X. EL CIELO

 

Es necesario que despertéis en vos todo lo que tenéis de fe. Permaneced todos tranquilos; o los que crean ilícita la obra que emprendo, que se retiren. SHAKESPEARE. El cuento de invierno

Hundido en la profundidad de tu misericordia déjame morir la muerte que cada alma que vive desea morir. COWPER. "Madame Guion".

 

"Yo estoy persuadido", dice San Pablo, "de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros"[1]. Si esto es así, un libro acerca del sufrimiento que nada diga del cielo, está dejando fuera casi la totalidad de una parte del asunto. La Sagrada Escritura y la tradición habitualmente ponen en la balanza los gozos del cielo en contraposición a los sufrimientos de la tierra, y ninguna solución al problema del sufrimiento que no haga tal, puede llamarse cristiana. Hoy en día nos avergonzamos mucho aun sólo de mencionar el cielo. Le tenemos miedo a la burla acerca de los "castillos en el cielo" y a que se nos diga que estamos tratando de "escaparnos" del deber de hacer un mundo feliz aquí y ahora, con sueños de un mundo feliz en otro lugar. Pero, o hay "castillos en el cielo", o no los hay. Si no los hay, entonces el cristianismo es falso, ya que esta doctrina es parte de todo su tejido. Si los hay, entonces esta verdad, al igual que toda otra, debe ser enfrentada, sea útil o no en reuniones políticas. Además, tememos que el cielo sea un soborno, y que si lo convertimos en nuestra meta ya no seremos desinteresados. Esto no es así. El cielo no ofrece cosa alguna que un alma mercenaria pueda desear. Decir a los puros de corazón que ellos verán a Dios, es algo seguro, ya que solamente los puros de corazón lo desean. Éstas son recompensas que no mancillan los motivos. El amor de un hombre por una mujer no es mercenario porque quiera casarse con ella, tampoco es mercenario su amor por la poesía porque desee leerla, ni su amor por el ejercicio es menos desinteresado porque quiera correr, saltar y caminar. El amor, por definición, busca gozar de su objeto. Usted puede pensar que existe otra razón para nuestro silencio acerca del cielo —especialmente, que no lo deseamos realmente. Pero eso puede ser una ilusión. Lo que ahora voy a decir es meramente una opinión personal sin la menor autoridad, la que someto al juicio de mejores cristianos y mejores eruditos que yo.

 

Ha habido momentos en que creo que no deseamos el cielo; pero con mayor frecuencia me encuentro pensando si acaso, en lo más profundo de nuestros corazones, hemos alguna vez deseado otra cosa. Usted podrá haber notado que los libros que ama verdaderamente están unidos por un hilo secreto. Usted sabe muy bien cuál es la cualidad común que hace que usted los ame, a pesar de que no puede ponerlo en palabras; pero la mayoría de sus amigos no lo ve en absoluto, y a menudo se preguntan cómo, gustándole éste, también le gusta ese otro. También, usted se ha parado frente a un paisaje, que parece encarnar aquello que ha estado buscando durante toda su vida, y entonces se ha vuelto hacia el amigo que está a su lado, quien pareciera estar viendo lo que usted vio; pero al decir las primeras palabras un abismo se abre entre ustedes, y se da cuenta de que este paisaje significa algo totalmente diferente para él, de que está buscando una visión distinta y que no le importa la inefable sugerencia que a usted le ha transportado. Incluso en sus pasatiempos favoritos, ¿no ha habido siempre una atracción secreta que los demás curiosamente ignoran, algo que está siempre al borde de revelarse a través de, pero que no debe ser identificado con, el aroma de la leña cortada en el taller o el golpeteo del agua contra el costado del bote? ¿No nacen todas las amistades perdurables en el momento en que finalmente usted encuentra otro ser humano que tiene cierta vaga noción (pero tenue e incierta incluso en el mejor de los casos) de ese algo que usted nació deseando, y que, bajo el flujo de otros deseos en todos los silencios momentáneos entre las más fuertes pasiones, noche y día, año tras año, desde la infancia hasta la vejez, usted está buscando, está esperando, está atento a? Usted jamás lo ha tenido. Todas las cosas que alguna vez han poseído su alma profundamente, han sido solamente insinuaciones —vistazos tentadores, promesas nunca completamente realizadas, ecos que murieron al llegar al oído. Pero si se llegara a manifestar realmente —si alguna vez llegara un eco que no muriese, sino que se hinchara del sonido mismo— usted lo sabría. Sin lugar a dudas diría, "aquí está el objeto para el cual fui hecho". No nos podemos contar uno a otro acerca de ello. Es la firma secreta de cada alma, el anhelo incomunicable e inapaciguable, el objeto que deseábamos antes de conocer a nuestras esposas, o hacernos de amigos, o elegir nuestro trabajo, y que aun desearemos en nuestro lecho de muerte, cuando la muerte ya no sepa de esposa, o amigo, o trabajo. Mientras existamos, esto es así. Si perdemos esto, perdemos todo[2]. Esta firma en cada alma puede ser un producto de herencia y medio ambiente, pero eso solamente significa que la herencia y el medio ambiente se encuentran entre los instrumentos mediante los cuales Dios crea un alma. Me estoy refiriendo a cómo, no a por qué, Él hace a cada alma única. Si Él no tuviera ocasión de emplear todas estas diferencias, no veo por qué habría de haber creado más almas que una sola. Tenga por seguro que los pormenores de su individualidad no son misterios para Él, y un día ya no serán misterio para usted. El molde con el cual se hace una llave sería una cosa extraña, si usted jamás hubiera visto una llave; y la llave misma sería una cosa extraña, si usted jamás hubiera visto una cerradura. Su alma tiene una forma curiosa, porque es un hueco hecho para calzar con una determinada protuberancia de los contornos infinitos de la substancia divina, o una llave para abrir una de las puertas en la casa de muchas moradas. Porque no es la humanidad en abstracto la que ha de ser salvada, sino usted, usted, el lector individual, Juan Pérez o María González. Bienaventurada y afortunada creatura, sus ojos, y no los de otro, lo contemplarán a Él. Todo lo que usted es, aparte de los pecados, está destinado, si usted permite a Dios hacer el bien que quiere, a una completa satisfacción. El espectro de Brocken "le parecía a cada hombre como su primer amor", porque ella era un fraude. Pero Dios le parecerá a cada alma como su primer amor, porque Él es su primer amor. Su lugar en el cielo parecerá estar hecho para usted, y sólo para usted, porque usted fue hecho para Él —hecho para Él, puntada a puntada, como un guante a la mano.

