IV. LA MALDAD HUMANA

 

No existe mayor señal de soberbia confirmada, que el sentirse suficientemente humilde. LAW. Serious Call, cap. xvi.

 

Los ejemplos del capítulo anterior buscaban mostrar que el amor puede producir dolor a su objeto, pero solamente en el supuesto que éste necesite transformarse para convertirse en un objeto totalmente amable. Ahora bien, ;por qué los hombres necesitamos tanta transformación? La respuesta cristiana —el haber usado nuestro libre albedrío para volvernos muy malos— es tan conocida, que apenas si necesita mencionarse. Pero, hacer de esta doctrina algo vivo en la mente del hombre moderno, incluso del cristiano moderno, es muy difícil. Cuando los apóstoles predicaban, podían suponer que había, incluso entre su público pagano, una conciencia real de ser merecedores de la ira divina. Los misterios paganos existían para apaciguar esa conciencia, y la filosofía epicúrea afirmaba liberar al hombre del temor al castigo eterno. Fue dentro de este contexto que apareció el Evangelio como buena nueva. Trajo la noticia de una posible cura, a hombres que sabían que estaban mortalmente enfermos. Pero, todo esto ha cambiado; ahora el cristianismo tiene que predicar el diagnóstico —una muy mala noticia, en sí— antes de conseguir audiencia para su tratamiento. Existen dos causas principales para ello. Una es el hecho que, durante aproximadamente cien años, nos hemos concentrado tanto en una de las virtudes —la "benevolencia" o misericordia— que la mayoría de nosotros siente que aparte de la benevolencia, nada es realmente bueno, y aparte de la crueldad, nada realmente malo. Esos desarrollos éticos tan desequilibrados no son poco frecuentes; otras épocas también han tenido sus virtudes preferidas y sus indiferencias curiosas. Y, si ha de cultivarse una virtud a expensas de las demás, ninguna tiene mayor derecho que la misericordia, ya que cada cristiano debe rechazar con aborrecimiento esa disimulada propaganda a favor de la crueldad, que trata de eliminar la misericordia del mundo dándole nombres tales como "humanitarismo" y "sentimentalismo". El verdadero problema reside en que la "benevolencia" es, con fundamentos bastante inadecuados, fatal y fácilmente atribuible a uno mismo. Todos se sienten benévolos cuando no existe algo que les moleste. Es así que un individuo, convencido de que "tiene el corazón bien puesto" y de que "sería incapaz de matar a una mosca", se consuela fácilmente de sus vicios restantes, aunque jamás haya hecho unsacrificio por un semejante. Pensamos que somos bondadosos cuando, en realidad, sólo somos felices; no es tan fácil, sobre las mismas premisas, imaginarnos templados, castos o humildes.

 

