V. LA CAÍDA DEL HOMBRE

 

Obedecer es el oficio propio de un alma racional. MONTAIGNE II, xii.

 

La respuesta cristiana a la pregunta del capítulo anterior se encuentra en la doctrina de la caída. De acuerdo a esa doctrina, el hombre es ahora algo horroroso para Dios y para él mismo, y es una creatura mal adaptada al universo, no porque Dios la hiciera así, sino porque él mismo se ha vuelto de ese modo, debido al abuso de su libre albedrío. A mi parecer, ésta es la única función de esa doctrina. Ella existe para protegernos de dos teorías subcristianas respecto al origen del mal: el monismo, según el cual Dios mismo, estando "más allá del bien y el mal", produce en forma imparcial los efectos a los cuales llamamos de ese modo, y el dualismo, según el cual Dios produce el bien, al mismo tiempo que un poder igual e independiente produce el mal. Contra estas posiciones, el cristianismo asegura que Dios es bueno; que hizo todas las cosas y las hizo para el bien de ellas; que una de las cosas buenas que hizo, específicamente el libre albedrío de las creaturas racionales, por su misma naturaleza incluye la posibilidad del mal; y que las creaturas, valiéndose de esta posibilidad, se han vuelto malas. Ahora bien, esta función —que es la única que concedo a la doctrina de la caída— debe distinguirse de otras dos funciones que a veces se muestra realizando, pero que rechazo. En primer lugar, no creo que la doctrina dé una respuesta a la pregunta "¿fue mejor que Dios creara a que no hubiese creado?". Esa es una pregunta que ya he rechazado. Como creo que Dios es bueno, estoy seguro de que si acaso la pregunta tiene algún significado, la respuesta debe ser sí. Pero dudo que tenga algún significado e, incluso si lo tiene, estoy seguro de que la respuesta no se puede lograr mediante el tipo de juicios de valores que los hombres pueden emitir en forma significativa. En segundo lugar, no creo que la doctrina de la caída pueda usarse para mostrar que es "justo", en términos de justicia retributiva, castigar a los individuos por las faltas de sus antepasados remotos. Ciertas formas de la doctrina parecen incluir esto; pero me pregunto si alguna de ellas, tal como la entienden sus portavoces, lo dijo verdaderamente en serio. Los Padres de la Iglesia pueden, algunas veces, decir que se nos castiga por el pecado de Adán, pero con mayor frecuencia dicen que nosotros pecamos "en Adán". Puede ser imposible descubrir qué quisieron decir con esto, o podemos decidir que aquello que quisieron decir era erróneo; pero no creo que podamos descartar su manera de hablar como un simple "modismo". Sabia o simplemente, ellos creyeron que estamos verdaderamente, y no únicamente por ficción de derecho, incluidos en la acción de Adán. El intento de formular esta creencia, diciendo que estamos "en" Adán en un sentido físico —siendo Adán el primer vehículo del "plasma del germen inmortal" —puede ser inaceptable: pero el que esta creencia sea una confusión o una compenetración real de las realidades espirituales fuera de nuestro alcance, es, por supuesto, un asunto diferente. Por el momento, sin embargo, no surge esta pregunta; pues, como ya he indicado, no tengo intención de discutir que la transmisión al hombre moderno, de inhabilidades contraídas de sus ancestros remotos, es una especie de justicia retributiva. Para mí es más bien una muestra de aquellas cosas que están necesariamente implícitas en la creación de un mundo estable, y que ya fueron consideradas en el capítulo II. Sin lugar a dudas, para Dios habría sido posible eliminar, mediante un milagro, los resultados del primer pecado cometido por un ser humano; pero esto no habría servido de mucho, a no ser que Él estuviera dispuesto a eliminar los resultados del segundo pecado, del tercero, y así sucesivamente. Pero si los milagros cesaran, tarde o temprano habríamos alcanzado nuestra lamentable situación actual; y si no cesaran, entonces un mundo tan mal mantenido y continuamente corregido mediante la intervención divina, habría sido un mundo en el cual jamás algo importante habría dependido de la elección humana, y en el cual la elección misma se acabaría debido a la certeza de que una de las aparentes alternativas no llevaría a resultado alguno y, por lo tanto, no representaría verdaderamente una alternativa. Como ya vimos, la libertad del ajedrecista para jugar al ajedrez depende de la rigidez de los cuadrados y de las movidas. Habiendo aislado lo que concibo como la verdadera importancia de la teoría de que el hombre es un ser caído, consideremos ahora la teoría en sí. La historia del Génesis (llena de la sugerencia más profunda) es acerca de una mágica manzana de la sabiduría; pero la magia inherente a la manzana se ha perdido bastante de vista en la