I. INTRODUCCIÓN

 

Yo admiro con qué osadía esas personas se determinan a hablar de Dios. Al dirigir sus discursos a los impíos, su primer capítulo es probar la divinidad por las obras de la naturaleza... [esto] es darles motivo para creer que las pruebas de nuestra religión son bien débiles... Es admirable que jamás un autor canónico se haya servido de la naturaleza para la prueba de Dios. PASCAL. Pensamientos, II, 366; I, 6.

 

Cuando era ateo, no hace muchos años, si alguien me hubiese preguntado, ¿por qué no cree en Dios?, mi respuesta habría sido más o menos la siguiente: "Observe el universo en que vivimos. Es en su mayor parte un espacio vacío, completamente oscuro e increíblemente frío. Los cuerpos que se mueven en él son tan pocos y pequeños en comparación con el espacio mismo que, aun si supiéramos que cada uno de ellos está repleto de creaturas perfectamente felices, sería difícil creer que la vida y la felicidad fueran algo más que un mero subproducto para el poder que creó el universo. Sin embargo, tal como se ve, los científicos creen probable que muy pocos soles, quizá ninguno a excepción del nuestro, tengan planetas; y, en nuestro sistema solar, es muy poco factible que exista vida en algún planeta que no sea la Tierra. La Tierra ya existía millones de años antes que hubiese vida en ella, y puede existir millones más, una vez que ésta desaparezca. Y, ¿cómo es la vida mientras dura? Se da de un modo tal, que todas sus formas pueden vivir solamente mediante la depredación. En las formas inferiores este proceso sólo implica muerte; pero, en las formas superiores se manifiesta una cualidad diferente, llamada conciencia, que les permite llevarlo a efecto con dolor. Las creaturas producen dolor al nacer, viven causando dolor y, en su mayoría, mueren con dolor. En la creatura más compleja de todas, el hombre, se manifiesta, aun, otra cualidad, que llamamos razón, que le permite prever su propio dolor —que es precedido por un agudo sufrimiento intelectual—, como también prever su propia muerte, aun cuando ansíe fervientemente seguir viviendo.

 

La razón también permite a los hombres, mediante un centenar de maquinaciones ingeniosas, infligir muchísimo más dolor del que sin ella podrían haberse causado unos a otros y a las creaturas irracionales. El hombre ha ejercido este poder al máximo; su historia es en gran parte un archivo de crímenes, guerras, enfermedades y terror, con suficientes dosis de felicidad como para producirle, mientras dura, un angustioso temor a perderla y, una vez que se ha perdido, la terrible desgracia de recordar. De vez en cuando, el hombre mejora su condición y aparece aquello que llamamos civilización. Sin embargo, todas las civilizaciones desaparecen e, incluso mientras duran, producen suficientes sufrimientos que le son propios y que, probablemente, exceden el alivio que pueda haber traído consigo a los sufrimientos normales del hombre. Que nuestra civilización haya hecho esto, no puede discutirse; que morirá al igual que todas las anteriores, es seguramente probable. Incluso, si no fuera así, ¿qué pasaría? La raza está condenada. Toda raza que nace a la vida, en cualquier lugar del universo, está condenada; ya que, según se dice, el universo se está debilitando y será algún día un infinito uniforme de materia homogénea a baja temperatura. Todo terminará en nada: al final toda vida resultará haber sido una mueca transitoria y sin sentido de la faz necia de la materia infinita. Si me pide que crea que esto es obra de un espíritu benévolo y omnipotente, mi respuesta es que toda evidencia apunta en sentido opuesto: o a éste el bien y el mal le son indiferentes, o se trata de un espíritu maligno".