La segunda causa es el efecto que ha tenido el psicoanálisis, y en particular la teoría acerca de las represiones e inhibiciones, sobre la mentalidad corriente. Cualquiera sea el significado de estas teorías, la impresión que, de hecho, han dejado en la mayoría de la gente, es que el sentido de vergüenza es algo peligroso y dañino. Nos hemos esforzado por superar ese sentido de menoscabo, ese deseo de ocultar, que ya sea la naturaleza misma o la tradición de casi toda la humanidad han asociado a la cobardía, la falta de castidad, la falsedad y la envidia. Se nos dice que "saquemos las cosas a la superficie", no con el fin de humillarnos, sino sobre la base de que aquellas "cosas" son muy naturales y no debemos avergonzarnos de ellas. Pero, a menos que el cristianismo sea completamente falso, aquello que percibimos acerca de nosotros mismos en momentos de vergüenza debe ser lo único verdadero; incluso la sociedad pagana ha admitido, generalmente, que la desvergüenza es el nadir del alma. Al tratar de eliminar la vergüenza hemos demolido uno de los baluartes del espíritu humano, regocijándonos tontamente con la hazaña, al igual que hicieron los tróvanos al derrumbar sus murallas e introducir el caballo dentro de la ciudad. No creo que quede más que hacer, que empezar la tarea de reconstruir lo antes posible. Eliminar la hipocresía mediante la eliminación de la tentación a ella, es una locura: la "franqueza" de las personas que han caído más allá de la vergüenza, es una franqueza muy pobre. Para el cristianismo es esencial recuperar el antiguo sentido de pecado. Cristo da por un hecho el que los hombres sean malos. Mientras no sintamos realmente que esta suposición suya es verdadera, a pesar de formar parte del mundo que Él vino a salvar, no seremos parte de aquellos a quienes sus palabras están dirigidas. Nos hace falta la condición básica para entender de qué está hablando. Cuando los hombres intentan ser cristianos sin esta conciencia preliminar de pecado, es casi seguro que el resultado sea un cierto resentimiento hacia Dios, como alguien que siempre está exigiendo imposibles y que siempre se encuentra inexplicablemente airado. La mayoría de nosotros ha sentido, a veces, una secreta solidaridad para con el campesino moribundo, quien, al sermón del vicario acerca del arrepentimiento, respondió preguntando, "¿qué daño le he hecho a Él alguna vez?". Ahí está la verdadera dificultad. Lo peor que hemos hecho a Dios es abandonarlo. ¿Por qué no va a poder Él retribuirnos el cumplido? ¿Por qué no vivir y dejar vivir? ¿Qué derecho tiene Él, de todos los seres, a estar "enojado"? ¡Es fácil para Él ser bueno!

 

Ahora bien, cuando el hombre siente verdadera culpa —ocasiones muy poco frecuentes en nuestra vida— todas estas blasfemias se disipan. Podemos pensar que hay mucho que puede ser disculpado como debilidad humana, pero no esto; esta acción increíblemente vil y repulsiva, algo que ninguno de nuestros amigos hubiera cometido, algo de lo que incluso un perfecto granuja como X hubiera estado avergonzado, aquello que por nada del mundo dejaríamos que se publicara: eso no. En ese momento sabemos, realmente, que nuestro carácter, tal como lo revela esa acción, es y debería ser detestable para todos los hombres buenos, y si existen poderes que estén más allá de los hombres, también para ellos. Un Dios que no viera esto con disgusto implacable, no sería un ser bueno. Ni siquiera podemos desear un Dios así; es corno desear que se suprima cada nariz que existe en el universo; que el aroma del heno, de las rosas, o del mar, jamás volviera a deleitar a creatura alguna, porque resulta que nuestro propio aliento apesta. Cuando solamente decimos que somos malos, la "ira" de Dios parece una idea cruel; tan pronto como percibimos nuestra maldad, ella nos parece inevitable; nos parece un simple corolario de la bondad de Dios. El tener siempre presente la lucidez que deriva de un momento como el que he descrito, aprender a detectar la misma corrupción real inexplicable bajo disfraces cada vez más complejos es, por lo tanto, indispensable para llegar a entender verdaderamente la fe cristiana. Lo que digo no es doctrina nueva. Mi intención en este capítulo no es probar algo demasiado espléndido; solamente intento ayudar al lector (y, más aún, a mí mismo) a atravesar un pons asinorum[1] a dar el primer paso fuera del paraíso de los tontos y de la ilusión total. Pero la ilusión se ha vuelto tan tuerte en los tiempos modernos, que debo agregar algunas consideraciones para lograr que la realidad resulte menos increíble.

 

