III. LA BONDAD DIVINA

 

 El amor puede tolerar y el amor puede perdonar... pero jamás puede conciliarse con un objeto no amable... Por lo tanto, Dios no puede conciliarse con tu pecado, porque el pecado en sí es incapaz de sufrir alteración; pero Él sí puede conciliarse con tu persona, porque ésta puede ser sanada. TRAHERNE. Centuria of Meditations, II, 30.

 

Toda reflexión acerca de la bondad de Dios presenta de inmediato el siguiente problema. Por una parte, si Dios es más sabio que nosotros, su juicio debe diferir del nuestro en muchos aspectos, y no menos con respecto al bien y al mal. Lo que nos parece bueno puede, por lo tanto, no ser bueno a sus ojos; y lo que nos parece malo, puede no serlo. Por otra parte, si el juicio moral de Dios difiere en tal forma del nuestro que aquello que para nosotros es "negro" puede para Él ser "blanco", el que lo llamemos bueno significa absolutamente nada, ya que decir "Dios es bueno" y al mismo tiempo afirmar que su bondad es completamente diferente a la nuestra, es realmente sólo decir "Dios es, no sabemos qué". Y, una cualidad completamente desconocida de Dios no puede darnos un fundamento moral para amarle y obedecerle. Si Él no es (en nuestro sentido) "bueno", le obedeceremos—si es que lo hacemos— solamente por miedo, y deberíamos estar igualmente dispuestos a obedecer a un espíritu malévolo omnipotente. La doctrina de la depravación total —cuando se llega a la conclusión que, ya que somos completamente depravados, nuestra idea del bien vale simplemente nada— puede convertir el  cristianismo en una forma de culto al demonio.

 

La solución a este problema la encontramos al observar lo que sucede en las relaciones humanas cuando un hombre con normas morales inferiores se asocia con aquellos que son mejores y más sabios que él y, en forma gradual, aprende a aceptar las normas de éstos.

 

Da la casualidad que puedo describir este proceso con bastante exactitud, ya que lo he experimentado en forma personal. Cuando recién llegué a la universidad tenía tan poca conciencia moral como pueda tener un muchacho. Una leve aversión a la crueldad y a la tacañería era el máximo al cual podía llegar; de la castidad, la veracidad y el sacrificio personal, pensaba tanto como pueda pensar un mandril acerca de la música clásica. Por misericordia de Dios, caí en un grupo de jóvenes (dicho sea de paso, ninguno de ellos cristiano) que me eran suficientemente afines en lo intelectual e imaginativo como para establecer una amistad inmediata, pero que conocían la ley moral y trataban de  obedecerla.

 

Por lo tanto, su opinión respecto al bien y al mal era muy diferente a la mía. Ahora bien, lo que sucede en esos casos, en nada se parece a que a uno le pidan que considere "blanco" lo que, hasta ese momento, ha llamado negro. Los nuevos criterios morales nunca pasan a la mente como simples inversiones de criterios previos (aunque sí los invierten), sino como "señores a los que ciertamente se espera". A uno no le cabe duda hacia dónde se encamina: estos criterios se parecen al bien mucho más que la pizca de bien que uno ya poseía, pero, en cierto modo, son una prolongación de éste. La gran prueba a que nos vemos sometidos, es que el reconocimiento de los nuevos criterios va acompañado de un sentimiento de vergüenza y de culpa; uno está consciente de haberse tropezado con un grupo para el cual no está preparado. Es a la luz de tales experiencias que debemos considerar la bondad de Dios. Sin lugar a dudas, su idea de "bondad" difiere de la nuestra; pero no debemos temer que, a medida que uno se aproxime a ella, se nos pida que invirtamos nuestros criterios morales. Cuando uno se da cuenta de la diferencia significativa que existe entre la ética divina y la propia, no tiene la menor duda de que el cambio que se le pide va en dirección a lo que uno ya denomina "mejor". La "bondad" divina difiere de la nuestra, pero no es solamente diferente; difiere, no como el blanco del negro, sino tal como un círculo perfecto difiere del primer intento de un niño por dibujar una rueda. Pero, una vez que el niño ha aprendido a dibujar, sabe que el círculo que ahora hace, es lo que intentaba hacer desde un principio. Esta doctrina se da por supuesta en la Sagrada Escritura. Cristo llama a los hombres a arrepentirse; un llamado que no tendría significado alguno, si el criterio de Dios fuera simplemente diferente de aquel que los hombres ya conocían y eran incapaces de practicar. Dios apela a nuestro propio criterio moral, "¿cómo, por lo que pasa en vosotros mismos, no discernís lo que es justo?"[1]. En el Antiguo Testamento, Dios reprende a los hombres basándose en el concepto que ellos tenían de gratitud, fidelidad y justicia, y se coloca a sí mismo ante el tribunal, por así decirlo, de sus propias creaturas, al decirles, "¿qué tacha hallaron en mí vuestros padres cuando se alejaron de mí?"[2].