 

Hubo un asunto que jamás se me ocurrió plantearme. Nunca me di cuenta que la misma fuerza y facilidad de la postura pesimista nos presenta un problema en forma inmediata. Si el universo es tan malo, o aun medianamente malo, ¿cómo explicarse el que a los seres humanos se les ocurriera atribuirlo a un creador sabio y bueno? Puede que los hombres sean necios, pero no tanto como para llegar a eso. El inferir en forma directa del negro al blanco, de la flor ponzoñosa a la raíz virtuosa, de la obra sin sentido a un artífice infinitamente sabio, desequilibra la fe. El espectáculo del universo, tal como lo revela la experiencia, jamás puede haber sido el fundamento de la religión; siempre debe haber sido algo, a pesar de lo cual la religión, adquirida de una fuente diferente, se conservó.

 

Sería un error argumentar que nuestros antepasados eran ignorantes y, por ende, abrigaban ilusiones placenteras respecto a la naturaleza, ilusiones que han sido descartadas por el progreso de la ciencia. Durante siglos, en que todos los hombres eran creyentes, el espeluznante tamaño y la vacuidad del universo eran ya conocidos. En algunos libros se encontrará con que el hombre de la Edad Media pensaba que la Tierra era plana y que las estrellas estaban cercanas, pero eso es falso. Tolomeo ya había dicho que la Tierra era un simple punto matemático en relación a la distancia de las estrellas fijas, distancia que un texto popular medieval calcula en 117 millones de millas. Y, en tiempos aún más remotos, incluso desde un comienzo, el hombre debe haber experimentado, frente a algo mucho más evidente, la misma sensación de hostil inmensidad. Para el hombre prehistórico, el bosque vecino debe haber sido infinito, y aquello completamente extraño y hostil que sentimos al pensar en rayos cósmicos y soles en proceso de enfriamiento, husmeaba y aullaba noche a noche a su puerta. Sin lugar a dudas, el dolor y el desperdicio de la vida humana han sido algo obvio en toda época. Nuestra propia religión comienza entre los judíos, un pueblo oprimido por grandes imperios guerreros, continuamente derrotado y sometido a cautiverio, familiarizado como Polonia y Armenia con la trágica historia del conquistado. Incluir el dolor entre los descubrimientos de la ciencia es una simple tontería. Deje este libro por unos minutos y reflexione sobre lo siguiente: todas las religiones fueron predicadas y practicadas durante largo tiempo en un mundo en que no existía el cloroformo.

 

Por consiguiente, inferir la bondad y sabiduría del Creador a partir de los acontecimientos de este mundo, habría sido, en toda época, igualmente descabellado; por lo demás, esto no se ha hecho jamás[1]. La religión tiene un origen diferente. Debo aclarar que mi objetivo principal, en lo que digo a continuación, no es defender la verdad del cristianismo, sino que describir su origen; una tarea, a mi parecer, necesaria si hemos de poner el problema del dolor en su verdadero contexto.

 

En toda religión desarrollada encontramos tres aspectos o elementos, y en el cristianismo, uno más. El primero es aquello que el profesor Otto denomina la experiencia de lo numinoso. Quienes no conozcan este término, podrán comprenderlo mediante el siguiente ejemplo. Imagínese que le dijeran que hay un tigre en el cuarto contiguo; usted sabría que está en peligro y, probablemente, sentiría miedo. Pero, si le dijeran, "hay un fantasma en el cuarto contiguo", y lo creyera, sin lugar a dudas sentiría lo que comúnmente llamamos miedo, pero de un tipo diferente. Éste no se basaría en un conocimiento del peligro, ya que nadie teme lo que un fantasma puede hacerle, sino que al hecho de que sea un fantasma. Es más bien "extraño", que peligroso, y la forma especial de miedo que suscita podría llamarse pavor. Mediante lo extraño se llega al umbral de lo numinoso. Ahora,  imagínese que le dijeran "hay un espíritu poderoso en el cuarto", y lo creyera. Sus  sentimientos se parecerían aun menos al simple miedo al peligro, pero su turbación sería profunda; sentiría asombro y un cierto sobrecogimiento —una sensación de incapacidad para enfrentarse a tal visitante y la necesidad de postrarse ante él—, una emoción que podría expresarse con las siguientes palabras de Shakespeare, "mi genio se intimida ante el suyo"[2]. Este sentimiento puede describirse como temor reverencial, y aquello que lo suscita, como lo numinoso. Ahora bien, nada hay más cierto que, desde épocas muy remotas, el hombre ha creído que el universo está acechado por espíritus. Quizá el profesor Otto supone, con excesiva facilidad, que tales espíritus hayan sido acogidos desde un comienzo con temor numinoso. Esto es imposible de probar, por la sencilla razón que se puede usar un lenguaje idéntico para expresar temor ante lo numinoso y miedo ante el peligro, ya que podemos decir que estamos "asustados" de un fantasma o "asustados" de un alza de precios. Es, por lo tanto, teóricamente posible que existiera una época en que el hombre considerara a estos espíritus simplemente como peligrosos y que sintiera hacia ellos lo mismo que sentía por los tigres. Lo que sí es seguro, es que hoy por hoy la experiencia numinosa existe y que, partiendo de nosotros mismos, podemos remontarnos bastante atrás en busca de su origen.