teoría desarrollada, y la historia es simplemente una historia de desobediencia. Siento el respeto más profundo por los mitos, incluso los paganos, y más aún por los de la Sagrada Escritura. Por lo tanto, no dudo que aquella versión que enfatiza a la manzana mágica y que une el árbol de la vida y el de la sabiduría, contiene una verdad más profunda y sutil que aquella versión que hace de la manzana algo simple, y solamente una señal de obediencia. Pero supongo que el Espíritu Santo no habría permitido que esta versión creciera en la Iglesia y que ganara la aprobación de grandes doctores, a menos que también fuera verdadera y útil hasta donde es posible. Esta es la versión que voy a discutir a continuación, porque a pesar de sospechar que la versión primitiva es mucho más profunda, sé que yo al menos no puedo penetrar en sus profundidades. Daré a mis lectores no lo absolutamente mejor, sino lo mejor que poseo. En la teoría desarrollada se sostiene que el hombre, tal como Dios lo hizo, era completamente bueno y completamente feliz, pero éste desobedeció a Dios y se volvió lo que vemos hoy. Muchas personas piensan que la ciencia moderna ha demostrado que esta proposición es falsa. "Ahora sabemos", se dice, "que habiendo salido de un estado previo de virtud y felicidad, los hombres lentamente han salido de la brutalidad y de la barbarie". Me parece que aquí hay una total confusión. Bruto y bárbaro pertenecen a esa clase desafortunada de palabras que son a veces usadas retóricamente como términos de reproche y, a veces, científicamente como términos de descripción; y el argumento seudocientífico contra la caída del hombre cuenta con la confusión entre los usos. Si al decir que el hombre salió de la brutalidad, usted simplemente quiere decir que éste desciende físicamente de los animales, no tengo objeción alguna. Pero esto no quiere decir que cuanto más atrás vaya, más brutal —en el sentido de malvado o despreciable— encontrará que es el hombre. Ningún animal posee virtud moral: pero no es verdad que todo comportamiento animal sea del tipo que uno debería llamar "malvado", si acaso éste fuera ejercido por hombres. Por el contrario, no todos los animales tratan a otras creaturas de su especie tan mal como los hombres tratan a sus semejantes. No todos son tan glotones, voraces, o lujuriosos como nosotros, y ningún animal es ambicioso. Asimismo, si usted dice que los primeros hombres fueron "salvajes", queriendo con esto decir que sus utensilios fueron escasos y mal hechos, como aquéllos de los "salvajes" modernos, puede bien estar en lo cierto; pero si quiere decir que eran "salvajes", en el sentido de ser depravados, feroces, crueles y traicioneros, estará yendo más allá de las evidencias, y por dos razones. En primer lugar, los antropólogos y misioneros modernos se sienten menos inclinados que sus padres a apoyar esa imagen desfavorable, incluso respecto a los salvajes modernos. En segundo lugar, usted no puede defender, basándose en los utensilios de los hombres primitivos, que ellos fueran en todo iguales a los pueblos contemporáneos que hacen utensilios similares. Debemos aquí cuidarnos de una ilusión que el estudio del hombre prehistórico parece engendrar en forma natural. El hombre prehistórico, por ser prehistórico, es conocido entre nosotros solamente por los objetos materiales que confeccionó —o más bien por una selección al azar, de las cosas más durables que confeccionó. No es culpa de los arqueólogos el que no se tenga mejor evidencia; pero esta escasez constituye una continua tentación a inferir más de lo que tenemos algún derecho a inferir: suponer que la comunidad que confeccionó los utensilios superiores, era superior en todo sentido. Todos pueden darse cuenta de que la suposición es falsa: llevaría a concluir que las clases acomodadas de nuestra época son en todo sentido superiores a aquellas de la época victoriana. Sin duda, los hombres prehistóricos que hicieron la peor cerámica podrían haber hecho la mejor poesía, y no lo sabríamos nunca. Y aquella suposición se vuelve aún más absurda cuando comparamos a los hombres prehistóricos con los salvajes modernos. La igual tosquedad de sus utensilios nada indica acerca de la inteligencia o de la virtud de los fabricantes. Aquello que se aprende a base de eliminación de errores, debe comenzar siendo tosco, cualquiera sea la característica del aprendiz. La misma vasija que demostraría que su artífice es un genio, si fuera la primera fabricada en el mundo, demostraría que es un necio, si ésta apareciera después de milenios de fabricación de vasijas. Toda la valoración moderna del hombre primitivo se basa en esa idolatría de los utensilios, que es un gran pecado colectivo de nuestra civilización. Se nos olvida que nuestros