 

Espero que después de esta introducción se podrá sugerir, sin temor a equivocarse, que algunas de las ideas acerca de la bondad divina que tienden a dominar nuestro pensamiento, aunque rara vez se expresen en tantas palabras, están abiertas a crítica. Hoy en día se entiende por bondad de Dios casi exclusivamente su cariño, y puede ser que estemos en lo cierto. Y, dentro de este contexto, la mayoría de nosotros entiende el amor como benevolencia, como el deseo de ver a otros felices; no felices de esta u otra manera, sino simplemente felices. Lo que nos dejaría realmente satisfechos, sería un Dios que dijera de todo aquello que nos gusta hacer: "¿qué importa, con tal que estén contentos?". De hecho, deseamos no tanto un padre en los cielos, sino más bien un abuelito; una benevolencia senil a la que, como se dice, le "guste ver a los jóvenes entretenerse" y cuyo plan para el universo consistiera simplemente en que, al final de cada día, pudiera decirse, "todos lo pasaron bien". Admito que no muchas personas formularían una teología precisamente en esos términos, pero en el fondo de muchas mentes existe una idea no muy diferente a ésta.

 

No pretendo ser una excepción; me gustaría mucho vivir en un universo que estuviera gobernado en esos términos. Pero, dado que es suficientemente claro que no es así y como, sin embargo, tengo motivos suficientes para creer que Dios es amor, llego a la conclusión que mi idea de amor debe ser corregida.

 

Ciertamente podría haber aprendido, incluso de los poetas, que el amor es algo más severo y más espléndido que la mera benevolencia; que incluso el amor entre los dos sexos es, como se ve en Dante, "un señor de aspecto terrible". En el amor hay bondad, pero amor y benevolencia no son términos equivalentes; y, el separar la benevolencia de los demás elementos del amor, implica una cierta indiferencia fundamental hacia el objeto, incluso algo así como el desprecio. La benevolencia está pronta a aceptar la remoción de su objeto; todos hemos conocido personas cuya benevolencia constantemente los lleva a matar animales para que no sufran. A la benevolencia en sí, no le preocupa el que su objeto se vuelva bueno o malo con tal que éste no sufra. Como señala la Sagrada Escritura, es a los bastardos a quienes no se corrige; los hijos legítimos, aquellos que han de continuar la tradición familiar, reciben castigo[3]. Sólo para aquellas personas que no nos importan mayormente, es que exigimos felicidad a cualquier precio; con nuestros amigos, nuestros enamorados, nuestros niños, somos exigentes, y preferiríamos verlos sufrir mucho, que verlos felices de un modo despreciable y enajenado. Si Dios es amor, El es, por definición, más que simple benevolencia. Y, según nos consta, a pesar de habernos reprendido y condenado con frecuencia, jamás nos ha mirado con desprecio. Dios nos ha hecho el intolerable cumplido de amarnos en el sentido más profundo, más trágico y más inexorable. La relación que existe entre Creador y creatura es, por supuesto, única y no se la puede comparar con ninguna relación entre una creatura y otra. Dios está a la vez más distante y más cercano a nosotros que ningún otro ser. Está más distante, porque la sola diferencia entre lo que es el ser en sí mismo y aquello a quien el ser le es comunicado, hace que la diferencia que existe entre un arcángel y una lombriz sea una insignificancia. Dios hace, nosotros somos hechos; El es original, nosotros derivados. Pero, mismo tiempo, y por esto mismo, la intimidad que existe entre Dios y las creaturas —incluso con la más insignificante de ellas— es mayor que cualquier relación que puedan llegar a tener las creaturas entre sí.