 

Podemos encontrar un ejemplo moderno en The Wind in the Willows (siempre que no seamos demasiado orgullosos para buscarlo allí), cuando Rat y Mole[3] se acercan a Pan en la isla:

 

'Rat', buscó aliento para susurrar, temblando, '¿Tienes miedo?' '¿Miedo?',

murmuró Rat, con los ojos relucientes de amor inexpresable. '¿Miedo?,

¿de Él? Oh, jamás, jamás. Y sin embargo —y, sin embargo —Oh, Mole,

tengo miedo'.

 

Retrocediendo alrededor de un siglo, encontramos numerosos ejemplos en Wordsworth, siendo quizá el mejor aquel pasaje en el primer libro de El Preludio, en que describe su experiencia en el lago mientras rema en el bote robado. Retrocediendo aún más, encontramos un ejemplo de gran pureza y vigor en Malory [4], cuando Galahad "comenzó a estremecerse violentamente al empezar su carne mortal a percibir las cosas espirituales". A comienzos de nuestra era, la experiencia numinosa encuentra su expresión en el Apocalipsis, cuando San Juan, refiriéndose a Cristo resucitado, dice: "caí a sus pies como muerto"[5]. En la literatura pagana, encontramos la imagen que entrega Ovidio del bosque oscuro al pie del Aventino, del cual a simple vista se diría numen inest [6] el lugar está embrujado, o aquí hay una presencia; Virgilio nos muestra el palacio de Latino, que con sus cien columnas "llenaban de religioso terror tradicional la devoción de la que era objeto y las selvas que le rodeaban"[7]. Un fragmento griego atribuido a Esquilo, nos cuenta de la tierra, el mar y la montaña, estremeciéndose ante "la mirada terrible de su Señor"[8]. Aun antes, Ezequiel, al hablar de las "ruedas" en su Teofanía, dice que "tenían tal circunferencia y altura, que causaba espanto el verlas"[9]; y, Jacob, al despertar de su sueño, dice, "¡Cuán terrible es este lugar!"[10].

 

No sabemos cuán atrás en la historia del hombre se remonta este sentimiento. Se puede afirmar, casi con certeza, que los primeros hombres creían en cosas que, de creerlas nosotros, nos producirían el mismo sentimiento y, por lo tanto, es probable que el temor  numinoso sea tan antiguo como la humanidad misma. Las fechas, sin embargo, no son nuestra mayor preocupación; lo que importa es que, de una forma u otra, este sentimiento ha surgido y se ha difundido, y no desaparece con el desarrollo del conocimiento y de la civilización.

