CAPÍTULO V

Eros


Entiendo por «eros» ese estado que llamamos «estar enamorado»; o, si se prefiere, la clase de amor «en el que» los enamorados están. Algunos lectores quizá se sorprendieran cuando, en un anterior capítulo, describí el afecto como el amor en el que nuestra experiencia parece acercarse más a la de los animales. Seguramente, cabría preguntarse: ¿nuestras funciones sexuales nos colocan igualmente cerca de ellos? Esto es muy cierto si se mira la sexualidad humana en general; pero no voy a ocuparme de la sexualidad humana simplemente como tal. La sexualidad forma parte de nuestro tema sólo cuando es un ingrediente de ese complejo estado de «estar enamorado». Que esa experiencia sexual puede producirse sin eros, sin estar enamorado, y que ese eros incluye otras cosas, además de la actividad sexual, lo doy por descontado. Si prefiere decirse de otra manera, estoy investigando no la sexualidad que es común a todos nosotros y las bestias, o enteramente común a todos los hombres, sino una variedad propiamente humana de ella que se desarrolla dentro del «amor», lo que yo llamo eros. Al elemento sexual carnal o animal dentro del eros voy a llamarlo —siguiendo
una antigua costumbre— venus. Y por venus entiendo lo que es sexual no en un sentido críptico o rarificado —como el que podría investigar un profundo psicólogo—, sino en un sentido perfectamente obvio: lo que la gente que lo ha experimentado entiende como sexual, lo que se puede definir como sexual tras la observación más simple.

La sexualidad puede actuar sin eros o como parte del eros. Me apresuro a añadir que hago esta distinción simplemente con el fin de limitar nuestra investigación, y sin ninguna implicación moral. No suscribo en modo alguno la idea, muy popular, de que es la ausencia o presencia del eros lo que hace que el acto sexual sea «impuro» o «puro», degradante o hermoso, ilícito o lícito. Si todos los que yacen juntos sin estar enamorados fueran abominables, entonces todos provenimos de una estirpe mancillada. Los lugares y épocas en que el matrimonio depende del eros son una pequeña minoría. La mayoría de nuestros antepasados se casaban a temprana edad con la pareja elegida por sus padres, por razones que nada tenían que ver con el eros. Iban al acto sexual sin otro «combustible», por decirlo así, que el simple deseo animal. Y hacían bien: cristianos y honestos esposos y esposas que obedecían a sus padres y madres, cumpliendo mutuamente su «deuda conyugal» y formando familias en el temor de Dios. En cambio, este acto realizado bajo la influencia de un elevado e iridiscente eros, que reduce el papel de los sentidos a una mínima consideración, puede ser, sin embargo, un simple adulterio, puede romper el corazón de una esposa, engañar a un marido, traicionar a un amigo, manchar la hospitalidad y causar el abandono de los hijos. Dios no ha querido que la distinción entre pecado y deber dependa de sentimientos sublimes. Ese acto, como cualquier otro, se justifica o no por criterios mucho más prosaicos y definibles; por el cumplimiento o quebrantamiento de una promesa, por la justicia o injusticia cometida, por la caridad o el egoísmo, por la obediencia o la desobediencia. Mi tratamiento del tema prescinde de la mera sexualidad —de la sexualidad sin eros— por razones que no tienen nada que ver con la moral: sino simplemente porque no atañe a nuestro propósito.

Para el evolucionista, el eros —variedad humana— es algo que procede de venus, es una complicación y desarrollo tardíos del impulso biológico ancestral. No debemos, sin embargo, suponer que esto es lo que sucede necesariamente dentro de la conciencia del individuo. Habrá quienes en un comienzo han sentido un mero apetito sexual por una mujer y más tarde han llegado a «enamorarse» de ella; pero dudo de que esto sea muy común. Con mayor frecuencia lo que viene primero es simplemente una deliciosa preocupación por la amada: una genérica e inespecífica preocupación por ella en su totalidad. Un hombre en esa situación no tiene realmente tiempo de pensar en el sexo; está demasiado ocupado pensando en una persona. El hecho de que sea una mujer es mucho menos importante que el hecho de que sea ella misma. Está lleno de deseo, pero el deseo puede no tener una connotación sexual. Si alguien le pregunta qué quiere, la verdadera respuesta a menudo será: «Seguir pensando en ella». Es un contemplativo del amor. Y cuando en una etapa posterior despierte explícitamente el elemento sexual, no sentirá —a menos de estar influido por teorías científicas—que eso haya sido permanentemente la raíz de todo el asunto. Lo más probable es que sienta que la inminente marea del eros, habiendo demolido muchos castillos de arena y convertido en islas muchas rocas, ahora, por fin, con una triunfante séptima ola, ha inundado también esa parte de su naturaleza: el pequeño pozo de sexualidad normal, que estaba allí en su playa antes de que llegara la marea. El eros entra en él como un invasor, tomando posesión y reorganizando, una a una, todas las instituciones de un país conquistado; puede haberse adueñado de muchas otras antes de llegar al sexo, que también reorganizará.

Nadie ha señalado la naturaleza de esa reorganización de forma tan breve y precisa como George Orwell, quien la miraba con disgusto, y prefería la sexualidad en su manifestación primaria, no contaminada por el eros. En 1984, su terrible héroe (¡cuánto menos humano que los cuadrúpedos héroes de su excelente Animal Farm!), antes de poseer a la heroína, exige una seguridad: «¿Te gusta hacer esto?», pregunta. «No me refiero solamente a mí, me refiero a la cosa en sí». No queda satisfecho hasta obtener esta respuesta: «Me encanta». Ese pequeño diálogo define la reorganización. El deseo sexual sin eros quiere «eso», «la cosa en sí». El eros quiere a la amada.

La «cosa» es un placer sensual, esto es, un hecho que sucede en el propio cuerpo. Usamos una expresión muy desafortunada cuando decimos de un hombre lascivo que va rondando las calles en busca de una mujer, que «quiere una mujer». Estrictamente hablando, una mujer es precisamente lo que no quiere. Quiere un placer, para el que una mujer resulta ser la necesaria pieza de su maquinaria sexual. Lo que le importa la mujer en sí misma puede verse en su actitud con ella cinco minutos después del goce (uno no se guarda la cajetilla después de que se ha fumado todos los cigarrillos).