 

Cada momento de nuestra vida es mantenido por Dios; nuestro pequeño y milagroso poder de libre albedrío opera solamente en cuerpos que la continua energía de Dios mantiene en existencia —nuestra capacidad de pensar es su poder comunicado a nosotros. Una relación tan única puede ser entendida solamente mediante analogías; a partir de los diversos tipos de amor conocidos entre las creaturas, podemos llegar a formarnos una idea —que aunque útil, es inadecuada— del amor de Dios por el hombre.

 

La forma más inferior de amor, y que es "amor" solamente por una extensión de la palabra, es aquella que siente el artista por su creación. La relación de Dios con el hombre aparece representada de este modo en Jeremías, cuando habla del alfarero y la vasija de barro[4]; o San Pedro, cuando se refiere a toda la Iglesia como un edificio sobre el cual Dios trabaja, y a sus miembros como a las piedras de éste[5]. La limitación de tal analogía es, por supuesto, que en el símbolo el sujeto no es sensible y, por lo tanto, algunas cuestiones relativas a justicia y misericordia que surgen cuando las "piedras" son realmente "vivas", quedan sin representar. Pero, hasta donde cabe, es una analogía importante. Somos, no en forma metafórica sino de modo muy real, una obra de arte divino; algo que Dios está realizando y, por lo tanto, algo con lo cual no estará satisfecho hasta que alcance una característica determinada. Nuevamente nos topamos con aquello que he llamado el "intolerable cumplido". Puede ser que un artista no se tome mayor trabajo al hacer un bosquejo a la rápida para entretener a un niño; puede que lo dé por terminado, a pesar de no estar exactamente como pretendía que fuera. Pero, con la gran obra de su vida —la obra que ama tan intensamente, aunque de manera diferente, como un hombre ama a una mujer, o una madre a su hijo— se tomará molestias interminables y, sin lugar a dudas, causaría molestias interminables a su cuadro, si éste fuera sensible. Uno puede imaginarse a un cuadro sensible después que ha sido borrado, raspado y recomenzado por décima vez, deseando ser sólo un pequeño bosquejo que se termina en un minuto. De igual forma, es natural que nosotros deseemos que Dios hubiese proyectado para nosotros un destino menos glorioso y menos arduo; pero, en tal caso, no estaríamos deseando más amor, sino menos.

Otra clase de amor es aquel que siente el hombre por un animal, relación usada constantemente en la Sagrada Escritura para simbolizar aquella que existe entre Dios y los hombres, "pueblo suyo y ovejas de su pasto"[6]. En ciertos aspectos esta analogía es mejor que la anterior, porque el grupo inferior —si bien evidentemente inferior— es sensible; pero, no es tan buena, en la medida que el hombre no ha hecho a la bestia y no la comprende plenamente. El gran mérito de esta analogía reside en que la relación entre, por ejemplo, un hombre y un perro se efectúa básicamente por consideración al hombre; éste, básicamente, domestica al perro para amarlo y no para que éste le pueda amar, para que el perro le sirva y no para servirlo a él. Sin embargo, los intereses del perro no son sacrificados en pro de los intereses del hombre. Una de las finalidades (que el hombre ame al perro) no puede lograrse plenamente a menos que el perro, a su modo, también lo ame; y, el perro tampoco puede servir al hombre a menos que éste, de manera diferente, también le sirva. Ahora bien, precisamente porque el perro es, según criterios humanos, una de las "mejores" criaturas irracionales y un objeto apropiado para ser amado por el hombre —amado, por supuesto, con el grado y tipo de amor adecuados para tal objeto y no con un tonto y exagerado antropomorfismo—, éste interfiere con su naturaleza y lo vuelve capaz de inspirarle cariño.