 

Ahora bien, este temor reverencial no se infiere del universo visible. No existe posibilidad alguna de llegar a lo extraño, y menos aún a lo completamente numinoso, a partir de lo meramente peligroso. Podría usted decir que le parece muy normal que el hombre primitivo, al verse rodeado de peligros reales y estar asustado, inventara lo extraño y lo numinoso. En cierto sentido es así, pero entendamos bien lo que se quiere decir con esto. Le parece normal porque, por compartir la naturaleza humana con sus ancestros remotos, bien puede verse a sí mismo reaccionando de la misma manera frente a una soledad peligrosa. Y, en efecto, esta relación es "normal" en el sentido de ser consecuente con la naturaleza humana; pero no es en lo más mínimo "normal" que lo extraño o lo numinoso sea parte de lo peligroso, como tampoco es normal que cualquier percepción de peligro, o cualquier desagrado frente a las heridas y muerte asociadas a éste, pueda dar la más mínima idea de lo que es el pavor fantasmal o el temor numinoso a una inteligencia que no comprendiera estos conceptos de antemano. Cuando el hombre pasa del miedo físico al pavor y al temor reverencial, da un gran paso y percibe algo que jamás podría serle transmitido —como es la idea de peligro—, por los hechos físicos y por las deducciones lógicas que se puedan hacer a partir de éstos. La mayoría de los intentos que se hacen para explicar lo numinoso, dan por sentado aquello que necesita explicación, como cuando los antropólogos lo deducen del miedo a los muertos, sin explicar por qué éstos (sin lugar a dudas los hombres menos peligrosos) producen esta sensación tan peculiar. Se debe insistir, rebatiendo esos intentos, que el pavor y el temor reverencial se encuentran en una dimensión diferente. Son algo así como una interpretación que el hombre hace del universo, o una impresión que recibe de éste; y, así como ninguna enumeración de las cualidades físicas de un objeto hermoso puede incluir su belleza, o proporcionar el más leve indicio de lo que entendemos por belleza a una creatura sin experiencia estética previa, tampoco la descripción objetiva de cualquier medio ambiente que rodee al hombre podría incluir lo extraño y lo numinoso, o tan siquiera insinuarlo. De hecho, parecería haber sólo dos posturas frente al temor reverencial: o se trata de una simple distorsión de la mente, que no tiene relación con algo empírico y tampoco cumple una función biológica, pero que no muestra indicios de desaparecer de aquellas mentes más altamente desarrolladas, como es el caso del poeta, el filósofo, o el santo; o bien es una experiencia directa de lo verdaderamente sobrenatural, que con toda propiedad podría llamarse Revelación.

 

Lo numinoso no es sinónimo de lo moralmente bueno, y es probable que un hombre sobrecogido de temor reverencial, si se le deja solo, considere que el objeto numinoso está "más allá del bien y el mal". Esto nos lleva al segundo aspecto o elemento de la religión. Todo ser humano de quien la historia tenga memoria, admite alguna forma de moralidad; es decir, frente a la proposición de ciertas acciones, siente aquello que puede expresarse con las palabras "debo" o "no debo". Este sentir se asemeja al temor reverencial en un aspecto; específicamente, en que no puede deducirse en forma lógica del medio ambiente y de las experiencias físicas de quien las sufre. Podrá usted barajar los términos "quiero", "estoy obligado", "sería prudente" y "no me atrevo" cuantas veces quiera, sin obtener de ellos el más mínimo indicio de "debo" y "no debo". Una vez más, los intentos por transformar la experiencia moral en algo diferente presuponen aquello que se  intenta explicar —como cuando un psicoanalista famoso la deduce del parricidio primigenio.

 

Si este parricidio produjo sentimiento de culpa, fue porque los seres humanos sintieron que no debían haberlo cometido; de no ser así, no habría existido tal sentimiento. La moralidad, al igual que el temor reverencial, es un gran paso, porque el hombre va más allá de todo aquello que pueda serle "transmitido" por los hechos empíricos; tiene una característica demasiado extraordinaria como para ser ignorada. La moralidad aceptada entre los seres humanos puede diferir, sin embargo, no tanto como suele afirmarse; toda forma de moralidad recomienda un comportamiento que sus seguidores no logran practicar. Los seres humanos se condenan no por códigos éticos que les son desconocidos, sino por los propios; por lo tanto, todos están conscientes de culpa. El segundo elemento de la religión es la conciencia no solamente de una ley moral, sino de una ley moral que es aceptada y desobedecida al mismo tiempo. Esta conciencia no es una inferencia lógica, ni tampoco ilógica, de los hechos empíricos; si no la trajéramos a nuestra experiencia, no podríamos encontrarla en ella. O es un espejismo inexplicable, o es revelación.

