamo a esto humildad divina, porque muy poca cosa es arriar ante Dios nuestra bandera cuando el barco se está hundiendo bajo nuestros pies; muy poca cosa acudir a Él como último recurso, para ofrecer "lo nuestro" cuando ya no vale la pena tenerlo. Si Dios fuera orgulloso, difícilmente nos aceptaría en tales términos; pero Él no es orgulloso, se humilla para conquistar, Él nos acepta a pesar de que hemos mostrado que preferimos todo lo demás antes que a Él, y que acudimos a El porque no hay ahora "nada mejor" que tener. La misma humildad se muestra en todos aquellos llamados divinos a nuestros temores, que perturban a los nobles lectores de la Sagrada Escritura. Difícilmente puede ser halagador para Dios, el que lo elijamos como una alternativa al infierno; sin embargo, Él acepta incluso esto. La ilusión de la creatura de ser autosuficiente debe, por su propio bien, ser destrozada; y Dios la destroza mediante problemas o miedo a los problemas en la tierra, mediante el crudo temor a las llamas eternas, "sin pensar en la disminución de su gloria". Aquellos a quienes les gustaría que el Dios de la Sagrada Escritura fuera más puramente ético, no saben lo que piden. Si Dios fuera kantiano, si no nos aceptara hasta que fuéramos a Él por los motivos más puros y mejores, ¿quién podría salvarse? Y esta ilusión de autosuficiencia puede encontrarse del modo más tuerte en algunas personas muy honestas, bondadosas y templadas y, por lo tanto, sobre aquellas personas debe caer la desgracia.

 

Los peligros de una aparente autosuficiencia explican el porqué Nuestro Señor considera los vicios de los indolentes y de los disipados con tanto más indulgencia que los vicios que conducen al éxito mundano. Las prostitutas no corren el peligro de encontrar que su vida actual es tan satisfactoria que no pueden volverse hacia Dios; los orgullosos, los avaros, los farisaicos, corren ese peligro.

 