1. Nos engañamos al mirar lo externo de las cosas. Nos suponemos no mucho peores que Y, a quien todos reconocen como una buena persona, y por supuesto (a pesar de que no debiéramos decirlo en voz alta) mejores que el abominable X. Probablemente nos engañemos acerca de esto, incluso a nivel superficial. No esté tan seguro de que sus amigos lo encuentren tan bueno como a Y. El mismo hecho de que usted lo eligiera para la comparación, es sospechoso: probablemente esté muy por sobre usted y su círculo. Pero, supongamos que tanto Y como usted parecen "no malos". Qué tan engañosa sea la apariencia de Y, es algo entre él y Dios. Puede no ser engañosa; usted sabe que la suya sí lo es. ¿Le parece que esto es una jugarreta, porque podría decirle lo mismo a Y y a cada hombre a su vez? Pero ese es precisamente el punto. Todo hombre no demasiado santo o demasiado arrogante, tiene que "ser digno de" la apariencia externa de otros hombres; el individuo sabe que dentro de él existe ese algo que es mucho más bajo aún que su peor comportamiento externo, que su conversación más disoluta. En sólo un instante, mientras su amigo piensa buscando una palabra, ¿qué cosas pasan por su mente? Nunca hemos dicho toda la verdad. Podemos confesar hechos negativos —la cobardía más ruin o la impureza más despreciable y prosaica—, pero el tono es falso. El mismo acto de confesar, una íntima mirada hipócrita, una pizca de humor, todo esto contribuye a disociar estos hechos de su personalidad. Nadie podría imaginar lo familiar y, en cierto sentido, lo afines que estas cosas fueron a su alma, que iguales a todas las demás: ahí dentro, en la fantasiosa calidez interior, no fueron esa nota discordante, no fueron tan extrañas y diferentes al resto de su persona, como parecen serlo cuando se convierten en palabras. Damos a entender, y frecuentemente creemos, que vicios habituales son actos únicos excepcionales, y caemos en el error opuesto respecto a nuestras virtudes —como cuando el mal jugador de tenis llama a su juego habitual "un mal día" y toma sus escasos éxitos como lo normal en él. No creo que sea culpa nuestra el no poder distinguir la verdad real acerca de nosotros mismos; el persistente murmullo interior, de rencor, de celos, de sensualidad, de avaricia y autocomplacencia, sencillamente no se puede poner en palabras. Pero lo importante es que no debemos tomar nuestras expresiones, inevitablemente limitadas, como una declaración completa de lo peor que tenemos dentro.

 

2. Existe hoy en día una reacción, sana en sí, contra conceptos de moralidad meramente personales o domésticos, que indican un despertar de la conciencia social. Nos sentimos parte de un sistema social injusto y partícipes de una culpa colectiva. Esto es muy cierto; pero el enemigo puede explotar incluso verdades para engañarnos. Cuídese de no estar haciendo uso de la idea de culpa colectiva para distraer su atención de aquellas cargantes y antiguas culpas personales que nada tienen que ver con "el sistema" y que se pueden tratar sin necesidad de aguardar el milenio; puesto que la culpa colectiva puede, a lo mejor, no sentirse —y con seguridad no se siente— con la misma fuerza que la culpa personal. Para la mayoría de nosotros, tal como somos ahora, este concepto es una simple excusa para evadir el verdadero problema. Una vez que hayamos realmente aprendido a conocer nuestra corrupción individual, entonces podremos pensar en la culpa colectiva, y apenas seremos capaces de pensar mucho en ella. Mas, debemos aprender a caminar, antes de correr.

 

3. Tenemos la curiosa ilusión de que el tiempo de por sí elimina el pecado. He escuchado a otros, y me he escuchado a mí mismo, contar crueldades y falsedades cometidas durante la niñez, como si no incumbieran a quien las dice, e incluso con risa. Pero el tiempo, de por sí, nada hace al hecho o a la culpa del pecado. El pecado no se borra con el tiempo sino que con el arrepentimiento y la sangre de Cristo: si nos hemos arrepentido de esos pecados pasados, deberíamos recordar el precio de nuestro perdón y ser humildes. Y, frente al hecho del pecado, ¿es posible que haya algo que lo elimine? Todo tiempo es eternamente presente para Dios. ¿No es posible, al menos, que en algún plano de su eternidad multidimensional, lo vea a usted siempre en el cuarto de los niños sacándole las alas a una mosca, siempre el niño cíe colegio, adulando, mintiendo y codiciando, siempre el subalterno en ese momento de cobardía o insolencia? Puede ser que la salvación consista, no en suprimir estos momentos eternos, sino en la completa humildad que admite la vergüenza para siempre, alegrándose de que diera ocasión para la compasión de Dios, y feliz de que sea conocida por todo el universo. Quizá en ese momento eterno. San Pedro —me perdonará si me equivoco— esté siempre negando a su maestro. De ser así, sería en realidad verdad que para la mayoría de nosotros, en nuestra actual condición, los gozos del cielo son "un gusto adquirido", y que ciertos modos de vida pueden hacer que éste sea imposible de adquirir. Quizá los condenados son aquellos que no se atreven a ir a un  lugar tan público. Por supuesto que no sé si esto sea cierto, pero creo que vale la pena tener en mente su posibilidad.