 

En su estado natural, el perro tiene olor y hábitos que le privan del amor del hombre; éste lo lava, lo domestica, le enseña a no robar y, de esta manera, se le hace posible quererlo. Todo este procedimiento haría al cachorro—si éste fuera un teólogo— tener serias dudas acerca de la "bondad" del hombre; pero, el perro adulto y entrenado, de mayor tamaño, más sano y más longevo que el perro salvaje, admitido como por gracia a un mundo de afectos, lealtades y comodidades muy por sobre su destino animal, no tendría tales dudas. Debe tenerse en cuenta que el hombre (me refiero al hombre bueno), se toma todas estas molestias con el perro y le causa todos esos sufrimientos, solamente porque éste se encuentra en un alto lugar dentro de la escala animal, porque está tan cerca de inspirar cariño que le vale la pena hacer que lo inspire del todo. El hombre no domestica a un gusano ni baña a los ciempiés. Podemos, por cierto, desear que tuviéramos tan poca importancia para Dios como para que nos dejara abandonados a nuestros impulsos naturales, que se desistiera de tratar de convertirnos en algo tan diferente a nuestro ser natural. Pero, una vez más, no estaríamos pidiendo más amor, sino menos. Una analogía más noble —ratificada por el contenido constante de las enseñanzas de Nuestro Señor— es aquella entre el amor de Dios por el hombre y el de un padre por un hijo. Sin embargo, cada vez que se recurre a ella (es decir, cada vez que rezamos el Padre Nuestro), se debe recordar que el Salvador la usó en una época y lugar en que la autoridad paterna era muchísimo mayor de lo que ésta es en la Inglaterra moderna. Un padre semiavergonzado de haber traído a su hijo al mundo, temeroso de reprimirlo por miedo a crearle inhibiciones, o incluso temeroso de educarlo por miedo a interferir con su independencia mental, es un símbolo muy engañoso de la paternidad divina. No me  refiero a si la autoridad de los padres, como se entendía en la antigüedad, era algo bueno o malo, solamente me limito a explicar lo que el concepto de paternidad habría significado para aquellos primeros que oyeron a Nuestro Señor y, por cierto, para sus sucesores, durante muchos siglos. Esto es más evidente aún, si se considera cómo ve Nuestro Señor (a pesar de ser, como creemos, uno con su Padre y co-eterno con Él, como ningún hijo lo es con su padre terrenal) su propia condición de hijo, sometiendo su voluntad por completo a la voluntad paterna, sin siquiera permitir que se le llame "bueno", porque Bueno es el nombre del Padre. En este símbolo, amor entre padre e hijo quiere decir, esencialmente, amor autoritario por un lado y amor obediente por el otro. El padre usa su autoridad para hacer del hijo esa clase de ser humano que él, con justa razón y desde su sabiduría mayor, quiere que éste sea. Incluso el que alguien hoy en día dijera, "amo a mi hijo, pero no me importa que tan sinvergüenza sea con tal que lo pase bien", no tendría significado alguno. Por último, nos topamos con una analogía llena de peligros y de aplicación mucho más limitada pero que, sin embargo, resulta por el momento ser la más útil para el propósito especial que nos hemos propuesto —me refiero a la analogía entre el amor de Dios por el hombre y el de un hombre por una mujer. Ésta se usa libremente en la Sagrada Escritura.

 