 

Es desde este punto de vista que podemos entender el infierno en su aspecto de privación. Durante toda su vida, un éxtasis inalcanzable ha rondado apenas más allá del alcance de su conciencia. Ya viene el día en que usted se despertará para encontrar, más allá de toda esperanza, que lo ha alcanzado, o de lo contrario, que estaba a su alcance y que lo perdió para siempre.

 

Ésta puede parecer una noción peligrosamente privada y subjetiva de la perla de gran valor, pero no lo es. Aquello de lo cual estoy hablando no es una experiencia. Usted solamente ha experimentado el anhelo de ello. La cosa misma jamás se ha encarnado en pensamiento, imagen o emoción alguna. Siempre lo ha llamado fuera de usted mismo, y si usted no quiere salir de usted mismo para seguirlo, si se sienta a cavilar sobre el deseo y el intento de acariciarlo, el deseo mismo lo evadirá. "Las puertas a la vida generalmente se abren tras nosotros" y "la única sabiduría" para un "obsesionado por el aroma de rosas invisibles, es el trabajo"[3]. Este fuego secreto se extingue cuando usted usa el fuelle: asiéntelo con aquello que parece combustible poco probable de dogma y ética, vuélvale la espalda y atienda sus deberes, y entonces arderá. El mundo es como un cuadro con un fondo áureo y nosotros las figuras de ese cuadro. Hasta que no salga del plano del cuadro y se adentre a las vastas dimensiones de la muerte, usted no puede ver el oro. Pero tenemos señales de éste. Para cambiar nuestra metáfora, el oscurecimiento no es del todo completo; hay rendijas. A veces la escena cotidiana parece grande en su secreto.

 

Esa es mi opinión, y puede estar errada. Quizá este deseo secreto también es parte del hombre viejo y debe ser crucificado antes del final. Pero esta opinión tiene un curioso ardid para evadir el desmentido. El deseo —y mucho más la satisfacción— siempre ha rehusado estar completamente presente en cualquier experiencia. Cualquiera sea lo que desee identificar con él, resulta no ser ello, sino algo diferente, de tal modo que cualquier grado de crucifixión o transformación, escasamente podría ir más allá de aquello que el deseo mismo nos lleva a anticipar. Una vez más, si esta opinión no es verdadera, algo mejor lo es. Pero "algo mejor" —no esta o aquella experiencia, sino más allá de ella— es casi la definición de la cosa que estoy tratando de describir.