 

4. Debemos cuidarnos de sentir que existe "seguridad en las cifras". Es natural sentir que si todos los hombres son tan malos como afirman los cristianos, entonces la maldad debe ser muy justificable. Si todos los niños re-prueban el examen, ¿es, seguramente, porque los trabajos deben haber sido demasiado difíciles? Eso sienten los profesores de ese colegio, hasta que se enteran que hay otros colegios en que el noventa por ciento de los niños aprobó el examen con los mismos trabajos. Es entonces que comienzan a sospechar que la falla no estaba en los examinadores. Además, muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de vivir en algún recodo de la sociedad, algún colegio en especial, una universidad, un regimiento o un gremio, en que la tónica era mala; y, dentro de ese recodo, algunas acciones eran consideradas simplemente normales ("todos lo hacen") y otras, impracticablemente virtuosas y quijotescas. Pero al salir de esa mala compañía hicimos un terrible descubrimiento: en el mundo exterior, nuestro "normal" era el tipo de cosa que ninguna persona decente tan siquiera se hubiera imaginado realizar, y aquello que nos parecía "quijotesco" era considerado el mínimo de decencia. Los que nos habían parecido escrúpulos morbosos y fantásticos mientras nos encontrábamos en el "recodo", resultaron ahora ser los únicos momentos de cordura que tuvimos en aquel lugar. Es sabio enfrentar la posibilidad de que toda la raza humana (siendo algo pequeño en el universo) sea, en realidad, precisamente ese recodo de maldad, un aislado mal colegio o regimiento, en el cual un mínimo de decencia se toma por virtud heroica y la corrupción total por una imperfección perdonable. Pero, ¿hay alguna evidencia, aparte de la doctrina cristiana, de que esto sea así? Me temo que sí la hay. En primer lugar, existen entre nosotros aquellas personas extrañas que no aceptan las normas locales, que demuestran la verdad alarmante de que un comportamiento diferente es en realidad posible. Peor aún, existe el hecho de que estas personas, incluso estando profundamente separadas en el tiempo y el espacio, tienen una sospechosa habilidad para estar de acuerdo unas con otras en lo principal, casi como si estuvieran en contacto con algún grupo grande de opinión fuera del recodo. Aquello que es común a Zarathustra, Jeremías, Sócrates, Gotama, Cristo[2] y Marco Aurelio, es algo bastante importante. En tercer lugar, dentro de nosotros mismos existe, incluso ahora, una aprobación teórica de este comportamiento que nadie practica. Aun estando dentro de ese recodo, no decimos que la justicia, la misericordia, la fortaleza y la templaza no tengan valor, sino solamente que la costumbre local es todo lo justa, valiente, templada y misericordiosa que pueda esperarse en forma razonable. Nos comienza a parecer como si las descuidadas reglas escolares, incluso dentro de este mal colegio, estuvieran conectadas con un mundo más amplio, y que cuando el período escolar termine nos podemos ver enfrentados a la opinión de ese mundo. Pero, lo peor de todo es lo siguiente: no podemos dejar de pensar que es solamente ese grado de virtud, que ahora consideramos impracticable, el que puede salvar a nuestra raza del desastre, aun en este planeta. El modelo que pareciera haberse introducido al "recodo" desde el exterior, resulta ser extremadamente significativo para las condiciones de éste; tan significativo, que una práctica constante de virtud por parte de la raza humana, aun cuando sólo fuera durante diez años, llenaría la tierra de polo a polo de paz, abundancia, salud, alegría y serenidad, como no podría hacerlo cosa alguna. Puede que acá sea costumbre considerar las reglas del regimiento como letra muerta o como opinión de perfeccionistas; pero incluso ahora, cualquiera que se detenga a pensar, se dará cuenta de que cuando nos enfrentemos al enemigo, esta negligencia le costará la vida a cada uno de nuestros hombres. Es entonces que envidiaremos a la persona "morbosa", al "pedante" o "entusiasta" que realmente ha enseñado a su compañía a disparar, a cavar, y a ahorrar el agua de sus cantimploras.