Israel es una esposa desleal, pero su esposo celestial no puede olvidar aquellos días más dichosos: "He recordado el afecto de tu juventud y el amor de tus despósanos: tú me seguías en el desierto, en aquella tierra que no se siembra"[7]. Israel es la novia indigente, la niña extraviada a quien su enamorado encontró abandonada a la vera del camino y a quien cubrió, engalanó e hizo hermosa; y, pese a todo esto, ella le traicionó[8]. Santiago nos llama "adúlteras" porque nos desviamos hacia "la amistad del mundo", mientras Dios, "el espíritu que habita en vosotros os codicia con celos"[9]. La Iglesia es la esposa del Señor, a quien Él ama tanto que en ella no hay mácula ni arruga que sea tolerable[10]. La verdad que enfatiza esta analogía es que el amor, por su misma naturaleza, exige perfeccionar al ser amado; que la simple benevolencia que tolera cualquier cosa a excepción del sufrimiento a quien es objeto de su cariño, es el polo opuesto del amor. Al enamorarnos de una mujer, ¿deja de importarnos el que sea limpia o sucia, buena o mala?, ¿no es más bien entonces que nos empieza a importar?, ¿hay alguna mujer que considere una señal de amor en un hombre, el que éste no sepa ni le importe cómo se vea? Ciertamente se puede amar al ser amado cuando éste ha perdido su belleza, pero no porque la haya perdido; el amor puede perdonar todas las debilidades y amar a pesar de ellas, pero no puede dejar de anhelar que éstas desaparezcan. El amor es más sensible que el odio a cada imperfección del ser amado; su "sentimiento es más suave y sensible que los tiernos cuernitos del caracol". Es, de todos los poderes, aquel que más perdona, pero el que menos tolera; aquel que se contenta con poco, pero que exige todo.

 

Cuando el cristianismo dice que Dios ama al hombre, quiere decir precisamente eso: que Dios ama al hombre, no que tiene una preocupación algo "desinteresada" —por serle indiferente— por nuestro bienestar, sino porque somos en verdad de una manera terrible y sorprendente, objetos de su amor. Quería un Dios amoroso, ahí lo tiene. El gran espíritu al que invocó tan livianamente, "el señor de aspecto terrible", está presente; no una benevolencia senil que a modo somnoliento le desea que sea feliz a su manera, no la fría filantropía del juez escrupuloso, ni el cuidado de un anfitrión que se siente responsable de  a comodidad de sus invitados, sino que el fuego consumidor mismo, el amor que hizo los mundos, persistente como el amor del artista por su obra y despótico como el amor de un hombre por su perro; prudente y venerado, como el amor de un padre por su hijo; celoso, inexorable y exigente, como el amor entre ambos sexos. Cómo es que esto sucede, no lo sé; el porqué cualquier creatura —para qué decir creaturas como nosotros— habría de tener un valor tan prodigioso a los ojos de su creador, supera a la razón. Es, ciertamente, un peso de gloria que está más allá, no solamente de nuestro merecimiento sino también, a excepción de escasos momentos de gracia, de nuestros deseos; nos sentimos inclinados, como las doncellas en la antigua comedia, a menospreciar el amor de Zeus[11]. Pero el hecho parece indiscutible; el impasible habla como si experimentara pasión, y aquello que contiene en sí mismo la causa de su propia dicha y de toda otra dicha, habla como si estuviera necesitado y ansioso. "¿No es Efraim mi querido hijo? ¿No es mi niño amado? Pues siempre que le amenazo, le recuerdo vivamente aún; por eso se han conmovido por amor suyo mis entrañas"[12]. "¿Cómo te abandonaré ¡oh Efraim!? ¿Cómo te entregaré ¡oh Israel!? Mi corazón se conmueve, mis entrañas gimen"[13]. "¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus pollitos bajo las alas, y tú no lo has querido!"[14].

 