 

La experiencia moral y la experiencia numinosa distan tanto de ser lo mismo, que pueden existir durante períodos bastante prolongados sin establecer contacto alguno. En muchas formas de paganismo, el culto a los dioses y las discusiones éticas de los filósofos tiene muy poco en común. La tercera etapa en el desarrollo religioso surge cuando los hombres identifican estas experiencias, cuando el poder numinoso por el cual sienten temor reverencial se convierte en guardián de la moral que los rige. Una vez más, esto podría parecerle muy "normal". ¿Qué podría ser más normal que el que un salvaje, obsesionado al mismo tiempo por un temor reverencial y por un sentimiento de culpa, pensara que el poder que lo atemoriza es, también, la autoridad que condena su culpa? En efecto, esto es propio de la naturaleza humana, pero no es, en lo más mínimo, algo obvio. El comportamiento real de ese universo que es frecuentado por lo numinoso, no tiene semejanza alguna con el comportamiento que nos exige la moralidad; el uno parece ruinoso, cruel e injusto; el otro nos ordena las cualidades opuestas. El identificarlas no puede explicarse como la satisfacción de un anhelo, ya que no satisface los de nadie. No existe algo que podamos desear menos, que el ver aquella ley, cuya sola autoridad es ya insoportable, dotada de las exigencias incalculables de lo numinoso. De todos los pasos dados por la humanidad en su historia religiosa, éste es, sin lugar a dudas, el más sorprendente. No es raro que muchos grupos humanos lo hayan rechazado; la religión no moralista y la moral no religiosa han existido y aún existen. Quizá solamente un pueblo, como pueblo, dio el paso con total decisión —me refiero a los judíos; pero en toda época y en todo lugar, también lo han dado grandes individuos, y sólo aquellos que lo hacen están a salvo de las obcenidades y atrocidades de un culto amoral, o del frío y triste fariseísmo del moralismo absoluto. A juzgar por sus frutos, este es un paso hacia un bienestar mayor, y aunque la lógica no nos obliga a darlo, es muy difícil de resistir; la moralidad incluso irrumpe continuamente en el paganismo y panteísmo, y aun, de buen o mal grado, el estoicismo se encuentra postrado ante Dios. Nuevamente podría tratarse de una locura —una locura congénita al hombre, que ha sido curiosamente afortunada en sus resultados— o podría tratarse de revelación. Si se trata de revelación, es real y verdaderamente en Abraham en quien todos los pueblos serán bendecidos, porque fueron los judíos quienes identificaron completa e inequívocamente la pasmosa presencia que visitaba las cumbres oscuras de las montañas y las tormentas con "el Señor [que] es justo y ama la justicia"[11]. El cuarto aspecto o elemento de la religión es un hecho histórico. Hubo un hombre nacido entre los judíos que afirmó ser, o ser hijo de, o ser "uno con" ese algo que es el pasmoso visitante de la naturaleza y, a la vez, el dador de la ley moral. La afirmación es tan impresionante—es una paradoja, incluso un espanto, que fácilmente se nos puede inducir a tomarla con demasiada ligereza—, que hay sólo dos posturas posibles con respecto a este hombre: o era un loco furioso, extraordinariamente abominable, o era y es precisamente lo que dijo ser. No existe una posibilidad intermedia. Si la historia hace que la primera hipótesis sea inaceptable, usted deberá rendirse ante la segunda. Si lo hace, todas las demás afirmaciones sostenidas por los cristianos pasan a ser verosímiles: que este hombre, habiendo sido muerto, estaba vivo y que su muerte, en cierto modo incomprensible para la mente humana, ha producido un cambio real en nuestras relaciones con el Dios "temible" y "justo", y ha sido un cambio a favor nuestro.