antepasados prehistóricos hicieron todos los descubrimientos más útiles que se hayan hecho jamás, excepto el cloroformo. A ellos debemos el idioma, la familia, la ropa, el uso del fuego, la domesticación de los animales, la rueda, el barco, la poesía y la agricultura. La ciencia, por lo tanto, nada tiene que decir, ya sea a favor o en contra, de la doctrina de la caída del hombre. Una dificultad más filosófica ha sido planteada por el teólogo moderno con quien todos los estudiosos del tema se sienten muy en deuda[1]. Este autor señala que la idea de pecado presupone una ley contra la cual pecar; y como al "instinto de rebaño" le tomaría siglos cristalizarse en costumbre, y a la costumbre en solidificarse como ley, el primer hombre —si alguna vez hubo un ser que pudiera describirse así— no podría haber cometido el primer pecado. Este argumento supone que la virtud y el instinto de rebaño comúnmente coinciden, y que el "primer pecado" fue esencialmente un pecado social. Pero la doctrina tradicional señala un pecado contra Dios, un acto de desobediencia, no un pecado contra el prójimo. Y, por supuesto, si hemos de tomar la doctrina de la caída en un sentido real, debemos buscar el gran pecado en un nivel más profundo y atemporal que el de la moralidad social. Este pecado ha sido descrito por San Agustín como el resultado del orgullo, del movimiento mediante el cual una creatura (es decir, un ser esencialmente dependiente, cuyo principio de existencia no reside en sí mismo sino en otro) trata de establecerse por sí misma, de existir para sí misma[2]. Tal pecado no requiere situaciones sociales complejas, experiencia extensa, ni un gran desarrollo intelectual. Desde el momento en que una creatura se da cuenta de Dios como Dios, y de ella como un yo, se le presenta la terrible alternativa de elegir a Dios o a sí misma como centro. Este pecado es cometido diariamente tanto por niños pequeños y por campesinos ignorantes, como por personas sofisticadas; por personas solitarias, no menos que por aquellas que viven en sociedad. Es la caída en cada vida individual, y en cada día de cada vida individual, el pecado fundamental tras todos los pecados particulares. En este mismo momento usted y yo estamos ya sea cometiéndolo, a punto de cometerlo, o arrepintiéndonos de él. Al despertarnos, tratamos de poner el nuevo día a los pies de Dios; antes de haber terminado de afeitarnos, se vuelve nuestro día, y la parte para Dios se siente como un tributo que debemos pagar de "nuestro propio" bolsillo, descontado del tiempo que sentimos debiera ser "propio nuestro". Un hombre comienza un nuevo trabajo con un sentido de vocación y, quizá, durante la primera semana mantiene como su fin la satisfacción de su vocación, tomando —a medida que llegan— los placeres y penurias venidos de la mano de Dios, como "accidentes". Pero la segunda semana comienza a "conocer todos los trucos"; a la tercera, ha esbozado para sí su propio plan dentro de ese trabajo, y cuando puede dedicarse a ello, siente que no está obteniendo más que sus propios derechos, y cuando no puede, siente que está siendo obstaculizado. Un enamorado, obedeciendo un impulso casi incalculable, que puede estar lleno de buenas intenciones, de buenos deseos, y de la necesidad de no olvidar a Dios, abraza a su amada y, entonces, en forma bastante  nocente, experimenta un estremecimiento de placer sexual; sin embargo, el segundo abrazo, que puede tener aquel placer en mente, puede ser un medio para lograr un fin, puede ser el primer descenso hacia el estado en que al semejante se le considera como un objeto, como una máquina para ser usada para su placer. De este modo, la lozanía de la inocencia, el elemento de obediencia y la disponibilidad para aceptar lo que venga, se desvanecen de toda actividad. Pensamientos asumidos, por Dios —como éste en que estamos involucrados en este momento—, se continúan como si fueran un fin en sí mismos, y luego, como si el fin fuera el placer que obtenemos al pensar, y finalmente, como si nuestro orgullo o fama fueran el fin. Es así como, a lo largo de todo el día, y todos los días de nuestras vidas, nos vamos deslizando, resbalando y cayendo, como si Dios, para nuestra conciencia actual, fuese un suave plano inclinado en el cual no hay descanso. Y, en realidad, somos actualmente de una naturaleza tal, que debemos resbalarnos, y el pecado, por ser inevitable, podría ser venial. Pero Dios no puede habernos hecho así. El alejamiento de Dios, "el viaje de regreso hacia el yo acostumbrado", debe ser, pensamos, producto de la caída. No sabemos qué sucedió exactamente cuando el hombre cayó, pero es legítimo suponerlo; ofrezco la siguiente imagen —un "mito" en el sentido socrático [3], y no demasiado diferente a un cuento.