 

5. Según algunas personas, la sociedad más amplia con que aquí contrasto al "recodo" humano puede no existir y, en todo caso, no tenemos experiencia de ello. No conocemos ángeles ni razas incólumes, pero podemos obtener algún indicio de la verdad, incluso  entro de nuestra raza. Las diversas épocas y culturas pueden ser consideradas como "recodos" al comparar las unas con las otras. Unas páginas atrás dije que las diferentes épocas sobresalen en diferentes virtudes. Si acaso usted, entonces, alguna vez siente la tentación de pensar que nosotros, los europeos occidentales, no podemos ser tan malos porque, comparativamente hablando, somos humanitarios —si es que, en otras palabras, usted piensa que Dios puede sentirse satisfecho con nosotros en ese terreno—, pregúntese si Dios debía haberse sentido satisfecho con la crueldad de la épocas crueles, porque sobresalían en valor o castidad. Inmediatamente se dará cuenta de que esto es imposible. Al considerar qué nos parece la crueldad de nuestros antepasados, se puede tener una vaga noción de cómo a ellos les habría parecido nuestra blandura, nuestro espíritu mundano y nuestra timidez y, por consiguiente, lo que ambas deben parecerle a Dios.

 

6. Quizá mi insistencia en la palabra "benevolencia" ya haya provocado una protesta en la mente de algunos lectores. ¿No somos, en realidad, una época cada vez más cruel? Quizá lo somos, pero creo que nos hemos vuelto así por intentar limitar todas las virtudes a la benevolencia. Platón enseñó acertadamente, que la virtud es una. No se puede ser bueno, a no ser que se posean todas las demás virtudes. Si siendo cobarde, vanidoso y perezoso, aún no le ha causado mayor daño a un semejante, es sólo porque el bienestar de su prójimo todavía no ha entrado en conflicto con su propia seguridad, con su autocomplacencia, o con su comodidad. Todo vicio lleva a la crueldad. Incluso una emoción buena, la compasión, si no es controlada por la caridad y la justicia, conduce, por medio de la ira, a la crueldad. La mayoría de las atrocidades son estimuladas por la descripción de las atrocidades del enemigo, y la compasión por las clases oprimidas, al encontrarse totalmente separada de la ley moral, lleva mediante un proceso muy natural a las incesantes brutalidades de un reino del terror.

 

7. Algunos teólogos modernos han protestado, con cierta razón, contra una interpretación extremadamente moralista del cristianismo. La santidad de Dios es algo mayor y diferente a la perfección moral: su exigencia sobre nosotros es algo mayor y diferente a la del deber moral. No lo niego; pero esta idea, al igual que aquella acerca de la culpa colectiva, es usada muy fácilmente para evadir el problema real. Dios puede ser más que la bondad moral, pero no es menos. El camino a la tierra prometida pasa por Sinaí. La ley moral puede existir para que se la trascienda; pero no pueden trascenderla quienes no hayan primero aceptado las exigencias de ésta, luego tratado con todas sus fuerzas de cumplirlas, y hayan enfrentado objetivamente y con toda equidad el hecho de su fracaso.