La tercera función del sufrimiento es un poco más difícil de captar. Todos admitirán que una elección es esencialmente consciente; elegir implica saber que usted elige. Ahora bien, el hombre del Paraíso siempre escogió cumplir la voluntad de Dios. Al cumplirla también complacía sus propios deseos, tanto porque todas las acciones que se le pedían eran, de hecho, agradables para su inclinación inocente, como porque también el servir a Dios era de suyo su más intenso placer, sin cuya línea divisoria todos los gozos le habrían parecido insípidos. Entonces no surgía la pregunta, "¿estoy haciendo esto por Dios, o solamente porque resulta que me gusta?", porque hacer las cosas por Dios era lo que especialmente "le gustaba". Su voluntad hacia Dios conducía su felicidad como un caballo bien entrenado, mientras que nuestra voluntad, cuando estamos felices, es arrastrada por la felicidad, al igual que una embarcación corriente abajo en un raudo caudal. El placer era entonces una aceptable ofrenda a Dios, porque ofrecer era un placer. Pero nosotros heredamos todo un sistema de deseos que no necesariamente contradicen la voluntad de Dios pero que, después de siglos de autonomía usurpada, la ignoran constantemente. Si aquello que nos gusta realizar es, de hecho, lo que Dios quiere que hagamos, aún así, esa no es la razón por la cual lo realizamos; es simplemente una feliz coincidencia. No podemos, por lo tanto, saber si estamos actuando por, o principalmente por, Dios, a menos que la materia de la acción sea contraria a nuestras inclinaciones, o (en otras palabras) sea dolorosa, y no podemos elegir aquello que no sabemos que estamos eligiendo. Por lo tanto, la completa expresión del abandono en Dios, exige dolor; esta acción, para ser perfecta, debe realizarse por el solo deseo de obedecer, en ausencia o en oposición a la inclinación. Sé muy bien, por mi actual experiencia, lo imposible que es ejercer el abandono de uno mismo, haciendo lo que a uno le place. Cuando me comprometí a escribir este libro, esperaba que el deseo de obedecer, lo que podría ser una "dirección", tuviera al menos algún lugar en mis motivaciones. Pero ahora que estoy completamente enfrascado en ello, se ha vuelto más bien una tentación que un deber. Todavía puedo tener la esperanza de que el escribir el libro esté de acuerdo con la voluntad de Dios, pero sostener que estoy aprendiendo a abandonarme a mí mismo al hacer aquello que me es tan atractivo, sería ridículo. Aquí pisamos en terreno muy difícil. Kant pensaba que ninguna acción tenía valor, a menos que fuera hecha sólo por respeto a la ley moral, es decir, sin inclinación a ella, y ha sido acusado de tener una "mentalidad morbosa" que mide el valor de una acción según su carácter desagradable. La opinión general está, en realidad, de acuerdo con Kant. La gente nunca admira a un hombre por hacer algo que le gusta: las mismas palabras "pero a él legusta", implican el corolario "y, por lo tanto, no tiene ningún mérito". Sin embargo, contra Kant se alza la verdad evidente, indicada por Aristóteles, que cuanto más virtuoso se vuelve un hombre, más disfruta las acciones virtuosas. Qué debiera hacer un ateo respecto a este conflicto entre la ética del deber y la ética de la virtud, no lo sé; pero como cristiano, sugiero la siguiente solución. A veces surge la siguiente duda: si Dios ordena ciertas cosas porque son correctas, o si ciertas cosas son correctas porque Dios las ordena. Junto con Hooker, y en contra del Dr. Johnson, adopto enfáticamente la primera alternativa. La segunda puede conducir a la abominable conclusión (alcanzada, me parece, por Paley) de que la caridad es buena solamente porque Dios lo ordenó arbitrariamente; de la misma manera podría habernos ordenado que lo odiáramos a Él y que nos odiáramos unos a otros, y el odio, entonces, habría sido correcto. Por el contrario, yo creo que "yerran quienes piensan que tras la voluntad de Dios de hacer esto o aquello no existe más razón que su voluntad"[4]. La voluntad de Dios está determinada por su sabiduría, que siempre percibe lo intrínsecamente bueno, y por su bondad, que siempre lo abraza. Pero cuando hemos dicho que Dios ordena cosas solamente porque son buenas, debemos añadir que una de las cosas intrínsecamente buenas es que las creaturas racionales tuvieran libremente que abandonarse en su Creador, en un acto de obediencia. El contenido de nuestra obediencia —aquello que se nos ordena realizar— siempre será algo intrínsecamente bueno, algo que deberíamos realizar incluso si (por una suposición imposible) Dios no lo hubiese ordenado. Pero además del contenido, el mero obedecer es también intrínsecamente bueno, porque, al obedecer, una criatura racional ejerce conscientemente su rôle de creatura, invierte el acto por el cual cayó, desanda los pasos de Adán, y retorna. Por lo tanto, estamos de acuerdo con Aristóteles, en que aquello que es intrínsecamente correcto, bien puede ser agradable, y en que cuanto mejor sea un hombre, tanto más le agradará; pero estamos de acuerdo con Kant en decir que existe un acto correcto —el de abandono de sí— que para las creaturas caídas no puede ser de voluntad suma, a menos que sea desagradable. Y podemos agregar, que este solo acto incluye todas las demás probidades, y que la suprema cancelación de la caída de Adán, el movimiento "marcha atrás a toda máquina" mediante el cual desandamos nuestro largo viaje desde el paraíso, el desanudar el viejo y apretado nudo, se hará cuando la creatura, sin deseo alguno de promoverlo, sin más que el deseo descubierto de obedecer, abrace lo que es contrario a su naturaleza, y realice aquello para lo cual hay solamente un motivo posible. Tal acto puede describirse como una "prueba" del retorno de la creatura a Dios: de allí que nuestros padres dijeran que los problemas fueron "mandados para probarnos". Un ejemplo conocido es la "prueba" de Abraham, cuando se le ordenó sacrificar a Isaac. En este momento no me interesa la historicidad o la moralidad de esa historia, pero sí la pregunta obvia, "Si Dios es omnisciente, Él debe haber sabido, sin experimento alguno, lo que haría Abraham; ¿por qué, entonces, esta tortura innecesaria?". Pero como indica San Agustín[5], sea lo que fuere lo que Dios supiera, en todo caso Abraham no sabía que su obediencia podría soportar una orden semejante, hasta que el acontecimiento se lo enseñó; y no puede decirse que él haya elegido aquella obediencia que no sabía que elegiría. La realidad de la obediencia de Abraham, fue el acto en sí; y lo que Dios supo al saber que Abraham "obedecería", fue la obediencia actual de Abraham en ese momento en la cima de la montaña. Decir que Dios "no necesitaba haber probado el experimento", es decir, que porque Dios sabe, aquello que es sabido por Dios no necesita existir.