 

Durante largos siglos, Dios perfeccionó la forma animal que llegaría a ser vehículo de la humanidad e imagen de Él mismo. Le dotó de manos cuyos pulgares pudieran alcanzar cada uno de los dedos, y de mandíbulas, dientes y garganta capaces de articular, y de un cerebro suficientemente complejo como para ejecutar todos los mecanismos materiales mediante los cuales se encarna el pensamiento racional. La creatura puede haber existido durante mucho tiempo en este estado, antes de llegar a ser hombre; puede incluso haber sido lo suficientemente inteligente como para fabricar cosas que un arqueólogo moderno aceptaría como prueba de su humanidad. Pero era solamente un animal, porque todos sus procesos físicos y psíquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y naturales. Entonces, en la plenitud de los tiempos, Dios hizo que sobre este organismo descendiera, tanto en su psicología como en su fisiología, una nueva forma de conciencia que pudiera decir "yo" y "mi", que pudiera verse a sí mismo como un objeto, que conociera a Dios, que pudiera emitir juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y que estuviera tanto más allá del tiempo como para que pudiera percibirlo fluyendo hacia atrás. Esta nueva conciencia gobernó e iluminó a todo ese organismo, inundando cada parte de él con su luz, y no se vio —como la nuestra— limitada a seleccionar los movimientos que se llevan a efecto en una parte del organismo, principalmente el cerebro. El hombre fue entonces todo conciencia. Los yoguis modernos afirman —ya sea de manera falsa o verdadera— tener bajo control aquellas funciones, tales como la digestión y la circulación, que para la mayoría de nosotros son casi parte del mundo exterior. El primer hombre poseía este poder en forma notable. Sus procesos orgánicos obedecían la ley de su propia voluntad, no la ley de la naturaleza. Sus órganos enviaban los apetitos hacia el centro de la voluntad encargado de emitir los juicios, no porque tuvieran que hacerlo, sino porque así lo elegían. El sueño para él era, no el estupor en que nosotros caemos, sino reposo deseado y consciente; él se mantenía despierto para disfrutar del placer y del deber de dormir. Como los procesos de deterioro y reparación de sus tejidos eran similarmente conscientes y obedientes, puede no ser una fantasía el suponer que la duración de su vida dependiera, en mayor parte, de su propia voluntad. Gobernándose totalmente, gobernaba todas las especies inferiores con quienes entraba en contacto. Incluso hoy en día nos encontramos con individuos extraordinarios, que poseen un poder misterioso para domesticar animales. El hombre del Paraíso gozaba de este poder en forma eminente. La antigua imagen de las bestias retozando ante Adán, y adulándolo, puede no ser absolutamente simbólica. Aun hoy en día, hay más animales de los que pueda imaginarse, que están prontos a adorar al hombre si se les ofrece una oportunidad razonable; porque el hombre fue hecho para ser el sacerdote e incluso, en cierto sentido, el Cristo de los animales, el mediador a través de quien ellos aprehenden tanto del esplendor divino como su naturaleza irracional les permita. Y, para ese hombre, Dios no era un plano inclinado resbaladizo. La nueva conciencia había sido hecha para que descansara en su Creador, y en Él descansaba. No importa cuán rica y variada fuera la experiencia del hombre en cuanto a sus semejantes (o semejante), en cuanto a caridad, amistad y amor sexual, o en cuanto