El eros hace que un hombre desee realmente no una mujer, sino una mujer en particular. De forma misteriosa pero indiscutible, el enamorado quiere a la amada en sí misma, no el placer que pueda proporcionarle. Ningún enamorado del mundo buscó jamás los abrazos de la mujer amada como resultado de un cálculo, aunque fuera inconsciente, de que serían más agradables que los de cualquier otra mujer. Si se planteara esa cuestión, sin duda respondería que así era; pero el hecho de planteársela sería salirse completamente del mundo del eros. El único hombre de quien sé que se lo planteó fue Lucrecio, que, por cierto, no estaba enamorado cuando se hizo esa pregunta. Es interesante anotar su respuesta. Este austero sibarita opinaba que el amor en realidad perjudica el placer sexual; la emoción distrae; estropea la fría y exigente receptividad de su paladar (fue un gran poeta; pero, «¡Señor, qué tipos más bestias eran esos romanos!»).

El lector habrá observado que el eros transforma maravillosamente de este modo lo que par excellence es un placer-necesidad en el mejor de todos los placeres de apreciación. Es de la naturaleza del placer-necesidad mostrarnos el objeto solamente en relación a nuestra necesidad, incluso a nuestra necesidad momentánea. Pero en el eros, una necesidad en su máxima intensidad ve su objeto del modo más intenso como una cosa admirable en sí misma, algo que es importante mucho más allá de su mera relación con la necesidad del enamorado.

Si todos nosotros no hubiéramos experimentado eso, si fuéramos solamente lógicos, podríamos lucubrar ante el concepto del deseo de un ser humano como algo distinto del deseo de cualquier placer, bienestar o servicio que ese ser humano pueda darnos. Y, ciertamente, resulta difícil de explicar. Los propios enamorados consiguen expresar algo de eso, no mucho, cuando dicen que quisieran «comerse» uno a otro. Milton ha sido más expresivo al imaginar criaturas angélicas con cuerpos hechos de luz, que pueden conseguir una total interpenetración, en vez de nuestros simples abrazos. Charles Williams dijo algo de eso con estas palabras: «¿Te amo? Yo "soy" tú».

Sin el eros el deseo sexual, como todo deseo, es un hecho referido a nosotros. Con el eros se refiere más a la persona amada. Llega a ser casi un modo de percepción y, enteramente, un modo de expresión. Se siente como algo objetivado, algo que está fuera de uno, en el mundo real. Por eso el eros, aun siendo el rey de los placeres, en su punto culminante tiende a considerar el placer como un subproducto. El hecho de pensar en el placer volvería a meternos en nosotros mismos, en nuestro propio sistema nervioso, mataría al eros, como podemos «matar» un hermoso paisaje de montaña al fijarlo en nuestra retina y en nuestros nervios ópticos. En todo caso, ¿es el placer de quién? Porque una de las primeras cosas que hace el cros es borrar la distinción entre el dar y el recibir.

Hasta ahora sólo he estado intentando describir, no valorar. Pero ahora surgen inevitablemente ciertas cÜestiones morales, y no debo ocultar mi punto de vista, que más bien plantea y no tanto afirma; y, por supuesto, está abierto a ser corregido por personas mejores, enamorados mejores y mejores cristianos.

Ha sido ampliamente sostenido en el pasado, y quizá lo sostiene hoy en día mucha gente sencilla, que el peligro espiritual del eros surge casi enteramente del elemento carnal que lleva consigo; que el eros es «más noble» o «más puro» cuando venus se reduce al mínimo. Parece cierto que los más viejos teólogos moralistas pensaron que el principal peligro contra el que habría que guardarse en el matrimonio es el de una entrega a los sentidos destructora del alma. Podrá observarse, sin embargo, que esto no es comprender bien las Escrituras. San Pablo, al disuadir del matrimonio a sus conversos, no dice nada sobre este lado de la cuestión, salvo que no aconseja una prolongada abstinencia de venus (1 Corintios 7,5). Lo que él teme es la preocupación, la necesidad constante —en atención al cónyuge— de «complacerle», las múltiples distracciones por las cosas domésticas. Es el matrimonio en sí mismo, no el lecho matrimonial, lo que puede entorpecer un servicio permanente a Dios. ¿Es que no tiene razón San Pablo? Si he de confiar en mi propia experiencia, con o sin matrimonio, las prácticas y prudentes preocupaciones de este mundo, aun las más insignificantes y prosaicas, son la gran distracción. Como nube de mosquitos, son las pequeñas ansiedades y decisiones sobre la conducta que debo adoptar en la hora siguiente las que han perturbado mi oración, con mucha más frecuencia que cualquier pasión o apetito. La permanente y gran tentación del matrimonio no está en la sensualidad sino, dicho claramente, en la avaricia. Con el debido respeto a los guías medievales, no puedo dejar de tener en cuenta que todos eran célibes y, probablemente, desconocían el efecto que tiene el eros sobre nuestra sexualidad; desconocen cómo, en vez de agravarlo, reduce el carácter machacón e insistente del mero apetito. Y esto, no simplemente por haberlo satisfecho: el eros, sin disminuir el deseo, hace más fácil la abstinencia. Tiende, sin duda, a una preocupación por el ser amado que puede, en efecto, ser un obstáculo para la vida espiritual; pero no principalmente una preocupación sensual.

En general, el verdadero peligro espiritual del eros reside, me parece a mí, en otra cosa. Volveré sobre este punto. Por el momento, quisiera hablar del peligro que hoy en día, a mi juicio, acecha especialmente al acto amoroso. Este es un tema sobre el que discrepo, no con la raza humana, ¡lejos de mí!, sino con muchos de sus más severos portavoces. Me parec'e que se nos induce a tomar a venus demasiado en serio o, al menos, con un tipo de seriedad equivocada. A lo largo de mi vida, ha existido una ridícula y exagerada solemnización del sexo.