 

Hay veces en que el dolor frustra la falsa autosuficiencia de la creatura; sin embargo, como "prueba" o "sacrificio" supremo, le enseña cuál es la autosuficiencia que debiera verdaderamente tener —la "fortaleza que, si el cielo se la dio, puede llamarse suya": porque entonces, en ausencia de todo motivo y apoyo meramente natural, actúa solamente en virtud de esa fortaleza que Dios le confiere a través de su sometida voluntad. La voluntad humana se vuelve verdaderamente creativa y verdaderamente nuestra cuando es totalmente de Dios, y este es uno de los muchos sentidos en que aquel que pierda su alma la encontrará. En todos los demás actos, nuestra voluntad es alimentada a través de la naturaleza, es decir, a través de cosas creadas en lugar de a través de uno mismo —a través de deseos proporcionados por nuestro organismo y nuestra herencia. Cuando actuamos desde nosotros mismos —es decir, desde Dios en nosotros— somos colaboradores en, o instrumentos vivos de la creación; y es por ello que tal acción anula con "murmullos retroactivos de poder separador" el hechizo estéril que Adán impuso a su especie. En consecuencia, así como el suicidio es la típica expresión del espíritu estoico, y la batalla la del espíritu guerrero, el martirio sigue siendo siempre la suma expresión y perfección del cristianismo. Esta gran acción ha sido iniciada para nosotros, hecha a favor nuestro, ejemplificada para que la imitemos, e inconcebiblemente comunicada a todos los cristianos, por Cristo en el calvario. Allí el grado de aceptación de la muerte alcanza el límite supremo de lo imaginable, y quizá más allá de éste; no solamente todos los apoyos naturales, sino también la presencia del mismo Padre a quien se ofrece el sacrificio, abandonan a la víctima, y su abandono en Dios no vacila, a pesar de que Dios lo "deseche".

 

La doctrina que describo acerca de la muerte, no es peculiar al cristianismo. La misma naturaleza la ha escrito ampliamente a través del mundo, en el reiterado drama de la semilla enterrada y del resurgimiento del trigo. Quizá las comunidades agrícolas más primitivas la aprendieron de la naturaleza, y mediante sacrificios animales o humanos mostraron sucesivamente durante siglos, la verdad de que "sin derramamiento de sangre no se hace la remisión"[6]; y a pesar de que en un comienzo, tales conceptos pueden haber estado relacionados solamente a las cosechas y a la descendencia de la tribu, más tarde, en los misterios, se relacionaron con la muerte espiritual y resurrección del individuo. El asceta hindú predica la misma lección, mortificando su cuerpo en un lecho de púas; el filósofo griego nos dice que la vida de la sabiduría es "un practicar la muerte"[7]. El pagano sensible y noble de los tiempos modernos hace que sus dioses imaginados "mueran a la vida"[8]. El señor Huxley expone el "desapego". No podemos huir de la doctrina dejando de ser cristianos. Es un "evangelio eterno" revelado a los hombres doquiera hayan buscado, o sobrellevado, la verdad: es el nervio mismo de la redención, al cual la sabiduría anatomizante, siempre y en todo lugar, deja al desnudo; el conocimiento ineludible, que la luz que ilumina a todo hombre impone a las mentes de quienes seriamente se preguntan "de qué se trata" el universo. La peculiaridad de la fe cristiana no reside en enseñar esta doctrina, sino en hacerla más tolerable en varios sentidos. El cristianismo nos enseña que la tarea terrible ya ha sido, en cierto sentido, realizada para nosotros —que la mano de un maestro toma las nuestras mientras intentamos trazar las letras difíciles, y que nuestro manuscrito sólo necesita ser una "copia", no un original. Además, mientras otros sistemasexponen la totalidad de nuestra naturaleza a la muerte (como en la renuncia budista), el cristianismo exige solamente que enmendemos un rumbo equivocado de nuestra naturaleza, y no está en desacuerdo —como Platón— con el cuerpo como tal, ni tampoco con los elementos físicos de nuestra constitución. Y, el sacrificio en su máxima expresión, no es exigido de todos. Los penitentes y los mártires están exentos, y algunos ancianos cuyo estado de gracia difícilmente podemos dudar, parecieran haber pasado sus setenta de un modo sorprendentemente fácil. El sacrificio de Cristo se repite, o se reproduce, entre sus seguidores en grados muy variados, desde el martirio más cruel hasta la intención de autoabandono, cuyas señales externas en nada se distinguen de los frutos corrientes de la templanza y la "dulce moderación". No conozco las causas de esta distribución; pero desde nuestro actual punto de vista, debería estar claro que el problema real no es el porqué algunas personas humildes, piadosas y creyentes sufren, sino por qué algunas no lo hacen. Podrá recordarse, que Nuestro Señor mismo explicó la salvación de aquellos que son afortunados en este mundo, solamente refiriéndose a la inalcanzable omnipotencia de Dios[9].