a las bestias o al mundo que lo rodeaba, reconocido por vez primera como hermoso e impresionante; Dios era lo primero en su amor y en su pensamiento, y sin esfuerzo doloroso. En un movimiento cíclico perfecto, el ser, el poder y el gozo, descendían de Dios al hombre, a manera de obsequio, y retornaban del hombre a Dios, en forma de amor obediente y adoración extática. En este sentido, aunque no en todos, el hombre era entonces verdaderamente el hijo de Dios, el prototipo de Cristo, ejerciendo perfectamente con gozo y serenidad de todas las facultades y sentidos, aquel abandono de sí que Nuestro Señor ejerció en las agonías de la crucifixión. A juzgar por sus utensilios, o quizá incluso por su lenguaje, esta bienaventurada criatura era, sin duda, un salvaje. Aún no había aprendido todo aquello que puede enseñar la experiencia y la práctica; si acaso tallaba piedras, sin lugar a dudas lo hacía muy torpemente. Puede haber sido totalmente incapaz de expresar con conceptos su experiencia paradisíaca. Todo aquello es bastante irrelevante. Basándonos en nuestra propia niñez, recordaremos que antes que nuestros mayores nos creyeran capaces de "entender" algo, ya teníamos experiencias espirituales tan puras e importantes como cualquier otra que hayamos tenido desde entonces, aunque no, por supuesto, tan ricas en contextos basados en hechos. Del propio cristianismo aprendemos que existe un nivel —a la larga el único nivel de importancia— en que los sabios y los adultos no poseen ninguna ventaja sobre el simplón y sobre el niño. No me cabe la menor duda de que si el hombre del Paraíso pudiera ahora aparecer entre nosotros, lo consideraríamos un completo salvaje, una creatura para ser explotada o, cuando mucho, protegida. Solamente uno o dos, y aquellos más santos entre nosotros, mirarían a la creatura desnuda, de barba desgreñada y de lerdo hablar, por segunda vez; pero al cabo de breves minutos, caerían postrados a sus pies. No sabemos cuántas de estas creaturas hizo Dios, ni cuánto tiempo continuaron en estado paradisíaco. Pero tarde o temprano cayeron. Alguien o algo les susurró que podían volverse como dioses —que podían cesar de dirigir sus vidas hacia su Creador, y de tomar todos sus deleites como una gracia sin alianza, como "accidentes" (en el sentido lógico) que surgieron en el curso de una vida dirigida no a esos deleites sino a la adoración de Dios. Así como el joven ansia de su padre una mesada en forma regular, con la que puede contar como suya, con la cual hacer sus propios planes (y con razón, ya que su padre es, después de todo, un semejante), así también las creaturas quisieron estar por su cuenta, preocuparse de su propio futuro, planear su placer y su seguridad, tener un meum del cual —sin duda— pagarían algún tributo razonable a Dios en cuanto a tiempo, atención y amor, pero que era, sin embargo, de ellos y no suyo. Deseaban, como decimos, "llamar a sus almas suyas propias". Pero eso significa vivir una mentira, porque nuestras almas de hecho no son nuestras. Querían algún rincón del universo del cual pudieran decir a Dios, "este es nuestro asunto, no el tuyo". Pero no hay tal rincón. Querían ser sustantivos, pero eran —y deberán ser eternamente— solamente adjetivos. No sabemos en qué acto específico, o en qué serie de actos, encontró expresión el deseo imposible y contradictorio en sí. Según lo que veo, puede haberse tratado literalmente de haber comido una fruta, pero el asunto no tiene importancia alguna.