 

Aquello que usted anhela lo llama lejos del yo. Incluso el deseo de la cosa, vive solamente si lo abandona. Esta es la ley máxima —la semilla muere para vivir, se debe hacer el bien sin mirar a quien, aquel que pierda su alma la salvará. Pero la vida de la semilla, encontrar el bien, y la recuperación del alma, son tan reales como el sacrificio preliminar. Por eso se dice verdaderamente del cielo, "en el cielo no existe posesión. Si cualquiera allí se encarga de llamar algo suyo, inmediatamente sería lanzado al infierno y se convertiría en un espíritu maligno"[4]. Pero también se dice, "al que venciere darele yo un maná recóndito, y le daré una piedrecita blanca; en la piedrecita esculpido un nombre nuevo, que nadie sabe, sino aquel que lo recibe"[5]. ¿Qué puede ser más de un hombre que este nuevo nombre que, incluso en la eternidad, se mantiene secreto entre Dios y él?, ¿y qué puede significar este secreto? Con toda seguridad, que cada uno de los redimidos conocerá y alabará por siempre algún aspecto de la belleza divina, mejor de lo que puede hacerlo cualquier otra creatura. ¿Para qué otra cosa fueron creados los individuos sino para que Dios, amando a todos infinitamente, amara a cada uno en forma diferente? Y esta diferencia, tan lejana a menoscabar, colma de significado el amor que todas las criaturas bienaventuradas sienten entre sí, la comunión de los santos. Si todos experimentaran a Dios de la misma manera y le devolvieran una adoración idéntica, el canto de la Iglesia triunfante no tendría sinfonía, sería como una orquesta en la cual todos los instrumentos tocaran la misma nota. Aristóteles nos ha dicho que una ciudad es una unidad de diferentes[6], y San Pablo, que un cuerpo es una unidad de miembros diferentes[7]. El cielo es una ciudad y un cuerpo, porque los bienaventurados permanecen eternamente diferentes; es una sociedad, porque cada uno tiene algo que decir a los demás—noticias siempre nuevas de "mi Dios" al que todos encuentran en Él, al que todos alaban como "nuestro Dios". Ya que, sin duda, el intento continuamente exitoso, aun cuando jamás completado, de cada alma de comunicar su visión única a todos los demás (y eso mediante medios de los que el arte terrenal y la filosofía son sólo torpes imitaciones) está también entre los fines para los cuales el individuo fue creado.

 

La unión existe únicamente entre diferentes y, quizá, desde este punto de vista, captemos un leve indicio momentáneo del significado de todas las cosas. El panteísmo es un credo no tanto falso, como desesperanzadamente atrasado en el tiempo. Hubo una vez, antes de la creación, en que hubiera sido verdadero decir que todo era Dios. Pero Dios creó: Él causó las cosas a ser otras que Él mismo, que, al ser diferentes, pudieran aprender a amarlo y a lograr una unión en lugar de una simple igualdad. De este modo, Él también hizo el bien sin mirar a quien. Incluso dentro de la creación podemos decir que la materia inanimada, que no tiene voluntad, es una con Dios en un sentido en que los hombres no lo son. Pero no es el propósito de Dios el que retrocedamos a esa vieja identidad (como, quizá, nos harían hacerlo algunos místicos paganos), sino que continuemos hacia la máxima diferenciación, para reunimos con Él de una manera superior. Incluso en el Santísimo mismo, no es suficiente el que la Palabra sea Dios, debe estar también con Dios. El Padre engendra eternamente al Hijo, y el Espíritu Santo procede : la divinidad introduce la diferenciación dentro de ella misma, de manera que la unión de amores recíprocos pueda trascender la simple unidad aritmética o propia identidad.

 