 

Todos los argumentos para justificar el sufrimiento, provocan un amargo resentimiento contra el autor. A usted le gustaría saber de qué manera me comporto al experimentar dolor, no cuando escribo libros acerca de ello. No necesita adivinar, porque se lo diré: soy un gran cobarde. Pero, ¿qué importancia tiene eso? Cuando pienso acerca del dolor —de la ansiedad que consume como el fuego y de la soledad que se extiende como un desierto, de la desgarradora rutina de la monótona miseria, o de dolores sordos que oscurecen todo nuestro panorama, o de súbitos dolores nauseabundos que de un golpe destruyen el corazón de un hombre, de dolores que parecen ya intolerables y recrudecen de pronto, de exasperantes dolores punzantes que producen movimientos desaforados en un hombre que parecía medio muerto por sus torturas anteriores— "subyuga por completo mi espíritu". Si supiera de alguna salida, me arrastraría por alcantarillas para encontrarla. Pero, ¿de qué sirve el hablarle de mis sentimientos? Usted ya los conoce: son iguales a los suyos. No estoy sosteniéndole el dolor no sea doloroso. El dolor hiere. Eso es lo que la palabra significa. Solamente estoy tratando de mostrar que la antigua doctrina cristiana de hacernos mejores por medio de sufrimientos[10] no es increíble. Demostrar que esto es algo agradable, está más allá de mi propósito.

 

Al considerar la credibilidad de la doctrina, se deben advertir dos principios. En primer lugar, debemos recordar que el verdadero momento de dolor actual es sólo el centro de lo que podría llamarse la totalidad del sistema de tribulaciones, que se proyecta por medio del temor y de la compasión. Cualesquiera sean los buenos resultados de estas experiencias, están subordinados al centro; de manera que incluso si el dolor mismo no tuviera valor espiritual alguno, aún así, si el temor y la compasión lo tuvieran, el dolor tendría que existir para que hubiese algo a lo cual temer y de lo cual compadecerse. Que ese temor y esa compasión nos ayudan en nuestro retorno a la obediencia y a la caridad, es algo que no se puede dudar. Todos han experimentado el efecto de la compasión, que nos hace más fácil amar a quien es desagradable —es decir, amar a los hombres no porque sean de alguna manera naturalmente agradables para nosotros, sino porque son nuestros hermanos. La mayoría de nosotros ha aprendido los beneficios del temor, durante el período de "crisis" que condujo a la actual guerra. Mi propia experiencia es algo parecido a lo siguiente: voy avanzando por el sendero de la vida, comúnmente a gusto con mi condición de criatura caída y sin Dios, absorto en el alegre encuentro del día siguiente con mis amigos o en la pizca de trabajo que hoy halaga mi vanidad, en unas vacaciones o en un nuevo libro, cuando repentinamente una punzada de dolor abdominal que presagia una seria enfermedad, o un titular en los diarios que nos amenaza a todos con la destrucción, derrumba todo este castillo de naipes. Al principio me siento agobiado, y toda mi pequeña felicidad parece un juguete roto. Luego, lentamente y a regañadientes, poco a poco, intento ponerme en aquel estado de ánimo en que siempre debiera estar. Me recuerdo a mí mismo que todos estos juguetes jamás estuvieron destinados a poseer mi corazón, que mi verdadero bien se encuentra en otro mundo, y que mi único real tesoro es Cristo. Y quizá, por gracia de Dios, lo logro, y durante uno o dos días me convierto en una creatura que depende conscientemente de Dios, y que saca su fuerza de la debida fuente. Pero en el instante mismo que el temor es apartado, toda mi naturaleza vuelve, de un salto, a los juguetes; me siento incluso ansioso, Dios me perdone, de desterrar de mi mente lo único que me mantuvo durante la amenaza, porque está ahora asociado a la desgracia de aquellos pocos días. De ahí que la terrible necesidad de tribulación sea de sobra clara. Dios me ha tenido por sólo cuarenta y ocho horas, y únicamente a fuerza de quitarme todo lo demás. Tan sólo permítasele envainar su espada por un momento, y me comporto como un cachorro una vez terminado su odioso baño —me sacudo hasta quedar tan seco como pueda, y corro a readquirir mi cómoda mugre, si no bien en el montón de estiércol más cercano, por lo menos en el más cercano macizo de flores. Y por eso es que la tribulación no puede cesar hasta que Dios nos vea ya sea rehechos, o que el rehacernos no tiene ahora esperanza.