 

Preguntarse si el universo, tal como lo vemos, es más bien obra de un Creador sabio y bueno, o es producto del azar, de la indiferencia, o de la malevolencia, significa prescindir, desde el comienzo, de todos los elementos pertinentes al problema religioso. El  cristianismo no es resultado de un debate filosófico acerca de los orígenes del universo; es un acontecimiento histórico con carácter de cataclismo, que sigue a la larga preparación espiritual a que ya me he referido. No es un sistema al cual tengamos que acomodar la inconveniente realidad del dolor; es, de suyo, uno de los hechos inconvenientes al que hay que hacer cabida en cualquier sistema que fabriquemos. En cierto modo, el cristianismo más bien crea el problema del dolor, en lugar de resolverlo; ya que éste no sería problema alguno, a no ser que, junto con nuestra experiencia cotidiana de este mundo doloroso, recibiéramos la certeza de que la realidad esencial es justa y amorosa. Más o menos ya he indicado por qué ésta me parece ser una buena certeza. No es lo mismo que una compulsión lógica. El hombre puede rebelarse en cada fase del desarrollo religioso; pero, si bien no puede hacerlo sin violentar su propia naturaleza, sí puede hacerlo sin irracionalidad. Puede cerrar los ojos del alma a lo numinoso, siempre que esté dispuesto a romper con la mitad de los grandes poetas y profetas, con su propia infancia, con la riqueza y profundidad de la experiencia libre de inhibiciones. Puede considerar la ley moral como un espejismo y, así, aislarse de aquello que la humanidad tiene en común. Puede negarse a identificar lo numinoso con lo justo y permanecer en estado de barbarie, rindiendo culto a la sexualidad, a los muertos, a la fuerza vital, o al futuro, pero el costo es considerable. Cuando llegamos al paso final, la Encarnación, la certeza es mayor que nunca. La historia es curiosamente similar a la de muchos mitos que han acechado la religión desde el principio; sin embargo, no es como éstos. No es transparente a la razón: no podríamos haberla inventado nosotros mismos. No tiene la sospechosa lucidez a priori del panteísmo o de la física newtoniana. Tiene el carácter aparentemente arbitrario e idiosincrásico que la ciencia moderna nos está enseñando lentamente a tolerar, en este universo voluntarioso en que la energía, en cantidades imposibles de predecir, está agrupada en pequeñas partes; en que la velocidad no es ilimitada; en que la entropía irreversible imprime al tiempo una dirección real, y en que el cosmos —ya no estático o cíclico— se comporta como un drama, desde un principio real a un final también real. Si alguna vez recibiéramos un mensaje desde el corazón de la realidad, deberíamos esperar encontrar en él, el mismo imprevisto, la misma sinuosidad voluntariosa y dramática que encontramos en la fe cristiana. Tiene el toque magistral, el rudo sabor viril de la realidad, no hecha por nosotros ni para nosotros, pero que nos golpea el rostro.

S

i en tales o en mejores términos, seguimos el curso por el que la humanidad ha sidodirigida y nos convertimos en cristianos, entonces tendremos el "problema" del dolor.


 


[1] Es decir, nunca se ha hecho en los comienzos de una religión. Una vez que la fe en Dios ha sidoaceptada, con bastante frecuencia aparecerán "teodiceas" que explican o disculpan las miserias de la vida.

[2] Nota trad. SHAKESPEARE. La tragedia Macbeth. III, 1.

[3] Nota trad. Rata y Topo.

[4] XVII, xxii.

[5] Nota trad. Ap. 1:17.

[6] Fasti III, 296.

[7] Eneida VII, 172.

[8] Fragm. 464. Edición Sidwick.

[9] Ez. 1: 18.

[10] Gen. 28: 17

[11] Sal. 11; 8.