Hay un autor que dice que venus debería presentarse en la vida conyugal «en tono solemne, sacramental». Un joven al que yo le había calificado como «pornográfica» una novela que a él le gustaba mucho, me respondió con verdadero asombro: «¿Pornográfica? ¿Pero cómo puede ser? ¡Trata el tema de manera seria!»; como si su severo rostro fuera una especie de desinfectante moral. Nuestros amigos, los que albergan en sus mentes a los dioses oscuros, intentan seriamente restablecer algo parecido a la religión fálica. Nuestros anuncios publicitarios, los más sexistas, pintan todo el asunto en términos de rapto, intensidad, de apasionada languidez; rara vez hay un atisbo de alegría. Y los psicólogos nos han confundido de tal manera con la tremenda importancia de un completo ajuste sexual y la casi imposibilidad de lograrlo, que llego a pensar que algunas jóvenes parejas van ahora al sexo con las obras completas de Freud, Kraft-Ebbing, Havelock Ellis y del Dr. Stopes desparramadas a su alrededor sobre las mesillas de noche. El vividor Ovidio, que nunca despreció un guijarro pero que tampoco hizo de él una montaña, sería incluso más adecuado. Hemos llegado a un punto en que nada sería tan necesario como una buena carcajada «de las de antes».

Pero —se dirá— el asunto «es» serio. Sí, muy serio, y por cuatro razones: En primer lugar, teológicamente, porque es la participación del cuerpo en el matrimonio, que, por elección divina, es imagen de la unión mística entre Dios y el hombre. En segundo lugar por ser, lo que me atrevo a llamar, un sacramento subcristiano o pagano o natural, y por ser la participación humana en las fuerzas naturales de la vida y de la fertilidad, y expresión de ellas: el matrimonio del padre cielo con la madre tierra. Tercero, en el nivel moral, por las obligaciones que lleva consigo ser padre y progenitor, y su incalculable importancia. Y por último, porque tiene —a veces, no siempre— una gran importancia emocional en los participantes.

Pero también comer es algo serio: teológicamente, como vehículo del Santísimo Sacramento; éticamente, en cuanto a nuestro deber de dar de comer al hambriento; socialmente, porque desde tiempo inmemorial la mesa es el sitio para conversar; y médicamente, como todos los enfermos de estómago saben. Pero no llevamos un libro de cuentas al comedor ni nos comportamos como en una iglesia; son más bien los gourmets, y no los santos, quienes más se acercan a esa conducta. Los animales siempre son muy serios con la comida.

No tenemos que ser totalmente serios con venus. De hecho, no podemos ser totalmente serios sin hacer violencia a nuestra condición humana. No es casualidad que todas las lenguas y literaturas del mundo estén llenas de chistes sobre el sexo. Muchos pueden ser malos o de mal gusto, y casi todos son antiguos; pero debo insistir en que representan una actitud hacia venus que, a la larga, pone menos en peligro la vida cristiana que una reverencial gravedad. No tenemos que intentar encontrar un absoluto en la carne. Al desterrar el juego y la risa del lecho del amor, se abre la entrada a una falsa diosa, que será aún más falsa que la Afrodita de los griegos, porque ellos, si bien la adoraban, sabían que ella era «amante de la risa». La gran masa de gente está plenamente en lo cierto al pensar que venus es, en parte, un espíritu cómico. No estamos en absoluto obligados a cantar todos nuestros dúos de amor al modo de Tristán e Isolda de Wagner, vibrantes, en un mundo que no tiene fin, con el corazón desgarrado; cantemos más bien al modo del Papageno y la Papagena de Mozart en La flauta mágica.

La misma venus llevará a cabo una venganza terrible si tomamos su seriedad —ocasional-- como un valor permanente. Y esto puede suceder de dos maneras. Una está ilustrada cómicamente, aunque sin intención cómica, por Sir Thomas Browne cuando dice que el servicio de venus es «el acto más necio que un hombre inteligente puede cometer en su vida; nada que pueda abatir más su imaginación, una vez enfriada, que considerar el indigno y extraño disparate que ha cometido». Pero si se hubiera dispuesto a realizar ese acto con menos solemnidad desde el comienzo, no habría sufrido ese «abatimiento»; si su imaginación no hubiera estado descaminada, su enfriamiento posterior no habría provocado esa revulsión. Pero venus tiene una venganza aún peor.

Ella misma es un espíritu burlón, malévolo, que tiene mucho más de duende que de deidad, y nos juega malas pasadas. Cuando todas las circunstancias externas son las más aptas para que ella nos sirva, dejará a uno o a ambos enamorados indispuestos para eso. Cuando todo acto al descubierto se hace imposible, y ni siquiera se pueden intercambiar miradas —en trenes, tiendas, y en interminables reuniones sociales—, ella los asaltará con todas sus fuerzas. Una hora más tarde, cuando el momento y el lugar sean apropiados, misteriosamente se retirará, y quizá sólo de uno de ellos. ¡Qué desconcierto puede provocar esto —cuántos resentimientos, autocompasión, desconfianzas, vanidades heridas y toda esa palabrería actual sobre «frustración»— en aquellos que la han endiosado! Pero los enamorados con sentido común se ríen de eso. Todo forma parte del juego, un juego de lucha libre, y las escapadas y las caídas y colisiones frontales tienen que tomarse como travesuras suyas.

No puedo dejar de considerar como una broma de Dios que una pasión tan encumbrada, en apariencia tan trascendental, como el eros, esté así ligada en incongruente simbiosis con un apetito corporal que, como cualquier otro apetito, revela descaradamente sus conexiones con factores tan terrenos como el clima, la salud, la dieta, la circulación de la sangre y la digestión. En el eros hay momentos en que nos parece estar volando; venus nos da de pronto el tirón que nos recuerda que somos globos cautivos. Es una continua demostración de la verdad de que somos criaturas compuestas, animales racionales: por un lado semejantes a los ángeles, y por el otro a los gatos. Es malo no ser capaz de aguantar una broma. Y, peor aún, no aguantar una broma divina, hecha, es cierto, a nuestras expensas, pero también, ¿quién lo duda?, para nuestro incalculable beneficio.