 

En segundo lugar, cuando consideramos el dolor en sí —el centro de la totalidad del sistema de tribulaciones— debemos ser cuidadosos en prestar atención a aquello queconocemos y no a lo que nos imaginamos. Esa es una de las razones por la cual toda la parte central de este libro está dedicada al dolor humano, y el dolor animal está relegado a un capítulo especial. Conocemos acerca del dolor humano, del dolor animal solamente especulamos. Pero incluso dentro de la raza humana, debemos obtener nuestra evidencia de instancias que han estado bajo nuestra observación. La inclinación de este o aquel novelista o poeta, puede presentar el dolor como totalmente malo en sus efectos, produciendo y justificando todo tipo de malicia y brutalidad en quien sufre. Y, por supuesto, el dolor, al igual que el placer, puede ser recibido de esa manera: todo aquello que se dona a una creatura que posee libre albedrío, debe ser de doble filo, no por la naturaleza de quien dona o por la del don, sino por la naturaleza de quien recibe[11]. Además, las consecuencias nocivas del dolor pueden multiplicarse, si acaso quienes rodean a los que sufren les enseñan, persistentemente, que aquellas consecuencias son las adecuadas y viriles muestras que deben exhibir. La indignación frente al sufrimiento ajeno, a pesar de ser una pasión generosa, necesita ser bien manejada, para que la paciencia y la humildad no se escabullan de aquellos que sufren, y siembre la ira y el cinismo en su lugar. Pero no estoy convencido de que el sufrimiento, si se le priva de esa solícita indignación indirecta, tenga alguna tendencia natural a producir tales males. No encontré las trincheras de las líneas del frente, o la C.C.S.[12], más llenas de odio, egoísmo, rebeldía y deshonestidad, que cualquier otro lugar. He visto una gran belleza de espíritu en algunos que han sufrido mucho. He visto a hombres volverse, por lo general, mejores y no peores con el correr de los años, y he visto a la enfermedad final producir tesoros de fortaleza y mansedumbre, en los sujetos menos prometedores. Veo en respetadas figuras históricas, como Johnson y Cowper, rasgos que escasamente podrían haber sido tolerados si acaso estos hombres hubieran sido más felices. Si el mundo en verdad es un "valle de formación de almas", pareciera en general estar cumpliendo con su labor. Acerca de la pobreza —la calamidad cuya actualidad o potencialidad incluye todas las demás calamidades— no me atrevería a hablar a partir de mi persona; y quienes rechazan el cristianismo, no se conmoverán con la afirmación de Cristo que dice que la pobreza es bienaventurada. Pero viene aquí en mi ayuda un hecho más bien notable. Aquellos que más despectivamente repudiarían el cristianismo como un mero "opio del pueblo", sienten desprecio por el rico, es decir, por toda la humanidad, excepto los pobres. Consideran a los pobres como a los únicos que vale la pena preservar de la "liquidación", y en ellos depositan la única esperanza de la raza humana. Pero esto no es compatible con el creer que los efectos de la pobreza en aquellos que la padecen, son completamente malos; ello incluso implica que éstos son buenos. Es así que el marxista se encuentra en real acuerdo con el cristiano en aquellas dos creencias que el cristianismo, paradójicamente, exige: que la pobreza es bienaventurada y que, aún así, debiera ser eliminada.

 


[1] O quizá sería más seguro decir "de las creaturas". De ninguna manera rechazo aquella opinión que sostiene que la "causa eficiente" de la enfermedad, o de algunas enfermedades, pueda ser un ser creado que no sea el hombre (ver capítulo ix). En la Sagrada Escritura, en Job, Satanás se encuentra especialmente asociado a la enfermedad en Lc. 13: 16, en I Cor. 5: 5 y (probablemente) en I Tim. 1: 20. Es indiferente, en esta etapa de la discusión, el que todas las voluntades creadas a quienes Dios ha permitido un poder para atormentar a otras creaturas, sean humanas o no.

[2] La tendencia moderna a entender la "crueldad sádica" como simplemente una gran crueldad, o como aquella crueldad especialmente condenada por el autor, no sirve.

[3] Leviatán I, cap. 6.

[4] Hooker. Laws of ecc. Poolitiv., I, i, 5.

[5] La ciudad de Dios. XVI, xxxii.

[6] Heb. 9: 22.

[7] PLATÓN. Fedón 81, A (cf. 64, A).

[8] KEATS. Hyperion, III, 130.

[9] Mc. 10: 27.

[10] Heb. 2: 10.

[11] Acerca del doble filo de la naturaleza del dolor, véase el Apéndice.

[12] Nota trad. Casualty Clearing Station. Centro asistencial de primeros auxilios.