 

Este acto de obstinación por parte de la creatura, que constituye una total falsedad respecto a su verdadera posición de creatura, es el único pecado al que se puede concebir como la caída. Ya que la dificultad del primer pecado es que éste debe haber sido demasiado infame, o sus consecuencias no serían tan terribles, pero, sin embargo debe haber sido algo que un ser libre de las tentaciones del hombre caído pueda haber cometido de un modo plausible. El desviarse de Dios hacia uno mismo, cumple ambas condiciones. Es un pecado posible incluso para el hombre del Paraíso, porque la sola existencia de un propio yo —el mero hecho de que lo llamemos "yo"— incluye, desde el principio, el peligro de la idolatría de uno mismo. Como yo soy yo, debo hacer un acto de abandono de la propia voluntad, no importa cuán pequeño o cuán fácil éste sea, para vivir para Dios en lugar de para mí mismo. Este es, si se quiere, el "punto más débil" en la naturaleza misma de la creación, el riesgo que aparentemente Dios piensa que vale la pena tomar. Pero el pecado fue muy infame, porque el yo que el hombre del Paraíso tuvo que someter no tenía resistencia natural alguna a ser sometido. Su data, por así decirlo, era un organismo psicofísico completamente sujeto a la voluntad, y una voluntad completamente ordenada, aunque no obligada, hacia Dios. El abandono de sí que practicaba antes de la caída no significaba lucha, sino solamente la deliciosa superación de un ínfimo apego a sí, al que le daba mucho gusto ser superado, y del cual vemos, incluso ahora, una débil analogía en la extasiada entrega mutua de los enamorados. En él no había, por lo tanto, tentación alguna (en el sentido nuestro) a elegir el yo —ninguna pasión o tendencia que lo inclinara obstinadamente hacia ello—, nada aparte del simple hecho de que el yo era él mismo. Hasta ese momento el espíritu humano había tenido total control sobre el organismo humano. Sin lugar a dudas, esperaba mantener este control al dejar de obedecer a Dios. Pero su autoridad sobre el organismo era una autoridad delegada, la cual perdió al dejar deser ésta delegada de Dios. Habiéndose separado tanto como pudo de la fuente de su ser, se había separado de la fuente de poder; ya cuando decimos de las cosas creadas, que A gobierna a B, esto debe significar que Dios gobierna a B a través de A. Dudo de que hubiera sido intrínsecamente posible para Dios continuar gobernando el organismo a través del espíritu humano, al estar éste en rebeldía contra Él. En todo caso, Dios no lo hizo. Comenzó a gobernar el organismo de una manera más externa, no mediante las leyes del espíritu sino mediante aquellas de la naturaleza[4]. Es así como los órganos, ya no gobernados por la voluntad del hombre, cayeron bajo el control de leyes bioquímicas corrientes, y sufrieron todo lo que el interfuncionamiento de aquellas leyes pueda traer consigo a manera de dolor, senectud y muerte. Y los deseos comenzaron a surgir en la mente del hombre, no como los eligiera su razón, sino tal como los hechos bioquímicos y ambientales casualmente los causaran. La mente misma cayó bajo las leyes psicológicas de asociación y otras por el estilo, que Dios había hecho para gobernar la psicología de los antropoides superiores; y la voluntad, aprisionada en la marejada de la mera naturaleza, no tuvo más remedio que rechazar algunos de los nuevos pensamientos y deseos mediante la sola resistencia, y estos inquietos rebeldes pasaron a ser el subconsciente, tal como lo conocemos hoy. Me imagino que el proceso no fue algo comparable al mero deterioro, como puede ahora ocurrir en un ser humano; fue una pérdida de status como especie. Aquello que el hombre perdió con la caída, fue su naturaleza específica original. "Polvo eres, y al polvo volverás". Al organismo completo, que había sido levantado a la vida espiritual, se le permitió retroceder a su mera condición natural, de la cual había sido levantado al ser creado —tal como mucho antes en la historia de la creación, Dios había levantado la vida vegetal para ser vehículo del reino animal, al proceso químico para ser vehículo de la vegetación, y al proceso físico para ser vehículo del químico. Así es como el espíritu humano, de ser el señor de la naturaleza humana pasó a ser un simple alojado en su propia casa, o incluso un prisionero; la conciencia racional pasó a ser lo que es ahora, un foco intermitente que se apoya en una pequeña parte de los mecanismos cerebrales. Pero esta limitación de los poderes del espíritu, fue un daño menor que la corrupción del espíritu mismo. Se había apartado de Dios y convertido en su propio ídolo, así que, a pesar de que aún podía retornar a Dios[5], sólo podía hacerlo mediante un esfuerzo doloroso, y su tendencia era hacia sí mismo. De ahí que el orgullo y la ambición, que el deseo de ser encantador a sus propios ojos y de oprimir y humillar a todos los rivales, que la envidia y la incansable búsqueda de mayor y mayor seguridad, fueran ahora las actitudes que menos le costaran. No se trataba sólo de un rey débil para con su propia naturaleza, sino de uno malo: el espíritu envió a su organismo psicofísico deseos mucho peores que aquellos que el organismo le enviara hacia arriba. Esta condición se transmitió por herencia a todas las generaciones siguientes, ya que no se trató simplemente de aquello que los biólogos llaman una variación adquirida; era el surgimiento de una nueva clase de hombre —una nueva especie que Dios jamás hiciera, que se había pecado a sí misma a la existencia. El cambio que el hombre había sufrido, no era paralelo al desarrollo de un nuevo órgano o de un nuevo hábito; era una alteración radical de su constitución, un desorden en la relación entre sus componentes, y una perversión interna de uno de ellos.