El hombre ha mantenido tres puntos de vista respecto a su cuerpo. En primer lugar está el de los ascetas paganos, que lo llamaban la prisión o la «tumba» del alma, y de cristianos como Fisher, para quien era una «bolsa de estiércol», alimento de gusanos, inmundo, vergonzoso, fuente sólo de tentación para los hombres malvados y de humillación para los buenos. Enseguida vinieron los neopaganos (que rara vez saben griego), los nudistas y las víctimas de los dioses oscuros, para quienes el cuerpo es algo glorioso. Pero en tercer lugar tenernos la definición que daba de su cuerpo San Francisco de Asís al llamarlo «Hermano asno». Las tres posturas pueden ser defendibles --aunque no estoy seguro—, pero yo me quedo con la de San Francisco.

«Asno» es exquisitamente correcto porque nadie en sus cabales puede reverenciar u honrar un burro. Es una bestia útil, robusta, suave, obstinada, paciente, amable, y exasperante, que merece o bien el garrote o bien la zanahoria; es una bestia patética y absurdamente hermosa a la vez. Y así es el cuerpo.

No hay modo de soportar el cuerpo si no reconocemos que una de sus funciones en nuestras vidas es la de desempeñar el papel de bufón, Todas las personas, hombre o mujer o niño, hasta que alguna teoría les haya complicado, saben esto. El hecho de que tengamos un cuerpo es la broma más vieja que existe. El eros (como la muerte, el dibujo figurativo y los estudios de Medicina) puede hacer que en ciertos momentos lo tomemos con toda seriedad. El error consiste en sacar como conclusión que el eros debería siempre tomarlo en serio, y eliminar para siempre la broma. Pero no es eso lo que sucede. Los mismos rostros de los enamorados felices que conocemos lo demuestran claramente. Los enamorados, a menos que su amor sea muy efímero, sienten una y otra vez que hay un elemento no sólo de comedia, no sólo de juego, sino incluso de bufonada en la expresión corporal del eros. Y el cuerpo nos dejaría frustrados si no fuera así. Sería demasiado torpe como instrumento para traducir la música del amor, si su misma torpeza —su grotesco encanto— no se pudiera sentir añadida a la experiencia total: una trama secundaria o un entremés que remeda, con su vigoroso y rudo desorden, el papel representado por el alma de forma más elevada. (Así, en las comedias antiguas, los líricos amores entre el héroe y la heroína eran parodiados y corroborados inmediatamente por un lío amoroso mucho más terreno entre un criado y una doncella.) Lo más alto no se sostiene sin lo más bajo.

De hecho, hay en ciertos momentos una gran poesía en lo propiamente carnal; pero también, si se me permite, un elemento irreductible de obstinada y ridícula antipoesía. Si no se deja sentir en una ocasión, lo hará en otra. Es mucho mejor plantearlo a las claras, dentro del drama de eros, como un contrapunto cómico, en vez de pretender no haberlo advertido.

Realmente es necesario este contrapunto. La poesía está ahí tanto como la antipoesía; la gravedad de venus tanto como su ligereza, el gravis ardor o el quemar el peso del deseo. El placer, llevado a su límite, nos destroza como el dolor. El anhelo de una unión para la cual sólo la carne puede ser el medio, en tanto que la carne —nuestros cuerpos se excluyen mutuamente— la hace por siempre inalcanzable, puede tener la grandeza de una búsqueda metafísica. La atracción amorosa, al igual que la aflicción, puede hacer derramar lágrimas. Pero venus no siempre viene así, «entera, aferrada a su presa»; y el hecho de que a veces lo haga es la razón principal para reservar siempre una pizca de espíritu travieso en nuestra actitud hacia ella. Cuando las cosas naturales parecen más divinas, lo demoníaco está a la vuelta de la esquina.

Esa negativa a ser absorbido del todo —esa reminiscencia de la ligereza aun cuando lo que se ha mostrado haya sido sólo pesantez— es especialmente relevante ante cierta actitud que venus, en su máxima intensidad, despierta en la mayor parte de las parejas (aunque no en todas, supongo). El acto de venus puede llevar al hombre a una actitud, aunque corta en duración, extremadamente imperiosa, a la dominación propia del conquistador o del posesor; y a la mujer, a una correspondientemente extrema abyección y rendición. De ahí la rudeza, y hasta la fiereza, de cierto juego erótico: «el tormento del amante, que hace daño y es deseado». ¿Quépensaría de todo esto una pareja sana? ¿Lo podría permitir una pareja cristiana?

Pienso que esto es inofensivo y sano con una condición. Debemos tener en cuenta que aquí se trata de lo que he llamado «el sacramento pagano» del sexo. En la amistad, como ya vimos, cada participante se sostiene precisamente por sí mismo, como individuo contingente que es. Pero en el acto del amor no somos solamente nosotros mismos. También somos representantes. No hay aquí un empobrecimiento, sino un enriquecimiento en el hecho de tener conciencia de que actúan en nosotros fuerzas más remotas y menos personales que nosotros mismos. Toda la virilidad y toda la feminidad del mundo, todo lo que es avasallador y todo lo que le responde, está momentáneamente bien enfocado en nosotros. El hombre, en efecto, representa el papel del padre cielo, y la mujer el de la madre tierra. El representa el papel de la forma, y ella el de la materia. Pero debemos dar a la palabra «representar» todo su valor. Desde luego, ninguno de los dos «representa un papel» en el sentido de ser un hipócrita. Pero cada uno desempeña una parte o papel en..., bueno, en algo comparable a la representación de un misterio o de un ritual (en uno de sus extremos) y de una mascarada o hasta de una charada (en el otro extremo).