Pero la diferenciación eterna de cada alma —el secreto que hace de la unión entre cada alma y Dios una especie en sí—jamás revocará la ley que prohíbe el poseer en el cielo. Con respecto a sus semejantes, cada alma, suponemos, estará eternamente abocada a entregar a todos los demás aquello que recibe. Y con respecto a Dios, debemos recordar que el alma no es más que un hueco que llena Dios. Su unión con Dios es, casi por definición, un continuo abandono de sí —un abrirse, un descubrirse, una entrega de sí. Un espíritu bienaventurado es cada vez más y más aceptante del brillante metal que se derrama en él, un cuerpo por siempre completamente descubierto ante el fulgor meridiano del sol espiritual. No necesitamos suponer que la necesidad de algo análogo a la conquista del yo se acabe alguna vez, o que la vida eterna no será también un morir eterno. Es en este sentido que, así como puede haber placeres en el infierno (Dios nos proteja de ellos), puede haber algo no del todo diferente al dolor en el cielo (Dios nos permita saborearlo pronto). Si acaso en algo alcanzamos un ritmo, no solamente de toda la creación, sino de todo el ser, es en la entrega de sí. Porque la Palabra Eterna también se entrega a sí mismo en sacrificio, y esto no solamente en el calvario. Porque cuando fue crucificado, Él "hizo en el clima tempestuoso de sus provincias externas aquello que había realizado en la casa en gloria y alegría"[8]. Desde antes de la fundación del mundo, Él entrega en obediencia la Divinidad engendrada a la Divinidad engendradora. Y así como el Hijo glorifica al Padre, también el Padre glorifica al Hijo[9]. Y con sumisión propia de un laico, pienso que verdaderamente se dijo "Dios ama no a sí mismo como sí mismo, sino como bondad; y si hubiese algo mejor a Dios, Él amaría aquello y no a sí mismo"[10]. Desde el más excelso al más insignificante, el yo existe para abdicar de él y, mediante esa abdicación, se transforma en yo más verdadero, para ser, por consiguiente, mayormente abdicado, y así por siempre. Esta no es una ley celestial que podamos evadir manteniéndonos terrenales, ni tampoco una ley terrenal de la que podemos escapar al ser salvados. Aquello que se encuentra fuera del sistema de la entrega del yo, no es la tierra, ni la naturaleza, ni la "vida cotidiana", sino sencilla y únicamente el infierno. Sin embargo, incluso el infierno recibe de esta ley la realidad que posee. Aquel fiero encarcelamiento en el yo, no es más que el anverso de la entrega del yo, que es realidad absoluta; la forma negativa que toma la oscuridad externa al rodear y definir la forma de lo real, o que lo real impone a la oscuridad, al tener una forma y naturaleza positiva que le es propia.

 

La manzana dorada de la propia identidad, arrojada entre los dioses falsos, se volvió la manzana de la discordia porque riñeron por ella. No supieron la primera regla del juego sagrado, que consiste en que cada jugador debe, por todos los medios, tocar la pelota y luego pasarla inmediatamente. Ser encontrado con ella en sus manos es una falta; asirse a ella, la muerte. Pero cuando vuela de un lado a otro entre los jugadores, demasiado rápida para ser seguida por la mirada, y el propio gran Señor dirige el jolgorio, entregándose a sí mismo a sus creaturas en la generación y de vuelta a sí mismo en el sacrificio de la Palabra, entonces verdaderamente la danza eterna "adormece el cielo con la armonía". Todos los dolores y placeres que hemos conocido en la tierra son inicios tempranos en los movimientos de la danza: pero la danza misma es rigurosamente incomparable con los sufrimientos de este tiempo presente. A medida que nos aproximamos a su ritmo increado, el dolor y el placer casi desaparecen de la vista. Hay gozo en la danza, pero ésta no existe para el gozo, ni siquiera existe para el bien o el amor. Es el Amor mismo, y el Bien mismo, y por lo tanto feliz. No existe para nosotros, sino nosotros para ella. El tamaño y vacío del universo que nos atemorizaban al comienzo de este libro, debieran aun infundirnos temor reverencial, ya que aun cuando no sean más que un subproducto subjetivo de nuestra imaginación tridimensional, simbolizan una gran verdad. Tal como nuestra Tierra es a las estrellas, así sin duda somos nosotros los hombres y nuestras preocupaciones, a la creación; como lo que todas las estrellas son al espacio mismo, así son todas las creaturas, todos los tronos y poderes, y el más poderoso de los dioses creados, al abismo del Ser que existe en sí mismo, que es para nosotros Padre, Redentor y Espíritu Consolador, pero de quien ni hombre, ni ángel alguno, puede decir o concebir lo que Él es, en y para Él mismo, o cuál es la labor que "realiza desde principio a fin". Porque todas son cosas derivadas e insubstanciales. Su vista les falla y no pueden cubrir sus ojos de la intolerable luz de la realidad absoluta, que era, es, y será, que jamás pudo haber sido otra, que no tiene término opuesto alguno.


 


[1] Rom. 8: 18.

[2] Por supuesto, no estoy sugiriendo que estos anhelos inmortales que recibimos del Creador, porque somos hombres, deban confundirse con los dones que el Espíritu Santo da a quienes están en Cristo. No debemos imaginarnos que por ser humanos somos santos.

[3] GEORGE MACDONALD. Alec Forbes, cap. xxxiii

[4] Theologia Germanica, I, 1.

[5] Ap. 2: 17.

[6] Política. II, 2, 4.

[7] I Cor. 12: 12-30.

[8] GEORGE MACDONALD. Unspoken Sermons: 3rd. Series, pp. 11, 12.

[9] Jn. 17: 1, 4, 5.

[10] Theologia Germánica, xxxii.