 

Dios podía haber detenido este proceso mediante un milagro; pero esto —por decirlo con una metáfora algo irreverente— hubiera sido rechazar el problema que Dios se había puesto a sí mismo cuando creó el mundo, el problema de manifestar su bondad a través de la pieza teatral completa de un mundo que contiene agentes libres, a pesar de, y por medio de su rebelión contra El. El símbolo de una pieza teatral, una sinfonía, o un baile, es útil aquí para corregir un cierto absurdo que puede surgir si hablamos demasiado de Dios planificando y creando el proceso del mundo para bien, y de ese bien siendo malogrado por el libre albedrío de las creaturas. Esto puede dar lugar a la ridícula idea de que la caída tomó a Dios por sorpresa y desbarató su plan, o si no —más ridículo aún— a que Dios planificó todo para condiciones que, Él bien sabía, no se realizarían jamás. De hecho, Dios por supuesto vio la crucifixión al crear la primera nebulosa. El mundo es una danza en la cual el bien que desciende de Dios, es alterado por el mal que surge de las creaturas, y el conflicto resultante es resuelto por la propia toma por parte de Dios, de la naturaleza doliente producida por el pecado. La doctrina de la libre caída sostiene que el mal, que es de este modo el combustible o la materia prima para el segundo y más complejo tipo de bien, no es contribución de Dios sino del hombre. Esto no quiere decir que, si el hombre hubiera permanecido inocente, Dios no habría podido inventar un todo sinfónico igualmente espléndido —suponiendo que insistimos en hacer tales preguntas. Pero siempre se debe recordar que cuando hablamos de lo que podría haber sucedido, de eventualidades fuera de toda realidad, en verdad no sabemos de qué estamos hablando. No hay tiempos o espacios fuera del universo existente, donde todo esto "pudiera suceder" o "pudiera haber sucedido". Creo que la forma más significativa de expresar la libertad real del hombre es decir que si existen, en algún otro lugar del actual universo, otras especies racionales aparte de éste, no es necesario suponer que también hayan caído. Nuestra actual condición, entonces, se explica mediante el hecho de ser miembros de una especie deteriorada. No quiero decir que nuestros sufrimientos sean un castigo por ser aquello que no podemos ahora menos que ser, ni que seamos moralmente responsables de la rebelión de un antepasado remoto. Sin embargo, si a nuestra actual condición la llamo de pecado original, y no meramente de desgracia original, es porque nuestra actual experiencia religiosa no nos permite considerarla de otra manera. Teóricamente, supongo que podemos decir, "Sí: nos comportamos como canallas, pero eso es porque somos canallas. Y, en todo caso, no es culpa nuestra". Pero el hecho de ser canallas, lejos de ser sentido como disculpa, es una vergüenza y un dolor mayor para nosotros, que cualquiera de los actos individuales que nos lleva a cometer. La situación no es tan difícil de comprender, como algunos la hacen parecer. Surge entre los seres humanos, cada vez que un niño mal criado es introducido en una familia respetable. Con toda razón se acuerdan de que el que sea un abusador, un cobarde, un chismoso y un mentiroso, "no es culpa suya" pero, sin embargo, sea como fuere que llegara a eso, su actual personalidad es detestable; no solamente la odian, sino que debieran odiarla. No pueden quererlo por lo que él es, solamente pueden tratar de convertirlo en lo que no es. Mientras tanto, a pesar de que el niño es muy desafortunado al haber sido educado de esa manera, no puede llamar "desgracia" a su personalidad, como si él fuera una cosa y su personalidad otra. Es él, él mismo, quien abusa y se escabulle, y se goza de hacerlo. Y si comienza a enmendarse, inevitablemente sentirá vergüenza y culpa de aquello que está empezando a dejar de ser.

 