 

8. "Ninguno cuando es tentado, diga que Dios lo tienta"[3]. Muchas escuelas de pensamiento nos animan a quitar de nuestros hombros la responsabilidad de nuestro comportamiento para adjudicársela a alguna necesidad inherente a la naturaleza de la vida humana y, por consiguiente, en forma indirecta, al Creador. La teoría evolucionista de que aquello que llamamos maldad es un legado ineludible de nuestros antepasados, o la teoría idealista de que es solamente el resultado de ser finitos, son formas populares de esta posición. El cristianismo admite, si es que he entendido bien las epístolas paulinas, que de hecho no es posible para el hombre una obediencia perfecta a la ley moral que está grabada en nuestro corazón y que percibimos como necesaria, incluso a nivel biológico. Esto plantearía una dificultad real acerca de nuestra responsabilidad, si acaso la obediencia perfecta tuviera alguna relación práctica con la vida de la mayoría de nosotros. Algún grado de obediencia, que usted y yo hemos fracasado en obtener en las últimas veinticuatro horas, es ciertamente posible. El problema fundamental no debe usarse como un medio más de evasión. La mayoría de nosotros nos sentimos menos preocupados por el asunto paulino que por la sencilla afirmación de William Law: "Si os detenéis aquí y os preguntáis por qué  no sois tan piadosos como lo fueron los primeros cristianos, vuestro propio corazón os  dirá que no es por ignorancia ni incapacidad, sino simplemente porque nunca lo habéis intentado concienzudamente"[4].

 

Si alguien describe este capítulo como una reafirmación de la doctrina de la depravación total, lo habrá malinterpretado. No creo en esa doctrina, en parte con el fundamento lógico de que si nuestra depravación fuera total, no sabríamos que somos depravados, y en parte porque la experiencia nos muestra que existe mucha bondad en la naturaleza humana. Tampoco estoy recomendando una tristeza universal. El sentimiento de vergüenza ha sido evaluado no como un sentimiento, sino que debido a la lucidez a la que conduce. Creo que esa lucidez debiera ser algo permanente en la mente de cada hombre; el que los sentimientos dolorosos que lo acompañan deban ser estimulados o no, es un problema técnico de la dirección espiritual, de la cual como seglar tengo poco derecho a hablar. Mi opinión, en lo que ella valga, es que toda tristeza que no surja ya sea del arrepentimiento de un pecado concreto y que lleve a una rectificación o reparación concreta, o que surja de la compasión y motive una ayuda activa, es simplemente mala, y creo que todos pecamos por desobeceder innecesariamente el mandato apostólico de "alegrarnos", tanto como lo hacemos por cualquier otra cosa. La humildad, después del primer impacto, es una virtud gozoza: es el incrédulo magnánimo, que trata desesperadamente de mantener su "fe en la naturaleza humana" frente a repetidas desilusiones, quien se siente verdaderamente triste.

 

Mi intención ha sido producir un efecto intelectual y no emocional: he estado tratando de hacer que el lector crea que efectivamente somos, en este momento, creaturas cuya personalidad en ciertos aspectos debe ser un horror para Dios, tal como es un horror para nosotros mismos cuando la vemos verdaderamente. Creo que éste es un hecho, y me doy cuenta de que cuanto más santo es un hombre, tanto más consciente está de ello. Quizá usted se haya imaginado que esta humildad de los santos es una ilusión piadosa que hace sonreír a Dios. Ese es un error muy peligroso. Es peligroso en teoría, porque le hace identificar una virtud (i.e., una perfección) con una ilusión (i.e., una imperfección), lo que debe ser una tontería. Es peligroso en la práctica, porque incentiva al hombre a confundir su lucidez inicial respecto a su propia corrupción, con los comienzos de una aureola alrededor de su cabecita. No cometa tal error. Confíe en los santos cuando dicen que ellos —incluso ellos— son malos; están declarando la verdad con exactitud científica.

 

¿Cómo se ha llegado a esta situación? En el próximo capítulo trataré de mostrar, cuanto pueda, la respuesta cristiana a esta pregunta.


 


[1] Nota trad. El puente de los asnos. Prueba de habilidad para inexpertos o ignorantes. Ayuda para entender aquello que es difícil de aprehender (término usado en inglés, francés y alemán).

[2] Menciono entre los maestros humanos al Dios encarnado para recalcar que la diferencia primordial que existe entre El y ellos no reside en las enseñanzas éticas (que es lo que aquí me interesa), sino en la persona y oficio.

[3] Sant. 1: 13.

[4] Serious Call, cap. 2.