El problema de conciliar el sufrimiento humano con la existencia de un Dios que ama, es insalvable solamente mientras se atribuye un significado trivial a la palabra "amor", y mientras las cosas se ven como si el hombre fuera el centro de ellas. El hombre no es el centro. Dios no existe por el bien del hombre; el hombre no existe por su propio bien, "porque tú creaste todas las cosas, y por tu querer subsisten y fueron creadas"[15]. Fuimos hechos, fundamentalmente, no para que podamos amar a Dios (a pesar de que fuimos hechos para eso también), sino para que Dios nos ame, para que nos podamos convertir  en objetos en los cuales Dios pueda reposar "complacido".  Pedir que el amor de Dios se complazca con nosotros tal como somos, sería pedir que Dios deje de ser Dios; por ser Él lo que es, su amor debe verse dificultado y repelido, dada la naturaleza de las cosas, por ciertos estigmas de nuestro actual carácter y, porque ya nos ama, debe trabajar para convertirnos en objetos que inspiren cariño. No podemos, en nuestros mejores momentos, siquiera desear que Dios se conciliara con nuestras actuales impurezas, como tampoco la pordiosera podría pedir que el rey Cophetua[16] se sintiera satisfecho con sus andrajos y su mugre; o que un perro, una vez que hubiese aprendido a amar al hombre, deseara que éste tolerara a la creatura ruidosa, pulguienta y contaminante de la jauría salvaje. Lo que aquí y ahora llamaríamos nuestra "felicidad" no es el fin que Dios tiene principalmente en vista; pero, cuando seamos de una manera tal, que Él pueda amarnos sin impedimento, seremos en verdad felices. Me doy cuenta, claramente, que el desarrollo de mi argumento puede provocar una queja. Había prometido que al tratar de entender la bondad divina, no se nos debería pedir aceptar una mera inversión de nuestra propia ética. Pero, se puede objetar que es precisamente esto lo que se ha pedido aceptar. Puede que se diga, que el tipo de amor que atribuyo a Dios es justamente aquel que en los seres humanos describimos como "egoísta" o "posesivo", y contrasta desfavorablemente con otro tipo de amor, el que busca en primer lugar la felicidad del ser amado y no la satisfacción del enamorado. No estoy seguro de que esto sea lo que siento, incluso respecto al amor humano. No creo que valoraría mucho el cariño de un amigo que se preocupara solamente de mi felicidad y no objetara el que me volviera deshonesto. Sin embargo, acepto la queja, y la respuesta a ella pondrá el tema bajo un ángulo diferente y corregirá aquello que ha sido parcial en nuestra discusión.  Lo cierto es que esta antítesis entre el amor egoísta y el amor altruista no puede aplicarse sin ambigüedades al amor de Dios por sus creaturas. Los conflictos de intereses y, por lo tanto, las ocasiones, ya sea de egoísmo o de desprendimiento, se dan solamente entre seres que habitan un mundo común; Dios no puede entrar a competir con una creatura, como tampoco Shakespeare puede hacerlo con Viola[17]. Es cuando Dios se hace hombre y vive como creatura entre sus propias creaturas en Palestina, que su vida es en realidad una renuncia suprema y conducente al calvario. Un filósofo moderno panteísta ha dicho, "cuando el absoluto cae al mar se convierte en pez"; de igual modo, los cristianos podemos señalar la encarnación y decir que, al despojarse Dios de su gloria y someterse a aquellas condiciones sólo bajo las cuales el egoísmo y el altruismo tienen un significado claro, es que se le ve como totalmente altruista. Pero, no puede pensarse fácilmente de la misma manera de Dios en su trascendencia, de Dios como fundamento incondicionado de todas las condiciones. Al amor humano se le llama egoísta cuando busca satisfacer sus propias necesidades a expensas de las del ser amado, como cuando un padre mantiene a sus hijos en la casa porque no puede privarse de su compañía, aun cuando debieran, por el bien de ellos, ser lanzados al mundo. La situación implica una necesidad o una pasión en el ser que ama, una necesidad incompatible con ésta en el ser amado, y la negligencia o ignorancia culpable del enamorado con respecto a las necesidades del ser amado. Ninguna de estas condiciones se encuentra presente en la relación de Dios con el hombre. Dios no tiene necesidades. El amor humano, tal como enseña Platón, es hijo de la pobreza, de una necesidad o de una carencia; es causado por un bien real o supuesto del ser amado, que el enamorado necesita y desea. Pero el amor de Dios, lejos de ser causado por la bondad del objeto, origina toda la bondad que hay en el objeto, primero amándole al darle la existencia y luego dándole una capacidad real, aun cuando derivada, de inspirar cariño. Dios es bondad.