Una mujer que aceptara como propia, y al pie de la letra, esta rendición extrema sería una idólatra que ofrece a un hombre lo que sólo pertenece a Dios. Y un hombre tendría que ser el más fatuo de los fatuos, y además un blasfemo, si se arrogara, siendo sólo una persona, esa especie de soberanía a la que venus lo exalta por un instante. Pero aquello que no puede ser legítimamente cedido ni reclamado puede ser lícitamente representado. Fuera de este ritual o drama, él y ella son dos almas inmortales, dos adultos libres, dos ciudadanos. Estaríamos muy equivocados si supusiéramos que los matrimonios en que este dominio es más afirmado y reconocido en el acto de venus son aquellos en que el esposo es probablemente el dominante en el conjunto de la vida conyugal; lo contrario es quizá más probable. Pero dentro del rito o drama, ellos son un dios y una diosa entre quienes no hay igualdad, cuyas relaciones son asimétricas.

Algunos pensarán que es extraño que yo encuentre un elemento ritual o de mascarada en esta acción, que con frecuencia es considerada como la más real, la con menos disfraces, la más auténtica que realizamos. ¿Es que no somos acaso nosotros mismos cuando estamos desnudos? En cierto sentido, no. La palabra «desnudo» fue un participio pasado, que bajo el influjo del verbo desnudar (del latín denudare) sustituyó desde los orígenes del idioma a la palabra «nudo». El hombre desnudo era el que había pasado por el proceso de desnudarse, esto es, de quitarse la envoltura. Desde tiempos inmemoriales el hombre desnudo ha sido para nuestros antepasados no el hombre natural sino el anormal, no el hombre que se abstiene de vestirse, sino el hombre que está, por alguna razón, desnudo. Y es un hecho simple --cualquiera puede observarlo en un recinto de baños masculinos— cómo la desnudez realza lo común de la humanidad, y quita voz a lo que es individual. En este sentido somos «más nosotros mismos» cuando estamos vestidos. Por la desnudez, los amantes dejan de ser Juan y María: se ha puesto el énfasis en el universal él y ella. Casi podría decirse que se «visten» la desnudez como una túnica de ceremonia, o como el disfraz para una charada. Porque debemos seguir evitando —y nunca tanto como cuando participamos del sacramento pagano en nuestros intercambios amorosos— el ponernos serios de manera equivocada. El propio padre cielo es solamente un sueño pagano de Alguien mucho más grande que Zeus, y mucho más masculino que el macho. Y un simple mortal no es ni siquiera el padre cielo, y en realidad no puede llevar su corona; sólo una imitación hecha en papel de plata. Y no digo esto con desprecio. Me gusta el ritual, me gustan las funciones teatrales privadas, hasta me gustanlas charadas. Las coronas de papel, en su contexto adecuado, tienen sus usos legítimos y serios. No son, en definitiva, mucho más endebles —«si la imaginación las arregla»— que todas las dignidades terrenas.

Pero no me atrevo a mencionar este sacramento pagano sin detenerme a prevenir al mismo tiempo contra el peligro de confundirlo con un misterio que es incomparablemente más alto: así como la naturaleza corona al hombre en esta breve acción, así la ley cristiana lo ha coronado en la relación permanente con el matrimonio, otorgándole —¿o diré más bien infligiéndole?— una cierta «autoridad». Esta es una coronación muy distinta. Y así como podríamos tomar el misterio natural demasiado en serio, podríamos igualmente no tomar el misterio cristiano con suficiente seriedad. Los escritores cristianos (especialmente Milton) han hablado a veces de la superior autoridad del esposo con una complacencia que hiela la sangre. Tenemos que volver a la Biblia. El marido es la cabeza de la esposa en la medida en que es para ella lo que Cristo es para la Iglesia.

El marido debe amar a la esposa como Cristo amó a su Iglesia y —sigamos leyendo— «dio la vida por ella» (Efesios 5,25). Así pues, esta autoridad está más plenamente personificada no en el marido que todos quisiéramos ser, sino en Aquel cuyo matrimonio más se parece a una crucifixión, cuya esposa recibe más y da menos, es menos digna que él, es —por su misma naturaleza— menos amable. Porque la Iglesia no tiene más belleza que la que el Esposo le da; El no la encuentra amable, pero la hace tal. Hay que mirar el crisma de esta terrible coronación no en las alegrías del matrimonio de cualquier hombre, sino en sus penas, en la enfermedad y sufrimientos de una buena esposa, o en las faltas de una mala esposa, en la perseverante (y nunca ostentosa) solicitud o inextinguible capacidad de perdón de ese hombre, perdón, no aceptación. Así como Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará «sin mancha ni arruga», y se esfuerza para que llegue a serlo, así el esposo, cuya autoridad es como la de Cristo (y no se le ha concedido ninguna de otra clase), jamás debe desesperar. Es como el rey Cophetua, que después de veinte años todavía espera que la niña mendiga aprenda un día a decir la verdad, y a lavarse detrás de las orejas.

Decir esto no significa que haya virtud o sabiduría en contraer un matrimonio que lleve consigo tanto sufrimiento. No hay sabiduría ni virtud en buscar un martirio innecesario, o en provocar deliberadamente la persecución; no obstante, es en el cristiano perseguido y torturado donde el modelo del Maestro se representa de modo menos ambiguo. Por tanto, en esos matrimonios desgraciados, la «autoridad» del marido, si es que puede mantenerla, es más semejante a la de Cristo.

Las más inflexibles feministas no tienen que envidiar al sexo masculino la corona que les es ofrecida, ya sea en el misterio pagano o en el cristiano: porque una es de papel; la otra, de espinas. El verdadero peligro no está en que los maridos vayan a coger la corona de espinas con demasiada vehemencia, sino que ellos permitan u obliguen a sus mujeres a que se la roben.