Con esto he dicho todo lo que puede decirse del tema, en el nivel en el cual me siento capaz de abordarlo. Pero prevengo a mis lectores, una vez más, que este es un nivel poco profundo. Nada hemos dicho acerca del árbol de la vida y del de la sabiduría, que sin lugar a dudas encierran un gran misterio, y nada hemos dicho acerca de la afirmación paulina, "que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados"[6]. Es este el pasaje que se encuentra tras la doctrina patrística de nuestra presencia física en los lomos de Adán, y tras la doctrina de Anselmo respecto a nuestra inclusión, mediante ficción de derecho, en el Cristo sufriente. Estas teorías pueden haber ayudado en su época, pero a mí en nada me ayudan, y no voy a inventar otras. Los científicos nos han dicho, recientemente, que no tenemos derecho a esperar que el universo real deba ser retratable, y que si hacemos cuadros mentales para ilustrar la física cuántica, nos estamos alejando aún más de la realidad, y no acercándonos a ella[7]. Ciertamente, tenemos aún menos derecho a exigir que las realidades espirituales más altas sean retratables, o incluso explicables en términos de nuestro pensamiento abstracto. Hago notar que la dificultad de la fórmula paulina gira alrededor de la palabra en, y que esta palabra es usada una y otra vez en el Nuevo Testamento, con sentidos que no podemos entender totalmente. El que podamos morir "en" Adán y vivir "en" Cristo, me parece que implica que el hombre, tal como es realmente, difiere enormemente del hombre tal como nuestras categorías de pensamiento y nuestras imaginaciones tridimensionales tienden a representarlo; que la separatidad — modificada solamente por relaciones causales— que distinguimos entre individuos, es balanceada, en la realidad, por cierto tipo de "inter-desánimo" del cual no poseemos concepto alguno. Puede ser que los actos y sufrimientos de grandes individuos arquetípicos, tales como Adán y Cristo, sean nuestros no por ficción de derecho, por metáfora, o por causalidad, sino de un modo mucho más profundo. Es, por supuesto, imposible que los individuos se fundan en una especie de medio continuo espiritual, como creen los sistemas panteístas; eso queda excluido por todo el contenido de nuestra Fe. Pero puede existir una tensión entre la individualidad y algún otro principio. Creemos que el Espíritu Santo puede estar realmente presente, y en forma operativa, en el espíritu humano, pero no creemos — como los panteístas— que esto signifique que somos "partes", o "modificaciones", o "apariencias" de Dios. A la larga hemos de suponer que algo del mismo tipo es verdad — dentro de su grado apropiado— incluso en espíritus creados, que cada uno, a pesar de ser diferente, está realmente presente en todos, o en algunos; tal como nosotros habremos de tener que admitir la "acción a distancia", dentro de nuestro concepto de la materia. Todos habrán notado cómo el Antiguo Testamento parece a veces ignorar nuestro concepto de la individualidad. Cuando Dios promete a Jacob, "Yo iré allá [Egipto] contigo, y seré tu guía cuando vuelvas"[8], ello se cumple ya sea mediante la sepultura del cuerpo de Jacob en Palestina, o mediante el éxodo de Egipto, de sus descendientes. Es bastante correcto relacionar esta idea con la estructura social de comunidades primitivas, en que el individuo era constantemente pasado por alto en favor de la tribu o de la familia; pero deberíamos expresar esta relación mediante dos proposiciones de igual importancia: en primer lugar, que su experiencia social no permitía a los antiguos percatarse de algunas verdades que nosotros percibimos, y en segundo lugar, que los hacía sensibles a algunas verdades a las que nosotros estamos ciegos. La ficción de derecho, la adopción, la transferencia o imputación de mérito y culpa, no podrían haber tenido el papel que jugaron en teología, si siempre se hubiera sentido que son tan artificiales como ahora nos parecen ser.

 

He pensado correcto permitir esta mirada a aquello que, para mí, es un cortina impenetrable; pero, como ya he indicado, no forma parte de mi argumento actual.

 

Evidentemente sería poco serio intentar resolver el problema del dolor, produciendo otro problema. La tesis de este capítulo es simplemente que el hombre, como especie, se deterioró, y que el bien para nosotros en nuestro estado actual debe, por lo tanto, significar un bien principalmente reparador o correctivo. Qué lugar en realidad juega el dolor en tal remedio o corrección, es lo que se considerará a continuación.


 


[1] N.P. WILLIAMS. The Ideas of /he Fall and of Original Sin. p 516.

[2] La ciudad de Dios. XIV, xiii.

[3] I.e., narración de lo que puede haber sido el hecho histórico. Esto no debe confundirse con "mito" en el sentido dado por el Dr. Niebuhr (i.e., una representación simbólica de una verdad no histórica).

[4] Esta es una elaboración del concepto de ley según HOOKER. Desobedecer su ley adecuada (i.e., la ley que Dios hace para un ser como usted) significa encontrarse obedeciendo una de las leyes menores de Dios; e.g., si al caminar en pavimento resbaladizo usted descuida la ley de la prudencia, súbitamente se encontrará obedeciendo la ley de gravedad.

[5] Los teólogos habrán de notar que no estoy aquí intentando hacer una contribución a la controversia pelagiana-agustiniana. Solamente quiero decir que tal retorno a Dios no fue, e incluso no es ahora, un imposible. Donde se encuentre la iniciativa en cualquier instancia de ese retorno, es asunto sobre el cual no me pronuncio.

[6] I Cor. 15: 22.

[7] Sir James Jeans. The Mysterioux Universe, cap. 5.

[8] Gen. 46: 4.