 

Él puede dar el bien, pero no puede necesitarlo o recibirlo. En este sentido, todo el amor de Dios es, por definición, infinitamente generoso; tiene todo para dar, y nada que recibir. De ahí que, si Dios habla a veces como si el impasible pudiera experimentar pasión y la plenitud eterna pudiera sufrir necesidad, y necesidad de aquellos seres a quienes confiere todo, desde la propia existencia en adelante, esto solamente puede significar —si es que significa algo inteligible para nosotros— que Dios se ha hecho a sí mismo, por simple milagro, capaz de sentir esta necesidad, y ha creado en Él aquello que nosotros podemos satisfacer. Si Dios nos necesita, es porque ha elegido tal necesidad; si el corazón inmutable puede ser herido por las marionetas que Él mismo ha creado, es la omnipotencia divina, y no otra cosa, quien así lo ha subordinado libremente y con una humildad que sobrepasa todo entendimiento. Si el mundo principalmente existe no para que podamos amar a Dios, sino para que Dios pueda amarnos a nosotros, es porque, a un nivel más profundo, esto es así para nuestro bien. Si aquél que en sí mismo no puede carecer cosa alguna, elige necesitarnos, es porque necesitamos que nos necesiten. Frente y tras todas las relaciones de Dios con el hombre, tal como las hemos conocido a través del cristianismo, se abre el abismo de un acto divino de donación pura: el elegir al hombre sacándolo de la nada para ser el amado por Dios y, por lo tanto (en cierto sentido), necesitado y deseado por Dios; quien, aparte de ese acto, nada necesita y desea, ya que posee y es toda bondad desde toda eternidad. Y ese acto es para nuestro bien. Es bueno para nosotros conocer el amor, y mejor aún, conocer el amor del mejor objeto de todos, Dios. Pero, conocerlo en un amor en el que fuéramos nosotros los cortejantes y Dios el cortejado, en el que nosotros buscáramos y El fuera encontrado, en el que su aveniencia a nuestras necesidades estuviera en primer lugar y no la nuestra a las suyas, sería conocer el amor de un modo falso a la naturaleza misma de las cosas. Porque solamente somos creaturas, nuestro rôle debe ser siempre el de paciente frente al agente, el de femenino frente a lo masculino, el de espejo frente a la luz, el de eco frente a la voz. Nuestra mayor actividad debe ser de respuesta, no de iniciativa. Experimentar el amor de Dios en forma verdadera y no ilusoria es, por lo tanto, experimentarlo como un abandono nuestro a su exigencia, como un aveniencia nuestra a sus deseos; experimentarlo de manera opuesta es, por así decirlo, un solecismo contra la gramática del ser. No voy a negar, por supuesto, que a cierto nivel podemos hablar, con toda propiedad, de la búsqueda de Dios por parte del alma, y de Dios como receptivo al amor del alma; pero, a la larga, la búsqueda de Dios por parte del alma, solamente es un modo o un aspecto (Erscheinung) [18] de la búsqueda del alma por parte de Dios, dado que todo procede de Él, que la posibilidad misma de amar es un regalo suyo, y que nuestra libertad es solamente una libertad para dar una mejor o peor respuesta. De ahí que piense que nada separa tanto el deísmo pagano del cristianismo como la doctrina de Aristóteles, al decir que Dios mueve el universo, permaneciendo Él inmóvil, como el amado mueve a un enamorado[19]. Pero, para la cristiandad, "en esto está la caridad: no en que nosotroshayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero a nosotros"[20]. La primera condición, entonces, de lo que entre los hombres se llama amor egoísta, no se da en Dios. En Él no hay necesidades naturales, no hay pasiones que compitan con su deseo de bien para con el amado; o si en Él existe algo que debamos imaginar a la manera de analogía de una pasión, de una necesidad, existe por su propia voluntad y para nuestro bien. Tampoco se da en Dios la segunda condición. Los intereses reales de un niño pueden diferir de aquellos que el afecto de su padre exige en forma instintiva, porque el niño es un ser diferente del padre, con una naturaleza que tiene sus propias