Paso ahora de venus como ingrediente carnal del eros al eros como un todo. Veremos aquí repetido el mismo modelo. Así como venus dentro del eros no aspira realmente al placer, así el eros no aspira a la felicidad. Podemos creer que lo hace, pero cuando es puesto a prueba, resulta que no es así. Todos saben que es inútil tratar de separar a los enamorados demostrándoles que su matrimonio va a ser desgraciado. Y esto no sólo porque no nos creerán —sin duda no lo harán nunca—, sino porque, aunque nos creyeran, no se les podría disuadir de casarse. Es especialmente característico del eros que, cuando está en nosotros, nos haga preferir el compartir la desdicha con el ser amado que ser felices decualquier otra manera. Aunque los dos enamorados sean personas maduras y con experiencia, que saben que a la larga las heridas del corazón acaban cicatrizando, y aunque puedan prever claramente que si tuvieran coraje para aguantar la agonía actual de separarse, casi con seguridad diez años después serían más felices que si se casaran, aun así, no se separarán. Todos los cálculos son ajenos al eros, así como el juicio fríamente brutal de Lucrecio es irrelevante para venus. Aunque resulte claro, más allá de toda duda, que el matrimonio con el ser amado no tiene posibilidad de llevar a la felicidad, cuando ni siquiera puede ofrecer otra vida que la de atender a un inválido incurable, de pobreza irremediable, de exilio, o de vergüenza, el cros nunca duda en decir: «Mejor esto que separarnos; mejor ser desdichado con ella que ser feliz sin ella. Dejemos que se rompan nuestros corazones con tal de que se rompan juntos». Si la voz dentro de nosotros no dice estas palabras, no es la voz del eros.

Esto constituye la grandeza y el horror del eros; pero observemos que, como antes, codo con codo con esta grandeza, hay un espíritu burlón. Eros, igual que venus, es tema de innumerables bromas. Y hasta cuando las circunstancias de los dos enamorados son tan trágicas que ningún observador pueda contener las lágrimas, ellos mismos, en su infortunio, en los recintos hospitalarios, en los días de visita en la cárcel, se ven sorprendidos por una alegría que impresiona al que los ve —no a ellos—, por esa especie de patetismo que no se puede soportar. Nada es más falso que la idea de que la burla tiene que ser necesariamente hostil: los enamorados, hasta que tienen un bebé del que se puedan reír, se están siempre riendo el uno del otro.

Es en la misma grandeza del eros donde se esconde el peligro: su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación de sí mismo suenan a mensaje de eternidad.

Y aun con todo, siendo como es, no puede ser la voz de Dios mismo; porque el eros, hablando con igual grandeza y mostrando igual trascendencia respecto a sí mismo, puede inclinar tanto al bien como al mal. Nada es más superficial que creer que un amor que conduce al pecado es siempre cualitativamente más bajo —más animal o más trivial— que el amor que lleva a un matrimonio cristiano, fiel y fecundo. El amor que lleva a uniones crueles y perjuras, y aun a pactos de suicidio y de crimen, puede no ser lujuria desordenada o vano sentimiento, puede ser eros en todo su esplendor, sincero hasta destrozar el corazón, dispuesto a cualquier sacrificio antes de renunciar al amor.

Ha habido escuelas de pensamiento que han aceptado la voz de eros como algo trascendente de hecho y han tratado de justificar lo absoluto de sus mandatos. Platón sostendrá que «enamorarse» es el reconocimiento mutuo en la tierra de las almas que habían sido seleccionadas unas para otras en una existencia celestial anterior. Encontrar al ser amado es comprender que «nos amábamos antes de haber nacido». Como mito para expresar lo que sienten los enamorados es admirable; pero si uno lo aceptara al pie de la letra, se encontraría frente a embarazosas consecuencias. Tendríamos que concluir que en esa celestial y olvidada vida las cosas no funcionaban mejor que aquí. Porque el cros puede unir a los compañeros de yugo menos adecuados; muchos matrimonios desgraciados, cuya desgracia era previsible, fueron matrimonios de amor.

Una teoría con mejores probabilidades de ser aceptada en nuestros días es la que podríamos llamar romanticismo shawiniano (el propio Shaw podría haberlo llamado romanticismo «metabiológico»). De acuerdo con este romanticismo shawiniano, la voz del eros es la voz del élan vital, o fuerza vital, el «apetito evolutivo». Al subyugar a una pareja en particular, está buscando a los progenitores (los antecesores) del superhombre. Es indiferente tanto a la felicidad personal como a las reglas de la moral, porque apunta hacia algo que Shaw considera mucho más importante: la futura perfección de nuestra especie. Pero si todo esto fuese verdad, difícilmente aclararía si teníamos que obedecer o no, ni por qué, en caso de que fuera así. Todas las imágenes del superhombre que hasta ahora se nos han ofrecido son tan poco atractivas que uno hasta podría hacer inmediatamente voto de castidad para evitar el riesgo de engendrar un superhombre así. Y en segundo lugar esta teoría lleva a la conclusión de que la fuerza vital —¿o el apetito evolutivo?— no entiende muy bien su propia función, porque, hasta donde se puede ver, la existencia o la intensidad del eros entre dos personas no es garantía de que su vástago vaya a ser especialmente satisfactorio, o incluso de que vayan a tener descendencia. La receta para tener hijos hermosos es dos buenas «cepas» (en el sentido que le dan los criadores de ganado), no dos buenos enamorados. ¿Y qué demonios hacía la fuerza vital a lo largo de esas innumerables generaciones en que engendrar hijos dependía muy poco del eros mutuo, y mucho de los arreglos matrimoniales, de la esclavitud, de la violación? ¿O es que se les acaba de ocurrir esta brillante idea para mejorar la especie?

Ni el tipo platónico ni el shawiniano de trascendentalismo erótico pueden ayudar a un cristiano. No somos adoradores de la fuerza vital y no sabemos nada de existencias anteriores*.
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Aparte del tono de humor con que el autor se refiere a Platón al tratar este tema, cabe advertir que en la historia del cristianismo la doctrina de Platón se ha estudiado muy profunda y seriamente, y que —hablando en general— ha permitido esclarecer y explicar cuestiones relativas a la fe accesibles a la razón. La obra de Platón ha ayudado mucho en la evolución del pensamiento de corte cristiano, e incluso a maneras y expresiones, seculares, de su piedad (N. del T.).