necesidades y que no existe únicamente para el padre, ni tampoco encuentra su perfección completa en ser amado por él, y al cual el padre tampoco entiende plenamente. Pero las creaturas, sin embargo, no están tan separadas de su Creador, como tampoco Él puede malinterpretarlas. El lugar que Él les tiene destinado dentro de su esquema de las cosas, es el lugar para el cual están hechas. Cuando éstas lo alcanzan, su naturaleza se cumple y su felicidad se logra: se ha compuesto un hueso roto en el universo; la angustia se ha terminado. Cuando queremos ser algo diferente a aquello que Dios quiere de nosotros, estamos deseando algo que, de hecho, no nos hará felices. Aquellas exigencias divinas que suenan a nuestros oídos más bien como las de un déspota, que como las de alguien que nos ama, en realidad nos guían hacia donde deberíamos querer dirigirnos, si supiéramos "lo que queremos Dios nos exige alabanza, obediencia, postración. ¿Suponemos que éstas pueden causarle a Él algún bien, o tememos, como el coro en Milton, que la irreverencia humana puede traer consigo "la disminución de su gloria"? Un hombre no puede disminuir la gloria de Dios, así como tampoco un loco puede apagar el sol escribiendo la palabra "oscuridad" en las paredes de su celda. Pero Dios desea nuestro bien, y nuestro bien es amarlo (con ese amor sensible, propio de las creaturas), y para amarle debemos conocerle; y si le conocemos, de hecho caeremos postrados. De no ser así, eso solamente indica que aquello que estamos intentando amar no alcanza a ser Dios, a pesar de que puede ser la aproximación más cercana a Dios que nuestro pensamiento y fantasía puedan alcanzar. Sin embargo, no es sólo una llamada a la postración y al asombro; es una llamada a reflejar la vida divina, una participación de la creatura de los atributos divinos, que está mucho más allá de nuestros deseos actuales. Se nos pide que nos "vistamos de Cristo", que nos volvamos semejantes a Dios. Es decir, nos guste o no, Dios se propone otorgarnos aquello que necesitamos, no aquello que creemos necesitar. Una vez más, nos sentimos cohibidos por el "intolerable cumplido", por exceso de amor, no por escasez de éste. Aún así, quizá incluso esta perspectiva no alcance a llegar a la verdad. No se trata simplemente de que Dios arbitrariamente nos haya hecho de tal modo, que Él sea nuestro único bien. Más bien, Dios es el único bien de todas las creaturas; y, por necesidad, cada una debe hallar su bien en aquel modo y grado de goce de Dios que es propio a su naturaleza. El modo y grado pueden variar según la naturaleza de la creatura; pero que pueda haber alguna vez cualquier otro bien, es un sueño ateísta. George Macdonald, en un pasaje que ahora no puedo encontrar, presenta a Dios diciéndole a los hombres, "Vosotros debéis ser fuertes con mi fortaleza y benditos con mi bendición, porque no tengo otras que daros". Esa es la conclusión de todo el asunto. Dios otorga aquello que posee, no lo que no posee: otorga la felicidad que hay, no la que no existe. Ser Dios, ser semejante a Dios v compartir su bondad respondiendo como creaturas, ser desgraciado: estas son las únicas tres alternativas. Si no aprendemos a comer el único alimento que produce el universo, el único alimento que cualquier universo posible puede producir, entonces tendremos que padecer hambre eternamente.


 


[1] Lc. 12: 57.

[2] Jer. 2: 5.

[3] Heb. 12: 8.

[4] Jer. 18.

[5] Pe. 2: 5.

[6] Nota trad.. Sal. 99

[7] Jer. 11:2.

[8] Ez. 16: 6-15.

[9] Sant. 4: 4-5.

[10] Ef. 5: 27.

[11] Prometeus Vinctus, 887-900.

[12] Jer. 31: 20.

[13] Os. 11:8.

[14] Mt. 23: 37.

[15] Ap. 4: 11.

[16] Nota trad. Rey. legendario de África que se enamora de una pordiosera. La historia aparece en una balada en Reliques of Ancient English Poetry de THOMAS PERCY. También cfr. SHAKESPEARE Trabajos de amor perdidos, Romeo y Julieta y El rey Enrique IV.

[17] Nota trad. W. SHAKESPEARE. Noche de Epifanía.

[18] Nota trad. Aparición, manifestación de algo sobrenatural.

[19] Metafísica. XII, 7.

[20] Jn. 4: 10.