 

No le debemos obediencia incondicional a la voz del eros cuando habla pareciéndose demasiado a un dios. Aunque tampoco debemos ignorar o intentar negar su calidad cuasidivina. Este amor es real y verdaderamente como el Amor en sí mismo. En él hay una cercanía real a Dios (por semejanza); pero no, como consecuencia necesaria, una cercanía de aproximación. El eros, venerado hasta donde lo permite el amor a Dios y la caridad al prójimo, puede llegar a ser para nosotros un medio de aproximación. Su compromiso total es un paradigma o ejemplo, inherente a nuestra naturaleza, del amor que deberíamos profesar a Dios y al hombre. Así como la naturaleza, para los amantes de la naturaleza, da contenido a la palabra «gloria», esplendor, así el eros da contenido a la palabra «caridad». Es como si Cristo nos dijera por medio del eros: «Así, de ese mismo modo, con esa prodigalidad, sin considerar lo que pueda costar, tendrás que amarme a Mí y al menor de mis hermanos». El honor que tributemos al eros variará, por supuesto, de acuerdo con nuestras circunstancias. De algunos se requerirá una total renuncia, aunque no un desprecio de él. Otros, teniendo al eros como impulso y también como modelo, podrán embarcarse en la vida conyugal, dentro de la cual el eros, por sí mismo, nunca será suficiente, sólo sobrevivirá en la medida en que sea continuamente purificado y corroborado por principios superiores.

Sin embargo, el eros honrado sin reservas y obedecido incondicionalmente, se convierte en demonio. Y ésa es precisamente la forma en que exige ser honrado y obedecido. Divinamente indiferente a nuestro egoísmo, es también diabólicamente rebelde a toda exigencia que se le oponga por parte de Dios o del hombre. Como dice el poeta:

Los enamorados no se mueven por bondad,
y oponerse a ellos hace que se sientan mártires.

«Mártires» es la expresión adecuada. Hace años, cuando escribí sobre la poesía amorosa en la Edad Media y analicé su extraña y medio fingida «religión del amor», fui tan ciego que traté el tema como un fenómeno casi puramente literario. Ahora lo veo mejor. El eros, por naturaleza, invita a eso. Entre todos los amores él es, cuando está en su culmen, el que más se parece a un dios y, por tanto, el más inclinado a exigir que le adoremos. Por sí mismo, siempre tiende a convertir el hecho de «estar enamorado» en una especie de religión.

Con frecuencia, los teólogos han temido en este amor el peligro de la idolatría. Pienso que con esto querían decir que los enamorados podían adorarse el uno al otro. A mí no me parece que éste sea el verdadero peligro; ciertamente, no en el matrimonio. La intimidad deliciosamente prosaica y práctica de la vida conyugal hace eso absurdo. Lo mismo pasa con el afecto con que el cros está casi invariablemente vestido. Yo me pregunto si incluso en la fase del enamoramiento a alguien que haya sentido la sed de lo Increado, o soñado que la sentía, imaginó alguna vez que la persona amada podría saciarle. Como compañero de peregrinación aguijoneado por el mismo deseo, es decir, como amigo, el ser amado puede ser gloriosa y útilmente adecuado; pero como un medio para eso..., bueno (no quiero ser grosero), es ridículo. El verdadero peligro, me parece a mí, no es que lo enamorados se idolatren el uno al otro, sino que idolatren al propio eros.

No quiero decir, por supuesto, que le vayan a construir altares o que le dirijan oraciones. La idolatría de la que hablo puede apreciarse en la equivocada interpretación de las palabras de Nuestro Señor: «Sus pecados, que son muchos, le son perdonados porque ha amado mucho» (Lucas 7, 47). Del contexto, y en especial de la precedente parábola de los deudores, resulta claro que debe significar: «La magnitud de su amor por Mí es prueba de la magnitud de los pecados que le he perdonado». (El «por» es aquí como el «por» en la frase: Por estar todavía su sombrero en el perchero del vestíbulo, no puede haber salido. La presencia del sombrero no es la causa de que esté en casa, sino una posible prueba de que se encuentra ahí.) Pero miles de personas lo toman en un sentido muy diferente. Primero suponen, sin ninguna prueba, que sus pecados eran contra la castidad, aun cuando, por lo que sabemos, bien pueden haber sido la usura, el comercio fraudulento, o la crueldad con los niños. Y entonces suponen que Nuestro Señor estaba diciendo: «Perdono su falta de castidad porque estaba muy enamorada». La deducción es que un gran eros atenúa —casi permite, casi santifica— toda acción a la que él le conduce.

Cuando los enamorados dicen de algún acto que nosotros podríamos censurar, «El amor nos llevó a hacerlo», debe advertirse el tono en que lo dicen. Un hombre que dice: «Lo hice porque estaba asustado» o «Lo hice porque estaba enfadado», habla de modo muy diferente. Está adelantando una excusa por algo que, según él, necesita disculpa. Pero los enamorados rara vez hacen eso. Notemos qué trémulamente, hasta con devoción, pronuncian la palabra «amor», no tanto alegando una «circunstancia atenuante», sino como apelando a una autoridad. La confesión casi puede llegar a ser ostentación. Quizás pueda haber en ella incluso un matiz de desafío. Se «sienten como mártires». En casos extremos lo que expresan sus palabras es, en realidad, una recatada pero inamovible adhesión al dios del amor.

«Estas razones han pasado a ser buenas en la ley del amor», dice la Dalila de Milton. «En la ley del amor»: ésta es la cuestión. «En el amor» tenemos nuestra propia «ley», una religión propia, nuestro propio dios. Cuando un eros real está presente, la resistencia a sus órdenes se considera como apostasía, y aun cuando según las normas cristianas son tentaciones, hablan con la voz de los deberes, deberes casi religiosos, actos de piadoso fervor al dios del amor. Él construye su propia religión en torno a los enamorados. Benjamin Constant señaló cómo, en unas cuantas semanas o meses, crea para ellos un pasado que les parece inmemorial. Vuelven continuamente a él con asombro y reverencia, como los Salmistas vuelven a la historia de Israel. De hecho es como el antiguo testamento de la religión del amor; el recuerdo de los juicios y gracias del amor hacia la pareja elegida, hasta el momento en que descubrieron por primera vez que estaban enamorados. Después de eso empieza su nuevo testamento. Están ahora bajo una nueva ley, la que corresponde, en esta nueva religión, a la gracia: son criaturas nuevas: el «espíritu» del eros sobrepasa todas las leyes, y ellos no deben «agraviarle».

El «espíritu» del eros parece sancionar todo tipo de acciones, que de otro modo no se habrían atrevido a realizar. No me refiero únicamente, o principalmente, a actos que violan la castidad; es igualmente probable que se trate de actos contra la justicia, o faltas de caridad contra el mundo de los demás. A ellos les parecerán muestras de fervor y piedad hacia el eros. La pareja puede decirse —el uno al otro— casi con el tono de quien ofrece un sacrificio: «Es por causa del amor que he descuidado a mis padres... que he dejado a mis hijos... engañado a mi socio... fallado a mi amigo en su mayor necesidad». Estas razones en la ley del amor pasan por buenas. Sus fieles hasta pueden llegar a sentir que hay un mérito especial en estos sacrificios, porque ¿qué ofrenda más costosa puede dejarse en el altar del amor que la propia conciencia?

Y la broma siniestra es, siempre, que este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero. Es notorio que es el más mortal de nuestros amores. El mundo atruena con las quejas de su inconstancia. Lo que resulta desconcertante es la combinación de esta inconstancia con sus protestas de permanencia. Estar enamorados de verdad es, a la vez que prometerlo, estar dispuesto a ser fiel durante toda la vida. El amor erótico hace promesas que no se le piden; no hay modo de convencerle de que no las haga. «Seré siempre fiel» son casi siempre las primeras palabras que pronuncia. No por hipocresía, sino sinceramente. Ninguna experiencia adversa conseguirá curarle de esta ilusión. Todos hemos oído hablar de personas que vuelven a enamorarse cada pocos años; siempre sinceramente convencidos de que «"esta" vez sí que es la definitiva», que sus andanzas han terminado, que han encontrado su verdadero amor, y que serán mutuamente fieles hasta la muerte.

Y, en un cierto sentido, el eros tiene razón al hacer estas promesas. El hecho de enamorarse así es de tal naturaleza que hacemos bien al rechazar como intolerable la idea de que pudiera ser transitorio. De un solo salto se traspasa el macizo muro de nuestra individualidad; el mismo apetito erótico se hace altruista, deja a un lado la felicidad personal como una trivialidad e instala los intereses del otro en el centro del propio ser. Espontáneamente y sin esfuerzo hemos cumplido (hacia una persona) con la ley al amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Es una imagen, un sabor anticipado de lo que llegaríamos a ser para todos si el Amor en sí mismo imperara en nosotros sin rival alguno. E incluso, bien usado, es una preparación para ese Amor. El sólo hecho de recaer, el simple «desenamorarse» otra vez, es —si se me permite acuñar tan fea palabra-- una especie de «desredención». El eros es llevado a prometer lo que el eros por sí mismo no puede cumplir.

¿Podemos estar en esta desinteresada liberación durante toda una vida? Apenas una semana. Entre los mejores enamorados posibles, su alta condición de tales es intermitente. El antiguo yo vuelve pronto a rnanifestarse no tan muerto como pretendía, sucede lo mismo que después de una conversión religiosa. En uno y otro caso puede quedar momentáneamente postrado el yo; pero muy pronto volverá a levantarse, si no sobre sus pies, sí al menos apoyándose en un codo; si no rugiendo, sí al menos volviendo a sus ásperas quejas o a su lamentoso gimoteo. Y entonces venus retrocede con frecuencia hacia la mera sexualidad.

Pero estas contrariedades no pueden destruir un matrimonio entre dos personas «decentes y razonables». La pareja cuyo matrimonio sí puede ciertamente verse en peligro por causa de ellas y, posiblemente, quedar expuesto al fracaso, es la que ha idolatrado el eros. Pensaron que tenía el poder y la veracidad de un dios. Esperaban que el solo sentimiento haría por ellos, y permanentemente, todo lo que fuera necesario. Cuando esta expectativa queda defraudada, culpan al eros o, con más frecuencia, se culpan mutuamente. En realidad, sin embargo, el eros, habiendo hecho su tan gigantesca promesa y después de haber mostrado, como en un destello, lo que tiene que ser su función, ha «cumplido con su cometido». El, como padrino, hace los votos; somos nosotros quienes debemos cumplirlos. Nosotros somos los que debemos esforzarnos por hacer que nuestra vida cotidiana concuerde más plenamente con lo que manifestó aquel destello. Debemos realizar los trabajos de eros cuando eros ya no está presente. Esto lo saben todos los buenos enamorados, aun cuando no sean reflexivos ni sepan expresarse, y sólo sean capaces de unas pocas frases convencionales sobre la necesidad de «aceptar lo desagradable junto con lo agradable», de «no esperar demasiado», de tener «un poco de sentido común» y cosas parecidas. Y todos los enamorados que son buenos cristianos saben que este programa, aunque parezca modesto, no podrá cumplirse sino con humildad, caridad y la gracia divina; pues realmente eso es toda la vida cristiana vista desde un ángulo particular.

Así el eros, como los demás amores —pero de modo más impresionante debido a su fuerza, dulzura, terror y atractiva presencia—, revela su verdadera condición. No puede por sí mismo ser lo que, de todos modos, debe ser si ha de seguir siendo eros. Necesita ayuda; por tanto, necesita ser dirigido. El dios muere o se vuelve demonio a no ser que obedezca a Dios; lo que sería bueno si, en ese caso, muriera siempre; pero es posible que siga viviendo, encadenando juntos, sin piedad, a dos personas que se atormentan mutuamente, sintiendo cada una en carne viva el veneno del odio enamorado, cada uno ávido por recibir y negándose implacablemente a dar, celoso, desconfiado, resentido, luchando por dominar, decidido a ser libre y a no dar libertad, viviendo de hacer «escenas». Leamos Ana Karenina y no pensemos que esas cosas suceden sólo en Rusia. La vieja hipérbole de los enamorados que se «devoran» mutuamente puede estar terriblemente cerca de la verdad.